domingo, 31 de octubre de 2010

Una pasión me domina (a Amado Nervo)



El peor libro de Amado Nervo es el más conocido de toda su obra poética; es endeble, sentimental, autobiográfico, a ratos cursi; la rima es fácil y hasta ripiosa; no tiene nada de la complejidad que tienen otros libros suyos; su única disculpa es que no lo escribió para publicarlo, sino para exorcizar el dolor que le causó la muerte inesperada de Ana Cecilia Dailliez, la amada inmóvil. Sólo la deslealtad de sus amigos permitió que se diera a conocer, póstumamente, este libro que muchos memorizaron; a sus páginas pertenecen poemas como “Gratia Plena”, “Unidad” (“No, madre, no te olvido;…”), “Aquel olor”; comenzó a escribirlo en febrero de 1912, menos de un mes de la muerte de Ana Cecilia, y lo continúa escribiendo hasta junio de 1913, aunque contiene versos de 1915 y uno de 1918.
En una de sus páginas confiesa su deseo de suicidarse, tan fuerte es el dolor: “pero el resabio cristiano me insinuó con voces graves / pobre necio, tú qué sabes, y paralizó mi mano” [supuestamente, con una pistola en ella]; termina aceptando “no vivir, que no es vida la presente, sino acabar lentamente… de morir”; no hay ficción, el dolor es real; Nervo, quien vive la bohemia parisiense en la que no se priva de nada, recurre a varios paliativos, pero ninguno disminuye la pena. Hasta que levanta la vista.

Cuenta la picaresca mexicana que Nervo, alejado del país mucho tiempo, en un convivio se acercó a besar la mano de una mujer; fue advertido a destiempo por el más pícaro Luis G. Urbina: “Bien se ve, querido hermano, que no conoces de juergas, pues has besado una mano…”; lo cierto es que él y su gran amigo Rubén Darío experimentaron de todo en París; fueron políticamente incorrectos, desafiaron toda buena conducta, y no por esnobismo; realmente vivían con intensidad; si vivieran en la actualidad escandalizarían incluso a quienes se proclaman defensores de todas las minorías; en pleno cambio de siglo, Nervo se enamoró de Ana Cecilia y la hizo suya más de diez años, sin la bendición eclesial (“enamorado sin correr los riesgos del matrimonio”, puntualiza Alí Chumacero), pero tampoco la civil; sólo la de sus amigos, que los tenía y por montones entre los círculos intelectuales de Francia, entonces el ideal de la cultura; aparte de Darío, entre muchos otros, es amigo íntimo de Enrique Díez Canedo y de Alfonso Reyes; que se fuera a vivir con una mujer sin casarse era lo de menos: ella tenía una hija no mayor de cinco años a la que Nervo adoptó sin posturas ni arrogancia; antes al contrario, con mucho amor. Es la época en que incluso sus críticos menos entusiastas consideran la mejor para su poesía.
Son los años de El éxodo y las flores del camino, En voz baja, Los jardines exteriores, Serenidad; con la felicidad se aleja, dicen sus mejores críticos, del artilugio y busca la sencillez, la literatura directa; gana en lectores y en popularidad, pero no en lo que lo había hecho célebre. Dice José Emilio Pacheco que muere Nervo en el momento de su mayor reputación, cuando su fama es inmensa; el fallecimiento (que Reyes retrata con angustiante desesperación, pero imitando a la perfección el tono, la métrica y la acentuación de Nervo: “te adelgazas, te desmayas, y te nos vas a morir”) llena de luto a toda la América española; muere en Montevideo, y a las honras fúnebres se une el gobierno argentino; el barco que trae a México sus restos se ve obligado a hacer escalas en todas las ciudades importantes, donde se le vuelve a rendir homenaje, y en México los funerales son multitudinarios, como pocas veces se ha vuelto a ver; el precio es caro; dice Pacheco que la crítica no perdona esa popularidad (la de ningún poeta), y al cabo de no muchos años, menos de 30, lo han colocado en los últimos lugares del escalafón poético; en la Antología de la poesía mexicana moderna, editada por Jorge Cuesta (Contemporáneos, 1928), ya lo tratan con dureza: “el progreso de su poesía se termina en la desnudez; pero así que se ha desnudado por completo, tenemos que cerrar, púdicos, los ojos […] Fue Nervo una víctima de la sinceridad […] Para quienes predican su deshumanización ‘y que rompa las amarras que a la vida lo sujetan’, el ejemplo de este artista es un argumento valioso: el hombre, allí, acabó por destruir al artista […] para elegir los poemas que debían representarlo […] tuvimos que preferir, en contra de la corriente admirativa del misticismo del poeta […] aquellos que lo representan quizá más imperfectamente; esto es: aquéllos que inspiró menos su ambición de sinceridad que su vanidad artística.”
No fue más amable el por lo general amable José Luis Martínez (Literatura mexicana, Siglo XX, 1910-1949; 1949; en la reedición de Lecturas Mexicanas, Tercera serie, Núm. 29); acusa la sinceridad como defecto, acepta que es un poeta que acompaña la adolescencia y ayuda a vivir los momentos críticos de esa etapa, pero nada más; lo coloca en uno de los primeros lugares entre los poetas “del corazoncito de los mexicanos”, al lado de Antonio Plaza y Juan de Dios Peza (Martínez pone en ese limbo también al después reivindicado Gutiérrez Nájera). Comenzó el declinar del prestigio de Nervo, aunque su popularidad siguió intacta entre los declamadores sin maestro.
Incluso en Poesía mexicana del siglo XIX (Empresas Editoriales, 1965), José Emilio Pacheco lo condenó con buenos argumentos: “Por radicar en la memoria del pueblo, Nervo ya sólo es predilecto de quienes creen que basta la sinceridad para hacer poesía. Por eso […] nos lleva a la encrucijada de la ambigüedad: si, por una parte la misión del futuro inmediato, ha de ser revalorar todo ese material que constituye nuestra negada tradición poética; por otra, Nervo y sus antecesores previos al modernismo, forman el muro que impide a los mexicanos disfrutar de la gran poesía que se ha escrito en el país durante el siglo veinte […] El mejor Nervo es el modernista que de poemas como los magníficos Rondós vagos, fue derivando hacia una confesión general que primero se desprendió de la retórica y acabó por despedirse de la poesía […] Es difícil para el gusto actual, para el ‘aquí y ahora’ a cuya inevitable luz tenemos que considerar la poesía del pretérito, reconocer como hermosos sino contados poemas de Nervo. Tal vez un día volverán a parecer bellos…”
En la Antología del Modernismo (Biblioteca del Estusiante Universitario, 1970) parece reivindicarlo; aún lo califica de cursi; sin embargo, dice, “es también íntimo, persuasivo. Una elegancia espiritual recóndita lo salva de la absoluta ramplonería. Pero disipa el esfuerzo en cientos de poemas en vez de concentrarlo en unas cuantas páginas y realizar su aspiración: ‘el libro breve y precioso que la vida no me dejó escribir’ [...] Nervo [dice antes] es el poeta central del modernismo mexicano, el punto central entre el afán renovador de Manuel Gutiérrez Nájera y la plenitud de Ramón López Velarde. Si excluimos los poemas románticos (término empleado durante el modernismo para condenar los titubeos formales y la exaltación sentimental) de Mañana del poeta y Perlas negras, entre Místicas y Los jardines interiores, se encuentra el mejor Nervo, que en su etapa ‘artística’ aparece obsesionado con el ritual católico, el asco de la vida y el temor de la muerte, decidido a hallar ritmos que se aparten de las normas académicas y expresen la nueva sensibilidad del novecientos y su propio conflicto entre el erotismo y la fe religiosa: ‘mi afán entre dos aguijones: alma y carne’.”
En 1985 (Poesía mexicana I, Promexa) es más concreto: “En mayor medida que a Peza, los críticos han castigado a Nervo por la inmensa popularidad de sus textos finales, de aspiración mística y ‘sin literatura’ […] ‘La hermana agua’ parece un preludio a Muerte sin fin.”
Menos duro es el estricto Alí Chumacero: reconoce la intimidad, la sinceridad, pero también búsquedas, hace una lectura compasiva de La amada inmóvil y entiende lo que le sucede a Nervo; si no lo disculpa, atenúa sus culpas (Los momentos críticos, Fondo de Cultura Económica, 1987).

Poco antes del Movimiento Estudiantil, durante el auge del Verano del Amor, de la Era de Acuario, cuando Pacheco predecía una revaluación de Nervo por la similitud de los temas con los movimientos juveniles, Carlos Monsiváis publicó un ensayo en La Cultura en México que desde el título sepultaba para siempre a Nervo: “Ina-ga-da da-vi-da, nada me debes, Ina-ga-da da-vi-da, estamos en paz”; “Ina-ga-da da-vi-da” era una canción de Iron Butterfly que en 1968 cobró gran popularidad, más en la versión larga (17 minutos) que en la breve (poco menos de tres minutos), pero que los fanáticos del rock consideraban cursi, sobrevaluada; muchos, dice wikipedia, la asociaron con el LSD de moda en esa época; Monsiváis se refería a uno de los más célebres poemas de Nervo, “En paz”, cuando alrededor de los 45 años de edad se decía cerca del ocaso. El escrito era lapidario; lo ilustraba con la fotografía de un Nervo calvo, pensativo, anciano.
Mucho más profundo, Alfonso Reyes, haciendo gala de la picardía que no todos le ven, afirma que Nervo, después del dolor por la pérdida de la Amada Inmóvil recobraba el amor y se mostraba dispuesto "a deshojar la margarita", y acotaba que era algo que sólo sus íntimos entenderían (“Amores de Amado Nervo”, en Tránsito de Amado Nervo). Monsiváis intentó un acercamiento a Nervo en un libro de escasa circulación, Yo te bendigo, vida (Gobierno del estado de Nayarit), pero no vio esa última etapa del poeta.

¿A qué se refiere Reyes cuando dice que Nervo está dispuesto a deshojar la margarita? En "Cartas a Margarita" abundan estas líneas: Mi pequeña Mignon; Mi pequeña Margotón; Mi pequeña y adorada Margot; Mi inolvidable Margotón; Mi pequeña y adorada Margotón; Mi bien amada Margot; Mi pequeña Margotón adorada; Mi muy querido amorcito de mi vida; Amor mío; mi amorcito. Le manda millones, mil millones de besos, recuerdos ardientes, le pide no que lo tenga presente, sino que no lo olvide; le manda monerías (“every little things”, dirían los Beatles); se alegra de que ella haya quedado triste con su partida; le hace un vivo retrato del París vencedor de la primera Guerra Mundial, y se autocalifica como “tu viejo Señorín que sólo piensa en ti”; le pide que sea feliz y que piense que “te adoro como siempre”.
Las cartas a Margarita comienzan en 1914; la última es del 3 de mayo de 1919, 21 días antes de la muerte de Nervo; a ella le deja el 80 por ciento de sus no muy abundantes posesiones (Nervo quedó desempleado al triunfo de la Revolución; no aceptó una pensión que le ofreció el gobierno de España, y sólo al triunfo de Venustiano Carranza sobre Villa recobró el empleo; era diplomático a su muerte). Comienza esa primero tímida y luego más audaz correspondencia cuando va disminuyendo el dolor por el fallecimiento de Ana Cecila (“estoy enamorado de una muerta”, confiesa a uno de sus amigos por esos días) y dura poco más de cinco años. ¿Quién es esa Margarita que ocupa el lugar de la Amada Inmóvil. Su hijastra (su hija) Margarita Dailliez.

En “Peras al olmo”, segunda parte de El estanque de los lotos, cuenta Nervo:

Ella se puso roja (¿no es esto de rigor?)
Tal una aurora súbita, se derramó el rubor
por la tranquila nieve de su rostro de estrella.
¡Ay!, y naturalmente, se volvió así más bella.

Pero después, cual sol tras esa alba indecisa,
surgió el rayito de una tenue sonrisa,
y rompiendo el encanto sin par con inarmónica
crueldad, aquella tenue sonrisilla fue irónica.
La malcriadez ingénita de la niña mimada
surgió brutal, de pronto, como una bofetada:
“¡Imposible, Miguel; ha puesto usted el colmo
a su audacia…! ¡Eso fuera pedir peras al olmo!
¿Yo con mis diez y ocho esposa de usted? ¡Ca!
¿Cómo decir: te quiero sin añadir papá?
Amigos, sólo amigos; pienso que ya es bastante.
… ¡Y, sobre todo, ni una palabra en adelante!”

Nada más…
El doctor, ante el desdén crecido,
mordió los necios labios que no habían sabido
callar, que imbécilmente le vendían al cabo,
tras su inútil silencio, para volverle esclavo.
Esclavo de la hembra instintiva, inconsciente,
incomprensiva y hosca para un amor ardiente;
siervo ya de quien, siendo la sierva milenaria,
cuando el dueño se humilla, ríe de su plegaria,
y que, sumisa sólo al amor que maltrata,
adora si le pegan, y si la adoran mata.

Después del rechazo hay titubeos; para qué doctorarse, se pregunta, si todo doctorado es vencido por esos diez y ocho años; siguen años de titubeos, hasta que ella cambia de actitud; si tan sólo no hubiera pronunciado la palabra "amor", le reprocha, y él promete no volver a decirla, no insistir; ¿de veras? Y él jura, sabiendo que no va a cumplir; cumple hasta que una voz interior le avisa: ella te quiere, es tuya, tu mutismo floreció, búscala, tómala. Él se niega, renuncia con cobardía (no la cobardía con la que deja pasar a la transeúnte que está bien buena [“¡qué formas bajo el fino tul!”]; con la cobardía que insiste en que la valentía, en ciertos casos, consiste en huir).
Eso es literatura, no tan sincera como hizo creer; palabras que desmintió con los hechos; en el epistolario no se incluyen las cartas de Margarita pero se intuyen: cariñosas, impacientes, agradecidas; no hay reproches porque le diga “amorcito” ni que la adora.
En Yo te bendigo, vida Monsiváis no pronuncia ninguna palabra sobre este amor ilícito, sobre esta pasión prohibida que es pecado que tiene castigo; es su hijastra en los hechos, no se sabe si legalmente; ella conserva el apellido de la madre y no adopta el de Nervo; no hay indicios de que hayan intimado, pero la sola pasión ya es de por sí brutal; aunque legalmente no sea el padrastro, se trata de un incesto; además, es menor de edad, y cuando menos le dobla la edad.
Monsiváis no habla de esta pasión, pero incluye más fotos de Margarita que de Ana Cecilia; el parecido es asombroso; ambas tiene rasgos finos, delicados, airosos; simulan ausencia pero revelan pasión; en la segunda fotografía Margarita está muy cerca de Nervo; no sólo físicamente; están sentados juntos, con las piernas pegadas; pareciera que está en las piernas del padrastro, y aparenta mirar las páginas de un cuaderno; no se distingue dónde está su mano derecha: ¿tomando la de Nervo, que asoma tímida? Él se muestra satisfecho, como si ostentara para sí la belleza de una joven que hace recordar a la Ana Cecilia a la que amó durante diez años de plenitud, y cuya ausencia provocó tal dolor que sólo pudo ser remediado por una belleza similar a la suya.

No hay muchos datos; sólo que Margarita, viuda sin ser esposa, pero con veneración por Nervo (pocos años después de la muerte de Nervo, ella entregó al gobierno mexicano las pertenencias que había dejado en Montevideo, donde desmayaba, se adelgazaba, se moría, ante la desesperación de sus amigos y de sus admiradores, y de Carmen, a la que coqueteaba juguetón, y a quien dirige su última carta, inconclusa). También se sabe que casó con un sobrino de Nervo, repitiendo el patrón de conducta: Nervo se enamora de la hija de su gran amor; ella se casa con el sobrino de su gran amor.
Nervo no pudo cerrar los ojos y dejarla pasar. Pero al parecer, fue bien correspondido.

(No es la primera vez que escribo de este asunto; lo hice hace más de 12 años, en la sección Cultural de El Financiero, pero estaba indocumentado, sólo sospechaba de esa pasión; tampoco soy el único que ha escrito del tema, pero creo que el primero, exceptuando las pícaras insinuaciones de Reyes. Utilizo más fuentes de las que cito, adivínelas el lector.)

Aunque la temporada de beisbol terminó cuando terminó, siguió la postemporada con un par de buenos juegos, y una Serie Mundial con unos Gigantes que han tenido en su line up a Mel Ott, Bill Terry, Christy Mathewson, Rube Marquard, Willie Mays, Juan Marichal, Carl Hubbell, Willie McCovey, Monte Irvin, Orlando Cepeda, pero también al tramposo y marrullero Barry Bonds; pero del otro lado a Rangers de Texas, de la familia Bush, olvidando a Ferguson Jenkins.

¿Quién es el escritor mexicano, académico y todo, que se niega a regresar al pasado; tanto, que si va a Ciudad Universitaria y está en Avenida Universidad y Parroquia, prefiere caminar al Metro Coyoacán, a tres largas y áridas calles, en vez de dar un paso atrás y abordar el Metro Zapata?

En el portal de El Universal, en Edición Impresa, El Librero, que ahora y toda la semana habla del nuevo libro de Gabriel García Márquez.

domingo, 24 de octubre de 2010

Valenzuela; lamento por Alatorre y por Alí

Hace 30 años comenzó la carrera de Fernando Valenzuela en las Ligas Mayores, con unos pocos juegos como relevista en los que obtuvo un salvamento y dos victorias en diez juegos, 18 entradas lanzadas en los que recibió ocho hits, dio cinco bases por bolas y 16 ponches; no admitió carreras. Al año siguiente, por lesión de Jerry Reuss, fue comisionado para lanzar el juego inaugural de los Dodgers de Los Ángeles, y comenzó copn blanqueada una temporada bastante emotiva, en la que ganó el premio del Novato del Año y el Cy Young (al mejor pitcher, no al mejor segunda base), aunque no fue el líder ni en victorias (13, pero en una temporada recortada por la huelga de jugadores) ni de porcentaje de carreras limpias admitidas (los líderes fueron, respectivamente, Tom Seaver y Nolan Ryan, ambos miembros del Salón de la Fama); sólo fue líder de ponches.
Siguió con una carrera a ratos espectacular, pero a ratos tirando a mal; tuvo una temporada con 20 victorias y otra de 19, lanzó un juego sin hit; tuvo ocho campañas con récord positivo y siete con negativo, más dos que terminó con cifras parejas. En ese 1981 fue el único año en que lidereó la Liga Nacional con 180 ponches; a cambio, dos veces fue líder de bases por bolas otorgadas; si sus números totales se expresan en un promedio, su carrera sería de 13 victoria por 12 derrotas por año, y su porcentaje de carreras limpias es el número 452 de todos los tiempos.
Pero su popularidad rebasó incluso la que alcanzó Beto Ávila en los años cincuenta, cuando fue campeón bateador en 1954 y todos los diarios seguían sus hazañas partido por partido (aparte del cetro, en un juego bateó tres cuadrangulares, un doble –que debió ser jonrón– y un sencillo; sólo otro mexicano ha bateado tantos jonrones en un juego, Vinicio Castilla, pero en Colorado y en una etapa de bola viva); Valenzuela fue beneficiado por la televisión, por la discreción de otros jugadores mexicanos tan buenos como él (Bobby Castillo –quien le enseñó a tirar el screwball–, Luis Gómez, Mario Mendoza, Jorge Orta), y porque se desató lo que ahora han conmemorado, la “Fernandomanía”: venta de posters, muñecos, banderines, camisetas, playeras, uniformes con el número 34 en su espalda, que lo usó en casi toda su carrera, menos con los Angelinos de California (el 36) y con Filis de Filadelfia (36).
Como siempre, lo que parece bueno no lo es tanto: entre lo malo fue que abundaron los hombres que no sabían nada de beisbol pero se entusiasmaron con Valenzuela y llevaron a sus hijos a los campos de ligas infantiles en México para obligar a los entrenadores a que los convirtieran en los nuevos Valenzuela, con todo y los salarios altísimos que llegó a conseguir; de 360 mil en 1982 a un millón al año siguiente hasta los dos millones en 1988; luego de una rebaja volvió a rebasar los dos millones en 1990, y luego se conformó con 300 mil para terminar su carrera en 1997 con 1,650,000 dólares, para un total, confirmado, de 17 millones de dólares en 17 años.
Todos los niños querían ser pitchers, y todos levantaban la vista a la gorra, con lo que no podían controlarse; los entrenadores sufrían horrores para quitar ese vicio a tanto niño que, además, no sabían del juego más que imitar a los pitchers.
Más grave fue que rompieron la ética del comportamiento en las ligas pequeñas: se trataba de que hubiera espíritu deportivo, no competitivo: iban a aprender a jugar, no a ganar a como diera lugar; “No Peeper Games”, decían los carteles en todos los campos, y antes se obedecía: en las tribunas, los padres no estaban obligados a aplaudir todas las jugadas, pero sí a premiar el esfuerzo de los jugadores; y si alguno cometía un error, lo que sucedía con mucha frecuencia, no deberían abuchearlo, y menos burlarse de ellos; en la sección donde estaban los más pequeños no había juegos; todo el tiempo los entrenadores enseñaban a barrerse, a tomar el bat, a fildear roletazos (elevados aún no; según Sixto Lezcano, quien jugó 12 temporadas en las Mayores y realizó 2,134 outs en el jardín, lo más difícil para un outfielder es atrapar los elevados); los ponían en diferentes bases, les enseñaban a pitchear, a correr las bases; sólo en el último año en esa división de vez en cuando les permitían hacer un juego.
Pero llegaron los villamelones y comenzaron a presionar, a hacer que compitieran, y aunque los directivos advertían a los padres que no entablaran rivalidad con los padres de los integrantes de otros equipos, porque al año siguiente podrían jugar en el mismo equipo, todo se volvió una competencia feroz, había insultos “inofensivos” (“ponte crinolina”, cuando se le pasaba un roletazo a un niño entre las piernas) hasta los que calan; los impelían a hacer trampas, o a cometer tropelías prohibidas en el beisbol, como empujar a un fildeador que entra por una rola o por un elevadito al cuadro, o al catcher que esperaba un tiro, o el mismo catcher bloquear el home, pero sin posesión de la bola.

En el último juego de Filis contra Gigantes por el campeonato de la Liga Nacional, Jonathan Sánchez embasó por golpe a Chase Utley, el segunda base de Filis (que estuvo jugando mal al campo y pésimo al bat; a Filis le dañó haber dado de baja a Juan Gabriel Castro, ahi se lo haigan), quien cuando iba rumbo a la primera se encontró con la bola, la tomó y se la lanzó al pitcher; algo le dijo éste, y Utley dijo “qué qué qué” y se vaciaron las bancas, como en los tiempos en que era aguerrido el beisbol. Aguerrido y fuerte, pero no irrespetuoso; la bronca de ayer, en la que no hubo un solo golpe, uno que otro empujón y ningún expulsado, tiene algo que ver con esa carencia de espíritu deportivo; cuando un pitcher golpeaba a un bateador, por lo regular se acercaba a ver cómo estaba, si caía al suelo; cuando no, hacía un ademán de disculpa; precisamente el año de Valenzuela, en el quinto juego de la Serie Mundial, Rich Gossage le dio un pelotazo en la cabeza Ron Cey que enmudeció las tribunas y a los televidentes; Cey quedó en el suelo, boca arriba, sin casco que salió volando, las piernas encogidas, prácticamente inmóvil; bastantes minutos pasaron para que se levantara; ¿Qué hizo Gossage? ¿Se acercó a ver cómo estaba Cey? No, siguió calentando con el segunda base.
Parecía que los villamelones no sólo estaban en la Liga Maya.

El viernes falleció Alí Chumacero: la comunidad intelectual abarrotó la agencia de la calle Sullivan para hacerse presentes, arrebatarse turnos para hacer guardia, y recordaron en todos lados dos o tres poemas de los tres libros que publicó; su poesía, hermética, antisentimental, inteligente, no se presta para la declamación. Pero Alí fue un hombre extremadamente popular, quien sin embargo se negaba a explicar su obra; rechazaba las entrevistas, a menos que fuera una mujer atractiva la que le pidiera la entrevista, porque sabía que no corría peligro y sólo contaba anécdotas. Durante más de 50 años fue uno de los puntales del Fondo de Cultura Económica, y ofrecía sabiduría a quien se dejara; bastaba con que uno le hiciera una consulta para que exhibiera su erudición, recordara en qué número de qué revista se había publicado tal poema, tal cuento, tal ensayo; y además contaba en qué circunstancias se había editado; fue responsable del Departamento Técnico, y luego tenía un cubículo desde donde vigilaba a todos los correctores y editores; cuando cedió el puesto a Felipe Garrido, éste contaba que Alí dio órdenes de que nos los interrumpieran, que cerró la oficina aunque ya los apremiaban para ir a la comida que la editorial ofrecía a ambos, y “en dos horas me dio la explicación más sabia y completa de cómo debían hacerse los libros”; Alí también integró un equipo de editores de lujo para SepSetentas (Huberto Batis, Sergio Galindo, Gustavo Sainz), y en esa calidad vigilaba la hechura del Calendario de Ramón López Velarde; esta revista llevaba una sección en donde se recogían testimonios sobre el zacatecano, y todos salían de la biblioteca, enorme, ordenadísima, de Alí, a donde fui mes a mes para que nos prestara libros o revistas, según la lista hecha por él mismo; se refería a los escritores por sus sobrenombres, sus hipocorísticos, y sus intimidades; en el Fondo lo traté poco; varias consultas, algunos chismes sabrosos, alguna plática, alguna broma que le hice; más tarde lo traté un poco más, cuando iba a visitar a María Luisa Armendáriz lo veía en su escritorio, aparentemente serio, y le quitaba unos minutos; en El Financiero se nos ocurrió invitarlo a que nos hiciera reseñas de las corridas de toros; no se dejó, pero accedió a comer con nosotros y fue delicioso; allí le oí, de viva voz, su consejo de “no comer nunca con el estómago vacío”, su teoría teologal “no desearás la mujer de tu prójimo, en vano”, y su refutación a la regla matemática de que el orden de los factores no altera el producto. Aunque hizo muchos chistes sobre su intimidad, supo y disfrutó la amistad que nos brindó Lourdes Chumacero a Lourdes y a mí un buen tiempo.
La mayoría de quienes el sábado se arrebataban el honor de hacer guardia a su féretro, no lo frecuentó en los últimos meses, donde habría estado casi solitario de no ser por sus queridísimos amigos Marco Antonio Pulido y Juan José Utrilla, quienes compartieron con él parrandas, comidas, fiestas, agasajos, y cuando la enfermedad lo postró, estuvieron junto a él semana a semana; a ellos les confesó que le angustiaba que le amputaran la otra pierna, porque entonces, “cómo iba a escribir”; el dolor no le quitó el buen humor, y aceptó a carcajadas, cuando la amputación, el epíteto de que era un editor pirata. Otro siempre cercano fue Marco Antonio Campos, a quien le debemos una edición de su poesía completa.
Entre las muchas anécdotas, algunas, las más sabrosas, que quedarán inéditas, están cuando salvó el honor de Jalisco, y la selección de fotografías de la Iconografía de Diego Rivera; otras, más conocidas, son la relatada por Antonio Alatorre y recogida por Luis Guillermo Piazza, de que entre Arreola y Alí dieron estructura a Pedro Páramo.
Entre muchas de las conocidas, hay que contar cuando, convaleciente de un accidente de tránsito, y después de una larga ausencia en el FCE, acudió a una comida de aniversario, a la que llegó pocos minutos después de que el director, Miguel de la Madrid, recibió aplausos y reconocimientos, pero nada comparados a la ovación que recibió Alí al entrar al salón, ovación que se prolongó muchos minutos.

El jueves falleció Antonio Alatorre; en las pocas palabras que le dedicaron hay un elogio a su salvaguarda del idioma; nada más falso: “estás picado de la misma araña”, acusaba a quienes, para halagarlo, decían defender la rectitud idiomática (y eso es una acusación grave); aunque no abundan los libros de su autoría, son cientos los ensayos breves o extensos, eruditos o de divulgación, en los que escribió con un desparpajo envidiable; entre los escritores mexicanos sentía un especial entusiasmo por José Agustín, al que calificaba de excelente narrador, y expresaba su admiración por Ciudades desiertas.
Que no le molestaran los neologismos no quiere decir que estuviera a favor del descuido; durante más de 16 años rechacé cualquier cabeza, secundaria o sumario que dijera “Fulano rechaza haber declarado”; “no rechaza, niega”, decía, cuando hablaba mal de la prensa escrita, si puede decirse así; cada vez que enmendaba una errata pensaba en él y en su gravedad al acusar al periodismo (y las revistas)de su pésima redacción; pero nunca renegó de la ductilidad del idioma ni menos de los decires populares.
Para hablar de él, recogieron algunas de sus travesías por instituciones educativas; sólo hay que leer su currículum para ver lo peleado que estaba con esas formalidades; alguna vez afirmó que Juan José Arreola se dedicaba a diario a denigrar a la Secretaría de Educación Pública; lo podría haber dicho de él, quien abandonó a los tres meses el tercer año de Derecho en la UNAM, y quien nunca presentó su tesis; a pesar de que “a veces me llaman Dr. Alatorre, no tengo ningún grado académico”; su currículum incluido en la Memoria de El Colegio Nacional de 1981 es impresionante no tanto por el total de actividades académicas, editoriales y literarias, de por sí numeroso, sino por lo antisolemne; le pone signos de admiración, se burla del número de asistentes o califica de agradable algún curso; nadie puede hacer un currículum solemne después de leer el suyo.
Aunque es uno de los nombres y hombres más cultos de la segunda mitad del siglo XX a la fecha, fue un hombre que no por erudito era menos divertido, pero tenía tal rigor en su trabajo que no sobra recordar lo narrado por Huberto Batis: en una ocasión estaban en una sabrosa tertulia en el FCE varios escritores, mientras realizaban unas fichas, cuando se acercó Daniel Cosío Villegas, y les preguntó cuántas fichas llevaban; unas 20 entre todos; mandó llamar a Alatorre, y reloj en mano pidió que hiciera esas 20 fichas: una hora. Y sí, en realidad, sólo Alatorre tenía la misma capacidad de trabajo de Cosío Villegas, por eso éste fue su corrector de planta para la mayoría de sus libros, que siguen leyéndose con facilidad, por la gracia y la inteligencia que derraman sus páginas. Alatorre enalteció el oficio de corrector, tanto el de galeras como el de estilo.
Entusiasta partícipe de Poesía en Voz Alta, aquel grupo que integró a Juan José Arreola, Octavio Paz, Elena Garro, José Luis Ibáñez y otros, en una de las obras representaba a un personaje, algo así como Profesor Poitú (cito de memoria; no encuentro, a causa del desorden de los libros y de una leve pero persistente fiebre, el libro donde se cuenta la travesía del grupo, y que mejoró en la traducción mi amiga Silvia Peláez); vestía mallas ajustadas, y cuando hicieron ver que en su vestimenta algo resaltaba más que en la de los demás, dijo que simplemente representaba a su personaje con realismo.

¿Quién es el prestigiado escritor mexicano, académico y todo, quien hace unos 25 años opinaba que Vargas Llosa, que entonces acababa de publicar La guerra del fin del mundo, era una combinación de Luis Spota con Gustavo Sainz?

Nuevamente, de domingo a domingo, El Librero, en el portal de El Universal, en Edición Impresa, para los que no alcanzaron a comprar el périódico.

domingo, 17 de octubre de 2010

Cuando el futbol era un deporte... / IV

Quienes fueron a la escuela antes de 1956 titubean a la hora de acentuar las mayúsculas; todavía en 1960 el maestro Benigno Lagunas se volvió indignado hacia quien le señaló que Arbol debería acentuarse, y dijo con su voz más temible: ni la más moderna máquina de escribir puede poner acentos en las mayúsculas; para qué rebatirle que no estaba escribiendo a máquina sino en el pizarrón; algunas de las discusiones más sabrosas que he mantenido con editores y correctores y con alguno que otro autor fueron por los acentos en las monosílabas, que a muchos no le queda claro por qué “vio” sí es y "rió" no.
Muchos incluso siguen acentuando monosílabos que está claro que lo son, como “fue”. Esa misma negativa a los cambios la hemos sufrido quienes, al ver por televisión un batazo largo, en vez del tradicional “se va se va se va se fue”, escuchamos un ilógico “y no, no no no no, díganle que no a esa pelota”; para empezar, el último que le hablaba en serio a la pelota fue Mark Fidrich, pitcher de los Tigres de Detroit en los años setenta, y qué tiene uno que decirle a la pelota que no se vaya o no regrese, porque la pelota no regresa por su voluntad; poco importa que la voz del locutor sea agradable, si al describir una jugada rompe la lógica sin agregarle emoción.
La exigencia de la Secretaría de Educación Pública de que los locutores tuvieran un documento que mostrara que estaban capacitados para dirigirse al auditorio parece ignorada, sino derogada, así como la exigencia de la Secretaría de Gobernación de evitar las palabras altisonantes por medios de difusión electrónica ha quedado rebasada no sólo por los que las insinúan (no, ca…), sobre todo por quienes las ostentan incluso en horarios y canales no restringidos; hay quienes gustan de exhibir ignorancias que se explican porque para su carrera no se necesitan atributos que no sean los físicos, los histriónicos o los de gorgoritos sino porque nunca creyeron que se les preguntara si Octavio Paz era un personaje importante en la Independencia o la Revolución, porque a fin de cuentas sólo se le pide que canten entonados, que se muevan sinuosamente, o que por lo menos muestren que son capaces de hacer imaginar escenas candentes.
No es el caso de los locutores (aunque Inés Sanz ya provocó imaginaciones desbordadas no sólo entre espectadores, sino entre los mismos jugadores); tampoco es que uno pretenda idealizar de más el pasado; en los años sesenta no podíamos imaginar que ahora se extrañaría a Fernando Luengas o que incluso se tuviera por autoridad a Fernando Marcos tanto en el ámbito deportivo como en el ético y el estético. Antes al contrario, Guillermo Ochoa solía recordar aquel partido que debió ser narrado por el locutor comercial y no por el cronista deportivo, quien no llegó al estadio por el estado en que se encontraba; el resultado fue memorable: va la pelota para allá, viene la pelota para acá, va la pelota para allá, GOL.
Antes de que David Pastrana vendiera a Guillermo Cañedo el América, cuando se veía por televisión un partido de futbol a la semana, la gente se quejaba de que los cronistas describieran lo que el espectador veía; era lógico porque eran locutores de los tiempos heroicos en que estaban obligados a describir las jugadas y que el radioescucha las imaginara; así como el aficionado al beisbol se imaginaba el batazo hacia la barda por la emoción que le ponían Septién, Andere, De Valdés, Esquivel, Eduardo Orvañanos, el aficionado al futbol imaginaba al Loco Sesma dejando a los defensas tirados en el césped, con las piernas abiertas y gesto de desconcierto, mientras él mandaba un tiro-centro para Alberto Evaristo, o se deleitaba pensando que Tomás Reynoso en verdad hacía que balón desapareciera de la vista de todos aunque en realidad ya estaba en poder del Chatito Ortiz; o que Tello, Camacho, Gómez, Ormeño, “volaban” para atrapar con las dos manos un potente tiro de Magdaleno Mercado o de Julio María Palleiro.
Quienes los oyeron, aseguran que Albert, Cristino Lorenzo, De Valdés, Arcaraz, lograban que el escucha viera el juego por radio; pero qué caso tenía que uno se lo imaginara si lo estaba viendo; ésa fue una falla de quienes manejaron el deporte por televisión, aparte de que lo comercializaron, lo encadenaron a criterios económicos, lo hicieron caer en una decadencia que no se merecía, y le dieron a sus jugadores una categoría que al mismo tiempo los eleva a alturas inadecuadas, y se les obliga a una conducta que los limita porque son juzgados con reglamentos que eliminan su intimidad y restringen sus derechos.
El futbol no fue el único deporte que no tuvo cronistas a su altura; el boxeo, al perder a Jorge Alarcón y a Toño Andere, comenzó a copiar a los cronistas de la lucha libre estadounidense, a hacerla de los malos y los buenos o los rudos y los técnicos, sin la elegancia de Enrique Yáñez o del propio Mago Septién, y además incapaces de analizar lo que veían; ya no distinguieron la diferencia de los golpes, y quedaron muy atrás de los espectadores, que rugían décimas de segundos antes de que un pugilista conectara el golpe de nocaut. Así, Luengas, Marcos y Ángel Fernández, en vez de explicar, retrataban el juego; les dio por hacerse los originales, y cada uno se adjudicó una característica única; muchos fallaron, y sólo Marcos, con su tendencia a descalificar todo, se autoimpuso como el único calificado para calificar, y además hacerlo con sólo cuatro palabras; Ángel Fernández se distinguió por apodar a todos los jugadores, aun cuando el ingenio no le daba para tanto: si con Zague (el primero) más o menos acertó al llamarlo Lobo Solitario, mostró su carencia de imaginación al decirle a Cabiño "el Cabo", redundancia no sólo sonora: Cabinho quiere decir cabo; no todos sus apodos fueron malos, y algunos resultaron memorables. Quién iba a decir que los extrañaríamos.

Hay muchas leyendas acerca de las transmisiones de beisbol: que si exageraban, que si mentían (se va, se va, se va, y la atrapa el short stop), que si inventaban; incluso que aprovechaban para anunciar productos que no patrocinaban directamente los programas, que se aprovechaban de la carencia de estadísticas para ensalzar a jugadores ya retirados; cierto o no, contribuyeron a la idealización del juego; el deporte endiosa y crea ídolos, y los voceros resultaron indispensables para ello; ¿cuál fue la diferencia entre Beto Ávila y Vinicio García, aparte de que el primero estuvo 11 años en las Mayores y el segundo menos de una temporada? El primero tuvo la admiración de los cronistas; el segundo sólo su reconocimiento.

Mayores méritos tuvieron los cronistas de toros; Pepe Alameda, a quien se le atribuyen cualidades poéticas imposibles de verificar; aparte de ser hermano de quien dictaminaba qué mujeres se vestían y cuáles sólo se cubrían, sólo tenía el mérito de que los aficionados vieran, como si estuvieran presentes, las dificilísimas suertes de la tauromaquia; José Ramón Enríquez (el sargento Dramón De Enríquez de El cine y la crítica, el célebre programa radiofónico de Carlos Monsiváis) tuvo la paciencia de explicarme en qué consiste cada una, y cuál es su grado de dificultad, además de aceptar mi explicación del erotismo en las tribunas de las plazas de toros; tuvo un oyente asombrado, pero pésimo discípulo: nunca pude distinguir ninguna, y sólo me quedó la envidia de ver cómo Gustavo Arturo de Alba se hizo experto en unas cuantas semanas. Pero Alameda, y en menor medida Paco Malgesto, lograron durante décadas que el taurófilo distinguiera una verónica de Luis Castro de una de Carlos Arruza, y que se imaginara a Luis Procura salir corriendo sin calificarlo de miedoso; los cronistas hicieron ídolo a Silverio Pérez, admirado por una cantidad enorme de aficionados que no lo vieron, sólo escucharon a los narradores, quienes además lograron una hazaña inigualable: que el aficionado se imaginara una suerte que jamás habían visto: La Imposible; y además, con unas cuantas palabras.

El deporte necesita de narradores, tanto como cualquiera otra actividad épica; si los novelistas de la Generación Perdida fueron, además, reporteros de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial; si en nuestra historia antigua y reciente los novelistas interpretaron la Intervención, la Reforma, el imperio, la Revolución; si las gestas sociales han tenido sus cronistas, ¿por qué el deporte, que no es actividad para ociosos ni debe ser arma propagandística de Estados y de estados, no puede tener cronistas inteligentes?
Al parecer, nos hemos de conformar con que para describir el ataque de un equipo, el cronista narre la jugada con unas cuantas palabras: Chícharo, Chícharo, Chícharo, Chicharito, GOOOOL. ¿Cómo se hizo del balón, cómo avanzó, a cuántos defensivos evadió, cuántas gambetas (dribling) realizó, con qué pierna le pegó y cómo evitó que el guardameta la atajara? Eso es labor de la imaginación del espectador.

Hace una semana, en El Librero, enlisté una serie de libros que hablan del mar, en alguna de sus formas, y que no consideró Ignacio Padilla en su libro sobre el mar y la literatura; pero aunque lo tenía presente, lo omití de la manera más torpe: Return Ticket, de Salvador Novo, quien hizo el comienzo más elocuente con que se podía uno topar: "tengo 23 años y no conozco el mar", y describe una travesía marítima sin paralelo en las letras mexicanas; iguales de emotivas, sensuales, inteligentes y divertidas, las páginas que dedicó a la travesía que el mismo Novo y Héctor González Camarena realizaron, de ida y vuelta, a Europa para estudiar la televisión inglesa, sobre todo, y que están recogidas principalmente en las primeras páginas de La vida en México en el periodo presidencial de Manuel Ávila Camacho. Tampoco mencioné “Circe” ni “Nacimiento Venus”, de Gabriel Zaid. Mi única excusa es el espacio limitado a 1,500 caracteres, pero eso ni yo me lo creo.

En los años sesenta un novelista construía, a contracorriente, una novela magistral; por las noches veía a sus amigos, que lo urgían a que contara lo que llevaba escrito; él, supersticioso, contaba una trama paralela, pero que no era la que estaba escribiendo, para que no se le salara; lo que no tomó en cuenta es que entre esos amigos había dos memoriosos, que llegaban a su casa y transcribían, casi con las mismas palabras, esa otra obra maestra, en muchas páginas superior a la que pocos meses después deslumbraría a los lectores mexicanos, argentinos, españoles y después a todo el mundo. ¿Alguien sabe dónde quedaron esos dos manuscritos paralelos?

El Librero, columna de libros, en el portal de El Universal, en Edición Impresa, durante toda la semana, de domingo a domingo.

domingo, 10 de octubre de 2010

Vargas Llosa, John Lennon

Un día después de que Víctor Manuel Torres y yo jugábamos a pronosticar el ganador del Nobel de Literatura se lo otorgaron a Mario Vargas Llosa. La verdad, le iba más a José Emilio Pacheco o a Juan Marsé, mis amigos.
Las agencias, que no tienen idea de la naturaleza del premio, aseguraron que se lo otorgan por la nueva novela, que aparecerá a fin de mes, en plena competencia con el nuevo libro de Gabriel García Márquez; el premio se otorga no por un libro, sino por la obra del autor; y aunque se supone que es un reconocimiento, es un aliciente; por eso se otorga a autores en plena creatividad, y por eso se suponía que antes de los 80 años de edad, aunque se rompió la regla con Doris Lessing, que de cualquier manera se mantiene en activo, para envidia de sus competidoras.

Hay muchas contradicciones en esto del Nobel de Literatura; las razones que esgrimió la Academia Sueca para otorgar el premio a Thomas Mann, en 1929, se basaban en la grandeza de Los Buddenbrook; poco antes, en 1925, había publicado La montaña mágica, ahora reputada como su mayor obra; y uno puede repetirse la pregunta y expresar el azoro de que la Academia no haya tomado en cuenta la grandeza de La montaña, una de las obras clave del siglo XX, hasta que, venciendo los prejuicios, entra al deslumbrante mundo de los Buddenbrook, la historia de cómo un hombre construye un imperio comercial, el hijo la afianza y el nieto la destruye (podría hacer alusión a casos muy conocidos, pero para qué).
El Nobel a Vargas Llosa no asombra, pero incomoda; él mismo declaró, casi 24 horas después que se dio a conocer el fallo, que esperaba que se lo hayan otorgado por sus méritos literarios y no por sus ideas políticas; horas antes, sin embargo, hacía extensivo el reconocimiento a todos los que comparten esas ideas; ya lo habían atacado los representantes (cada vez menos dados a las afirmaciones totalitarias) del gobierno cubano, pero ya también lo habían elogiado José María Aznar y Vicente Fox. ¿No podríamos quedarnos con lo literario? Aunque es difícil, porque Vargas Llosa tiene el peso de un jefe de Estado, y a veces más; por eso pudo calificar al gobierno mexicano de dictadura perfecta, y pronosticar y desear que no regrese el PRI al gobierno; por menos de eso el PRD calificó de entrometido a Aznar.

Desde hace muchos años celebro los días de guardar releyendo Conversación en la Catedral, aunque a últimas fechas lo hago cada dos años, porque creo que ya me la sé de memoria; en cada relectura encuentro algo nuevo algo, que no había advertido, se hace presente un personaje que estaba escondido en la maraña de las conversaciones, un gesto que no se me había revelado. Con menos frecuencia releo Los cachorros y vuelvo a encontrar vasos comunicantes, un personaje que aparece en otro relato, una cadena invisible que me aclara algo de La ciudad y los perros o de La Casa Verde; también reconozco que soy mal lector de otras obras posteriores, característica que comparto con casi todos, lo que me hace pensar que sus obras de juventud y madurez son las mejores y más destacadas, aunque el deslumbramiento que provocó con La fiesta del Chivo mostró que no se había apagado su potencial narrativo. Hay obras suyas a las que no pienso regresar, como El elogio de la madrastra o Los cuadernos de don Rigoberto, y no por lo que tengan de pederastas sus personajes, sino por las mismas razones por las que no repetiré la lectura de Las travesuras de la niña mala: el erotismo literario explícito no es la mayor cualidad de Vargas Llosa; cuando lo aborda como grotesca iniciación, como arma de corrupción política, como expresión de la virilidad, le sale muy bien, en cambio. Es un maestro cuando, en medio de convulsiones sociales, de tensión política, de resquebrajamiento de una comunidad, surge el amor, dichoso o desdichado, en alguno de sus personajes; entre sus momentos más verosímiles están la rivalidad inicua entre El Esclavo, El Poeta o, sin saberlo, El Jaguar, por la misma joven, inocente e ignorante de las pasiones que desata; o cuando Santiago Zavala, comprometido con una huelga universitaria, en pleno rompimiento familiar, enferma de celos porque Aída anda con otro, y en plena crisis política, descubre que mantienen relaciones sexuales; pocos como Vargas Llosa para describir los primeros enamoramientos.

Vargas Llosa ha venido a México muchas veces; en 1973 fue parte del jurado que le dio a Juan Marsé el premio de novela México por Si te dicen que caí; acababa de aparecer Pantaleón y las visitadoras, divertida novela que, aparte del erotismo, devela corrupción en el ejército peruano, aunque la anécdota no sea sacada de la realidad; Fernando Valdés lo paseó por varios lados; en un mismo día lo llevaron a la Capilla Alfonsina con motivo del premio Alfonso Reyes (allí lo acosamos Lourdes y yo, le sacamos algunas declaraciones bien intencionadas a preguntas con jiribilla; aparte de la marca de pasta de dientes que usaba, declaró que tenía una sola corbata –ahora tiene muchas, es evidente); por la tarde lo llevaron a la entonces novedosa Casa del Libro, pionera de los supermercados literarios, librería sin personalidad a la que le copiaron el estilo tantas, que ahora es difícil encontrar una librería donde sepan de libros.
Todo el día anduvimos cargando algunos de sus libros; aunque ya tenía Pantaleón y las visitadoras, y había publicado una breve reseña en La Onda de Novedades, no lo podía sacar en La Casa del Libro porque Vargas Llosa iba a firmar ejemplares que se vendieran allí; llevaba libros que no estaban a la venta: una edición de Los Cachorros ya agotada para entonces, y una edición de La Casa Verde de José Godard, hecha en Lima, pero que Vargas Llosa se negó a firmármela porque dijo que era pirata, aunque yo la había comprado años antes en la Librería del Sótano.
En La Casa del Libro me acerqué a saludar a José Emilio Pacheco; ¿ya te identificaste con Vargas Llosa?, me preguntó; lo he perseguido todo el día, le dije; dile que tú eres Lalito Mejía (como había firmado la reseña), le gustó lo que dijiste del libro; volví a abrirme paso entre la multitud que lo rodeaba para obtener su dedicatoria, y me identifiqué; dame el libro, me dijo, y me lo dedicó a pesar de que era pirata. “Para Lalito, mi valedor, y su futura esposa”; en otro nos llamó “Los Incansables”.
No fueron los únicos libros que nos dedicó, pero sí con las dedicatorias más personales y singulares.

De sus cualidades literarias han hablado muchos; por lo regular, con muchos lugares comunes y que revelan lecturas superficiales o distorsionadas; lo que puedo decir, distinto de lo que se haya dicho, es que es de los pocos escritores que saben escribir no sólo literatura, sino de literatura; su amigo-enemigo García Márquez ha hecho unos reportajes envidiables, superiores a los pocos reportajes de Vargas Llosa, quien se ha dejado contaminar de política (lo que es inevitable, y deseable, además) de tal manera que ha considerado a Frida Kahlo superior al "estalinista" Diego Rivera, lo que lo desacredita como crítico de arte y hace que se le pierda confianza. En cambio cuando habla de escritores hay que tomarlo muy en cuenta; hay algunos volúmenes de su ya muy extensa bibliografía donde incluye apuntes de lectura inteligentes, reveladores; es casi tan buen crítico literario como Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco.
Es una lástima que donde mejor haya mostrado su inteligencia crítica esté fuera de circulación: Gabriel García Márquez, historia de un deicidio (hace un par de años circuló el rumor de que se reeditaría, pero resultó falso; es así que el libro más cotizado sea ese título; se dejan pedir de 300 a 600 euros por un ejemplar de ese título; en cambio, piden 50 euros por una primera edición de La ciudad y los perros y 150 por una primera de Conversación…); en él, aparte de una deliciosa crónica de su amistad, hace una disección impresionante de Cien años de soledad, de los lazos entre todos los libros (hasta ese momento, principios de los setenta) del colombiano. Gracias a ese libro pudimos leer Cien años de soledad, Los funerales de la Mamá Grande, e incluso ver Tiempo de morir, con otros ojos; su lectura, inteligente, minuciosa, no deja resquicios; permite el libre criterio del lector, pero antes desbroza el camino, instala las señales de por dónde hay que dirigirse, qué debemos recordar, en qué debemos fijarnos, para leer mejor.
Una recomendación: aunque sólo abarque los primeros libros de Vargas Llosa, las mejores guías para leerlo son la presentación que hizo José Emilio Pacheco para el disco del peruano en Voz Viva de México, y la magistral reseña que hizo el mismo Pacheco de Conversación en la Catedral, en La Cultura en México, suplemento de Siempre!

Aunque fue el sábado 9 cuando se conmemoró el septuagésimo aniversario del nacimiento de John Lennon, el martes 4 salieron a la venta nuevas versiones de sus discos; una antología en disco compacto; la misma, pero en DVD, una antología de 72 piezas en cuatro discos, una colección de obras completas en 11 discos, con memorabilia, y una versión restaurada de cada uno de sus discos sin incluir los tres de vanguardia, con temas fuera de programa.
Ya no saben qué inventar; desde hace tiempo salieron a la venta versiones remasterizadas; a las nuevas versiones le quitaron o le aumentaron instrumentación para dar más relevancia a su voz, pusieron otras fotos y más notas acompañando el texto.
Sin embargo, las revistas especializadas, que no hacen caso de la idolatría ni de los clubes de admiradores, se han portado crueles; a los discos vanguardistas los califican de aburridos, y si bien le dan calificación de extraordinario a John Lennon, Plastic Ono Band y de magnífico a Imagine, a los posteriores le dan calificación bajísima; de Sometimes in New York dicen que es el peor disco grabado por cualquier superestrella del rock, y cuando mucho aprueban de panzazo A double fantasy y Mind games. ¿Se trata de una actitud iconoclasta, o lo habíamos sobrevalorado? ¿Carecemos de objetividad para escucharlo sin arrobos? ¿Es cierto que, desintegrado el conjunto, la obra de cada uno fue perdiendo calidad, y que pocos trabajos individuales tienen la misma fuerza de cuando trabajaron, compusieron e interpretaron juntos? ¿Será por eso que en cada concierto de McCartney y de Ringo más de la mitad de su repertorio está integrado por obras de Beatles? ¿El hecho desmiente que el todo es la suma de las partes, o significa que, separados, ellos valen la cuarta parte de lo que valía el conjunto?

Para completar lo que hasta en las secciones deportivas llaman "el año del pitcher", Ray Halladay lanzó el segundo sin hit en postemporada, y su segundo del año. ¿Permitirán los directivos que continúe el predominio de los lanzadores en 2011? Ojalá, así son más divertidos los juegos en lugar de tanto batazo.
PD. Ahi la lleva la columna "El Librero", de Kiosko, que ya la están incluyendo en el portal de El Universal, en Edición Impresa, los domingos, y puede consultarse después, en Hemeroteca.

sábado, 2 de octubre de 2010

Dos músico-poetas

Se necesita ser muy esquemático para elegir sólo a dos compositores mexicanos sobresalientes; hay demasiados que, con una o con muchas canciones, se han ganado la inmortalidad en la música; ¿cómo escoger nada más a dos si sólo en la canción fina –una categoría que invento pero que engloba a quienes rebasan el bolero o la mal llamada canción romántica– puede y debe nombrarse a Alberto Domínguez, Luis Arcaraz, Gonzalo Curiel, Rafael Hernández –no por puertorriqueño menos mexicano: aquí desarrolló su carrera, en la XEW se difundió para todo el continente su música, aquí se hicieron populares sus excelentes canciones, si además escribió un [no tan bueno] himno poblano–, Federico Baena, Roberto Cantoral, Güicho Cisneros, Abel Domínguez, Pepe Domínguez, Claudio Estrada, Vicente Garrido, el Güero Gil, los extranjeros muy mexicanos Osvaldo Farrés y Pedro Flores, o la singular Consuelo Velásquez? ¿O a Cuco Sánchez, Ernesto Cortázar, Manuel Esperón, Ferrusquilla, Lorenzo Barcelata, Alfonso Esparza Oteo, Tomás Méndez en las rancheras? ¿O a las indefinibles Francisco Gabilondo Soler y Rubén Fuentes? ¿O la extraordinaria María Greever?
Tomo sin embargo el reto de escoger a dos, para luego intentar el análisis de otras canciones de otros compositores; tomemos ahora a José Alfredo Jiménez y Agustín Lara. He hablado de ambos, y al hacerlo he citado explícita o implícitamente a quienes han escrito acerca de ellos, y asumo los lugares comunes que los asedian, aunque he propuesto otras visiones; las abrevio:
José Alfredo Jiménez urbanizó la canción ranchera, le dio una visión trágica a un genero por lo regular alegre y optimista, y asumió un sentimiento trágico; aunque algunas de sus canciones celebran el amor (“cuánto me debía la vida que contigo me pagó”); aunque en ocasiones insiste en afirmar su amor aunque sabe que no es aceptado (“tú a mí no me quieres nada pero yo por ti me muero”); aunque fuerce el género para cantar corridos, y fuerce a los personajes (“éste es el corrido del caballo blanco” –que en realidad era un Cadillac, blanco, que convirtió en chatarra en una borrachera épica con varias personas, entre ellas Chavela Vargas; ¿qué sería el “hocico sangrando”, un choque, una desbielada?); aunque se acerque peligrosamente a la confesión indiscreta (“si te acuerdas de mí no me menciones”; “Si nos dejan, de todo lo demás nos olvidamos”); aunque a veces es francamente optimista (“pero voy a sacar juventud de mi pasado… Y te voy a enseñar a querer”), y por un error de la vida, una única vez se queda con la mujer codiciada, aunque se la gane a un amigo (“yo sé bien que anda volada por un tipo que es muy hombre, pero como es muy tu amigo mejor no te doy su nombre”); la mayoría de sus piezas abordan el amor desdichado; la reina que se va aunque sabe que nadie va a quererla más; la ingrata que lo deja y él sabe que ni con todo el dinero del mundo va a recuperarla; lo repito: pocos versos reflejan mejor el drama del rechazo o de la terminación de una relación que “otra vez a brindar con extraños”; es melodramático, califica las relaciones como las últimas posibles, y pinta al narrador como un derrotado incapaz de asumir el rompimiento más que con una buena borrachera. Pocas veces es arrogante (“a la hora que yo quiera te detengo”), más bien amenaza con acciones drásticas (“es inútil dejar de quererte, ya no puedo vivir sin tu amor”); lo más frecuente es la figura del hombre despedazado, en un rincón (el rincón) de una cantina rememorando a la que se fue.
Su canción ranchera tiene lugar en la colonia Guerrero, y el protagonista no tiene que vestir de vaquero o de mariachi, puede ser un oficinista rechazado por una casquivana mancornadora a la que le había prometido todo, una que lo había hecho sentirse superior a cualquiera, y al final lo deja tan fragmentado que es incapaz de sostener la bebida en la mano sin fuerza. Vivió menos de 50 años, aunque celebró su vida, pese a sus derrotas, con la proclama de que había sido, y seguía siendo, el rey.
Con sus canciones, decenas de cantantes alcanzaron el triunfo; nadie canta mejor “Ella” y “La que se fue” que Jorge Negrete (paradoja: Negrete se casó con María Félix, quien presumía de que “Ella” la había escrito Jiménez para Ella) pero Andrés Huesca es insuperable con “Yo”; Amalia Mendoza es la única que puede cantar “La noche de mi mal”, Lola Beltrán “Qué bonito amor” y Pedro Infante tiene un enorme número de piezas que inmortalizó (uno de sus gritos más entonados es “Ay compadre José Alfredo, cómo sufro, cómo sufro”).
El cine mexicano es impensable sin él; como actor fue tan malo como cantante, pero también insustituible; le dieron papeles que no le quedaban, pero le sale bien el del hombre que se sacrifica para que otros sean felices; su música es el fondo de algunas comedias y muchos melodramas; en los años cincuenta y sesenta su presencia fue sólida en la televisión mexicana, y en el radio es tan importante como Agustín Lara.

Lara tiene también muchas facetas: la del amor dichoso (“tus labios perfuman mi ser”), la conquista inesperada (“Solamente una vez amé en la vida”), la entrega apasionada (“quiero sentirte mía… que asesinen tus ojos sensuales como dos puñales mi melancolía”), el amor celoso (“¿es que quieren volver tus amores de ayer a inquietarte”); el amor desdichado (“yo sé que es imposible que me quieras”); el rencor (“te vendes, quién pudiera comprarte”). También hizo retratos idealizados de ciudades (“Veracruz”, “Xochimilco” –donde habla de los canales de Ixtapalapa–, “Madrid”, “Murcia”, “Granada” –esta última, pretexto para que los tenores demuestren que su voz alcanza todos los registros), y hasta propaganda bélica (“que me cuide la virgen morena, que me cuide y me deje pelear”); incursionó con éxito en géneros ajenos a él, como la canción ranchera (“Se me hizo fácil”, “Aquel amor”), el tango (“Arráncame la vida”), el danzón (“Humo en los ojos cuando me viste, antes que a nadie, no sé por qué”).
Sus canciones no definen el amor, sino la relación intensa pero fugaz; a la mujer altiva a la que vence sin convencer; tiene frases contundentes, pero tan largas y complicadas que no pueden ser declamadas para restregarle a la amada su ingratitud; uno de los lugares comunes es que es el último modernista; Carlos Monsiváis citaba “Hastío” como ejemplo de ello: “el hastío es pavorreal que se aburre de luz en la tarde”; me parece más adecuado otro ejemplo: en “Arroyito”, cuya mejor versión es de Los Bribones, concluye: “Yo tengo celos, celos mortales, porque tú bañas su lindo cuerpo lleno de luz, y tengo celos de tus espumas y tus cristales, arroyito de plata, mi rival eres tú”; tiene parecido, aunque no semejanza, con uno de los sonetos más célebres de Leopoldo Lugones:

El mar, lleno de urgencias masculinas,
Bramaba alrededor de tu cintura,
Y como un brazo colosal, la oscura
Ribera te amparaba. En tus retinas,

Y en tus cabellos, y en tu astral blancura,
Rieló con decadencias opalinas
Esa luz de las tardes mortecinas
Que en el agua pacífica perdura.

Palpitando a los ritmos de tu seno,
Hinchóse en una ola el mar sereno;
Para hundirte en tus vértigos felinos

Su voz te dijo una caricia vaga,
Y al penetrar entre tus muslos finos,
La onda se aguzó como una daga.

Tiene algunos versos espléndidos: “una tarde en la plaza se lanzó al ruedo, para calmar sus ansias de novillero”; “voy a hacerte un agasajo postinero con la crema de la intelectualidad”.

Lara es cursi, pero su cursilería le sirve para disimular la crudeza de sus declaraciones, las más atrevidas de la canción mexicana antes de la avalancha de la balada confesional; no es más atrevido que Álvaro Carrillo, pero es mucho más directo: “Tu párvula boca que siendo tan niña me enseñó a besar” (ahora estaría perseguido por sus insinuaciones de pederastia), “Cada noche un amor, distinto amanecer, diferente visión”; “…que tu amor para mí fue pasajero, y que cambias tus besos por dinero”: “tienes el hechizo de la liviandad”; “Si cada noche tuya es una aurora, si cada nueva lágrima es el sol, ¿por qué te hizo el destino pecadora si no sabes vender el corazón?”; “blando diván de tul aguardará tu exquisito abandono de mujer… yo haré palpitar todo tu ser”; “la blanca tibieza que derramaste en mí”.
Lara le canta al amor fugaz, a “los cariñitos de un instante” para “no volverlos a ver” (versos de Rubén Fuentes y Alberto Cervantes), y los celebra, los prefiere a los amores estables, los que no siembran incertidumbre o celos, bajas pasiones, los que no retan a la sociedad ni ponen en peligro la estabilidad social, laboral y económica; es como cuando Tin Tan, advertido de que va hacia la cacería por el lado equivocado (“acá está la caza grande”, lo regaña Wolf Ruvinsky), contesta: “yo prefiero casa chica”.

Tomo dos canciones representativas; “María Bonita”, de Lara, y “La vida es un sueño”, de Jiménez; la primera es para María Félix, dicen todos; Lara dijo, en televisión, que era para su señora madre; es una canción ambigua; no puede ser para su madre, por todas las referencias eróticas, pero tampoco para Félix, con quien casó para engañarla con otras muchas:

“Acuérdate de Acapulco, de aquella noche, María Bonita, María del alma; acuérdate que en la playa, con tus manitas las estrellitas las enjuagabas. Tu cuerpo, del mar juguete, nave al garete, venían las olas, lo columpiaban, y mientras yo te miraba, lo digo con sentimiento, mi pensamiento me traicionaba.
(no habla de la esposa, porque si no, ¿para qué pedirle que se acordara de aquella noche, si la tiene al alcance de la mano? A menos que narre una tristeza post coito; la imagen es muy clara: la observa nadando, y hay que recordar que en la poesía el mar es erotismo: el vaivén, la marea, las olas suaves o impetuosas; ella se deja llevar por el ritmo marítimo, y él la desea; y si es la esposa, ¿por qué se turba por desearla? Está hablando de una escapada a un entonces exclusivo Acapulco)
”Te dije muchas palabras, de esas bonitas con que se arrullan los corazones, pidiendo que me quisieras, que convirtieras en realidades mis ilusiones. La luna que nos miraba ya hacía ratito se hizo un poquito desentendida, y cuando la vi escondida me arrodillé pa’ besarte y así entregarte toda mi vida.
(está en proceso de conquista, intenta convencerla; pero si ya está en Acapulco con la esposa, no es adecuado el cortejo; ¿y cuáles son las ilusiones que quiere convertir en realidades, si cuando la ve lo traicionan los pensamientos? Es obvio que quiere convencerla de la entrega erótica, y para ello necesita de la intimidad de la oscuridad, de la soledad; ¿y pa’ qué se arrodilla para besarla? Si se arrodilla, queda muy lejos de la boca; está hablando del acto propiciatorio)
”Amores habrás tenido, muchos amores, María Bonita, María del alma; pero ninguno tan bueno ni tan honrado como el que hiciste que en mí brotara. Lo traigo lleno de flores como una ofrenda para dejarla bajo tus plantas; recíbelo emocionada y júrame que no mientes, porque te sientes idolatrada.”
(estos versos son más atrevidos que los de la estrofa anterior: ¿qué mujer tiene muchos muchos amores? La frase “como el que hiciste que en mí brotara” no disimula el clímax sexual, y afirma que no es producto del engaño ni de una negociación: es tan inocente como un ramo de flores; pero es cauto y le pide que no finja, que no tiene que fingir; ¿y qué mujer tiene que fingir la plenitud del amor?)

La canción que seleccioné de José Alfredo me hace pensar en los clásicos; los rememora, de manera intuitiva, en muchas; desde la invención del amor (“me enseñó lo que tantas veces en otros labios no comprendí”) hasta el deseo de la muerte al perder el amor (“si su amor lo perdí para siempre, qué me importa la vida perder”).
Es una canción más sencilla, sin la complejidad de “Camino de Guanajuato” (“Camino a Guanajuato”, según apunta en The Complete Works de Pedro Infante), con remembranzas bíblicas, pero también de gran intensidad, y con alguna ambigüedad que compara la separación amorosa con la muerte:
“Cariño de mis cariños, corazón apasionado (adjetivos y comparaciones semejantes a los de La Ilíada y a los de “El cantar de los cantares”); no quiero verte llorando (Eclesiastés, Garcilaso) porque me voy de tu lado; yo no nací para darte el mundo que tú has soñado (Bonifaz Nuño; muchos años después, Paul McCartney escribió, con esta imagen, “Six O’Clock”).
"Si tienes una ilusión y la llevas muy adentro, desgarra tu corazón pa’ que salga el sentimiento, que una vez fuera el dolor se lo ha de llevar el viento (Neruda, García Lorca, Quevedo).
Yo no sé decir adiós ni cantar la despedida (Quevedo), por no sufrir el dolor que sufren los que se olvidan (Nervo); cuando se dicen adiós para siempre en esta vida (Quevedo, Gabriela Mistral).
Pa’ mí las nubes son cielo, pa´ mí las olas son mar (Salmos); pa’ mí la vida es un sueño y la muerte el despertar (en dos versos resume la trama de La vida es sueño, de Calderón de la Barca).

Lara gustaba del calificativo de “músico-poeta”; alguna vez le dijo a Alí Chumacero que ellos eran los poetas; no lo fue, aunque en algunos de sus versos haya acertado; a su muerte recibió el homenaje de José Emilio Pacheco en un poema que no está recogido en sus libros, pero de cualquier manera memorable; Jiménez es intuitivo, repentino e impulsivo; también, acierta en alguno de sus versos; los dos pecan de sinceros y autobiográficos, lo que no siempre es una cualidad literaria. Por la intensidad de su vida, dudo que se haya puesto a leer ni siquiera lo que le aconsejaban sus amigos literatos con los que compartía tertulias. Pero logró, en varias canciones, repetir lo que dijeron los clásicos.
Lo curioso es que haya más referencias cultas y poéticas en el más primitivo Jiménez que en el músico-poeta.

PD. Jorge García Robles termina su relación laboral con Dónde ir, por un encuentro de malas razones; no acepta modificaciones a una colaboración que la revista considera excesiva.


PD 2. Las Ligas Mayores terminan con blanqueadas y con dos divisiones que se definen hasta el final. Falta que regresen los pitchers con juegos completos.
PD 3. El Librero, columna en la que hablo de libros y que aparece los domingos en El Universal, es incluido en el portal del periódico los domingos, y pueden consultarse ediciones atrasadas en Hemeroteca. Gracias.