domingo, 9 de octubre de 2011

De siglos y siglas

Gustavo Sainz y Felipe Garrido fueron quienes me enseñaron los primeros elementos de la edición de libros y revistas, pero no los culpen de mis fallas ni de mis erratas; ellos tienen las suyas y yo las mías. Sainz me demostró el uso del dele y las culebras; Felipe, la utilización de las versalitas, y sobre todo, que los números no tienen minúsculas. Eso parece obvio, y hasta cómico cuando se enuncia, pero sólo hay que fijarse con atención en decenas de páginas de editoriales incluso respetables, que manejan los números en minúsculas.
No fueron ésas sus únicas enseñanzas, ni fueron mis únicos mentores, ni de quienes aprendí más, pero sin ellos nada hubiera aprendido; por mi cuenta también he hecho cosas aceptables, y he aprendido otras que nadie me dijo, y que nadie había hecho. Manuel Gutiérrez Oropeza y yo empezamos a poner en minúsculas (en bajas, en el argot editorial) palabras que antes se escribían con mayúsculas, porque el periodismo mexicano imitó hasta la ridiculez y la desvergüenza al periodismo de Estados Unidos (y en muchos casos lo sigue haciendo); también comenzamos a acentuar las mayúsculas que debían llevar tilde. Lo hicimos en La Onda, aunque nos acarreó el reproche hasta de una revista universitaria, no sólo coincidente con nuestros propósitos sino hasta con intercambio de colaboradores, porque nos señalaron que el diario que nos publicaba La Onda no acentuaba México (ellos tampoco).
(Poco después comencé a hacerlo en el Diario de la Tarde, a principios de los ochenta; no causó ningún escándalo, nadie lo observó; los únicos reproches fueron de mis propios compañeros, a quienes convencí de que eso nos daría una característica de la que carecían los demás; y los convencí en el Tampico, el restaurante que inventó la carne a la tampiqueña, en donde Fernando Casas Alemán se enteró de que no era el candidato del PRI a la presidencia de la República, y donde se arreglaron muchos negocios importantes de los que no tengo la referencia exacta; el Diario de la Tarde lo elaborábamos a partir de las siete de la mañana, y lo cerrábamos a las nueve; un día a la semana hacía guardia, con Raúl Rodríguez, Fernando González Mora y Rafael Arenas; a mediodía, cuando íbamos a ese restaurante, ya estábamos cansados y más susceptibles a críticas y elogios [por eso, don Raúl Puga, un subdirector de ese diario, tenía la consigna: chingue a su madre el que crea cualquier cosa después del tercer trago]. El experimento fue agobiante: convencer a todos los jefes de sección de que cabecearan con minúsculas [excepto la letra inicial y los nombres propios, como parecía obvio aunque no lo fuera], y que acentuaran las mayúsculas; y en el taller donde se maqueteaban las páginas, revisar cada cabeza, cada balazo, cada secundaria. El impacto fue tan contundente que ningún otro periódico siguió nuestro ejemplo. Conseguí lo mismo en El Financiero, ¡a mediados de los noventa! También costó trabajo, pero el cambio fue evidente, porque coincidió con el cambio de diseño, lo aprovechamos y fue fundamental para dar una imagen más moderna del diario. Hay periódicos que siguen poniendo altas todas las letras iniciales de todas las palabras de más de tres letras, o incluso éstas si son verbos, al estilo americano.)

Regreso a las deles y las versalitas; la dele es la marca con la que se señala la letra que, en las pruebas, debe cambiarse cuando es errónea, para señalar, al margen, la letra correcta, o colocarle o suprimirle el acento. Todo el que se haya dedicado a la corrección ha puesto miles de deles, algunos sin saber que se llaman deles. Pilar Tapia escribió un cuento delicioso sobre las obsesiones de los editores por las deles, que hasta las ponen en los menús de los restaurantes para señalar los errores (ahora las computadoras ponen nuevas trampas: como mucha tipografía es escaneada, nos engañan convirtiendo la “rn” en “m” o al revés; si es terrible en los libros –y muy difícil de detectar hasta que aparecen impresas–, es fatal en el menú de Los Panchos, donde ofrecen tacos de camitas).
Las versalitas son otra cosa: Versal, dicen los manuales y los diccionarios, es la letra con que comenzaban los versos, cuando cada verso comenzaba con mayúscula. Las versalitas son mayúsculas en tamaño de minúsculas. Tienen un uso específico: para reducir el tamaño de las letras cuando ocupan mucho espacio y resaltan y afean la tipografía; se usan para bajar el tamaño de las siglas, que regularmente ocupan mucho espacio, y para señalar los siglos. Se usan, por ejemplo, para que las mayúsculas que estorbarían la lectura, tengan más elegancia; para señalar, en ese caso, que alguien lee un letrero que indica “FARMACIA BRISEÑO” y no se vea burdo.
La muy añorada Serie del Volador, de Joaquín Mortiz, iniciaba cada novela, o cada relato, con la primera línea toda en versalitas; no siempre: Morirás lejos y El principio del placer, de José Emilio Pacheco, se salen de la norma; también Cumpleaños, de Carlos Fuentes, aunque Cantar de ciegos sí la sigue. El Fondo de Cultura Económica comenzaba con la primera frase en versalitas; no importaba el número de palabras, sino la frase, que pudiera ser una, dos o más; si era un nombre, iba completo en versales y versalitas. También las usaba para las cornisas, sólo en versalitas, esas líneas que indican en una página el nombre del autor y en otra el nombre del libro, o del capítulo. También sirven para las dedicatorias, o para el nombre del capítulo. Con diferencias; las dedicatorias iban todas en versalitas, mientras que los capítulos, en versales y versalitas. Había casos incómodos, como en La región más transparente, que los capítulos van en cursivas, pero la primera frase en versalitas, porque pocas variantes tipográficas son más feas que las versalitas cursivas, aunque son inevitables cuando el título del libro incluye algún siglo (La pintura erótica en el siglo XXI, por ejemplo).
Algunos libros de Era usaban también la primera línea de cuento o de capítulo en versales y versalitas, como Aura (pero no El viento distante ni Una familia lejana); Siglo XXI también los usaba, pero no en todos los casos. (Siglo XXI es nombre, pero otras editoriales, al citar uno de sus libros, ponen el XXI en versalitas.)
Pero todos los editores son maniáticos; hay editoriales con tres criterios diferentes, según el encargado de cada colección.

Alfonso Reyes dedica “esta primera serie de Simpatías y diferencias a los tipógrafos y correctores de El Sol, de Madrid, que tantas veces, y con esa serenidad que es la más alta condición de su oficio, tuvieron que tolerar –al componer estos artículos– mi impaciencia o mi tardanza, mis fidelidades a la regla, o mis personales manías ortográficas”; Gabriel García Márquez reniega (y hasta negó una edición) y agradece, por igual, la intervención de los correctores, lo mismo para ajustar una novela a las reglas de la Academia, que por corregir sus incongruencias ortográficas; ahora no hay quien se le ponga enfrente, pero alguna vez, un quisquilloso le telefoneó para advertirle de una incorrección y, molesto, preguntó qué opinaba Álex Grijelmo (ese afamado corrector de El País, tan divertido, tan riguroso pero a ratos tan disparejo); cuando le dijeron que opinaba que había un error en cómo lo escribía García Márquez, ordenó que lo corrigieran la primera vez, pero no las subsiguientes, para que el lector viera (si es que lo advertía), que él lo escribe como se le da la gana. Haría falta que alguien se le pusiera al brinco a Vargas Llosa, porque últimamente usa una puntuación alejada del español.
Pero eso era antes, como dice la famosa frase en las redacciones. Una de las consecuencias más graves del uso de las computadoras (u ordenadores: ambos son incorrectos) en tipografía es la desaparición del oficio de tipógrafo; el linotipo requería de varias maestrías: la mecanografía veloz y correcta, el conocimiento de la ortografía y la gramática, conocimiento de historia, ciencias y otras materias, y la habilidad para formar las líneas, cambiar las fuentes cuando era necesario (no era sólo dar un comando al teclado de la computadora [u ordenador, etcétera] para cambiar tamaños, cursivas, negritas [pocas veces en los libros, muchas en diarios y revistas], y además soportar necedades de los autores, editores, que no siempre recibían con agrado las correcciones y observaciones); pocos reconocen sus errores; el oficio casi ha desaparecido, como el de sastre, que ahora o son remendones o son para elitistas (curioso: uno de los oficios que no ha desaparecido es el de afilador de cuchillos; no es tan visible, pero aparecen dos veces por semana por los buenos restaurantes, pero pasa inadvertido). Muchos consideraron que la facilidad que ofrece la computadora (u ordenador, etcétera) hacía innecesarias esas maestrías y eran fácilmente sustituibles por mecanógrafos; Felipe Garrido opinaba que las computadoras (u ordenadores, etcétera) ayudarían más a los tipógrafos; ignoro qué sucedió, si ellos se sintieron ofendidos y mejor se jubilaron (porque era un oficio no tanto de jóvenes), o los editores consideraron que eran muy caros y mejor los sustituyeron.

Las consecuencias han sido fatales. Me han llegado, o he comprado, libros en que usan versalitas para todo, menos para lo que fueron inventadas; las usan para nombres propios, como Carlos I, o Pío XII; es decir, creen que son para números romanos; o usan versales y versalitas para cornisas (que además, cuando son muy largas no las abrevian, sino que les ponen puntos suspensivos); usan versales y versalotas; es decir, de tamaño de mayúsculas, con lo que no ahorran espacio sino que lo desperdician; ignoran, y a lo mejor porque la orden para las versalitas en las computadoras (versales, dice la fuente) las pone un poco más grandes que las minúsculas, que en la lógica de los números tipográficos, las minúsculas son tres puntos más chicas que las mayúsculas (“haga la prueba”, diría un clásico a quien cito descaradamente: ni aún ahora niego la cruz de mi parroquia); no debería asombrarme; el director de la institución que publica uno de esos libros cree que un incunable es un libro del que se imprimió un solo ejemplar.
Hay otras consecuencias; el espacio tipográfico del ancho de las letras no es el mismo en computadoras (u ordenadores) que en linotipo; eso ha provocado que en muchos libros haya líneas muy apretadas, y otras en que el espacio entre palabra y palabra es exagerado.
No estoy en contra de las innovaciones; uno de mis libros tiene las cornisas debajo de la caja tipográfica; otro, a los lados. (Fui incluso autor de una audacia; en un epistolario me atreví a numerar las citas y referencias carta por carta, no de corrido; me reprochó uno que fungía como jefe: eso nunca se ha hecho; como lo respetaba –como persona– no le dije que sí, que en la correspondencia de Faulkner con sus editores ya se había hecho, pero temí que me preguntara quién era Faulkner; tampoco le dije que así me evitaría un buen número de errores, como sucede en casi todas las ediciones con cientos de notas, en que falta o sobra una, o más.)
Pero las audacias no siempre son aconsejables; no en la ingeniería, aunque sí en la arquitectura; no en la cirugía aunque sí en la investigación médica; no en la aviación comercial aunque sí en la acrobacia; las versalotas distraen, ensucian, estorban; las versalitas (mi amiga Blanca Luz Pulido dice que son mayúsculas avergonzadas) adornan, simplifican, engalanan, embellecen. Nunca hay que abusar: un texto en puras versalitas sería ilegible, y no sólo por el texto, sino por la tipografía.

(Fragmento de un primer capítulo de memorias como editor y corrector; espero competir con las de Marco Antonio Pulido, aunque sospecho que las de él serán más divertidas. Y mucho menos si Juan José Utrilla se lanza escribir las suyas.)

Justicia beisbolera: Tampa Bay y Yanquis de Nueva York fueron eliminados en las series divisionales: eso no quiere decir que Medias Rojas debiera estar en ellas, jugaron mal y no merecían pasar, pero no debieron ser eliminados con trampas más dignas de otros deportes que del
beisbol.

¿Dèjá Lu tendrá mala memoria o sólo es descarado?

Ayer el portal de El Universal subió El Librero muy tarde, pero está ya a disposición de quienes quieran leerlo. Sólo hay que ver Hemeroteca, pulsar 9 de ectubre, Columnas, y la columna.

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