lunes, 31 de agosto de 2009

Una novela inesperada, sorprendente

Hay algunos escritores muy incómodos, porque no sabe uno a qué atenerse con ellos; hay unos que son garantía de calidad, de entretenimiento; hay otros que uno sabe que hay que leerlos con desconfianza, y otros de los que hay que alejarse. Pero los autores noveles causan problemas, porque nada nos indica qué encontraremos en ellos. A veces se lleva uno sorpresas.
Por ejemplo, si uno pone atención a la cuarta de forros de Amar a Frank, de Nancy Horan (Alfaguara, 2009), espera un best-seller sentimental, una historia de amor feliz y emocionante con un toque de picardía, porque el amor feliz es clandestino, pero los protagonistas lo enfrentan con valentía. Además, el libro tiene dimensión de bes-seller: alrededor de 500 páginas.

La novela es todo menos un libro que siga la receta de los best-seller, y por el contrario, ahuyenta a los lectores que busquen otro placer que no sea el estético; tiene, sin embargo, muchos ingredientes cercanos a las historias sentimentales: una pareja que se sale de los cánones sociales y que, casi sin darse cuenta sienten atracción sexual, pero que no se termina cuando satisfacen los deseos, y se involucran de tal manera que no les queda más que emprender una relación más sólida, aunque todo actúa para que no se logre: el rechazo de la sociedad que les ha dado un lugar; la incertidumbre de ambas familias, y sobre todo la incertidumbre de un futuro común, porque ambos tienen ambiciones y trabajo personales, y no dependen, más que sentimentalmente, uno del otro.
Así, Amar a Frank más que una historia de amor es la historia del coraje personal y del desafío a las convenciones, a los ataques y a la comodidad y al conformismo. Todo se magnifica porque uno de los protagonistas es una celebridad incluso entre quienes estamos incapacitados para entender su labor, y para la cual sólo podemos tener opiniones, ningún juicio: Frank Lloyd Wright, uno de los grandes nombres de la arquitectura, se supone que uno de los artistas que más contribuyó al desarrollo y revolución estética del siglo XX.
Su compañera de aventuras es Mamah (se pronuncia Mema) Cheney, de quien se sabe muy poco, apenas unas cuantas líneas en las memorias de Frank Lloyd Wright; aparte de los valores literarios, a los que regresaré, hay que hablar de la búsqueda e investigación que realizó Horan, un trabajo no sólo exhaustivo, sino de mucha dignidad porque no inventa más que los huecos que no se encuentran registrados en los escasos testimonios, muchos de ellos orales, y unas cartas casi perdidas, unos cuantos ensayos y traducciones; pero la historia es verosímil, que finalmente es lo que le importa a los lectores, que aunque la trama sea ficticia, uno se la crea. Pero además resulta que es verdadera, que esa historia existió con todos sus momentos difíciles, finalmente trágicos y que evaden la cursilería en la que tan fácilmente podría haber caído la autora.
¿Quién es Horan? La cuarta de forros no habla de sus valores literarios, y por el contrario tiene recomendaciones del New York Times que se deja llevar por la impresión de una lectura superficial; la primera solapa sólo dice que es periodista y que ésta es su primera novela. El único aval es la publicación por Alfaguara. Por eso es de agradecer la sorpresa que uno se lleva con una novela que tiene muchos atractivos, el primero de ellos, y que no es de despreciar, es la agilidad narrativa, la habilidad para darle dimensión a los personajes que, cuando son tomados de la realidad, suelen ser caricaturescos; después, la precisión histórica, que recrea los primeros años del siglo XX con todos sus prejuicios, pero también con un impulso que permite no sólo el trabajo de Wright, también el de Cheney, y el desarrollo de su impulso amoroso. y un feminismo digno, no beligerante, adelantado casi un siglo.
¿Qué le permite a la pareja el desafío a las convenciones, a la crítica, al rechazo? El respeto mutuo de su individualidad: si Cheney se aventura a meterse en el trabajo de Wright es sólo en el plano moral: que no pase por encima de otros arquitectos, que no se aproveche de los demás, o que no pierda el sentido de la realidad; no pretende saber más que él, no desea guiarlo; la igualdad en los terrenos sentimental y sexual no la autoriza a tratar de igualarse en el profesional; Wright no es comprensivo con ella, no la anima a proseguir con sus traducciones y sus ensayos, no la empuja a que tenga actividades fuera del ámbito íntimo: simplemente observa su trabajo, opina, enjuicia, colabora, pero no la trata como la otra parte de la pareja, sino como a un individuo, como a un creador.

La novela está estructurada de una manera original; aunque aparentemente sigue una cronología, cada capítulo se enfoca a diferentes sentidos, y aunque hay una narración de principio a fin, algunos detalles permiten adelantarse a los acontecimientos, sin que signifique que sean respuestas anticipadas a preguntas que se realizarían con posterioridad a los sucesos; la mayoría de las veces, sin embargo, esos detalles (digamos, los acabados de una casa, si es que caemos en el lugar común de pensar que está hecha como se hace una casa innovadora y singular) ayudan a entender acontecimientos que en páginas anteriores se abordaron de una manera tangencial o como simple referencia (el destino de los hijos de Cheney, la vida sentimental de su exmarido, quien nunca termina de aceptar la vida sentimental de ella; o los chismes que se desatan en su ciudad natal, lo que da lugar a un capítulo que enjuicia a la prensa amarillista, la que persigue a la gente y cuestiona su vida privada, que como bien se dice debe ser privada); así, la novela no puede verse como un todo sino hasta que está por terminarse, aunque un capítulo, el más breve de todos pero el más intenso, concluye las historias no terminadas, ata los cabos sueltos, y permite prefigurar el destino de Wright, dado el final violento y conmovedor de la vida de Cheney.
Si la estructura podría semejar a la construcción de una casa (sin que sea tan radical como Los albañiles, la extraordinaria novela de Vicente Leñero), hay que resaltar el cuidado con el que trata a los demás personajes, que aunque secundarios son importantes y ayudan al equilibrio de Wright, Cheney, y del desarrollo de la historia; en una novela, aunque basada en hechos reales, que se trata de un adulterio, podría haber villanos, maldiciones, incomprensión; las reacciones que hay están justificadas, el lector entiende los sentimientos de despecho, de inseguridad, de incredulidad. Los únicos villanos, como en la vida real, son los periodistas que buscan el escándalo, y hacen de ésta la noticia más relevante.
Aunque Horan no intenta utilizar el lenguaje de la época (sería o sonaría falso), tampoco intenta que los giros actuales tengan cabida en una novela que sucede en las dos primeras décadas del siglo XX; aunque los sucesos estén por cumplir cien años, parece actual, pero no por el lenguaje, sino porque aunque en esos cien años se hayan vivido muchos cambios, la mentalidad sigue siendo la misma: egoísta, conservadora. Lo que es inusual, entonces y ahora, es la actitud de los protagonistas, libres de prejuicios y de sentimientos de sobreprotección y de manipulación.
Amar a Frank es una excelente novela que, por fortuna, me tomó desprevenido y la disdruté muchísimo.

miércoles, 26 de agosto de 2009

lunes, 24 de agosto de 2009

Pedro Infante en su mejor momento

Pedro Infante tiene en el resto de 1949 tres de sus mejores actuaciones, si bien una de esas películas pudo haber sido menos melodramática, aunque el hecho de que sea la última vez que hicieron pareja Infante y Blanca Estela Pavón la llena de una atmósfera tétrica; poco después ella murió en el mismo avionazo en que perdió la vida Gabriel Ramos Millán, el llamado “apóstol del maíz”.
La primera, La mujer que yo perdí, tuvo la desventaja de no haber sido dirigida por Ismael, sino por Roberto Rodríguez, que aunque tenía mejor técnica que sus hermanos, carecía de la sensibilidad y el buen ritmo de Ismael; cuenta, como se prevé desde el título, un drama en que el héroe, que vuelve a ser un prófugo por ser un vengador social, ve morir en sus brazos a la dama joven. Algo más interesante: hay un buen duelo de actuación entre un contenido Pedro Infante y una pícara, incontenible Silvia Pinal, en la primera de las cintas que filmaron juntos.
La batalla entre Pinal y Pavón por Infante la gana Pavón, a costa de su vida; el duelo de actuación lo gana Pinal; el problema es que la cinta está llena de simbolismos, la historia es maniquea, y no tiene mucho chiste que Infante sea el mejor de la cinta, porque no hay competencia, aunque el reparto tiene buenos intérpretes: Antonio R. Frausto, Eduardo Arozamena, Aurora Walker (rara, en una cinta de ambiente rural y bucólico); las imprecisiones cronológicas hacen que la cinta se vuelva confusa, por más que Infante intente no distraerse; lo que mejor le sale es no darse cuenta que Pavón se enamora de él; ese papel lo hizo muy bien en varias cintas.
La segunda película es una de las mejores, no sólo de Infante sino de la cinematografía mexicana, y su secuela es casi tan buena: La oveja negra y No desearás la mujer de tu hijo. Dije al principio que se trata de sus mejores películas, y debo decir que de sus mejores actuaciones; el problema es que todos los actores están tan bien como él, y algunos mejor. ¿Es posible?
La trama, bastante conocida, se presta a varios duelos; por una vez, Ismael Rodríguez se contiene, no deja sueltos a los intérpretes, no se engolosina ni siquiera con sus mejores momentos ni con los hallazgos; deja el sentimentalismo hasta el final de cada cinta, y en uno de ellos surge el humor que impide las lágrimas baratas; a cambio, deja cabos sueltos que aunque no impiden el desarrollo de la trama, hubiera estado bien que los resolviera. Muestra de que no le gustó contenerse es que muchísimos años después, en una cinta con uno de los hijos o de los sobrinos de Infante, repite una de las mejores líneas en esta película en dos partes, la famosa frase de Amelia Wilhelmy: “¡tas consufo, tas tarugo! ¿Quieres de querer o de hacerse bueyes'n?”.
Es imposible que haya cintas perfectas; los canallas de IMDb le encuentran errores hasta a las cintas de los muy cuidadosos Howard Hawks, John Ford, Alfred Hitchcock o George Cukor; por desgracia consideran poco al cine mexicano y uno debe encontrar por sí mismo esos errores; pero es difícil con éstas porque son tan intensas, la trama envuelve, y los aciertos de los actores hacen que uno no se fije si hay fallas; cuando mucho podemos reprochar algunos excesos, como el tiempo que se le dedica al caballo Cancia, donde se pierde ritmo, o la exageración de Dalia Iñiguez, cursi y melodramática, tanto que se merece que la trate tan mal Cruz Treviño Martínez de la Garza, el extraordinario Fernando Soler.
Me cuenta Roberto Sosa que Infante tenía pavor de actuar frente a Fernando Soler, y que por eso puso mucho empeño, intentó no lucirse, sino estar a la altura de su alternante; la mayoría de las veces lo consigue; pero hay altibajos: cuando parece que le retoba, al principio de La oveja negra y come con gusto forzado la sopa que Fernando Soler ha rechazado diciendo que está fría; momentos antes Cruz Treviño muestra azoro porque Silvano Treviño ocupe su lugar en la cabecera, aunque han pasado varios días sin que se presente a ninguna hora; allí comienza una lucha entre padre e hijo, y un duelo entre los dos actores; la diferencia es que Fernando Soler nunca se sale de la línea: se muestre cariñoso con la esposa, condescendiente con el hijo, amistoso con el compadre Laureano, lascivo con la piruja del pueblo, ambicioso por poder político, aturdido por su comportamiento, lamentando sus debilidades (“enamorado no; débil, débil y sentimental”, se define ante Rosita Quintana en Mi querido capitán), estremecido ante la agonía de la esposa, Fernando Soler siempre es el mismo, y los matices los marca con la actuación, el tono de voz, la mirada profunda. Infante en cambio los marca –sin que eso sea reprochable– con cambios radicales: se comporta lastimero ante la rabia del padre que amenaza con matarlo, y no muestra mucha diferencia cuando está ante Amanda del Llano o con Virginia Serret; uno de sus mejores momentos no es frente a Soler, sino ante Dalia Iñiguez: “¿y yo, amá?”, ruega con naturalidad cuando ella muestra su preferencia por Cruz Treviño.
Infante está excelente en casi todos los momentos, y está más natural frente al otro Soler, Andrés, el maravilloso Tío Laureano que comprende a padre e hijo, que la hace de mediador, que les resuelve los problemas, que tapa a uno y otro; Andrés Soler, cito palabras de Rogelio Carbajal, no tiene actuación mala en su larguísima carrera, como también podría decirse de Domingo; en cambio Julián y Fernando tienen caídas notables; por eso resulta asombroso que ante un material que se prestaba a la sordidez, como este argumento de Ismael Rodríguez y Rogelio González, Fernando no se haya excedido, y aun haya marcado pautas para otros papeles igual de complejos, porque Cruz Treviño no es un villano, como podría pensarse frente a un casi siempre bueno e intachable Silvano Treviño: ni cuando se violenta Fernando Soler se sale de su papel; no pretendo (a lo mejor porque no puedo) superar los análisis ni de Emilio García Riera ni de Jorge Ayala Blanco, que coinciden en varias cosas, ni menos quiero hacer un análisis sociológico de dos personajes incasillables, que pueden sorprender con su conducta, porque no son planos ni lineales, y responden a circunstancias específicas.
En estas dos cintas Pedro Infante llegó a grandes alturas, y pocas veces volvió a alcanzar esa excelencia; pero casi todo el elenco está en el mismo nivel; tanto, que el espectador siente alivio cuando en medio del conflicto entre padre e hijo aparecen la nana Agustina o el Tío Laureano, porque hacen que aminoran la violencia latente entre ellos; Virginia Serret, en la primera, derrama erotismo frente a padre e hijo, por más que sea más atrevida con Cruz que con Silvano, aunque pretende al hijo y se desquita con el padre; su caminar es provocativo, su voz es sensual, y cuando acaba de tener un coito con Cruz, su expresión y su tono de voz son de triunfo, de venganza y de desquite, pero no de satisfacción sexual; cuando amenaza a Infante con irse con Soler no lo hace como propuesta sexual, sino en tono de superioridad; Amanda del Llano es la novia de aparente inocencia, pero destila más sensualidad que en las cintas donde aparece desnuda; su belleza es natural, prometedora, y con la mirada incita a Infante a cosas desconocidas; está excelente al final de la primera, cuando se va del pueblo dolida porque Infante aparentemente prefiere a la Justina (Serret), y está mejor cuando Infante le lee, en verso, las cartas que ella le mandó en prosa. Por cierto, la única referencia a que Serret es la prostituta del pueblo es precisamente cómo la nombran: “la” Justina.
El padre de Del Llano es el por lo regular excelente y desaprovechado Frausto, quien se atreve a desafiar, lleno de miedo pero también de orgullo, a un furioso Cruz Treviño: “Tas loco, Cruz”. Está excelente también Wolf Ruvinskis como el boxeador que se deja sobornar para poner en ridículo a Fernando Soler; si por lo regular está muy bien en las cintas con Tin Tan, con Infante siempre se lució; se hace odioso, pero no con las mismas armas que en Pepe el Toro, y hasta uno termina dándole la razón; está excelente cuando acepta la oferta de Sotero, Chucho, Jacinto y José (uno de los pocos chistes en esta saga: “Fue mujer de Secundino / de Pancho y de Catalino, / y con desdichado afán / Carolina vivió con Juan / Chucho, Jacinto y José”; los nombres también los cantan Cantinflas en Ahí está el detalle y Tin Tan en Calabacitas tiernas, aunque sólo el final), y está excelente cuando Soler le da excusas (“siempre doy, no pido”; esta frase causa controversias gramaticales; Moliner está por “dar excusas”, Seco acepta ambas, Corripio está por “ofrecer”) y con aparente humildad las recibe; esa escena, sin Infante, es extraordinaria, con Soler repitiendo todos los insultos por los que debe presentar excusas; excelentes están Francisco Jambrina (el compadre Sotero), José Muñoz (Chucho), Guillermo Bravo Sosa (Jacinto) y José Pardavé (José), sobre todo el primero como el intrigoso que se aprovecha de la rivalidad de Cruz y Silvano; excelente está, como siempre, Alejandro Ciangherotti como el marido de Amanda del Llano (no todos los amores son eternos), sobre todo cuando conoce a Infante: “¡las vueltas que da el mundo!”; excelente está Irma Dorantes cuando, obedeciendo a la nana Agustina, se pone a trapear, arrodillada, para mostrarle el cabuz a Soler, quien vuelve a caer en la tentación; menos bien está Carmen Molina, aunque tiene escenas formidables, como cuando intenta explicarle a Soler que está enamorada de Silvano, no de Cruz (“mi Cruz”, exclama cuando se le cae una cruz al estarse columpiando, y provoca emoción en don Cruz, quien antes se ha mostrado lujurioso –que no es lo mismo que lascivo– cuando la columpia y obviamente le acaricia los glúteos, aunque no se ve, pero se insinúa muy gráficamente); está excelente Wilhelmy cuando dice que ya no sabe qué va a pasar con las jovencitas como ella; muchas de las mejores escenas suceden en las cantinas, cuando Soler le da permiso a Infante de fumar, pero a sus espaldas (un atisbo de rubor hace que Ismael Rodríguez muestre a los tertulianos burlarse de la cursilería de los Treviño); cuando cantan “Con el tiempo y un ganchito”, los dos Soler desentonados e Infante muy vivaz; cuando la Justina se aparece por la cantina y pone en aprietos a padre e hijo; cuando Infante "se juega" la vida por Cancia; o cuando van los dos Soler e Infante (que tiene el corazón rompido) al otro pueblo, donde aparecen las “comadres” y los “ahijados” de don Cruz, y una muchacha se le insinúa a Infante, quien le pide que sea (ante el entusiasmo de ella) su comadre (y se echa para atrás); momento estupendo es cuando en todo el pueblo, sobre todo Hernán Vera, le niegan crédito a don Cruz (“cheques no, don Cruz”); pero entre tanto momento extraordinario, el mejor es cuando los dos Soler están solos, y Cruz le dice a Laureano que es el diablo; la excelente fotografía de Jack Draper le da el tono sórdido necesario para que la atmósfera sea verosímil; con Gabriel Figueroa se hubiera diluido. El verdadero duelo de actuación está entre ellos dos; es una lástima que no hayan quedado testimonios de cómo la prepararon, cómo montaron el momento cada quien forjando de manera diferente los cigarros de hoja, cómo van alterando el tono de voz para darle intensidad a los diálogos, y cómo la relajan con una sola palabra. La escena es ejemplar en todos los sentidos. Y para Infante resulta apabullante que sus mejores actuaciones sean opacadas por Fernando y Andrés Soler. Hay frases inolvidables, pero pierden fuerza si no estánm pronunciadas por los Soler, Ciangherotti, Serret, Frausto, Infante, Wilhelmy.
En cambio uno quisiera saber qué pasa con la Justina, que desaparece sin dejar rastro: ¿la elimina Cruz Treviño, o Silvano Treviño? ¿Por fin se hacen amigos Ciangherotti y Silvano? ¿Cruz se consolaría con Polita (Dorantes) de no haberse lastimado las agarraderas de la voluntad? ¿No es un peligro que Polita quede al servicio del nuevo matrimonio entre Molina e Infante? ¿El nuevo caballo de Silvano será tan entendido como Cancia? ¿Sotero y sus secuaces son castigados por sus tropelías? ¿Andrés Soler sigue como prefecto o convoca a nuevas elecciones? ¿Cómo reaccionará Silvano si se hace amigo de Ciangherotti y por casualidad ve sola a Del Llano? Demasiados cabos sueltos hacen que estas obras maestras no sean del todo magistrales.
El Ariel al mejor actor se lo dieron a Fernando Soler; Infante no fue considerado para la terna; las dos cintas fueron estrenadas en el cine Orfeón, que entonces cobraba cuatro pesos por boleto, la tarifa más cara de ese momento; la primera duró tres semanas, la segunda dos, en estreno; ese año se filmaron, entre otras La venenosa, con la muy bella Gloria Marín mostrando sus piernas casi invisibles en el cine mexicano, aunque está igual de bella en Rincón brujo (le hacía bien no actuar con Negrete); Soy charro de levita, una de las mejores obras de Tin Tan, junto con la que consideran su mejor cinta, El rey del barrio, también de 1949; Coqueta, con Ninón Sevilla; San Felipe de Jesús, muy elogiada por Salvador Elizondo; El miedo llegó a Jalisco, con Emilio Tuero de charro; La liga de las muchachas, uno de los mejores desfiles de piernas femeninas; El sol sale para todos, con Fermín Rivera, pero con las espléndidas Katy Jurado y Gloria Marín; Confidencias de un ruletero, con Lilia Prado enseñando las ligas (y las tarzaneras); Nosotros los rateros, de las mejores de Manolín y Schillinsky; El diablo no es tan diablo, una de las más originales y bien actuadas comedias mexicanas; Hipócrita, con la escena culminante en que Antonio Badú le canta la canción a Leticia Palma, quien la inspira (y que por cierto aparece en una cinta posterior de Infante, También de dolor se canta); Doña Diabla, que consolida el prestigio (¿o la reputación?) de María Félix; Vino el remolino y nos alevantó, ahora tan olvidada; Aventurera, elogiada por Truffaut; El charro y la dama, con Pedro Armendáriz cantando “ah qué la coneja” y recitando a Lanzarote a través de Cervantes (“yo también tengo mi cultura, no se crea”), y comienza con furor el cine de rumberas y ombliguistas. Un año bastante nutrido; pese a ello, la saga de los Treviño Martínez de la Garza sigue intacta, igual de fresca y conmocionante.

lunes, 17 de agosto de 2009

Dedicatorias, ingratitud

La historia se la achacan tanto a Alfonso Reyes como a don Artemio del Valle-Arizpe, pero como es Gabriel Zaid quien se la atribuye a éste, la doy por verídica: don Artemio paseaba por La Lagunilla, atisbaba en los libros usados, y cuando encontraba un título suyo, sobre todo si llevaba su dedicatoria, lo adquiría y se lo volvía a enviar a quien lo había vendido: “con el renovado afecto de…”.
En Libros Escogidos, lo cuento en la parte que me corresponde de El juego de las sensaciones elementales, Polo Duarte tenía dos cajas de zapatos en donde guardaba, recortadas, páginas con dedicatorias de escritores noveles o afamados, que iban a caer a las manos de Polo; me dejó leer las de una de las cajas, compartiendo un placer malvado, y me contagió esa curiosidad por encontrar en las librerías de viejo, o de lance, libros dedicados; en La Torre de Lulio no sólo no los esconden, sino que a veces los exponen.
Cuando fallece un escritor, los deudos suelen vender su biblioteca; así, a mi amiga Dora Seles pude conseguirle una primera edición de Balún-Canán, con la que terminó de hacer su edición crítica de la novela de Rosario Castellanos; no me arrepiento, porque yo tengo un ejemplar de la segunda edición, con dedicatoria a una amiga; quiso la casualidad de que perteneciera a la hermana de un gran amigo, quien por ello se enteró que sus sobrinos estaban deshaciéndose de la biblioteca familiar; se lo ofrecí, pero no quiso aceptarlo.
No siempre es inmediata la venta; hace unos meses conseguí unos ejemplares raros de la biblioteca de Jaime Torres Bodet, dedicados por escritores entonces jóvenes que mostraban su entusiasmo y admiración por el entonces secretario de Educación Pública por segunda vez; lo grave es que los ejemplares están intonsos, quiero creer que porque don Jaime estaba muy ocupado con su segunda campaña de alfabetización y con el reparto de desayunos escolares.
Tengo algunos libros con doble dedicatoria: una para un amigo del autor, y otra para mí, certificando la autenticidad de la primera; por eso cuando uno se deshace de ejemplares que ya no caben en nuestros libreros, hay que quitarles la página con la dedicatoria; si se deja, por descuido, puede caer en las manos del autor que se dará por ofendido y sufrirá un ataque de paranoia, tan común en los literatos, y creerá que se trata de una conjura en su contra; pero cuando un escritor se enoja con otro, su reacción es más visceral que la de deshacerse de los libros mediante canje o venta en librerías de lance: los destruye, como hizo Daniel Cosío Villegas con las obras completas de Alfonso Reyes, según cuenta Enrique Krauze, o se los regresa intactos e intonsos.
A propósito de Alfonso Reyes, he conseguido algunas primeras ediciones doblemente valiosas, por lo raro del ejemplar y por la gente a quienes se las dedicó: Cuestiones estéticas “a don Luis Sánchez”; Ifigenia cruel, “A mi querido Vicente, este drama cruel y saludable”, fechado en Madrid, 31 de octubre de 1924; Las vísperas de España, con ex libris de Fernando Prieto López; De viva voz, sin la página de cortesía, por lo que es casi imposible saber quién fue su poseedor; Horas de Burgos, una sencilla pero cálida “A Carlos. Alfonso”; Memorias de cocina y bodega, “Guadalupe Michel”; no tengo, por desgracia, ninguno de don Artemio, quien se cuidó que no volviera nadie a deshacerse de sus libros dedicados.
Valdría la pena leer, si es cierto lo que dice García Márquez, los libros dedicados a Artur Lundkvist, quien recomendaba a los autores hispanohablantes para que se les considerara candidatos al premio Nobel; aunque seguramente nos ganaría el pudor, como sucede cuando vemos en la biblioteca de algún amigo las dedicatorias elogiosas y algunas zalameras.
No que estuvieran dedicados, pero sí con ex libris de propietarios orgullosos, he encontrado algunas de las joyas de la literatura mexicana, lo que hace recordar el pasaje narrado por Salvador Novo cuando llegó a interrumpir su plática con el presidente Miguel Alemán Valdés un conocido bibliómano, Salvador Ugarte, quien se quejaba de que a su casa llegaban a ofrecerle primeras ediciones, que él advertía habían sido sustraídos de alguna biblioteca pública; los adquiría y los regresaba, pero tenía el temor de que a su muerte sus herederos, poco dados a la lectura, los remataran y se desperdigaran sus tesoros; “¿qué hago, señor presidente?”, le decía a Alemán, “¡qué hago con mis libros?”; “Hombre, don Salvador, ¿por qué no los lee!”, dijo Novo, gandalla como era; así, me he encontrado joyas bibliográficas que adquiero no sin cierto remordimiento, aunque disfruto mostrándolos a quienes sé que los ambicionan; así, tengo libros de Novo, Villaurrutia y Pellicer que salieron de bibliotecas donde no los apreciaban; algunos, muy baratos; otros, que me han dejado sin comer casi una quincena.

Todo esto, porque una indiscreta cadena de librerías que se dedican al cambaceo de libros viejos, y que califican de agotados, raros, primeras ediciones, y ejemplares dedicados, tienen en oferta algunas joyas dedicadas; los venden carísimos, pero tienen el valor agregado, como dicen los comunicólogos, de estar dedicados a alguien que en su momento el autor supuso que era su amigo; sin embargo, no se deshacen de títulos de algunos autores, lo que pudiera darnos alguna idea de un valor intrínseco de ciertos escritores. Por ejemplo, no tienen a la venta ningún libro autografiado por Julio Cortázar, y hay 117 de Gabriel García Márquez; muchos no están dedicados y firmados por él, sino por los antiguos propietarios, pero ofrecen una tercera edición de El coronel no tiene quien le escriba, “a Pepe, mi amigo. Gabriel”, en pleno 1967; el apellido me lo reservo, porque es un Pepe muy famoso; el ejemplar, muy conocido por todos, breve e intenso (no intonso) lo ofrecen en 430 euros.
De Miguel Ángel Asturias se ofrecen 16 ejemplares, dos de los cuales son verdaderos hallazgos: el ejemplar 51 de un tiraje de cien, de Leyendas de Guatemala, a casi 800 euros, y una segunda edición de El señor presidente, a 580 euros, dedicada con afecto, y parcialmente intonsa; el halagado no terminó siquiera de leerla.
De Octavio Paz se ofrece más de 80 ejemplares, pero en su descargo, la mayoría son ediciones que desde el principio ya estaban firmadas, porque eran limitadas, de pocos ejemplares; la más atractiva es Petrificada / Petrificante, con la firma de Paz y de Tapiès, a nadie en particular, que ofrecen por 14,500 euros; los que no son ediciones “firmadas por el autor”, son títulos agotados hace mucho tiempo, cuyo poseedor seguramente está fallecido, aunque anda entre ellos un ejemplar de Viento entero (que nunca he visto), dedicado a un autor célebre, “con un gran abrazo”, a 544 euros.
José de la Colina asegura que recuperó los ejemplares que había regalado de su Cuentos para vencer a la muerte, y que compró los que había en Zaplana; todos menos dos, cuando menos; uno que tengo, sin dedicatoria ni nada, y otro que ofrecen en 150 euros, firmado para Olivia Zúñiga.
Hay 13 ejemplares de Alfonso Reyes; destacan dos, aunque en varios las dedicatorias son muy afectuosas: un Las vísperas de España, dedicado a José Juan Tablada, y otro, De un autor censurado en el Quijote, a Ventura (¿García Calderón?) / ventura / y recuerdo / Alfonso / Industria 122”.

Los mexicanos somos más cuidadosos; la mayoría de quienes fueron dueños y ya no lo son de estos libros, son casi todos extranjeros; nosotros respetamos y nos encariñamos más; son los fuereños los que, desarraigados, se deshacen de ellos para hacerle lugar a otros títulos de otros autores. Aunque no deja de haber algunos títulos en Donceles que uno descubre y que reenvía a los ingratos que se deshicieron de ellos. Pero no soy tan indiscreto. (Aunque a veces los compro y se los enseño a los afectados o chantajeo a los que los vendieron.)

lunes, 10 de agosto de 2009

La imaginación de Leñero

Contra lo que él mismo opina, creo que Vicente Leñero es uno de los grandes novelistas mexicanos; aunque haya renunciado a los experimentos que caracterizaron su narrativa, el ciclo que va de Los albañiles a Redil de ovejas, incluida la reescritura de La voz adolorida –como A fuerza de palabras— es uno de los grandes momentos de la literatura mexicana, y siguen siendo válidas sus propuestas estructurales; creo que Estudio Q está a la altura de las mejores obras, digamos Cambio de piel, Obsesivos días circulares, Morirás lejos y, contemporánea pero publicada mucho después, Rito de iniciación.
Por ello, leo todo lo que puedo de él, aunque ya no incursione en los terrenos de la experimentación –lo hace, pero de manera menos radical—, y aunque haya anunciado su retiro de la novela y su incursión en un género curioso, que es mezclar realidad con ficción, o mejor, escribir relatos con nombres de personajes reales, y que muchas veces coinciden con la conducta del personaje del que llevan el nombre; así, quedan como relatos algunas leyendas sobre escritores amigos de Leñero, como la cleptomanía de superestrellas, la dipsomanía de otros, la coquetería de casi todos; escritos breves que parecen viñetas, retratos pícaros o anécdotas curiosas; con ese esquema editó recientemente Gente así, con muchos de esos escritos publicados en la Revista de la Universidad.
Pero Salvador González, siempre pendiente de las novedades bibliográficas, me muestra un libro que desconocía, del que no vi reseñas ni me lo topé en ninguna de las muy escuetas, indiferentes librerías capitalinas, ni mucho menos en las más vacías de provincia que casualmente haya visitado; me conduce hasta el mayor kiosko que haya visto nunca, y pone en mis manos, extremadamente barato, Sentimiento de culpa, con el subtítulo de Relatos de la imaginación y la realidad, además tan barato que me hizo sospechar, por fortuna sin fundamento, que se trataba de una edición pirata; publicado por el sello Plaza y Janés (antes Plaza & Janés), pero cuyo ® está adjudicado a Random House, y publicado en 2005.
Seguir la bibliografía de Leñero ha sido difícil; el mismo Gerardo de la Torre, en Vivir del cine, comete omisiones y errores, pese a su cercanía con Leñero; sobre todo en lo que respecta a sus obras de teatro, mucho me temo que me haya perdido alguna o varias de ellas; y en cuanto la recopilación de sus relatos, estoy seguro que me falta más de una; todo ello, más la advertencia de que en uno de los relatos aparecía mi amigo Bernardo Giner de los Ríos, devoré el primer cuento del libro en el viaje de Taxqueña a Nativitas, descuidando otra lectura urgente y también placentera, que más tarde me apresuré a terminar para clavarme en el “Sentimiento de culpa”.
El primer relato me desconcertó; no debería haberme pasado, porque en las viñetas para la Revista de la Universidad Leñero ha sido indiscreto y ha balconeado a conocidos y a amigos, pero en éste, que da título al volumen, señala conductas que me parecen inverosímiles; la protagonista, autora ya consagrada por crítica y lectores, recibe el encargo de Joaquín Mortiz de que redacte un dictamen desfavorable que le sirva a Joaquín Díez-Canedo para rechazar a un autor impertinente al que ya ha rechazado dos libros malos, y quiere que ése sea el definitivo; tras entregarlo, en una presentación de un libro de otra autora, el joven rechazado se le acerca, le da la falsa noticia de que lo van a editar en Mortiz, y le pide que lo ayude a localizar y resolver errores; ella, que no había leído el manuscrito completo, ahora sí lo hace, y aunque sigue estando de acuerdo con su dictamen, encuentra algo atractivo en la trama, pero al volver a ver al novel autor éste le confiesa que ya sabía que era la autora del rechazo y sólo quería hacerle una canallada.
La anécdota es verosímil; muchísimos autores han visto despedazadas sus ilusiones por un dictamen desfavorable; las editoriales tienen dictaminadores que no siempre son los adecuados para cierto tipo de obras; el mismo Leñero sufrió la negativa del Fondo de Cultura Económica para publicar Los albañiles; no sé de quién haya sido la indiscreción, pero se sabe que fue Emmanuel Carballo quien la rechazó, y confirmó su opinión cuando la novela ganó el premio Biblioteca Breve, y luego debió asumirlo en el prólogo a la autobiografía precoz, muy poco tiempo después. No sólo Los albañiles, muchos otros libros fueron rechazados y después encontraron un editor menos exigente, o más preparado y más adecuado. Las anécdotas sobran y pronto hablaré aquí de algunas de ellas; incluso, las editoriales solían tener hasta tres dictaminadores para ciertos libros, y si dos la aceptaban y otro la rechazaba, el libro se publicaba; si había unanimidad, el editor aceptaba la opinión de los tres.
Lo que me parece inverosímil no es eso, sino otros muchos detalles; no que Joaquín Mortiz tuviera dictaminadores; indiscreciones propias o de terceros nos han hecho saber que el propio Leñero, Gustavo Sainz, José Agustín, entre muchos otros, ejercieron ese oficio para Mortiz; han hecho saber incluso que a ellos se debe la publicación de alguna novela célebre. Pero también se sabe que los principales dictaminadores de Mortiz fueron el propio Díez-Canedo y Bernardo Giner de los Ríos; por la publicación de algunos títulos, es conocida la generosidad de ambos, y también que no necesitaron opiniones de terceros para rechazar de manera tajante muchos títulos; no me resisto a creer que Bernardo le haya coqueteado a la protagonista, quien tras entregar su dictamen va a saludarlo; lo que sucede es que fui testigo de que no necesitó coquetear: autoras, periodistas, simples visitantes iban a coquetearle a él, siempre entregado a la lectura de algún manuscrito, a la revisión de galeras o páginas, y a tranquilizar a autores impacientes por que se publicara su texto; Bernardo coqueteaba fuera de la editorial, no dentro; pero todo cabría en una ficción; lo que me parece inverosímil es que él fuera capaz de decirle a nadie quién era el autor del dictamen.
Otras inexactitudes: cuando Joaquín Mortiz estaba en Tabasco 106 no había tantas presentaciones de libros, ni mucho menos en la entonces inexistente Casa Lamm, ni los protagonistas podían citarse en El Péndulo de Nuevo León ni en ningún otro: no existían; Mónica Lavín, de quien la protagonista presenta un libro, no había publicado novela, sino dos libros de cuentos.
La ficción puede permitirse todas las libertades; sin embargo, para que el lector las crea tienen que parecer reales.
Más detalles; “Sentimiento de culpa” parte de la misma anécdota de El garabato: un lector profesional que es incapaz de entender la propuesta de un autor novel y lo rechaza sin más, sin entender, y posiblemente se pierda una obra maestra por exigir artificios en vez de la verdadera esencia de la literatura.
El resto de los relatos sigue el mismo camino del primero, con protagonistas célebres: Garibay, Rulfo, Arreola, Lizalde (Eduardo), Scherer, Carlos Salinas; hay otro, sin tanto personaje real, que hace recordar A fuerza de palabras; todos dejan con la duda de que sea una anécdota real o inventada, aunque más parezca lo segundo, porque la mayoría de los personajes habla igual a Leñero, que maneja de manera excelente el lenguaje, aunque aquí está más preocupado por retratar a un personaje que en hacerlo verosímil.
Pero el último relato llama la atención: “Toque de sacrificio” habla de beisbol, y vuelven a aparecer nombres reales: Fernando Valenzuela, Mike Brito, Tom Lasorda, y un buscador que más parece Corito Varona que cualquier otro; el buscador, a instancias de Valenzuela, se apersona en la Liga del Pacífico para ver lanzar a un pitcher que nunca ha pitcheado en la Liga Mexicana ni en ligas estadounidenses, lo cual es irreal; Leñero es un fanático del beisbol, el mejor cuento de su primer libro, La polvareda, se llama “El último out” y está ambientado en el beisbol; coordinó, con Gerardo de la Torre, también beisbolero, Pisa y corre, libro con cuentos de ambiente de beisbol (el mejor es uno de José Agustín, otro fanático del beis); por eso extrañan tantas inexactitudes: el buscador le reclama al pitcher que haya comenzado lanzando rectas de 60 millas por hora para llegar a la séptima con rectas de 90; una recta de 60 millas por hora es más lento que un cambio de velocidad; ni siquiera Randy Jones, pitcher estelar de los Padres de San Diego en los años setenta, tiraba tan lento (Pete Rose, primer bat de Cincinnati, le aceptó la primera pitcheada, pidió tiempo y se recargó a esperar; el umpire le preguntó para qué pedía tiempo, y Rose contestó: no es para mí sino para él, para que termine de calentar el brazo); si un buscador viera eso se retiraría del parque, porque además no tiene tanto control: da dos bases por bolas; cuando el buscador dice que tiene interés pero no premura en el pitcher, explica que Dodgers, el equipo para el que trabaja, tiene completo el staff de pitcheo, por lo que no lo necesitan por el momento: las Ligas Mayores no contratan directamente para el equipo grande, sino que mandan a los prospectos a sus sucursales, a sus varias sucursales, donde los tienen dos o tres temporadas antes de probarlos en el equipo grande; más aún, en septiembre se expande el roster y entonces suben a los más destacados de las sucursales y los alternan con los titulares; también dice el pitcher que su familia, sonorense, es amiga de la de Valenzuela y de la familia de la esposa de Valenzuela, sólo que Linda Valenzuela no es de Sonora, como los personajes del relato: es de Yucatán, donde la conoció Valenzuela cuando jugaba para Leones; afirma que Valenzuela ponchó a Reggie Jackson en el Juego de Estrellas de 1986, en donde Jackson no participó. Y peor: el buscador más bien quiere llevarse al hermano del pitcher como segunda base, porque no tienen bien cubierta esa posición (en eso Leñero tiene razón: tenían a Steve Sax; un chiste de esa época era que Sax y My Cool Jack Sun, el rey del pop, se parecían en que ambos usaban un solo guante y nadie sabía para qué servía); finalmente lo contratan y el primer año le dan el Cy Young; Leñero nos priva de lo mejor del cuento: la temporada tan extraordinaria que debe haber tenido ese segunda base, que hace que le den el premio que se otorga al mejor pitcher del año.
Leñero abusa de la imaginación.

lunes, 3 de agosto de 2009

Un éxito y tres regresiones de Pedro Infante

Después de Los tres huastecos, en la que Infante demuestra que era un actor, no un charro cantor, tuvo una regresión con Angelitos negros, de Joselito Rodríguez, que no tenía ni la habilidad ni la sensibilidad de su hermano Ismael; basada en un argumento del propio Joselito, a su vez inspirado en una canción de Manuel Álvarez y Andrés Eloy Blanco, cursi y chantajista, la cinta pone a la muy rubia Emilia Guiú como madre de la embadurnada Titina Romay haciéndola de niñita negra, insuperable en su papel de llorona y chantajista; Infante traía todavía el empuje de Los tres huastecos, y le sobra vitalidad, entusiasmo y alegría ante los lloriqueos de Romay y los pucheros de Guiú, una de las actrices más misteriosas del cine mexicano: en algunas películas aparecía bella y sensual, y en otras, como ésta, desabrida y sangrona. Un desperdicio de ambos actores en una cinta previsible y mal dirigida. Tiene una aparición menor María Victoria Llamas, hermana de La Tucita.
Sin embargo, después se desquitó con Ustedes los ricos, una de sus actuaciones más comentadas, porque es una de las cintas más melodramáticas, violentas y estremecedoras; aún ahora es difícil de ver, sobre todo por la escena del “¡Torito, Torito!”, rodeada de una leyenda: se dice que después de filmada, mientras todo el equipo de rodaje, actores, extras y técnicos estaban conmovidos hasta las lágrimas, después de una orden de que cortaran (“¡corten!”) que no se salía a Ismael Rodríguez porque tenía un nudo en la garganta, Infante soltó una de sus carcajadas estruendosas que desconcertó a todos: ¡qué buen actor, cómo no puso y mírenlo!; después surgió otra versión que afirma que Infante soltó la carcajada para liberar la tensión, porque durante el rodaje de la escena se acordó y sintió el fallecimiento reciente de su pequeña hija, o sobrina, o hija adoptiva, son muchas las versiones y poco confiables las fuentes. Lo cierto es que esta escena, reputada como la más dramática de nuestra historia fílmica, conmueve aún a los teleespectadores.
Pero tiene muchas otras características: más melodramática que su antecedente (¿de dónde habrán sacado la palabra "precuela" los nuevos columnistas de espectáculos?) Nosotros los pobres, tiene la misma agilidad, el mismo sentido del humor, está llena de referencias culturales, y desparrama un erotismo que no podía destaparse en la primera de la saga. No los momentos cursis en que el niño hace travesuras, sino en la aparición de personajes que merecerían una película para ellos mismos, como la de la rica rebelde Nelly Montiel, quien cansada de lo insípido que es su marido Miguel Manzano, coquetea con el inocente de Pepe el Toro, lo lleva a seducirlo ¡en el cumpleaños de la Romántica!, a la que ya todos, actores y público, le dicen La Chorreada. Infante la lleva a un cabaret, donde el anunciador Hernán Vera dedica “Nereidas” a Pepe el Toro "y dama que lo acompaña"; Infante, aunque explica que no sabe bailar, pero que están obligados a hacerlo, comienza el danzón con un caderazo muy marcado, que la cámara toma directamente, muchísimo antes de que se descararan las mujeres confirmando que veían las tambochas masculinas con la misma lascivia con que ellas son observadas (“como sopesando”); no sólo el baile, también un faje en un auto, y los besos que son muchos pero que no insinúan que haya habido algo más, son más torrentes que los que debería sostener con Blanca Estela Pavón, pero cada vez que lo intenta se entromete Chachita, “en medio de nosotros como un dios”, dice Jorge Ayala Blanco; la aparición de Freddy Fernández, cómica por las torpezas del personaje (“Atita”, por atarantado) aunque tan llorón como el Pinocho de la antecesora, y la de Fernando Soto Mantequilla como un bracero que regresa de Estados Unidos (hay que recordar que es 1948, el año en que comienza la repatriación de quienes se fueron a la pizca), y que refrescan el ambiente.
La cinta es ágil, bien actuada en lo general, marca muy bien los suspensos, la tragedia, las tensiones; tiene excelente ritmo, y vuelve a estar beneficiada por la actuación de la mayoría; en primer lugar, los villanos Jorge Arriaga y José Muñoz; Arriaga está excelente y se gana el odio del espectador, y cuando aparece en el cabaret advierte al público que “algo va a pasar”, como dice Juan García El Peralvillo en Mi querido capitán; Mimí Derba como ricachona altanera y arrogante se gana también la enemistad del público, aunque al final lo conmueve cuando busca refugio entre los pobres, dando pie a un albur de La Guayaba y La Tostada, que están muy bien sin ceder a la sobreactuación que propiciaban sus personajes; Miguel Manzano está convincente como marido cornudo que también busca la redención, y Juan Pulido atrae simpatía como el pintor que no se atreve a ser bohemio, y se queda a medias, como diletante; Ismael Rodríguez lo utiliza para contestar a Diego Rivera el mural del Hotel del Prado, cuando, espiando en la vecindad de Pepe el Toro, charla con Wilhelmy y Magaña, y cuando se va, una pregunta a la otra si no será “Diego de Rivera”, a lo que la otra contesta que “Diego de Rivera no existe”.
Infante es muy exigido en la trama, y sale bien librado: es convincente, gracioso, no se sobreactúa ni siquiera en los momentos más tensos, lo que no logra Pavón.
La cinta, una de las más populares y logradas de la historia del cine mexicano, fue estrenada en el Palacio Chino, lo cual representaba un avance respecto de otras que tenían su primera función en el cine Nacional.

Pero siguieron los altibajos; las dos siguientes cintas de Infante son de Roberto Rodríguez: Dicen que soy mujeriego, cinta menor aunque simpática, con Sara García repitiendo su papel de Luisa García, y El seminarista, también de Roberto Rodríguez. No son despreciables porque tienen detalles graciosos, algunos memorables; si Dicen que soy mujeriego repite el esquema de Los tres García (Infante conquistador, pero no le interesa conservarlas; como en Los tres García, al besarlas les quita un arete, símbolo bastante obvio de la entrega, aunque sea involuntaria de parte de ellas, tanto que alguna ni se da cuenta, lo que significa una derrota para el mujeriego; Sara García de abuela mandona pero orgullosa de su nieto, aunque le regañe por llegar tarde de parranda, le consiente sus desmanes); interviene un villano muy simpático, Rodolfo Landa, quien trama una trampa para hacer creer que La Tucita, que repite su papel de vivaracha de Los tres huastecos, vuelve a robarse la cinta desde que aparece; Silvia Derbez menos sensual que en Baile, mi rey, anticipa su papel de llorona de las telenovelas; una tremenda Amalia Aguilar le da picardía a la cinta, que pese a lo esquemática, tiene gracia; una escena en donde hay una especie de duelo en canciones entre Infante y Derbez en un establo, que añade sabor a la cinta, pero por desgracia no trasciende.
El seminarista quiere provocar, dice García Riera, un equívoco que alarme al público, al hacer creer que el seminarista, ya sacerdote, tiene amoríos con Silvia Derbez; al final se revela que sólo se vistió de sotana para rememorar con el sacerdote Mantequilla tiempos pasados, con una aventura harto sabrosa, no con la púdica Derbez, sino con la muy sensual Katy Jurado; la cinta se la lleva ella, junto con Arturo Soto Rangel, tío bastante relajiento y hasta blasfemo de un Infante que confunde lo religioso con lo delicadito; resiste a medias los embates de una Jurado muy atrevida e inquietante, y vuelven a utilizar a La Tucita, otra vez simpática y desenvuelta pero menos natural, como trampa contra Infante. Soto Rangel y Jurado están simpáticos, mucho más ligeros aunque su papel sea pecaminoso, que la pareja protagonista, aunque ninguno esté mal; lo malo de la cinta es la dirección plana, poco sutil y maniquea. Quién sabe cómo se liberó de ella Mantequilla, quien se luce aunque su personaje sea limitado y lamentable.
Estas dos cintas se estrenaron, la primera, en el cine Ópera, en Luis Moya, y la segunda en el cine Nacional, lo que demuestra que pese a las buenas actuaciones en Los tres huastecos y en Ustedes los ricos, Infante no acababa de conquistar al público de clase media, y sus simpatías iban dirigidas hacia el público popular, pero no precisamente porque se identificaran con él y sus personajes; faltaba mucho para que el espectador pudiente mostrara su preferencia por él; faltaban algunas de sus más sobresalientes interpretaciones, pero las películas que tenían éxito y le dieron popularidad no fueron las mejores, y sí las que lo desperdiciaban.