jueves, 26 de diciembre de 2013

Librerías sin tertulias; la magia de Septién; las fiestas de la Industrial

La historia de la literatura mexicana cuenta, alrededor de ella, las tertulias que se armaban a diario en las librerías; es de suponer que en todo el país, pero especialmente en la ciudad de México; es fama que Victoriano Salado Álvarez iba a diario a alguna de las librerías alrededor del Zócalo, y se encontraba con otros escritores, lectores, libreros, editores, y se pasaba las tardes en charlas animadas.
                En los años sesenta, cuentan Leñero, Sainz, Monsiváis, Pitol, Prieto Reyes, que se encontraban en alguna de las librerías Zaplana donde empezaban en una plática que terminaba en los cafés Sorrento, Kikos, o en Sanborns, según relatan Novo o Carlos Fuentes, en crónicas y en las páginas de La región más transparente.
                En 1969 Gustavo Sainz me recomendó que fuera a Libros Escogidos, y me presentara con su dueño, Polo Duarte, al que había leído alguna página de mi primera novela; desde esa tarde, hasta algunos años después, iba casi a diario y allí conocí a Gerardo de la Torre, Juan Manuel Torres, Juan Bañuelos, Jaime Labastida; o a los pintores Adrián Brun, Armando Villagrán, Rodolfo Nieto, y a Beto Bojórquez; allí conocí a Delfina Careaga, a Otaola, Raúl Renán, Juan Jiménez Patiño, y me acompañaron muchas veces Paco Alvarado y Arturo Federico Valdés Olmedo.
                Pero no era Libros Escogidos la única librería donde iba a platicar; enfrente, cruzando la Alameda, estaba la Librería del Prado, donde don Félix, Carlos, Humberto y Álvaro tenían siempre una plática, no pocas veces alguna discusión agria por política; pese a que era pequeña, me topé varias veces con Gabriel Careaga, Miguel Ángel Flores, Miguel Flores Ramírez. Menos asiduo, pero no menos cálido, era el grupo que de pronto se formaba en la Librería Universitaria alrededor del inolvidable Raúl Guzmán, o en la Librería del Sótano (no la insípida El Sótano), donde nos juntábamos Rubén Maní, Alejandro Rosales, Arturo Luciano, Patricia Proal, y charlábamos, a veces hasta que cerraban, con Gerardo López Gallo. No pocas veces discutíamos con desconocidos, que también iban en busca de libros, y de discusiones, que se trasladaban a cafés o a cantinas. La actitud de los dueños era importantísima, pues permitían la tertulia, y la mayoría de las veces participaban en ella, olvidando a los clientes ocasionales que pedían algún libro, sobre todo si era best-seller. 

Busco un ejemplar de La mafia, la divertida, iconoclasta, experimental, desacralizadora novela de Luis Guillermo Piazza; fue publicada en 1966, antes de que se dispersaran los grupos intelectuales; debo hablar mucho de este libro, al que le debo tardes, días enteros de relecturas frenéticas, algunos descubrimientos; a veces encuentro claves, quién es el verdadero protagonista de retratos que aparentemente presentan a personajes históricos, quiénes cometieron crímenes literarios y de los otros; quiénes hablan por teléfono, y cuáles cartas son reales y cuáles inventadas.
                Entro a todas las librerías alrededor de Donceles, desde Brasil hasta Allende; muchachos atentos se acercan a preguntar qué buscamos, en esas islas amontonadas, cerros de ejemplares maltratados, con la portada sucia y el canto desigual y el lomo quebrado, en un equilibrio precario; ya no busco ejemplares de mis libros porque fui expulsado de sus plúteos cuando critiqué una publicación que les servía de órgano informativo, aunque no se habían dado cuenta de lo que publicaban; a veces encuentro algún título olvidado de Steinbeck, o de Waugh, o de Durrell; por lo regular, no los pido, los busco, aunque no siempre están en orden, y revuelven mexicanos con extranjeros, y novelas con biografías. Últimamente han contratado a jóvenes que trabajan medio tiempo, y descansan dos días a la semana, nunca en sábado o domingo, dicen las ofertas de empleo que colocan en sus anaqueles. Desconozco las condiciones de trabajo, pero sí que los contratados no son estudiantes de letras, o que los profesores de las carreras de letras son indolentes y descuidados. En todas las librerías pedí, cuando muy atentos se acercaban ofreciendo sus servicios, La mafia, de Luis Guillermo Piazza, e invariablemente iban a la sección de best-sellers, pensando que se trata de una novela de gangsters (bueno, no están muy equivocados), sicilianos que disputan mercados negros. No sólo desconocen la novela, también al autor, y lo peor, la colección Del Volador, emblema de Joaquín Mortiz. Probablemente Piazza se divertiría muchísimo, como yo, aunque luego de la tercera librería comencé a mortificarme.

El jueves 19 falleció Pedro Septién, motejado como El Mago, en honor de los trucos que hacía en sus narraciones. Aunque no perteneció a la primera generación de deportistas periodísticos, ni siquiera en el beisbol, se le considera en los medios como el más aguerrido, el más sabio, con memoria fotográfica.
                Es cierto que tenía buena memoria, como la debe tener todo el que se dedique a la crónica deportiva para saber si está viendo algo histórico, si delante suyo se establece una marca y se rompe un récord, o cuando menos se empata. Tenía una voz agradable, y era considerado el mejor en la materia. Pocos recuerdan por qué le decían El Mago. En las épocas no muy lejanas en que las transmisiones radiofónicas (mucho antes de las televisivas) eran locales, él reproducía juegos completos desde las cabinas de la radiodifusora, hasta donde llegaban los telegramas, enviados desde Tampico, con códigos indescifrables para los no conocedores: 6-3, 8↑, 5→, K, y otros, que quieren decir rola al short stop, elevado al jardín central, línea a tercera base, ponche, y otros menos difíciles, como las bases por bolas, los hits y los extrabses, las carreras empujadas.
                Con esas simples, y complejas, marcas, él recreaba el juego, y hacía que los radioescuchas se emocionaran; después, con las transmisiones a control remoto, impensables antes de mediados de los cincuenta, desde el palco de prensa del Parque Delta o del Parque del Seguro Social, se comía el micrófono relatando las jugadas emocionantísimas; sucedió que llegaron, a finales de los cincuenta o principios de los sesenta, los “su raditos” (como les llama José Agustín en De perfil), los radios de transistores, y los aficionados los llevaron al Parque; se extrañaban de que un elevado fácil a cualquier jardín, el Mago lo describía con gritos emocionados: “se va, se va, se va, atrapadón del Diablo (o de cualquier jardinero)”; las jugadas de trámite él las convertía en hazañas de fildeo, o de velocidad; pero los asistentes al parque veían desconcertados que no era lo que el Mago decía; mucho de su prestigio se perdió en aquellos años. Comenzaron a chotearlo: se va se va se va, la atrapa el short stop.
                Se dice que, en un día en que se perdió la comunicación, Septién reseñó todo un round en una pelea de boxeo, sin mayores consecuencias, y por eso se ganó el mote de Mago, pero los viejos aficionados al beisbol aseguran que fue durante un juego de Serie Mundial entre los Yanquis de Nueva York (su equipo favorito, aunque los cronistas no pueden tener equipos favoritos, y menos hacerlo evidente) y los Dodgers entonces de Brooklyn; supongo que fue en 1955, cuando el huracán Janet (entonces los huracanes tenían sólo nombres femeninos) provocó una inundación en todo el puerto, y se cortaron las comunicaciones que llegaban desde Nueva York, con los telegramas que relataban el juego; según Septién, sus Yanquis habían vencido a los Dodgers; todos los periódicos explicaron que por la falta de comunicaciones no podían dar la información, excepto un diario dirigido por Antonio Andere, que sí  le creyó a Septién; despedido de su chamba, Andere fue a buscar a Septién para reclamarle a golpes su acción. Al menos, es la historia que se escuchaba en las redacciones en los años sesenta.
                Septién, un mago de la narración, fue desplazado por cronistas cuando menos tan hábiles como él, quien nunca tuvo la chispa de Jorge Alarcón, mejor conocido como Sony, pícaro como él solo; en los años ochenta, en pleno auge de la Fernandomanía, el Mago veía desesperado cómo Alarcón y Antonio de Valdés se lo comían en los juegos de Valenzuela, que tuvieron la virtud de hacer que comenzaran a transmitirse más partidos que un resumen semanal, abreviado. De Valdés, hijo de otro excelente cronista, sabía tanto como el Mago y era menos rígido, más natural en la crónica; Septién trató entonces de desprestigiarlos: ustedes no saben nada, el beisbol de antes era mucho mejor, nada podrían hacer estos chamaquitos frente a las grandes figuras del pasado, qué no saben que antes los pitchers ponchaban a más de 500 bateadores por temporada (y De Valdés, por decencia, no lo desmentía: sí, ponchaban a muchos, pero cuando la loma estaba mucho más cerca del home, y las bases por bolas eran con siete lanzamientos malos, y los faules no se contaban como strikes y desde entonces se acabaron los bateadores de .400; Septién se refería a las Ligas Mayores del siglo XIX); se ponía a exagerar, y tuvieron que retirarlo, dejarlo exclusivamente para los juegos de postemporada o de Serie Mundial; sacaba sus enciclopedias en plena trasmisión y, mientras buscaba un dato, se le pasaban jugadas, por lo que perdía el hilo del juego.
                Cuando Pete Rose rompió el récord de más hits, superando el de Ty Cobb, de 4,191, Septién se presentó en el noticiero de Guillermo Ochoa para desmentir la noticia: ningún récord superado, y puedo demostrarlo; su argumento era patético: Rose no había pegado más hits, porque lo había hecho en muchas más veces al bat que Cobb, por lo tanto, no tenía más hits; Septién quería decir que pese a que Rose lo había superado, tenía menor porcentaje de bateo, no menos hits, como afirmaba. Y cuando en las Mayores revisaron los box-scores históricos, advirtieron que a Cobb le habían atribuido un hit más; por lo tanto, su total fue de 4,190, no 4,191; el berrinche que hizo el Mago fue histórico; se le vio enojado, desmintiendo a los compiladores de las Mayores.
                Sus forofos le atribuyen mayor corrección gramatical al narrar los partidos; sólo quiero recordar su explicación de obstrucción: cuando un jugador de cuadro “obstrucciona” a un corredor, en lugar de decir “obstruye”; no era mejor, sólo más rebuscado; era superior a otros periodistas como Tomás Morales, Agustín González Escopeta, pero no mejor que Enrique Yáñez, De Valdés (quien sigue siendo muy bueno, aunque sólo narra la mitad de los partidos, ante los reclamos de los asistentes al parque: no te vayas, no se ha terminado el juego). No fue imparcial, tampoco muy objetivo: no reconocía la calidad de muchos jugadores, y exaltaba a todo el que vistiera la camiseta de los Yanquis. Lo peor: para él, todo pasado fue mejor, y no admitía réplicas. Lo retiraron contra su voluntad, y se dijo que siguieron pagándole salario completo para evitar que se fuera a la competencia, porque era muy respetado. Es un raro caso: le sobrevive una leyenda que pocos conocen; él se derrumbó cuando llegaron los radios de transistores al parque del Seguro Social, y definitivamente con la televisión, a la que no le encontró el ritmo; se defendió repitiendo frases, muletillas; la frase que más le recuerdan sus forofos, “esto no se acaba hasta que se acaba”, no es suya, sino de Yogi Berra, cuando dirigía a los Mets de Nueva York en 1973, y los descartaban para el campeonato de la Liga Nacional, que finalmente conquistaron luego de sobreponerse a una desventaja que consideraban insuperable. Septién no se preocupó de aclarar, luego de pronunciarla, “como dijo Yogi”.
Entraron a la secundaria casi un mes después de iniciado el curso, pero no sólo por eso llamaron la atención: frescas, provocaban con sus movimientos que todos se volvieran a verlas, inclusive los maestros; Sandra y Lola pusieron de cabeza no sólo a los de primero, sino a todos, hasta a los de tercero; estaban en primero A, pero ni a los de su grupo les dirigían la palabra; no se mezclaban con las demás, y sólo admitían la compañía de Azucena y de Estela, pero por lo regular andaban solas. En el refrigerio (el descanso más prolongado), caminaban solas por el patio, y todos les abrían camino; los muy audaces trataban de acercárseles, y sólo recibían una mirada burlona; de esas pulgas no brincan en nuestro petate, dictaminó alguien. Pronto, los que acababan de egresar se enteraron de su existencia, y se aparecían al final de las clases, sin éxito; ambas vivían en la Aragón, y se iban juntas, y no se dignaban contestar a las invitaciones para acompañarlas a sus casas; se supo, quién sabe cómo, que los hermanos de Sandra eran fieros, de la pandilla de la colonia, a quienes temían los de la Estrella, así que la población masculina se conformaba con observarlas de lejos; pizpiretas, miraban a los maestros con intención, pero en cuanto alguno se acercaba a ellas, volvían a mirar con frialdad; o peor, con superioridad. Imposible recordar si eran bonitas, pero lo parecían.
                Las autoridades de la escuela tenían la mala costumbre de pegar los resultados de las pruebas semestrales en el corcho casi a la entrada del plantel; y cuando regresamos de las breves vacaciones de mediados de año, observamos quiénes habían sacado las mejores calificaciones; entre los pocos que habían obtenido algún 10 estaban Cuauhtémoc Valdés, Víctor Tovar, Eduardo Santana, Edmundo Jardón, Maximino Ortega Aguirre; el mío fue en Geografía, con el aliciente de que era la maestra más joven, más atractiva y más estricta.
                Supuse que gracias a ese 10, al segundo día del retorno a clases me interceptaron Sandra y Azucena; me preguntaron nombre, grupo en que estaba, mi edad, me dieron la mano en señal de amistad, y se despidieron, con la promesa de que me buscarían al día siguiente; aturdido, con la mirada asombrada de algunos compañeros detrás mío, fui a buscar a José Alós, mi más cercano amigo en esos días; antes de que le contara, me dijo, con la mirada perdida: se me acaban de acercar Lola y Estela; a mí Sandra y Azucena. Fuimos los más envidiados de toda la escuela a partir de entonces; hasta el maestro Ceniceros, el más alburero y quien se llevaba más pesado con las alumnas, nos vio como preguntándose por qué a nosotros.
                Nuestras pláticas eran tan insulsas que a veces nos conformábamos con pasar junto a ellas y decirles “adióoos”, ante su gesto de picardía, y de burla. Hasta que, cerca de octubre, cuando se iban acercando las pruebas finales, Sandra me interceptó; iba con varias compañeras, más o menos de su estatura; me informaron que iba a haber un the danzante para reunir fondos, el boleto costaba un peso, e iba a celebrarse el siguiente sábado, en la calle de Cruz Azul, en plena Industrial, a partir de las cinco de la tarde. Llevaba el peso porque ese día no habían llegado temprano los voceadores; camino a la escuela compraba El Nacional, que era el periódico que distribuían más temprano; a veces podía conseguir La Afición, o El Heraldo, que eran los que mejor información publicaban de deportes. A veces me conformaba con El Día; cuando me dio Sandra el boleto, me alejé, pero cometí la indiscreción de volverme a verla, y la observé pegando brincos como de celebración. No supe qué hacer. Alós no fue al the danzante, pese a que su familia era muy consentidora; era de los más adinerados de la escuela, pues su padre era dueño de un restaurante en el centro; vivía en una casa con jardín y todo en la Lindavista, y con frecuencia comía en mi casa, y alguna vez yo en la suya; muchas tardes, luego de hacer alguna tarea particularmente difícil, caminábamos hacia General Popo, aunque las hermanas Quiroz ya no le hablaban a nadie.
                En cambio, fue Modesto Nahúm Novia Serna (a quien muchos años después encontré como presidente municipal de Cocotitlán, Estado de México, pueblo que conocí cuando, en quinto año, nos llevaron de excursión, el día que descubrí  la discriminación, cuando las maestras Esther y Rosita, jóvenes y bonitas, se quejaron, sin advertir que las oía, del acoso de mi maestro Benigno Laguna, recién viudo –lloró desconsolado cuando regresó, al día siguiente del sepelio de su esposa—; dijeron de él: “indio xochimilca”); llegamos a las cinco en punto de la tarde, pero nadie había llegado, ni estaba preparado el patio, no habían puesto sillas, ni habían sacado el tocadiscos; nos salimos apresuradamente y comenzamos a caminar por las calles cercanas; se nos ocurrió comprar cigarrillos; ni él, que era de los mayores y más desenvueltos del grupo, ni yo, menos aún, sabíamos fumar; compramos Del Prado, y  a la primera fumada nos mareamos; nos recargamos en un árbol, a que se pasara el efecto.
                Cuando regresamos a la fiesta ya estaban las más achispadas alumnas de tercero: Patricia, Ernestina, Marta, Silvia, Marilú, Isabel; de segundo: Blanca Estela, Blanca (vivía a dos calles de Tenayo), Malena (conocida como La Chiva Loca); no habían llegado Sandra ni Lola, que eran las más esperadas; recargados en la pared, vimos cómo las anfitrionas se encargaban de repartir refrescos, de invitar a los asistentes a que bailaran (por esos días lo más difundido era el twist, aunque aún sonaban los primeros rocanroles de Teen Tops, Las Camisas Negras, Los Crazy Boys, Los Apson); el momento más tenso fue cuando aparecieron Sandra y Lola, quienes sin el uniforme parecían haber perdido el encanto; se veían aniñadas; las de tercero, en cambio, se veían más desenvueltas, alegres y mayores; además, iban los hermanos de Sandra, con el gesto de que nadie se les acercara, excepto Ricardo Blackmore, de segundo, al que daban permiso de pretender a Sandra.

                Ni modo de acercárseles; en cambio, Patricia, Ernestina y Marta se me acercaron: tú eres el que anda siempre con la brujita, ¿verdad?, la de primero; es una loca, no le hagas caso, te va a llevar a la perdición; muertas de la risa, me cercaron. No bailes con ella, no te conviene, sólo te busca por tus calificaciones, mejor vente a bailar con nosotras. Nadie fue más popular que yo ese mes, el último escolar.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Feminización del lenguaje; más de la Industrial; Cristina Pacheco

La Real Academia (de la Lengua) Española se braga y dice que dejará de ser sexista, que en la próxima edición de su diccionario dará más espacio a la feminización de las profesiones antes sólo adjudicadas a los hombres; es decir, que a las mujeres que se dediquen a impartir justicia en vez de “la juez” podrá decírsele “la jueza”; claro que tendrá, para este caso, modificar la acepción actual, porque jueza es “esposa del juez”, además de que ya existía desde la edición de 2001, desde entonces anacrónica.
                Pero se meterá en problemas en otros casos: por ejemplo, las que se dediquen a la albañilería podrán ser mencionadas como las “albañilas”, que era como le decía Jorge Ibargüengoita a las obreras de la construcción en la Unión Soviética; resulta que ya existe “albañila”, pero bajo la acepción de “abeja”, lo que puede prestarse a chistes suicidas. En general, habría que pedirle a los académicos que revisen bien su trabajo, porque en muchos casos, la mayoría, desde la edición actual (es un decir) con ponerle la “a” al oficio ya lo considera adjetivo o sustantivo femenino, pero desperdician espacio, porque, por ejemplo, existe la entrada “carpintera”, que remite: “véase carpintero”, pero resulta que en la entrada a la que remite dice “carpintero / ra”.
                Podría pensarse que, como dice Lucy Van Pelt cuando renuncia a un beso de Schroeder por conectar un cuadrangular, que se trata de otro triunfo del movimiento feminista; más bien habría que verlo como una debilidad de la RAE que hace creer a las mujeres que les da la razón, sin remitirlas al diccionario para que vean que no estaban tan discriminadas, y una concesión que, en todo caso, volverá caducas y anticuadas algunas obras literarias, y muchos filmes, y obsoletos demasiados discursos políticos.
                Falta ver si las mujeres admiten como triunfo esta medida, porque a la fecha se niegan a aceptar las palabras que designan la feminización de muchos oficios: no he visto que en los diarios designen a las mujeres que conducen un auto como “choferesas”, que es el término que le da el DRAE a las mujeres que, “por oficio”, conducen un automóvil, sin darse cuenta que en la acepción de “chofer” (o “chófer”) no se dice del hombre que conduce un automóvil, sino la “persona” que lo hace. Hasta donde sé, las mujeres no aceptan una palabra tan fea como choferesa, ¿pero ahora aceptarán que se les diga “chofera”? Tampoco aceptan que el término con el que se designa a la mujer que escribe poesía sea el de poetisa, y prefieren la masculinización de su oficio, que la RAE, en su afán de quedar bien, lo hace convivir con el de poeta, que ahora ya no se le adjudica al hombre, sino a la persona que la escribe (bien o mal; claro, habría que ser justos y adjudicarlo, en todo caso, al que escribe buena poesía), y se olvidan de la etimología de persona, que es “máscara de actor”, “personaje te-atral” (la RAE debería de cuidar sus ediciones y evitar esos errores, típicos de la tipografía de computadora), y sobre todo, que la segunda acepción del término es “hombre o mujer cuyo nombre se ignora o se oculta”. Con esa lógica, habría que hablar no de la alcalde o la alcaldesa, sino de la alcalda.
                Las feministas no aceptan tan fácilmente que con una simple feminización se acabe la injusticia laboral, social, judicial, política, económica; no pueden, no deben conformarse con un aparente triunfo que no oculta la verdadera discriminación, que está en el significado de algunos términos, como los casos sabidos de zorro y zorra, hombre público y mujer pública, puto y puta, y que no borrarán los académicos con una simple “o /a”; en todo caso, ¿quién será el académico que se ponga a actualizar las obras que desde hace más siete siglos han usado esos términos en miles de poemas, relatos, novelas?
                Y en todo caso, habría que exigirle a la RAE que masculinice algunos términos; ya lo hizo con “modisto”, gracias sobre todo a la cinta de René Cardona con Mauricio Garcés, Modisto de señoras; pero faltan los dentistos, los futbolistos, los beisbolistos, los novelistos, los ensayistos y, en todo caso, los poetos, porque todos estarán de acuerdo que no es lo mismo la poesía masculina que la femenina, y no hablo en términos de calidad (¿cuántos buenos poetos no quisieran tener la calidad de Kyra Galván o Malva Flores?), sino de delicadeza, pensamiento, actitud. En vez de eso, la Academia, cuando menos la mexicana, podría llamar la atención de los publicistas: se cuidan de lo políticamente correcto y menosprecian la verdad científica y el buen uso del idioma; dice la publicidad que ingerir azúcar provoca diabetes (los diabéticos no pueden consumirla, pero eso es otra cosa), que antes que refrescos debemos tomar vasos con agua; tienen la misma cultura que los meseros, que cuando uno pide un vaso de agua dicen según ellos sarcásticos: será de cristal; mejor ni regañarlos, capaz que la llevan con un escupitajo. Más digno es cancelar la orden.

Y hablando del asunto, Margarita García Flores nos contó a Manuel Gutiérrez Oropeza y a mí que, en una reunión de feministas, allá por los años setenta cuando las mexicanas quisieron secundar a las estadounidenses y formaron grupos radicales con nombres tan exóticos como “tetas al aire”, varias manifestaron su decisión de no seguir permitiendo discriminación, injusticias, iniquidades, malos tratos hacia las mujeres; estaban de acuerdo en todo, hasta en el tono; de pronto, la anfitriona, hoy una de las más famosas y reconocidas feministas, aprovechando un silencio repentino, hizo sonar una campanita para llamar a la sirvienta y le preguntó a sus invitadas: ¿más galletitas, muchachas?

En la colonia Industrial las calles tienen nombres de industrias, fábricas, marcas comerciales, así como la Irrigación, de presas nacionales; son colonias congruentes, no como Polanco y Anzures, que combinan escritores (Cervantes, Shakespeare, Ibsen) con científicos (Kepler, Herschel, Leibniz), filósofos (Platón, Plinio –no dicen si el Viejo o el Joven--, Hegel, Kant) y políticos (Thiers) sin ninguna lógica, lógica que tampoco se aplica en la Cuauhtémoc, que tiene calles con  nombres de ríos, y la imita la Anáhuac con ríos, lagos y lagunas (algunos inventados, como Gascasónica); la Roma y la Condesa tampoco son congruentes: sus calles recuerdan los nombres de ciudades de la provincia mexicana.
                Las calles de la Industrial (aunque por allí se cuelan Robles Domínguez, Roberto Gayol y Basilisio Romo Anguiano) muestran la edad de esas industrias: La Polar (¿se referirá a la grasa para zapatos? No por las birrias, desde luego), La Carolina (telas), Necaxa (¿por la compañía de luz?; no por el equipo de futbol, que sí tomó su nombre de esa compañía) Cruz Azul (por la cementera; el equipo nació muchos años después), La Corona (¿por los chocolates o el jabón?), El Tepeyac (el jabón), General Popo (las llantas) Euzkadi, Éuzkaro, Tolteca (Cemento) Buen Tono, Larín (también chocolates), La Sirena, Victoria, La Imperial, Fundidora de Monterrey, El Fénix, La Primavera, La Huasteca, Río Blanco, Ánfora, Fortaleza.
                En las vacaciones de 1960-1961, en toda la colonia Industrial más las primeras calles de la Tepeyac Insurgentes sucedieron dos cosas sorpresivas: que podían los preadolescentes peinarse para atrás, y esos mismos descubrieron a las hermanas Quiroz, rubias costarricenses que enloquecieron a los de su edad; vivían en General Popo, en la misma que Sara y Marialex; en esa calle comenzaron a celebrarse thes danzantes. General Popo se convirtió en el destino de quienes vivían en Fortaleza, Corona, Cruz Azul; tanto las Quiroz como Sara y Marialex se divirtieron provocando grietas y rupturas en el antes unido grupo de muchachos que compartían la sabiduría futbolera y la habilidad para practicar ese deporte; las costarricenses llamaron “maripepos” a los muchachos que se paraban en la esquina de Fortuna y General Popo, enfrente del edificio donde vivían; de pronto aparecía la madre, que los corría a gritos; ellos esperaban a que saliera alguna de las cuatro (Rosa, Olga, Guadalupe –rubia y se llamaba Guadalupe, “absurdo y antipatriótico”, según los Tres García– y la menor, de la que no recuerdo su nombre), por el pan, pero casi nunca salían solas.
                Las descubrieron Humberto Huerta, José Luis Desachy y Carlos Silva en una de sus excursiones en bicicleta, actividad que antes tampoco practicaban; pero un día decidieron descubrir el mundo más cercano y se toparon con las Quiroz; en la esquina de La Victoria con Huasteca encontraron una peluquería que, por una cuota extra, les hizo un corte de pelo que simulaba que se peinaban para atrás; al regresar de las vacaciones e ingresar a sexto año los vimos (también a Jorge López Sánchez, Soto, y otros) con los cabellos parados. Los imitamos, y por un buen lapso dejamos de pedir casquete corto.
                Fui de los últimos en todos esos aspectos; ya llevaban dos meses tratando a las Quiroz y a las Ferrer cuando las conocí; dos meses tratando de domesticar el cabello, y dos meses manejando bicicleta a más de diez calles de sus casas, teniendo que cruzar Misterios, Huasteca, Buen Tono y Fundidora, calles de mucho tránsito. Tuve la ventaja de que mi hermana Ana tuvo como compañera de grupo a Guadalupe Quiroz, y ella me informó del calificativo de “maripepos”, palabra que no encuentro en ningún diccionario, ni el DRAE, ni los de mexicanismos, ni el Panhispánico, ni en el de adjetivos ni en los de dudas; sospecho sin embargo que era ofensivo e insinuante de mariconería.
                En mucho menos tiempo domestiqué el cabello y desde entonces pude peinarme para atrás (bastaron litros de vaselina, y dormir con una media durante un par de semanas); me hice muy amigo de las Ferrar y sufrí la arrogancia de las Quiroz con más fortuna que mis amigos; vivo desde entonces con el infortunio de no haber aprendido a manejar bicicleta.

La colonia era tranquila para pasear; Insurgentes, uno de los límites fronterizos, como era carretera, tenía grandes terrenos a los lados, espacio donde se podía jugar futbol o futbol americano; el parque María Luisa era menos propicio para los remedos de deportes, servía para correr, lo mismo que el pequeño jardín entre Huasteca y Misterios y Eúzkaro; más se jugaba en el Parque Deportivo 18 de Marzo, con un diamante de beisbol bastante grande porque carecía de bardas, unas tribunas pequeñas, y unos dugouts inservibles por el olor a orines y absoluta falta de higiene; pegadito, un campo de tiro al blanco de arquería, que ya para entonces no tenía blancos, y estaba rodeado de árboles, por lo que servía para los primeros escarceos eróticos de los que se iban de pinta; una cancha de futbol con medidas reglamentarias, y que un tiempo sirvió de sede para los entrenamientos del Atlante, cuando era pobre pobre; una piscina olímpica donde, dicen, iba a entrenar Joaquín Capilla; dos pequeñas canchas de basquetbol, un gimnasio siempre cerrado, y un espacio con columpios y resbaladillas; alrededor de todo, pistas olímpicas que no servían porque en esa época no existía la moda de trotar para bajar de peso. Ya he contado varias veces que sirvió de escenario, por la cercanía de los estudios Tepeyac, para el juego de beisbol en la que don Gregorio pega un jonrón larguísimo en Hay lugar para… dos; en la cinta, la bola llega hasta el frontón, hasta el otro extremo del parque.
                Desde luego, cada año una de las atracciones era la carrera Panamericana, por todo Insurgentes; fuera de las fronteras de la Industrial había una abandonada estación de ferrocarriles; había estado en actividad durante la Revolución, y se dice que fue escenario de algunas escaramuzas de las que no encuentro registros en los libros sobre la Revolución, aunque fue probablemente donde López Velarde no se subió al tren en que dejaban la ciudad los carrancistas, rumbo a Tlaxcalaltongo; uno de los motivos: se despedía de María, que según el poema del mismo López Velarde y las reconstrucciones sobre todo de Gabriel Zaid, vivía cerca de la estación.
                Como en las escaramuzas hubo víctimas, seguramente, el rumbo se llenó de historias de aparecidos, de muertos sin sepultura que se aparecían en ese desolado lugar, que evitábamos de día y del que huíamos de noche, no obstante la cercanía de la papelería El Globo y de la Farmacia Briseño (debía decirle botica, porque todavía preparaban, en una hora, el jarabe de eucalipto que no curaba la tos, pero disminuía el dolor de garganta). Las dos historias más conocidas eran la del jinete sin cabeza y la del caballo sin jinete; al Bofré (beau-frère: cuñado, porque a todos le decía así) se le apareció un perro del tamaño de un caballo; era dado a las exageraciones, pero cuando llegó a la casa de Arturo Magallón a contarlo, todavía sudaba frío y traía el cabello, literalmente, de punta; también tenía los pelos parados el gato de la casa de Mario y Arturo Magallón, que salió corriendo de la recámara, huyendo sin regresar nunca, a causa de un monje que salió de un ropero, según el testimonio de Barradas, quien también estaba pálido y con el cabello de puntas. Se dice que en la Basílica, a medianoche en punto, se escuchaba un lamento angustioso; algunos explicaban que era la acumulación de rezos durante todo el día, y que escapaban de la cúpula cuando ya estaba todo en silencio.
                Por la cercanía de la Basílica se escuchaban con claridad las campanas que daban la hora; muchos de mis compañeros sabían reconocer si era el cuarto o la hora exacta, y qué hora; para mí era tan inidentificable como las marcas de autos que Jaime García Sánchez, Humberto Huerta, Jorge Sánchez López, Carlos Silva y otros podían reconocer desde lejos; los más populares de mis compañeros lo fueron sólo un año, porque Mario Cerón Buendía (Mario sacó un cero un día, mi primer juego de palabras) reprobó primero, y Renato Vaca, mi compañero en cuarto, seguía en quinto cuando yo ya estaba en secundaria.
                Viví en Tenayo desde 1955 hasta 1973; estaba a media cuadra de Fortuna, calle fronteriza entre la Tepeyac Insurgentes y la Industrial; en Fortuna, entre Tenayo y Atepoxco, ocupaban un cuarto de manzana los baños Guadalquivir, cuyos vigilantes eran los hermanos Reyes, no el conjunto musical sino Eduardo y Arturo y su hermana Araceli; su padre era el cuidador, y quien entregaba las toallas y las llaves de los casilleros en vapor general. Araceli ponía a flotar a toda la población masculina de mi edad, más o menos; asombró a todo el barrio cuando se casó con Temo, el más feroz de los pandilleros del rumbo: ¿cómo, ella tan bonita?, decían las señoras; pegada a los baños estaba la peluquería también Guadalquivir donde me trasquilaron toda mi infancia, hasta que descubrí otra en Ricarte donde me dejaban el corte regular al que los de la Guadalquivir se negaban, amigos de mi padre, ni a dejarme el cabello largo; en la esquina había una papelería; cruzando la calle, la secundaria 24, de puras mujeres; enfrente, esquina de Fortuna y Misterios, una papelería que atendían unas muchachas coquetas y risueñas; enfrente de los baños, la carnicería de don Manuel, forofo del Toluca y hermano del Cuate Arellano, suplente del Fumanchú Reynoso, el mejor medio del Necaxa (en Fortuna y Hernández, en la glorietita, vivían Araceli y Gloria Arellano, sobrinas de Jaime Arellano, el otro medio del Necaxa y al que le decían también el Cuate porque era amigo del  otro cuate); en Hernández y Atepoxco vivían los hermanos Gama, tackles de Pumas de la UNAM y grillos políticos; se dice que a media cuadra vivía Felipe de la Garma,  pero no pude comprobarlo.
                En las esquinas sur de Fortuna y Tenayo había dos tiendas: la de Don Antonio (La Guadalupana), pequeña y bien surtida, y otra, que llegó después, donde le regalaban una cerveza al que podía tomarla de un solo trago, como lo hacía El Ciego Melenas, que fue durante unas semanas miembro de las fuerzas infantiles del América; a media cuadra había una verdulería, una bolería, una paletería donde una vez al año comprábamos nieve; en Fortuna y Unión, una gran ferretería, atendida por Pepe Infante, quien vivía arriba; su esposa, la señora Yolanda, era amiga de las señoras de la colonia; su cuñado famoso andaba en su moto asediando a las señoras jóvenes y diciéndole cuñado a sus hijos pequeños. En la frontera norte había un garaje gigantesco, y pegado, y hasta Zacatenco, el cine Tepeyac, propiedad de mi tío Ramón, según los decires. Todos los días, de lunes a viernes, iba a ver los cartelones de las funciones de los siguientes días, como el niño de los sueños de Truffaut en La noche americana. En Ticomán, que no llegaba a Fortuna porque la cortaba la parte trasera del cine, vivía la hermana de Pepe Ruiz Vélez, uno de los conductores de Estrellas Infantiles Tofico; los chiclosos Tofico fueron responsables de las caries que sufrieron cuando menos tres generaciones de escritores mexicanos; su sobrina Verónica fue mi amiga durante muchos años, y mi cómplice de travesuras en la secundaria; me llevaba muy bien con sus hermanos, y nuestras madres se  juntaban con frecuencia para platicar; Fito, uno de los hermanos mayores, fue quien me protegió cuando quisieron raparme, como novatada, cuando ingresé a la secundaria 12; como insistían, Agustín Granados, quien ya estaba en la prepa 1, y sus amigos Mario Mazú, Luis Vega y Jorge Orta, amenazaron con agredir a quien se atreviera a tocarme un pelo.

Al hablar de algunas de mis amistades he sido injusto; debí de haber hablado antes de mis larguísimas charlas con Cristina Pacheco, su cpumulo de anécdotas, de impresiones; con la reciente muerte de Doris Lessing vinieron aquel intercambio de libros, sus orientaciones y su amabilidad al pedirme juicios; nos veíamos en las redacciones de periódicos, a veces de prisa, a veces con la suficiente calma como platicar durante muchos minutos, y siempre quedamos con las ganas de continuar una tertulia a veces inconclusa, siempre pendiente… Pero como con José Emilio, siempre temo quitarle el tiempo, a ella que hace tantas cosas y con una perfección envidiable en el periodismo mexicano, sin las veleidades de otros reporteros, y con la señalización de injusticias e iniquidades; cuando hablo con ella me quedo con la sensación de que soy más optimista de lo debido, y que me pierdo de aspectos en los que se demuestra que no estamos tan bien como a veces creo. Y por elogiar su periodismo nos quedamos sin disfrutar de su prosa no por exacta menos rica.
                Es gran amiga de mi hijo Diego, quien editó algunos de sus libros; su amistad no ha dependido mi amistad con José Emilio; hemos compartido tareas, y he sido beneficiario de sus muchos oficios, de los que no todos están enterados; por ejemplo, la primera colección de libros publicada por Contenido, a su cargo; de lo que hizo en Labor, donde, entre otras cosas, publicó la mejor edición en español de Frankenstein, mejor incluso que la muy buena de Alianza Editorial; con ella tuvo una de sus mejores épocas la Revista de la Universidad de México,  en la que tuvo la gentileza de invitarme, sin rechazar mis notas, excepto una, y en la que me salvó de alguna impertinencia. También olvidamos que con ella, el legendario sábado tuvo su mejor época, aunque no la más polémica.
                Alguna vez reseñé uno de sus libros, Sopita de fideo, y tuvo la amabilidad de agradecerla con unas palabras que no he olvidado, casi textuales: “es que te tenemos miedo, Lalito, te tenemos miedo”; si no señalé errores fue porque no los hallé; de ella, entre otras pocas personas, aprendí que la amistad se demuestra no con elogios sino con observaciones justas. Para Contenido preparamos la condensación de uno de sus libros de entrevistas; al seleccionar las fotografías tuvimos varias sesiones llenas de anécdotas y carcajadas, lo que no quiere decir que no sea extremadamente seria en su trabajo. Me tardé mucho en regresarle las fotografías, no por desidia, sino por recordar la explicación que me dio de cada una.
                Es y ha sido una gran amistad la suya, y sólo lamento el poco tiempo que hemos tenido; nuestra charla, a lo largo de casi 40 años, no tiene fin, aunque haya tenido muchas interrupciones. Bueno, también lamento no haber tenido la oportunidad de publicar alguno de sus libros.


En uno de los programas televisivos, CSI Miami, el principal protagonista, quien siempre anda con la cabeza ladeada, resuelve, a lo largo de dos episodios, una lucha contra la burocracia diplomática; para atrapar al malo y que reciba su merecido, no se detiene en hacerle ver al padre del malo que su mujer le fue infiel; así, cuando meten al malo a la patrulla, el héroe de la serie le hace gestos con la mano, como diciendo lero lero; en el futbol americano, el árbitro principal le tiraría el pañuelo amarillo (to flag a mistake: señalar un error) para marcar conducta antideportiva y lo castigaría con 15 yardas. Pero en la vida real tampoco lo hacen: el head coach de Pittsburgh se metió a la cancha para interrumpir un regreso de patada; la interrumpió y evitó una anotación; la multa fue de cien mil dólares, aunque debieron de haberlo expulsado (tampoco expulsaron de por vida a Javier Aguirre, cuando tacleó, como entrenador, a un jugador del equipo rival, con lo que manchó de manera irremediable su antes limpia trayectoria).

domingo, 24 de noviembre de 2013

Memorias de la Industrial; narradores, jefes y amigos

Me informa mi querido amigo Marco Antonio Pulido que por estos días se cumplen 87 años de haber sido fundada la colonia Industrial. Parecen muchos y parecen pocos; pocos, porque la ciudad de México, que está a punto de cambiar de nombre al estilo gringo, tiene más de 500 años si se toma en cuenta la conformación estilo europea, y poco más de 700, si consideramos  la habitada por los mexicas, conocidos artificialmente como aztecas por la escasa capacidad de los conquistadores y colonizadores hispanos para los idiomas nativos de América (la suma de arbitrariedades es enorme y divertida: “malitzin” lo cambiaron por “Malinche”, y de calificativo para Cortés lo cambiaron a sustantivo para la hembra [guía de turistas, le dijo Novo]; mucho tiempo le dijeron Guatimozin a Cuauhtémoc, y su significado de “Águila que Ataca” lo entendieron como “águila que cae”, y muchos más que los deshonran y a la vez los califican). Durante muchos años la ciudad de México llegaba más o menos de la actual calle Regina (y eso por la cercanía del Convento de las madres Jerónimas) a Peralvillo (y eso por la cercanía de Tlatelolco, rival comercial y socio guerrero a la fuerza de Tenochtitlan), y de actual la Merced a más o menos la Alameda). Se tardó mucho en crecer, y la colonia Industrial albergó desde el principio a gente de un nivel socioeconómico un poco mayor al de colonias vecinas, como la Vallejo y la Peralvillo, al norte, pero de menor poder adquisitivo de los que fundaron las también vecinas Estrella y, sobre todo, Lindavista.
            Así como se le denomina Polanco a una serie de colonias vecinas, como Chapltepec Morales, Chapultepec Polanco, Los Morales, Palmitas, Polanco Reforma, Bosques de Chapultepec, Los Morales sección Palmas, Los Morales sección Alameda, así en la zona del Norte le decíamos Industrial a colonias con otra denominación: Tepeyac Insurgentes, Guadalupe Insurgentes, aunque las vecinas Estrella, Guadalupe Tepeyac y Aragón están separadas tan sólo por la Calzada de Guadalupe; pero como la Roma y la Doctores en Las batallas en el desierto, esa frontera significa mucho en términos sociológicos: en la Aragón vivían dos compañeros de la secundaria, Castro y Tena (omito sus nombres, aunque los recuerdo) que vivían en vecindades como en la que vive, según la describe Pacheco, sucia, con un solo excusado comunitario y al que entraba cada quien con su papel higiénico; en esas familias, los padres eran amables y generosos, y uno no entendía cómo iban a la escuela tan aseados, si carecían de baño; la madre de uno de ellos me contó, mientras su hijo se preparaba para un trabajo que debíamos hacer, que no obstante su pobreza eran decentes, y que ya le había advertido que el día que llevara una muchacha a esa casa, era porque la iba a hacer su esposa, aunque apenas éramos quinceañeros.
            No tan vecinas, pero cercanas, estaban otras colonias famosas por su violencia: Martín Carrera, que daba su nombre a otras igualmente temibles pero de nombre menos famoso, como la Villada, Estanzuela, 15 de Agosto, La Dinamita, Triunfo de la República.
            No tan lejos quedan la un poco menos esplendorosa Tres Estrellas, continuación de la Estrella, y un poco más pobre, Inguarán, y las más famosas Gabriel Hernández, la Gertrudis Sánchez y la Bondojito.
            Tuve amigas que vivían en los extremos: Patricia Valero en la Lindavista (aunque ahora me entero que no, que esa sección se llama Churubusco Tepeyac), y Alicia Solís, casi al final de la Tres Estrellas (un par de años después conocí a Mónica, que vivía en Inguarán, separada de las Tres Estrellas por una sola calle, Inguarán, que es continuación de Congreso de la Unión).
            Mi familia materna fue fundadora de la Industrial; llegaron en 1930 a la calle de Escuela Industrial, llamada así en honor de las escuelas creadas por Vasconcelos para que las mujeres aprendieran actividades y materias más allá de coser, cocer, tejer, tocar el piano (las ricas) y ruborizarse ante los embates masculinos (lo que Nahúm llama "el papel histórico de las mujeres"), es decir, mecanografía, contabilidad elemental, modista.
Nací en Vallejo, pero en una debacle financiera debimos trasladarnos  unos meses, tal vez dos o tres años, no recuerdo cuántos, en la casa de mis abuelos maternos, Escuela Industrial 27, una parte encerrada entre la calle de Éuzkaro, que acaban de convertir en eje vial, y la Fundación Mier y Pesado, que era internado y que abarca una manzanota desde Río Blanco hasta Necaxa; en esa calle vivía una sirvienta, Candelaria, empleada del doctor Aparicio, y que fue culpable de que no me guste la avena ni los huevos estrellados; enfrente vivía la señora Perrusquía, que tenía un puesto en el mercado en el que vendía calzado, y en abonos, ropa interior masculina; a uno de sus hijos un día le dio un patatús por comer demasiado; salió de su casa, dio dos pasos y se desmayó: mi entretenimiento a esa edad consistía en sentarme a las puertas de la casa en espera de que pasara no el ataúd de mis enemigos, sino una julia en que los llevaran presos; cuando vi la caída, entré corriendo a la casa (era un largo pasillo, y a la izquierda, las habitaciones; hasta el fondo, el comedor y la cocina) y grité a mi madre y a Mamá Consuelo: "El Gordo alzó las dos patas y se cayó"; tenía tres años y lo recuerdo como si fuera anteayer. Una muchacha, La Piri (por Pirinola), tenía enloquecidos a los que tenían ocho años más que yo, o sea a los amigos de mis tíos Pepe y Enrique (éste, fallecido hace unos meses); era muy bonita, parecía frágil pero era una gacela: andaba de pantalones, corría con más velocidad a pie y en patines, y jugaba a arrebatar el pañuelo de una bolsa trasera; nadie le ganaba. No se casó con nadie de la cuadra, y las esposas de mis vecinos, y una de mis tías, le siguen teniendo celos; en las piñatas, a las que temía, aprendí el significado de la palabra poste, y me imaginaba que cuando alguien incumplía una promesa lo colgaban de uno. En la esquina con Río Blanco había un expendio de pan, donde me guardaban diario una campechana, pero mi tía Bela tenía una panadería en La Lagunilla, y todas las noches nos llevaba una a mi hermana Ana y a mí; la Calzada de los Misterios era sólo la mitad de una calzada; la otra mitad la ocupaba la vía del Tren que iba de Buenavista a Veracruz; el tren de la tarde, cuando pasaba cerca, iba frenando, y del cabúz alguien tiraba unas cajas; suponían mis tíos (lo supe hace poco) que era contrabando. Un día el tren aventó a un ciclista impudente y cayó hasta la entrada de otra panadería, La Única (en la Estrella había otra grande, La Flor); quedó rengo, y cada vez que lo veíamos lo señalábamos como “ahi va el del tren”; en la esquina con Éuzkaro y Misterios había una casa que, fuera, construyeron un depósito para que los perros callejeros fueran a beber agua; a unos pasos, una casa tenía un pequeño jardín; lo que causaba nuestra envidia es que tenía un columpio y una resbaladilla; allí vivían mi amigo Rolando y su primo Manuel, a los que no he visto desde finales de 1955; había otra calle muy pequeña, entre Éuzkaro y Fortuna: Fortaleza, donde vivía Humberto Huerta, quien me inició en los secretos del futbol, e intentó que aprendiera a jugar; cuando estábamos en sexto se mudó a esa calle Jesús Desachy, hermano de José Luis, que muy pocos años después fue estrella del Atlante (un fino mediocampista), luego del San Luis Potosí y después del Veracruz. La calle iba de Misterios a Guadalupe. En Escuela Industrial vivía la familia de Tato y de Roy; éste, audaz como él solo, pero lo vencí cuando estuvimos en la secundaria 12; también vivía la familia Ibarrola; el menor de los hombres fue mi jefe de redacción en El Financiero, pero mis tíos no los recuerdan, ni mi madre; suponen que porque eran de los pobres de la calle; frente a la casa vivía Chela, que toda la vida estuvo enamorada de mi tío Ignacio, quien jugó baraja en su casa todos los días, desde entonces hasta poco antes de morir, hace unos pocos años. El padre de Chela era militar, compañero de Cárdenas, y sólo por esa amistad se salvó de ir a la cárcel, acusado de apropiarse lana durante la construcción de la colonia Lindavista (eso decían las consejas, que oí muchos años más tarde). El deporte favorito era el tochito, nadie jugaba soccer, y todos tenían novias en la colonia, que llegaba hasta Insurgentes, o cuando mucho en la Estrella, colonia vecina. Mi tío Pepe se ganó sus primeros centavos arrastrando el carro donde una señora que llevaba pancita al mercado Ramón Corona, que en los años sesenta fue remodelado; por esa época iba todos los domingos a comprar tamales encuerados  y gorditas de frijoles; pero cuando remodelaron el mercado, la señora que los hacía dejó de ir; en cambio, su lugar lo ocupó, clandestinamente, la señora Lupita, que hacía unos sopes deliciosos, pero no la querían porque no tenía un puesto fijo; fui su primer cliente; su hija menor era de brazos, pero todavía se acuerda que yo era cliente fijo; cuando reinauguraron el mercado le dieron un buen puesto, junto al de don Carlos, que vendía unas carnitas michocanas deliciosas; cuando murió, la hija mayor de doña Lupita compró el puesto y ahora hace quesadillas; cada dos meses, más o menos, vamos los domingos y desayunamos sopes, Lourdes a veces un pambazo, y traemos para comer, aunque recalentados se deshidratan un poco. La hija menor me dijo hace poco que doña Lupita falleció hace un par de años, pero que ella y su hermana, cuando se acuerdan de ella, me mandan bendiciones porque fui ese primer cliente que les dio suerte y no he dejado de serlo.
Mi tío Ignacio era maestro, y porque daba clases en la escuela primaria M-521 (era tan pobre que ni nombre tenía; hasta que estaba en tercero, y falleció el director, se le puso su nombre: Teodoro Montiel López), pasé allí luego de estar en el kínder con las maestras Olga (“mira a Lalo con las botas al revés”, se burlaba, sin saber que sufro de pie plano y baro) y Angelina, en el 18 de Marzo, que está en un fragmento pequeño del Parque Deportivo18 de Marzo, donde jugué futbol, beisbol, frontón, y enfrente de una fotografía que en sus escaparates lucía una fotografía de Sonia, de la que estuvo enamorado muchos años mi amigo Carlos (omito sus apellidos), cuya ambición consistía en que le prestaran un auto, que alguien lo condujera, y una noche él robarse esa fotografía.
            Entré a la M-521; quiso la mala suerte que ya supiera leer, y que mi tío, que daba clases a los de quinto año, me mandara llamar, y en la puerta del salón, me pedía que leyera lo que estaba en el pizarrón; los alumnos, humillados, se vengaron al año siguiente porque mi tío se cambió de escuela y de turno pues en las mañanas ingresaría a la Facultad de Derecho; mientras nos asignaban nuevo maestro, los de sexto nos cuidaban y me hicieron la vida miserable, tanto que durante una semana me negué a asistir a clases, hasta que nombraron a la maestra Clemencia, no tan buena gente como la maestra Juanita, de primero, sin ninguna clemencia, pero excelente maestra; nos dio clases también en tercero; usábamos casquete corto, porque nos castigaba tirándonos de las patillas, un tirón por error cometido. Conservo fotografías de ambas maestras. Por hoy, hasta aquí de los recuerdos desatados por Marco Antonio Pulido, quien conoció esa entonces muy hermosa colonia Industrial cuando se iba de pinta cuando estaba en secundaria, a bordo de una de las líneas de camiones que conectaban la zona, con el centro: La Villa-Clasa; Fundidora de Monterrey-San Bartolo (que entonces eran llanos), Estrella-La Villa, Tres Estrellas-Casas Alemán, Pradera; La Villa-SCOP (que llegaba hasta Ciudad Universitaria) y Tacuba-La Villa, o Tacuba-Tacubaya, que como se formaba al final de los camiones que salían atrás de la Basílica, le decían El Postergado (también era posible llegar en tranvía La Villa-Huipulco, La Villa-Tlalpan; La Villa-Zócalo, Tacubaya-La Villa; o el Trolebús que iba por Insurgentes, pero Insurgentes era entonces carretera peligrosa. Me falta el período 1965-1973.

En el segundo volumen de Los narradores ante el público están, entre los primeros, Rubén Marín, al que no conocí, José Revueltas, al que traté poco y a quien vi por última vez el día del pinochetazo, Edmundo Valadés y Armando Ayala Anguiano; los dos últimos fueron mis jefes.

A Valadés me lo presentó Héctor Dávalos, porque comenzaría una de las páginas pioneras del periodismo cultural, antes limitado a los periódicos oficiales, y a los suplementos culturales. Don Edmundo, quien dirigía la página editorial de Novedades, publicaba los martes media página, primero, y luego una completa, con cables que guardaba durante la semana, uno que otro chisme, una columna breve pero muy picante, y con reseñas mías, de media cuartilla, y algún rumor del que me enteraba; me pagaba de su cartera una cantidad pequeña pero importante para mí, en una época floja porque el suplemento que dirigió Alejandro Henestrosa fue rechazado por los dueños de Ovaciones, supongo que por lo desmadrosos que éramos él, Roberto Fernández Iglesias, Sotero Garciarreyes, Ricardo Zarak y yo; de vez en cuando Armando Ramírez, el hijo del Negro Ramírez, una de las glorias del boxeo tepiteño. La seria era Lourdes.
            Con Valadés el trabajo fue muy serio, me daba libros que no me permitía regresarle a menos que llevaran dedicatoria, y platicábamos hasta que tenía que ponerse a redactar el editorial del día; en su conferencia dice una frase que pesa demasiado en ni ánimo: “Le fui infiel a la literatura. Lo he pagado caro”. Escribió poco, publicó menos; el primero de sus libros es uno de los clásicos de la narrativa mexicana, pero uno de sus cuentos posteriores, “Rock”, es magistral, aunque Víctor Roura lo atacó sin piedad, y sin razón. No tengo ninguna de sus ediciones privadas, sólo sus libros comerciales; esa parquedad sirvió para que le hiciera un chiste soso, ni siquiera soez; sus pláticas fueron inolvidables, inteligentes, y nunca me hizo sentir que le quitaba el tiempo. Fue generoso no sólo en el trabajo, pues me aplicó adjetivos de los que me enorgullezco, y divulgó la opinión de Emilio Uranga, para quien él, yo era uno de los mejores (“el mejor”, me dijo en persona, cuando don  Edmundo nos presentó) críticos de libros, y lo puso en letras de imprenta.
            Cuando Valadés se jubiló, supongo, de Novedades, se cambió a Excélsior, ya no de Scherer, y extendió la página semanal a la página diaria, ya exento de otras tareas; aunque me invitó a colaborar, lo hice sólo en dos ocasiones, pero publicó una reseña de mi segunda novela, Tú, por ejemplo, dos veces, porque en la primera, aunque el reseñista me decía heredero de Proust y Dostoievsky, puso majaderías que nada tenían que ver con el libro; supongo que la incluyeron algunos malquerientes en un día de descanso, porque en menos de una semana la repitió, ya sin las palabras soeces (lo que es el destino: ese güey luego fue a pedirme chamba en La Onda).
            Dejé de ver a don Edmundo, aunque cuando nos topábamos fue igual de cariñoso y amistoso como antes; a él le debí mi regreso a La Onda, que había dejado para irme a Viva.
            A Valadés le gustaban las mujeres, lo que no se refleja ni en el periodismo ni en sus cuentos, pero sí en la vida real: fue generoso corrector de malas escritoras, sólo porque eran guapas; de trato fino, sin brusquedades, Valadés se hacía notar en donde estuviera. Y pocos lo saben, pero mucho del buen cine mexicano de los años cincuenta se debe a su pluma y a la de su tocayo y amigo Edmundo Báez. Pero sobre todo, el periodismo inteligente, que calificaba sin adjetivar, y daba orientación a la opinión sobre los hechos significativos del México de los años cincuenta a ochenta, sería digno de rescatar por muchos de los que ayudó en sus inicios en el periodismo. No hay que olvidar que a él se deben dos adjetivos que le adjudicamos a otros: el echeverriato y la docena trágica (1970-1982).
            No correspondí como debiera a la generosidad de Edmundo Valadés; lo consideré jefe y consejero, cuando él se empeñó en ser amigo; sólo que nunca me sentí (ni estuve, como muchos no estuvieron) a su altura. Pero aprecio no me faltó.

Hace unos días falleció Armando Ayala Anguiano; lo conocí en sus oficinas de Contenido, en el cuarto piso de Novedades, cuando La Onda estaba en el tercero, y luego en el sexto, en las oficinas de Morelos, no en las de Balderas (a propósito, en algunas de mis pesadillas, me pierdo en el laberinto que había entre esos dos edificios; las noches de guardia, cuando cerraban la entrada de Morelos, cruzábamos por las oficinas de contabilidad, atravesábamos talleres, y llegábamos a donde estaba fotomecánica, donde con frecuencia empastelaban los pies de las fotografías, o ponían éstas en lugares equivocados; en esas pesadillas, me pierdo y me quedo encerrado en los elevadores, tan terribles que Gabriel Careaga prefería subir por las escaleras los seis pisos que sufrir el pavor de que lo agarrara dentro un temblor, como los que se sufrieron durante unos tres o cuatro meses seguidos a principios de 1979).
            Me invitaba un cigarro en sus oficinas, donde se sentaba despatarrado, sin importarle la etiqueta. Su historia es muy misteriosa; Víctor Díaz Arciniegas me enseñó unas cartas en las que Fernando Benítez habla del proyecto, sugerido por su amigo y protector Fernando Canales, para hacer una revista mensual semejante a Selecciones. Pero por esos días Benítez publicó en Novedades una lista de sacadólares, entre los que estaban dirigentes del diario (la versión es de Ayala Anguiano); Benítez tuvo que emigrar con el suplemento a la revista Siempre!; con él se fueron sus colaboradores; dos fotografías muestran al grupo; al extremo derecho se encuentra Ayala Anguiano; pero la segunda, la más difundida, muestra sólo la espalda de don Armando; “ésa es la prueba de que me ningunearon”, me dijo en una ocasión, en la que me relató que Benítez tenía dos preferidos: Fuentes y él. Ambos publicaron su primera novela con meses de diferencia; la de Ayala Anguiano, Las ganas de creer era de gran audacia para su tiempo, tanto estructural como de lenguaje; en su segunda novela, El paso de la nada, hay una frase que supera casi cualquiera aun de las novelas más atrevidas: “lo nuestro fue lujuria a primera vista”. Unos cuantos días no tiene las innovaciones de las primeras, a cambio de un ritmo narrativo impresionante. Pese a sus cualidades, fueron apenas comentados sus libros; él lo adjudicaba sino a un complot, cuando menos a un menosprecio, por la deferencia de Benítez; en el nuevo suplemento lo publicaron poco; a cambio, Benítez le dejó la revista que le ofrecía Canales: fundó Contenido y la dirigió hasta que su salud se quebrantó; de la eficacia, una muestra: a principios de los años noventa integraban el plantel de editores y reporteros cinco periodistas que, cuatro o cinco años después, eran altos mandos de diferentes revistas, periódicos y suplementos culturales.
            Cuando renuncié al FCE, sin que cumplieran sus promesas de chamba algunos a los que después les fue muy mal (prueba de que “algunas veces viene el diablo y se pone de mi parte”), me encontré con Ayala Anguiano muy cerca de mi casa; me dio su dirección, y dos días después me llamó y me ofreció trabajo en la revista; aunque tenía oferta de irme al frustrado proyecto de Benítez, El Independiente (mejor conocido como El Inexistente), por invitación de Juan Villoro, acepté.
            La oferta era para que me hiciera cargo de los libros que iba a publicar, pero también de la corrección de la revista, primero al lado de Rebeca Bolock (a quien Batis le decía “Block”), luego, Marxa de la Rosa, y después invité a Guillermo Anaya, quien sigue en la revista. Desde luego, me hice cargo de los libros; algunos, de Gabriel Zaid, de las novelas de Ayala Anguiano, y de sus libros de historia; hace unos días Genoveva Caballero aseguró que Juárez no tiene erratas; espero que haya aunque sea una, porque no puede haber libros perfectos en ese aspecto. Editamos libros condensados, como la historia de los césares, las memorias de Concha Lombardo de Miramón, Los bandidos de Río Frío, y otros.
            Nunca demostró la deferencia que, fuera de las oficinas, hacía muy evidente: me invitaba a visitar librerías (una vez, tuvimos que esperar a que terminara su puro, del que no se desprendía, para ver la librería de Liverpool), a caminar por los alrededores de la revista; un par de veces, a comer sin que permitiera que uno, en correspondencia, pagara alguna vez; de su calidad de reportero me llamó la atención José Emilio Pacheco: fue el primero en hablar de la contaminación en México, y la causada por el detergente que suplió al jabón de pastilla (dato que viene también en Las batallas en el desierto). Alguna vez le mostré el libro que, sobre Agustín Lara, publicó Domés; de inmediato hizo trámites para reeditarlo; hasta Carlos Monsiváis entregó a tiempo, y en persona; José Antonio Arcaraz actualizó su texto, y tuvo la gentileza de dedicármelo como correspondencia a una reseña que él dijo que era de las mejores que había leído en toda su experiencia de lector.
            Ante esas muestras, Ayala Anguiano se mostraba satisfecho, complacido, nunca rencoroso aunque muchos lo consideraron así. Conmigo fue más amigo que jefe, porque nunca le gustó el desmadre que echábamos en la sede de la revista con Héctor de Mauleón, José Antonio Oseguera, Óscar Alarcón, Genoveva, Fabiola, Adriana, Enrique Nieto, con mi amiga Elsa Rodríguez; en una ocasión cometimos sólo tres erratas en toda la revista; no nos felicitó él, sino a través de Luis González O’Donnell; pero al siguiente, donde dejamos escapar doce, nos regañó en persona, y despidió a uno de los responsables; a mí me eximió de la falla porque tenía una lesión en los ojos, y uno de ellos lo traje parchado.
            No ignoraba las bromas que hacíamos sobre él, pero se desquitaba. A veces era incómodo porque, decían, afirmaba que si la realidad no era como él decía, la realidad estaba equivocada; no sabíamos qué decir cuando afirmaba, enfático, que con un reportaje para el siguiente número provocaría la caída de Fidel Castro. Sin embargo, cuando acepté una invitación de Humberto Musacchio para mudarme a El Financiero, me costó renunciar; fue muy generoso, pues el finiquito fue tan sustancial como una liquidación; me ofreció cartas de recomendación, y la seguridad de que las puertas de Contenido estarían siempre abiertas para mí; y en efecto, conservé su amistad, y la de muchos a quienes conocí en la revista. A su muerte me queda la sensación de que nos faltó una plática.

Acabo de conseguir un diccionario de siglas y abreviaturas; aunque es español, consigna Conasupo (Compañía Nacional de Subsistencias Populares); consigna INBA (Instituto Nacional de Bellas Artes) pero no INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia), ni IMSS (Importa Madres Su Salud) ni ISSSTE (Inútil Solicitar Servicios, Sólo Tramitamos Entierros).


¿Poniatowska le dedicará su premio a Miguel Capistrán y a Jorge Luis Borges?

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Ética, en la música y el deporte; más narradores

Entre las características que buscábamos en los músicos a los que se les admiraba, además de sus canciones, era su actitud: su postura contra la guerra: los Beatles, los Byrds, Bob Dylan, Joan Baez, Country Joe; contra lo convencional (Elvis, The Who, Joni Mitchell, Rolling Stones, The Mamas & the Papas, Joe Cocker), contra los amores convencionales (Roy Orbison, The Kinks, Marianne Faithfull); en fin.
                Los números más recientes de las revistas musicales anuncian ediciones conmemorativas de discos tenidos como magistrales: un cuádruple de Van Morrison y su Moondance, que sólo trae muchísimas versiones alternas, demos y tomas extra o sin mezclas de las mismas canciones; un álbum de seis discos de Beach Boys que comprenden más de 170 canciones, cuando las últimas 120 son variaciones de lo mismo; oootra edición conmemorativa de Quadrophenia, con agregados inútiles a las que ya habían aparecido; un álbum, al parecer más que aceptable (no me he atrevido a comprarlo) de uno de los menos buenos discos de Bob Dylan; una edición conmemorativa de los 13 discos más dos extra en DVD de Paul Simon como solista, más un libro con fotografías y memorabilia; una edición nueva de los Tracks de Bruce Springsteen, igual  a la que apareció hace algunos años sólo que con un nuevo libro casi igualito al de entonces; está por salir un segundo álbum de las apariciones de los Beatles en una estación radiofónica, seguramente doble, sindudamente con versiones en vivo de las canciones conocidas; hay cuatro ediciones de Some Girls, de Rolling Stones, cada una diferente por dos o tres canciones de más o de menos. También apareció una versión más de los discos pirata de Dylan, legitimizados.
                En una versión de una de sus canciones más bellas, “The Boxer”, que cantaba en vivo, y que cantó también en vivo con Garfunkel, Paul Simon dice que “a lo largo de los años y luego de muchos y muchos cambios, seguimos siendo más o menos los mismos”. La actitud tan comercial, en busca de un mercado que han perdido frente a cantantes sindudamente menos buenos que ellos, ha violado una ética que nosotros creíamos que tenían, porque ellos lo proclamaron.
                En El Financiero, hicimos una serie de reportajes que titulamos “Las manitas arriba”; entrevistamos a muchos deportistas, en especial futbolistas, que suelen cometer faltas y aunque todo el espectador lo ve, en vivo o por transmisiones televisivas, pretenden hacer creer que no las cometieron: “yo no fui”, y las manitas arriba como para engañar al árbitro y a sus compañeros y a sus contrincantes; la mayoría confesó que era una práctica muy difundida, y que ellos también lo hacían; reconocieron que fingían haber sufrido una falta para no hacer evidente que los habían superado en una jugada, que simulaban no haber fauleado a un contrincante; en suma, que eran unos farsantes. Por algunas cuantas semanas sucedió algo alentador: si cometían una falta, lo reconocían y dejaban de levantar las manitas como diciendo “yo no fui”.
                Por aquel entonces, Náncy González y Refugio Melchor entrevistaron a un buen número de jugadores y se recordó el reproche que hicieron en 1962 los locutores que trasmitieron el partido entre las selecciones mexicana y española en aquel torneo en Chile que se pretendía mundial: ¿por qué Raúl Cárdenas no había cometido una falta contra Gento, por qué no lo había hecho trastabillar, para evitar el gol con que en el último momento los jugadores españoles vencieron a los jugadores mexicanos? Y el resto de su carrera, unos cuantos juegos pues se retiró pronto, o como entrenador, se le reprochó haber sido limpio, honrado, no haber cometido una trampa para que su equipo ganara.
                El juego entre Cincinnati y Miami en el futbol americano del jueves 30 de octubre, a punto de que terminara el cuarto tiempo, el mariscal de Miami lanzó un pase larguísimo, que parecía que atraparía su receptor, que ya había vencido al defensivo por tres o cuatro yardas; de completarlo, difícilmente no conseguiría la anotación del triunfo; el defensivo, como último recurso, lo tropezó; los árbitros marcaron la falta, pero el defensivo logró su objetivo; evitó la anotación; los partidarios de su equipo, y sus compañeros, lo felicitaron (minutos después Miami consiguió que Cincinnati cometiera una autoanotación: a veces hay justicia poética), sin darse cuenta que felicitaban a un malhechor, un tramposo, un transgresor de las reglas que pretenden una equidad entre los equipos, y un juego limpio. (Y no sólo en el deporte, el ar te, la política, hay delincuencia.)
                La vida es cruel, dice Nahúm, en la música y en el deporte; desde luego, en todos los demás aspectos: no siempre somos quién decimos que somos.

Nada tiene que ver, pero hay mejores locutores en el deporte actual que antes; no es que intente romper la leyenda de Pedro Septién, González Escopeta, Daniel Cadena Zeta, Ángel Fernández, Víctor Serrato, pero Eduardo Varela, Ernesto Juárez, Carolina Guillén, que sabe mucho de tenis y de futbol americano, John Sutclife, saben harto de deportes y son imparciales, divertidos, informados, y a veces más entretenidos que los mismos deportistas. Ya sólo tienen que aprender a hablar (“primer derrota”, suelen decir, y a veces se contagian del pornográfico “perdió el invicto” en vez de “perdió lo invicto”). Hay que agregar a Georgina González, divertidísima. ¿Algún día habrá alguien equiparable en la narración del futbol?

Entre los escritores que participaron en la primera serie de Los Narradores ante el Público, he tratado algunas veces a José de la Colina; lo abordé luego de una mesa redonda, le pedí una entrevista, y cuando llegué a su casa olvidé todas las preguntas que me hubiera gustado hacerle. En alguna de mis visitas a García Ponce, Juan me invitó a que leyera en voz alta algo de lo que había escrito, y que le dejara lo que llevaba de mi primera novela; de ésta, dijo que había demasiados neologismos y descuidaba la aparición de algunos personajes, pero no la descalificó; del cuento que leí, me dijo: “es muy pepecolinesco”; nunca pude escribir de otra manera; los pocos cuentos que publiqué, otros que deseché, y Una ola que se estrella contra las rocas, parecerían suyas si estuvieran mejor escritas; desde que leí “La lucha con la pantera” caí bajo su influencia, me pareció, y me sigue pareciendo, el mejor cuento que había leído; luego de muchas relecturas revaloré otros relatos, como “Dancing in the Park”, “Ven, caballo gris”, “La tumba india”; a veces sueño con “La lucha con la pantera”. Admiraba sus notas sobre cine, y las sigo añorando; con frecuencia releo algunas, como la que dedicó a El Dorado, como ejemplo de la pasión cinematográfica. Con frecuencia, aunque no con la debería, visito su blog, y suelo estar de acuerdo con sus puntos de vista, aprendo –aún puedo aprender— de su inmensa, variada y divertida cultura, comparto su gusto por algunas actrices.
                Lo traté un poco cuando, como editor de las ediciones de la Universidad Veracruzana, me tocó publicar La tumba india, una fusión de dos de sus tres primeros libros de relatos; con casi todos los autores fui bronco, a veces tosco, al señalar detalles que, de tener su aprobación para corregirlos, mejorarían sus libros, según yo; ante él estuve cohibido, apenas le señalé alguna mosca, y admití los cambios que quiso hacerle; la solapa del tomo (me encargué esos cuatro años de esa labor, además de corregir las pruebas), fue la que más me gustó, y a él le satisfizo tanto que creyó que la había escrito Sergio Galindo. Me invitó a colaborar en el suplemento El Semanario, de Novedades que dirigía; lo hice varias semanas, hasta que una nota impertinente contra un libro de José Luis González provocó la molestia de éste (al releer el libro sigo estando de acuerdo con lo que dije, pero debería haberlo hecho en otro tono). Con frecuencia me regaña por algún dato equivocado en este blog, por alguna errata, por alguna falta de ortografía de la que todavía me ruborizo; sólo he tenido desencuentros con él, que pese a todo es amable; compartimos algunas tardes en Xalapa; Ana Mónica Galindo pidió que le sugiriera unas mesas redondas, y una fue “Los clásicos, desde jóvenes”; la aceptó y me pidió que participara como moderador; por desgracia no todos llegaron, y sólo estuve con De la Colina y con Emilio Carballido; aproveché  para hacer patente mi admiración por ellos. Compartimos también el auto que nos trasladó del hotel a la sede de la Feria del Libro, y le hice una trampa: cuando quedó sentado en medio de su esposa, y de Lourdes, dijo una cita obligada: “nunca fuera caballero de damas tan bien servido”, a lo que le dije que eso decía Pedro Armendáriz en El charro y la dama. “Es del Quijote”, me reclamó. Ya después le escribí para aclararle que sí, pero que Cervantes lo tomó de Sir Lancerote, y que eso no quitaba que también lo dijera Armendáriz. Sus reclamos son deliciosos y divertidos.
                A Carlos Monsiváis lo conocí en Tlatelolco, en octubre de 1967; cuando vio que lo reconocí, se detuvo y platicó unos momentos conmigo, aunque Fernando Benítez lo presionaba: iban retrasados, obviamente, a casa de La China Mendoza; me dio su teléfono y después quedamos de platicar en algún café de la Zona Rosa, cita a la que no llegó. Fui afortunado: llegó, aunque sólo la mitad de las veces en que quedamos de platicar. Me distinguió con un trato amable; cuando su polémica con Octavio Paz me llamaba todos los lunes para preguntarme qué me habían parecido sus respuestas a Paz, o qué pensaba de lo que se contestaban. Tengo la mayor parte de sus libros con unas dedicatorias que su exotismo, o sus elogios, me obligan a presumirlos. Aunque era adolescente, ya lo leía,  y le debo muchas lecturas, una visión social de la literatura, y el gusto compartido por el cine (con otros muchos), pero también por la televisión.  Me pedía que lo esperara a que terminaran sus labores en La Cultura en México para después platicar. Me llamaba para comentar mis notas, a veces para regañarme, otras para decir que le habían gustado. Al final de las muchas conferencias que daba, nos llamaba a Paco Alvarado y a mí “jóvenes inquietos”; otro día, que coincidimos con Carlos Fuentes en Siempre!, y lo entrevistó Margarita García Flores (después, muy amiga mía); en la entrada de la nota se describe el ambiente del suplemento, y se menciona a los miembros más jóvenes de la Mafia, Paco Alvarado y yo. Según Margarita, fue agregado de Carlos; ella no la había advertido.
                Pero también le debo muchos prejuicios que me ha costado deshacer: por su responsabilidad me tardé en leer, y apreciar, a Nervo; aunque compartí el prejuicio con mi generación, y con casi todas las generaciones entre la muerte de Nervo y ahora; leo hoy a un Nervo diferente, no cierro piadosos los ojos, y encuentro a un poeta audaz, atrevido, lleno de búsquedas, fino, inteligente, no el cursi que Monsiváis no inventó, pero al que descalificó desde aquel famoso “Inagadadavida, nada me debes, Inagadadavida, estamos en Paz”, hasta Yo te bendigo, vida, la biografía en que no aparece el poeta sino el personaje, y mal abordado, visto con lejanía y prejuicios, y hasta con resquemor.
                También me tardé en apreciar a Jaime Torres Bodet, al que creí aburrido, y no al poeta perfecto que no busca emocionar ni conmover, sólo describir su vida, sus sentimientos, una visión del mundo bastante atribulada; me había perdido a un magnífico narrador que hizo propuestas a la literatura que ni su generación ni las posteriores, excepto unos cuantos, supieron apreciar; nuevos lectores han encontrado esa magnificencia, han visto esas virtudes, ese ingenio al describir personajes inéditos en nuestras letras, una manera irónica, burlona, crítica, de mostrar la sociedad, crítica que sigue siendo actual; por creerle a Carlos, me había perdido a un hombre que, en sus memorias, presagiaba el mundo casi tal cual ahora padecemos, y a un ensayista que descubrió cualidades en escritores y pensadores que nadie había visto.
                Una disidencia por uno de los libros de Carlos me costó caro: dije, y sigo creyendo, que La estatua de sal no es el mejor libro de Novo; no es superior, ni siquiera equiparable a su excelente poesía, a las crónicas, los ensayos de Salvador Novo, como afirmó Monsiváis que eran. A partir de allí curiosamente mi nombre desapareció de ciertas publicaciones, fue vetado en otros lados, y dejé de recibir los libros de Carlos, o me llegaban sin dedicatorias. Un sábado me lo topé en una librería de Donceles; me saludó, me pidió que recorriéramos las librerías que no había visto ese día (los empleados corrían a tomar cualquier libro suyo para que se los firmara; antes, en un Vips, en un Wings, me pedía que nos sentáramos junto a las ventanas: “No, Carlos, tú quieres que te reconozcan”; de cualquier modo, lo asediaban en cafés, bares, calles, salas de conciertos. Pocas veces un escritor ha sido tan perseguido por forofos, la mayoría sin haberlo leído); platicamos sin rispidez, pero ya sin la calidez amistosa que me ofreció desde 1968 hasta casi 2000. María José nació, como él, un 4 de mayo; “tocaya”, siempre le dijo (“Niña, pobrecita”, dijo la mamá de Carlos cuando se enteró de su nacimiento) y fue de las muy pocas mujeres a las que saludó de beso, misógino como fue sin desmentirlo. Sus libros, muy frecuentes, volvieron a llegarme, pocos con dedicatoria. Me incluyó entre los mencionables en su antología de cuentos, e iba a incluirme en su antología de la crítica en México, proyecto que, como muchísimos otros, dejó trunco.


El último del volumen es José Emilio Pacheco. Han sido tantas sus atenciones, su amistad extendida por toda su familia hacia la mía; el mucho tiempo que me ha dedicado aunque siempre lo interrumpo cuando tiene tanto trabajo; me ha dado tanto en sus libros, me ha enseñado tanto del país, de la sociedad a la que pertenecemos; me ha descubierto tantas cosas de la historia, del presente, de la literatura, de la música, de mí mismo, que debería escribir decenas de páginas; desde que lo conocí, a principios de 1969 cuando su vecino y maestro mío Víctor Manuel Ruiz Carmona me lo presentó en su casa, no ha sido más que generosidad lo que he encontrado en su trato, en su amistad. Me hizo sentir importante un día que me llamó para decirme que seguramente por una nota mía sobre la poesía de Manuel Maples Arce, la había encontrado floja, mala. Sólo puedo decir, sin violar su vida privada, que durante los once meses en que María José estuvo en tratamiento médico, no dejó de llamar para enterarse cómo iba ese tratamiento; cuando por fin la dieron de alta, antes que a las familias, le avisamos primero a Sergio Galindo y a José Emilio de los resultados, y algún día Diego va a editar algo suyo. Cualquier otra cosa que diga sale sobrando, sólo que me enorgullezco de su amistad, su humor, sus atenciones. Además, de sus libros.

viernes, 18 de octubre de 2013

Las altas y las bajas; narradores; generosidades y egoísmos

“Había vuelto la paz al Llano Grande”, “Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano”, “Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande…”, “Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano”, “Era bonito ver aquello. Salir de pronto de la maraña de los tepemezquistes cuando ya los soldados se iban con sus ganas de pelear, y verlos atravesar el Llano vacío, sin enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua honda y sin fondo que era aquella gran herradura del Llano encerrada entre montañas“, “Algunos ganamos para el Cerro Grande, y arrastrándonos como víboras pasábamos el tiempo mirando hacia el Llano…”
                Éstos son algunos párrafos de uno de los más conocidos cuentos de Juan Rulfo, “El Llano en Llamas”, que da título al primer libro del jalisciense. Aunque es uno de los libros más vendidos en la historia de la industria editorial mexicana, publicado en ediciones críticas, en varios países de habla hispana, en diversas colecciones en varias editoriales, y con más de 500 mil ejemplares vendidos en la Colección Popular, en un reciente homenaje por los 60 años de su publicación, el Instituto Nacional de Bellas Artes, en el cartel que anunciaba los actos conmemorativos, puso El llano en llamas; es curioso que en muchos boletines informativos a lo largo de la historia, en los folletos donde anunciaban paquetes de libros en oferta en ocasiones de aniversarios, ventas especiales, o en ocasiones de Navidad, ponen El llano en llamas.
                Tres de los lectores más cultos confesaron que no habían reparado en el error; ya lo raro es que se escriba de manera correcta; lo malo es que cuando se me ocurre llamar la atención recibo regaños y reconvenciones, y me recuerdan que “los títulos se escriben en bajas”. Me parece inútil remitirlos al texto para que vean que Llano es un nombre propio, no se trata de un llano cualquiera.
                Tampoco puedo reclamar mucho: el Pequeño Larousse Ilustrado,el Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado, el Diccionario de Literatura Española e Hispanoamericana, y sobre todo, el Diccionario de Escritores Mexicanos, tanto en la primera edición (1967) como en la segunda, en doce tomos, incluyen El llano en llamas, más preocupados por incluir que por leer los libros.

Desde hace algunos años la Real Academia de la Lengua convino en que lo mejor, y lo más elegante, era suprimir las mayúsculas inútiles, tanto en títulos como en accidentes geográficos; no pudieron hacerlo en el lenguaje burocrático, donde ponen en altas los títulos profesionales (Licenciado, Doctor, Ingeniero), los cargos (Ministro, Secretario, Presidente –éste, decía Bernardo Giner de los Ríos, sólo va en mayúsculas cuando es el nombre del brandy).
                La RAE no autorizó poner en minúsculas los nombres propios, pero dio pie a que la gente creyera nombres comunes cuando no lo son; ponen “río” en bajas aun cuando sea parte del nombre, como el Río Bravo y otros seis, de los que da cuenta el Diccionario de Historia, Geografía y Política de Porrúa (y algunas otras enciclopedias); tampoco están autorizadas esas personas a creer que los nombres son títulos: El Universal es nombre, La ciudad más transparente es título; lo tedioso es corregir a los correctores que no entienden esa diferencia. Hace unas semanas Gabriel Zaid apuntó la escasa costumbre de la gente para consultar diccionarios y verificar si lo que escribe o lee tiene fallas o está correcto.
                No se sabe, entonces, si el valle de México es un valle cualquiera o se llama Valle de México; la Academia no es autoridad, por su desconocimiento de lo que sucede fuera de su ámbito, en lo que siguen considerando sus colonias.
                Pero en sus propias obras son descuidados; las solapas y la contraportada de los libros de Mario Vargas Llosa, sobre todo el más reciente, El héroe discreto, ponen el nombre de sus novelas, y a la segunda le dicen La casa verde, aunque en el texto uno de sus personajes principales, el sargento Lituma, habla de lo que vivió en su juventud en La Casa Verde, como se llamaba el prostíbulo donde se emborrachaban Los Inconquistables. Si quienes hicieron los textos de contraportada y cuartas hubieran leído el libro, hubieran escrito bien ese título.
                Hay otros casos, que también hacen dudar de que quienes los reseñan o los incluyen en bibliografías, sepan de qué se tratan; por ejemplo, a dos de las principales novelas de Martín Luis Guzmán las nombran en bajas, El águila y la serpiente, La sombra del caudillo, aunque en la primera son símbolos, no animales comunes y corrientes ni mucho menos objetos; como símbolos, debe titularse El Águila y la Serpiente; el caudillo de la otra novela no es uno más de los muchos caudillos militares y políticos que pululaban en el México de los años veinte; es el Caudillo que unificó al ejército, que maniobró  para unificar todos los partidos en uno solo, el que consiguió que todos los caudillos aprobaran a un solo candidato; el que manipula entre los precandidatos para elegir al “bueno”, y suprime por las buenas o las malas a los rejegos; en la novela es “el Caudillo”, por no decir el Jefe Máximo; su sombra pesa sobre los demás protagonistas, civiles y militares; el título es La sombra del Caudillo; de hecho, así se llaman en la edición del Fondo de Cultura Económica de 1984, y en las ediciones de la Colección de Escritores Mexicanos de Porrúa, y en las ediciones de Compañía General de Ediciones, pero no en el Diccionario de Escritores Mexicanos, ni en etcétera etcétera.
                La Silla del Águila es el símbolo de la silla presidencial, y así lo maneja Carlos Fuentes en una de sus novelas menos apreciadas, y muy mal leída, por lo que sus críticos y comentaristas la titulan en bajas.

Menos graves son otros casos, pero que en lo personal no dejan de inquietarme; en la Guía Roji de 1927, la más antigua que he conseguido, una de las colonias alejadas entonces de la ciudad de México, en pleno sur poco habitado, se llamaba la Colonia del Valle; así, hasta los años setenta; ahora la llaman colonia del Valle; en las Guías no ponen colonia Polanco o colonia Anzures, sólo Polanco o Anzures; no es colonia Narvarte, sólo Narvarte (y antes, Nalvarte); ponen colonia del Valle en la creencia de que colonia no es parte del nombre; en todo caso, si colonia fuera genérico, sería colonia Del Valle; y así con otros nombres propios que la costumbre ha hecho que se nombren al aventón.

Entre los participantes del primer tomo de Los narradores ante el público, y que conocí o que sigo conociendo, sigue Juan García Ponce; hablamos Paco Alvarado y yo en una exposición en Bellas Artes; ya había leído todos todos sus libros de narrativa publicados hasta entonces: Imagen primera, La noche, Figura de paja, La casa en la playa; su autobiografía, y sus reuniones de ensayos Cruce de caminos y Entrada en materia; Paco nunca me acompañó a su casa, entonces a media cuadra de Río Magdalena, y cuadra y media de Avenida Revolución; lo visitaba primero con frecuencia, después cada que aparecía algunos de sus libros; me incitaba a leer: Lezama Lima, Nabokov, Borges; desentrañaba sus historias, alguna vez le reclamé que no utilizara mujeres mexicanas en sus ediciones recientes; “las mujeres de mis libros no existen”, me dijo; por teléfono me preguntaba, antes de citarme: “¿ya lo leíste?, ¿qué te pareció? ¿Cuánto te tardaste en leerlo? ¿Te molestó tal personaje?” Platicamos de “La gaviota” en tres sesiones, y en su casa conocí a Juan José Gurrola, a Manuel Felguérez; me enteré de alguna intimidad; le llevé algún libro suyo que no le había llegado más que un ejemplar (La presencia lejana, publicado por Arca, y que había traído Gerardo López Gallo desde Argentina antes que el embarque de la editorial; se lo llevé para que me lo firmara, y un par de amistades lo vieron con inquietud: al día siguiente le llevé los otros pocos que estaban en la Librería del Sótano); así, con todos sus libros hasta Unión, le caí hasta que sucedió lo que narro en El juego de las sensaciones elementales. Gustavo Sainz me objetaba mi placer por leer a García Ponce, y me hacía análisis para tratar de demostrarme por qué a él no le gustaba; mi gusto lo compartía con Anamari Gomis; a su casa llevé a Rubén Maní, a Patricia Proal; fui con Lourdes antes de casarnos, pero no me acompañó cuando fui a llevarle Trazos. Allí viene una reseña que ya había leído antes, contra un número monográfico de Artes de México, dedicado a la plástica mexicana, de Alfonso de Neuvillate, al que despedazaba con argumentos contundentes, que se me ocurrió utilizar, sin su agresividad pero con la misma estructura, para comentar De Anima, lo cual le molestó; enmendó el principal error que señalé en mi reseña, pero cometió, otro, que ya no quise recalcar, cuando apareció la reimpresión de esa novela. Después, renegó de mí con algunas amistades, como Salvador Mendiola y con Héctor de Mauleón, pero cuando alguna comentarista quiso defenderlo de mis reseñas, él se molestó con ella. Lo peor que le hice le causó mucha gracia: le llevé mi ejemplar de El canto de los grillos; amenazó con decomisarlo para quemarlo. Finalmente, muerto de la risa, me lo dedicó.
                Tuvo que darme, sin embargo, la razón, cuando una protegida suya quiso escribir que Lennon, con Double Fantasy, había traicionado sus posturas iniciales, que debía mejor aprender de Dylan Thomas, ése sí un jazzista incorruptible; la corregí y le llamé la atención, y esa tarde, en casa de Juan, tratando de que no la oyera, confesó su error y mi reprimenda; Juan alcanzó a oír, y al pedirle explicaciones ella sólo acertó a decir que le habían soplado mal. Juan sólo tuvo que darme la razón… “Pobre Eduardo”, exclamó. Cuando lo visitaba, me preguntaba si había visto a Salvador Elizondo y yo, sin saber aún de sus diferencias tan enormes, le contaba de mis pláticas con Elizondo, cosa que recordé cuando éste ingresó en la Academia Mexicana de la Lengua, y fueron violentamente criticados, ambos, por García Ponce, en declaraciones a Proceso. Una entrevista a él, con un grave error, tuvo la consecuencia de que detuvieran en seco una campaña contra mí que ya habían emprendido, je.

A Juan Vicente Melo me lo presentaron en la redacción de La Cultura en México (nombre del suplemento, no título); en su casa, ya no en La Condesa sino en Mariano Escobedo, me habló extensamente de literatura francesa, de sus gustos musicales, se confesó cursi según él porque le gustaba Chopin sobre cualquier otro compositor, y su pieza favorita en música popular era “You’ve got up my head”, con Judy Garland. En su casa, donde me daba a beber como si mi capacidad fuera similar a la suya, conocí a Isabel Fraire, quien me confesó que había leído tres veces Figura de paja de García Ponce, sin entenderle, y sin que fuera reprendida por Melo. Cada vez que salía de su casa me invitaba a que regresara la siguiente semana; un día no llegué solo, sino acompañado de Jaime Gallegos y Arturo Magallón; le llevábamos el primer número de Creación, la revista que comencé pero no pude emprender, y de la que Jaime publicó diez números, uno de ellos doble. Melo se molestó por la compañía y no volví a verlo, sino hasta que, en 1987, Alberto Paredes lo llevó al Fondo de Cultura Económica: extremadamente delgado, demacrado, desprotegido, tambaleante. Me saludó con afecto; Sergio Galindo me contaba que habían encontrado a Melo en Xalapa casi inconsciente, que se desprendía de quienes lo vigilaban, y emprendía parrandas que duraban días, alguna vez casi una semana; Isabel Fraire desmintió a Sergio, y afirmó que estaba sano. Yo no bebí nunca tanto como en su casa, cuando aún no me dañaba beber, ni me afectaba el aire, cuando salía al atardecer y abordaba el trolebús que me llevaba, sin marearme, hasta la colonia Industrial. Aunque tuve todos sus libros, sólo me puso una dedicatoria en su conferencia de Los narradores ante el público: “me dices gracias, y no sé qué responder; lo bueno, para mí, es que un día nos conocimos en Siempre! Y nos dijimos gracias…”

Me dicen intolerante porque ya no quiero ver tenis masculino; no sólo me molesta que ganen puntos a base de saques violentos y no de dominio y de buenas jugadas; me molesta que se turnen las victorias, una para uno, la siguiente para el otro; me divierten, mucho más que los juegos, las imitaciones que hace Djokovich, quien ridiculiza a todos sus rivales al remedar cada gesto, cada tic, cada movimiento; son mejores sus imitaciones de Anna Ivánovic y de Maria Sharapova (no se ha atrevido con Tsvetana Pironkova, la 99 mejor del mundo); con Sharapova se lleva tan bien, se ríen juntos tanto y de manera tan desenfrenada, que el novio de ella debería estar tan celoso como seguramente lo está la novia de él. Hay una gran cantidad de videos con las imitaciones y con las bromas que se hacen mutuamente.
                Me gustan más los juegos femeniles; la mayoría de las tenistas son muy guapas, más cuando están vestidas, y casi todas muy simpáticas, muy desenvueltas, muy alegres. Los cronistas se quejan de que ninguna tiene buen saque, y que si fallan con el primero, seguramente les irá mal con el segundo, por imprecisas; eso les pasa por no leer a James Thurber, quien se fijó antes que nadie que una de las razones por las que la mujer será, en ese aspecto, inferior a los hombres, es que lanzan cualquier objeto, y más aún una pelota de cualquier deporte, adelantando la pierna equivocada; mientras no lo corrijan, su saque será malo.

Lo dije yo primero, como se decía a finales de los años sesenta: Yasiel Puig será buen bateador, con sus asegunes, porque se cayó estrepitosamente el último mes y medio de la temporada (la postemporada es extra, y no siempre buena, aunque ahora, en algunos juegos, ha habido buen pitcheo, aunque para cuidar a los brazos de los pitchers delicaditos, son capaces de sacarlos del juego aunque estén tirando sin hit ni carrera). Puig no ha dejado de ser amateur, piensa en su lucimiento y no en el bien de su equipo; cuando acierta a cortar un hit trata de poner out a los corredores en home, y descuida a los otros corredores que siempre le sacan una base extra; pero no siempre acierta a fildear, y pone en peligro a los Dodgers; cuando lo ponchan, aunque sea evidente que dejó pasar una buena pitcheada, se queda viendo a los umpires, con gesto de María Félix molesta por el desprecio de los galanes en turno, y cuando se poncha tirándole (y se poncha mucho: casi cien veces en 107 juegos, algunos de ellos incompletos), hace berrinche, y hasta el tolerante Don Mattingly debe regañarlo, y a veces hasta sacarlo del juego.


Cuando se filmaba Rojo amanecer, muchos actores, muchísimos, se acercaron a Héctor Bonilla, a Roberto Sosa y a Marcela Mejía para ofrecerles su ayuda: algunos llegaron con las escrituras de sus casas para que la hipotecaran, la vendieran, lo que fuera necesario para obtener fondos y terminar una cinta que hicieron con sus propios medios, sin financiamiento estatal; María Rojo quiso actuar sin cobrar, y tuvo que aceptar salario por presiones de la ANDA, pero exigió que fuera el más bajo, el mínimo autorizado, y no fue la única. Por esos días me acerqué mucho a ellos, y llegué a la conclusión, con esos y otros ejemplos, que aunque se critiquen de forma brutal, que hagan excelentes imitaciones burlonas, con cierta crueldad, incluso de los más notorios, el de los actores es un medio mucho más generoso y desprendido que el de los escritores, muchos de ellos envidiosos, vanidosos, egoístas, ególatras. Me dolió reconocerlo cuando presionaron al jefe de gobierno del Distrito Federal para que cerrara o cuando menos disminuyera el centro de acopio para la ayuda a los damnificados por un ciclón y un huracán, simultáneos, que golpearon gran parte del  país, en especial, como sucede siempre, en las zonas más pobres. Y sí, lograron que lo cerraran o disminuyeran, con tal de tener una feria del libro que pudieron haber celebrado en cualquier lugar. Y todo para cederla a quienes se creen dueños del Zócalo. ¡Qué vergüenza!