lunes, 17 de noviembre de 2008

De besos asesinos

Se dice que después de la Segunda Guerra Mundial, jóvenes inglesas y soldados estadounidenses se quejaron mutuamente de ejercer presión para sostener relaciones; todo se aclaró cuando explicaron ellas que los soldados, cuando ocuparon Londres, las incitaban a dejarse besar; sólo que cuando lo conseguían, eran ellas las que los incitaban a dar el siguiente paso.
Ésa parece ser la tónica de las canciones mexicanas cuando hablan de besos; hay pocas excepciones: “esa mordida no sabe a nada […] chupa que chupa que es más sabroso”, dice con voz susurrante y pícara Pedro Infante, la misma que utiliza en “en la dulce sensación de un beso morderlón…”; es la misma entonación, pero para asuntos diametralmente opuestos: en una canción describe “mordelón” como atrevimiento y en la otra dice que la mordida es insípida.
En los años cincuenta la puertorriqueña Virginia López convertía el beso en la más explícita sensación amorosa: “y de un beso en estallido, de amor adormecido cambió de pronto el juego en el más dulce amor”: recorre todo el cuerpo, comenzando con un dedo, continúa en la mano, el brazo, y por ahí se sigue: pasa del faje al estallido, como en las imágenes tradicionales del cine mexicano, en que las cascadas sustituían a los orgasmos.
Pero son excepciones; casi siempre el beso es la culminación de las intentonas; bésame como si fuera esta noche la última, dice Consuelo Velásquez con música de Schumman, pero la descontamina cuando aclara que quiere verse en los ojos del otro; los ojos cerrados aceleran las sensaciones, con los ojos abiertos disminuyen, parece ignorar la compositora.
Esos besos son tan inocuos como los de muchos rocanroles mexicanos: “besitos sí, besitos no, chiquilla linda ora te tocó [¿jugaban a la botella?], dámelo aquí, no, no que no, ahora repite como lo hago yo” (escena difícil de imaginar, porque además es ambigua: “dámelo aquí no”, dice la letra original, transcrita en Gran cancionero mexicano, publicado por Sanborns en dos tomos; la trascripción es del cuidadoso Ramón Córdoba, tomada de los registros de Derechos de Autor).
Uno debe suponer que son besos traviesos, sin necesidad de compromiso, aunque no contengan la misma frialdad “que ahora encuentren tus besos [y que] me dice que debo partir”, de “Ensayo”, una canción que merecería mejor letra que ésa, pero que es mucho más rica que “con un beso pequeñísimo de tus labios al besarme” (o sea un beso al besar, como las canciones que chotean Les Luthiers –igualmente incorrecto, pero dicho de una mejor manera, “Bésame con el beso de tu boca, cariñosa mitad del alma mía”: Manuel M. Flores). Besos traviesos, sin compromiso, como “Besos por teléfono”, mala traducción de “Kisses in the phone”, mucho más traviesa que las otras canciones de Paul Anka (aunque sigue siendo un acierto “the secret way you hold my hand”).
Una riqueza inaudita es la que despliegan Rubén Fuentes y Rafael Cárdenas en la excelente versión de Miguel Aceves Mejía (en realidad no hay versión mala, sea con Aída Cuevas aunque no en su mejor momento, o los Hermanos Silva): “Anoche soñé contigo, soñé y soñaba, que te tenía aquí en mi lecho, que me arrojaba en tu pecho, que tu boca me besaba”, lo que habla de una entrega mutua y decidida, en la primera canción de Fuentes, uno de los pocos genios de la música popular mexicana.
Igualmente audaz es la imagen de María Grever, aunque sea en la interpretación de Libertad Lamarque: “Porque (sic) al mirarme en tus ojos sueños tan bellos me forjaría; mira, mira; después de besar tus labios vivir sin ellos, nunca podría; besa, besa, bésame a mí nada más […] Porque un beso como el que me diste [nunca me habían dado] y el sentirme estrechada en tus brazos, nunca lo soñé” (la transcripción de Ramón Córdoba nos indica que incluso los genios como Rubén Fuentes y María Grever ignoran la ortografía y por supuesto la puntuación).
Sin embargo, el mismo Rubén Fuentes (Tomás Méndez mediante) desacraliza la acción del beso con un verso incomprensible o incoherente en “El papalote”: “dale un besito al hijo de mi madre” (despliega más sentido del humor y de la sensualidad en “La verdolaga”, que con unas cuantas descripciones define la entrega total).
Los dos compositores mexicanos de música popular más representativos son José Alfredo Jiménez y Agustín Lara: en éste, los besos son mercancía que ofrecen las mujeres el mejor postor, y a veces junto con el resto del cuerpo: “quién pudiera comprarte, quién pudiera pagarte un instante de amor”; son atrevidos, pero no símbolo de amor; no son culminación sino preámbulo; las imágenes son insinuantes: “tu párvula boca que siendo tan niña me enseñó a pecar”; “me arrodillé pa’ besarte”, “Aquel que de tus labios la miel quiera, que pague con brillantes tu pecado”, “dale a tu boca la ilusión primera en un beso que nunca olvidarás” (nada que ver con la imagen poética de Alberto Domínguez: “Y pido a Dios que nunca pueda ser mejor destino el de mi corazón, que de tus ojos recibir la luz, de tus labios el primer amor”.
José Alfredo Jiménez lo lleva a tal grado de sublimación, que los besos son sagrados, inolvidables, únicos e irrepetibles, aunque efímeros, símbolos de traición (femenina); son el punto culminante de una relación amorosa (mucho más allá de las relaciones sentimentales: como un auténtico romántico anacrónico, el amor es su última pasión, la realización de lo imposible, la concreción de los anhelos y donde se juntan los contrarios: la mujer altiva con el humilde que nunca hubiera aspirado ni siquiera a ser visto: “¡cuánto me debía la vida que contigo me pagó!”). Aunque es evidente que el narrador de las canciones de José Alfredo (él mismo, como Lara lo es el de las canciones de Lara) consigue “llevar el amor hasta sus últimas consecuencias” con la mujer amada (“recuerda un poquito quién te hizo mujer”; “Yo sé que no hay en el mundo amor como el que me das, y sé que noche tras noche va creciendo más y más”), los besos son tímidos pero se convierten en trofeo, más que la misma posesión (“tú que me diste en un beso lo que nunca te pedí”, “de mis labios está brotando sangre”, "ya no podré olvidar tus ojos ni tu boca”, “quiero que me beses como tú me besas y después te vas”, “y así con tus besos borró mi dolor”.
La más sintensa loas a un beso no son por uno recibido o robado, es por uno dado, un autoelogio merecido: el de Claudio Estrada: "tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca", o el dl de Pepe Domínguez (y la guitarra de Juan Cerato): “En tu boca de fresa quiero besarte, con un beso infinito que te estremezca y haga soñar, que sea un beso que apague mi sed de amarte, que me entregue tu vida y me dé tu ansiedad. […] Que te deje un recuerdo que no puedas olvidar, que sea abeja y que pique tu boquita de panal, que te robe la calma y te deje sin alma, es un beso asesino el que te quiero dar”.
Pero el mayor elogio parece más un reproche: “Por qué no fui tu amigo nada más, por qué tuve que darte el corazón […] Perdido en tu manera de besar”.
Claro que hay besos ajenos: el que se da la pareja espiada por el narrador de “Siluetas”, que se pierde en un multifamiliar y atisba en otra ventana.
(Espiando el inmenso trabajo de Ramón Córdoba me entero que “debajo de un sombrero ancho” que en la anterior dije que era de un autor hoy anónimo, tiene un firmante: Antonio Zúñiga; como no sea como Juan Neri, autor lo mismo de “Las Mañanitas” como de “La Bamba”.)

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