domingo, 28 de diciembre de 2008

Mil y una puñaladas al lenguaje (y otras no contadas)

Con un retraso notable, me deleito, aunque a ratos me aburro, con 1001 puñaladas a la lengua de Cervantes, de Federico Arana (Grijalbo-ACTUALIDAD, 2006), que Víctor Roura tuvo a bien reseñar hace casi un par de años en El Financiero, pero con el que nunca me había topado, lo que habla de lo mal que están las librerías de la ciudad de México, porque este libro debería de estar de manera perenne en las mesas de novedades o cuando menos bien exhibido: debía ser obligatorio en cualquier lugar donde se use el español como herramienta principal: en casi todos lados, pues.
Arana (mejor conocido como El Hombre Arana) es un enojón, o cascarrabias, que se enfurece cada vez que alguien hace mal uso del idioma; pero resulta que cada vez tiene más razón para su molestia, porque han proliferado los agravios; claro que él tiene la culpa por ver tanta televisión, por escuchar tantos noticieros (o noticiarios) radiofónicos, y tantos programas deportivos (mejor dicho, futboleros), que es donde abundan quienes maltratan el español.
Es claro que molestan los locutores (sería un error llamarlos periodistas) que a bordo (nótese que escribo “a bordo”, no “abordo” como en la mayoría de los periódicos) de un helicóptero para informar del tránsito, dicen “estamos sobre lo que es…”; más molesta que tanta gente se haya contagiado y usen la formulita en cada parrafada, lo que habla no tanto del poder de los medios masivos de información, sino de la escasez de lecturas, porque quien lee se inmuniza contra muletillas y horrores gramaticales (¿os cae?, diría el mismo Hombre Arana).
Podríamos reclamarle a Servidor (como se autonombra Arana) que exagera, que en muchas páginas parece asambleísta del DF en su afán de cuidar a quienes (nótese el uso de “quienes” en vez de “a los que”) no quieren cuidarse, y andan poniendo letreros de NO FUMAR en todos lados. O peor, a ratos se asemeja a Javier Alatorre, quien ante el triunfo de la mal llamada Ley Antitabaco se atrevió a amenazar que a ver cuándo se comenzaría a perseguir a quienes fuman dentro de sus propios hogares.
Porque Arana se molesta hasta con el lenguaje coloquial, y no es lo mismo, por ejemplificar, Carlos Loret de Mola con sus tergiversaciones, pleonasmos, redundancias (“rebuznancias”, se les dice en las salas de redacción de algunos periódicos) y las palabras que siempre le sobran, además de su mala sintaxis y pésimo uso (o maluso) de la concordancia, que el lenguaje sabroso, dicharachero, de Guillermo Ochoa; no es lo mismo el habla cursi, falsamente elegante de Jacobo Zabludovsky que la legítima habla popular de (¡Ay, Dios!, ayúdenme a encontrar un buen ejemplo; ¡ah, ya sé!:) Garibay, Leñero, a ratos Monsiváis; no son lo mismo algunas letras de canciones, sobre todo las baladas (la que cita a cada rato el mismo Arana –en Guaraches de ante azul y en el que comento—“…todo el mundo en la prisión corrieron a bailar el rock”, o “fue de ti, fue de mí la gloria de este gran amor” –fueron tuyas y mías las glorias… sería lo correcto, pero no sé si lo adecuado, porque ya no cuadrarían con la música) que las letras de Jaime López, llenas de colorido y lenguaje popular, aunque también de neologismos que en otro contexto provocarían la muina de Arana, quien por cierto no cita “La novia de mi mejor amigo”: “yo no puedo evitarlo…” por “no puedo evitarlo”: en español sale sobrando el pronombre personal cuando la frase está bien construida; no dice que le moleste una canción que medio entonaba César Costa: “su rubia belleza era madrigal”; le molestan algunas piezas clásicas de Alberto Domínguez y una de Lara, “Oración Caribe”, pero no reconoce que en una de sus mejores versiones, de Toña la Negra (Antonia la Afroamericana, dirían quienes se cuidan de ser políticamente correctos), cuando en vez de “una poco de luz en nuestra aurora” pronuncia “un poquito de luz”; no le molesta, y cita mal, una canción de Rubén Fuentes –aunque sí otras—, que al menos en la versión de Pedro Infante dice “Pasastes a mi lado”, y que ni modo, sin la ese (no la de Supermán) el verso queda cojo; sólo se fija en “voltearon hacia mí”, que sí, está muy mal aunque su uso esté muy generalizado, como lo muestra el ejemplo de los locutores que traducen “Turn around, look at me” como “Voltea y mírame”, que tiene una connotación sexual. Pero el puritanismo de Arana, de censurar todo lo coloquial, excluiría de las recitaciones “La Chacha Micaela” y “Por qué me quité del vicio”, que no por malas dejan de ser indispensables en nuestra cultura popular.
Claro que el propósito del crítico es criticar, no elogiar, para eso están los jilgueros, pero podía poner como ejemplo de lo que sí se debe hacer a Tata Nacho, o Alfonso Esparza Oteo, a quienes les rezumba el mango para escribir con elegancia y decoro; lo correcto es lo de menos, si hay poesía; por no hablar de Álvaro Carrillo, quien con discreción y belleza presume de lo bien que coge: “tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor; ya me ha dicho que estoy en la gloria de tu intimidad”. ¡Arroz!, decimos para hacer enojar al Hombre Arana, quien es insistente en señalar muchos vicios verbales o, peor, escritos, pero apenas menciona algunos de los más letales y que abundan en los periódicos, como desapercibido por inadvertido; es más, no toca uno de los más graves: rechazar por negar, desmentir, o uno igual de espantoso: desmarcar por deslindarse.
Lo que es más: Arana al corregir comete otro error: “el pasado 21 de marzo”, cuando es suficiente con decir “el 21 de marzo”. En Opus, la estación radiofónica que transmite música sinfónica, suelen decir “nació un 5 de marzo de 1866” (por decir), como si 1866 hubiera tenido varios (al menos dos) 5 de marzo.
Me imagino el berrinche que hubiera sufrido (“pegado”, decimos de manera incorrecta) si hubiera escuchado a los locutores que entrevistaron a la entonces modosita y modesta Ana Gabriela Guevara, quien declaró que no le molestaban las derrotas, que de ellas aprendía (¿os cae?), y los locutores alabaron “su positivismo”. Tampoco cita a la ilustre (qué manía de poner adjetivos la de Arana) Rebeca de Alba al hablar del “raciocinio del agua” (información de Humberto Mussachio), o peor, cuando Niurka denunció que su anterior (uno de los anteriores) novio tomaba “asteroides” (¿sería que la ponía en órbita?).
Cuenta Servidor sus tropezones con ciertos correctores de estilo que le enmendaron la plana (y eso que son amplios de criterio, aunque hay algunos pudibundos e ignorantes que no saben qué hacer cuando en, por ejemplo, Robinson Crusoe, se topan con que a algún alebrestado lo cuelgan de la verga; cuando menos piensan: “pobrecito”), pero es benévolo con él mismo cuando escribe, como Chespirito, gasolinerías en vez de gasolineras, cuando acentúa cuando menos tres aún que no son adverbios de tiempo; cuando usa mal “quizá”; cuando menciona a dos actores de El mil amores, Mantequeilla y Luz María Aguilar, que no actúan (o aparecen) en esa cinta, ni con el desorden de los títulos, que veces las pone en rectas y sin comillas, veces las entrecomilla, y en un par de ocasiones las pone en cursivas o con tipo menor (o letra chiquita), con lo que aumentan el azoro y el desconcierto del lector.
Con todo y (en lugar de “a pesar de”) sus defectos, sus errores y erratas, 1001 puñaladas a la lengua de Cervantes es un libro disfrutable (por delicioso), si el lector no se engolosina, si se lee sin premura y un capítulo por semana, para no empalagarse; si en vez de asumir las críticas se suma a Arana y pone atención en las burradas de locutores y de redactores, sin temerle a las grandes firmas que también cometen errores; pero sin menospreciar lo coloquial, lo popular, lo que enriquece en vez de encasillar (como las erratas fecundas de Alfonso Reyes y sus correctores anónimos). Este libro debe estar en las salas de redacción de los diarios serios que pretendan publicar los textos de una manera decorosa, pero que asuman la tarea también con sentido del humor. Y en los hogares su lugar no está junto a los otros libros de Arana, algunos muy sabrosos (por disfrutables), otros llenos de curiosidades (aunque hay que reclamarle que en la segunda edición de Guaraches de ante azul haya suprimido una muy perversa fotografía de la orquesta femenina que acompañaba a los Hermanos Castro), y ponerlo en los plúteos donde están los diccionarios.
Sólo un añadido: Arana no menciona unos vicios que no sólo son las incorrecciones, sino la falta de cuidado; las sinalefas funcionan en algunos poemas, pero hay que fijarse que no cambien el sentido, como la que ilustra la presente, aunque a lo mejor sólo quisieron insinuar, no afirmar, las cualidades del futbolista al que aluden y cuya fotografía es más que elocuente.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Wharton antes de Wharton

Es popular debido al éxito de la cinta de Martin Scorcese basada en su novela La edad de la inocencia, con Michelle Pfeiffer y Wynnona Ryder, pero su rescate empezó a finales de los setenta con la publicación, por parte de la entonces benemérita Alianza Editorial, de sus Relatos de fantasmas, una colección de cuentos de muy diversas épocas con el tema de los seres que rondan, en espíritu, el mundo de los vivos.
Edith Wharton, quien vivió la muy traumática transición del siglo XIX al XX y se dedicó a escandalizar a las buenas conciencias, es ahora una de las autoras más prestigiadas, precisamente porque sus novelas presentan un desafío a la sociedad convencional (incluso ahora).
Las muy fragmentadas biografías resaltan que su vida misma fue un desafío al vivir relaciones bisexuales que molestaban a la mojigatería de su tiempo, desde sus primeros relatos cortos, y a partir de su tercera novela, La casa de la alegría, que fue decisiva para su consagración y que también motivo el acercamiento y protección de Henry James, uno de los mayores novelistas del siglo XX, célebre por su Otra vuelta de tuerca, pero con demasiados libros excelentes.
No abundan los libros de Wharton en español; ya no circulan los Relatos de fantasmas, hay dos o tres ediciones de La edad de la inocencia, pero no la de Tusquets, que es la más recomendable, ni Un hijo en el frente, que pese a ser ficción es un estremecedor testimonio de lo que significa la guerra en el plano individual o familiar, la angustia diaria de saber a la gente cercana en peligro de muerte.
Acaba en cambio de aparecer, en la española Impedimenta, Santuario (2007, con una reimpresión en apenas tres meses), la segunda novela de Wharton y que la muestra indecisa entre el desafío moral y la traición a la ética y a la rectitud.
Escrita (o publicada) a los 41 años de una edad muy avanzada para la época, Santuario hace recordar más las novelas de los siglos XVIII y XIX que las historiad de James, de quien Wharton es heredera o espíritu afín, según el muy oneroso prólogo de Marta Sanz; coincide con algunos relatos de James en que la protagonista tiene una conciencia que la hace pensar en abandonar una situación cómoda, cuando descubre que su prometido (qué concepto tan lejano ése, de apenas hace un siglo) miente, y no por ocultar una infidelidad, un pasado oscuro, una debilidad, o alguna cuestión religiosa o de pensamiento político, sino en un asunto más grave: por quedarse con el dinero que le correspondería a su cuñada y a su sobrino, lo que lleva como consecuencia la muerte de ambos, en algo que provoca sospechas de asesinato o cuando menos de indiferencia criminal.
Ante la certidumbre de la mentira, la protagonista, quien ha decidido romper la promesa matrimonial, recibe todas las presiones y chantajes, es acusada de fría, de no amar; y cede, aunque cada vez está más convencida de tener la razón.
El lector actual no tiene ningún derecho a juzgar a la protagonista como si fuera 2008 y no 1902, cuando el destino de la mujer era el matrimonio como fin, y además la sumisión, pero uno piensa que si tanto resquemor le causa saber que parte de la fortuna del marido es cuando menos ilícita, y si tanto carácter y fuerza de voluntad le otorga Wharton, entonces por qué cede.
Lo más grave no es ceder ante la presión del prometido, de la suegra, de los padres; lo peor es que pocos años después verá cómo se repite la situación, pero ahora con el hijo (felizmente el esposo muere a los muy pocos años de su fechoría, y luego de comprobarse que en efecto su comportamiento fue criminal), que traiciona a su mentor y mejor amigo para ganar un concurso de arquitectura; traiciona a la mujer que lo ama, y traiciona a la madre.
Esta novela, que tiene el mismo título que una de las principales obras de William Faulkner, plantea un dilema moral: qué debe hacerse cuando se descubre que alguien cercano comete traición, o se aprovecha de una situación para tomar ventaja en algo que signifique una situación determinante en la vida.
La protagonista ni siquiera tiene el pretexto del amor, porque cuando descubre que el prometido es un gandalla deja de sentir ningún tipo de pasión, le pierde el respeto y lo desprecia. ¿Por qué entonces lo acepta, por qué no lo denuncia, cuando menos ante la suegra chantajista, ante el padre dubitativo? Y si el prometido actúa así, ¿no previó que el hijo iba a heredar la gandallez, no pudo educarlo —sola, por la muerte prematura del marido— de tal manera que no se aprovechara de alguna situación hipotética antes de que se convirtiera en algo real más que en una posibilidad?
En las novelas del siglo XIX, antes de Madame Bovary, las mujeres le estorbaban a los novelistas, que cuando no sabían qué hacer con ellas, hacían que se desmayaran, con lo que no tenían que tomar decisiones importantes ni mucho menos determinantes; cuando regresaban de su desmayo ya se había solucionado todo.
Después las protagonistas de las grandes novelas (Stendhal, Flaubert, Zolá, Tolstoy, Dostoievsky) son víctimas de las circunstancias, pero no de su debilidad. Por eso asombra que una mujer como Wharton haya escrito una novela nada convencional, en la que los hombres, cuando menos los dos principales, sean débiles, truhanes, mentirosos, traidores, que tan fácilmente se autoconvenzan de que no actúan mal y que más bien era de justicia la muerte de sus contrincantes; que la protagonista, y las otras mujeres que aparecen, tengan tanta fuerza, negativa o positiva, pero que de cualquier manera se permite que triunfe el mal.
Wharton no es, pese a todo, imparcial; en todo momento hace ver que la protagonista tiene razón cuando piensa mal, trasmite los sentimientos de dubitación, de incertidumbre, su juicio condenatorio; no se introduce en la mente de los protagonistas masculinos, pero sí en los de las mujeres, y deja ver una batalla entre la ética y el amor, o cuando menos la duda entre la sinceridad de los hombres ante el mal, y que son tan débiles que terminan confesando su crimen. ¿Por qué triunfa el mal por sobre la evidente virtud?
Santuario pudo ser más compleja, pudo ser precursora de una literatura feminista —en el buen sentido de la palabra— y no bosquejo de las bajas pasiones humanas con un tratamiento maniqueo; pudo ser una muy buena novela, no una curiosidad literaria, una obra menor de una gran escritora.
Pa’ molarla de acabar, la traducción de Pilar Adón carece de la audacia de la prosa de Wharton, contiene los solecismos acostumbrados en la industria editorial española que vive una fiebre por traducir tan apresurada que entrega malos resultados; Wharton siempre se distinguió por su sutileza, por su ironía y agudeza, elementos que no se transparentan en la traducción, ni se dejan ver en el prólogo de Sanz, demasiado explicativo y laudatorio; que intenta, sin lograrlo, equiparar Santuario con La edad de la inocencia, y sobre todo con los relatos de fantasmas que fueron los que la hicieron grande (antecedentes de la intención de Fuentes en Aura, Una familia lejana, "Chac Mool", Cambio de piel) y que ya había comenzado a publicar cuando emprendió esta novela, que le quedó muy corta tomando en cuenta sus intenciones y su talento.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Un éxito fácil de Eduardo Mendoza

En 1975 apareció la primera novela, excelente, de Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta, en que narraba con un estilo claro la sordidez de la justicia, de la política, en aquellos años de la España que no acababa de salir del franquismo. Aunque la acción sucede a principios del siglo XX, la trama reflejaba el ambiente de Barcelona en los años setenta; en la novela se dejaba ver un humor inteligente, que aunque no era el elemento principal de esa obra, ayudaba a que se leyera con placer, pese a la seriedad de lo que planteaba Mendoza.
Dos novelas posteriores, El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982) mostraron a un Mendoza diferente: no el observador de la vida política, sino el regocijante creador de un detective que acababa de salir de un manicomio, que viste de manera estrafalaria, que recurre a métodos imposibles e inverosímiles, pero que soluciona las intrigas en que se ve envuelto. El personaje, del que no se dice su nombre y que con todo desparpajo narra en primera persona las situaciones que vive, sin tener conciencia de su vestimenta ni de su actuación ridículas, es de cualquier manera un crítico eficaz del mundo contemporáneo, de la política española, de la cambiante situación sociopolítica que no logra asimilar las transformaciones culturales y las adapta al ámbito local.
No importa lo que se cuente, ni que lo grotesco sea el método de denuncia; son novelas muy divertidas, delirantes, excelentemente escritas pese a lo estrafalario de las anécdotas y del ambiente en que se desenvuelven los personajes; hasta se corre el peligro de que estas novelas sean vistas por el lado cómico y se pierdan de vista los otros aspectos que sí aborda, sobre todo el literario.
Después ha escrito otras novelas, como La isla inaudita, La ciudad de los prodigios, El año del diluvio y Una comedia ligera; todas publicadas por Seix-Barral, lo que quiere decir que no llegan a México por la creencia de editores y distribuidores de que en México no existe suficientes lectores como para que traiga acá toda su producción; por lo tanto, hay que esperar que en las ferias de libros uno encuentre algún título ya no tanto de Mendoza: no han llegado los nuevos libros de Juan Marsé, y debimos esperar a que Rosa Montero se hiciera popular para poder leer sus libros (y por cierto, en Alfaguara, no en Seix-Barral).
Hace un par de años, con dos o tres de retraso, me topé (en una feria) con La aventura del tocador de señoras, tercera de la serie del detective imposible, con una trama disparatada, con escenarios más inverosímiles, y con una estructura complicadísima en la que caben todos los equívocos para solucionar una intriga policial que cualquier autor del género despacharía sin tanta alharaca, pero sin la gracia ni la inteligencia de Mendoza. Tanto en búsqueda lingüística como en estructura, La aventura del tocador de señoras es una novela tan compleja como La verdad sobre el caso Savolta, y más divertida que El misterio de la cripta embrujada y que El laberinto de las aceitunas, y eso que son bastante divertidas.
Ahora llega a la mesa de novedades de las librerías un libro que no tiene nada de nuevo, Sin noticias de Gurb, que va en su trigésima segunda edición desde 1991, es decir, casi dos reimpresiones por año, todo una hazaña editorial, sobre todo tratándose de una novela muy inferior a las mencionadas, y a otras de las que nos informa la cuarta de forros, que han recibido premios españoles e internacionales.
En un prólogo del mismo Mendoza (mala señal, que el propio autor deba advertir a los lectores de qué se trata un libro, sobre todo de ficción), se dice que se trata de una obra simple, fácil de leer, hecho sin ganas y publicado sólo por el éxito periodístico, y en un género que el autor ignora y que rehúye incluso como lector.
La brevedad del libro, lo que según Mendoza contribuye a su popularidad, habla no de una cualidad sino de una necesidad editorial: si hubiera sido más extenso la mayoría de los lectores lo terminaría por arrojar, cansado de lo absurdo, de lo improbable, de lo grotesco de la trama.
No es que en las novelas “policiales” no haya estos elementos, pero obedecen a una lógica impuesta por el propio Mendoza, con reglas estrictas que por más disparatadas que sean las tramas, nunca rompe, aunque sorprendan al lector. En Sin noticias de Grub no sólo no hay lógica, sino que todas las acciones son resueltas o explicadas sin rigor, son ocurrencias que el lector y los protagonistas deben aceptar sin objeción alguna. Mendoza rompe sus propias reglas, se olvida de algunas soluciones anteriores, y provoca todo un caos imposible de seguir en una trama de por sí absurda: el viaje de dos extraterrestres con una misión que no se revela sino hasta el último capítulo, y que es aprehender el modo de vida en la Tierra, particularmente en Barcelona como ombligo del mundo (escrita cuando la ciudad estaba por ser la sede de unos juegos olímpicos que hacen creer a sus habitantes que por un mes son el centro de atención de todos los terrícolas) y como la ciudad específica para la experimentación de todo: música, modas, atrevimientos de cualquier naturaleza; el narrador, que como terrícola sería torpe y ridículo, como extraterrestre es divertido, hasta cierto punto, porque sus excesos terminan por agotar y por rendir al lector.
Eduardo Mendoza asegura que el éxito del libro es que es muy fácil; más bien el libro tiene éxito porque no exige del lector sino que se deje llevar, que no participe, que mantenga su capacidad de asombro y elimine la de crítica; así, es explicable que lleve hasta hace cinco meses 32 ediciones, aunque no se dice de cuántos ejemplares cada una; al pedir credibilidad absoluta, el narrador puede comer diez kilos de churros (¿será tan inocente que no sea una alusión a las drogas?), cambiar de apariencia sin que los vecinos o conocidos se percaten, carecer de músculos o poseer la capacidad de quitárselos y ponérselos, y pese a todo estar sujeto a las leyes de gravedad con la misma intensidad que los terrícolas aunque su densidad sea diferente. Sobre todo, que manejen el lenguaje con toda facilidad, hacerse comprender y entender a los otros incluso con cuestiones tan complejas como el tipo de cambio o las extrañas reglas del balompié (el español, por supuesto; pocos libros tan chovinistas como éste).
Si se exceptúan unos cuantos buenos chistes, que de inmediato pierden su eficacia por el ritmo vertiginoso con que se impone la narración (que es la de un periódico, sirva de disculpa para un creador tan meticuloso como Mendoza, y tan fino que fue el adecuado traductor de Howard’s End, la espléndida novela de E. M. Forster), Sin noticias de Gurb no es más que una sucesión de cuadros o skeetchs sin más ilación que unos cuantos nombres comunes en los capítulos, y en los que no hay sensualidad, erotismo ni sensibilidad.
Lo más extravagante es que los extraterrestres emplean un lenguaje correcto: por ejemplo, no dicen que los personajes se sientan en la mesa (como uno que otro académico mexicano), sino a la mesa; no asestan a los lectores los muchos solecismos que llegan hasta los diarios mejor escritos, y en cambio pronuncian “simultanear”, un verbo transitivo tan espantoso que prácticamente nadie utiliza, más que uno que otro escritor pedante (y no en el sentido de presumido, presuntuoso, sino en el de educando).
Es una lástima que un escritor tan puntilloso, tan experimental, haya conseguido la popularidad con un libro francamente malo, y sobre todo, que no permite que el lector participe en él. Ojalá que el muy probable éxito (aunque con tanto retraso) nos permita conocer los libros de Eduardo Mendoza que no han llegado a las librerías mexicanas.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Cabrera Infante, otro inocente pornógrafo

Acaba de aparecer una novela de Guillermo Cabrera Infante; esto es una gran noticia, porque en realidad se trata de su primera novela; aunque Tres tristes tigres fue galardonada con el premio Biblioteca Breve Seix-Barral (dentro de una racha que comprendió País portátil, de Adriano González León, La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé; Cambio de piel, de Carlos Fuentes; Los albañiles, de Vicente Leñero), en realidad no se trata de una novela, sino de una literatura desencadenada, con ciertos enlaces argumentales, que daban un retrato de La Habana nocturna; eso no la descalificaría como “novela” si se le compara con La región más transparente, donde se traza un mural de la ciudad de México a través de diversas estampas que no necesariamente seguían un argumento, y de varias anécdotas que dibujaban el ascenso y la caída de un hombre, de un grupo socioeconómico, o de los arribistas de las clases altas, más una masa informe que servía como un coro griego pero que no sólo atestiguaba, sino que castigaba.
Entre ambos libros hay muchas semejanzas, sobre todo la vitalidad, el vigor y la originalidad (aunque no hay que olvidar que ambas tienen antecedentes de gran prestigio). Pero formalmente, ambas se apartan del esquema tradicional de la novela: en el caso de Cabrera Infante hay que añadir que su otro libro considerado novela, La Habana para un infante difunto, lo es en el sentido en que lo han sido varias novelas no consideradas novelas, como Gambito de caballo, Agua quemada, Todas las familias felices: cuentos que parecen ser independientes pero que juntos conforman una sola trama con diversos personajes incluso distantes y separados entre sí.
Por eso la aparición de La ninfa inconstante (Galaxia Gutemberg, 2008) merece el asombro generalizado, porque se trata de una novela en el sentido tradicional, aunque no dejan de aparecer las constantes de GCI: historias paralelas que enriquecen la trama, pero que no tienen que ver con la anécdota central y que muchas veces quedan truncas.
Cabrera Infante narra la relación entre un personaje que se parece muchísimo a él mismo; lo de menos es que lo sea, sino su intención de que el lector así lo crea; poco importan los detalles: colaborador de Carteles, la revista donde GCI ejerció como crítico de cine con tanta buena fortuna que dejó una escuela de discípulos que no siempre reconocen al maestro, que alguna vez lo superaron, y que en demasiadas ocasiones lo copiaron (con buena fortuna, si por eso son inteligentes, al menos uno de ellos). Poco importan los rasgos del protagonista: chaparro, moreno, gesto arisco pero con las bromas a flor de la pluma, aunque la mayoría de las veces son agresiones contra sus interlocutores, incluidos los lectores; el color de la piel, el rostro achinado (o mexicanizado o semejante al hindú, como él mismo alardeaba –véase la entrevista con Rita Guibert en Siete voces), el gesto arisco. Lo que realmente importan son sus obsesiones: las ninfetas (aunque no se atreve, como su maestro Dodsgson, a usar menores de edad: él salva a su personaje –y a sí mismo— poniéndole una que se le entrega el día que oficialmente ya no es menor: cumple 16 años); las obsesivas citas literarias, cinematográficas y musicales, sobre todo porque sus personajes cantaban boleros; la estructura que rehúsa la linealidad, aunque en esta ocasión cuando menos permite la ilación que tanto evitó en sus libros narrativos anteriores y que tanto le reprochó a García Márquez (entre otras cosas).
También aparecen con frecuencia los que aparentemente son juegos de palabras, pero de manera tan reiterativa que no lo son, sino juegos fonéticos, algunas veces graciosos pero la mayoría sin sentido, más bien como vicio; y asoma, dentro de un relato que parece divertido pero que es muy amargo, un sentido del humor regocijante, no agresivo, ese sentido del humor que es el que predomina en Un oficio del siglo XX, por cierto autocitado más para complacencia de los lectores, como una clave fácil, que como autohomenaje.
Como su amigo Mario Vargas Llosa, quien también emplea a una ninfeta en uno de sus libros más recientes, Las travesuras de la niña mala (tan mala como el título), resulta un moralista escandalizado que castiga a su protagonista femenina (quien también es una cita) y salva al narrador (como en "La plus que lente"); a él le concede ser, en el futuro (narrativo), nada menos que Guillermo Cabrera Infante, mientras que ella se pierde en el anonimato y la mediocridad.
Pero si lo que menos importa de una obra es su moralidad, sino su factura, hay que señalar también que, hasta el momento éste es el libro más accesible de Cabrera Infante, el que ofrece menos tropiezos formales, menos dificultades estructurales o lingüísticas, menos enredos narrativos; si no fuera una anécdota harto triste, podría decirse que es un libro feliz, y que permite sonrisas y dos o tres carcajadas.
La anécdota es muy simple: un hombre maduro, culto, especializado en una materia en la que todos se creen expertos, se entusiasma por una casi adolescente (en México lo sería, y por mucho, porque sucede en los años cincuenta, cuando la mayoría de edad aquí se cumplía hasta los 21 años), con la que vive una historia de amor aunque después se advierte que es de perversión, deseo sexual y desilusión. Pero con ello mantiene interesantes cerca de 300 páginas, y que queda tan inconclusa como todas las historias de Cabrera Infante, y las de la vida real.
Sin embargo, llama la atención un detalle: el desaforado chovinismo de GCI: omite nombrar al autor de “Perfidia”, el insigne bolero de Alberto Domínguez, aunque da la referencia de que es la pieza que bailan Bogart y Bergman en Casablanca (detalle que también omitió Emilio García Riera en su México visto por el cine extranjero); aunque menciona la canción varias veces, no habla de Domínguez, así como tampoco de ningún compositor que no sea cubano. Y llama la atención porque en varias ocasiones GCI reclamó para Cuba la paternidad de “Juárez no debió de morir”; su alegato consistía en que se cambiaba el acento: “Juaréz no debió de morir”, y afirmaba que la letra original, cubana, decía, se refería a “Inés”, y que así sí se acentuaba bien: “Inés no debió de morir, ay de morir”; pero no refería que era correcta la acentuación en un verso posterior: “porque si Juárez no hubiera muerto”, y en cambio “porque si Inés (Íi-nes) no hubiera muerto” no sólo la acentuación es incorrecta, sino que el verso queda cojo.
Tambié se equivoca al citar “La barca”, de Roberto Cantoral (al que tampoco nombra): “Voy a navegar por otros mares de locura”, que jamás dice, sino “tu barca tiene que partir a cruzar otros mares de locura”.
El libro lo salva la perversión de Cabrera Infante, aunque estuvo a punto de echarlo a perder su tentación de ser explícito. Por fortuna, un pudor inusitado le dio la perversión que necesitaba. Pero si la novela se salva, no lo hace el protagonista, que hace que la muchacha huya despavorida ante tanta erudición a ratos trivial que lo hace aburrido, como le reclama ella en algún momento.
Y hay que destacar que en algún momento pronuncia una errata: "hubieron", que de inmediato corrige; sin embargo, varias veces dice que se sentaron en la mesa, y otras a la mesa, sin corrección pertinente. No importa, es una incorrección que comparte con varias glorias de las letras mexicanas.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Clapton, el redimido

Hace unos días mostré mi incertidumbre por cuándo conoceríamos la respuesta de Eric Clapton a las confesiones de Pattie Boyd acerca de su vida íntima con él y con Harrison; de inmediato me llegó Clapton: la autobiografía, y en español (versión de Ezequiel Martínez, con crédito en la contraportada) para que no me quejara.
En 1985, y se reeditó en 1992, apareció Survivor, the autorizad biography of Eric Clapton, de Ray Coleman. Si se trataba de una biografía autorizada (a eso se dedica Coleman, a que le autoricen los libros que escribe), cabría pensar que habría que añadir sólo lo vivido a partir de 1985, sobre todo en lo que respecta a discografía, directa e indirecta. Pero he aquí que Clapton retoma toda su historia y le da un giro inesperado: hace parecer que toda su vida fue un gran equívoco, incluso en lo artístico, y lo que vale la pena es su actual vida familiar, con su esposa fiel y obediente y sus hijas amorosas (“Un artista es una criatura impulsada por demonios [...] Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar su obra […] Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad…": William Faulkner.]
Obviamente para todos es mejor la vida placentera y creativa, sin esfuerzos; a lo que no tiene derecho Clapton es a recapitular y descalificar toda su labor como guitarrista y, en menor medida, como compositor; tampoco lo tiene a descalificar a sus amigos, parientes y demás cercanos por haber vivido de una manera diferente a como vive él ahora.
Hay que ir por partes: asegura que desde que se enteró que sus padres no eran sino sus abuelos y que su verdadera madre era una a quien él creía tía, vivió amargado y enojado con todo mundo, y que fue el principio de su inmersión en el mundo sórdido del vicio; lo único diferente es que si antes había confesado confusión, hoy atribuye su conducta “antisocial” al rencor de enterarse por otros de una condición normal y frecuente en esos años de guerra, en que muchos soldados engendraron hijos en países diferentes de los suyos.
A partir de allí hace un relato bastante divertido de sus tropelías, borracheras, conquistas, acostones, ligues fallidos (“a ésta no”, le suplica a Jagger, y como si le pidiera lo contrario, Jagger le dio baje, lo que provocó un distanciamiento de Clapton con los Rolling Stones); confiesa culpas reales e imaginarias, se siente responsable de que Alice Ormsby-Gore se volviera drogadicta y que, como en Días de vino y rosa, él se salvara sin importarle que ella se perdiera hasta el suicidio; desmiente a Pattie Boyd en muchos aspectos, sobre todo en que ni su idilio fue tan glamoroso ni ella era tan inocente, que también le encantaba entrarle a la heroína y a la coca, y que también le daba buen baje al alcohol; da a entender que cuando él se hunde en la heroína, antes de que Pattie acepte irse a vivir con él, su tormento no se debe tanto a que ella no lo acepte sino que se siente traidor a su gran amigo George Harrison; pero cuando más o menos todo se soluciona, la caída en el alcoholismo se debe más al trabajo que a las penas.
Todo se lee con agrado; no los excesos, no los ridículos, no la adrenalina que segrega el protagonista y que confunde con libido ante cualquier chava potable, sino la excelente narración, la prosa fluida, el dominio del lenguaje, aunque eso se deba más a Christopher Simon Sykes y a Richard Steele, los autores fantasma; pero cuando el libro llega a las etapas de la redención, al orgullo de llevar quince, veinte años sin caer en el vicio –cualquiera—; a los elogios de la vida familiar, a los placeres que le da Internet, al chateo, a recopilar canciones navideñas para ir oyendo en el auto, es tan denso y tan aburrido que es la parte en que en esta edición de Global Rhitm Press se acumulan las erratas, los traslapes, las inconsistencias gramaticales: seguro el corrector se aburrió.
Sin ánimo de escandalizar a nadie, un libro de Clapton sobre Clapton nos importa porque se trata de uno de los mejores guitarristas del rock y del siglo XX; no se trata de argumentar que fue uno de los más extraordinarios músicos porque fue drogadicto o alcohólico, pero ninguno de los discos que ha hecho en su etapa de reconstrucción tiene la altura de los de sus mejores épocas, a menos que lo subordine a Johnson, B. B. King, porque incluso los que nos remiten a sus etapas blueseras resultan muy inferiores a Blues Breakers wih Eric Clapton.
Es más elocuente su argumentación de por qué cambiaba tanto de bando (de conjunto, pues): sus intenciones de mantenerse puro, de no traicionar sus ideales en cuanto a músico y en cuanto persona; no caer en el comercialismo en que habían caído Beatles y Rolling Stones, afirma. Él no, él no, se la pasa diciendo; deja a Yardbirds porque su gerente quiere un éxito, y cuando lo tiene con “For Your Love”, renuncia porque se siente indigno; no importa que décadas después admita que no era para tanto, ni esa canción ni las de Beatles ni las de Rolling Stones eran convencionales ni complacientes; se enoja con John Mayall porque éste aprovecha la enorme popularidad de Clapton para anunciarlo en la portada, y deja entonces a quien considera su maestro, para irse a Cream, al que deja porque sus compañeros se la pasan peleando entre ellos y porque ya los fanáticos le piden “solos”; deja a Blind Faith no por celos a Winwood, sino porque los escuchas piden canciones de Traffic o de Cream, lo cual lo molesta y lo demuestra actuando como guitarrista estrella de Delaney and Bonnie, quienes se aprovechan de él para anunciarlo en la portada de Delaney & Bonnie & Friendo on Tour with Eric Clapton.
Esa arrogancia desmedida no la demuestra al afirmar con orgullo que Unplugged es su disco (blandengue, cursi) que más ha vendido en su historia; es cierto que para él, “Layla” ya no es una canción de amor desesperado por la esposa de su mejor amigo, y ya sólo se convirtió en la pieza que más le piden los fanáticos en los conciertos, y no duda entonces de despojarla de su carga subversiva para dejarla en una versión sin detonante posible.
Es una pena que en su autobiografía no hable de los detalles de discos como Fresh Cream; que no hable de los conjuntos en los que realmente perdió su identidad para ser sólo un miembro más (sin albur posible), como Powerhouse y The Papitations; que no abunde en su relación con Marcy Levi, de las sesiones de Slowhand, chance su mejor disco.
Para leer vidas de santos, mejor San Agustín o Santa Teresa, mucho más subversivos de lo que puede uno imaginar. Porque es lamentable que Clapton, quien se ostentaba como un purista incapaz de corromperse, ahora sea amigo y modelo de modistas glamorosos y modista él mismo.
Y por lo que respecta a la edición, además de las erratas, carece de índice onomástico, de bibliografía, de discografía y de buen precio. La traducción es muy legible; sin embargo, se la hubieran dejado a alguien que sepa de rock, porque no se le entienden algunos términos, traduce mal otros, y provoca equívocos: por ejemplo, hay veces que dice que lanzan un disco a la carretera; más bien lo que dicen es que hacen una gira de promoción: “On the road”, dicen los roqueros, pero el señor Martínez no lo entiende, así como otras muchas cosas que hacen que, aunque sea correcta, parezca tan fría y desangelada como los últimos discos de Clapton.
(Esta reseña tiene una dedicatoria: Para Paco Alvarado. Después de una semana con una de las gripes más largas y molestas de los últimos años, el viernes por la mañana me llamó Arturo Basáñez para darme la mala noticia: por la madrugada Marco Antonio Jiménez encontró sin vida a Paco. Conocí a Paco en los primeros días de 1965; era amigo de Benjamín Valdés, y yo lo era de casi toda la familia Valdés, de los padres a los hijos menores Arturo, María, Cuauhtémoc, Socorro y Benjamín; desde entonces hasta muy entrado 1972 nos vimos casi todos los días; hubo una temporada en que nos íbamos –de pinta— diario al Museo de Arte Moderno, sobre todo cuando montaron la exposición La Escuela de París: buscábamos un Modigliani que trajeron, y nos encontramos con Picasso, Miró, Gris, Braque y muchos que no supimos apreciar, pero que disfrutamos con gran intensidad; los domingos volvíamos al MAM a ver El Coronelazo, El Diablo en la iglesia, los autorretratos de O’Gorman, de García Ponce, de Rivera; a Goitia, Coronel, Felguérez, Lilia Carrillo, muchos a los que es imposible mencionar pero que nos dieron la mejor visión que puede tenerse de México.
Paco tenía mucho talento para las artes plásticas, que nunca desarrolló; no sé si por falta de disciplina, de un estímulo, de una guía; su vida se fue por derroteros que no eran los suyos: en trabajos burocráticos menores, administrativos, que no le dieron el vigor que necesitaba pero que surgía en todas sus pláticas, en la manera de disfrutar la música, el cine, la literatura.
Los primeros libros que compré los compartí con él: Las buenas conciencias y Farabeuf; a partir de allí devoraba cuanto le prestábamos, y que no siempre devolvía: se quedó con libros míos de Conrad, Katherine Mansfield, Hemingway; lo utilicé como protagonista en todas mis novelas: Háganme lugar; Tú, por ejemplo; es el principal personaje de Una ola que se estrella contra las rocas y aparece con mucha frecuencia en El juego de las sensaciones elementales, tanto en las partes que narro como en las que narra Sainz.
Seguirlo era difícil: incursionaba en terrenos que a los demás nos asustaban, y lo hacía con naturalidad y desenfado, sin sentir que se trataba de desafíos a lo natural, a las buenas costumbres; pero detrás de sus actos había una crítica a todo, que era lo que más temíamos, porque lo llevaban al desenfreno.
Después de 1973 lo vi poco; unas cuantas visitas, llamadas esporádicas, sesiones donde abundaba el alcohol y que lo conducían a estados alterados; nos enterábamos de caídas, recaídas, que nos hacían sospechar que había rebasado incluso sus propios límites; nuestros amigos comunes tampoco lo vieron mucho; sólo en los últimos meses fue acogido por la bondad de Marco Antonio Jiménez, su mejor amigo en los últimos años.
Si se compara su vida con la de muchos personajes legendarios del México bohemio –el Vate Frías, Miguel Othón Robledo, Jesús Luis Benítez—, Paco no se les acerca (Margarita García Flores lo llamó “el miembro más joven de la Mafia”), porque nunca intentó escribir; vivía con denuedo mientras que cuando leía estaba apaciguado, y cuando íbamos a saludar a Salvador Elizondo, por ejemplo, entraba en trance filosófico que le duraba semanas, y si se considera que cada 15 días le caíamos a Elizondo, se comprenderá que no andaba provocando ni desafiando ni demostrando nada; de hecho, podía ser el más encantador de todo un grupo, sobre todo cuando había mujeres alrededor; su vida en sí constituyó un desafío: estaba destinado a cosas y actividades que no quiso o no pudo desempeñar.
Lo conocí hace 45 años, pero en los últimos 35 lo vi unas diez o doce veces; nunca dejé de considerarlo uno de mis amigos más cercanos y más queridos, y lamento que se haya alejado tanto de todos los que lo apreciamos; si ya lo extrañaba, lo extrañaré más.)

domingo, 23 de noviembre de 2008

So you want to be a Roc 'N' Roll star (wife)

Hace unos meses llegaron a las librerías cuantos ejemplares de Wonderful Tonight: George Harrisopn, Eric Clapton, and Me (Harmony Books, Nueva Cork, 2007), la autobiografía de Pattie Boyd (escrita por Penny Júnior), la primera esposa de George Harrison, y quien protagonizó el triángulo más célebre del rock, cuando provocó que Eric Clapton, el mejor amigo de Harrison, se enamorara de ella y además lo dijo sin tapujos, en una de las mejores canciones (“Layla”), y luego se sumió durante años en la adicción por la heroína.
Pero no hay que anticiparse; los fanáticos de Beatles, aun los menos interesados en escarbar detalles íntimos de Pattie Boyd, la recuerdan como una de las peinadoras que tienen a su alcance al grupo, en algunas de las escenas de A Hard Day’s Night; se supieron los detalles del matrimonio tras dos años de vivir en pecado (asunto que la oficina de los Beatles ocultó, aunque nunca intentó corregir fechas). De allí en adelante era frecuente verla junto a su marido en la India, en meditación, en fiestas glamorosas, hasta que fue allanada su casa por un policía, el detective Pilcher, que se dedicó a perseguirlos (choteado para siempre por Lennon en “I am the Walrus”: “semolina pilchard”), y después el divorcio.
Hace unos años, a Peter Brown, uno de los roadies de Beatles, poseedor de varios secretos del conjunto y de la organización, fue expulsado para siempre de la comunidad por revelar que en una cena en casa de los Starkey, luego de cantar varias canciones que nadie conocía, George soltó un sorpresivo “siempre he estado enamorado de Maureen” (la señora Starkey), lo que hizo que la aludida dijera que no había hecho nada merecer eso; que el señor Starkey, ofendido, expresara su asombro de que quien consideraba uno de sus mejores amigos saliera con esa puntada; la más ofendida fue Pattie, quien corrió a refugiarse a casa de Paula –la más bonita de las tres hermanas Boyd, dicen—, que casualmente vivía con Eric Clapton.
Ese secreto, divulgado en The Love You Make, An Insider’s Story of the Beatles en 1983, ya no se pudo seguir ocultando; quién lo dijera, que de quienes menos se pensaba (eran más capaces de esas travesuras Linda Eastman –sin relación con la Kodak— y Yoko Ono), salían las chispas que hacían inútiles los esfuerzos por que volvieran a tocar juntos alguna vez los cuatro beatles.
Ahora el incidente lo relata Pattie más como víctima que como protagonista del incidente; no concuerdan las fechas que cita con las que menciona Peter Brown ni con la sucesión de los relatos, sólo que ella desmiente también el mito de los “husband in law”, pues Harrison no soportó que su mejor amigo le pedaleara la bicicleta, al grado de que prosiguieron el pleito a lo largo de varias canciones, y para que más les doliera, en discos de Ringo que alimentaba el fuego, y con Lennon de cizañoso.
En realidad, Boyd escribe un libro en el que quita veneno a la historia, o a las historias: la indiferencia de Harrison no se debe al amor por Maureen ni a la pasión que le despertaba cualquier chava ajena; los cuatro años que pasa viendo las cada vez más frecuentes infidelidades de Harrison los despacha en unas cuantas páginas, sin ahondar en los pleitos cada vez más frecuentes, y menciona de paso, sin que llamen la atención, sus propias infidelidades (con Ron Wood la más extravagante; Wood ha sabido desviar la atención de sus romances, y hasta logró que su affaire con Margaret Trudeau se lo achacaran a Mick Jagger, y él pasó inmaculado de ese episodio que tanto afectó al marido ofendido al grado de costarle el alto puesto que ocupaba en la burocracia canadiense); minimiza el arresto de que fueron objeto ella y George y alega que le plantaron la droga; es más modesta cuando oculta que en casa de Jagger un enviado de la policía le pidió a los Harrison que abandonaran la casa porque iba a ver una revisión, y lo hicieron de manera tan discreta que los anfitriones ni se enteraron que se habían ido sin despedirse.
De acuerdo con su imagen de protagonista de historias sentimentales, le quita todo lo amargo a sus historias; el divorcio de los padres (¡en los años cuarenta!), el padrastro mirón y tentón que a ella le dejó una molestia que olvidó pronto, pero que a su hermana Paula le dejó un trauma psicológico de por vida; el hambre, la privación de las cosas que le gustaban, la chamba de modelo un poco a fuerzas, el rescate de sus hermanos de las garras del padrastro; la pérdida de la virginidad producto no de una violación pero sí de un acoso y de un abuso laboral, queda como un acto molesto y doloroso, pero sin consecuencias.
¿Para qué contar entonces algo que no aporta nada a la amplísima bibliografía de los Beatles? En A Twist of Lennon, Cynthia ya contó que Lennon le pegaba; en The Lost Weekend, May Pang narra de una manera convincente la debilidad de Lennon, su sumisión a Yoko, las travesuras que hizo con Ringo, Nilsson, Jess Edd Davis, Keith Moon, y cómo le escribió a ella las canciones de Double Fantasy que Yoko le obligó a cambiar para que parecieran para ella. Esos dos libros, más lo que cuentan Albert Goldman (Lives of Lennon), Philip Norman (Shout!), Geoffreey Giuliano (Blackbird. The life and times of Paul McCartney), Roy Coleman (Lennon) habían abonado mucha chismografía sobre la vida íntima de los Beatles, que Hunter Davis suavizó, ante la queja de Lennon, quien dijo que su verdadera historia se parecía más a una película de Fellini que a ese libro caramelo (por cierto, recién actualizado).
La trampa es que el libro de Pattie no es contra Harrison: lo más que le dice es aburrido, más interesado en letanías hindúes que en satisfacerla y que en justificar su fama de ser uno de los hombres más sexys del mundo.
El verdadero propósito es hablar mal de Clapton; con él sí se ensaña; reconoce que es un gran músico, pero nada más: dice que no le levanta la mano (¡es lo único que te falta!), pero la humilla, le reclama sus gastos excesivos en cosas superficiales, casi la cacha cuando le llama a Harrison para decirle que lo extraña (antes, cuando era la señora Harrison, le mandaba recados a Clapton que firmaba como “Layla”, la muy mancornadora); Clapton es débil en cuanto ve una botella de vodka, en los ensayos bebe dos botellas de whiskey, cada vez que salen a comer se despacha dos botellas de vino (y ella otras tantas: no puede ocultar lo que han contado ya otros: que participó tanto de las borracheras de Clapton como de la mariguana, el LSD y otras drogas con Harrison), y que cuando menos dos veces estuvo a punto de morir a causa del alcohol.
Así justifica que lo haya cambiado por un empresario nueve años más joven que ella, pero al poco tiempo descubre que es tan bebedor como Clapton, aunque no tan violento; le queda tiempo para narrar sus penurias económicas, su regreso al mundo del modelaje, las fiestas con celebridades, su pasión por la fotografía.
Es una lástima, pero la autobiografía de Pattie Boyd carece del glamour que ella poseía: la belleza deslumbrante que hipnotizó a George Harrison cuando los Beatles estaban en la cúspide de su fama, que se mantenía discreta pero presente, que cantó en “All you need is love”, en “Yellow Submarine”, pero sobre todo en “Birthday”, que le escribió Paul McCartney; la mujer que inspiró “I need you”, “Something”, “Layla” –la más intensa canción de amor de los últimos 50 años—, “Wonderful Tonight”, “Old Love”, merecía otro libro, no éste que carece de pasión, que no contagia ninguna de las sensaciones que dice que vivió, que parece al margen de los dramas que la rodearon: condena a Lennon por su comportamiento con Cynthia, y eso que no cuenta lo que tramó con Alex the Magic; es inmune al arribo de Linda –sólo se queja de que no la haya invitado a la boda con Paul—, no siente celos de Olivia Trinidad Arias y se limita a decir la versión oficial de su relación con Harrison –sólo se muestra vengativa al incluir sólo una fotografía que no evidencia la belleza de la mexicana—; no le interesa la depresión de Ringo y su salvaje alcoholismo del que cada año cree salir; la muerte de Lennon no le provocó más que unas lagrimitas; la muerte de Harrison, unos cuantos recuerdos melancólicos; saltan los celos cuando se entera que Clapton tiene una hija además de Connor, y dice que llora cuando escucha “Tears on Heaven”.
Para Pattie Boyd todo es color rosado: no cuenta sus experiencias eróticas; no se trata de que narrara detalles, que comparara habilidades extramusicales de sus dos primeros maridos, pero omite hablar de la pasión que dice despertó en ellos; resulta entonces explicable que ambos le fueran infieles tantas veces, porque buscaban en otras lo que ella no les daba; es sintomático que ambos (Harrison poco antes de morir; Clapton poco después de contraer nuevo matrimonio) le dijeran que la extrañaban, pero no que la deseaban.
El libro no ofrece tampoco una prosa atractiva; ni siquiera hay audacias literarias, y se quedan fuera otras historias que parecen más interesantes: el destino de su hermana Jenny (esposa de Mick Fleetwood, el bajista de Fleetwood Mac; la que inspiró a Donovan su “Jennifer Juniper”; la que aparece con ella en una fotografía célebre en la que no se sabe quién es quién) o el de Paula, con quien es extremadamente explícita acerca de sus vicios sin recordar que Pattie fue directamente culpable de cuando menos su inicio en ellos. Las tres hermanas, musas de rocanroleros. O sea que había que ser músico para llegarles.
Los libros de Cynthia y de May Pang, con todo y que son atacados por los beatlemaniacos maniqueos, son más interesantes, tienen más sangre en las venas, que éste que es un acercamiento, lamentablemente púdico, a la intimidad no sólo de Harrison, sino también de Eric Clapton; habrá que esperar a que llegue la autobiografía de Clapton, o a que circule I, Me, Mine, de Harrison, a ver si allí hay sinceridad; porque uno no cree que la amistad haya quedado inalterada después de Layla, y que los dardos que se lanzaron en “This be called a song” y en “Bye bye love” –“the old Clap”— hayan salido sin veneno. Es increíble que Harrison no se haya enfurecido no tanto por “Layla”, sino por “Have you ever love a woman” (“But you just love that woman / so much is a shame and a sin […] Something deep inside of you / won’t let you let your best friend down”). ¿Y cómo es posible que Pattie no mencione esa canción en las más de 200 páginas de su inocua, aburrida autobiografía? ¿Nunca se dio cuenta que los vicios de Clapton se debieron más a la traición que al amor?
El más famoso triángulo del rock (bueno, los de Fleetwood Mac vivieron algo parecido), la más sórdida historia de amor entre los dos mejores amigos en el rock, es abordada por la tercera en discordia pero con tanto candor, con tanta inocencia, con una prosa de novela rosa, que no queda más que como una anécdota, despojada de su amargura, de sus consecuencias, de los rencores callados, de la felicidad interrumpida. Alguna vez sabremos algo más cercano a la verdad.

lunes, 17 de noviembre de 2008

De besos asesinos

Se dice que después de la Segunda Guerra Mundial, jóvenes inglesas y soldados estadounidenses se quejaron mutuamente de ejercer presión para sostener relaciones; todo se aclaró cuando explicaron ellas que los soldados, cuando ocuparon Londres, las incitaban a dejarse besar; sólo que cuando lo conseguían, eran ellas las que los incitaban a dar el siguiente paso.
Ésa parece ser la tónica de las canciones mexicanas cuando hablan de besos; hay pocas excepciones: “esa mordida no sabe a nada […] chupa que chupa que es más sabroso”, dice con voz susurrante y pícara Pedro Infante, la misma que utiliza en “en la dulce sensación de un beso morderlón…”; es la misma entonación, pero para asuntos diametralmente opuestos: en una canción describe “mordelón” como atrevimiento y en la otra dice que la mordida es insípida.
En los años cincuenta la puertorriqueña Virginia López convertía el beso en la más explícita sensación amorosa: “y de un beso en estallido, de amor adormecido cambió de pronto el juego en el más dulce amor”: recorre todo el cuerpo, comenzando con un dedo, continúa en la mano, el brazo, y por ahí se sigue: pasa del faje al estallido, como en las imágenes tradicionales del cine mexicano, en que las cascadas sustituían a los orgasmos.
Pero son excepciones; casi siempre el beso es la culminación de las intentonas; bésame como si fuera esta noche la última, dice Consuelo Velásquez con música de Schumman, pero la descontamina cuando aclara que quiere verse en los ojos del otro; los ojos cerrados aceleran las sensaciones, con los ojos abiertos disminuyen, parece ignorar la compositora.
Esos besos son tan inocuos como los de muchos rocanroles mexicanos: “besitos sí, besitos no, chiquilla linda ora te tocó [¿jugaban a la botella?], dámelo aquí, no, no que no, ahora repite como lo hago yo” (escena difícil de imaginar, porque además es ambigua: “dámelo aquí no”, dice la letra original, transcrita en Gran cancionero mexicano, publicado por Sanborns en dos tomos; la trascripción es del cuidadoso Ramón Córdoba, tomada de los registros de Derechos de Autor).
Uno debe suponer que son besos traviesos, sin necesidad de compromiso, aunque no contengan la misma frialdad “que ahora encuentren tus besos [y que] me dice que debo partir”, de “Ensayo”, una canción que merecería mejor letra que ésa, pero que es mucho más rica que “con un beso pequeñísimo de tus labios al besarme” (o sea un beso al besar, como las canciones que chotean Les Luthiers –igualmente incorrecto, pero dicho de una mejor manera, “Bésame con el beso de tu boca, cariñosa mitad del alma mía”: Manuel M. Flores). Besos traviesos, sin compromiso, como “Besos por teléfono”, mala traducción de “Kisses in the phone”, mucho más traviesa que las otras canciones de Paul Anka (aunque sigue siendo un acierto “the secret way you hold my hand”).
Una riqueza inaudita es la que despliegan Rubén Fuentes y Rafael Cárdenas en la excelente versión de Miguel Aceves Mejía (en realidad no hay versión mala, sea con Aída Cuevas aunque no en su mejor momento, o los Hermanos Silva): “Anoche soñé contigo, soñé y soñaba, que te tenía aquí en mi lecho, que me arrojaba en tu pecho, que tu boca me besaba”, lo que habla de una entrega mutua y decidida, en la primera canción de Fuentes, uno de los pocos genios de la música popular mexicana.
Igualmente audaz es la imagen de María Grever, aunque sea en la interpretación de Libertad Lamarque: “Porque (sic) al mirarme en tus ojos sueños tan bellos me forjaría; mira, mira; después de besar tus labios vivir sin ellos, nunca podría; besa, besa, bésame a mí nada más […] Porque un beso como el que me diste [nunca me habían dado] y el sentirme estrechada en tus brazos, nunca lo soñé” (la transcripción de Ramón Córdoba nos indica que incluso los genios como Rubén Fuentes y María Grever ignoran la ortografía y por supuesto la puntuación).
Sin embargo, el mismo Rubén Fuentes (Tomás Méndez mediante) desacraliza la acción del beso con un verso incomprensible o incoherente en “El papalote”: “dale un besito al hijo de mi madre” (despliega más sentido del humor y de la sensualidad en “La verdolaga”, que con unas cuantas descripciones define la entrega total).
Los dos compositores mexicanos de música popular más representativos son José Alfredo Jiménez y Agustín Lara: en éste, los besos son mercancía que ofrecen las mujeres el mejor postor, y a veces junto con el resto del cuerpo: “quién pudiera comprarte, quién pudiera pagarte un instante de amor”; son atrevidos, pero no símbolo de amor; no son culminación sino preámbulo; las imágenes son insinuantes: “tu párvula boca que siendo tan niña me enseñó a pecar”; “me arrodillé pa’ besarte”, “Aquel que de tus labios la miel quiera, que pague con brillantes tu pecado”, “dale a tu boca la ilusión primera en un beso que nunca olvidarás” (nada que ver con la imagen poética de Alberto Domínguez: “Y pido a Dios que nunca pueda ser mejor destino el de mi corazón, que de tus ojos recibir la luz, de tus labios el primer amor”.
José Alfredo Jiménez lo lleva a tal grado de sublimación, que los besos son sagrados, inolvidables, únicos e irrepetibles, aunque efímeros, símbolos de traición (femenina); son el punto culminante de una relación amorosa (mucho más allá de las relaciones sentimentales: como un auténtico romántico anacrónico, el amor es su última pasión, la realización de lo imposible, la concreción de los anhelos y donde se juntan los contrarios: la mujer altiva con el humilde que nunca hubiera aspirado ni siquiera a ser visto: “¡cuánto me debía la vida que contigo me pagó!”). Aunque es evidente que el narrador de las canciones de José Alfredo (él mismo, como Lara lo es el de las canciones de Lara) consigue “llevar el amor hasta sus últimas consecuencias” con la mujer amada (“recuerda un poquito quién te hizo mujer”; “Yo sé que no hay en el mundo amor como el que me das, y sé que noche tras noche va creciendo más y más”), los besos son tímidos pero se convierten en trofeo, más que la misma posesión (“tú que me diste en un beso lo que nunca te pedí”, “de mis labios está brotando sangre”, "ya no podré olvidar tus ojos ni tu boca”, “quiero que me beses como tú me besas y después te vas”, “y así con tus besos borró mi dolor”.
La más sintensa loas a un beso no son por uno recibido o robado, es por uno dado, un autoelogio merecido: el de Claudio Estrada: "tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca", o el dl de Pepe Domínguez (y la guitarra de Juan Cerato): “En tu boca de fresa quiero besarte, con un beso infinito que te estremezca y haga soñar, que sea un beso que apague mi sed de amarte, que me entregue tu vida y me dé tu ansiedad. […] Que te deje un recuerdo que no puedas olvidar, que sea abeja y que pique tu boquita de panal, que te robe la calma y te deje sin alma, es un beso asesino el que te quiero dar”.
Pero el mayor elogio parece más un reproche: “Por qué no fui tu amigo nada más, por qué tuve que darte el corazón […] Perdido en tu manera de besar”.
Claro que hay besos ajenos: el que se da la pareja espiada por el narrador de “Siluetas”, que se pierde en un multifamiliar y atisba en otra ventana.
(Espiando el inmenso trabajo de Ramón Córdoba me entero que “debajo de un sombrero ancho” que en la anterior dije que era de un autor hoy anónimo, tiene un firmante: Antonio Zúñiga; como no sea como Juan Neri, autor lo mismo de “Las Mañanitas” como de “La Bamba”.)

lunes, 10 de noviembre de 2008

De suspiros compartidos

Hay pocos actos humanos donde importe tanto la calidad como la cantidad. El más significativo es el beso.
En una cinta de 1926, John Barrymore da y recibe 126; en 1971 uno solo estremeció a público e industria cinematográfica: el que se dan Peter Finch y Murria Head, haciendo a un lado a la fina y elegante, pero muy cálida, Glenda Jackson; muy poco después, Ted Nealy y Carl Anderson, ambos hombres se dan el único beso que debió haberles dado Yvonne Elliman, aunque como tenía pretexto bíblico, impresionó menos.
Uno de los más recordados besos en cine es el que se dan Deborah Kerr y Burt Lancaster en From Here to Eternity, a principios de los cincuenta, con el agravante de que están en traje de baño, en una playa solitaria, y juntan sus cuerpos como no se acostumbraba en esos años.
Poco después, Angie Dickinson, en mallas, besa a John Wayne, y exclama: “sabe mejor cuando lo hacen los dos”; impresionó porque mostraba las piernas mientras besaba ávida a un hombre demasiado vestido. En El Dorado, que es réplica, respuesta o variación de Río Bravo, John Wayne vuelve a ser sermoneado, ahora por Charlenne Holt, con una variante que hace pensar que el vaquero era poco diestro o se hacía el mustio.
En El gavilán pollero, cuando Lilia Prado le da picones a Pedro Infante con Antonio Badú, el primero pregunta “Besa sabroso, ¿verdad?”; como en esa época la mujer que besaba a varios (como la que iba al cine con dos) se veía sometida a un proceso de devaluación (en cambio, mientras más besara un hombre quedaba mucho mejor cotizado), Prado debe asumir el papel de villana; pero la escena resulta inolvidable.
También en los años cincuenta, un periodista quiso denigrar a Elvis Presley e inventó que había dicho que prefería besar a tres negras que a una mexicana (cualquiera prefiere besar a tres que a una, apunta Óscar Sarquiz), y varias mexicanas se apresuraron a decir que con ellas no se había portado tan mal. Fue uno de los primeros síntomas de la evolución femenina, cuando pasaron de víctimas a victimarias y asumieron un papel más activo que pasivo.
Considerando que la etimología de beso nos remite no sólo a los orígenes del idioma, sino de la civilización occidental, es fácil deducir que ha sido una práctica común en todas las culturas, con diferentes grados de importancia. Uno de los mitos más generalizados es el que afirma que el primer beso nunca se olvida, pero los erotómanos coinciden en que hay uno que borra todos los demás, y que suele haber varios primeros besos.
Gómez de la Serna afirma que el primer beso es robado, pero las mujeres, que desmienten todo, aseguran que es falso, que siempre saben cuando van a ser besadas por primera vez.
Cuando proliferan pierden sentido; dicen que en eso consiste la diferencia entre hombre y mujer: para unos es una conquista, y para ellas es el primer paso.
Cuando se convirtió en rutina el saludo con beso en la mejilla (que no comenzó en Troya, como hace creer la cinta con Brad Pitt), y sólo fue un tronido al aire, e incluso se saludaba de beso a quien se acababa de conocer, para demostrar que había deferencias se puso un elemento extra: sustituir el beso con un abrazo de más de tres segundos de duración, y a los privilegiados se les pasaba la mano derecha por la espalda, más sobándola que acariciándola.
Los escritores franceses son los que se han referido con más fervor a los besos, sobre todo a los furtivos, los prohibidos, los sorpresivos. Pero hay muchos ejemplos.
Entre las muchas referencias a los besos destaca una en la que no hay contacto: Beso: en el milímetro que nos separa caben todos los abismos (Carlos Drummond de Andrade). Diferencias aparte, en los años ochenta Jaime López destaca una relación en la que no hay besos: “Echémosle la culpa al camionero / de nunca habernos dado un solo beso”.
Como en muy pocas otras cosas, son tan importantes los besos que no se dan que los que se dan, y a veces más, y pesan mucho más los que se reciben, como dicen con sencillez los Beach Boys después de una larga relación de un cortejo difícil y tímido: “And then I kissed her”.
Hay costumbres que fuera de su ámbito natural nadie las adopta, aunque no dejan de llamar la atención; en los torneos llamados campeonatos mundiales de futbol vemos con burla que los integrantes de algunos equipos, sobre todo de países europeos, se felicitan dándose besos en las mejillas, y entonces alguien saca a relucir que en ciertos ejércitos cuando un superior condecora a un subalterno lo hace con picoretes en los cachetes.
Los fanáticos del beisbol, con suficiente edad, recordarán que en su último año Beto Ávila fue besado en la mejilla por Warren Spanh, posiblemente el mejor pitcher zurdo de la historia, cuando un jonrón suyo rompió una racha de derrotas de los Bravos de Milwakee, y finalmente llegaron a la Serie Mundial.
Aunque para todos es importante un beso, su popularización actual nos hace creer que significaba más cuando costaba mucho conseguirlo; no es raro que en la mayoría de las cintas de los años veinte a setenta culminaran con un beso entre el héroe y la muchacha, que resumía el final de las historias infantiles y juveniles: “y vivieron felices para siempre”, así se tratara de cintas bélicas, de aventura, western o de intriga; tampoco fue raro que muchas historias sentimentales finalizaran sin beso entre la pareja (“quizá viva lo suficiente para olvidarla; quizá muera en el intento”).
Entre las descripciones más memorables de un beso se cuenta la de Victor Hugo, cuando pone a la bella y tonta Esmeralda en brazos del mediocre Febo, quienes se besan con ardor pero sin amor, y ponen más interés a lo que hacen con las manos (esa escena la retrató con fidelidad Tim Burton en Batman). Pero no menos ardientes son las que describe Flaubert de los besos adúlteros de Emma Bovary; esa clandestinidad la entendió muy bien el ahora anónimo autor de “qué bueno es el pan con queso, pero es más sabroso un beso debajo de un sombrero ancho”.
No hay ansiedad más grande que la provocada por la proximidad de un beso, como alegaron con distinto tono Luis G. Urbina y Manuel M. Flores, y que modernizó Joaquín Sabina (“no tembló un pájaro en tu pecho”). Y si la literatura sentimental ha hablado de la perdurabilidad del primer beso, los erotómanos hablan con elocuencia del último, a la manera trágica de Polo, en uno de los peores rocks mexicanos, o mejor, con la intensidad de que se está ante el último romance, como lo hace con plenitud y satisfacción Rubén Bonifaz Nuño (en plena madurez).
Sin embargo, nada provoca más entusiasmo entre los observadores que los besos en los que participan todos los sentidos; nada se ve con más envidia que los besos que prodiga Tin-Tan que no queda más que exclamar, elocuente aunque intraducible, “!más mezcla, maestro, o le remojo los adobes”. Y es que entonces el beso no es más que un preludio.
También las canciones han hablado harto de los besos, lo que retomaremos la próxima.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Las dificultades de leer a Joyce en español




Joyce, Maiakovsky, Stravinsky, Klee, Picasso, esos bateadores de .400
Roberto Fernández Retamar


El 16 de junio de 1904, a los 22 años de edad, James Joyce se enamoró. Aunque la leyenda dice que ese día conoció a Nora Barnacle, “una joven alta, de cabellos cobrizos y airoso caminar”, según el excepcional biógrafo Richard Ellmann, la conoció unos días antes, el 10 de junio. Lo impresionaron su desparpajo, su atractivo animal y la naturalidad con que aceptó que la abordara y, discreta, dio pie para que le siguiera hablando. El 15 de junio Nora aceptó salir con él al día siguiente. Pasaron los siguientes 37 años juntos, aunque sólo contrajeron matrimonio en 1931; antes de ella había publicado ensayos y poemas sueltos; luego de su primera y definitiva salida, en la que se supone tuvieron un encuentro sexual, Joyce dio como definitiva la fecha del 16 de junio de 1904; en ella transcurre todo Ulises, su obra más famosa.
Nora soportó la vida de pobreza, enfermedades, destierro, persecución, y desde luego la gloria: a su lado, Joyce publicó Música de cámara, Dublineses, Un retrato del artista adolescente, Ulises, Poemas manzana y Finnegans Wake, además de escribir Esteban el héroe, que destrozó a medias pero que Nora rescató lo que se conoce de esa novela tan intensa y tan enigmática.
Joyce, el novelista más influyente en todo el siglo XX, el hombre que dinamitó la estructura de la novela, que introdujo el concepto de poesía en la narrativa, el escritor al que durante casi un siglo han tratado de interpretarlo, imitarlo, descifrarlo, comenzó a escribir Ulises en 1906, dos años después de su encuentro con Nora; la terminó en 1921, y se publicó al año siguiente, en París, bajo el sello de Shakespeare & Co., edición de mil ejemplares patrocinada por Sylvia Beach (las mujeres fueron de vital importancia en la vida de Joyce; a ella y a Nora hay que agregar a la muy bella Harriet Shaw Weaver y a la inteligentísima Gertrude Stein; tan importantes o más que la amistad que sostuvo con T. S. Eliot, Ezra Pound, Ford Maddox Ford); fue calificada de pornográfica, inmoral, antiliteraria, pero despertó el entusiasmo de los escritores vanguardistas, los que después de la Primera Guerra Mundial exploraban nuevos caminos, buscaban diferentes rutas para el arte. (En Iberlibros ofrecen entre siete y diez ejemplares de esa primera edición, llena de erratas por la mala letra de Joyce transcritas por linotipistas franceses; la más barata anda arriba de los 20 mil euros.)
En México fueron los Contemporáneos quienes comenzaron a mencionarlo; Salvador Novo fue el primero en recomendarlo a los lectores de sus escritos juveniles, y Miguel Capistrán llama la atención de que una de sus revistas más importantes se llamó Ulises, nada lejano al espíritu experimentador y renovador de Joyce.
Ha sido difícil leerlo en español; su obra de teatro Exiles, de 1915, se tradujo hasta 1957 en Sur, bajo el título de Desterrados, con la prosa endurecida de Alberto Jiménez Fraud; la versión de Javier Fernández de Castro, de 1970, para Barral, no es mucho mejor; Dublineses, de 1916, la tradujo incompleta Isabel Abelló, en 1942; en 1961 apareció, con el título de Gente de Dublín, una versión de Óscar Muslera, y en 1972 se editó la versión definitiva de Guillermo Cabrera Infante, que circula tanto en Alianza Editorial como en Lumen. Versión definitiva porque Cabrera Infante entendió como pocos a Joyce, pero es aún lejana a la prosa que sobre todo en el ritmo reproduce el de la infancia, con sus temores e inseguridades y su sensación de que todo está por empezar; sin embargo, en “Los muertos”, el último relato del libro, sí se acerca a Joyce.
Un retrato del arista adolescente (en las traducciones omiten el artículo, que sí tiene en inglés) no corrió con más suerte; en 1926, con traducción de Dámaso Alonso, Biblioteca Nueva incluyó en su catálogo el nombre de Joyce; sin embargo, es una versión muy pobre, muy madrileña, muy acartonada; nadie ha emprendido ninguna nueva traducción, aunque en los años sesenta circuló una versión cubaba (cambio de verbos, de tiempos gramaticales, de adjetivos) de Edmundo Desnoes, tan pobre como su antecesora; el famoso comienzo donde se dice “Once upon a times and a very good time it was a moocow” Alonso lo empobrece “Allá en otros tiempos (y muy buenos tiempos que eran) había una vez una vaquita (mu)”, y Desnoes “En aquella época y muy buena época era una vacamúu”. Sobran los comentarios.
Esteban el héroe, que se publicó hasta 1944 en inglés, tuvo una traducción mucho menos desafortunada en 1960 de Roberto Bixio, también por la benemérita Sur, y se reeditó en los años sesenta por Lumen.
Los Poemas manzana, de 1927, tuvieron que esperar hasta 1973, en versión de José María Martín Triana (en Visor); Giacomo Joyce, que apareció hasta 1957, fue traducida al español por Alfredo Mantilla, en 1970, en los Cuadernos Ínfimos de Tusquets, una colección dirigida por Sergio Pitol, quien en su autobiografía confiesa que, cuando reprobó literatura en la preparatoria, se indignó porque él era el único en la clase que sabía de las dificultades de leer el Ulises.
El más importante libro de poemas de Joyce, Música de cámara, de 1907, llegó en español, también en Visor y también con traducción de Martín Triana, en 1971; a mediados de los setenta Premiá publicó todos los poemas en Poesía completa; también en esa década, con el tramposo título de Cartas de amor a Nora, Premiá hizo una selección de la muy intensa correspondencia erótica de Joyce con Nora.
También en los setenta (cuando más entusiasmo había por él), se publicaron los Ensayos críticos (Critical Writing), con muy buena traducción de Andrés Bosch; en él se incluyen críticas y ensayos, comenzando por los célebres “Drama y vida”, que le dio notoriedad en Dublín, y “El nuevo drama de Ibsen”, que hizo ver a los lectores, Ibsen incluido, el talento de Joyce. Pertenece a la colección Palabra en el Tiempo, de Lumen.
Lumen también publicó, en1982, en dos volúmenes, Cartas escogidas de James Joyce, seleccionadas por Richard Ellmann y traducidas por Carlos Manzano. Nada íntimas y sí reveladoras de su amor por Nora y por Ulises.
Es imposible hablar de Finnegans Wake. Publicada en 1939, tiene una versión muy fragmentada, paupérrima, de Víctor Pozanco, en Lumen, 1993; Cátedra publicó, en 1992, en versión bilingüe preparada por Francisco García Tortosa, pero de un solo capítulo, el octavo, del Finnegans, el famoso “Anna Livia Plurabelle”, 40 páginas con un prologo de 125 páginas; no es ridículo, sólo sintomático. Salvador Elizondo intentó en los años sesenta traducir este libro intraducible, como confiesa en el prólogo de Teoría del infierno: “pensaba entonces que la ‘traducción’ de Finnegans Wake era posible; hoy pienso que es innecesaria”; allí recoge su versión de la primera página del libro: poco más de una página, con seis de notas. Hay una versión cruel de este episodio en La mafia, de Luis Guillermo Piazza.
Hace poco más de cuatro años se conmemoró el centenario del Ulises; no de su publicación, sino de la fecha en que sucede la acción de la novela. Llegó a México la traducción de J. Salas Subirats a finales de los cincuenta (en la biblioteca de Sergio Galindo vi una edición creo que pirata de Diana, con el nombre “Joice” en la portada, de finales de los cuarenta). A los joyceanos les parecía una traducción elemental, pobre, muy lejana de la complejidad, inventiva, de la imaginación de Joyce; pero no hay de otra. ¿Cómo aceptar que el poderoso “Stately, plum Buck Mulligan came from the stairhead, bearing a bowl of lather on wich a mirror and a razor lay crossed” terminara en “Imponente, el rollizo Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera, con una bacía desbordante de espuma, sobre la cual traía, cruzados, un espejo y una navaja"? Era mejor la versión de Gustavo Sainz en Obsesivos días circulares: “Imponente y rollizo, Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera con una bacía desbordante de espuma, sobre la cual traía, cruzados, un espejo y una navaja/”, pero tampoco.
Lumen, que se empeñó en publicar a Joyce, le encargó a José María Valverde, traductor de Melville y de Eliot y otros, una versión menos acalambrada, más joyceana; el resultado fue: “Solemne, el gordo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja".
No sólo se trata de un ritmo inadecuado, ampuloso y sin brío. Había que buscar una nueva versión. Se le encomendó a Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas Lagüéns, en una edición de Cátedra de la que se encargó el propio García Tortosa, quien ya vimos se encargó del capítulo de “Anna Livia”.
Nos fue peor: “Majestuoso, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afeitar se cruzaban.”
La famosa frase en que Joyce afirma que una mujer guardará rencor al hombre que “her knickers down”, Salas Subirats la simplifica: “que la vea con los calzones bajados”; peor, Valverde vulgariza: “que la pille en un descuido”; García Tortosa y Venegas Lagüéns lograron empeorarla: “Hay que tener cuidado con las mujeres. Las coges una vez con el culo al aire. No te lo perdonan jamás.” En realidad, sería “que le baje los calzones” o que la someta a una posición degradante.
Hay dos ediciones extra, que no son precisamente de Joyce: La noche del Ulises (Ulises in Nightown), adaptación “dramática” de Marjorie Barkentin, versión teatral del Ulises, muy condensada (“Majestuosamente, el rollizo Buck Mulligan descendió la escalera, trayendo una escudilla llena de espuma sobre la que descansaban un espejo y una navaja”), con traducción de Celia Paschero y Juan Carlos Pellegrini, editada en 1961 por Sur, sobre la edición original de Random House en 1958. No se sabe, o no sé, si se representó alguna vez en español.
Para facilitar el harto difícil monólogo final, López Crespo Editor publicó en 1977 el obsceno Monólogo de Molly Bloom, la parte final del Ulises, sin crédito de la traducción porque es la de J. Salas Subirats.
Y hay que anotar que “The Sensual World”, la hermosa canción de Kate Bush que inicia el disco del mismo título, es una adaptación demasiado breve pero muy intensa de este monólogo.
Tampoco hay que olvidar las versiones cinematográficas: la apócrifa de Einsenstein, con Mae West y Cary Grant, anunciada en la revista S.nob con todo y declaraciones de Buñuel y Sadul, y la más verificable, Ulises, de 1967, de Joseph Strick, con Barbara Jefford, Milo O’Shea y Maurice Roeves, que se estrenó en México en el cine Arcadia; Strick hizo muchos años más tarde una versión, que Leonard Maltin califica de mucho más aceptable, de Un retrato del artista adolescente.
El Ulises, divertidísimo, desbordante, de gran erotismo y gran sensualidad, tendría que haberse traducido por alguien que lo entendiera, lo sintiera o fuera tan intenso como Joyce; digamos Villaurrutia (a quien parece que no le interesó mucho) o Novo (quien se aburrió aunque intentó la traducción, según informa Miguel Capistrán), o Rodolfo Wilcox o Jorge Luis Borges; más recientemente Paz o José Emilio Pacheco hubieran hecho una versión a la altura de Joyce.
Ulises siempre va a sorprender, a emocionar y a asombrar: una lectura paralela del original y de las tres traducciones asequibles es un ejercicio divertido, aunque a ratos irritante, pero siempre va a despertar más inquietudes. Por ejemplo, los paralelos y las coincidencias entre Joyce y Ramón López Velarde (hay que fijarse en el año clave de 1921): ambos afirman que la mujer no es ni carne ni pescado, y ambos, al hablar del autoerotismo (López Velarde, caminando del brazo de la novia; Joyce, al espiar a tres mujeres en la cercanía de una playa) mencionen los “fuegos de artificio”.
Hay disponibles varias ediciones de Ulises en español, la mayoría burdas, sin la elegancia que requiere la novela; atiborradas, apretadísimas, demasiado baratas, tipografía rudimentaria; la más elegante, llena de notas no todas inútiles, retoma la traducción de Salas Subirats, pero es demasiado cara, ostentosa, sin el espíritu subversivo de Joyce.
Ulises es, ya lo sabemos, muy difícil, a ratos impenetrable. Pero quien lo comienza no puede dejarlo nunca.
(Ésta es una versión muy ampliada y corregida de la que se publicó en El Financiero, el miércoles 16 de junio de 2004, el centenario de la acción del Ulises; hay más datos, además de la fotografía de Marilyn Monroe leyéndolo, casi por terminarlo. ¿Alguien puede aspirar a una mejor lectora? La fotografía adornó un poster que invitaba a conmemorar el Bloomsday –16 de junio— de 2000, en Australia. Esta versión, como la original, está dedicada al joyceano mayor en México, Marco Antonio Pulido.)

domingo, 26 de octubre de 2008

Mirada femenina y errores históricos

La tentación de narrar y describir la sensibilidad femenina, desde la perspectiva masculina, representa un reto muy difícil de superar, aun en los autores más audaces; es el desafío que enfrentó Enrique Rentería en su reciente En los ojos de los gatos, y es de lamentar que fallara, porque su propuesta era muy atractiva: ver la vida a través de la óptica de tía, sobrina, e hija y nieta de ésta: cuatro visiones distintas pero complementarias, con el añadido de un personaje masculino pero sensible, desprovisto de una conducta sexista, comprensivo, pero que sólo sirve para compensar la torpeza, la indecisión y las equivocaciones de ellas.
Rentería no logra asir ni la estructura ni las anécdotas, que no argumentos, de la novela, y entonces recomienza varias veces las historias, parece haberlas concluido con cierta ambigüedad y regresa a ellas para atar cabos, con lo que rompe los posibles misterios, y enreda la lectura.
En primer lugar, no se atreve a romper con los lugares comunes, y sitúa a sus protagonistas en momentos clave de la historia reciente mexicana, o mejor dicho capitalina: el movimiento estudiantil de 1968, y los días de inseguridad que le siguieron al 2 de octubre; los sismos de 1985, y la inseguridad actual; tres momentos decisivos en la vida de las protagonistas.
No es original abordar la vida de una ciudad a través de varias generaciones de una misma familia; lo ha hecho recientemente Álvaro Uribe, con gran eficacia, con El taller del tiempo, pero no hay que olvidar algunas obras maestras de la literatura contemporánea: Los Buddenbrooks, de Thomas Mann, y Al este del Edén, de John Steinbeck. Rentería, en todo caso, aportaría una visión diferente porque mezclaría la visión de la mujer contemporánea, con los aparentes cambios que dan una mayor libertad, también aparente, y una actitud política distinta. Pero los personajes de En los ojos de los gatos no son tan audaces, y todos sus actos son involuntarios: no asumen su sexualidad sino como consecuencia de la casualidad, siguen cayendo en las trampas de los hombres, no tienen suerte en el amor y se embarazan como consecuencia de borracheras, reventones, y de hombres que detestan; su pensamiento político es nulo o cuando mucho superficial, y nunca sacan conclusiones; es más, ni siquiera sacan provecho de sus experiencias.
La buena pluma de Rentería no es suficiente para rescatar a tres personajes que merecían un mejor destino, no penetra en la mente erótica de ninguna de las cuatro, y cuando alguna protagonista rompe los esquemas y se atreve a desafiar, así sea fugazmente, el panorama de un comportamiento “decente”, lo hace de manera grotesca y como consecuencia de algún elemento externo (alcohol, drogas suaves, excitación por el baile).
Además, una serie de inexactitudes quitan verosimilitud a la novela: Rentería afirma que en 1968 circulaban tranvías por el Paseo de la Reforma, lo que es falso (confunde Reforma con la Calzada de Tlalpan, con Revolución, con la Calzada de Guadalupe, con un tramo de Insurgentes); afirma que “adolescencia” viene de “adolecer”, de carencia; cuando un personaje encuentra un disco con portada en forma de cubo, afirma que se trata de The Corner of the High Heel Boys; seguramente se trata de Low Spark of the High Heel Boys, de Traffic; dice que una de las protagonistas es bebé de los sismos pero que no fue invitada al décimo aniversario del suceso, con el presidente Salinas, y sucede que en el décimo aniversario, en 1995, el presidente era Ernesto Zedillo; afirma también que en el sismo de 1957 el Ángel de la Independencia fue decapitado y la cabeza fue la que cayó: toda la escultura cayó, y en la caída se desprendió la cabeza; afirma que la cabeza era dorada: fue dorada después, cuando se rehizo; afirma que el gobierno dijo que el Ejército “no había estado allí [en Tlatelolco] ni había disparado”: doble disparate, porque si no había estado allí no podría haber disparado, pero lo que afirmó es que había disparado pero sólo en defensa de disparos desde los edificios; sólo hay que recordar que se reportaron varios soldados heridos, uno de ellos, Hernández Toledo, de alto grado militar.
Dice que Jimmy Page fue invitado en “You Really got me”, de Kinks; no tocó como invitado, sino en una de sus muchas intervenciones como músico de estudio, término aplicado en la industria disquera a quienes participan para reforzar [una de las más célebres intervenciones de Page fue nada menos que con Herman Hermits, totalmente alejados de la música de Led Zeppelín]; afirma que en 1970 una de las series televisivas era La mujer maravilla, que es de finales de esa década, no de principios; afirma que en la Librería del Sótano [no El Sótano, que es el nombre actual] los empleados salían a las 11 de la noche: no, cerraban a medianoche; que Artemisa era la cajera del turno nocturno: en esa época era Irma, de rasgos orientales; que había 12 escalones, lo que es una exageración matemática; dice que en 1970 uno de los libros más robados era El libro de Manuel, de Julio Cortázar, que apareció en 1973; que ése, más Farabeuf [de 1965] y El Aleph [1971 en la edición de Alianza Editorial] estaban en la mesa de novedades; que las empleadas usaban uniformes [afortunadamente usaban minifaldas, no uniformes]; que en 1985 las putas ya estaban en Sullivan; en ese año aún estaban en Río Lerma, y el Hospital Colonia ya era del IMSS, no de Ferrocarriles; pretende que un ejemplar de Historia de cronopios y de famas tuviera la portada de Bestiario, ambos de Cortázar, pero de muy diferente grosor, con lo que el lomo quedaría demasiado grande, sobre todo por la edición de Cronopios que circulaba entonces, de Ediapsa; afirma que Fauna es esposa de Fauno [es hermana]; se habla de tianguis y puestos de fayuca en San Cosme en los ochenta, mucho antes de la invasión de ambos.
Lo más grave es que afirma que una de las protagonistas se suicida ahorcándose y simultáneamente cortándose las venas, lo que parece imposible, además de innecesario.
Es cierto que la novela es ficción, pero debe ser verosímil; también es cierto que el escritor tiene derecho a crear un mundo totalmente nuevo, y en ese sentido puede haber tranvías en Reforma, pero entonces deberían tener una utilidad en el libro, pero sólo se mencionan una vez.
Hay otros detalles: en apariencia, la edición, elegante y formal como casi todas las de Tusquets, sólo contiene una errata (una combinación de singular con plural, nada grave), pero hay algunos detalles que resaltan: un personaje se sienta en la mesa (error compartido con uno que otro académico); el nombre del conjunto Lovin’ Spoonful lo escriben con minúscula; un personaje hace señas mudas (todas las señas son mudas); unos personajes acceden, pero no es que acepten, sino que ingresan (errata muy reciente, no frecuente en la época de la novela); hay uso inadecuado de “le” y “les”, pues se refiere al verbo y Rentería lo usa para el sujeto; la cinta de Miguel M. Delgado [a quien no se le da crédito] es La venganza de La Llorona, no El Santo y Mantequilla Nápoles en la venganza de la Llorona.
También llama la atención la escasa descripción de las protagonistas, pero en la insistencia de que los hombres que aparecen, así sea de manera tan fugaz que se les califica de invisibles, son guapos o cuando menos atractivos, hasta el dueño de la Librería Madero, que no debe ser el mismo que el actual porque el que aparece en la novela no cuenta ningún chiste.
Esta novela pudo ser mucho más intensa, mucho más representativa del alma femenina; si lo fuera, los errores, las inexactitudes y las ambivalencias serían lo de menos.

domingo, 19 de octubre de 2008

Vargas LLosa contra Woody Allen

Hace unos días, Mario Vargas Llosa se quejó de quienes hacen arte fácil, literatura y cine para mayorías, que no representan un reto para el lector o el espectador; básicamente, todos estamos de acuerdo con él; lo raro es que se lanzó contra Woody Allen, de quien dijo que no puede compararse con David Lynch o con Orson Wells.
La comparación es tan ociosa como la que podríamos hacer entre Horacio Casarín y Héctor Espino: no hay manera; pero no por ociosa es menos tendenciosa, pues descalifica a un buen cineasta porque es divertido (con sus asegunes) y porque es popular; no son los argumentos adecuados: hace unos pocos años le preguntaron a Paul Simon si admiraba a alguien, y contestó que a Allen, aunque algo debía estar mal, porque lo admiraban muchos.
Francoise Truffaut aseguraba que todos se sienten críticos de cine, porque es muy sencillo opinar, y por lo regular sólo se basan en sus gustos; Vargas Llosa no se ha distinguido por ser crítico de cine, y hasta podemos observar que cuando se sale de los terrenos que domina (literatura, política, ética) suele opinar según sus gustos muy personales; como ejemplo, afirmó que Frida Kahlo es muy superior a Diego Rivera, pero no argumentó por qué. Y fuera de que ella está de moda y él no, es imposible darle la razón a Vargas Llosa.
La mayoría de los críticos de cine valoran bien a Woody Allen, e incluso reconocen que ahora le va mejor en Europa, porque el cine estadounidense cree que ya no jala tanta gente como para ponerlo encabezando los créditos, como sucedía con sus primeras cintas, y también señalan que cada vez es más complejo, y que sus experimentos no son atractivos para la taquilla; en Europa, por el contrario, se fascinan con lo que hace.
Comparar a Woody Allen con Vargas Llosa es como poner a competir a Joaquín Capilla con el sargento Pedraza; Allen ha escrito cuentos siguiendo la tradición estadounidense, hechos para revistas literarias y afines, ejerciendo el oficio de narrador, sin artificios ni experimentos, aunque son audaces, originales y singulares; Vargas Llosa no ha escrito (o publicado) más cuentos que los de Los jefes, que no son lo mejor de su obra; Allen no ha escrito novela, pero de hacerlo sus características no serían similares a las de Vargas Llosa, y es de temerse que no le ganarían ni el prestigio ni la popularidad que tiene el peruano, quien es conocido incluso entre los que no leen.
Vargas Llosa no puede aspirar a competir con Woody Allen como cineasta, y sería absurdo que intentara compararse con Lynch o con Welles, aunque le hubiera aspirado a ser como ellos.
Pero hay un género en que sí podemos leerlos simultáneamente, y ver sus características, sus cualidades, sus defectos, y ver si Vargas Llosa tiene razón para despotricar contra Allen y sus fanáticos: el teatro.
Vargas Llosa ha declarado que el teatro fue su primera pasión literaria; lo primero que escribió fue un drama que tiene muy escondido, lejos del lector crítico, e incluso del aficionado; pero ha publicado otros dramas que pueden leerse en Teatro. Obra reunida (Alfaguara, 2008, que comenté en este mismo lugar hace unos pocos meses). Woody Allen en cambio ha ejercido el oficio de dramaturgo con más frecuencia, oficio y placer que el peruano; están reunidas en volúmenes breves y deliciosos publicados en español en Tusquets: Sueños de un seductor, La bombilla que flota, No te bebas el agua (que han sido filmadas por otros directores, aunque en alguno actúa el propio Allen), y el nuevo Adulterios. Tres comedias en un acto, que había aparecido en la colección Marginal en 2006 y ahora reaparece en Fábula.
De las tres comedias, las dos primeras (Riverside Drive y Old Saybrook) tienen un subtema: el bloqueo del escritor –que curiosamente también aborda Vargas Llosa en La señorita de Tacna, en Kathie y el hipopótamo, en Ojos bonitos, cuadros feos, y de cierta manera en El loco de los balcones—; las tres hablan de engaños, infidelidades, pasiones sexuales, la sexualidad femenina, que también son los temas de las cinco obras que conforman Teatro. Obra reunida, y no de manera tangencial.
Todos los temas que toca Allen en estas comedias han aparecido en alguna de sus películas; Vargas Llosa también los ha tocado, a veces ampliamente, en sus novelas, aunque no sean los temas centrales (pero sí importantes: el sexo y sus perversiones es uno de los factores determinantes en Conversación en la Catedral, y tiene tres novelas, Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto y Las travesuras de la niña mala, que serían francamente pornográficas si no fuera por su pluma recatada).
La diferencia es que Woody Allen hace divertidas las tragedias, sean grandes o pequeñas: el marido sorprendido en flagrancia; la mujer que cae en la trampa de su rival para que confiese el amorío con el esposo; un intruso que desata el caos; las perversiones que, descontextualizadas, son o parecen ridículas; en la vida real nadie podría reírse de esto, ni del sorprendido tratando de justificarse o de negar las evidencias. Pero en los textos de Woody Allen provocan risa, no rubor ni pena ajena ni compasión por los protagonistas; en el teatro de Vargas Llosa, en cambio, los personajes sí provocan esa compasión, se les puede ver como ajenos, se les puede juzgar, e incluso culpar por la lascivia, por la incontinencia, por lo involuntario de sus acciones, aunque hay que reconocer que estas conductas son más naturales en sus personajes femeninos que en los masculinos, que parecen torvos (a don Rigoberto, o incluso a Santiago Zavala en Kathie..., uno puede imaginárselo con la mirada de Guillermo Álvarez Bianchi admirando las caderas de Lilia Prado, o con la de José María Linares Rivas admirando el trasero de Gloria Marín subiendo al trapecio).
Ni la brevedad ni la agilidad de los textos de Woody Allen son defectos; que uno se ría imaginando a sus personajes en situaciones extremas de infidelidad, no lo hacen un autor ni un cineasta ligero, fácilmente digerible; por el contrario, cada vez es más complejo y más inteligente en sus obras. Los tres dramas o comedias de Adulterios lo demuestran, no hay simpleza en ellos, y sus situaciones parecen irresolubles. Excelentemente escritos (aunque la traducción de Silvia Barbero no esté a la altura, por lo pudibunda y por su incapacidad de hacerla universal y no extremadamente local), son disfrutables en todos los aspectos. Su publicación desmiente la opinión de Vargas Llosa (aunque de seguro a Allen no le perturba, antes al contrario, si se entera hará algún comentario inteligente y contundente al respecto).
Y como teatro, son más auténticas que las de Vargas Llosa, cuya incursión al teatro es por cuimplir una vocación que se la da mucho mejor en la novela.

domingo, 12 de octubre de 2008

Montero, entre Lessing y Fowles

Comienza a circular la nueva novela de Rosa Montero, Instrucciones para salvar el mundo (Alfaguara, 2008); el título, aunque recuerda uno de Doris Lessing, no recuerda la novela de Doris Lessing, Instrucciones para un viaje al infierno, entre otras cosas porque aunque Montero aborda el tema de las obsesiones angustiantes y enloquecedoras, no lo hace con la fuerza de Lessing, quien se acerca mucho más a la paranoia, a la locura.
No es el primer acercamiento de Montero a Lessing, a quien además en su faceta de periodista la entrevistó, y a quien se parece en ciertos aspectos: su crítica al realsocialismo, su postura antioficial, y en algunos de los temas de sus libros, como la integridad, la ética, el envejecimiento, el desamor, e incluso en la incursión a la ciencia ficción, aunque en Lessing esto sirve para hacer más acerba su crítica al mundo actual.
La trama de Instrucciones para salvar el mundo se abordan algunos de los aspectos más constantes en la obra de Montero, quien ha publicado un buen número de novelas: Crónica del desamor, La función Delta, Te trataré como a una reina, la espléndida Amado amo, la maravillosa Temblor, Bella y oscura (una visita al mundo más sórdido posible), La hija del Caníbal (que la dio a conocer masivamente en México –y que en la solapa de esta nueva escriben “caníbal”, aunque es un pronombre y no un oficio), El corazón del tártaro y El rey transparente, más el libro de relatos Amantes y enemigos. Entre esos aspectos se encuentra, aunque no es el tema central, el amor, tanto el afortunado ( pero obsesivo, enfermizo, dependiente) como el desdichado, pero no por inalcanzable sino por fastidioso, lamentable, rencoroso y también dependiente; como en El corazón del tártaro, se acerca al mundo ilegal; apenas se mencionan las drogas pero son cotidianas, y la prostitución es una conducta no trágica, pero sí inevitable (aunque no hay una condena implícita y, por el contrario, es una salvación para el personaje que la ejerce); lo que sí critica con el ceño fruncido son los vicios considerados menores, como el alcoholismo, aunque para una de las protagonistas es un bálsamo para la vida insoportable, y el cigarro, visto como una debilidad aunque también un refugio.
Por el final feliz para una trama complicada, pudiera pensarse que Instrucciones para salvar el mundo es una novela floja, pero es tal vez donde Montero utiliza con más eficacia su oficio de narradora; aunque los personajes son previsibles, la anécdota sorprende al lector a cada página, y con maestría va enlazando a los protagonistas, que no tienen nada que ver entre sí (una de ellas no conoce al más débil de todos, y quien hubiera aprovechado mejor sus enseñanzas), e incluso desperdicia a algún personaje menor pero rico en matices y en conductas, un guarura sensible y enamoradizo pero no libidinoso (aunque se acuesta con la mujer deseada, pero no se conforma, no es deseo lo que siente).
Cómo va enredando la trama es lo de menos; cómo lo va solucionando es lo mejor; y otra vez, como en sus mejores libros, muestra cómo daña la dependencia, y cómo el amor suele ser una trampa, aunque el desamor sea tan terrible, y sobre todo más angustiante, como aquél, y cómo las relaciones enfermizas son irrompibles, esclavizantes. Montero además une estos elementos con otro, menos constante en sus novelas: la aventura, y como en los más memorables libros policiales, el lector ve desconcertado que se acerca el final sin que se vislumbre un posible final (como en La joven desaparecida, Corra cuando diga ya, Enigma para divorciadas).
Pero el lector, incluso el más fanático, se ve sorprendido por un elemento inesperado: la intervención constante de la propia Montero en la trama.
En este aspecto, Instrucciones para salvar el mundo recuerda una de las obras maestras de la literatura contemporánea, La mujer del teniente francés, de John Fowles, en donde el autor es uno de los principales protagonistas del libro, y con sus intervenciones obliga al lector a reflexionar sobre aspectos políticos, sociales y culturales que afectan la trama sin que los protagonistas se enteren ni siquiera de qué es lo que sucede en su ámbito, y además plantea e impone sus ideas políticas, por lo que el lector no puede evadir una lectura política y hacer sólo una historia de amor imposible, dramática y tiránica, aunque disimule estas dos últimas posiciones.
Rosa Montero no intenta darle un tinte político, finalmente los expone cada semana en sus artículos en El País, y ha recogido muchos de ellos en libros como Pasiones, Historias de mujeres, Entrevistas, y otros que no han llegado a México; en esta novela (con un solo par de erratas, aunque demasiado lenguaje coloquial no siempre comprensible a la primera; impresa en México pero obviamente preparada en España –de otra manera no se entenderían las cajas y callejones que deslucen la edición) no explica el destino de los personajes dependiendo de la política, de la frágil situación económica de España (y del mundo, por lo menos hasta mediados de noviembre), del titubeante futuro europeo; lo explica en función del destino, de las oportunidades que se le vayan presentando, y en un par de páginas narra qué va a ser de ellos.
Con este recurso deshace el estigma de “y vivieron felices” o, peor, de saber que un final feliz sólo lo es de un libro, pero que la vida cotidiana tiende a no prolongarlo, a ponerle obstáculos a quienes, al cerrar las páginas, parecen haberse sobrepuesto a las malas circunstancias. Además, nos recuerda que el libro es suyo, que no lo comparte, que cuando mucho nos lo presta y nos deja disfrutarlo, pero que ella decide qué será de cada uno de sus protagonistas, e incluso se da el lujo, como en La loca de la casa, de darnos dos versiones del futuro de uno de ellos, aunque no nos permite seleccionar alguno.
Montero, que como periodista siempre está al día, introduce dos elemento de moda en algunos tipos de libro: las casualidades: las relaciones entre tres de los cuatro personajes principales son demasiado casuales; ya sabemos que así es la vida, aunque Montero, en sus intervenciones de autora se encarga de subrayarlas. Y el terrorismo, presente en muchos lados en la forma de kamikaces y de idealistas solitarios, en muchos países, incluidos España y, en forma incipiente –y tal vez con otro matiz— en México; pero incide poco en la trama y nada en la vida de los protagonistas.
Llama la atención, sin embargo, que se cuele una crítica hacia el tabaco, y que de cierta forma sea un libro sin retos sociales (a no ser su simpatía por personajes feos, haraganes, incultos, toscos, feos, y sin condena a las prostitutas y a las borrachas); en la mayoría de sus libros anteriores es, como los grandes literatos, como su admirada (sin dejar de criticarla) Lessing,una escritora a contracorriente, inconforme, enemiga de los finales felices. Tal vez los finales felices de Instrucciones para salvar el mundo sean una forma de rebeldía e inconformismo.