domingo, 25 de agosto de 2013

Seísmos y autobiografías

No había pasado ni un mes que colocaron vigas en el departamento de Tenayo, cuando el temblor de 1957; es posible que, de no haber hecho eso, podría haber habido algunos daños serios; lo sintieron mis padres, pero no nosotros, profundamente dormidos; dijeron que la cuna de Marcela, entonces la menor, se desplazaba de un lado para otro. Por entonces se determinaba la duración de los seísmos, y ahora omiten darla, porque desde que comienza el movimiento hasta que lo empezamos a sentir pasa un buen rato; y cuando termina lo seguimos viendo, porque los objetos colgantes continúan con la inercia, y uno lo siente aunque ya no sea perceptible más que para los muy sensibles sismógrafos (pero el péndulo sigue oscilando).
                Supongo que cuando se originó aquel temblor aún se encontraban algunos trabajadores en los periódicos, porque en las noticias matutinas alcanzó a aparecer en los diarios, que encabezaron (Novedades, al que estábamos suscritos) con una palabra: “Terremoto”; poco a poco se fue enterando la gente de aquellos efectos: ¡”se cayó el Ángel” (durante mucho tiempo el impacto fue tremendo, tanto el de la caída –¡aplastó un auto que pasaba en esos momentos!– comentaba la gente; varios meses más tarde lo relacionaban con uno de los comerciales más memorables de nuestros publicistas: “¿Por qué se cayó el Ángel? Porque le gritaron ‘baja, es algo importante’” “Y cuando cantaron ‘y retiemble en sus centros la tierra’ el Ángel dijo ‘n’hombre, no la amuelen, ¿otra vez?’”); “se cayó el edificio de Cantinflas”.
                No lo sentí; ni siquiera lo oí, aunque mis padres aseguraban que las puertas se habían cerrado de tan violentos que fueron los movimientos.
                En 1964 hubo otro seísmo bastante fuerte; en pláticas telefónicas, Pacheco recuerda que se suscitó el día de las elecciones presidenciales de Gustavo Díaz Ordaz, o sea el primer domingo de julio; recuerdo, en cambio, que en pleno “refrigerio” (como se le llamaba al descanso más largo entre clases), en la secundaria 12, varias de las compañeras comenzaron a gritar, y una de ellas se hincó a rezar; estábamos en el patio, a cielo abierto, así que no hubo necesidad de desalojar las aulas; algunas maestras se mostraron nerviosas, pero no en pánico; el maestro Ceniceros hizo algunas bromas; no lo sentí, pero vi el efecto en las más sensibles de las compañeras; tampoco lo sintieron Cuauhtémoc Valdés, Víctor Tovar, Porfirio Martínez, Maximino Ortega Aguirre, José de Jesús González Pérez ni otros amigos. Tampoco lo comentamos demasiado, y no recuerdo que haya habido efectos desastrosos.
                Sentí, con fuerza, los de 1979, y casi todos los posteriores, siempre y cuando fueran mayores de 3.9 grados Richter. Escribo esto a 72 horas del seísmo de 6.0 grados Richter que se registró el miércoles 21; es decir, cuando pasó el plazo del peligro inminente de una réplica mayor. Y después de tantos años creo que tiembla incluso cuando pasan los tractocamiones enfrente de la casa (ilegalmente, porque tienen prohibido pasar por los pasos elevados, pero ni hacen caso ni se lo impiden los encargados de vigilar que se cumplan las leyes y los reglamentos), no sentí más que un leve jalón en la silla; vi que se movía el péndulo, pero pude caminar sin trastabillar, ni se cayeron los diccionarios que apenas caben en el librero, ni los volúmenes de cómics que están en los plúteos más altos de los libreros más altos. Ni Lourdes ni María José lo sintieron, ni tampoco Diego, y cuando les avisé que temblaba me mandaron callar. En efecto, sonó la alarma que diligentemente pone el gobierno a disposición de quienes tengan un teléfono celular con ciertas características; el mío debe estar atrasado porque desde que lo activó María José, ha registrado tres seísmos: uno de ellos no lo sintieron más que las autoridades que reaccionaron con su acostumbrado pánico, y los otros dos, cuando ya habían terminado. La réplica de 5.0 no la sentí, menos, aunque sí vi el péndulo. Escribo: “sin público, para qué ponerme histérico”. Me responde Luis Zapata: “con público o sin público, yo sí me pongo histérico”.
                No hablo de los que sí he sentido, excepto de uno, en las viejas oficinas del Fondo de Cultura Económica, porque se me ocurrió, en esos precisos momentos, preguntarle a Rafael Vargas si recordaba al menos tres obras literarias que mencionaran temblores: nervioso, me acusó de querer ridiculizarlo ante las secretarias de Jaime García Terrés, más ecuánimes que nosotros. Y en su momento, escribí la angustia vivida primero unas horas, y luego días, del terremoto en Chile, porque allá estaba Diego, y que me comentaron con solidaridad y aplomo algunos amigos, como José Emilio Pacheco y Marisol Schulz.
                Lo que me asombra es el desconocimiento de muchos de mis amigos, o por lo menos de mis contactos en redes sociales; en el de junio, reclamaron con vehemencia la intervención de comisiones que sancionaran al Servicio Sismológico porque calificaron muy bajo a ese sorpresivo seísmo que no pudieron alertar las alarmas porque el epicentro fue muy cerca de la capital, y tuvo características diferentes: “lo sentí como de 6.5”, dijeron algunos, y vi que no saben las diferencias entre intensidad y magnitud, ni las diferencias entre los provocados en profundidades grandes o los superficiales, y las áreas afectadas. Lo más grave es la ignorancia de los dizque intelectuales.

*Comenzaba a leer; la revista Mañana (creo que era Mañana) publicó un reportaje sobre la Mafia; en la portada estaban Alexandro Jodorowsky, Carlos Monsiváis, Luis Guillermo Piazza; no recuerdo a los otros dos o tres; no recuerdo el tono del reportaje, sólo que era a propósito de las entonces muy recientes autobiografías precoces, y que al final, Piazza, que era quien tenía auto, le daría aventón a sus amigos para acercarlos a la Zona Rosa.
                Las autobiografías (Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos) se publicaron entre 1966 y 1967; según algunos testimonios, fueron ideadas por don Rafael Giménez Siles a raíz del ciclo Los Narradores Ante el Público, que comenzó en 1965, continuó en 1966, se saltó 1967 y concluyó en 1968; por los acontecimientos de ese año (los estudiantes no rompíamos vidrios ni impedíamos el paso ni destruíamos propiedades federales ni particulares, recuerda Luis González de Alba en su facebook), las conferencias dictadas en el tercer ciclo ya no se publicaron, como las otras dos, en colaboración de la sede, el Instituto Nacional de Bellas Artes, con la Editorial (Joaquín  Mortiz, cuál otra); asistí entonces a ese tercer ciclo, aunque no a todas; recuerdo la de María Luisa Mendoza, divertidísima, aunque Héctor Azar (después, uno de mis mejores amigos) regañó casi en público a la China; la de Elena Poniatowska, también muy divertida; la de Fernando del Paso, quien nos hizo creer que su relato era autobiográfico y no un fragmento de Palinuro de México, y la de José Agustín, el 13 de septiembre, que no dictó y en cambio nos invitó a que nos sumáramos a la muy memorable Manifestación del Silencio.
                A los dos primeros ciclos no pude asistir, no estaba en edad, y conocía apenas la obra de los narradores; después memoricé casi todas las conferencias, sobre todo las de 1965 (a veces creo que siguen siendo los mismos, que no cambiaron; pocos siguen siendo los mismos). Con el paso de los años veo que no retengo más que frases, o fragmentos largos, pero he olvidado algunas de las intervenciones; que me cuesta trabajo reconocer a los personajes aludidos por los conferenciantes si no los mencionan por su nombre. Por motivos de trabajo releí una de esas conferencias, y me piqué y releí todo el primer tomo. Mientras pasaba las páginas recordaba y reordenaba esas frases (algunas las atribuía a otro), reviví la atmósfera de la primera vez que leí esas conferencias; los libros, encuadernados en pasta dura, tuve que volver a encuadernarlos porque desbaraté las ediciones de tanto manosearlas; tengo varias de esas conferencias con dedicatorias (Arreola, Galindo, Leñero, García Ponce, Melo, De la Colina, Monsiváis, Pacheco) (también algunas de la segunda serie: Valadés, Ayala Anguiano, Sainz, sin contar con que el primer ejemplar de esa edición se lo quedó Arturo Luciano, igual que las cartas de Van Gogh a su hermano Theo). Fui y soy amigo de muchos de ellos, de los participantes de los tres ciclos; he sido a veces infiel a esa amistad, nunca ingrato ni traidor, aunque alguno de ellos lo haya sido conmigo. Mi mayor perturbación en esa relectura: no he reconocido la generosidad de muchos de ellos; no siempre públicamente, no siempre en privado. Me llega la hora de ir reconociéndolos, y lo haré aunque a alguno no le guste que balconee su ayuda, su impulso, sus alientos a mis empeños, su crítica más generosa cuanto más rigurosa. Aunque haya habido algunos desacuerdos o encuentros de malas razones, no dejaré de reconocer lo que hicieron por mí. Y lo extenderé a muchos que no fueron parte de esos narradores ante el público.
                A raíz de ese ciclo, don Rafael Giménez Siles invitó a algunos de los participantes, sobre todo a los de menor edad, a que ampliaran esa conferencia a 60 cuartillas, y apareció la serie; ya había leído a algunos de ellos; a muchos, en la Biblioteca Nacional, entonces en Isabel la Católica y República de Uruguay, porque era pobre, tan pobre como ahora (sólo que ahora mis prioridades son los libros y, al contrario de lo que dicen los clásicos, después las de vivir y comer).
                La autobiografía de Salvador Elizondo salió de la librería El Caballito, antecedente de la Librería del Sótano; pagué los otros libros, no ése. Cuando Gerardo López Gallo me contó que El Caballito había quebrado, me sentí culpable: esos 12 pesos que costaban esos libros deben haber contribuido, aunque en escala menor, a esa quiebra, y aunque esa quiebra haya derivado en la Del Sótano, que sigo añorando y que, en mi memoria, está entre mis favoritas de entonces y de siempre (ésa, no la actual).
                En la tercera de forros anunciaban a los participantes: Gustavo Sainz, Juan García Ponce, Elizondo,  Carlos Monsiváis, Juan Vicente Melo, Vicente Leñero, José de la Colina, Homero Aridjis, José Agustín, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Marco Antonio Montes de Oca: ni De la Colina ni Pacheco ni Aridjis habían aceptado la invitación; Pacheco me dijo que, en Los Narradores Ante el Público no había mencionado a las dos personas a quienes más debía en su oficio de escritor, y no se lo perdonaba, y que no volvería a hablar de su vida para no omitir nombres importantes para él; además, siguió, algunos de los que se confesaban ocultaban sus vicios, escondían sus pecados, no se atrevían a sincerarse.
                La colección incluyó a Raúl Navarrete, quien nada tenía que ver con estos escritores, aunque algún parecido lo acercaba a Tomás Mojarro; Eduardo Lizalde, en otra editorial, hizo también un recuento autobiográfico muy cercano a las memorias de Montes de Oca; las de Marco Antonio las leí de manera tardía, y más porque me entusiasma su poesía que porque su vida y su generación me sirvieran de ejemplo literario, como el caso de otros, como Monsiváis y Sainz.
                Las de Monsiváis y de Agustín merecieron reedición, aunque el tiraje de 2,000 ejemplares fuera mayor al esperado por don Rafael.  García Ponce y Elizondo las reeditaron en otras editoriales, y García Ponce en efecto amplió su conferencia de Bellas Artes, aunque con variaciones significativas; Montes de Oca la incluyó en la primera edición de su poesía completa. José Agustín y Pitol hicieron continuaciones, aunque Pitol casi desmintió la de Empresas Editoriales. Leñero la rehízo aportando datos que no estaban en la primera, y abandonó el estilo experimental de aquélla, que carece de puntos y aparte y juega con estructura, lenguaje y cronología.
                Ahora no podría decir cuál me gustó más en mis 18 años, y apenas unos cuantos como lector, sólo digo que me impresionaron, les creí, y los envidié. Las he releído varias veces, muchas más que las conferencias de Los Narradores Ante el Público, y en ellas encuentro claves para los libros de sus autores, claves que revelaron, creo, sin advertirlo. Tengo autografiadas las de Sainz (quien hizo también otra versión, muy divertida, en la segunda serie de Los Narradores), García Ponce, Elizondo, Monsiváis, Melo, Leñero, Agustín (dos veces) y Pitol, quien dijo que se asombraba que tuviera esa edición.
Silvia Molina, en la UNAM, retomó el proyecto, y ha publicado algunas autobiografías de otros escritores; las ediciones son difíciles de encontrar, y no tienen la misma frescura ni la inocencia de las que fueron escritas cuando sus autores tenían entre 20 y 35 años. Yo me quedé con la mía, inédita.


*En varias sesiones, con el apoyo de un grupo más o menos heterogéneo (Pablo Arriero, Paco Huerta, Perla Oropeza) dirigí las sesiones en las que elaboramos el manual de estilo de El Financiero; me abstuve de poner a su consideración el empleo de “le” y “les”; casi llego a los golpes con Víctor Roura, quien en su inflexibilidad moral no admite ni las reglas más estrictas, porque quise corregir el párrafo de un colaborador suyo, que decía más o menos: “[una profesora] le enseñaba”, y agregaba: “no español, se dice ‘les enseñaba’”. Roura no quiso oír las explicaciones gramaticales, y se empeñó en que apareciera “les”; sospecho que tampoco hubiera entendido; el plural es en el sujeto, no en el complemento: [nosotros] les enseñamos; [yo] le dije [a ustedes]. No he encontrado libros mexicanos, y menos escritores mexicanos, que utilicen bien esta parte delicada y por lo regular mal usada. Sólo algunos cuantos lo usan bien. Claro que la explicación es difícil, por eso se la robo a Francisco Elorriaga, otro no tan frecuente de las tertulias del Tío Pepe: “ese ‘lo’ y ese ‘los’ con el ‘se’ antepuesto son muy latosos y extraños. El pronombre ‘se’ en estos casos no es reflexivo (se bañó, se cambió), sino un dativo (complemento indirecto) del pronombre personal cuya forma latina ‘illis’ quedó en ‘les’. Para evitar la cacofonía: ‘les lo dije’ quedó, por rara evolución, en el ‘se’ actual. Entonces, ‘yo se los dije’ o ‘yo se los advierto’ (formas discordantes) se emplean en lugar de ‘yo se lo dije’ o ‘yo se lo advierto’, que serían las correctas o como dicen los gramáticos, formas concordantes.  Otra detalle es confundir el ‘le’ (indirecto) con el ‘lo’(directo). ‘Le llaman por teléfono’ por ‘Lo llaman por teléfono’. ‘Le revisó el doctor’ por ‘Lo revisó el doctor’, aunque está bien ‘le revisó el hígado el doctor’". ¿Pero cómo, repito, se le explica a los correctores, cuadrados y cuyas únicas lecturas son los libros que corrigen, pero no entienden? Otra batalla perdida.

martes, 13 de agosto de 2013

Más del Tío Pepe y otras desapariciones; Beatles, disco a disco

Al hablar del Tío Pepe omití algunos detalles importantes: los tres meseros eran amables, no interrumpían las pláticas, sabían desde la tercera visita de los asistentes cuáles eran sus bebidas favoritas (Marco Antonio Pulido primero un tequila y después Coronas; Juan José Utrilla tequila, Coronas y a veces algún ron; Salvador, Coronas; Miguel Capistrán, sus infaltables Camparis, nunca más de cinco; la única vez que lo cambió por vino lo pagamos caro todos; Víctor Kuri, Coronas; Víctor Díaz Arciniega cambiaba de cerveza dependiendo del clima; yo primero Negra Modelo, hasta que llevaron Pacífico, que tomé siempre en micheladas –¿así que yo soy el responsable?, preguntó Utrilla la primera vez que pidió una michelada–;  Diego, Corona –una por sesión). Pero había otros elementos: el dueño estaba, casi siempre, en el rincón de la cantina, con dominó ruidoso pero divertido; se acercaba a saludar, pero nunca importunaba ni llamaba la atención a los meseros, quienes siempre estaban al pendiente e incluso conocían nuestro ritmo, ni presionaban; uno de los meseros, que ya se sabía nuestro ritmo, nos tenía reservadas dos mesas al centro, para ver quiénes entraban, porque muchos que fueron por primera vez la confundían con El Quijote; cuando entró la nazi ley que impide fumar en público, nos reservaron mesas al fondo; todos los viernes, alrededor de las cinco en punto de la tarde, nos esperaba en la entrada, e iba por la bebida preferida de quienes llegábamos, en el orden que llegábamos. Nunca nos transó con la cuenta, aunque una vez alguno de los de la caja quiso hackearse una tarjeta de crédito, pero el banco lo bloqueó; como no nos constaba que hubiera sido allí, no lo denunciamos, pero comenzamos a pagar en efectivo.
                Casi siempre la botana consistía en uno, dos o tres platos de cacahuates; cuando entraba la noche llevaban chicharrones, que tenían bastante grasa; los sábados después de la tertulia eran incómodos porque la cerveza y el aceite no se llevan. No sé qué eran mejores, las tortas o las quesadillas, pero en más de una ocasión guardamos silencio varios minutos por comer para restaurar energías.
                Antes de las tertulias me reunía con Marco Antonio Pulido y con Juan José Utrilla en El Grano de Oro, en la Narvarte, a una cuadrota de la Comercial de Pilares; al principio, por comodidad, pedíamos un kilo de carnitas para los tres; después, por más comodidad, una orden (poco más de un cuarto de kilo) para cada uno; allí tomábamos dos cervezas, y nos trasladábamos al Sanborns de División del Norte, por el pasaje del Metro, sin tener que cruzar División; allí seguíamos con cervezas, hasta que el cantante interrumpía, a las siete en punto, destrozando las canciones de Álvaro Carrillo; a veces aguantábamos, y a veces las aguantábamos cambiando la tercera cerveza por una cuba libre (que ya no se llaman así) hasta que descubrí que cuando me daba el aire era como si tomara cuatro o cinco veces más. En un par de ocasiones se nos unió Gerardo de la Torre, para hablar de beisbol y, con Utrilla, de sus experiencias en el Hipódromo, que para ser justos, eran las anécdotas preferidas por todos los asistentes de las diversas tertulias, y lamentamos que Juan José las guarde celosamente.
                Por motivos de trabajo y con el pretexto de ajustar cuentas, mis comidas de trabajo con Ramón Córdoba eran en El Grano de Oro; allí le conté la anécdota de la secretaria que le hizo una pregunta no capciosa, inocente, a Arturo Serrano acerca de Robinson Crusoe, y que Ramón utilizó en su novela; en El Grano de Oro se la revertí; hace unos meses quedamos de vernos allí, para hablar de los libros de Carlos Fuentes, y encontramos que estaba cerrado, sin letrero que hablara de remodelación, cambio de sede, ni nada. En el otro Grano de Oro pregunté por el destino de la original y sólo me enteré de que el dueño, casi sin advertir, decidió cerrar, sin dar oportunidad a los empleados a que la compraran y la continuaran. Ese local es famoso entre los fanáticos del cine mexicano, que lo usó como una de las taquerías de Tacos al carbón, una de las más divertidas cintas de la tercera época de Alejandro Galindo, en donde Vicente Fernández tiene una amante en cada taquería; en ella Victorino es uno de los meseros. Al cerrar de esa manera se perdió uno de los lugares donde podían comerse carnitas sin necesidad de aplicarse la vacuna triple. Y al parecer, El Tío Pepe cerró también de manera imprevista.

Un amigo enfermó de resfriado, y sus diligentes trabajadoras le aplicaron cuanta medicina tuvieron en mente; cuando lo supe insinué que dejaran de ver Dr. House, que va de uno a otro remedio, hasta los caseros, para salvar a los pacientes; pero no se toma en cuenta que en la trama pasan varios días y pueden ensayarse muchos tratamientos, incluidas las oraciones religiosas; pero en un solo día intoxican al más resistente de los enfermos. La desaparición de una niña en su propio hogar indignó a los cotidianos de las redes sociales, que exclamaban que los buenos detectives solucionaban casos más complicados en una hora. La televisión deforma hábitos, ritmo de vida, costumbres, a tal grado que las familias latinoamericanas consideran un lujo tener seis libros no escolares en sus casas; no sabemos leer, y nos asombramos de algunos giros; lo más extraño es que los mismos estadounidenses, que cuando menos cuidan el lenguaje y las formas, acaban de estrenar dos series televisivas: The Killing y The Following. ¿Cómo lo traducen? Son gerundios, y los gerundios, al menos en español, deben ir acompañados de verbo: “está lloviendo”; el verbo puede estar implícito; algunos escritores, quien sabe por qué en especial los colonialistas, gustaban de empezar frases con gerundios: “En comenzando el día”; o los lúdicos: "Desnudando a la doncella”. Pero al agregar el artículo, ¿qué hacemos?: ¿Los asesinandos?, ¿Los siguiendos?

A mediados de 1962 Adolfo Bioy Casares decía que el futbol había desvirtuado uno de los principales objetivos del deporte, que es el de enseñar a la gente a saber perder; en el beisbol el equipo que más juegos ha ganado en una temporada, los Indios de Cleveland (111 en 154 partidos) tuvieron un porcentaje de .721 en triunfos y derrotas, es decir, 28 por ciento de derrotas. Cuando no se sabe perder no se sabe ganar; pero ya no es privativo del futbol soccer, que por algo se llama soccer; para ganar, los ciclistas toman esteroides; para ganar, los integrantes del futbol (americano) toman esteroides; para ganar (dinero), los beisbolistas toman esteroides. Algunos cínicos los justifican: lo hacen para estar en mejor forma; no consideran que lo hacen sacando ventaja a sus competidores; es como ligarse a una mujer haciendo chismes del pretendiente que desconoce que se ven a escondidas. Tiene razón Jack Clark: qué asco McGwire, qué asco Sosa, qué asco Palmeiro, qué asco Clemens, qué asco Álex Rodríguez; afirma que Alberto Pujols tiene números similares a los de Stan Musial con ayuda de esteroides; sólo que por decirlo ya lo corrieron de la chamba.

*No es necesario acudir a todos los antecedentes, porque ellos lo contaron con prodigalidad: Chuck Berry, Gene Vincent, Elvis Presley, Bill Halley, Fats Domino, Little Richard, Carl Perkins y hasta Peggy Lee. Tal vez, Buddy Holly el principal, porque de él tomaron nombre, actitud y deseos de experimentar.
                Aunque cuando aparecieron los tres discos dobles de Anthology escuchamos las versiones que no llegaron a los acetatos, y hay muestras de lo que hicieron cuando adolescentes-niños, el primer trabajo discográfico de Beatles fue su colaboración con Tony Sheridan en Hamburgo, dirigidos y producidos por un músico muy profesional, Bert Kaempfer, aquel que sonó mucho en los años sesenta con “Ritmo africano”, “Rosas rojas para una dama triste”, “Ojos españoles”. Sheridan, británico, tenía mucho éxito en los clubes hamburgueses, que fue cuna de gran parte de la música de esos años. Kaempfer quiso aprovechar ese éxito, y pensó que los Beatles eran el conjunto de Sheridan, porque así se acostumbraba: un cantante con un conjunto de respaldo (Gerry & the Peacemaker, Freddy & the Dreamers, Gene Vincent & the Blue Caps, Buddy Holly & the Crikets). Ésa fue una de las audacias de Beatles: eran un conjunto que se alternaban cantando, y en que todos tocaban para todos.
                Esa colaboración resultó brillante y decisiva: Kaempfer firmó al conjunto por tres años, y grabaron Tony Sheridan with the Beatles, aunque cuando ellos fueron muy populares cambiaron el nombre por The Early Tapes of The Beatles, The Beatles with Tony Sheridan, Tony Sheridan and the Beat Brothers (no se sabe quiénes eran los integrantes de este conjunto). Circuló como LP desde que se hicieron populares en Estados Unidos, aunque hasta 1984 apareció el compacto, que no mejora la calidad del sonido del acetato; también circuló en México un EP con “My Bonnie”, “Why”, “Cry for a Shadow” y “The Saint”, aunque hubo otra versión que en vez de “Why” incluía “Sweet Georgia Brown”, y otra en que incluía “Ain’t she’s sweet?”, que fue la primera canción comercial en que canta John Lennon.
                El disco muestra algunas de sus cualidades, pero no todas: por lo regular el acompañamiento que le hacen a Sheridan es más que correcto, a ratos excelente: una magnífica guitarra rítmica de Lennon, aunque a veces pierde el paso, y a veces entabla un diálogo muy entusiasta con Harrison; por su parte, éste comienza por establecer su estilo: su guitarra solista se destaca por las notas agudas, con las cuerdas más altas, muy limpia y bien fraseada, excepto en “My Bonnie”, donde toca con las cuerdas bajas. Sobre todo, se muestra muy disciplinado: sólo en  algunas partes de algunas piezas se desata y como que improvisa; “Cry for a Shadow” , que es instrumental, le permite lucirse; por lo general toca en los puentes algunas partes no muy sobresalientes en cuanto a improvisación, pues siguen el estilo de Elvis Presley, de quien Sheridan sigue el ejemplo: cambios de tono de bajo a barítono (“Nobody’s Child”); en algunas piezas Harrison puntea el final de cada verso (“Let´s Dance”, “Why”); en algún puente (“Sweet Georgia Brown”) toca alternando frases con Lennon, quien suele rematar las piezas con un rasgueo, como si fuera su firma.
                Quien se ve más aventajado es Paul McCartney, que se sale de la función tradicional del bajo en el rock por esa época, y retoma el que juega en el jazz: improvisa, más que marcar el ritmo (la base rítmica: en el rock, se le llama “guitar bass”) traza una melodía alterna con dos o tres notas por verso, y da el paso a la guitarra solista. Por su parte, Pete Best cumple de manera más que adecuada con la batería, y se limita a establecer el ritmo de la pieza; a ratos, como en “Cry for a Shadow” toca algún redoble, pero de inmediato se disciplina.
                Lo más sobresaliente del conjunto en este disco es su labor en los coros; en muchas de las piezas de todos sus discos posteriores cantan segunda o tercera voz, a veces las voces secundarias contestan un verso del solista, a veces lo contradicen (ya lo iremos oyendo), pero la mayoría de las veces los coros lo forman sin palabras, como en casi todo este disco, en que sólo cantan con palabras en “My Bonnie”, completando los versos de Sheridan.
                Como dato curioso, “Sweet Georgia Brown” fue grabada meses después que las otras piezas; casi todo el disco se grabó entre el 21 y el 23 de junio de 1961, excepto ésta, en diciembre, cuando los Beatles estaban por recuperar el contrato que los obligaba a tocar a la sombra de Tony Sheridan (éste nunca quedó resentido; hay testimonios de que se parrandeó varas veces con ellos y tuvo amistad cercana con los cuatro, pero la historia lo opacó). Curiosamente, con las mismas pistas, Sheridan regrabó la pieza, por su cuenta, y modificó uno de los cuartetos para sustituirlo por uno que hace alusión al cabello largo del cuarteto, y al club que ya habían formado sus admiradoras en Liverpool. Esta regrabación es la que se encuentra en los discos que circulan, incluida la versión de lujo aparecida hace poco más de un año. La versión original sin la mención a las greñas sólo se incluyó en los EP alemanes; cuando llegó a México ya estaba la pieza sustituta.
                Regreso a los coros: pocos conjuntos han cantado mejor las segunda y tercera voces que los Beatles, sobre todo en el rock; si hubiera un equivalente mexicano, podría mencionarse a Pedro Vargas, quien le hizo segunda hasta a Agustín Lara, que no tenía voz; y en el rock, lo más próximo es Paul Simon, quien no tenía mejor voz que Art Garfunkel, pero sí lo suficiente como para acometer la primera en alguna de las mejores canciones del dueto.
                Los coros que le hacen los Beatles a Sheridan son excelentes, vigorosos, suenan irónicos, y los acompañan con aplausos, que después usaron sobre todo en sus primeros discos, y que le dieron gran dinamismo a sus canciones más vitales. En “Cry for a Shadow” gritan de entusiasmo, pero se oyen muy lejanos. Esos gritos los usaron también en otras piezas posteriores, como “Yellow Submarine”.

Dieron un paso atrás con la sesión para Decca; en los años ochenta la disquera dejó que aparecieran discos pirata con esa sesión, que no es mala, pero, como se sabe, Decca prefirió contratar a otro conjunto, Brian Poole & The Tremeloes, en vez de a los Beatles; entonces no había tantos lugares para los rocanroleros. Esos discos pirata los controlaba la disquera, si no, cómo se explica uno que no incluyeran en esos acetatos (y después en los muchos discos compactos) tres canciones de la autoría de McCartney-Lennon, como firmaban al principio: “Loved of the Love”, “Like Dreamers” Do” y “Hello Litlle Girl”. Del disco y de esas tres piezas hablaremos en la siguiente. Sólo hay que agregar que dos de las piezas fueron retomadas por alguno de ellos después: “Nobody’s Child” lo grabó Harrison con los Travellin’ Willbury en un disco con ese nombre, y “Ya Ya” lo grabó Lennon, con el seudónimo de Dad, en Walls and Bridges.

(Respuesta de Salvador Mendiola):
** En uno de estos constantes eventos públicos que se realizan en esta ciudad, donde igual se idolatra como religión que se estudia con rigor académico la obra y vida de los Beatles, Enrique Rojas, el creador e impulsor del programa de radio La Hora de los Beatles en Radio Éxitos AM, primero, y luego en Radio Universal FM, me informó, para mi sorpresa, que, fuera de Inglaterra y los EUA, México es el país donde más información se produce a diario sobre los cuatro Fabs de Liverpool y el único donde diario se transmiten programas de radio sobre ellos y sus discos. Eso me agrada lo mismo que me llama la atención, porque cuando empecé a seguirlos y admirarlos, hace medio siglo, hubo un momento donde imaginé y deseé que fueran inmortales y que su fama no dejara de crecer año con año, hasta que los volviéramos muy nuestros y muy mexicanos. Y así ya fue. Hoy entiendo que los Beatles envuelven mi vida por completo y forman una parte fundamental de la historia de la segunda mitad del siglo XX, con todo y que creo haberme alejado del fanatismo y la devoción con que se les recuerda, por eso me da un gran gusto beatlemaniaco ingresar de esta forma en tu información sobre sus discos, Eduardo Mejía.
De ese LP, titulado My Bonnie, que en realidad son muchos sencillos que grabaron con Tony Sheridan y con la producción de Bert Kaempfer, lo primero que escucho como algo notable es la ausencia de George Martin, el artista que les encontró el tono y sentido mágico, el técnico que fue capaz de darles el sonido y la forma con que ahora más les recordamos. Se nota, entonces, la intención de producir varios sencillos con su lado A, no hay ninguna intención clara de construir un LP. Escucho esas doce canciones base como grabadas al alto vacío, sin el cuerpo real de los Beatles, algo que resultó más vacío en el fallido intento de grabar para Decca. También siento que Kaempfer y ellos quisieron trabajar como si fueran The Shadows de Cliff Richards, de allí la presencia de la rola instrumental y guitarrera: “Cry for a shadow”, donde el mismo título revela esa intención. Otra cosa que me llama la atención es la forma como no tocan igual que el grupo que acompañó al primer Elvis Presley, aunque Tony Sheridan lo quiera imitar mucho, ellos intentan marcar su diferencia, la diferencia de Hamburgo, algo que Kaempfer sí les sabe aprovechar y por eso resultan perdurables la mayoría de esas grabaciones, lograron hacer que no fueran copias ni covers simples, trataron de hacer presente su propio estilo. Aunque entonces es evidente que les falta el grado de rebeldes sin causa que lograban en sus presentaciones en vivo. Imposible agregar más que no sea copia de lo que tú ya sabiamente escribiste.

                En las primeras influencias creo que hay que considerar las de Gene Vincent y Eddie Cochran; ambos estuvieron un rato en Inglaterra durante los cincuentas y afectaron mucho a lo que vendría a ser en los sesentas el rock inglés, sobre todo porque llevaron la idea de las improvisaciones y de la seria recuperación del blues, algo que afectó en diagonal a los Beatles, por lo de su estancia en Hamburgo. Pero cuando regresaron a Liverpool ésa era la tendencia de sus camaradas y competidores.