lunes, 26 de noviembre de 2012

El prestigio literario, cambios de El Financiero, y asuntos afines

Es difícil imaginar la autenticidad de la escena, a menos que se tenga la costumbre de ir en persona a la carnicería; el carnicero rebana los trozos de carne según lo que se pida; lo más común es el bistec; tiene un ayudante que toma los bisteces (“¿tiene bisteceses? Sólo de reseses”, diálogo entre Ferrusquilla y Agustin Isunza en La tienda de la esquina, una de las pocas cintas en las que Miguel Inclán no es villano), los pica para que suelten más jugo al asarlos, y los aplana. En el siglo XVI (tal vez antes, pero está documentado a partir de 1525, más o menos) los cocineros, que no se daban a basto en las hosterías, tenían ayudantes; uno pinchaba la carne y el otro la picaba; no había los molinos donde ahora meten los pedazos de res o de puerco y salen molidos, listos para que con ellos se prepare picadillo, albóndigas, los bisteces molidos (aunque éstos se preparan en metate, que ya no hay a la venta; hay que encargarlos y cuestan más de mil pesos, además de que se tardan semanas en entregarlos), albondigón, pastel de carne y hamburguesas. También, pero cada vez hay menos mujercitas que sepan prepararla, carne tártara. Muchos de estos platillos eran conocidos desde hace más de cinco siglos; se dice que había que picar la carne para que resultara comestible, pues no era de buena calidad (¿dura, llena de nervios?). Es de suponer que la mayoría de los platillos preparados con la carne hoy molida y antes picada son muy antiguos; aunque la hamburguesa como la vemos hoy es del siglo XIX (no la fast food), los conocedores hablan de algo parecido ya desde el siglo XII; tal vez los bisteces molidos o totopostles sean los de más reciente creación, y los que menos se preparan ahora, casi exclusivos de los restaurantes poblanos, y no todos. Podemos imaginar que en los hostales, castillos, palacios con comercios aledaños, había alguno que ayudaba al cocinero a pinchar la carne, y a su vez tenía un ayudante, el que la picaba; y podemos imaginar que entre ambos había un duelo de albures que ganaba el más abusado, el que hacía caer a su contrincante en una de las trampas verbales llenas de ingenio: “yo te hacía un buen chico”, “me agarras cansado” o las que en ese tiempo fluían entre personas, dicen los enterados prejuiciosos, de condición humilde, pero a más de ello, ruines y malvadas. Es de suponer que los pícaros, de condición aún más baja que la de los pinches (los ayudantes de los ayudantes), ganaban los torneos de albures en venganza de que devengaban menos en vista de su categoría más baja; pasan a la literatura como los protagonistas de una serie de novelas, o mejor dicho, de todo un género de novelas, en donde hacen gala de ingenio, cometen tropelías, pero se llevan la simpatía de autores y lectores, y salen triunfantes de las trampas del destino; sobreviven derrotando a los poderosos, se aprovechan de su simpatía natural e innata, y aunque nunca logran fortuna, todos los días resultan victoriosos en la batalla contra el destino; posiblemente no ganen la guerra, sí todas las batallas. Los pícaros se salen del ámbito de las carnicerías, de la cocina y el fogón, y se refugian en otros oficios, en donde tampoco se hacen ricos porque para salir de la pobreza, además de ser hábiles, maestros, en su profesión, deben dedicarle tiempo y esfuerzo a esos nuevos oficios, algo que no tienen, o no quieren derrochar, pues desean disfrutar de la vida, día a día, hasta que caen derrotados por la rutina, el cansancio, o mueren en el intento de seguir su vida de picardías. Sus jefes inmediatos, en cambio, no consiguieron el prestigio de sus subordinados; su oficio perdió categoría, y pinche quedó como sinónimo de algo de baja calidad; ruin, le dice el Diccionario de la Real Academia; el Diccionario del Español en México añade que pinche es quien se porta mal: no tiene la misma intención decir “qué puede esperarse de un pinche empleado”, que “Fulanito es una persona muy pinche”. Para el DRAE, pinche sigue siendo el ayudante de cocina, pero ya no pincha la carne, y de cualquier manera, prefieren que se les diga ayudante del chef, porque en México ser pinche es ser malo o un pobre diablo (en otros países, un tacaño, o roñica, para los lectores de Mafalda). Los pícaros picardean (uno de los verbos más horribles); picardía es algo ingenioso, y también son malas palabras: “Negrito Sandía, ya no digas picardías”, canta Francisco Gabilondo Soler; Armando Jiménez recopiló peladeces, albures, versos llenos de malas intenciones (“si tu padre fue pintor…”) y los llamó picardías; Chava Flores escribió varias canciones donde hace gala de ingenio para alburear incluso al escucha con juegos de doble sentido, además de estar bien rimados, para ilustrar el carácter de la población que, a cambio de escasos ingresos, carencia de oportunidades, golpes bajos del destino, vencen a los ricos en duelo de ingenios (“ya sabrás mamón lo que es bolillo”), y a veces hasta sin intención. Es un honor ser tildado de pícaro, y es deshonroso ser calificado de pinche (aunque en una de sus modalidades tiene un dejo cariñoso: “Pinche Juancho Pepe, qué es de tu vidorria”, saluda con afecto José Agustín a un excompañero, de apellidos de alcurnia; a veces también hay admiración: “pinche Luis, se la sacó” –o sea que conquistó un triunfo—, pero la mayoría de las veces es un calificativo despreciativo: en los años sesenta los Tigres de México tenían un jardinero central, Pancho García, antes de Manuel Estrellita Ponce, buen fildeador, velocísimo, con mucho poder, pero que se ponchaba mucho, como todos los jonroneros; la porra de los Diablos Rojos le gritaba, cuando se paraba a batear, “Pinche Pancho ponche”), aun cuando hace unos seis siglos eran compañeros del mismo oficio (con diferencia de funciones) y de desgracia. *Los encabezados de las ya no muy frecuentes y cada vez más malas secciones policiales de los periódicos, utilizan un verbo que no es mexicano: balear; “balean a joven frente a su novia”; el DRAE es muy concreto: en México y otras partes de América Latina se dice balacear; el Diccionario del Español en México ni siquiera recoge “balear”; ¿influencia de El País? ¡Sabe! (mexicanismo o regionalismo de Zacatecas por “quién sabe”), pero de un tiempo a esta parte casi ningún diario mexicano escribe en mexicano y en cambio se doblegan ante el español de España: desvelar, dicen por develar, sin recordar que en México desvelar es pasarse la noche en vela, ya sea por estudiar para un examen, o por andar en la parranda. Dicen que George Bernard Shaw opinaba que Inglaterra y Estados Unidos eran dos países divididos por un mismo idioma; lo mismo pasa con el español de España y el de América Latina, e incluso los países de esta región tienen sus propios modismos; Cabrera Infante en Tres Tristes Tigres incluye una sección de palabras aceptadas en un país pero impronunciables en otro; es común leer en los libros españoles que aparece “una tía”, que en México es la hermana de uno de los padres, pero allá es una mujer de la calle, o casi; eso más o menos podemos tolerarlo, pero es difícil imaginarse a un japonés cabreado. Es normal que cada país tenga su propio lenguaje; es horrible que los diarios mexicanos copien el de España y menosprecien el nuestro. * Hace unas cuantas entregas hablé del Boléro; se me pasó comentar que una de las mejores versiones, con un ritmo y un sentido del humor que encantarían a Ravel, la dirigió Frank Zappa; aunque breve, se le puede disfrutar muchísimo, y se puede observar (sin descargar, para no violar derechos) en youtube. El conjunto de Zappa, a quienes sus admiradores decían que tenía influencia de Varèse, hizo muchas innovaciones en la música, aunque los siguen encasillando en el rock; su nombre ya era de por sí un desafío: Las Madres de la Invención; algunos de los sobrevivientes, canosos los que no están calvos, arrugados, pero enfundados en smoking, anuncian para finales de este mes un par de conciertos en Londres; se llaman Las Abuelas de la Invención. * Relecturas obligadas. Tenía ganas de releer a José Donoso, pero el muy divertido y revelador Historia personal del Boom; en sus páginas critica a quienes, con un pinche premiecito, alardeaban de pertenecer ya al Boom; en sentido estricto se le puede reprochar lo mismo a Donoso, porque el movimiento en realidad se limita a cuatro: Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar. Pero el libro es divertido; relata con mucho sabor una reunión de intelectuales en Chichén-Itzá, en la que los asistentes pusieron más atención al desenfreno, al relajo, que a las ponencias; el adusto Rulfo presidiendo juergas nocturnas, García Márquez desbocado vacilando sin ton ni son; Kitty de Hoyos presumiendo la dureza y firmeza de sus glúteos, lo cual sólo podía comprobarse palpándolos; la tarántula que absorbía a su paso a todos los que estaban en su camino (y de la que las mujeres salían con mucho menos ropa que al empezar el baile) (una tarántula se ve, en una versión más o menos apaciguada, menos turbulenta, en Tajimara); Cuevas echando desmadre con su muy conocida hipocondria mezclada con el miedo de muchos a los aviones (García Márquez descubrió después que era miedo al aparato, no a los accidentes), la prueba de la habilidad en la trivia. El relato es muy vivo y muy fresco. Pero lo que más llama la atención es la enumeración de escritores ahora olvidados, que ya no se encuentran en las librerías, y que pocos mencionan o leen: Jorge Amado, Miguel Ángel Asturias, James Baldwin, Herman Broch, Céline, Heimito von Doderer, Max Frisch, E.M. Forster, William Goldin, Lillian Hellman, D.H. Lawrence, Eduardo Mallea, Leopoldo Marechal, Carlos Martínez Moreno, François Mauriac, Elsa Morante, Alberto Moravia, Miguel Mújica Laínez, Nicanor Parra, Cesare Pavese, Jules Pfeiffer, James Purdy, Alain Robbe-Grillet, Sebastián Salazar Bondy, Néstor Sánchez, Rafael Sánchez Ferlosio, Severo Sarduy, William Styron, Arturo Uslar Pietri, David Viñas, escritores de primera que ya se leen poco, o nada. *Promueven en comerciales radiofónicos: “hay que leer 20 minutos diarios”; no dicen “al menos 20 minutos diarios”, sólo “20 minutos”; la mayoría lee 20 minutos al año, y no puede pedírsele más, pero me asombra que en la campaña participe Humberto Musacchio con esa recomendación, porque creo que él lee al menos seis horas diarias, es decir, 300 veces más de lo que aconseja. *El 15 de noviembre terminó para siempre una etapa de El Financiero; los nuevos dueños intentarán renovarlo. Pero para mí ya es, ahora sí, cosa pasada; trabajé allí, a invitación de Musacchio y de Manuel Gutiérrez, desde el 1 de febrero de 1993 al 31 de diciembre de 2009; entre Rogelio Cárdenas, Alejandro Ramos y Luis Acevedo me permitieron hacer cosas que en otro lado, o con otras personas, hubiera sido imposible aplicarlas; en la sección de Deportes, que fue a donde llegué, hice reseñas de libros literarios con cualquier pretexto, o un mínimo de referencias deportivas, como las novelas de Richard Ford, la excelente novela de Sillitoe (La soledad del corredor de fondo); cuentos de Cortázar, de Updike, ensayos de Mailer; hice retratos hablados de deportistas hablando más de la sensualidad que de las habilidades deportivas (sobre todo, de las jugadoras de volibol); hicimos reportajes sobre el dinero en el deporte, sobre el lenguaje de los cronistas y reporteros, de la influencia de la política en el deporte y del deporte en la política, y echamos relajo con varios pretextos: comparamos el desempeño de la selección de futbol con el gabinete de Carlos Salinas de Gortari (lo que nos valió un reclamo y una sugerencia de José Sulaimán), insinuamos que los clubes de futbol ensayaban más las celebraciones que la técnica y las tácticas; analizamos la ética de los deportistas (“las manitas arriba”, titulamos una serie de reportajes sobre la simulación de lesiones y tratar de fingir que no habían cometido faltas), metimos a Arañaceli Muñoz en el vestidor del Cruz Azul para comprobar que los jugadores, recién salidos de las regaderas, no soportaban la crítica constructiva; en el plano meramente deportivo hacíamos análisis muy serios de todos los deportes, y al contrario de otras secciones, no “le íbamos” a nadie; nos ganamos el rencor de muchos jugadores que se creían los elogios de cronistas de televisión; sobre todo, hicimos la sección la mejor escrita del periódico; en poco tiempo otros periódicos trataron de imitarnos, sin conseguirlo, pero quisieron piratearse a mis reporteros; nosotros vimos el pasado, el presente y el futuro del deporte, y no nos limitamos al mexicano; comprobamos que el futbol mexicano está inflado, y combatimos el menosprecio de otros medios por los otros deportes; en alguna ocasión publicamos seis páginas y de esas sólo media página la dedicamos al futbol. A instancias de mi recordado amigo Javier Ibarrola me transfirieron a la mesa de redacción, y al poco tiempo lo sustituí en la jefatura de redacción, aunque al día siguiente, a causa de celos y envidia me cambiaron el cargo: responsable de edición, que fue mucho más que una jefatura de redacción; logré, con apoyo de Pablo Arriero y de Perla Oropeza, un manual de estilo que, si se cumple, consigue erradicar vicios que parecen eternos en el periodismo mexicano; un solo ejemplo: hice que “rechazar” se usara sólo cuando había un rechazo, no como negación; los verbos fueron verbos y no adjetivos, modernizamos lenguaje y ortografía, y escribimos en español correcto pero no estirado, y además con el español de México, no el de Argentina ni el de España. Conseguí algo que en muchos otros diarios envidiaron, y me lo dijeron con admiración: cerrábamos (mandar las últimas páginas, ya corregidas, al taller) a las 10 de la noche, cuando es tradicional que los diarios cierren después de medianoche. Se me fueron errores, pero como recuerda Vicente Rojo que decía Picasso, no hay que hablar mal de uno mismo, para eso están los demás. Con la ayuda de varios reporteros, secretarios de redacción y uno que otro editor, hicimos de El Financiero el periódico mejor escrito de México, con reconocimientos internacionales; en el tiempo en que estuve en Deportes la sección fue elogiada como una de las más divertidas e informadas del mundo occidental por la prensa especializada en juzgar el periodismo. En el año y medio que estuve, al mismo tiempo, al frente de la sección Sociedad, muchos reportajes originales me los copiaron, si no es que los calcaron, noticiarios de televisión y otros periódicos. En la sección Cultural, en donde colaboré casi cada semana, mi nota sobre el premio Nobel a Doris Lessing la copiaron en periódicos suramericanos, aunque no todos dieron crédito al periódico o a mí. Y cuando Sgt. Peper Lonely Hearts Club Band cumplió 40 años de haber sido editado, varios lectores de noticias lo leyeron en sus noticiarios, de nuevo omitiendo no sólo mi nombre, sino uno o dos párrafos de clara intención política. Conquisté muchísimas amistades, pero es muy larga la lista para enumerarlas a todas. Sólo msé que muchas serán amigos para siempre. No todo fue miel sobre hojuelas (una de las frases favoritas del periódico): uno de mis mayores logros, la creación de un Taller de Lectura que llegó a tener 40 participantes, y quienes en un año leyeron 39 libros (y al que invité a algunas personalidades del mundo del libro, como Gustavo Sainz, José Agustín, Marisol Schulz, Juan Carlos Argüelles, Miguel Capistrán, Diego Mejía Eguiluz, Rodrigo de la Ossa, Raúl Ortiz y Ortiz –quien conmovió a los participantes hasta las lágrimas—, Jorge Ayala Blanco) fue desbaratado por envidia, celos y grillas de algunos directivos; me pidieron que impartiera dos cursos de redacción periodística, y no me los pagaron (no lo pedía, ellos lo ofrecieron), además de minar mi autoridad pues faltaron a su palabra de rescindir el contrato de quienes reprobaran (y reprobaron con honores), y más bien los premiaron con ascensos y privilegios; la mayor parte del tiempo carecí de recursos que prodigaron a otros que dieron mucho menos que yo al diario, y alguna vez mandaron a los vigilantes a que revisaran si me llevaba lápices, o papel, o yo qué sé; pusieron guaruras para vigilar si en la mesa de redacción se trabajaba, quiénes iban al baño o se levantaban a consultar algo o simplemente a platicar (no duraron: los vimos feo y se fueron); precipitaron mi renuncia cuando se negaron a cumplir con el manual de estilo y comenzaron a mancillarlo; invalidaron mi trabajo y lo redujeron al de un corrector, que no menosprecio, pero mis funciones eran otras; lo más curioso es que ahora utilizan el término que usé para explicarle a Víctor Piz, Alejandro Ramos y a Pilar Estandía, la viuda de Rogelio Cárdenas, mis motivos para renunciar: me había quedado como corrector de lujo; ahora califican así a los que hacen mal su trabajo. En una ocasión, minutos antes de entrar a mi Taller de Lectura, Pilar me pidió que platicáramos; al salir le comentó a dos directivos la confianza que me tenía, y me elogió; un par de horas después me llamaron (al restaurante en donde estaba comiendo) para prohibirme que volviera a entrar a la oficina de la directora sin el consentimiento de ellos. Los sentimientos son encontrados: me siento orgulloso de lo que hice, y no siento que lo que no pude hacer haya sido mi culpa; no pude cumplirle una promesa que le hice a Rogelio Cárdenas: la derrota no fue mía.

lunes, 5 de noviembre de 2012

De plagios y plagios / El destino de las bibliotecas /Más musas de Lester

I De nuevo las opiniones se polarizan, aunque prevalecen las que condenan a Alfredo Bryce Echenique (sin dejar de elogiar algunos de sus libros) y al jurado que le otorgó un premio ya de por sí escandaloso desde que Tomás Segovia, a quien se lo otorgaron, hizo una semblanza campechana y amistosa de Juan Rulfo, cuyo nombre prestigiaba a dicho premio, y la familia Rulfo se indignó; como los responsables no se echaron para atrás y se negaron a nombrar a otro ganador, ellos retiraron el nombre del Rulfo mayor. A Bryce Echenique, sin dejar de elogiar sus novelas y algunos de sus cuentos, lo condenan por haber plagiado 16 artículos de 15 autores (32, dice Musacchio); no he visto más que el nombre de uno de ellos, el doctor Cristóbal Pera; no sé en qué consistió el plagio, si en el tema, en la redacción, en las conclusiones, si no le dio el crédito debido, si no entrecomilló; lo grave de este asunto es que no sólo copió un artículo en el que Bryce Echenique no es experto (el doctor Pera es un magnífico escritor que asume, hasta lo que le he leído, asuntos médicos –su profesión— con inteligencia, humor y sabiduría, sin alarmar a los lectores, ni siquiera a los hipocondriacos como yo): faltó además a las reglas de la cortesía porque lo plagió después de haber comido en su casa. No he tenido la curiosidad malsana de buscar los 16 (¿32?) artículos para compararlos con los originales; lo grave es que las acusaciones causan prejuicios y durante mucho tiempo leeremos a Bryce Echenique prevenidos y advertidos; lo leeremos mal. El tema del plagio es largo y antiguo, tanto que muchos se han plagiado el famoso juicio “bienaventurados mis imitadores porque de ellos serán mis defectos”; hace unos años nadie menos que Carlos Fuentes fue acusado de plagiar una novela mediana (la tengo, pero no la presto, ni pienso releerla); se demostró que era una acusación falsa, y que el tema no puede ser propiedad de una sola persona; se citó, por ejemplo, dos grandes novelas sobre la infidelidad femenina, Madame Bovary y Anna Karenina: ¿Tolstoi copiando a Flaubert? Nada más ridículo. Fuentes tuvo a bien titular uno de sus más recientes libros, el muy dramático Todas las familias felices, con la primera frase, y tema de Anna Karenina, que además usó como epígrafe del volumen y es citada en Cumpleaños. Las hemos olvidado, pero ha habido muchas acusaciones (no voy a entrecomillar, porque yo mismo las cité): en su autobiografía, Juan Vicente Melo dice que en un periódico de Veracruz publicaba crónicas, cuentos, relatos, críticas, de varios de los entonces jóvenes y ya magistrales escritores, como José Emilio Pacheco o José de la Colina, y “algún plagio” de Gustavo Sainz; esas afirmaciones llegaron de manera contundente a las páginas sepia de Siempre!, por lectores que decían que Sainz tomaba textos de escritores que no llegaban a México y las firmaba como suyos. También se acusó a Carlos Monsiváis de plagiar una columna titulada “La caja idiota”, en la que analizaba la televisión, pero él respondió que sólo tomaba el título, no el tono ni los temas ni el lenguaje de la columna original de la revista Encounter; no fueron muchos, pero sí algunos, los que notaron el parecido de su “Notas sobre el camp”, recogido en Días de guardar, con las Notas sobre el Camp de Susan Sontag, recogidas en Contra la interpretación; en efecto, poco tenían que ver; Monsiváis desde aquellas épocas tenía una información impresionante, similar a la que puede conseguirse ahora, superficialmente, gracias a las redes sociales. Hubo sin embargo, un plagio que no trascendió: en las páginas de La Cultura en México, el 11 de octubre de 1967, Monsiváis publicó “He leído un artículo inolvidable, pero no ha sido éste”, con los cintillos “Los Hermanos Marx. Crítica de la razón pop”. Supongo que ese buen artículo no fue recogido para su Días de guardar, que incluye muchas de sus notas escritas por aquellos días, porque iba a guardarlo para su libro prometido y nunca entregado a la imprenta sobre los Marx (“¿Estás escribiendo un nuevo libro?”, preguntó James R. Fortson; “Sí, he terminado una primera versión de un ensayo larguísimo sobre los hermanos Marx, que me interesan sobremanera. Ignoro la calidad de mi texto, pero le puse mucho empeño […] los hermanos Marx me apasionan, como fenómeno de anarquía artística, de anarquía y destrucción del orden cómico inclusive…” (entrevista aparecida en dos números, de junio y julio de 1972, en la revista Él, y recogida en Cara a cara. Confrontaciones humanas, tomo I, Fortson, Grijalbo, 1974); nadie se indignó cuando en las páginas de la revista Él en 1973 (por desgracia no recuerdo el mes) apareció un artículo titulado “He leído un artículo inolvidable, pero no ha sido éste”, con párrafos idénticos a los de Monsiváis; estaba firmado… por Carlos Monsiváis (por desgracia, en su hemerografía del Diccionario de Escritores Mexicanos de la UNAM, y reproducida en El arte de la ironía. Carlos Monsiváis ante la crítica –compilación de Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado, Ediciones Era-UNAM) no se da cuenta de lo que Monsiváis publicó en muchas revistas, como Él, Eros y otras, o como él mismo decía, hasta en las hojitas parroquiales. Emilio García Riera da cuenta de innumerables plagios cometidos por el cine mexicano a lo largo de su historia: adaptan novelas, obras de teatro, otras cintas, y la mayoría de las veces los responsables no dan cuenta de dónde les llegó la inspiración; mi plagio favorito es la versión mexicana de Los tres mosqueteros, Cuatro contra el imperio, trasladada a la época de la Intervención francesa, con Antonio Aguilar como D’Artagnan, pero los ejemplos sobran. Lo más curioso es que a veces cuando dan crédito o se dicen filmes inspirados en alguna novela o drama, se apartan tanto que uno debe imaginar en dónde está la adaptación. Y no sólo en el cine mexicano: Tres hombres y un bebé, que conmovió hasta a las admiradoras de Magnum, fue antes una cinta francesa, lo mismo que El hombre que amó a las mujeres, primero de Truffaut y luego de Blacke Edwards (bueno, las norteamericanas dieron créditos a los guiones originales, pero escondidos). II ¿A dónde van a parar las bibliotecas de los aficionados a coleccionar libros, cuando sus propietarios abandonan el mundo? Uno pensaría que el Estado, por intermedio de la UNAM o del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, debería resguardarlas; esta última institución tuvo a bien adquirir algunas bibliotecas célebres, como las de José Luis Martínez, Alí Chumacero y la de Carlos Monsiváis. Al revisar la trayectoria de los dos primeros encontramos muchas coincidencias: son coetáneos, contemporáneos y empezaron y trabajaron en las mismas revistas, Tierra Nueva y Letras de México, colaboraron en las mismas publicaciones, ambos trabajaron en Ferrocarriles Mexicanos (el Diccionario de Escritores Mexicanos no da cuenta de esto), y sobre todo en el Fondo de Cultura Económica; fueron grandes amigos y compañeros, y tenían los mismos gustos, las mismas amistades (Alí, más campechano y compartido), las mismas aficiones; ¿cuál será la diferencia entre las bibliotecas de uno y otro? Hay también el rumor de que antes de que el Estado, o algún particular poderoso (durante mucho tiempo los investigadores aspiraban a vender las suyas a Condumex, o a Televisa) adquiera alguna biblioteca, antes ya fue ordeñada por amistades y familiares; no hace mucho tiempo adquirí de manera formal, no clandestina, libros que pertenecieron a Jaime Torres Bodet, fallecido a principios de los años setenta, y 40 años después llegan a librerías especializadas; no digo los títulos ni los autores para no causarle un telele a quienes entregaron ansiosos de reconocimiento sus libros, con dedicatorias llenas de afecto y admiración, y llegaron a mis manos intonsos. Pero en una página de internet dedicada a promover librerías de todo el mundo encuentro que un ejemplar de 6 7 poemas (ediciones Aztlán), de Carlos Pellicer, lo ofrecen en poco más de 200 euros, con el atractivo extra, aparte de ser una primera edición, de estar dedicado a Julio Torri, “poeta, amigo y otras tres cosas”; la librería que la ofrece está en la ciudad de México, pero se supone que la biblioteca de Torri está bajo buen resguardo (menos algunas de sus ediciones pecaminosas, que caminaron desde hace mucho, dicen), pero una librería de San Francisco ofrece en 199 euros un ejemplar de Camino, dedicado a Rafael Muñoz López, cuyos descendientes se desprenden de esa joya, de tan pocos ejemplares. En esa misma página vemos que libros pertenecientes a José Bianco están en oferta; es de suponer que no hay quien cuide que su biblioteca se conserve intacta. ¿Las bibliotecas de escritores o de grandes lectores mexicanos están protegidas? Una librería especializada en estos rubros afirma que no es la edad, ni lo famoso de los autores, lo que hace valioso un libro. ¿Qué es? Lo terrible es habernos desecho de algún ejemplar que de pronto adquiere celebridad. Abundan quienes pretenden vender muy caro un libro de un tiraje de diez mil ejemplares (más otros de reposición –esta frase la plagio de uno de mis autores favoritos, por desgracia poco leído), y quieren mucho por él, más que por uno de 200 ejemplares y nunca reeditado. ¿Es el nombre del autor, lo raro de la edición? Dicen que un famoso escritor, dueño de una biblioteca enorme, porque le llegaban cortesías de todas las editoriales, ante la falta de espacio en su casa ofreció donar sus libros a la Universidad, quienes con poca cortesía declinaron la oferta porque no tienen dónde guardarla; en alguna de las escuelas periféricas, sugirió, sabedor que él tiene más libros que todas las bibliotecas de las prepas y otras escuelas lejanas a CU; tampoco hay espacio, le contestaron; dicen que, corteses, no le dijeron que calculan que, excepto por algunas ediciones de autor, tiene los mismos títulos que la UNAM porque ésta los recibe de la oficina de Derechos de Autor, así que no remediaría ninguna carencia o laguna; o sea que no hay que tener muchos, sólo libros buenos, porque ya no es fácil engañar a (todas) las autoridades; queda el recurso de malvenderla a universidades del extranjero, que se interesan no tanto por títulos raros, inconseguibles, ediciones príncipes, incunables (saqueadas de bibliotecas públicas); se interesan más bien por las dedicatorias, mientras más raras, mejor. III En las redes sociales me enteré, y me dejó azorado, de la muerte sorpresiva de Jesús Muñoz, a quien se le conocía como Muni. Un día me llamaron a casa, no sé cómo se enteraron del teléfono, Víctor Roura y Muni; vivían en un pequeño ático en una vecindad cercana al Monumento a la Revolución; publicaban una revista, Sesión, donde comentaron con sentido crítico alguna nota mía sobre Electric Light Orchestra en El Heraldo Cultural, pero se interesaban en platicar conmigo; con cierto recelo acudí una tarde en la que, por complacerme, pusieron varios discos, entre ellos uno de Harrison que a la fecha no tengo; bebimos vodka y nos hicimos cuates; colaboré en su revista, y en alguna otra que emprendieron; los invité a colaborar en La Onda, pero Muni era rejego y entregó pocas notas; Roura comenzó a trabajar en unomásuno, luego en La Jornada y después en El Financiero; al margen editó Melodía. Diez años después, donde también me invitó a colaborar. Muni contrajo matrimonio, y tenía mejores ingresos cocinando unos pasteles naturistas exquisitos, de los que fui cliente hasta que dejó de hacerlos. Quién sabe dónde conseguía discos extrañísimos que no llegaban a las disquerías; tenía grabaciones extraoficiales de Beatles, sesiones alternas a las oficiales, con diferencias notables: “Dig it”, que en Let it Be dura 51 segundos, en el disco que me vendió él dura siete minutos 51 segundos; hay versiones que no vienen en Antología, que es la oficialización de muchas versiones pirata (que es como si una esposa da permiso a un marido coscolino para que tenga versiones alternas: le quita emoción al asunto); por ejemplo, When Two Legends Collide, en la que Lennon canta “She’s Like a Rainbow” interpretada por Rolling Stones; años después me consiguió la rarísima grabación de Traffic con Jimi Hendriks, un excelente disco homenaje a The Doors con una excepcional versión de “Roadhouse Blues” a cargo de Status Quo, y una de “Light my Fire”, con Led Zeppelin, y otras. Cuando Jorge Pantoja organizó una sesión de intercambio de rarezas a las afueras del Museo del Chopo (entonces dirigido por Ángeles Mastretta), Muni fue de los más entusiastas; ese intercambio tuvo tanto éxito que debieron hacerlo varios sábados, hasta que las autoridades del museo se deslindaron de su organización, que llevaba a centenares, tal vez miles de fanáticos cada sábado a cambiar, pero después a vender, sus mercancías; los vecinos se quejaron, y los tianguistas se cambiaron a la Guerrero, por la esquina que domina (aunque los más excéntricos coleccionistas se ponían más bien en La Lagunilla, donde nunca pude comprar “Back”, con Los Spiders, porque pedían miles de pesos por aquel LP rarísimo. Muni se apersonó, se arraigó, y se hizo uno de los líderes de los tianguistas, y uno de los más respetados. Además de allí, se instaló en las afueras de la Ciudadela, donde vendía posters, revistas raras, camisetas, y discos muy raros; quién sabe cómo conseguía grabaciones de los conciertos que dieron muchos conjuntos en México, y una semana después ya vendía casetes con esos conciertos, la mayoría de las veces muy bien grabados; de lunes a viernes, si sobrevivía a sus desveladas, habría su puesto a media mañana; cuando iba a visitarlo me tenía noticias del gremio musical, o del literario: “¿sabes que el Chamaco ya lee? Como ahora es amigo de famosos, tiene que contestarles cuando le preguntan qué piensa de sus libros”; o quién se divorciaba (a veces, sin estar casado); durante mucho tiempo su saludo era “ya ves cómo es Manuel”, en alusión a Manuel Gutiérrez Oropeza, con quien tenía discusiones muy divertidas, cuando nos visitaba en La Onda. Tenía fama de arisco, pero también de generoso, y conservó sus amistades de hace 30 o 35 años, algo que no todos podemos hacer. Tal vez su episodio más curioso fue durante una gresca en una cantina, donde varios rocanroleros departían con Joaquín Sabina, y se fueron a golpes contra Víctor Roura, quien dejó de defenderse cuando vio, azorado, que Muni estaba entre sus verdugos. Nunca me aclaró el motivo. El deceso de Muni me dejó completamente azorado. IV Para muchos cinéfilos, la belleza de Rachel Welch es artificial, de plástico; aunque parecía perfecta, con un cuerpo equilibrado, en realidad era fría, no pertenecía al cine sino a las revistas eróticas (“Self play, boy”), y sus intervenciones en todas las cintas en donde aparece son inocuas, excepto en dos: Bedazzled, donde Stanley Donen aprovecha la atmósfera de la cinta y la expresión de Dudley Moore para hacerla parecer excitante, y en Los tres mosqueteros, donde se ve simpática, desenvuelta en su papel de ingenua, y en donde su belleza es provocativa, aunque aparece completamente vestida, pero con un escote que deja ver no el tamaño sino la forma de sus pechos; en una escena sólo se ve eso: ella va fuera de una carroza, a gran velocidad; se abre la ventanilla y lo único que se puede observar son sus pechos, con un balanceo muy exacto, muy justo, y que excita tanto a quienes la observan como al espectador. Todas las mujeres que aparecen en las tres películas de los mosqueteros, de Richard Lester, son, más que bellas, misteriosas, enigmáticas, capaces de producir estremecimientos en los protagonistas masculinos; si Welch es ingenua, de cualquier manera D’Artagnan sucumbe más que a sus atributos físicos, a su comportamiento frágil, a la sensación que da de desamparo; la reina infiel Geraldine Chaplin, la villana Faye Dunaway, y las comparsas Nicole Calfan, Sybil Danning, Gitty Djamal y Kim Cattral hacen que se mueva la cinta entre la gandallez de villanos y héroes, y la conmoción que provocan ellas; Lester le dio a sus protagonistas femeninas un papel preponderante, más que en el argumento, en su presencia y lo que ésta causaba; sus heroínas en estas tres cintas de mosqueteros, surgen, no aparecen, como en un poema de De Moraes. Richard Donner eligió a Margot Kidder por sobre más de cien aspirantes a protagonizar a Luisa Lane en Supermán, porque en la prueba (audición) mostró auténtica vergüenza cuando Supermán ve, con su visión de rayos X, que ella usa tarzaneras rosas; y en la cinta se ve en realidad perturbada en esa escena; Donner pone a la espontánea e hiperactiva Luisa agarrada del helicóptero a punto de caer desde la azotea, o helipuerto, de El Planeta, y aunque la toma desde abajo, no muestra las piernas (aunque sí en la parodia de Mad, donde alguien asegura que trae lencería transparente); en las dos secuelas, Lester la hace menos turbada, más empecinada, y sobre todo deseosa de volcar su erotismo en Supermán; Lester la respeta mucho, aunque hay dos escenas en Supermán II en que se nota el erotismo inteligente del director: cuando los supervillanos soplan haciendo caer cornisas, volcar autos y casi volar a la gente, la tensión se distrae cuando por el superviento hace volar la falda de una transeúnte a la que se le ven las tarzaneras blancas; pero quien resulta irresistible es Sarah Douglas como supervillana, con rostro enigmático y expresión misteriosa; además, muestra sus piernas en la escena más atrevida de toda su carrera, superior incluso al no muy estético desnudo que hizo en The Brute. Lester, como veremos después, sabía tratar a las mujeres y hacerlas excitantes, atractivas, memorables. V Busco chamba: quiero hacer los resúmenes de las películas transmitidas por Cablevisión: diría que la trama es que “un muchacho conoce a una muchacha”, y le ahorraría el esfuerzo al televidente; desde el principio diría quién es el asesino; llamaría la atención de las escenas atrevidas y cuántos desnudos contiene cada cinta. VI Dicen que los Tigres de Detroit estaban fuera de ritmo en la Serie Mundial; es falso; quienes estaban fuera de ritmo eran los lanzadores, nada más; y hasta eso, no mucho: tres de los cuatro juegos fueron muy cerrados. Y a propósito, en los juegos de futbol americano llama la atención que Fernando Von Rossum (padre) diga todo en cinco o seis palabras, mientras que sus compañeros usen 40 o 50 para decir nada, o lo mismo que don Fernando, sólo que sin gracia ni inteligencia.