domingo, 22 de febrero de 2009

La guerra y las guerras

Las revistas especializadas en historia (La Aventura de la Historia, Historia y Vida) prácticamente cada mes se detienen en algún episodio de la Segunda Guerra Mundial; con énfasis, en los días finales de Mussolini o Hitler, la resistencia soviética, batallas decisivas (Stalingrado, el Día D), en aspectos del Holocausto; es importante que no se olvide ese episodio, uno de los más negros de la humanidad y que en algunos lugares y organizaciones parecieran minimizarlo.
Uno de los efectos de esos casi siete años (1939-1945) de guerra es abordado por una espléndida novela, Guerra en la familia (Tusquets, 2008), de la británica Liz Jensen, que resulta toda una sorpresa; el tema no es nuevo, pero Jensen lo aísla y lo saca del plano sociológico, le da un contexto particular, y lo sitúa en un ámbito familiar: la sexualidad.
Al leer sobre las guerras, las antiguas y las modernas, tendemos a olvidar que para la gente que las vive y las sufre, de cualquier manera la vida sigue, deben trabajar, enamorarse, reproducirse, al margen de las acciones bélicas, o soportándolas, sobreviviendo a ellas; desde los jóvenes que aspiran al heroísmo en la narrativa de Scoot Fitzgerald, el drama familiar en Steinbeck; la marginación en Marsé; la sensación de derrota en Murakami; por no hablar de lo mucho que se ha escrito, estudiado, filmado (la miseria en las cintas de De Sica, las ruinas que son la escenografía en Fellini, el canto al heroísmo en el cine estadounidense, sea con tono épico en los filmes de Erroll Flynn, o el heroísmo personalizado –Howard Hawks, John Ford).
En Guerra en la familia el drama presenta otra visión: la sexualidad; no es que no se haya tocado, aunque es de temerse que siempre haya sido desde un punto de vista sociológico; por ejemplo, las acusaciones mutuas entre las jóvenes inglesas y los soldados estadounidenses acerca de la presión para mantener relaciones sexuales; la prostitución casi obligada que se ejerció en muchas ciudades europeas a causa del hambre; pero Jensen ve, y nos hace ver, otros aspectos: el sexo por gusto, y la fascinación que sienten las inglesas por los estadounidenses: cuando los ven, dice la protagonista de esta novela, sienten que "se les caen las bragas”.
La anécdota es terrible: dos hermanas que se enamoran del mismo hombre; la narradora, Gloria, duda sin embargo que su hermana Marje se enamore, y cree que es más bien lujuria o, peor, un episodio más de la guerra más larga que se haya conocido: la competencia entre hermanos —hermanas, que sería peor, dicen quienes ahora reconocen que entre mujeres las batallas son más crueles y más definitivas.
Repuestos de la sacudida que provoca esta novela, puede uno dudar del criterio de las dos protagonistas que se enamoran —simplifiquemos la trama— de un mismo hombre, tosco, vulgar, que tiende a ser grotesco cuando bebe, que no les procura placer sino que sólo busca el suyo; así y todo, marca y determina la vida de ambas, lo que desata una guerra que no por menos sangrienta es menos cruenta y de consecuencias terribles, porque la batalla no es por quién se queda con él: embaraza a Gloria, pero la deja para irse con Marje.
La escenografía es dramática: huérfanas, deben trabajar no sólo para alimentarse sino como una aportación individual pero importante para la guerra; hay edificios destruidos, muertes anónimas y colectivas, o de personas conocidas, que marcan más; hay privaciones en todo: vestimenta, placeres, alimentación; el final de la guerra (o casi: sólo es la derrota de Alemania; la Guerra del Pacífico es un episodio que no se aborda en el libro, sobre todo porque fueron otros los combatientes) no lleva a la alegría, la risa que muestran los hombres y mujeres que son sombras anónimas en esta novela, es patética, no es el preludio de la tranquilidad, es un triunfo de los gobiernos, posiblemente de los ejércitos, pero no de la gente.
Guerra en la familia, sin embargo, no está narrada desde esa perspectiva, todo eso son recuerdos de Gloria, un personaje inolvidable que todo lo ve y analiza con un chiste, alguno de ellos muy popular en México desde hace muchos años (“y Lázaro se levantó y andó”, con un final distinto y más lógico que como lo hemos escuchado desde siempre), otros muy locales, otros complicados y dos o tres muy originales y divertidos; pero ya sabemos que los chistes no son inocentes, que las víctimas, además de las que los protagonizan, son otros, que no tienen la culpa; que todo chiste es un ataque y, peor, una postura social y política —con muy pocas excepciones.
Gloria, una anciana, es forzada a revivir su drama más de 50 años después que lo vivió, y que olvidó de tan cruel, tan desgarrador que es; pero al olvidarlo —gracias a, o por culpa de, un experimento para salvar a la gente de la locura causada por las tragedias de la guerra— olvida muchas otras cosas, lo que provoca rencores, odios, acusaciones; todo eso lo vive en un asilo, y donde resiste el asedio de sus hijos, quienes sienten la necesidad de explicarse su origen, y al hacerlo olvidan el origen de las mentiras de Gloria, sin entender que no miente, que simplemente no recuerda (“Esto hice, confiesa la memoria; no pude haber hecho esto, dice el orgullo inexorable; finalmente, la memoria cede”, es uno de los aforismos más exactos de Nietzsche); ella, para defenderse, ataca, se burla de sus descendientes, se niega a reconocerlos, y alterna sus vivencias actuales —que son vistas con una visión que representa otro drama: el abandono de los ancianos— con los recuerdos de su sensualidad, sus encuentros sexuales con Ron y, al verse abandonada, con muchos otros encuentros fugaces, tanto por suplir carencias materiales como sentimentales; todo con un humor agresivo y detonante que le da a la historia un eje muy original, y hace pensar en qué es más importante: la guerra de las naciones o la de los individuos, agravada ésta cuando se desarrolla al mismo tiempo que aquéllas.
Novela desenfrenada, con una protagonista inteligente, desatada, malhablada, que aporta otro elemento: la sensualidad femenina, que no tiene que ver con las confesiones, los relatos autobiográficos, las crónicas que sólo hablan de frigidez, de fracasos, de desolación; la sexualidad de Gloria es impetuosa, alegre, voraz, pero nunca obscena; la vitalidad de la trama se ve enriquecida con una narrativa poderosa y ágil, con una autora y una protagonistas inteligentes, cultas aunque traten de ocultarlo, y que obligan a ver el amor, la sexualidad, la guerra, y el amor-odio entre hermanos, con muchos ángulos inéditos o cuando menos originales.
Como sucede con la mayoría de las traducciones españolas, ésta dificulta la lectura; el lenguaje es coloquial, pero la versión española no es sino una mezcolanza de jergas muy locales, con malinterpretación de acontecimientos que los traductores ignoran y que no se molestan en informarse, cuando menos mínimamente. A eso hay que añadir que el traductor debió haber sido traductora: muchos sentimientos, sensaciones y giros expresados por un personaje femenino sólo podrían haber sido interpretados con sensibilidad femenina y no con una brusquedad masculina que tampoco pudo dar una buena imagen de Ron, que más que tosco resulta torpe.
(En la Feria de Minería sucede algo curioso: en algunas editoriales se niegan a dar factura, alegan que no llevan, que no sirve su sistema, o que si dan factura no dan descuento, como en Planeta, Conaculta y el puesto de la Orquesta de Minería, que aunque es el anfitrión, no cuenta con terminal para tarjetas de crédito.)

domingo, 15 de febrero de 2009

Álvaro Obregón, ¿Prometeo sifilítico?

Pocos asuntos tan difíciles como juzgar, sin apasionamientos ni maniqueísmos, a los principales líderes de la Revolución Mexicana; Friedrich Katz y David A. Brading han sembrado dudas sobre Madero, Villa y otros caudillos, y ver tras los telones a Carranza o a Plutarco Elías Calles nos llena de sorpresas.
Jorge Aguilar Mora, uno de los novelistas más complejos de la literatura mexicana, acaba de reeditar un pequeño libro, Un día en la vida de Álvaro Obregón (sólo que ahora en Ediciones Era –como Dios manda, decía Emilio García Riera— en coedición con el INAH y CNCA), que añade más sospechas sobre el general invicto, pilar en la construcción del México moderno, pero sobre quien caen muchas culpas: la manera en que se fue deshaciendo de sus rivales políticos (Benjamín Hill, Lucio Blanco, Fortunato Maycotte, Cesáreo Castro, Francisco Serrano; todos, en algún momento, aliados suyos); maestro de las grillas y el primero (y hasta ahora el único, por fortuna) en romper el “no reelección” —lo de “sufragio efectivo” nunca ha sido efectivo—, y muchas otras cosas que opacan sus acciones positivas.
Hay muchos días clave en la vida de Obregón: las batallas en que triunfó y que ayudaron a quebrar el régimen usurpador de Victoriano Huerta; sus victorias sobre Pancho Villa; su actuación durante la Convención de Aguascalientes; la persecución por Carranza y poco después la cacería contra el mismo Carranza; la Bombilla, y lo que se conoce poco, como su trato con Estados Unidos.
Pero Aguilar Mora escoge uno que, aunque muy conocido, pocos se han detenido en él: cuando entrega su pistola a María Arias Bernal y despacha su discurso sobre la “escasa” actuación de los capitalinos durante el huertismo.
Con mucho rigor, Aguilar Mora desmiente lo sostenido por Obregón, y sin ser exhaustivo, enumera lo mucho que se hizo en la capital, considerando que Huerta había desatado una persecución contra los seguidores de Madero; los encarcelamientos, los torturados, los diputados desaforados, los senadores maniatados; y Obregón sólo destacó las acciones subversivas pero no tan temerarias que muchas mujeres hicieron llevando ofrendas florales a la tumba de Madero.
Con una habilidad narrativa asombrosa, Aguilar Mora aprovecha la actuación de María Arias Bernal –María Pistolas, por mal nombre; si todavía hace cincuenta años cualquier mujer atrabancada, machorra, recibía ese apelativo, ahora es completamente desconocida; la escena de El ropavejero en que le dicen así a Sara García después de que gana un trofeo en una feria, en el tiro al blanco, resulta incomprensible para los espectadores que conocen la cinta sólo en DVD— para describir algo que casi no ha aparecido (casi podríamos quitar el “casi”): la importancia de los espías en esos años, agentes metidos en el ejército federal, en la policía, en las distintas facciones ya para entonces (1914) muy definidas de los revolucionarios.
Es impresionante lo que describe el novelista, y que no aparece en muchos libros importantes sobre el movimiento armado: las redes secretas, los informantes que no siempre eran exactos y que muchas veces utilizaban mejor para acusar a sus enemigos más que para ayudar a “la causa”.
Sin embargo, luego viene algo más asombroso: los amores “ilícitos” de Obregón; se ha mencionado, casi bajo cuerda, que Carranza, quien parecía discreto, armaba unas orgías sabrosas en el tren que utilizó desde que se levantó contra Huerta hasta casi el último viaje –el tren lo utilizó más bien para huir, pero llevándose gran parte del erario—; se ha hablado lo suficiente de las aficiones de los gonzalistas, y Pablo González mismo, por el teatro y las vedettes, su relación con la Banda del Automóvil Gris y los regalos que generales y bandidos hacían a las coristas y tiples (una escena culminante sucede en Las abandonadas, cuando le encuentran a una artista famosa joyas robadas por la Banda), y se sospechaba de María Conesa, la Rivas Cacho y la Montalbán. Katz es minucioso en la descripción de las mujeres y los hijos de Pancho Villa, y Krauze con las mujeres atraídas por Zapata.
De la afición de Obregón por las mujeres hay testimonios y hay novelización de esos testimonios, como la utilizada por Jorge Ibargüengoitia en Maten al león, al parecer tomada de la realidad, cuando intentaron asesinar a Obregón, con una bella joven como carnada, en un baile en el Bajío.
Pero Aguilar Mora es más incisivo: insinúa, y aclara que sin pruebas pero con muchas posibilidades de que haya sido cierto, que Obregón mantuvo relaciones intensas con María Conesa, y para eso se basa en dos cartas enviadas a su amigo y colaborador Rafael Manzo (incluido en el Diccionario biográfico revolucionario –Imprenta Editorial Cosmos, 1935— pero no en Así fue la Revolución Mexicana. Los protagonistas, tomo 8, del INEHRM, y aparece varias veces en Ayer en México, de John F. W. Dulles), en las que puede leerse que teme que su prometida, María Tapia, vaya a enterarse de sus actividades amatorias en esos días –o posteriores, que un día en la vida de un hombre no puede ser un solo día—, que si no fueron muchas sí fueron importantes, y en una de esas cartas parece que una mujer mencionada sea la cantante, Gatita Blanca por mal nombre, porque aparece con un apelativo disfrazado pero que suena como el de ella.
Más todavía; la sospecha de que lo cachen no es porque alguien se lo vaya a decir a Tapia (¿cómo intrigar contra un hombre tan poderoso?), sino porque parece haber sido contagiado de sífilis, y da fechas y circunstancias en que Obregón fue tratado de esa enfermedad, sobre todo en sanatorios de Estados Unidos. Eso significaría que Conesa hubiera sido la portadora del mal; no hay testimonio de ello, pero las enfermedades secretas eran secretas; Aguilar Mora no juega con la posibilidad de que haya sido el general quien haya contagiado a la cantante; en todo caso, no sentía temor porque lo cachara la novia entreteniéndose (el reposo del guerrero) con otra, sino de que se enterara de su “mal”.
Lo cierto es que el episodio no fue decisivo en su actuación política: derrotó a Villa, fortaleció a Carranza, se rebeló contra él, ascendió a la presidencia, combatió a Adolfo de la Huerta y seguidores (entre ellos, algunos de los hombres a los que debería de haber estado agradecido; dos de ellos, Cesáreo Castro y Fortunato Maycotte, le habían salvado la vida en dos episodios distintos, ambos relatados con una narrativa sensacional por Dulles), puso a Elías Calles como presidente, se deshizo de sus rivales para volver a ser el primer mandatario, y ganó las elecciones, hasta que lo asesinó José de León Toral, un crimen que aún no ha sido aclarado y que sigue desatando discusiones apasionadas, aunque ya sólo entre los historiadores, porque los políticos actuales ni siquiera se molestan no sólo en esclarecerlo, sino en tratar de entenderlo. Queda la sospecha de que el episodio haya tenido a otra protagonista en vez de Conesa, quien vivió hasta cerca de los noventa años.
Pero no tiene una importancia menor: la vida privada es tanto o más importante que la vida pública; la carencia de testimonios sobre la belleza de María Conesa (la vimos ya hecha una ruina en la televisión, con voz temblorosa aunque muchos decían que era parte de su encanto desde joven), su casi nula aparición en cine (una en el cine mudo –El pobre Balbuena, de 1916—, dos o tres, en papeles muy secundarios, en el cine hablado), las fotografías posadas que no la favorecen, el cambio de las modas que la hacen parecer obesa, cuando en realidad las delgadas eran las que menos llamaban la atención; sin testimonios discográficos; sólo queda la leyenda. Comparada con Lupe Rivas Cacho, Celia Montalbán, Lupe Vélez, parece una figura menor; sin embargo, en muchos escritos meritorios, Conesa es la primera, la más popular, la más seguida, la más taquillera; su lealtad al teatro de revista no ayuda a explicar qué le veían, qué le oían.
Al parecer, las multitudes aullaban al verla, como luego sucedió con María Victoria cuando se presentaba en el Teatro Margo, después Blanquita, después Margo, después Blanquita. Y aunque ha habido libros de autores más prestigiados –en el oficio—que el escrito por Enrique Alonso, muy citado por Aguilar Mora, la leyenda subsiste: María Conesa fue la figura más importante del vodevil mexicano de las tres primeras décadas del siglo XX.
Aguilar Mora esboza una historia que pudo ser real; aclara que no sabe si lo fue, pero en todo caso lo parece: que un hombre poderoso se encapricha con una mujer casada, pero liviana, y ambiciosa, que también se encaprichara por uno de los políticos más poderosos de su momento, y ya vimos que de la historia del país. México ha sido tierra de gente que es ostentosa demostrando su galantería (el escritor que se lanza al mar, en Veracruz, para ver a su amante, aunque sea de lejos, que viene en barco; el escritor que entra al estacionamiento de una tienda para amarrar latas con mensajes eróticos, en la defensa del auto de su pretendida), y Aguilar Mora demuestra la galantería de Obregón desafiando a los capitalinos con tal de florear a unas maestras de buen ver (error político que le trajo consecuencias, aunque no demasiado graves); bien pudo encampanarse con Conesa, que vista a distancia, era la menos graciosa de las artistas de esa época.
Es de agradecer la espléndida edición, pulcra y elegante, además de las fotos, muchas de ellas poco conocidas, como las que muestran a Obregón con Francisco Serrano y con Fausto Topete; con Benjamín Hill, y con Elías Calles, ésta cuando iban al cambio de estafeta presidencial y que fue cuando vieron a Francisco Mújica, asombrados porque pocos meses antes habían mandado que le aplicaran la Ley Fuga, orden que desobedeció Lázaro Cárdenas.

domingo, 8 de febrero de 2009

El Cantar de los Cantares, de Pacheco

Para Marco Antonio Campos

La buena noticia es la reciente aparición de El Cantar de los Cantares; es buena noticia desde hace más de tres mil años, pero ahora es editada por la benemérita Era, en coedición con el también benemérito Colegio Nacional, en una aproximación de José Emilio Pacheco.
Le llama "Aproximación" a la versión, o traducción, o acercamiento a poemas escritos por otros autores (a veces incluso en español, como lo que hizo con algunos poemas de la Antología Griega traducidos por Ernesto Cardenal), desde que en su primer libro, Los elementos de la noche (Colección Poemas y Ensayos, UNAM, 1963) se incluyeron sus versiones de poemas de John Donne (junto con las de Paz, lo mejor de este poeta en español), Baudelaire, Rimbaud y Quasimodo; en No me preguntes cómo pasa el tiempo, Irás y no volverás, Islas a la deriva, Desde entonces, Los trabajos del mar y Miro la tierra, hay sección de Aproximaciones, así sea con un poema (“Informe sobre la ciudad sitiada”, de Zbigniew Herbert), o dedicada a un solo autor (Kavafis); hay cuando menos un cuaderno (no lo digo con menosprecio, sino ajustándome a la norma internacional sobre el tamaño de una publicación), La gruta de las palabras, con versiones de Pacheco sobre poemas de Vladimir Holan (Casa Abierta al Tiempo, UAM, 1991) y existen el prácticamente inencontrable Aproximaciones (Libros del Salmón, Editorial Penélope, 1984), en donde Miguel Ángel Flores reunió muchas de las aproximaciones de Pacheco publicadas la mayoría en la desaparecida Comunidad Conacyt, que excluye las publicadas hasta ese momento en los libros mencionados, y que sí se recogen en la primera edición de Tarde o temprano (Fondo de Cultura Económica, 1980), pero no en la segunda (FCE, 2000); se sabe que trabaja en la reunión de todas sus Aproximaciones y es de suponer que será un tomo voluminoso.
Hay que agregar Bajo la luz del haikú (Breve Fondo Editorial, 1997), volumen de más de 170 páginas con versiones de esos breves y harto difíciles poemas con reglas muy complejas.

(La traducción, o versión, o aproximación a poemas en otros idiomas ha sido un ejercicio frecuente entre los mexicanos; no hay que olvidar que Francisco A. de Icaza, uno de los grandes y por desgracia olvidados poetas modernistas, tradujo a un español impecable poemas de Nietzsche –“era tan fría, tan fría,/ que al acariciarle el pecho/ su corazón no latía”, dice uno de ellos—; Jaime García Terrés y Octavio Paz hicieron buenas y excelentes versiones de muchos poetas, y hay de ambos algunos libros que hay que incluirlos a la par de los suyos propios, como Versiones y diversiones y Tres poemas escondidos de Seféris; Marco Antonio Montes de Oca compiló traducciones mexicanas de diversos poetas en El surco y la brasa –Fondo de Cultura Económica, 1974—; Roberto Vallarino hizo un buen intento en una edición que debía rescatarse, Los grandes poemas del siglo XX –Las Grandes Obras del Siglo XX, Promexa, 1979--; sin embargo, sólo recoge tres "Aproximaciones" de Pacheco.)

Como en el caso de Paz, las Aproximaciones de Pacheco deben leerse como se lee su obra poética; no sólo porque se trata de versiones excelentemente escritas, que respetan el espíritu de la obra originaria, sino su forma, su estilo, su lenguaje, su ritmo, en lo posible su acentuación, pero en un español original y creativo; eso supone un esfuerzo dos veces difícil, porque se trata de hacer un poema nuevo sobre un tema tratado con maestría por otro.

(Eso nos lleva a la otra labor de “traductor” de Pacheco: ha puesto en español a Samuel Beckett –Cómo es—, Walter Benjamín –París, capital del siglo XIX—, Máximo Bontempelli –Diccionario de ideas; estas dos últimas, ya inencontrables—, Sergei Einsestein –¡Qué viva México!—, T. S. Eliot –Cuatro cuartetos; en espera de reedición; yo la tengo en copias proporcionadas generosamente por Salvador González—, Jules Renard –Historias naturales—, David Rubinowicz –Diario de un niño judío—, Tennessee Williams –Un tranvía llamado deseo—, Alexander Pushkin –Don Juan o el convidado de piedra y Mozart y Salieri—, Oscar Wilde –De Produndis—, Lewis Carroll –una versión infantil de Alicia en el país de las maravilla—, más un buen número de cuentos infantiles clásicos y modernos. En ellos, la labor de Pacheco es extraordinaria, poniendo no sólo las palabras, los conceptos, las ideas en un español no mexicano, sino universal, y con un rigor único en nuestro ámbito editorial.)

Pacheco como “traductor” se codea con Pacheco poeta no sólo por su trabajo riguroso, sino que además la mayoría de esos poemas son cercanos a su estética, a su poética, y con temas paralelos a los suyos propios: la importancia del tiempo, la imposibilidad de revivir las sensaciones, pero recordándolas como único medio para recuperar sentimientos; otra imposibilitad: la de eternizar el amor o la felicidad; el dolor de ver pasar la vida sin poder asirla, y el castigo por intentar atraparla y paralizarla. También, y no menos importante, la lealtad, la traición –así sea involuntaria muchas veces—, la crueldad. En ese sentido, “Imitación de James Agee” es un poema de Pacheco más que una versión: allí están todos sus temas.
Pero digamos que uno de sus temas centrales más visibles –tanto que lo hemos encasillado en él— es lo efímero de la vida; al emprender la lectura de El Cantar de los Cantares nos obliga a hacer una lectura paralela, la de otras versiones: las más elementales, las contenidas en la Biblia, tanto la de Jerusalén como la Santa Biblia, en la versión de Casiodoro de Reina revisada por Cipriano de Valera.

(Hace poco menos de un año, en uno de sus mejores ensayos, José Emilio Pacheco dice que gracias a Carlos Monsiváis leyó esta última Biblia; todo el ensayo está lleno de sorpresas y de datos nuevos; en él –Nexos 365, mayo de 2008— Pacheco afirma que antes no la había leído, apenas los Evangelios, porque en vez de la lectura directa el acercamiento era mediante historias extraídas de ella y glosadas.)

Gran parte de ese tema, la fugacidad y lo efímero, está en el Eclesiastés, que es donde se encuentra El Cantar de los Cantares; pero en Pacheco no se convierte en “no vale nada la vida”, sino en la fijación de esos momentos fugaces y efímeros; no es raro, entonces, que ahora emprenda (cuando una mala interpretación de los periodistas culturales había afirmado que Siglo pasado: desenlace era su último libro de poesía), una nueva aproximación y al mismo tiempo un nuevo poema; podría uno preguntarse si es posible una nueva versión cuando está “Cantar de los Cantares de Salomón”, de Quevedo; la versión clásica de fray Luis de León, las Canciones entre el alma y el esposo, de San Juan de la Cruz más la traducción (perdida entre miles de papeles) de Luis Cabrera.
Pacheco no hace una nueva traducción; no lo traduce, lo reescribe en el tono más cercano posible al original, y ante la innecesaria utilización del versículo, usa el poema en prosa, una de las vertientes de su poesía menos frecuente, pero en donde están algunos de sus textos más intensos.
No hay nada que añadir a El Cantar de los Cantares, porque además sería repetir el excelente aunque demasiado breve texto que antecede al poema, que lo explica, lo sitúa como escrito histórico, amoroso y literario, y que confirma lo que uno sospecha cada vez que lee a José Emilio Pacheco: como prosista está a la altura del poeta, uno de los mejores en México en los últimos dos siglos y cuarto.

(Una acotación final: una errata en la cuarta de forros confunde a Francisco con Jesús Díaz de León y sitúa al texto en unos improbables 30 000 años.)

domingo, 1 de febrero de 2009

El nagual de Murakami

En uno de sus mejores artículos periodísticos, donde hablaba de la mujer más bella del mundo (y que luego convirtió en uno de sus relatos más flojos), Gabriel García Márquez habló de los escritores japoneses, en especial de Kawabata, y aunque quiso ser gentil, no pudo evadir que la literatura nipona es, aunque seductora, muy ajena al pensamiento occidental.
Precisamente el escritor japonés más famoso después de Kawabata, Yukio Mishima, habló con mucha molestia de la occidentalización no sólo de la literatura de su país, sino de todo Japón.
El más popular novelista japonés actual, Haruki Murakami, asombraría a sus maestros precisamente por lo occidental de sus narraciones, llenas de referencias al rock, al blues e incluso al jazz (no asombraría que en alguno de los libros que está por escribir, o incluso de los ya publicados y aún no traducidos, hablara de música tropical o de algún son jalisciense, porque allá hay sonoras y mariachis que suenan mejor que muchos de sus colegas mexicanos), a la literatura estadounidense, en especial a Scott Fitzgerald, Faulkner y Salinger. Además, la facilidad y la frecuencia de las relaciones sexuales que entablan sus protagonistas, muchas de ellas fugaces y con la plena conciencia de que sólo se trata de satisfacer sin siquiera simular afecto o enamoramiento, tiene un parecido asombroso con la literatura juvenil que emprendieron sus colegas estadounidenses, mexicanos, argentinos de su misma edad o cuando menos de su misma generación.
Pero en cada uno de sus libros hay elementos que desmienten esa cercanía; en especial, su más reciente novela traducida por Tusquets (que nos ha favorecido ya con siete libros de Murakami, uno de relatos, y que ya se han comentado dos de ellos aquí), After Dark (con reminiscencias de Scorserse), y la primera de todas las que ha escrito, La caza del carnero salvaje, aparecida en Japón en 1982 –con lo que se demuestra que no es tan postergado como habíamos creído—, traducida en 1992 por Anagrama, y que en los últimos cinco años ha tenido tres reimpresiones, y que apenas esta, de hace un año, es la que llega a las mesas de novedades, gracias al éxito de sus libros en Tusquets.
Obviamente hay diferencias; a lo largo de veintitantos años se ha limado su prosa, se ha hecho más concreta, se desborda menos, y es más nebulosa, más misteriosa, pero desde sus primeras páginas hay personajes enigmáticos, y tienen la misma necesidad de dejar en ascuas al lector; en La caza…, con el recurso de dejar inconclusa la historia, y en After Dark, abriendo la posibilidad de diversas y diferentes soluciones a la trama, todas ellas factibles.
La caza del carnero salvaje está contenida en cerca de 400 páginas de tipografía apretada, en una caja grande (10/11 y 24 x 39 cuadratines); After Dark tiene menos de 250, con tipos de 14 puntos, con la misma medida, pero mucho menos apretada. Tienen ambas la misma densidad y la misma intensidad, sólo que ahora da menos vueltas para llegar a lo que quiere contar.
Ambas remiten a uno de sus libros mayores: Kafka en la orilla; en After Dark, como en aquella, un personaje cae en un sueño profundo, que desconcierta a la ciencia médica, y produce un conflicto grave en seres cercanos; no hay causa aparente, pero sí consecuencias; en La caza…, como en Kafka en la orilla, los animales (gatos en ésta, carneros en la más reciente) hablan, y no a lo loco –como el caballo en Galaor, de Hugo Hiriart—, sino con cordura, lógica, inteligencia y, por si fuera poco, mayor dominio del mundo que el que tienen los humanos. Un fuerte acento político hace más dúctil la historia en La caza…; no hay que olvidar que al momento de publicarla, Murakami tiene muy presente aún la Segunda Guerra Mundial, y que Japón fue uno de sus contendientes; tampoco hay que olvidar que para esas épocas, finales de los setenta, la tendencia dominante en el gobierno y la sociedad japonesa era una derecha “atinada”; en After Dark los personajes ya no tienen la conciencia de la guerra ni menos de la derrota ni de la afrenta; su occidentalización, cuando menos en la música, los hace sentirse más cercanos a sus vencedores –aunque hay que recordar el chiste, de moda hace unos 20 años, sobre los niños japoneses que visitan una escuela primaria defeña—, y ya hay supersietes, teléfonos celulares, computadora, Internet, y mafias que controlan la prostitución.
En La caza… ya hay mafias, pero son empresariales; la compañía publicitaria donde trabaja el protagonista –del que no se dice su nombre— se ve amenazada por un hombre que fue “poseído” por un carnero singular, y tiene que emprender un viaje buscando ese carnero; lo encuentra en un sitio despoblado, y finalmente habla con el carnero, que se mete en el cuerpo de un amigo que es el que desata toda la trama.
La anécdota es inverosímil; no porque un carnero lo posea –en un sentido no carnal, perdonando el mal juego de palabras—; finalmente en la literatura primitiva de toda América hay naguales, que no por desacostumbrados en las letras contemporáneas dejan de ser atractivos y posibles. Lo inverosímil es que en una casa alejada de toda la civilización, sin nada cercano, haya electricidad, servicios sanitarios, drenaje e incluso teléfono.
Hay una mayor diferencia de estilo: en La caza..., es el típico narrador omnipresente, omnisapiente, que cuenta en tercera persona lo que sucede a los personajes, aunque se atreve a intervenir un poco con críticas sutiles; en After Dark, aunque también está narrada en tercera persona, interviene más, alega, pareciera querer cambiar el destino de los protagonistas, y hace que el lector piense en otros asuntos que no se tratan en la novela directamente; no es un narrador personaje como los de John Fowles, pero no es un narrador pasivo; es lo da a la obra una vitalidad superior a La caza..., aunque en ésta haya mucha más acción.

En After Dark la trama es más sencilla: una joven se aleja de su casa, así sea por una noche, para alejarse de su hermana, que es la que, harta de su belleza deslumbrante, del encanto que produce en todos quienes la conocen, cae en ese sueño del que nada la despierta –aunque se alimente y se asee—; su alejamiento es sólo físico, porque su mente está inmersa en la hermana dormilona, y no la distrae ni la lectura ni la música ni los acontecimientos en que se ve envuelta y de cómo se desenvuelve, hasta que la interrumpen un músico aficionado que insiste en hablarle –sin ánimos de ligársela, aunque haya una insinuación de un acostón que por desgracia no llega a más—; y la encargada de un hotel de paso que le pide ayuda para asistir a una prostituta golpeada por un cliente ocasional.
Hay momentos en que la trama se vuelve sórdida, se asoma la violencia, que finalmente no sabemos si sólo es amenaza o se cumplirá; tampoco sabemos si los acontecimientos son casuales o si tendrán trascendencia; esa incertidumbre es la que permea toda la anécdota, y que permanece hasta las últimas líneas de la novela; también aparece, menos contundente pero con más insistencia, un erotismo sutil, que es una de las constantes de la obra de Murakami; ese erotismo que en otros libros, en todos los demás de Murakami, irrumpe aunque sea fugazmente: las adolescentes que, para contener los impulsos y los deseos de los protagonistas masculinos, recurren a la masturbación, pero no a la entrega; o a la entrega impersonal, triste e insatisfecha. Mari, la protagonista, evita o evade despertar el deseo, aunque a lo largo de sus conversaciones con Takahashi está a punto de despertar, y que finalmente es una de las cosas que envidia de su hermana: el deseo que despierta en todos, incluso en Takahashi que, curiosamente, también conoce a la hermana.

Si en La caza… hay una remembranza de Salinger con su violencia contenida pero a punto de explotar, en After Dark hay una atmósfera kafkiana: los personajes (como en Tokio Blues, como en Norwegian Word, como en Sauce ciego, mujer dormida) son culpables de algo que desconocen, pero asumen su culpabilidad.
Y como en otros libros de Murakami, los verdaderamente culpables son los traductores, Fernando Rodríguez-Izquierdo y Gavala en La caza del carnero salvaje, Lourdes Porta en After Dark –y en la mayoría de los otros libros de Murakami publicados por Tusquets, que insisten en madrileñismos –tanto que a veces cuesta trabajo pensar en personajes japoneses— y, peor: redundancias: salir fuera, entrar dentro. Y en La caza… hay una errata curiosa: diferencia por deferencia, que aunque no cambia el sentido, le da un matiz levemente perverso.

No cabe duda: Murakami es un escritor mexicano nacido en Japón, o por lo menos da la impresión de ser un buen lector de Alfredo López Austin.