martes, 20 de diciembre de 2011

De hamburguesas y otros recuerdos

El primero (y único, a la fecha) capítulo de mi autobiografía lo escribí a instancias de Jorge De’Angeli, y llevaba un comentario de Manuel Gutiérrez Oropeza que me hizo ver cosas que ignoraba, o no había prestado atención, de mí mismo. Lo público De’Angeli en una revista dedicada a gastronomía; mi escrito hablaba de algunas cuantas experiencias gastronómicas. Pero han pasado más de 20 años y está caduco.
Hablaba en él de El Tecuilito, un restaurante que estaba en la carretera México-Pachuca, o mejor dicho, en Insurgentes Norte, la calle que, como dice Carlos Fuentes, va de Nuevo Laredo a Buenos Aires, y en la que se corría la carrera Panamericana en los años cincuenta. Partida en dos por el Metro y el Metrobús, ofrece ahora un aspecto harto diferente de cómo era en la época en que me llevaban a El Tecuilito, algo que hasta Dèjá Lu puede percibir.
Como vivíamos más o menos cerca, nos íbamos a pie: estaba a la altura de los Indios Verdes (por cierto, teníamos unos vecinos que fueron apodados así, “Indios Verdes”, por su elevada estatura; muchos años después, su hija fue directiva del club de admiradoras de Julio Iglesias); en él comíamos un consomé que recuerdo como el más sabroso que haya probado, y supongo que barbacoa; la última vez que fuimos fue alrededor de 1956.
Después la familia regresó a las costumbres ancestrales: las comidas dominicales se servían en la casa, eso de ir a restaurantes era de gente fodonga; de cualquier manera, se compraba un pollo rostizado en La Abeja, o en otra panadería, en Montevideo (la calle); si otros familiares se sumaban, se compraban dos pollos; en ambas panaderías agregaban papas fritas en el mismo horno que los pollos, con un caldo que las hacía más sabrosas que las por entonces no muy abundantes papas fritas en bolsas; agregaban también chiles serranos; una variación de las comidas familiares estaba enriquecida por una tinga que merecía el honor de hacerse sólo una o dos ocasiones al año; rara vez, otra rama familiar preparaba mole poblano, platillo que era el que comíamos en un restaurante en Xochimilco, exactamente sobre el lago, donde minutos antes habíamos viajado un tramo, en una trajinera; me parece que alguna fotografía perpetúa el momento; en esa fotografía debo tener expresión de azoro, que era la que ponía, y sigo poniendo, en todas las fotografías, excepto si no veo la cámara o al fotógrafo (Marco Antonio Campos, malévolo, en una comida homenaje a José Emilio Pacheco hizo que Rogelio Cuéllar tomara una en la que estoy al centro, rodeado de Marco, de Juan Villoro, Carlos Montemayor y José María Fernández Unsaín; por más que insistí, no quisieron ponerse lentes negros, para que parecieran mis guardaespaldas).
Aunque los restaurantes eran para quienes no tenían tiempo de ir a comer a su casa, se volvieron comunes cuando los comercios comenzaron a trabajar de tiempo corrido; los bancos abrían de 9 a 13 y de 15 a 17 horas; cuando implantaron su horario de 9 a 15, y a causa de las obras para ahorrar tiempo, y que sólo sirven para incrementar el doble el tiempo que uno se pasa en los transportes, los empleados que laboraban en el centro debieron acudir a fondas, restaurantes pequeños, cafés, y muchas familias aumentaron sus ingresos ofreciendo comidas más baratas que en los locales establecidos.
Mi padre se querenció en el centro; primero trabajó en El Mago de Capuchinas, que como indica su nombre estaba en Venustiano Carranza, entre San Juan de Letrán y Gante; en el aparador de la entrada estaba la figura de un mago, con turbante y bola de cristal (el changarro era de una descendiente, nieta o bisnieta, de Manuel Payno); se hizo amigo de Adela, la que inventó el chachachá, según el Trío Avileño (“¿y quién te lo dijo Nené?; me lo dijo Adela”), y que tenía una pequeña pero bien surtida disquería, en la misma acera; tenía un Garrard donde ponía el disco que pedían los clientes; tenía buena memoria porque por lo regular no sabían el título ni el intérprete, mucho menos el compositor; tarareaban la canción: “el alacrán cran cran” o “éste es el danzón que le gustó al Ratón, vamos a bailarlo con el corazón”, las canciones favoritas de mis tíos Raúl y Polo, respectivamente; ella sabía incluso las que acaban de estrenar; me obsequiaba los catálogos que mes a mes le entregaban las casas disqueras, con los discos en venta; supongo que no queda ninguno, pero llegué a memorizarlos; en la esquina sigue estando La Luz, cantina famosa entonces por las hamburguesas y los sándwiches de carne tártara, que presumía de ser la única cantina que no ofrecía botana, y pese a ello, estaba llena. Muchas veces mi padre llevaba sándwiches a la casa; pocas veces los comí, no dentro, porque no me dejaban entrar, aunque allí trabajaba mi tío Raúl (muchos años después entramos a La Luz mis cuates Tlamatinis y yo, como agregado cultural; mi venganza a sus bromas fue que mi tío pidió a todos, menos a Paco Cabrera, su cartilla, para servirles; a mí no), y fuera de ella, mi abuelo Marcelino ofrecía billetes de lotería, y me compraba un sándwich.
Pocos años después de El Mago, mi padre tuvo una tabaquería en la calle de Ayuntamiento; iba con él casi todos los sábados, y muchas veces en vacaciones; estaba a unos pasos de la XEW, y una de sus actividades era cambiar los cheques a quienes trabajaban en la estación (también lo hacía el señor Limón, una leyenda en la W); así, hizo amistad con los del Trío Avileño, con Celio González, con Piporro, con la Marquesa Solares (pícara, corría a avisarle a mi padre cuando llegaba alguna actriz, con falda muy corta, o abierta hasta medio muslo); en la acera de enfrente estaba el estudio de Herrera, el fotógrafo, y con frecuencia iba Norma Herrera a la tabaquería.
Pero a la hora de la comida había que cerrar e ir a algún lugar no muy caro; en la esquina una mujer preparaba comida casera; dos o tres veces fuimos allí; no recuerdo algo memorable; en San Juan de Letrán había, en un lote baldío, un puesto enorme donde despachaban comida yucateca; si bien los tacos de cochinita no eran sobresalientes, aprendí a tomar horchata, una de mis aficiones actuales, porque no en todos lados saben prepararla bien; más memorables eran los tacos de pollo rostizado y las hamburguesas York, que estaban sobre Victoria, y que duraron hasta muy entrados los años setenta; todavía en 1975 comí allí las últimas hamburguesas de mole bien preparadas.
Cuando era comida familiar íbamos a cualquiera de los dos restaurantes famosos del centro, y que no eran de lujo: La Rica Leche y La Taza de Leche (¿había alguno que se llamara La Blanca? No puedo precisarlo); en uno de ambos me tocó la contingencia de que la mesera era madre de Toño y Luis, compañeros en la escuela ya llamada Teodoro Montiel López, en quinto año. Eran comidas corridas; uno estaba en pleno San Juan de Letrán y fue de los que desaparecieron en septiembre de 1985; en ambos, o en los tres, servían el café con leche (más bien era leche con café) en unos vasos alargados, de cristal, que se iban ensanchando en la parte superior, en forma hexagonal, aunque el borde era redondo; lo asociaba más a las neverías que a los restaurantes.

Comencé a comer solo en restaurantes cuando trabajé para Gustavo Sainz en Equipo Creativo, pero eso lo cuento en El juego de las sensaciones elementales; cuando Sainz cerró la oficina, me mudé a Bellas Artes; debo contar muchas cosas de allí, pero ahora me limito a los restaurantes cercanos; junto a Libros Escogidos había una fonda chiquita que parecía restaurante, a donde acudía cuando necesitaba sanar de infecciones dentales o intestinales, así de sana e insípida era la comida; en Avenida Juárez, donde ahora está la Librería El Sótano, (no la gloriosa Librería Del Sótano) había un restaurante enorme, con tres o cuatro opciones para comida corrida. Más de una vez tuvimos que regresar algún platillo porque llevaba una mosca como extra; pero en Doctor Mora estaba El Horreo, donde se comía bien y caro, pero como subsiste, lo omito, así como muchas de las anécdotas que vivimos allí, algunas relatadas en El juego

Hace unos días un taxista me platicó de algunos restaurantes que recordaba haber visitado en una niñez no tan lejana, pero que ya habían desaparecido; me hizo recordar algunos que no existen ahora; en los últimos años han cerrado más negocios, y sobre todo más restaurantes, que los que han abierto. Si me limito a las hamburguesas, un platillo al que me han condenado los médicos a no probarlo nunca más (excepto en casa), debo lamentar la desaparición de las que vendían en la esquina de Cuauhtémoc y Chihuahua; las preparaban frente a uno, y las expendían a los clientes, fuera del establecimiento; seguían la receta tradicional: carne molida, con cilantro, ajo molido y muy poca cebolla, y fritas (no anatemizadas en micro güey), en panes pequeños, pero que eran rebasados por la carne.
Con la misma receta podía uno probarlas en Kiko's, de Avenida Juárez, también en la entrada, fuera del restaurante; eran tan baratas que daban ganas de comerse tres, pero uno quedaba sin apetito por dos días; también con la receta tradicional, las Heaven-Cielo, en la calle de Oaxaca, que desaparecieron alrededor de 1988, y que eran de las primeras (tal vez las segundas) que se establecieron en la ciudad de México, en 1948, después de las Wimpis, que estaban, me dice un sabio, donde ahora hay un negocio de hamburguesas gringas, también en Oaxaca, pero más cerca de Durango; las Heaven-Cielo estaban a media cuadra del Metro Insurgentes, cercanía que a la larga los obligó a cerrar. Las últimas hamburguesas memorables estaban en pleno Insurgentes, muy cerca del Sanborns de Aguascalientes, donde además vendían cerveza de raíz, inolvidable.
Lo más cercano a las hamburguesas tradicionales son los bisteces de carne molida que venden en Merlos, en Tacubaya, con el inconveniente de que sólo en fines de semana. Podría asegurar, y sería avalado por muchos, que hamburguesas excelentes eran las del parque de beisbol del Seguro Social, aunque su fama era opacada por los tacos de cochinita, que son ahora, en el Foro Sol, lo único que sobrevive del beisbol viejo, junto con los apostadores.

Pero hay muchos otros restaurantes que hay que recordar, como El Mortiro.

Pocas cosas me dan tanta satisfacción como vencer a los necios; pregunto en Mix Up por el nuevo disco de Kate Bush; me muestran Director’s Cut; no es el último, afirmo; es de 2011, me asestan; no están ustedes actualizados, les espeto, hay uno nuevo; me retan y me llevan a una computadora, donde verifican que hay uno nuevo, 50 Words for Snow; aceptan a regañadientes mi triunfo, que de nada sirve si no lo traen; minutos más tarde pido Unos pantalones para Philipe; me enseñan dos videos de Laurel & Hardy, doblados al español, por Polo Ortín; no los quiero con doblaje; es igual, me dice la vendedora, es cine mudo. ¿Y dónde se queja uno?

Trivia: en Caligrafía de los sueños, la más reciente novela de Juan Marsé, un personaje se tira a media calle para suicidarse bajo las ruedas de un tranvía, sólo que en esa calle no pasan los tranvías desde hacía años; en otro pasaje, se relata la historia sórdida de dos amores prohibidos. Ambos sucesos, en 1948; dos novelas mexicanas, publicadas en los años ochenta, tienen escenas y tramas similares; ¿cuáles novelas son?

martes, 6 de diciembre de 2011

Y que me dejen vacilar sin ton ni son

Nunca digo “va a llover”, sino “it’s a hard rain gonna fall”; ni “está lloviendo”, sino “Have you ever seen the rain?”, ni “qué fuerte llueve”, sino “Who’ll stop the rain?”; mucho menos “¡está temblando!”, sino “the whole world is shakin’ out, can’t you feel it?”. Eso quiere decir que me gusta el rock y no sólo como una manifestación artística y social (que tiene esa característica de la que carecen otros ritmos o, mejor dicho, otras maneras de hacer y sentir la música), sino como algo inevitable, parte de mí, tanto como la pasión por leer y por ver cine; pero si la lectura a grandes ratos se confunde y se funde con el trabajo (o mejor, en lo que he trabajado en los últimos 43 años); si ver cine depende del tiempo disponible, o de que transmitan algo por la televisión, o de que me acuerde de que tengo el video, o que me entere de la programación, la música la puedo escuchar mientras leo, mientras camino los 30 minutos que me ordenan los médicos, mientras platico, mientras escribo, mientras duermo o mientras descanso.
Tiendo a poner cuatro o cinco discos de un mismo conjunto, o de cantantes o conjuntos similares, que se transmiten influencias; o suele pasar que un disco me incita a escuchar otro; es comprensible que si pongo discos de Neil Young (es difícil oír tres suyos seguidos: es demasiado intenso), luego ponga dos o tres de Joni Mitchell, y luego a Christine McVie (con sus inteligentísimas canciones feministas); a veces una lectura (como digamos por ejemplo Joyce) obliga a oír todo, o casi todo, Kate Bush, pero también a Lou Reed y, quién sabe por qué, a Van Morrison.
No sé qué sea primero, si oír un concierto de Mozart obliga a escuchar a Steve Winwood, como solista; y sus sinfonías, a Traffic (así como luego de oír a Ravel tengo que buscar los discos de chachachá para encontrar “Sabrosona”, que contiene uno de los solos de percusiones más ricos, en ambos sentidos, de la música popular); sé que, sin que sea un acto reflejo, no podemos oír a Kachaturian sin desembocar en los primeros discos de The Who (aunque hay que confesar que no siempre es a la inversa, porque The Who agota, y Kachaturian no, aunque produce taquicardias); tampoco sé qué pongo primero: Schumann y Beethoven, o Beatles, pero comienzo con uno y me sigo con los otros hasta agotar obras completas, aunque no disponga de todas las versiones excelentes que se hayan grabado de los primeros, entre otras cosas porque no todas están disponibles, muchas no están reimpresas, o si lo están, no las traen las ya muy escasas tiendas de discos, algunas casi en estado de abandono, y a las grandes cadenas no le importan los aficionados: es casi imposible encontrar todo el repertorio de Janine Jansen, y ni contar lo que me costó conseguir la versión de Stephanie Chase del concierto para violín y orquesta de Beethoven (¿alguien podría explicar por qué la UNAM no pone a la venta el video de cuando vino a tocarlo al DF con la OFUNAM?), aunque pocas versiones de Beethoven no son buenas.
(Claro que hay manías, muy explicables; las diez u once versiones que tengo de ese concierto no son ni la cuarta parte de las que tiene Mario Magallón, o de las que tiene Luis Pérez; y ninguna de mis cinco grabaciones en disco compacto del Concierto para piano y orquesta de Schumann iguala la única que tengo en acetato; llegué al grado de comprarla con Von Karajan, pero ni siquiera ésa; y lo comento porque como bien saben mis amigos melómanos y mis amigos músicos, Von Karajan es admirado o rechazado, ambas actitudes de manera tajante; casi no existe admirador de Furwängler que lo sea también de Von Karajan, y viceversa; admiro mucho más al primero, influido primero por mis amigos, y luego convencido; pese a las recientes y muy buenas versiones de las extraordinarias violinistas jóvenes –Jansen, Hahn, Kopatchinskaja, Batiashvili, Chase, además tan bonitas o más que las tenistas rusas—, no son mejores que la de Mehunin, aunque ellas sean mucho más guapas. Y mucho de la excelencia de esa versión se le debe a Furtwängler.)

Todos saben que John Lennon contaba que escuchó la Sonata 27-2 de Beethoven un día que la tocaba Yoko Ono en su piano blanco, que él le pidió que la tocara al revés y que de allí salió “Because”, que aparece en Abbey Road; muchos menos saben que en “And I love her”, mientras Harrison toca un requinto eléctrico que distrae mucho, Lennon toca con la guitarra acústica la melodía del primer movimiento de esa sonata; también es sabido que George Martin, tratando de adecentar a los Beatles, les ponía conciertos que no sólo no los adecentaban, sino que les daban ideas y los enriquecían sin perder su esencia rocanrolera; sus primeros críticos serios intentaban justificarlos diciendo que descendían de una tradición romántica, de Schubert y Schumman, y no advirtieron nunca que ellos admiraban a Chuck Berry, que de muchas maneras descendía de ciertas obras de Beethoven; no fue sino hasta que Electric Light Orchestra lo explicó con manzanas, que muchos se enteraron que “Roll Over Beethoven” tomaba prestadas, o más bien arrebataba, las líneas principales de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Lo que tampoco cuentan ni siquiera sus admiradores más acérrimos es que Beatles no sólo se basaban en ellos tres para algunas de sus canciones, sino también en Mahler (Paul McCartney) o en Tchaikowsky (Lennon), y hay que recordar la influencia de Ravi Shankar –cómplice, entre otros, de Philip Glass— en Harrison. Glass ha colaborado además con otros roqueros como Lou Reed, David Bowie, Paul Simon y Linda Rondstadt.)

No intento justificarme: me gusta el rock, como me gustan el mambo, el danzón, el fox-trot, el chachachá, con la desgracia de que estoy imposibilitado para disfrutarlos bailando, sólo puedo escucharlos. Pero como dije, el rock tiene características no sólo musicales; no niego, antes al contrario, la categoría que le da Acerina al danzón, al tomar partes de algunas obras y convertirlas en clásicos modernos: Mozart (La flauta mágica), Tchaikowsky (El cascanueces), Verdi (Rigoleto, Rigoletito –prefiero la segunda, aunque la primera sea más fina), Schubert. Pero sus raíces son más populares; tampoco niego, antes al contrario, que Gershwin y sobre todo Cole Porter (Call Porter!, le decía Cabrera Infante) elevan la música popular estadounidense a categorías altísimas sin perder su esencia popular, ni que ambos tengan muchísimas referencias, tanto en la música como en los versos, de clásicos de la ópera, de los conciertos y de la mejor literatura; ni de la muy evidente presencia de los clásicos en Gonzalo Curiel, María Grever y Consuelo Velásquez, tan profunda que a ratos llega a la copia descarada (o del parecido de muchas piezas de Luis Arcaraz con la obra de Ernesto Lecuona).
Pero el rock, más que cultura, es comportamiento; no me toca explicarlo, pero sí narrarlo; así como me despido diciendo “con su compermiso”, por citar a Tin Tan; así cuando un amigo de Enrique Fuentes me preguntó que cuál era mi gracia no pude sino contestar “la facilidad de palabra”, cita del primer (y mejor) Cantinflas; cuando explico alguna no muy infrecuente falta de ortografía, la adjudico a que tengo una mano lastimada, como Pedro Infante; cuando juego dominó, alardeo con un “pa’ molarla de acabar”, como Jorge Negrete, y a la primera provocación me disculpo de una discusión con un “de güey me meto”, como le sacateó David Silva cuando alguien le pidió que separara a dos mujeres que se peleaban por él; a algún amigo lo he tomado por sorpresa cuando, aquejado por una molestia de carraspera, contesto a un “cómo estás?” diciendo que “con tos y mala vista”. En su autobiografía procaz, Carlos Monsiváis responde una pregunta imaginada con un “ya que no tuve niñez, permítame tener currículum”.
Así, logro sostener conversaciones completas citando frases de canciones, muchas veces sin que el interlocutor lo advierta; a veces son tan obvias que me delato, por eso evado decirle a algún impertinente “no es necesario que cuando tú pases me digas adiós”, porque hasta él reconocería la cita, pero hay muchas otras que deslizo en pláticas, en reseñas, en relatos, que no todos reconocen; no puedo hacerlo ante sabios como Marco Pulido, Juan José Utrilla, Marco Antonio Campos, Salvador González, porque me contestan de manera contundente con alguna otra cita que me tardo a veces hasta minutos en aislar y reconocer (alguna vez tuve la audacia de recitarle a Marco Pulido la filmografía casi completa de Antonio Espino Clavillazo, y me la reviró enumerando la del Indio Calles, no sólo como director, también como actor). A veces cito literalmente, y luego encuentro una variante ágil de Monsiváis (me muero de ganas de citar en voz alta la última que le leí, póstuma).
Pero si el bolero y las canciones rancheras me dan oportunidad de hacer citas que no todos conocen, casi todo el rock da esa chanza; Lindsay Buckingham, Chistine McVie, Van Morrison, Jim Morrison, Bob Dylan, Who, Kinks, Beatles, hasta el rústico Elvis Presley, tienen frases que explican la vida, los sentimientos (de todo tipo), de contar experiencias, y por lo regular lo hacen con versos muy bien escritos, que condensan con eficacia e inteligencia lo que sólo el hombre puede sentir; muchas veces lamento que lectores voraces de otros géneros se hayan perdido una de las formas de poesía más ricas de los últimos 60 años, por pensar que el rock es sólo ruido. Casi todo el rock tiene esa potencia de decir, con unas cuantas palabras, todo un drama (y esta frase la dice uno de los roqueros menos explícitos, en una canción aparentemente alegre).

(Esto que hoy escribo salió, en gran parte, de la conversación en una cantina con Marisol Schulz; otra parte, por la plática con un amigo poeta, pero como es muy mi amigo mejor no les doy su nombre –a menos que me autorice—, quien, al confesar su pasión por Lilia Prado, me dijo que hasta la debía la costumbre heroicamente insana de hablar solo, cita que yo también suelo hacer; como me tomó por sorpresa, no le dije que, cuando lamentaba que en fotografías no le despertara las mismas pasiones, la frase correcta hubiera sido “mirando tu retrato me consuelo”.)

Busco un libro de Ramón Xirau en una Porrúa; como es costumbre, la dependiente busca primero en la computadora, donde ve que está en tal estante y hay cinco ejemplares; veinte minutos después, de revolver varias veces los plúteos correspondientes, llama al único hombre que despacha; él se acerca y toma un ejemplar que está frente a los ojos de ella; además, hay sólo cuatro ejemplares; sin que se dieran cuenta, se volaron uno. ¿Necesitan una computadora para buscar libros, si las computadoras son enemigas de los libros?

Como dice Hugo García Michel, ¿alguien esperaba que un no lector, lea? Si muchos escritores no leen, si hay un famoso crítico que no termina de leer los libros que comenta; es más, si hay autores que no leen lo que le preparan sus “negros” para publicar libros con su nombre. Ya no son los tiempos en que los presidentes leían. Cuatro ejemplos de presidentes lectores: Álvaro Obregón, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, Carlos Salinas de Gortari.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Yo lo único que quiero es bailar rocanrol / I

I
Cuidadito, cuidadito,
me vas a matar de un susto,
y no es justo,
porque yo sufro del corazón.
Mario de Jesús

A quién se lo escuché primero, no logró recordarlo; si fue a Jorge Sánchez López o a mi tío Enrique; mi escuela primaria era tan pobre que no tenía nombre; no fue sino hasta que falleció el director, Teodoro Montiel López, que su nombre apareció en el escudo; antes sólo era la Primaria M-521, y nosotros, apenados por esa situación, decíamos que se llamaba Cuauhtémoc, porque está en esa calle, en la colonia Aragón, entre la Estrella y la afamada Martín Carrera; Jorge entró cuando ya estábamos en tercero, y después del recreo, en nuestra primera clase de cuarto, antes de que entrara el maestro Juanito, se puso a cantar “Tutti frutti”, contorsionándose; un día antes, o un día después, mi tío Enrique, en un tocadiscos portátil, me puso el primer LP de los Locos del Ritmo; aunque lo oí todo, lo que más me llamó la atención fue la adaptación de “La cucaracha” en rock.
No desconocía la música, pero me sabía más canciones de Pedro Infante y de Jorge Negrete que cualquiera otra, aunque prefería algunas que no he vuelto a encontrar, como “Espinita”, de Nico Jiménez, pero no con Ana María González, sino con Evangelina Elizondo, de quien mi padre era fanático absoluto, como también lo fue de María Victoria; al parecer, era de los que iban al Margo a aullar cuando arrastraba las sílabas en “Soy feliz” (es famosa su anécdota de que alargó “estoy taaaaan enamorada” porque se le estaba olvidando la letra, y el efecto fue pasmoso, tanto la ovacionaron que siguió cantando así para siempre) y la tan masoquista “Como un perro” (“Por tener la miel amarga de tus besos, hoy se tiene que arrastrar mi dignidad; por piedad, por compasión, no me desprecies, me moriría sin tu amor, no me abandones. No por Dios, no te me vayas, te lo ruego, que en la vida como un perro pasaré, sin hablarte, sin llorar, sin un reproche, siempre tirado a tus pies, de día y de noche”); escuchaba casi a diario a los Cuates Castilla, y sufría con Lola Beltrán, a quien nunca admiré sino hasta oír en su voz “Cuenta perdida”; Así es mi tierra, los duelos entre Claudio Estrada, Antonio Bribiesca y Antonio Moreno, Max Factor las Estrellas y Usted y Revista Musical Nescafé eran los programas que veíamos cada semana, entre 7 y 9 de la noche.
Al día siguiente de la conmoción causada por Jorge Sánchez López, se le unió el mucho más tranquilo Jaime García Sánchez; se autonombraron “los hermanos Presley”; atónito, entre los discos de mi casa encontré “Maybelline”, de Chuck Berry, en 78 RPM, mezclado con “Papa Loves Mambo”, de Perry Como, acompañado por la orquesta de Mitch Ayres y, quién lo dijera, The Ray Charles Chorus; “Chicago”, de Fred Fisher, pero no logro recordar con quién, y “St. Louis Blues”, espero que no con Louis Amstrong porque me hubiera dado mucho coraje cuando se rompió, que eso solía pasar con los discos de pasta.
Al poco comenzaron a aparecer conjuntos de rock mexicanos; imposible competir con Federico Arana ni con Federico Rubli, quienes han hecho una muy divertida y documentada historia de las grabaciones y versiones mexicanas de rocanroles; hace algunos meses estuve invitado, por Jorge García-Robles, en un programa de radio donde coincidimos Rubli y yo en que algunos de los rocanroleros mexicanos de los cincuenta y sesenta merecieron mejor suerte que la de hacer versiones pedestres de algunos rocanroles, pero que tenían buenas voces, y a veces mejor instrumentación que los originales.

II
Une tu labio al mío
y estréchame en tus brazos
y cuenta los latidos
de nuestro corazón.
María Grever

No fueron los más famosos, pero hubo rocanroleros mexicanos con excelente voz; entre las mujeres estaban Lety Cisneros, Leda Moreno, Olivia Molina, Mayita; las conocidas (Angélica María, Julissa, Emily Cranz –por otras razones–, Blanquita Estrada, Queta Garay) no sólo carecían de voz, sino a veces hasta de entonación.
Entre los hombres tenían buena voz Alberto Vázquez –lástima que la impostara–, Miguel Ángel, Manolo Muñoz –por dos o tres años–, Toño de la Villa, y no muchos más; sin embargo, para una generación completa es muy difícil criticarlos; en lo que sí es excelente ese momento es en la instrumentación; hace pocos años apareció Los grandes covers en México (Universal, 039 260-2), donde incluyen una pieza original y la versión mexicana; no hay que hacer caso de las letras infames, dizque chistosas o deformantes, o las voces que pocas veces pudieron equipararse con las inglesas o estadounidenses, sino la música; por ejemplo, Los Locos del Ritmo agregan un piano excelente en “Aviéntense todos” del que carece, y le hace falta, a la versión de Eddie Cochran; la versión de Tin Tan a “Personalidad” es muy superior, por la orquestación, a la de Lloyd Price; por supuesto, aunque no tocaban mal, Los Rebeldes del Rock nunca pudieron superar las versiones originales de “Poison Ivy” o de “Rockin’ Little Angel”, pero no eran desechables; los mexicanos tenían que lidiar con los directivos de las disqueras, con las traducciones que iban en contra del original (“Vete con ella”, por ejemplo, dice exactamente lo contrario que la canción de donde provenía), o que le faltaban el respeto al género (“Corre Sansón corre” parece mal chiste; la original advierte de la maldad de una mujer endemoniada con cara angelical), y así hay muchas; en general, el rock tenía mucho de subversivo, y con una carga erótica comparable al danzón; el rock mexicano fue dulcificado, adulterado, domesticado, le quitaron todo lo detonante y le dejaron sólo lo ruidoso, por las voces destempladas y los guitarrazos, aunque hay que observar con detenimiento las filmaciones de los Hermanos Carrión (sobrinos, creo, de Gustavo César Carrión, que musicalizó, a su manera, tantas películas mexicanas con sonidos aterradores, aunque el tema fuera sentimental), para ver la delicadeza de las guitarras acústicas, lo equilibrado del contrabajo (o del bajo eléctrico) y la finura del requinto de Diego (González) de Cosío; esas piezas tienen la estructura de las canciones posteriores de Jim Capaldi y de Eric Clapton. Lo que no sabemos es si en las grabaciones eran ellos quienes tocaban, o eran Mario Patrón, Leo Acosta, Tino Contreras, Gilberto Puente u otros músicos de estudio.

III
Ya veo que me lo devuelves
[el corazón que una noche muy confiado te entregué]
pero yo te lo di entero
en pedazos no lo quiero
te puedes quedar con él.
Emma Elena Valdemar

El cine mexicano es culpable de muchos crímenes, perpetrados con la complicidad de argumentistas, guionistas (entre ellos, algunos intelectuales irreprochables en otros géneros: Josefina Vicens, Ricardo Garibay, José Revueltas, Mauricio Magdaleno, Salvador Novo, Gustavo Sainz), directores, sobre todo los productores a quienes no les importó deteriorar un arte para convertirlo en mercancía barata, y el público que lo soportó, sin exigencias. Y uno de los peores fue la explotación que hicieron del rock mexicano; mientras en Estados Unidos Frank Tashlin hacía The Girl Can’t Help It (con excelente música y sentido del humor), en México hacíamos Los chiflados del Rock’an’Roll, Rebelde sin casa, El cielo y la tierra, Dile que la quiero, Mi canción eres tú; mientras Robert Wise hizo West Side Story, Julián Soler deshizo La edad de la violencia; mientras en Hollywood se hacían tramas alrededor de conflictos juveniles (dramáticos o más ligeros), en México se aprovechaban de la popularidad de conjuntos y cantantes para meterlos en mitad de una escena, a cantar cosas que no tenían que ver con el argumento, simplemente para llevar público juvenil a sus melodramas; Arana relata que incluso Luis Buñuel utilizó a Los Sinners, con paga simbólica, sin crédito y culpándolos de ser instrumento del diablo, en Simón del Desierto (más oportuno fue el Indio Fernández, que muestra contrastes entre campo y ciudad, gracias a Los Locos del Ritmo).
Sin pretexto, de manera gratuita, aparecía Julissa bailando y mostrando sus muy bellas piernas (a veces, eso es lo mejor de esas cintas), o María Eugenia Rubio haciéndola de ingenua, o César Costa haciéndole el paro a Resortes (válgame), o Los Hooligans cantando “Despeinada”, sin que, insisto, tuviera que ver con la trama; en una de las películas más infames del cine mexicano, Los años verdes, los ponen a tocar un vals para que se vea que no sólo son brinquitos y guitarrazos, pero en un jardín, sin electricidad, y haciendo como que tocan guitarras eléctricas; no fue sino hasta los ochenta que no se usó el rock para atraer público sumiso, sin olvidar los acercamientos en el cine de José Agustín, aunque en ellos había más visión paródica que alegórica.
En medio de eso había algunos programas televisivos en que aparecían rocanroleros: Premier Orfeón (después, Orfeón A Go Go), que era una sucesión de números interpretados por artistas de esa disquera: César Costa, Los Hooligans, Leda Moreno, Los Rebeldes del Rock, Los Crazy Boys, Emily Cranz (por otros motivos), las Hermanitas Jiménez (por otros motivos); Ossart montó un programa similar, que duró mucho menos tiempo, y con cantantes de otras disqueras: Angélica María compitiendo con Ariadna Welter por César Costa; Enrique Guzmán, uno de los más populares, no tuvo esa tribuna más que como invitado a veces hasta de Pedro Vargas, y sólo tuvo programa propio cuando explotó su comicidad no siempre intencional. Manolo Muñoz y Alberto Vázquez también debieron aparecer más como invitados que como titulares.
Mucho del atractivo de esos programas eran las bailarinas; por ejemplo, el ballet de Malena Soto, las primeras en usar minifalda en la televisión, o Andrea Coto, la que mejor bailó el yenka, o que mejor se vio bailándolo; o las imitadoras de las bailarinas enjauladas (Macaria, Robertha; Ana Martin; en Estados Unidos: Goldie Hawn, Terri Garr); pese a todo, estaban muy lejos de T.A.M.I. Show; también a veces debían compartir el programa con Los Polivoces que hacían crueles parodias (“me ordenó el doctor que vuelva” [el estómago]; “yo no quiero ser de los que dices que me dicen que yo soy, ¡ay, pero lo soy!”), o con Javier Solís o María de Lourdes o con La Consentida (ya sé que lo repito, pero era muy gracioso que criticara a las minifalderas, por descocadas, mientras mostraba un escote que ni Elvira Quintana) o con Antonio Bribiesca, o con Rubén Cepeda Novelo cantando Torero Twist o algo así, sintiéndose inferiores a Bill Halley y sus Cometas. No aparecían en escena los coristas; entre ellos, Plácido Domingo haciendo coros para Costa y Guzmán; o las mujeres, casi anónimas, que tenían mejores voces que los cantantes populares; o lo que revela Tere Estrada en su libro sobre roqueras, que eran Leda Moreno o Vianney Valdés, de voz y simpatía privilegiadas, perdida en la más provinciana provincia, quienes hacían coros.

IV
Corazón, tú dirás lo que hacemos,
lo que resolvemos.
José Alfredo Jiménez
Lo peor de nuestro rock fueron sus letras: apunta Federico Arana la incongruencia gramatical de “El rock de la cárcel”: todo el mundo en la prisión corrieron a bailar el rock; Queta Garay en “Las caricaturas me hacen llorar”: “la primer función”; Enrique Guzmán en “Anoche no dormí”: “fue de ti, fue de mí la gloria de este gran amor”; Angélica María: “con un beso pequeñísimo de tus labios al besarme”; los mayorcitos nos advertían que cómo se le llevaría una serenata a cualquier mujer con “Perro lanudo”; incoherencias, coros incomprensibles, cambios de primera a segunda a tercera personas sin ninguna razón, excepto para forzar una rima o para que no sobrara una sílaba (no nos quejamos en cambio de los poetas que nunca dicen “quizás” en vez de “quizá” porque les sobraría una sílaba, en el caso de los que cuidan el ritmo y la acentuación); ni los mayorcitos decían que también sus canciones tenían incongruencias (“por alto está el cielo en el mundo, por hondo que esté el mar profundo”) o incoherencias (“ay leré, leré leré leré, leré leré leré”).


V
Corazón, corazón,
no me quieras matar corazón.
José Alfredo Jiménez

En espera de los diagnósticos definitivos, en una parodia incalificable del Viernes Negro, encuentro un disco triple, con un DVD, producido en 2008, pero ya sabemos lo lamentable de las tiendas de discos en México (en los sesenta el Mercado de Discos era insuperable); la compilación no tiene muchas novedades; algunas curiosidades, como “Acapulco Rock” con Miguel Ángel, no con Manolo Muñoz; a Baby Bell; “Qué tal May Lou” con Paco Cañedo en vez de los Teen Tops o los Hermanos Carrión; “Sólo un mes”, de Los Locos del Ritmo, excluida de casi todas las recopilaciones.
Lo que llama la atención es el DVD; algunas filmaciones originales: Los Teen Tops simulando que tocan, modelos que cohíben a los cantantes; Emily Cranz (por otras razones), un infame play back de “El gran Tomás”, que sólo se perdona por la belleza de Mayté Gaos (ahora la doctora en historia María Teresa Gaos, según acota Luis Zapata) acompañada de Tun Tun y los Polivoces, o la aparentemente ingenua Pily Gaos desperdiciada en voz y belleza con las más bobas canciones posibles (ambas, hermanas, y familiares de José Gaos); algunas escenas, entrañables porque nos remontan a la primera adolescencia (de la que apenas estamos saliendo), porque hacen recordar otras épocas no por terribles menos memorables, pero un crimen espantoso: algunas canciones, interpretados por los cantantes originales, 30 o 40 o 50 años después; ver a los Loud Jets sesentones vestidos como quinceañeros; a Paco Cañedo con más calvicie que don Roberto Cañedo en sus papeles de villano de cintas de luchadores; o los Blue Caps con cara de regañones contra los rocanroleros; o Leda Moreno, tan bonita que había sido y con una voz tan ágil, ahora con sobrepeso, sin frescura, sin aliento. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
(No sólo Francisco Elorriaga, también Marco Pulido afirmó, cuando todos opinaban que era Pedro Páramo, que Bajo el volcán es la mejor novela mexicana.)

VI
Fallaste, corazón,
no vuelvas a apostar.
Cuco Sánchez

El futbol americano cada vez se parece más al soccer (que por algo es soccer); el jueves el mejor jugador defensivo de Detroit, apellidado Suh, se aprovechó que un contrincante estaba indefenso, en el suelo, para azotarle la cabeza contra el piso dos veces; luego lo pisó, lo pateó, y como los futbolistos de todo el mundo, levantó las manitas como diciendo yo no fui, y se asombró de que lo expulsaran del juego; ante la amenaza de que lo suspendan y lo multen cuando menos cinco juegos, ofreció disculpas a sus compañeros, a sus coaches y a su público, pero no al ofendido y lastimado.

VII
Nos volvimos a ver, después de tanto,
que al mirarte me dio un vuelco el corazón.
Salvador Novo

El remedio propuesto es peor; y qué hace uno sin hipocondría (lo más lamentable es que la computadora no me deja escribir hipocrondria).
Ah, y Tres caídas, el cuarto libro de Diego, está ya en la Librería Madero.

¡Ay, corazón!
Consuelo Velásquez

lunes, 21 de noviembre de 2011

Yo lo bailo en un ladrillo / I

En El gendarme desconocido, Cantinflas, agente 777, saca a bailar a Mapy Cortés (“la mujer sin par”, se la habían presentado, aunque él, viéndola bien, afirma que sí tiene, y qué par), con una frase arrogante, cuando Cortés le pregunta si baila danzón: “Yo lo bailo en un ladrillo y me sobra terraplén”; no es de sus mejores bailes en el cine, tiene otros más lucidores, sobre todo porque el danzón se baila en un ladrillo, y en El gendarme desconocido se mueve demasiado, caderea de más y sin mucho sentido, y se parece más al posterior Resortes que al célebre Cantinflas que sí sabía bailar.
Resortes fue más bien acrobático, y sus movimientos, más adecuados al mambo, pero poco estéticos; más que él, se lucen sus parejas: una Silvia Derbez mostrando audazmente unos insospechados muslos (sobre todo porque en el cine y las telenovelas se le recuerda más por su eficacia lacrimógena) en Baile mi rey (fuera de las escenas de baile, está bastante patético), y una Lilia Prado más sensual, mostrando “las ligas” (que es como lo provoca para que sea su pareja) y una incitante pantaleta negra, al final de Confidencias de un ruletero; pero la mejor escena de baile en una película con Resortes no la protagoniza él, sino Arturo Martínez, Guillermo Hernández, René Barrera: para que no se oigan los gritos destemplados de Resortes, a quien los villanos creen estar intoxicando con gas butano, ponen un disco, el chachachá “Cógele bien el compás” y, de manera distraída, casi natural, comienzan a balancearse al ritmo de la música, sentados; Martínez, villano estelar del cine mexicano, de pie, baila suavecito, moviendo los hombros con mucha cadencia.
Germán Valdés se lució en el cine bailando tanto danzón como chachachá; entre sus mejores piezas están “El bodeguero”, con letra cambiada, en Los tres mosqueteros y medio, rodeado de unas mujeres muy sensuales, en corpiño y liguero, quienes poco antes han bailado un can-can sin bomberos (una de ellas baila encima de una mesa, y el ocupante se asoma bajo la falda para atisbar mejor) (en un excelente western, Destry Rides Again, un actor secundario se asoma al pie de una escalera bajo la falda de Marlene Dietrich, escena audaz para finales de los treinta); baila un mambo junto a una pareja de hombres en medio de una fiesta en El revoltoso; hace trío con su hermano Manuel y con Marga López, combinando ritmos, en Los fantasmas burlones, y sobre todo se revienta unos espléndidos chachachás junto a Yolanda Varela y Ana Bertha Lepe en Lo que le pasó a Sansón. Baila con Rosita Fornés una canción muy pícara (“échale maíz a las maracas pa’ que suenen… Cuidado con Gulliver hermano, cuidado con Gulliver”) y “Piel canela” rodeado de unas cubanas exuberantes (al pasar una de ellas junto a él, coincide con el fragmento que describe del “ancho mar su inmensidad”, y describe, con las manos, la inmensidad de las caderas de la bailarina).
Con su hermano Ramón hace un trío muy movido con Rosita Quintana en Calabacitas tiernas, un swing en el que, en una de las vueltas, Quintana muestra unas pantaletas negras (en la vida real, se supone que las prendas íntimas negras son más incitantes; en el cine, evitaban casi siempre las prendas blancas).
Los Valdés se distinguieron por sus buenos bailes: Germán, Manuel, Ramón y el Ratón; éste, como figurante en muchísimos bailes, no siempre con Germán, pero varias veces con él. Manuel, más estrella de televisión que de cine, tiene muchos bailes memorables: en Dos fantasmas y una muchacha, su célebre “Médico brujo”, donde da muestras de agilidad y acrobacia asombrosas, pero no distorsionadas; en Dormitorio para señoritas, "La dicha es mucha en la ducha"; uno de sus mejores bailes está en Las viudas del chachachá, al lado de Amalia Aguilar y la Chula Prieto, con el ballet de Ricardo Luna; pese a que ellas bailan bien, sobre todo Aguilar, Valdés se roba la cámara por su manera tan natural y alegre: no pierde ni la concentración ni la sonrisa; pero quien mejor baila en esa película musical, en que la trama es que Prieto y Aguilar se convierten en estrellas de la coreografía, es Andrés Soler, quien a la mitad de una pieza hace uno de los pasos más difíciles de ese ritmo, “el avioncito”: con los brazos extendidos a los lados, se balancea pero apenas moviendo el cuerpo; es fácil caer en la exageración: no don Andrés, aunque poco antes su personaje había declarado que no entendía ese ritmo y hasta renegaba de él.
Los Soler fueron buenos bailarines, sobre todo Andrés y Fernando; éste, en Al son de la marimba, sostiene un divertido duelo con Sara García en una danza chiapaneca; ella, atrevida, deja ver los tobillos al sostener la falda con la punta de los dedos; él se levanta un poco el pantalón; la sonrisa de ambos es picaresca, incluso luego del duelo de bombas entre Sara García y la muy guapa Amanda del Llano. Don Fernando también baila conga en ¡Qué hombre tan simpático!, al lado de una muy traviesa Gloria Marín, quien antes había cantado otra conga, “El apagón”; en "¡Qué hombre tan simpático!" hacen la fila que se mueve con cadencia al ritmo de uno dos y tres, qué paso tan chévere, qué paso tan chévere el de mi conga es, que nadie baila mejor que Bugs Bunny en varias caricaturas, sobre todo en “Un conejo para Bogart”, donde imita a Groucho Marx y, sobre todo, a Carmen Miranda.
Don Andrés baila un fox al lado de las hermanas Dávalos, de la mejor familia de la colonia Juan Polainas, en El Ceniciento, y lo hace tan bien o mejor que Tin Tan.

Ya se sabe que uno de los bailes más célebres de nuestro cine, el de El Peñón de las Ánimas, no lo ejecutaron Jorge Negrete y María Félix, sino una pareja que los dobló, porque ninguno sabía bailar; nadie dobló, en cambio, a Luis Aguilar en El Gallo Giro (su apodo para siempre) bailando charleston con una vitalidad que no volvió a mostrar en ninguna de sus películas como charro antes o después, ni al mostrarse tan tieso como chambelán de Alma Delia Fuentes en ATM.
Nadie dobla a Joaquín Pardavé bailando "Kikus kikus makakikus ecus tecus ecunecos", con una letra que describe un streap tease cómico pero aterrador, ni bailando mambo en Del charleston al mambo (me temo que, en cambio, sí doblaron a Abel Salazar, y además desperdiciaron a Rosario Gutiérrez que pudo haber hecho una “Llorona loca” más emotiva y sensual que la que bailó allí); si protagonizó Pardavé muchas piezas en plan ridículo, o cuando menos burdo, ni Resortes bailó el mambo mejor que él, con un cadereo que ni muchas de las mujeres pudieron imitarle; cadereo sólo igualado por Enrique Herrera, en el mejor papel de su vida al lado de Gloria Marín en Una mujer que no miente, aunque lo supera Alfredo Varela con unos pasos de “La Bamba” que de seguro vio Chuck Berry para crear su famoso paso de pato que todo rocanrolero ha imitado, y que Varela hizo cuando menos siete años antes.
Buenos bailarines, los villanos: Arturo Martínez, Rodolfo Acosta, Carlos López Moctezuma, Antonio Badú, Carlos Valadez, son mejores bailadores que los héroes, aunque éstos ganen los concursos de baile (Raúl Meraz, el Capitán Cosmos, ganó el Maratón de baile al lado de Elda Peralta, aunque sólo por el chantaje sentimental y por la resistencia, no por su destreza); además, tienen la habilidad de amenazar a la explotada sin dejar de bailar con cadencia y altanería; una de las escenas cumbres del cine mexicano la estelariza Badú, que le canta descaradamente “Hipócrita” a Leticia Palma en las propias narices de Luis Beristáin, mientras la incita sexualmente al pegarle el cuerpo, mientras ella descompone la figura haciendo mohínes; aunque para bailar aventando el cuerpo en plena incitación sexual, nadie mejor que David Silva, correspondido por una entrona Katy Jurado en Hay lugar para… dos; ella se resiste muy poco.

Los estadunidenses bailan con más sentido de lo espectacular, hacen peligrosos malabares, se trepan a las paredes y dan dos o tres pasos en ellas; se equilibran con muñecos de trapo o con dibujos animados; incluso cuando el físico no los favorece, logran pasos impresionantes; de los célebres, el más alto fue Fred Astaire, con 1.75, bajo para los estándares de los gigantones John Wayne, Gary Cooper, James Stewart, Pedro Armendáriz, Stewart Granger, Dean Martin, Clark Gable, que rebasaban con mucho el 1.80 (algunos, pasaban del 1.90), mientras que Gene Kelly, Bing Crosby y Donald O’Connor apenas llegaban al 1.70, la misma estatura de Frank Sinatra, que no sabía bailar pero que bailaba muy bien, o parecía que lo hacía (ellos eran apenas un poco más bajos que Bogart, de 1.73, y un poco más altos que Alan Ladd, de 1.68; pongo esto porque Katy Jurado era más alta que David Silva, pero no se nota en ese “Nereidas” que se revientan); pocos mexicanos han intentado ese baile acrobático del cine estadunidense; y cuando lo hicieron, se veían como eso, como un intento: Corona y Arau; Sergio Corona, sin embargo, fue el mejor alternante de una Silvia Pinal siempre alegre, excitante, incitante, vital (sobre todo en “muchachá”). A cambio de esa carencia, el cine mexicano tuvo siempre bailes y bailarines más eróticos; si Astaire y Rogers ponían el mundo de cabeza, Begoña Palacios, Pinal, Lepe, Varela, hacían que el mundo perdiera la cabeza.

Paul McCartney prefirió pagar altas pensiones, o indemnizaciones, con tal de no someterse a análisis de sangre para ver si había la posibilidad de que varias mujeres hubieran sido preñadas por él; al parecer, John Lennon, que fue muy coscolino, no fue requerido por las autoridades para que respondiera por paternidades no reconocidas; en sus memorias, Billy Wyman confiesa que la grouppie que más le atrajo resultó embarazada en el único encuentro que tuvieron; él se enteró demasiado tarde, y sin remedio, porque la muchacha se cambió de casa, y hasta de ciudad, y él no pudo encontrarla. Las pruebas de sangre quedaron rebasadas por los adelantos científicos, que ayudan a solucionar muchos problemas médicos, a prevenir o cuando menos retardar enfermedades, y en los insulsos programas policiales de la televisión estadounidense, a resolver crímenes, a falta de la inteligencia de los héroes de esas series; en cambio, dejan obsoleta la trama de uno de los cuentos perfectos de Jorge Luis Borges, “Emma Zunz”.

Sigo visitando médicos; se han podido descartar los pronósticos más fastidiosos, y se acerca la recuperación; mientras, me conformo con ver buenos bailes, como el de Laurel & Hardy en su película del Oeste.

Aunque los marcadores en el futbol americano sean cerrados, de pronto hay algunas palizas históricas; hace algunos años Dallas llevaba ventaja de dos o tres anotaciones y quedaba menos de dos minutos de juego cuando interceptaron un pase; Danny White, quien suplía a Roger Staubach, en vez de dejar correr el tiempo lanzó un pase de anotación; el coach Tom Landry lo castigó y en los siguientes juegos lo dejaba sólo como pateador: no hay que abusar de los contrincantes; no sólo hay que ser caballeroso, sino precavido: los malos deseos se revierten.

En 1993 Marcel Sisniega sostuvo unas simultáneas contra 40 intelectuales mexicanos; pocos lograron un triunfo apretado, otros pocos consiguieron empatar; la mayoría, incluso algunos reputados, fueron vapuleados; en muy pocos movimientos despachó a José María Espinasa; un movimiento más tarde Jaime Avilés, el único representante de El Financiero, fue despachado, y Jaime se mostró satisfecho de no ser el primer eliminado; dos movimientos más tarde Daniel Sada recibió el apretón de manos de Sisniega, pero no se sintió nada mal, porque su hijo, entonces de 12 años, siguió representando a la familia Sada; de hecho, Sisniega lo derrotó luego de más de 40 movimientos, y fue a quien felicitó más calurosamente; Sisniega lo veía con satisfacción, porque le dio batalla fiera; más que felicitación, fue un reconocimiento; Daniel estaba tan feliz como si él hubiera ganado. Todavía hace un par de años, en la cafetería de la Rosario Castellanos, recordaba aquella partida, de la que se sentía tan orgulloso como de toda su obra completa. Seguro que hasta sus últimos momentos la seguía recordando, orgulloso de su familia.

Acaba de aparecer el cuarto libro de Diego, Tres caídas; de venta en Solar, Luis Moya 116, por el Metro Balderas o por Salto del Agua; el tema: lucha libre.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Prohibido prohibir

“Cuando yo era pequeño –dice Frédéric Breigbeder–, nadie se abrochaba el cinturón en el coche. Todo el mundo fumaba en todas partes. La gente bebía a morro [sic] mientras conducía y hacía slalom en la Vespa, sin casco. Me acuerdo del piloto de Fórmula 1 Jacques Laffitte conduciendo el Aston Martin de mi padre a 270 kilómetros por hora para inaugurar la nueva autopista entre Biarritz y San Sebastián. Todo el mundo follaba [sic] sin condón. Se podía mirar a una mujer, abordarla, intentar seducirla, acaso rozarla, sin arriesgarse a ser tomado como un criminal. La gran diferencia entre mis padres y yo: durante su juventud, las libertades aumentaban; durante la mía, no han hecho más que disminuir año tras año.” (Una novela francesa, con prefacio de Michel Houellebecq; ¿traducción? de Francese Rovira, Anagrama, Barcelona, España, septiembre de 2011, 213 pp. No he cambiado el lenguaje, pero sí modifiqué un poco la puntuación.)
(Follar, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, es practicar el coito; pero sólo hasta su cuarta acepción; otras acepciones, con mayores prioridades, son soplar con el fuelle, y en su acepción más vulgar, soltar una ventosidad pero sin hacer ruido. Todavía en la edición de 1970 el DRAE no consignaba esa acepción pese a que ya era de uso común en el lenguaje de los españoles, como lo demuestra Jaime Martín en su Diccionario de expresiones malsonantes del español, de 1974; Manuel Seco no lo incluyen en el Diccionario de dudas [1961; ¿sería que no tenía ninguna duda de su uso?], aunque ya lo recoge –perdón– en Diccionario del Español Actual; el DRAE ya lo incluye en su edición de 1992; era de esperarse que Moliner no lo incluyera, pero asombra que lo contenga el Larousse; en su Diccionario de dificultades, Álex Grijelmo no lo incluye, aunque los autores de los diarios y publicaciones para las que él trabaja lo utilicen con frecuencia; no está en el casi completo Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado de Selecciones, ni en el Larousse Visual –sería divertido–; en el Diccionario de mexicanismos que recientemente perpetró la Academia Mexicana de la Lengua no incluyen el término, pero sí parchar, que sería, en lo vulgar y lo obsceno, el equivalente al español follar; no un equivalente real, porque follar viene de fuelle, lo que daría lugar a la descripción gráfica de la cópula, aunque sólo en las posiciones más convencionales, mientras que parchar significaría tapar, reparar, arreglar una oquedad; es más correcto el uso que le da el Diccionario del Español de México, de Luis Fernando Lara, “copular”, porque la mayoría de los diccionarios dicen “practicar el coito”, y alguno generaliza: fornicar, cuyo uso correcto lo remite al acto en que los practicantes no están unidos conyugalmente por alguna de las tres leyes –o sus equivalentes. La señora Company Company, curiosamente, da como primera acepción de parchar el de practicar el coito, antes que las correctas. ¿Un traductor de editoriales españolas, si le importaran los lectores de América Latina, qué debía poner? ¿Parchar, coger?)

La primera vez que una empresa me otorgó un seguro de vida, el médico que realizaba los exámenes me preguntó si fumaba; cuando le dije que tres o cuatro cigarrillos al día me dijo “eso no es nada”, y puso que no era fumador. Ahora, con decir alguien que fuma uno al día lo acusan no de fumador sino de criminal y de causar la muerte de cuantos habiten en varios kilómetros cuadrados a la redonda; no le importan a esos inquisidores opiniones científicas, las que ha demostrado Octavio Rodríguez Araujo; ellos repiten los argumentos de una organización que se pretende autoridad mundial aunque ya demostró su dependencia de los laboratorios, y que no sólo exageró cifras y peligros de la influenza, sino que mintió sobre sus alcances, sus consecuencias y su real peligro, con lo que la gente y las autoridades médicas descuidaron otras enfermedades, como la influenza estacional, que provocó más fallecimientos que la otra. He sido, excepto en la edad en que fumar significaba entrar a un mundo más peligroso, más atractivo, un fumador social; Sergio Galindo, como parte de un ritual, me llamaba a su oficina, y antes de entregarme las cuartillas que hubiera escrito ese día, o me entregara pruebas de libros que estuviéramos preparando, o manuscritos para que los leyera, o que platicáramos de los libros que leíamos, me ofrecía un cigarro; “no fumo”, le contestaba siempre; era ya un ritual: a él y a Arturo Serrano les daba envidia de que en una cena, o una reunión, o en una cantina, pudiera fumar ocho o diez cigarrillos, y luego estar sin fumar ni uno, dos o tres meses seguidos. Llevo consumidos diez cigarros en los últimos 34 meses, y cada vez tengo menos ganas de fumar, pero me molestan las prohibiciones, los criticones, los que nos andan cuidando; los comandos paramaternales (el término es de Quino) que nos advierten que cometemos un acto contra nuestra salud, contra la religión, contra la moral, al mismo tiempo que celebran que las efímeras celebridades del espectáculo presuman cuántas veces, con cuántas parejas y en qué posiciones (aunque omiten cuánto tiempo duran sus audacias eróticas).
Cuando comenzó la campaña para prohibir, como en tiempos del nazismo, que se le obsequiaran a los niños algunos juguetes que llamaron bélicos, Antonio Muñoz Molina contó que toda su infancia jugó con pistolas de fulminantes, o ni siquiera, y con rifles, y pese a ello nunca había asesinado a nadie, ni era capaz de actos más violentos que los que imaginara para sus novelas, pero que en persona no los cometería; la televisión transmitía programas en que los protagonistas eran “vaqueros”: Hopalong Cassidy, Roy Rogers, El Llanero Solitario, Cisco Kid (encarnados por William Boyd, Gene Autrey, Clayton Moore, y muchos otros); Rin Tin Tin inmovilizaba a los villanos a mordidas y ladridos amenazantes, y muchas veces los atacaba derribándolos y ponía el hocico cerca de su cuello mientras llegaban el teniente Rip Master o el sargento Biff O’Hara a aprehenderlos. Los más grandecitos veían a Mike Hammer, Boston Blackie (el protagonista tenía nombre de una marca de cigarros: Chester Morris; su lema: “amigo de los que no tienen enemigos, enemigo de los que no tienen amigos”), Alta tensión, Los intocables, La ley del revólver, al sádico de Perry Mason, Combate; más de una generación disfrutó de las cintas bélicas de Errol Flynn, Tyrone Power, Gary Cooper; John Ford afirmaba que en sus cintas había matado más indios que el ejército confederado de Estados Unidos, y Howard Hawks hace que un puñado de inválidos, alcohólicos y fracasados domine a una partida de defensores de la iniciativa privada ambiciosa. disparando balas, flechas y haciendo estallar cartuchos de dinamita; el mismo Hawks paralizaba a los héroes mostrando las piernas de las heroínas que posaban en ropa íntima; Hawks culmina una de sus mejores cintas haciendo que Charles Coburn lance un chorro de agua de sifón sobre las nalgas de Marilyn Monroe, haciéndolas más visibles aún; y John Huston pone a Marilyn a jugar con una pelotita pegada a una raquetita; le da cerca de cien golpes, coreada por muchísimos hombres que admiran el movimiento que hace con las caderas, sin hacerse la indignada ni la remolona. Y los espectadores que vieron esos programas, esas y otras muchas cintas, no se lanzaron a la calle a matar gente ni a manosear o violar a mujeres, desprevenidas o no; muchos de esos filmes fueron, y son, apreciados por hombres inteligentes que no han cometido crímenes, no de sangre, y sólo uno que otro contra la gramática.
Los disidentes del régimen soviético (y del cubano y del chino, que prohibían el rock) se quejaban de que su gobierno adoptaba una actitud paternalista, que cuidaba que cuando copulaban lo hicieran sin posiciones perversas, que tenían prohibido y castigado el sexo oral; no perseguían a los fumadores porque Stalin y Jrushov eran fumadores empedernidos; uno se consolaba diciendo que no eran socialistas, que el socialismo no era represor; pero resulta que en nombre de una izquierda nos cuidan como Hitler cuidó a los alemanes, como Stalin a los soviéticos, y durante muchos siglos la iglesia cuidó a los feligreses para que no cayeran en el infierno.
El párrafo de Breigbeder es terrible; después de un periodo en que la humanidad se vio libre del peligro nazi, y de que al menos el mundo occidental vivió un desenfreno sano; luego criaron a sus hijos bajo controles rígidos, prohibiéndoles las libertades que habían ganado para sí; al menos, es lo que se saca en conclusión de su novela; parece también que así es en el mundo real; se busca prohibir todo; ahora, corridas de toros; no en cambio el futbol soccer, donde hay violencia en cancha y tribunas, donde las mujeres en el público son manoseadas peor que en la última versión de Woodstock o que en los primeros vagones del Metro.
Asombra también leer, en su más reciente antología, a un Carlos Monsiváis políticamente correcto, cuando toda su vida se le tuvo como un provocador; propusieron quitar los saleros de las mesas de los restaurantes para que nadie pusiera más sal de la que ya traían los alimentos, y andan legiones advirtiendo de los peligros de comer carne roja, sin tomar en cuenta el asesinato diario de miles de plantas, como previene un cartel que puso Alejandro Toledo hace unos días en su portal de facebook y que aquí reproduzco.

Nos queda la satisfacción, cuando menos, de sentirnos marginados, rebeldes, tanto, que las buenas conciencias nos andan cuidando.

En Los ídolos a nado, Monsiváis habla de un sitio, Los Eloínes, uno de los primeros antros (ése s{í auténtico antro) donde se privilegiaba a quienes disentían de las mayorías sexuales, y bailaban parejas del mismo sexo, preferentemente del masculino; hace una descripción no tan pícara ni tan elocuente, como de otros sitios en otros reportajes; no cita, sin embargo, que al final de El Ceniciento, una de las más celebradas cintas de Germán Valdés, éste, huyendo de los policías que van a apresarlo, se mete a una patrulla, a la que confunde con un ruletero; ¿cuánto a Perú 27?, le pregunta a un patrullero; era la dirección de Los Eloínes; Tin Tan no era un disidente político, pero se pasó haciendo referencias prohibidas; a la censura se le pasó completita esa referencia a un lugar no prohibido, pero sí marginado de las clases sociales pudientes, aunque algunos de sus integrantes haya ido, a escondidas, a ese sitio, insólito en esos tiempos, principios de los cincuenta. También se le ha pasado a los críticos y comentaristas de las muy elogiadas cintas de Tin Tan; como se les pasó que en El bello durmiente, ante el reproche de Wolf Ruvinsky de que huyera de los grandes animales: “aquí está la caza grande”, a lo que Valdés contestaba “yo prefiero casa chica”.

En mi nota sobre los 50 años de Era, dije que Bajo el volcán es la mejor novela mexicana; esa afirmación la hizo Francisco Elorriaga, hace ya unos años. Y Octavio Rodríguez Araujo me corrige: la Crema Teatrical no era de Nívea, era simplemente Teatrical. La Nívea tenía su propia crema.

En uno de sus múltiples y fallidos trabajos, el personaje principal de Los 400 golpes, Antoine y Colette, Besos robados y Domicilio conyugal, Antoine Doinel, es un detective bueno para el chisme y para indagar asuntos ajenos, pero pésimo siguiendo a la gente, que siempre lo descubre. ¿Qué reportero mexicano adolece del mismo defecto?

lunes, 24 de octubre de 2011

Era: 50 años de dignidad editorial

En una entrevista pública que le hicieron a Emilio García Riera, aparecida en la Revista de la Universidad de México (en la que confesó sus bajas pasiones por Paulette Goddard y Leticia Palma –que estaban bien buenas, aseguró), habló de su Historia documental del cine mexicano, y acotó que estaba diseñada por Vicente Rojo, “como Dios manda”; el tiempo le dio la razón; no hay manera de comparar la segunda edición con ésta, elegante, sobria, maravillosamente ilustrada, equilibrada, fácil de leer pese a su gran formato y al número de páginas de cada tomo.

Aunque comencé a leer antes, no fue sino en 1966 en que pude comprar los libros que quería; era inevitable: Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, José Agustín, José Emilio Pacheco. Mi padre se había hecho amigo de Antonio Navarrete, entonces encargado de la Zaplana de San Juan de Letrán, y le daba descuento; podría decir cuáles fueron, y en qué orden; me basta ahora con apuntar que entre ellos estuvieron La noche, de Juan García Ponce; Narda o el verano, de Elizondo; Aura, de Fuentes, y El viento distante, de José Emilio Pacheco.
No fueron los primeros libros de Era que leí; nombro esos cuatro porque, si bien mi Aura es de 1970, hace poco conseguí una primera edición que, salvo que tiene desprendida la cubierta, está intacta; y El viento distante era la segunda edición, pero en 1976 conseguí la primera; las otras son puras primeras ediciones, y excepto Aura, están dedicadas por los autores.
Para no abundar en apuntes autobiográficos, sólo mencionaré algunos de sus libros que, para no usar una frase de moda (“me cambiaron la vida”), diré exclusivamente algunos de los que transformaron mi modo de ver el país, la realidad, la política, la literatura: Marxismo y filosofía, de Karl Korsch; Bajo el volcán, de Malcolm Lowry (la mejor novela mexicana); El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez; El oficio de escritor, excelentes entrevistas con escritores (y muy superior a los tomos sucesivos, por otras editoriales); Los convidados de agosto, de Rosario Castellanos; Didascalias, de Juan Manuel Torres; El otoño recorre las islas, de José Carlos Becerra; Las flores azules, de Queneau; la Fenomenología del relajo, de Jorge Portilla; y no sabría si pudiera deshacerme de casi ninguno de la colección Alacena, de la que tengo casi tres cuartas partes de los títulos publicados, y de ninguno de Cine-Club Era (que tengo creo que todos); no puedo olvidarme que, en esencia, es la editorial de José Emilio Pacheco, y que uno de sus títulos centrales, Las batallas en el desierto, está dedicado para mí. ¿Es necesario recordar que ante lo disperso que fueron las ediciones de José Revueltas, Era tuvo el acierto de publicarlas en una colección muy hermosa? ¿Y que casi la totalidad de la obra de Carlos Monsiváis está en Era, y cuando no, lo pagó muy caro?

Dije que la colección de las obras de Revueltas es muy hermosa; no es pleonasmo, es redundancia; son muchas las cualidades de la editorial; comparte la elegancia del diseño con ciertas etapas de otras editoriales, que vivieron una época de camaradería y leal competencia, prestándose autores, diseñadores, editores y correctores; no es de extrañar que mucha de la elegancia de libros del Fondo de Cultura Económica, de Joaquín Mortiz y de Era tuvieran como coincidencia el equilibro, la bella tipografía, la caja cómoda y legible, y no pocas veces, la audacia; Era sigue conservando esa caja cómoda, el empeño, casi siempre conseguido, por presentar textos pulcros, con tipos que pueden leerse a pesar de su audacia; una tipografía única, diseñada exclusivamente para sus colecciones, que sólo ojos entrenados podían descubrir sus diferencias y sus afinidades, pero todos perciben su belleza.
Así como puede recordarse con admiración la Serie del Volador de Joaquín Mortiz, o su Novelistas Contemporáneos, más delicada y bella que su modelo de Seix-Barral, colección Fomentor, así hay que reconocer la audacia editorial de la colección Alacena, innovadora en tamaño, proporciones, medianiles (esos espacios entre la mancha tipográfica y el corte del papel), la disposición juguetona de los espacios, de las ilustraciones, cuando las había), de las capitulares, de las versalitas al inicio de los textos; y los títulos, audaces también, y ahora asombrosos: la Oración del 9 de febrero y el Anecdotario de Alfonso Reyes; la Breve historia de Coyoacán, de Salvador Novo; los Cuentos y el Teatro pánicos, de un Jodorowsky que al mismo tiempo azoraba y seducía a un público hipnotizado; poesía renovadora, como la de José Carlos Becerra, Isabel Fraire, y Luis Rius; no hay que resaltar que los títulos que enuncié entre los primeros que adquirí pertenecen a esta colección.
Pero no debo olvidar la colección Problemas de México; varios están enfocados a estudiar muchos de los conflictos que se vivieron en el país, y más concretamente en nuestra ciudad, antes de 1968, como las huelgas magisterial y de ferrocarrileros, los políticos; los análisis minuciosos del cardenismo o la historia definitiva del régimen de Miguel Alemán, además de otra que debían releer estudiosos e historiadores, la del minimato, de Medin. Y que la cronología exacta y puntual del Movimiento Estudiantil de 1968 fue la que abrió esta colección, indispensable para entendernos.
Dentro de los estudios mexicanos, no podemos olvidar ni a Fernando Benítez ni a David Brading ni mucho menos a Friedrich Katz, tres autores monumentales de obras indispensables.
¿Cómo no presumir la posesión de libros tan preciados como los Discos visuales, los Topoemas y el libro maleta Octavio Paz / Marcel Duschamp? O el increíble diseño de La palabra mágica, de Augusto Monterroso, en el que cada texto está en diferente papel, sea en textura o en color, logrando un equilibrio perfecto, pero del que todavía no entiendo cómo lo hicieron.

No he hablado de las portadas; son sencillas pero inmejorables; a veces lo consiguen con el puro juego tipográfico; a veces, con un elemento gráfico, resaltado por un color que parece pleno pero que tiene matices; con letras que se desvanecen de manera apenas perceptible; con la repetición de una ilustración; a veces, una ilustración sola, que abarca gran proporción del tamaño, pero con algo que llama la atención, y que no es el tamaño, sino algo inconcluso, o que se sale de la proporción, o que no combina con los demás elementos; y el sello de la casa, presente pero que no distrae, aunque no podemos dejar de observar; o las pantallas que oscurecen a los personajes de una escena cinematográfica, pero que son fácilmente identificables. Ninguna otra editorial de habla hispana intentó siquiera copiar a Era.

Hablemos de las ediciones; dije que El oficio de escritor, de Era, resulta muy superior a otras ediciones o continuaciones; es por la traducción fina y exacta de José Luis González, un escritor mexicano nacido en Puerto Rico (también editado en Era), excelente como él solo; pero además, las fichas de los entrevistados son claras, justas y puntuales, características de las que carecen las ediciones argentinas; y qué decir de las traducciones de Lowry, por Salvador Elizondo y por mi amigo Raúl Ortiz y Ortiz (alguna vez Huberto Batis le reclamó en público a Raúl que hubiera permitido que otros traductores rebajaran los libros de Lowry con traducciones ilegibles, y se llevó un aplauso por su audacia, pero también por lo exacto de su reclamo); y la traducción de Las flores azules, de Jorge Aguilar Mora, muy superior a cualquiera otra versión de Queneau al español, y que hace ver un libro francés, con un lenguaje muy específico y difícil, totalmente natural, rico y experimental.

La novela renovadora, la poesía juguetona, los experimentos de estructura e idomáticos encontraron en Era un espacio similar al de Joaquín Mortiz; la literatura prohibida en la España oscurantista de los sesenta encontró en Era un refugio salvador; porque Era publicó, y publica, libros de marxismo, de socialismo, de comunismo, que no es el del oportunismo, ni de socialistas que se avergonzaron de serlo, pero que fueron clave en el combate al burocratismo, el totalitarismo, y el capitalismo disfrazado de socialismo; y en Era, aunque no únicamente allí, se salvaguardó la dignidad de la España vencida pero no derrotada, y se expuso la crítica a las dictaduras, y se habló de los socialistas que combatían, en dos frentes, dos tiranías sólo diferenciadas por el nombre y por sus dirigentes.
Muchos otros títulos nos dieron la posibilidad de leer literatura cubana, polaca, y de muchas otras partes; y no puedo olvidar libros más tradicionales, igualmente importantes.

Era es sinónimo de etapa, y de una etapa que lleva 50 años enriqueciendo a México, pese a que el mercado editorial ya no es el de la competencia leal; que ha sobrevivido a crisis sociales, económicas, políticas que han hecho dudar a muchos de la sobrevivencia de la sociedad mexicana (y la editorial editó las crónicas en que el país renació gracias a la sociedad civil, un término que prácticamente nació en sus páginas); pero Era son las siglas de sus iniciadores, Espresate, Rojo, Azorín el Terrible (el adjetivo es de Vicente Rojo), y que tienen significados específicos: elegancia, rigor, nivel de exigencia que aterraba a los colaboradores, pero que acogió a los mejores editores, diseñadores, formadores, linotipistas, correctores, ilustradores y autores disponibles; la nómina en todo es gigantesca; es sinónimo de editorial progresista pero no dogmática; política, pero no vocera de resentidos; mexicana pero no patriotera; rigurosa, pero abierta a la crítica. Pertenece a la estirpe de las editoriales que surgieron del Fondo de Cultura Económica, como Mortiz y Siglo XXI, y desde el principio la igualó, si no en número de títulos, sí en calidad y en riqueza.

Termino con otra confesión, que supongo ninguno de los directivos de Era conoce; acababa de cerrar Equipo Creativo, la empresa de Gustavo Sainz donde hacíamos revistas, diseñábamos y corregíamos libros y calendarios cívicos ahora muy apreciados; en Libros Escogidos, de Polo Duarte, un célebre corrector del que nadie me dijo su nombre pero que era conocido como El Mago, me invitó a hacer una prueba de corrector en Era (o en Imprenta Madero, el Mr. Hyde de Era); me dieron a corregir un ensayo de Carlos Monsiváis sobre la novela policial, y la entrevista pública a García Riera, para la Revista de la UNAM; pese a dos o tres descuidos, aprobé el examen, y me conminaron a que me presentara una semana después a trabajar; en el ínter, Sergio Galindo me ofreció lo mismo, pero para Bellas Artes. Nunca llegué a Era, sino años después, a revisar alguna publicación de otra editorial, y me sentí orgulloso porque, al entrar, me saludó efusivo Bernardo Recamier, a quien admiraba pero no conocía; el reconocimiento de alguien de Era me hizo sentir alguien importante del mundo editorial.
Y terminó, ahora sí, con un agradecimiento porque a Era le debo mucho: placer, satisfacción, plenitud, orgullo; muchos de mis mejores días han sido leyendo alguno de sus libros, o mejor, releyéndolos, apreciándolos en todos sus aspectos. Pero por mucho que agradezca, no es suficiente: nos ha dado demasiado.

(Era me invitó a participar en una mesa redonda por sus 50 años de existencia; este texto es el resultado de esa invitación; físicamente no podía asistir; ni mis problemas de salud ni un compromiso no sólo ineludible sino muy satisfactorio, me lo permitían, pero Elena Enríquez prometió leerlo. Ya más en la intimidad, me he enterado después de mucha gente que colaboró en la editorial y por ello me explico mucho de su calidad; no seré más indiscreto que ellos.)

Qué agradable sorpresa la de Jorge Cantú; si como infielder es indeciso, con un rango de alcance menor al promedio y un brazo no siempre seguro; si estuvo en las Mayores, y puede que regrese, nomás que recupere el ritmo que perdió al cambiar de equipo, sólo por su bateo, ha demostrado una inteligencia, una sangre ligera y una facilidad para explicar el juego que ya quisieran para ellos los cronistas televisivos; hace que el espectador entienda mejor el juego, y además sabe anécdotas, historias, y muchas otras cosas que lo hacen divertido, y tan eficaz como lo ha sido en tres o cuatro temporadas con el bat; pero además conoce de otros deportes tanto como de beisbol, y no sólo de deportes; una auténtica revelación.

De carcajada la manera de Tony LaRussa de dirigir un equipo de beisbol; comienzan los rumores, luego de que él perdió el segundo y el cuarto juego: ¿será intencional? Sus explicaciones son inaceptables: que dio la orden correcta y el coach confundió nombres totalmente diferentes; ¿habrá quien no se haya dado cuenta que toda su carrera de manager se ha dedicado a deshacer equipos? Y qué pena lo de Pedro Septién; pero quien piense que es por la edad, también se equivoca: siempre fue así, sólo que antes sabía narrar.

El medio cultural está satisfecho porque por fin quitaron de la presidencia de la Comisión de Cultura de la Asamblea Legislativa a una legisladora que al felicitar a José Emilio Pacheco por uno de los premios con que se honran al otorgárselo, le atribuyó Un tranvía llamado Deseo, que en realidad es de Tennessee Williams; en la página 295 de La hoguera y el viento. José Emilio Pacheco ante la crítica (Difusión Cultural de la UNAM-Era, 1993), de Hugo J. Verani, se lee, en el apartado de Traducciones y adaptaciones, el duodécimo lugar: Williams Tennessee. Un tranvía llamado deseo [A Streetcar Named Desire]. Culiacán: Universidad Autónoma de Sinaloa, [julio], 1983; 2ª ed., [agosto] 1983. Traducción de JEP. Puedo agregar que en la portada está Deseo, no deseo, y que en la página legal se añade que la colección que lo incluye, Lectura para todos, era dirigida por Pacheco y por Carlos Monsiváis, que la versión mexicana está dedicada a Margarita y a Sergio, y que la traducción estuvo a cargo de José Emilio Pacheco. La edición tiene 224 páginas, y otros títulos de la colección fueron Viajes de Gulliver, de Swift; Edipo rey, de Sófocles; Mario y el hipnotizador, de Thomas Mann; Septiembre ardiente y otros cuentos, de Faulkner; Historia del abecenrraje y la hermosa jirafa, de Antonio Villegas; Madre Coraje (Ana “La Valor”), de Bertold Brecht, y El Doble, de Dostoievsky. Posteriormente se añadieron Lluvia, de Somerset Maugham; Don Juan o el convidado de piedra. Mozart y Salieri, de Pushkin; todos llevaban prólogo de Pacheco, algunos en coautoría con Monsiváis; además de a Williams, tradujo a Pushkin y a Maughan, éste bajo el seudónimo de Ricardo Ledezma.
La versión de Puskin está en verso, no recogido aún en las compilaciones de la poesía de Pacheco. También está en verso, adaptado y actualizado, El cerco de Numancia, sólo que editado por Siglo XXI. A nadie se le ocurre atribuírselos a Pacheco, pero no debe ignorarse su labor como traductor.

martes, 18 de octubre de 2011

Second verse, same as the first

Me escribe Humberto Musacchio: en las redacciones de los periódicos que cerraban la edición alrededor de las diez de la noche, ahora se pasan con mucho de la medianoche; las computadoras (u ordenadores) no han ayudado ni a la rapidez, pero tampoco, mucho menos, a la precisión, la pulcritud, la exactitud en el idioma; cada vez hay más erratas, aparte de los dislates, solecismos, barbarismos y neologismos absurdos (parte de este comentario es de mi cosecha). Lamenta parecer reaccionario, pero considera que todo tiempo pasado fue mejor.
Los correctores de los diarios enmendaban planas enteras a escritores prestigiados, que luego presumían de lo bien que redactaban (en un filme reciente, Sarah Michelle Gellar, interpretando a una editora, se queja de que no haya agradecimientos de parte del autor de un libro en el que ella trabajó corrigiendo, enmendando, suprimiendo, aumentando; escena falsa: el trabajo de corrección es anónimo –y debe seguir siendo así–, además de que pocos autores se dan cuenta dónde y qué les corrigieron); los procesadores de palabras, que muchos creen que son programas de edición, tienen un corrector automático que señala de alguna manera cuándo se escribe mal una palabra; aun así, esos correctores automáticos no distinguen cuándo se acentúa aún y cuándo no; cuándo se escribe éste y cuándo este (en la página La Palabra del Día se quejan de que en México no hayamos adoptado, salvo uno que otro despistado, las nuevas reglas ortográficas, para berrinche de unos cuantos académicos hispanizantes); sobre todo, los tecleadores (término muy común en las redacciones de los diarios –y no generalizo “en los diarios” porque en los departamentos administrativos, comerciales, reclusos humanos, y muchas veces en las mismas direcciones, no tienen idea de la redacción) son indiferentes a la lógica del idioma: ¿de dónde y con qué autoridad apareció “localía”, para referirse a la supuesta ventaja de un equipo deportivo al jugar en su ciudad?, ¿a quién se le ocurrió hablar de “precuelas” cuando se refieren a las primeras obras de una saga?, ¿quién dice que los inválidos nos ofendemos cuando hablan de inválidos y preferimos el inválido “discapacitado” que en realidad quiere decir que se es incapaz, y no que necesita algún aparato para valernos por nosotros mismos, como plantillas, anteojos, muletas, aparatos ortopédicos, sillas de ruedas, aparatos para la sordera, o respaldo psicológico para combatir los males somáticos? ¿Qué valida hablar de los adultos mayores, si por necesidad todos los adultos son mayores? Nadie habla de los adultos menores, pero sí de las personas con capacidades diferentes, lo que es también redundante porque todos somos diferentes, aun los imitadores como Dèjá Lu, que es diferente de los modelos a los que copia (¡qué bueno, nos asustaríamos!)
Algunos términos pasan de moda: Abel Quesada se quejó durante años de los “planeadores” y los dibujaba planeando sobre los edificios donde cobraban sin hacer nada; los gobiernos de técnicos pusieron de moda un incómodo “presupuestar”, y lo usaron con tanta seguridad que se coló a las páginas de los diccionarios de la Real Academia de la Lengua Española, en los momentos en que dejaban de usarlo los tecnócratas. Y los que hacían emberrinchar a los buenos correctores con el “enfatizar” ganaron la batalla para entrar al DRAE, precisamente cuando abandonó el lenguaje cotidiano y hasta desapareció de los diarios. En algunos círculos sigue usándose “audicionar”, pero sólo en el medio artístico, que es como abrevian que van a presentar una audición para alguna obra, aunque se lo he oído a varios académicos; y no es que sean términos demasiado feos, pero sí inútiles.
¿Cuándo se puso de moda la “previa cita”? Que usen el término los agentes inmobiliarios es comprensible, pero cuánto y cuánto escritor supuestamente cuidadoso escribe “llegó sin previa cita”, como si no fuera redundante. Más antiguo es “tomó parte activa”, que no es tan ruinosa como la más reciente y más tonta “participa activamente”; es de suponer entonces que hay una contraparte que es participar pasivamente. Y ni qué hablar de “los niños y las niñas” (excepto los que tienen un talento precoz), hasta llegar al increíble “cetáceos y cetáceas”. Sé que desde hace más de 15 años comenzó una moda incomprensible: al hablar de la calidad de invicto de un equipo deportivo, los infalibles y comiquísimos cronistas hablan no de “lo invicto”, de que perdieron “lo invicto”; dicen que perdieron “el invicto”, como si nos importara su intimidad; ¿pero a poco no son disfrutables los cronistas de los Juegos Panamericanos, que sólo saben hablar de futbol, y mal, que cuando reseñan handball o futbol femenil, no pueden evitar hablar de “los jugadores”, del “portero”, pese a que sean muy femeninas las jugadoras; salvajes, rudas y tramposas, pero femeninas.

Los diarios y revistas tienen una excusa inverosímil, pero muy utilizada: el poco tiempo que se tiene para elaborarlos; apenas unas cuantas horas, o unos cuantos días; es más explicable lo descuidado; que ahora abunden esas expresiones es porque ya no existen los correctores de originales, de galeras, los atendedores (los que rememora Musacchio) que aunque leían tres o cuatro veces cada nota, reportaje, entrevista, artículo, terminaban mucho antes que ahora, que se escribe directamente en la computadora, o se envía por correo electrónico, o lo llevan en disco o en USB, y sólo se lee una vez, y eso buscando dedazos. Claro, los periódicos se evitan las reclamaciones de escritores enfurecidos porque le corrigieron una palabra que a él le gusta escribir o separar a la mala; lo malo es que se contagia: no es que esté mal escrito, pero por qué tienen que decir “te vas derecho y al llegar a lo que es la esquina te das vuelta, y llegas a lo que es Reforma”. Abundan las llamadas telefónicas para ofrecer lo que es un nuevo servicio de lo que es una institución bancaria en la que ni siquiera tenemos lo que es una cuenta.

Las transmisiones televisivas de los Juegos Panamericanos revelan terquedad de los espectadores; hace poco David Huerta se quejó de que un cronista menos plano y menos ignorante que otros debió tragarse un regaño de alguien que reclamaba que se refiriera a la gente de color, y de que los meseros se burlan de quien pide un vaso de agua: ¡aguantarse pese a tener la razón es causa suficiente para una leve, fugaz e inservible taquicardia! Alguien reclamó que pronunciaran “hanball” (janbol”) y exigen que se diga “jambal”; los locutores (porque no son cronistas) aguantan el regaño y pronuncian la a, que no utilizan cuando dicen futbol o beisbol o basquetbol; algunos se lo merecen, por ignorantes, parciales y limitados. Y malhablados, con lo que violan la ley.

Dice Musacchio que todo tiempo pasado fue mejor; a Jorge Manrique sólo le parecía que lo había sido; Leonard Maltin no duda que lo fue; ha sacado de sus libros anuales muchas de las películas viejas y sólo conserva las muy obvias como clásicas, y hasta eso, algunas extraordinarias, pero que no se proyectan más que en cineclubes, y que no están en los catálogos de los vendedores de videos sea en VHS, DVD o Blue-Ray, también fueron extirpadas de esas listas, porque el sentido de esa publicación anual es que el espectador por televisión tenga una referencia inmediata del año en que fue filmada, el director, principales actores, unas cuantas líneas para hablar del argumento sin contar la trama, y un comentario por lo regular contundente, y a veces llama la atención por la aparición fugaz de actores novatos, o los llamados bits o cameos, como Ann Sheridan en El tesoro de la Sierra Madre; Danny Glover en Maverick haciendo un chiste sobre Arma mortal; Noel Nelli y Kirk Alyn en la versión de 1978 de Supermán; Mal Evans en Help!; Kevin Kostner en Night Shift; o llama la atención sobre alguna escena particularmente inusual.
Antes era fácil conseguir la guía de Maltin, en Sanborns o en Libros, Libros, Libros, pero en alguna de las crisis descontinuaron su comercialización en México, y ahora sólo cuando viajan algunas amistades a Estados Unidos, me la consiguen; tampoco es necesario comprarla año tras año porque aunque hay muchos añadidos, no tantos como para que el lector se entere de ellos a menos que revise minuciosamente cada página, y las confronte con los del volumen anterior. Pero es notorio que algunas películas que vimos en matinés, o en los miércoles de tres cintas por un boleto, desaparecen como si no hubieran existido. Pero he ahí mi error: Maltin hizo un tomo voluminoso con todos los filmes clásicos, con fechas muy precisas: desde el cine mudo hasta 1965: Classic Movie Guide.
Es un libro muy disfrutable; aunque no deja de hacer algún comentario cáustico, ni deja de verter veneno, los títulos incluidos pueden ser considerados de culto; destaca la música, bailes, los estereotipos o cuando los actores se salen del estereotipo; señala las muchas cintas feministas antes de que el feminismo fuera excluyente; resalta escenas memorables, aunque cuando tengan la desventaja de que sea con la que abre la película; quien conozca estas guías sabe que la primera recomendación la da con las estrellas que otorga a cada obra, desde el terrible BOMB hasta las cuatro estrellas; uno puede objetarle su juicio de algunas de las cintas; por ejemplo, que a Hatari le dé tres estrellas y media, o que no le dé cuatro estrellas a cada obra de Truffaut, pero son pocas a las que no les reconozca su verdadero valor; en este tomo dedicado a los clásicos califica con gusto más que con juicio, pero no es más generoso de lo que debe; y no se tienta el corazón para descalificar a alguna, pero el lector debe compartir con él el placer de alguna película sólo por las memorias (como dijo G. Caín de Casablanca: “¿Por qué las cuatro estrellas? Por el recuerdo”. ¿Qué se puede objetar de El pistolero más rápido del Oeste? Es una cinta sin acción, pero tensa a más no poder; pacifista si podía alguien ser pacifista en los años cincuenta del cine estadounidense. Pocos cinéfilos la menosprecian, pero no la hemos visto desde hace más de 40 años, a menos que la pesquemos a media tarde en el 619, con el riesgo de atrasarnos en la chamba; Maltin se da el lujo de incluir La momia azteca (en Estados Unidos, Robot vs the Azteca Mummy), y aunque argumenta todas sus fallas y le pone el BOMB como calificación, se le nota el cariño, no por lo camp, sino por su inocencia, su ingenuidad, y seguramente por la belleza de Rosita Arenas, espantosamente convertida en momia; tiene el buen gusto de anunciar sus secuelas, aunque no las incluya. En el directorio final no viene Jacques Tati, pero rescata a Frank Tashlin, injustamente olvidado ("injustamente algo olvidado", escribe uno de nuestros clásicos, y uno no sabe si se refiere a que algo debía estar completamente olvidado; los errores no son exclusividad de los periodistas).
Como todas las guías, no es un libro para leer, sino para consultar; pero como da la casualidad de que uno no encuentra con facilidad los títulos incluidos, dan ganas de echarse unas 40 o 50 páginas diarias, sólo por el placer de recordar las matinés dominicales, y rememorar a aquel personaje de Truffaut que va a robarse los carteles de los cines. Hasta dan ganas de poner varios soundtrack a la hora en que estamos hojeando el libro, sólo para acompañar la lectura. Y pa' molarla de acabar, anuncian otra guía de Maltin: Of Mice and Magic, una historia de los dibujos animados en el cine estadounidense. Y por cierto, una trivia que revela que pese a sus intentos de rigor, Maltin ha sido parcial al menos una vez: da mejor calificación a Gremlins 2 que a Gremlins, sólo porque aparece en la segunda, aunque sea vituperado por los gremlins.

Dicen los enterados (¿cómo se enteró Francisco Elorriaga antes de que lo dieran a conocer los diarios?) que Medias Rojas perdió el pase a los playoffs porque varios lanzadores agarraron la jarra desde tres semanas antes de que terminara el campeonato; aseguran que bebían cerveza, comían fried chicken (qué pésimo gusto) y veían videos cuando sus compañeros estaban siendo aplastados en los diamantes; que el manager Terry Francona fue incapaz de contenerlos y disciplinarlos, y que no fueron sólo tres pitchers, sino muchos otros jugadores; que Ellsbury, candidato a ser nombrado El Regreso del Año, jugaba para él mismo; que David Ortiz se la pasó criticando a sus compañeros mientras participaba de la debacle (récord de 7-20 en los últimos 27y juegos), y que Adrián González, conformista, culpó al calendario de juegos, a que televisaron muchos de sus partidos, y a Dios, quien dispuso que éste no fuera un año bueno para el equipo de Boston; de los pocos que se salvaron fue Alfredo Aceves, a quien desperdiciaron en relevos a medio juego, cuando pudo hacer mucho más como abridor. Lástima que González no haya mostrado la dignidad de Aurelio Rodríguez, de Jorge Orta, de Teodoro Higuera, de Beto Ávila, ni el coraje de Fernando Valenzuela, Benjamín Gil, y se conforme con seguir los pasos de Erubiel Durazo, Jorge Cantú y otros por el estilo. Por cierto, Terry Francona, ya muy veterano y retirado hace varias temporadas, es hijo de Tony Francona, a quien vi jugar como infielder de Cleveland en los años sesenta. Eso hace sentirse viejo a cualquiera, más que cuando se retiró Steve Garvey, unos días menor que uno. Tito Francona, leo en Internet, en 1959 bateó más que nadie en las Ligas Mayores, ocho décimas más que los campeones de bateo Harvey Kuenn y Hank Aaron, dos inmortales del beisbol. Ese año nació Terry.

domingo, 9 de octubre de 2011

De siglos y siglas

Gustavo Sainz y Felipe Garrido fueron quienes me enseñaron los primeros elementos de la edición de libros y revistas, pero no los culpen de mis fallas ni de mis erratas; ellos tienen las suyas y yo las mías. Sainz me demostró el uso del dele y las culebras; Felipe, la utilización de las versalitas, y sobre todo, que los números no tienen minúsculas. Eso parece obvio, y hasta cómico cuando se enuncia, pero sólo hay que fijarse con atención en decenas de páginas de editoriales incluso respetables, que manejan los números en minúsculas.
No fueron ésas sus únicas enseñanzas, ni fueron mis únicos mentores, ni de quienes aprendí más, pero sin ellos nada hubiera aprendido; por mi cuenta también he hecho cosas aceptables, y he aprendido otras que nadie me dijo, y que nadie había hecho. Manuel Gutiérrez Oropeza y yo empezamos a poner en minúsculas (en bajas, en el argot editorial) palabras que antes se escribían con mayúsculas, porque el periodismo mexicano imitó hasta la ridiculez y la desvergüenza al periodismo de Estados Unidos (y en muchos casos lo sigue haciendo); también comenzamos a acentuar las mayúsculas que debían llevar tilde. Lo hicimos en La Onda, aunque nos acarreó el reproche hasta de una revista universitaria, no sólo coincidente con nuestros propósitos sino hasta con intercambio de colaboradores, porque nos señalaron que el diario que nos publicaba La Onda no acentuaba México (ellos tampoco).
(Poco después comencé a hacerlo en el Diario de la Tarde, a principios de los ochenta; no causó ningún escándalo, nadie lo observó; los únicos reproches fueron de mis propios compañeros, a quienes convencí de que eso nos daría una característica de la que carecían los demás; y los convencí en el Tampico, el restaurante que inventó la carne a la tampiqueña, en donde Fernando Casas Alemán se enteró de que no era el candidato del PRI a la presidencia de la República, y donde se arreglaron muchos negocios importantes de los que no tengo la referencia exacta; el Diario de la Tarde lo elaborábamos a partir de las siete de la mañana, y lo cerrábamos a las nueve; un día a la semana hacía guardia, con Raúl Rodríguez, Fernando González Mora y Rafael Arenas; a mediodía, cuando íbamos a ese restaurante, ya estábamos cansados y más susceptibles a críticas y elogios [por eso, don Raúl Puga, un subdirector de ese diario, tenía la consigna: chingue a su madre el que crea cualquier cosa después del tercer trago]. El experimento fue agobiante: convencer a todos los jefes de sección de que cabecearan con minúsculas [excepto la letra inicial y los nombres propios, como parecía obvio aunque no lo fuera], y que acentuaran las mayúsculas; y en el taller donde se maqueteaban las páginas, revisar cada cabeza, cada balazo, cada secundaria. El impacto fue tan contundente que ningún otro periódico siguió nuestro ejemplo. Conseguí lo mismo en El Financiero, ¡a mediados de los noventa! También costó trabajo, pero el cambio fue evidente, porque coincidió con el cambio de diseño, lo aprovechamos y fue fundamental para dar una imagen más moderna del diario. Hay periódicos que siguen poniendo altas todas las letras iniciales de todas las palabras de más de tres letras, o incluso éstas si son verbos, al estilo americano.)

Regreso a las deles y las versalitas; la dele es la marca con la que se señala la letra que, en las pruebas, debe cambiarse cuando es errónea, para señalar, al margen, la letra correcta, o colocarle o suprimirle el acento. Todo el que se haya dedicado a la corrección ha puesto miles de deles, algunos sin saber que se llaman deles. Pilar Tapia escribió un cuento delicioso sobre las obsesiones de los editores por las deles, que hasta las ponen en los menús de los restaurantes para señalar los errores (ahora las computadoras ponen nuevas trampas: como mucha tipografía es escaneada, nos engañan convirtiendo la “rn” en “m” o al revés; si es terrible en los libros –y muy difícil de detectar hasta que aparecen impresas–, es fatal en el menú de Los Panchos, donde ofrecen tacos de camitas).
Las versalitas son otra cosa: Versal, dicen los manuales y los diccionarios, es la letra con que comenzaban los versos, cuando cada verso comenzaba con mayúscula. Las versalitas son mayúsculas en tamaño de minúsculas. Tienen un uso específico: para reducir el tamaño de las letras cuando ocupan mucho espacio y resaltan y afean la tipografía; se usan para bajar el tamaño de las siglas, que regularmente ocupan mucho espacio, y para señalar los siglos. Se usan, por ejemplo, para que las mayúsculas que estorbarían la lectura, tengan más elegancia; para señalar, en ese caso, que alguien lee un letrero que indica “FARMACIA BRISEÑO” y no se vea burdo.
La muy añorada Serie del Volador, de Joaquín Mortiz, iniciaba cada novela, o cada relato, con la primera línea toda en versalitas; no siempre: Morirás lejos y El principio del placer, de José Emilio Pacheco, se salen de la norma; también Cumpleaños, de Carlos Fuentes, aunque Cantar de ciegos sí la sigue. El Fondo de Cultura Económica comenzaba con la primera frase en versalitas; no importaba el número de palabras, sino la frase, que pudiera ser una, dos o más; si era un nombre, iba completo en versales y versalitas. También las usaba para las cornisas, sólo en versalitas, esas líneas que indican en una página el nombre del autor y en otra el nombre del libro, o del capítulo. También sirven para las dedicatorias, o para el nombre del capítulo. Con diferencias; las dedicatorias iban todas en versalitas, mientras que los capítulos, en versales y versalitas. Había casos incómodos, como en La región más transparente, que los capítulos van en cursivas, pero la primera frase en versalitas, porque pocas variantes tipográficas son más feas que las versalitas cursivas, aunque son inevitables cuando el título del libro incluye algún siglo (La pintura erótica en el siglo XXI, por ejemplo).
Algunos libros de Era usaban también la primera línea de cuento o de capítulo en versales y versalitas, como Aura (pero no El viento distante ni Una familia lejana); Siglo XXI también los usaba, pero no en todos los casos. (Siglo XXI es nombre, pero otras editoriales, al citar uno de sus libros, ponen el XXI en versalitas.)
Pero todos los editores son maniáticos; hay editoriales con tres criterios diferentes, según el encargado de cada colección.

Alfonso Reyes dedica “esta primera serie de Simpatías y diferencias a los tipógrafos y correctores de El Sol, de Madrid, que tantas veces, y con esa serenidad que es la más alta condición de su oficio, tuvieron que tolerar –al componer estos artículos– mi impaciencia o mi tardanza, mis fidelidades a la regla, o mis personales manías ortográficas”; Gabriel García Márquez reniega (y hasta negó una edición) y agradece, por igual, la intervención de los correctores, lo mismo para ajustar una novela a las reglas de la Academia, que por corregir sus incongruencias ortográficas; ahora no hay quien se le ponga enfrente, pero alguna vez, un quisquilloso le telefoneó para advertirle de una incorrección y, molesto, preguntó qué opinaba Álex Grijelmo (ese afamado corrector de El País, tan divertido, tan riguroso pero a ratos tan disparejo); cuando le dijeron que opinaba que había un error en cómo lo escribía García Márquez, ordenó que lo corrigieran la primera vez, pero no las subsiguientes, para que el lector viera (si es que lo advertía), que él lo escribe como se le da la gana. Haría falta que alguien se le pusiera al brinco a Vargas Llosa, porque últimamente usa una puntuación alejada del español.
Pero eso era antes, como dice la famosa frase en las redacciones. Una de las consecuencias más graves del uso de las computadoras (u ordenadores: ambos son incorrectos) en tipografía es la desaparición del oficio de tipógrafo; el linotipo requería de varias maestrías: la mecanografía veloz y correcta, el conocimiento de la ortografía y la gramática, conocimiento de historia, ciencias y otras materias, y la habilidad para formar las líneas, cambiar las fuentes cuando era necesario (no era sólo dar un comando al teclado de la computadora [u ordenador, etcétera] para cambiar tamaños, cursivas, negritas [pocas veces en los libros, muchas en diarios y revistas], y además soportar necedades de los autores, editores, que no siempre recibían con agrado las correcciones y observaciones); pocos reconocen sus errores; el oficio casi ha desaparecido, como el de sastre, que ahora o son remendones o son para elitistas (curioso: uno de los oficios que no ha desaparecido es el de afilador de cuchillos; no es tan visible, pero aparecen dos veces por semana por los buenos restaurantes, pero pasa inadvertido). Muchos consideraron que la facilidad que ofrece la computadora (u ordenador, etcétera) hacía innecesarias esas maestrías y eran fácilmente sustituibles por mecanógrafos; Felipe Garrido opinaba que las computadoras (u ordenadores, etcétera) ayudarían más a los tipógrafos; ignoro qué sucedió, si ellos se sintieron ofendidos y mejor se jubilaron (porque era un oficio no tanto de jóvenes), o los editores consideraron que eran muy caros y mejor los sustituyeron.

Las consecuencias han sido fatales. Me han llegado, o he comprado, libros en que usan versalitas para todo, menos para lo que fueron inventadas; las usan para nombres propios, como Carlos I, o Pío XII; es decir, creen que son para números romanos; o usan versales y versalitas para cornisas (que además, cuando son muy largas no las abrevian, sino que les ponen puntos suspensivos); usan versales y versalotas; es decir, de tamaño de mayúsculas, con lo que no ahorran espacio sino que lo desperdician; ignoran, y a lo mejor porque la orden para las versalitas en las computadoras (versales, dice la fuente) las pone un poco más grandes que las minúsculas, que en la lógica de los números tipográficos, las minúsculas son tres puntos más chicas que las mayúsculas (“haga la prueba”, diría un clásico a quien cito descaradamente: ni aún ahora niego la cruz de mi parroquia); no debería asombrarme; el director de la institución que publica uno de esos libros cree que un incunable es un libro del que se imprimió un solo ejemplar.
Hay otras consecuencias; el espacio tipográfico del ancho de las letras no es el mismo en computadoras (u ordenadores) que en linotipo; eso ha provocado que en muchos libros haya líneas muy apretadas, y otras en que el espacio entre palabra y palabra es exagerado.
No estoy en contra de las innovaciones; uno de mis libros tiene las cornisas debajo de la caja tipográfica; otro, a los lados. (Fui incluso autor de una audacia; en un epistolario me atreví a numerar las citas y referencias carta por carta, no de corrido; me reprochó uno que fungía como jefe: eso nunca se ha hecho; como lo respetaba –como persona– no le dije que sí, que en la correspondencia de Faulkner con sus editores ya se había hecho, pero temí que me preguntara quién era Faulkner; tampoco le dije que así me evitaría un buen número de errores, como sucede en casi todas las ediciones con cientos de notas, en que falta o sobra una, o más.)
Pero las audacias no siempre son aconsejables; no en la ingeniería, aunque sí en la arquitectura; no en la cirugía aunque sí en la investigación médica; no en la aviación comercial aunque sí en la acrobacia; las versalotas distraen, ensucian, estorban; las versalitas (mi amiga Blanca Luz Pulido dice que son mayúsculas avergonzadas) adornan, simplifican, engalanan, embellecen. Nunca hay que abusar: un texto en puras versalitas sería ilegible, y no sólo por el texto, sino por la tipografía.

(Fragmento de un primer capítulo de memorias como editor y corrector; espero competir con las de Marco Antonio Pulido, aunque sospecho que las de él serán más divertidas. Y mucho menos si Juan José Utrilla se lanza escribir las suyas.)

Justicia beisbolera: Tampa Bay y Yanquis de Nueva York fueron eliminados en las series divisionales: eso no quiere decir que Medias Rojas debiera estar en ellas, jugaron mal y no merecían pasar, pero no debieron ser eliminados con trampas más dignas de otros deportes que del
beisbol.

¿Dèjá Lu tendrá mala memoria o sólo es descarado?

Ayer el portal de El Universal subió El Librero muy tarde, pero está ya a disposición de quienes quieran leerlo. Sólo hay que ver Hemeroteca, pulsar 9 de ectubre, Columnas, y la columna.