domingo, 28 de septiembre de 2008

Historia y semblanza de Poesía en Voz Alta

Hace unas semanas, Ediciones Era, en coedioción con El Colegio Nacional, volvió a poner en circulación La hija de Rappaccini, la única obra teatral conocida de Octavio Paz, y que durante mucho tiempo fue imposible de conseguir porque sólo fue publicada en la Revista Mexicana de Literatura, en 1957; después, en antologías de teatro (Primera antología de obras de teatro en un acto –1959, de Maruxa Vilalta, inencontrable— y Teatro mexicano del siglo XX, vol. 1, de Antonio Magaña Esquivel); en 1990, en Era, con un paréntesis en Alianza Cien, pero junto con "Arenas movedizas", uno de los textos de ¿Águila o sol?.
Poco antes, pero muy difícil de encontrar, la UNAM y Bellas Artes dieron a luz Poesía en Voz Alta, un ensayo o historia de Roni Unger, en traducción de Silvia Peláez (revisión de Rodolfo Obregón, pero no se dice si al texto o a la traducción), que es una semblanza y una historia de Poesía en Voz Alta, el experimento teatral inciado por Juan José Arreola, prolongado por Octavio Paz, y en donde se formó el grupo de directores de teatro más sólido en la segunda mitad del siglo XX: Juan José Gurrola, José Luis Ibáñez, Héctor Mendoza –éste había comenzado su carrera como dramaturgo bajo la vigilancia de Salvador Novo, y había creado una de las obras más célebres de nuestro teatro, Las cosas simples, que pese al paso del tiempo y de las modas, sigue siendo un retrato de una edad y una inocencia que se conserva aunque sean épocas más audaces.
Claro, depende del punto de vista de cada quien: para muchos, lo mejor de Poesía en Voz Alta fue el descubrimiento de Elena Garro y lo más sobresaliente de su producción literaria –con el añadido de algunos de sus cuentos y de Los recuerdos del porvenir—; para otros, los ganones fueron Diego de Mesa y Juan Soriano; otros consideran que hubiera sido mejor de lo que fue si se hubiera conservado el proyecto de Arreola.
Aparte del privilegio de que vuelva a circular en libro esta adaptación de Paz a un texto que va desde la India hasta Nathaniel Hawthorne, el libro de Unger permite reconstruir y desacralizar la historia de Poesía en Voz Alta, regresarle méritos a quienes lo tuvieron (Jaime García Terrés, Juan García Ponce, los actores que eran tan importantes como los directores y escenógrafos, los músicos), y recrear una época en la que se atrevían a este tipo de experimentos; no fueron los únicos; la lectura de los tomos de La vida en México en el periodo presidencial de Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines y los primeros años de Adolfo López Mateos, de Salvador Novo, se encuentra el lector desde el estreno en Bellas Artes de Rosalba y los Llaveros (no “los llaveros”, como se dice en Poesía en Voz Alta) hasta la intensa actividad del Teatro del IMSS, y las muchas obras que Novo, Seki Sano, Manolo Fábregas y otros montaban en televisión (harto distintas de las telenovelas), con la figura destacadísima de Rodolfo Usigli como el punto central de esa actividad, y los inicios de, entre otros muchos, Héctor Azar y Sergio Magaña.
Además, el teatro comercial, que no era nada despreciable.

Pero Poesía en Voz Alta tenía otra dimensión: más literario, pero sin descuidar los otros aspectos; sus experimentos no tenían otra finalidad que la del experimento mismo, y no tenían que buscar público, aunque sí su difusión; aparte de los nombres mencionados, hay que agregar lo de los actores que después fueron cimiento de la actividad histriónica, como Nancy Cárdenas, Rosenda Montero, Carlos Fernández.
Pero no se trata de repetir la historia que recrea Unger, sino comentar el texto (además de lamentar la vida tan corta del grupo).
Llaman la atención algunos detalles; para explicar el poco éxito de las dos últimas puestas en escena, se dice que la ciudad de México estaba convulsionada en 1963 por el apoyo a la Revolución Cubana; no hubo tantos movimientos, excepto el intento de Lázaro Cárdenas por ir a ayudar a los cubanos en la invasión estadounidense de Bahía de Cochinos, pero eso fue en 1961; en cambio, no hay ninguna mención a los movimientos magisterial, ferrocarrilero, electricista, telegrafista, de 1957 a 1959, que provocaron muchísimas más movilizaciones y cierto temor en la gente, que se abstenía de salir a la calle, por temor a la violencia gubernamental; se dice que entre 1960 y 1963 se ponían de moda los Beatles y Bob Dylan, cuando fue hasta 1964 que comenzaron a venderse sus discos en México, y a difundirlos en el radio.
Hay molestia por una errata de uno de los comentaristas en periódico, porque La moza de cántaro la convierte en La moza del cántaro (pág. 171); sin embargo, en el pie de foto de la página 152 escriben La moza del cántaro; a una escritora le dicen “poeta” y en cambio a ninguna actriz le dicen “actor” (uno de los pocos pecados de la actriz, dramaturga, directora y editora Silvia Peláez).
Sin embargo, el texto, que parece bien escrito (en lo que seguramente tiene que ver el oficio de Peláez –puede estarme influyendo mi buena amistad con Silvia, pero no lo creo), nunca de la impresión de arrancar, siempre es indeciso, y los finales de capítulo parecen precipitados; por el contrario, parece detenerse demasiado en analizar los recortes de prensa, parte en la que Unger es exhaustiva: revisa todos los comentarios, y los comenta.
(Le falta uno, sobre Electra, probablemente porque no lo conoce: lo escribe Salvador Novo; se encuentra en la Sátira y en Antología personal. Poesía 1915-1974:
En traducción macarrónica
y entre los “coños” de Ofelia
nos sirvieron la eutropelia
de cierta Electra electrónica
ya no dórica ni jónica.
Con tan novedoso encuadre
—entre Mesas y Sorianos—
no hay pecho que no taladre
la historia de los hermanos
que chingaron a su madre.)

La historiadora no es imparcial, ni menos objetiva; no podría serlo, porque el proyecto era deslumbrante, y deslumbra su historia; poco importa que se hayan peleado, las tensiones, los ataques, los elogios (que a veces eran peores que los ataques), el entusiasmo que tenían en Poesía en Voz Alta, y el que provocaban. Lo malo es que parece algo aislado, cuando en realidad se dio en un medio que, ya lo ha dicho José Emilio Pacheco, fue nuestro siglo de oro tanto en las letras como en las artes plásticas, y sobre todo el auge del teatro mexicano; no se trata de restarle méritos ni a Poesía en Voz Alta ni al libro, pero la autora sí se los resta (porque los menciona de paso, sin analizarlos) todos los otros movimientos de cine, teatro y televisión.
Un comentario más: los editores desperdiciaron el oficio de Silvia Peláez quien no hubiera permitido una edición con tantos callejones, ríos, cajas, algunas erratas y palabras mal divididas: por ejemplo, dos vínculos y dos reputaciones que parecen más comentarios que erratas. Tampoco ayuda que la edición sea en papel couché, pesado y brilloso, ni que las fotografías, habiendo espacio, sean tan poco claras y pequeñas, ni la tipografía es legible ni elegante, como tampoco la caja. El libro se hubiera disfrutado más en una mejor edición.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Una novela como enigmática de Soler Frost

Un buen número de cintas narran viajes sin destino, hacia donde caiga la suerte, todos como una metáfora de la vida, y con un esperado final inesperado que cambia para siempre la vida de sus protagonistas; algunas, de tono festivo como Por la libre, otras con un tono moralista, como Y tu mamá también, ésta basada, según dicen sus productores y directores, en Se está haciendo tarde (final en laguna); sin embargo, el parecido sólo es en lo anecdótico, pues mientras la novela de Agustín es una explosión intempestiva de todos los sentidos, la cinta es una alerta (levantarse a pelear, ponerse en guardia, dice el Corominas) sobre las amistades peligrosas.
A la mitad de las dos vertientes de esas escapadas se encuentra Yerba americana, la más reciente novela de Pablo Soler Frost (Ediciones Era, 2008), en la que tres personajes huyen de recientes fracasos, y se encuentran con un destino ineludible; sólo que tienen una búsqueda muy concreta, no requieren de la ayuda de la casualidad, y sobre todo quieren esquivarla.
Andrés evade su más reciente tropiezo sentimental; Pato, la ambigua negativa de Andrés a sus requerimientos, no tanto eróticos, aunque necesitan primero del acercamiento erótico, y Ecuador, del fortuito fracaso en una obra de teatro; aunque los encuentros sexuales son frecuentes (nunca narrados, sólo insinuados con gran eficacia narrativa), no hay un triángulo a la manera de la canción de Bobby Capó, sino como un reto, una alegre tentativa de hacer una red de éxitos amorosos sin alterar las amistades ni de lastimar a nadie: Andrés persigue el consuelo amistoso de una Ecuador enigmática, pero no perversa, y terminan aceptando que existía una atracción entre ambos que no habían descubierto; Pato, aunque se siente relegado, es incapaz de atacar a Ecuador fuera de unos cuantos reproches, más a la simplicidad intelectual de ella que a su eficacia amatoria, y Ecuador no se siente capaz de repudiar a Pato, ni le molesta su homosexualidad lastimera, ni se aprovecha de que Pato ceda a las tentaciones que lo asedian a lo largo de un viaje exhaustivo y no premeditado que comienza a Real de Catorce y termina en un punto indeterminado que no es California aunque ya dejó de ser Nueva York.
La eficacia narrativa de Soler Frost no se limita a trazar personajes sólidos, inconfundibles y alejados del maniqueísmo, ni a insinuar con silencios o escenas no descritas las pasiones que se desbordan, y que el lector sólo puede intuir, pero que percibe en los escarceos nerviosos, en roces no tan involuntarios que revelan las ansias; la prosa veloz, vertiginosa a ratos y contenida en otros, hace que sea verosímil la trama (pese a que no se habla de dónde salen los recursos para extender un viaje que se presume de unos pocos días a una larga travesía de sur a norte y Este a Oeste de la Unión Americana; de no rendirle cuentas a nadie aunque es evidente que ninguno es lo suficientemente rico como para vivir tanto tiempo sin trabajar) que se antojaría imposible: la convivencia entre una mujer sin titubeos, un homosexualid declarado, y un hombre objeto del deseo de ambos, con una clara superioridad intelectual, económica, emocional y física, pero que no rechaza ni el requerimiento quejumbroso desesperado de Pato, aparentemente por no lastimarlo, ni puede apartarse de la tentación que representa Ecuador, quien no es cachonda ni inteligente ni culta (no al menos como María, la mujer que lo deja para irse a la India, sin duda por otro más hombre que él), y su aparente seguridad se deshace casi sin motivo.
No es la ausencia de sentimentalismo en la narración, ni del maniqueísmo natural no forzado, ni la trama verosímil a pesar de la ausencia de explicaciones, de que la acción comienza con el libro y termina con ella, sin antecedentes ni evocaciones inútiles, lo que hace de éste un mejor libro que la mayoría de las obras de autores de la generación de Frost Soler (1965, exactamente la primera después de la llamada Generación de la Onda). Ayuda que no caiga en el chiste fácil, el humor epidérmico, la sociología en el lugar que debería ocupar la literatura, pero lo que más llama la atención es la estructura: aunque está escrita en aparentes fragmentos breves, de dos páginas los más extensos, y de manera lineal, hay muchos aspectos muy elaborados: en primer lugar, está escrita en segunda persona del singular, pero va contra la convención de que esta forma anticipa, prefigura (así como la primera persona hace pensar al lector que la trama está en presente y que la tercera persona es la ideal para la narración en pretérito); el riesgo que corre Soler Frost lo salva su eficacia, porque el lector nunca pierde la sensación de que se trata de una obra que está en pasado, y por lo tanto el narrador, no omnipresente pero sí omnisapiente, le hace cobrar conciencia a Pato de lo sucedido; pero el tono no es moralista, no le hace pensar que la muerte de Andrés, repentina pero tan bien contada que el lector piensa que hubo un brinco en la narración, sea el final del viaje; el narrador también supone que Pato no necesita que le cuenten lo que ya sabe, y por lo tanto está lleno de sobreentendidos, de puentes que el lector llena por su cuenta, y que ayudan a que la ambigüedad de los personajes, sobre todo de Ecuador (uno de los mejores personajes femeninos de la literatura mexicana actual), tenga peso y los haga reales. Como en los buenos libros, la esencia no está narrada, sólo insinuada, y la tiene que adivinar el lector.
Llama la atención, sin embargo, que en un libro de Era se usen sustantivos como éste, ésos, se escriban sin tilde, a la manera moderna según la Real Academia Española, pero muy a la antigua, antes de las reformas de 1956, se escriba obscuro; asombran algunas erratas también inusuales en Era, como vió, aunque insisten en rio, a la española.
Por lo demás, subsisten la elegancia y la comodidad editorial, y lo único reprochable en el lenguaje de Soler Frost es la frecuencia de un incómodo “como” en los diálogos, lo único no natural en una novela con lenguaje coloquial bien utilizado y fluido.
Yerba americana (referencia a drogas suaves un tanto forzada, porque no influye en la trama) es un libro muy disfrutable, que se antoja releer, pero sobre todo que provoca ideas subversivas y sensuales.

martes, 16 de septiembre de 2008

Charles M. Schulz, The Complete Peanuts, 1953-1954, Fantagraphics Books, 2004, p. 122

lunes, 15 de septiembre de 2008

De canasta y con rebozo

Antes de mediados del siglo recién pasado, las mexicanas se distinguían por un leve moretón en la cadera derecha; era el símbolo de su abnegación; y no porque las golpearan allí exclusivamente, sino porque en esa parte recargaban la canasta donde llevaban el mandado.
Las canastas, con base de madera liviana y con bordes de bejuco trabajados en ebanistería, reflejaban los gustos de su propietaria, y podían ser sencillos, sólo bordados para darle firmeza, o tejidos de manera espectacular, lo que hacía pensar que sus dueñas gustaban de llamar la atención.
Aunque el origen de la palabra es del siglo XV, tal como la conocemos ahora comenzó a usarse en el siglo XVI, y quienes hablaban con propiedad decían canasto (el pretexto no era que lo confundieran con la anotación en el básquetbol, pues éste es un invento del siglo XX, sino porque era un cesto pequeño).
Hacer las compras con canasta permitía acomodar mejor los productos, para que los jitomates no se magullaran, no se rompieran los blanquillos, la pasta no se fragmentara aún más, y la carne no aplastara la lechuga.
A mediados de los cincuenta comenzaron a ponerse de moda las bolsas tejidas, y las mujeres las prefirieron, no por fodongas, sino porque pesaban menos y era más fácil cargar con todo el mandado.
La aparición de las bolsas disminuyó los moretones en las mujeres, pero produjo un alza en el desempleo de los jóvenes, quienes se ganaban unos centavos (literalmente) porque se iban al mercado (o plaza, como se le decía) a ofrecer sus servicios a las más necesitadas de ayuda; con menos escrúpulos, ellos se ponían la canasta al hombro para que les pesara menos, acompañaban a las señoras durante el recorrido, y las llevaban a su casa, a cambio de una propina más bien simbólica pero que les permitía comprar cigarrillos sueltos (costumbre que se ha puesto de moda de nuevo, sólo que en los puestos ambulantes, no en los estanquillos, como antes), pagarse una hora de billar, o traer algo de suelto –cambio— en los bolsillos (existían también los que lo entregaban a su casa, como ayuda al gasto, o como todo el gasto).
Algunos adolescentes, en el despertar sexual, buscaban a señoras jóvenes, o a las muchachas, para cargarle la canasta gratis, y si tenían suerte, con algunas domésticas que fueran fáciles de convencer para un intercambio, la mayoría de las veces incompleto, pero siempre anhelado.
Las remplazaron las bolsas, de vida más corta porque las tiras del plástico con que están hechas tienden a dilatarse, las asas de un plástico más grueso no se rompían pero sí se desprendían, duraban apenas unos cuantos años, mientras que las canastas podían pasar de generación en generación, a menos que se fuera muy descuidada o que se quedaran a merced de los gatos o los perros que solía haber en casi todas las casas.
La ventaja de la bolsa era que resultaba más fácil cargarla, se podía poner allí el monedero sin el peligro de que lo arrebataran los malandrines que, disfrazados de chalanes, paseaban por el mercado, y cabían más cosas; la desventaja era que, con el menor movimiento, la carne aplastaba los jitomates, se fragmentaba el chicharrón, se rompían las hojas de la lechuga, se quebraban los fideos, se desparramaba la manteca (aunque, junto con estas bolsas, se puso de moda guisar con aceite para evitar o disminuir la gordura excesiva que provocaba la manteca) y los chícharos se salían de sus vainas todos rotos, inservibles.
Si cundió el desempleo juvenil, en cambio surgieron los galanes que se ofrecían a llevar la bolsa; si eran aceptados, tenían un buen chance de ligue, o cuando menos el pretexto para cuando fueran rechazados (“sólo me querías de cargador”).
Al llegar a las casas, las mujeres quedaban con una marca rojiza en la palma de la mano, y sobre todo en los dedos, y la sensación de entumecimiento acompañado siempre del temor a la gangrena.
Las bolsas del mandado tenían otra desventaja frente a la canasta: en ellas no podían ponerse las ollas con la comida de la supercocina, porque se caía el caldo; por ello surgieron las ollas montables en las que se ponían sopa aguada, en una; en otra el arroz; en la tercera el guisado, y en la última, la de hasta abajo, los frijoles de la olla (los refritos eran para acompañar los huevos revueltos o para las tortas pa’l recreo).
Pero las bolsas también desaparecieron; cada vez es más difícil encontrarlas en los mercados, y apenas hay unas cuantas en los supermercados; las más envidiadas eran las que traían propaganda de la carnicería, o de la cremería, que sólo las regalaban a las clientas favoritas, a quienes les decían “güerita” aunque fueran morenas o castañas, pero ya se sabe que ellos eran chirriscos y si ellas aceptaban las bolsas, ellos hacían de cuentan que aceptaban el coscolineo.
La mayoría de los comerciantes, sin embargo, preferían obsequiar calendarios, que eran más baratos y sólo una vez al año.
Los supermercados tardaron mucho menos de medio siglo en desplazar a los mercados, sobre todo porque hicieron creer a la gente que era mejor y más fácil encontrar todo en un mismo lugar y pagar todo junto en una misma caja (Salvador Novo, La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo López Mateos). Lo malo eran las bolsas. No estaba bien visto que las señoras llevaran ni canasta ni bolsas, ni mucho menos rebozo de bolita.
Al principio, los supermercados daban bolsas de papel, más grande y más grueso que el de las panaderías, útiles cuando se hizo costumbre realizar compras semanales en vez de diarias, y la gente iba de compras en auto, no a pie que es como se debe ir a los mercados. Así, esas bolsas eran útiles para ir hasta la cajuela del auto estacionado, pero incómodas para ir a la casa, porque tenían la costumbre de romperse, en el momento menos adecuado, en el sitio más impropio, y por el lugar menos pensado.
No pocos aspirantes a galanes asediaban a las señoras jóvenes con la intención de cargarle los bultos, aunque los decentes sólo se ofrecían a ayudarle con la carga.
Los supermercados terminaron por sustituir las incómodas bolsas de papel por las de plástico, que permiten ir de compras a pie, y las agradecidas mujeres sufren menos por más que al llegar a las casas tengan las manos casi moradas, aunque subsiste el problema de los jitomates apachurrados, la mercancía manchada por los paquetes de carne que chorrean sangre (aunque no por lo fresco), y los blanquillos deben estar empaquetados aparte, porque si no llegan todos rotos.
Algunos comerciantes cometieron el error de no calcular el gasto de las bolsas, y no le salían las cuentas; en algunas panaderías, principalmente las chicas, comenzaron a cobrar, y caras, las bolsas, con lo que obligaron a la clientela a llevar sus bolsas, hasta que se rompían por lo desgastadas, y casi siempre en la calle, y comían polvorones aunque tuvieran forma de chilindrinas.
Las tiendas y los estanquillos se tardaron mucho en cambiar los cucuruchos de papel por las bolsas; muchos no lo hicieron; entregaban los cuartos y medios kilos de azúcar, garbanzo, arroz, frijol, en cucuruchos de papel periódico, confiados en que las señoras lavaban esos productos; otras mercancías, como el pipirín, lo entregaban en cucuruchos de papel de estraza.
Su mayor refinamiento era la entrega de blanquillos en cucuruchos de estraza; sólo la torpeza del mandadero provocaba que llegaran rotos a la casa, pero no por lo mal empacado.
Ya nadie se avergüenza de ir de compras, porque nadie lleva canasta ni regresa asegurándola con el rebozo, que para eso servía, además de para cargar a los niños.
Sobre todo, que desde hace mucho se descubrió la superioridad masculina para conducir los carritos en el súper, sin estorbar, golpear mercancía ni chocar con otros, a menos que sea intencional o que sólo vaya en vacaciones o en días festivos.
Hace un par de décadas alguna cadena de supermercados intentó poner calculadoras en el asidero de los carritos para que los hombres, más metódicos y menos intuitivos, supieran si les alcanzaba el efectivo o debían pagar con tarjeta de crédito; las mujeres se defendieron diciendo que si calculaban peor, al menos no compraban tantas cosas inútiles.
Pero ninguno igualaba a las de la época de los mercados y las canastas, porque fuera la señora, la hija mayorcita, la muchacha, siempre les alcanzaba el gasto y hasta le sobraba cambio, que les servía para que los adolescentes les cargaran la canasta, si es que no lo hacían gratis.
(Ésta resume varias notas aparecidas en el diario El Financiero, entre noviembre y diciembre de 1999, y no fueron incluidas en Baúl de recuerdos --Oceano, 2001--, que luego de meses fuera de las librerías vuelve a estar disponible, al menos en la Librería Madero, en Madero, antes Plateros, a unos pasos de Gante y de la primera casa de Rulfo en el DF.)

lunes, 8 de septiembre de 2008

Tu retratito lo traigo en mi cartera

Una de las escenas más rotundas de Cien años de soledad es la de la negación de la existencia de Dios porque no existen retratos suyos.
Desde que la gente tuvo conciencia de que podía perpetuar su imagen, más allá de la que se agenciaban los ricos que contrataban a pintores para que los favorecieran con un retrato que los mejorara, y chance los perpetuara, la fotografía se estableció en todos los ámbitos sociales y económicos, e incluso todos querían que los retrataran. Es conmovedor ver las películas filmadas por Jesús H. Abitia y los hermanos Alva, en que los revolucionarios posaban ante las cámaras y se quedaban inmóviles, para salir bien.
Épocas hubo en que la gente, pese a que la fotografía estaba por cumplir cien años, prefería los retratos al óleo, o en madera, lo que los desmejoraba mucho, además de ser casi tan caros como las pinturas.
Pero la fotografía comenzó a instalarse en la vida de la gente, al menos en México, como ritual perpetuo. Los mexicanos somos fotografiados desde pequeños (hoy día, en cuanto peinan a los recién nacidos), en la primera comunión, en el bautizo de los hijos, las bodas, los divorcios sólo para recalcar las ceremonias religiosas.
Los testimonios fotográficos son terribles, porque quedan para siempre los instantes en que uno cree ser superhéroe, o que al caballo de cartón lo tratamos como si fuera real. O revelan defectos que el espejo ha escondido.
Tiempos hubo en que las fotografías eran peligrosas: al caminar por San Juan de Letrán aparecía un fotógrafo ambulante y, sin pedir permiso, retrataba a la gente, sin saber si su acompañante era novia, esposa, amante, prima o amiguita cariñosa, término que desapareció junto con esos fotógrafos.
Cierto que uno podía destruir o tirar a la basura el volante que entregaban (y con el cual se podía comprar la fotografía, a partir del día siguiente, junto al cine Avenida, o el Cinelandia, no recuerdo bien cuál era); pero también es cierto que los canallas exhibían la fotografía casi una semana, y las podían ver los parientes o vecinos metiches que luego luego iban con el chisme.
Que fotografiar y ser fotografiado era una costumbre casi exclusivamente urbana, lo suponía uno porque lo primero que hacían los parientes provincianos era ir a la Basílica de Guadalupe a retratarse subido en un caballo de cartón, con sombrero de charro, mientras que las mujeres se ponían traje de china poblana.
Más raras, como cosa de feria, y más bien costumbre extranjerizante, era la de meter la cara tras los dibujos que simulaban cuerpos musculosos y a las mujeres en pose de concurso de belleza (traje de baño completo; por esa época las mujeres que mostraban el ombligo eran calificadas de exóticas y se les llamaba ombliguistas), o en un avión de mentiras.
Uno de los primeros acercamientos eróticos consistía en pedirle a la chava que regalara su fotografía. Como las cámaras eran tan caras, ese coqueteo se prodigaba más bien en los primeros días del año escolar, cuando era obligatorio retratarse por sextuplicado (lo mínimo que entregaban en las casas de fotografías, donde torturaban a la gente, la forzaban a mantenerse inmóvil y en forzada rectitud varios segundos, y a no parpadear ni menos a cerrar los ojos con el flashazo), y como sólo pedían en la escuela tres, sobraban tres. Si la muchacha accedía a regalar una de ésas, el muchacho podía suponer que tenía posibilidades de ser aceptado.
(Esta nota, aparecida el 26 de mayo de 1997 en la columna Baúl de Recuerdos, en El Financiero, quedó cronológicamente tan vieja como las costumbres relatadas en ella, cuando las cámaras digitales suplantaron a las otras; ahora no sólo hay que cuidarse de no pasar por San Juan de Letrán y los fotógrafos indiscretos, sin que cualquiera puede sorprender a los transeúntes en las situaciones más comprometedoras, y las mujeres pueden ser fotografiadas en las posiciones más indiscretas, y en vez de ser exhibidas en toda una pared de un edificio lúgubre y sórdido, son expuestas en youtube. No fue incluida en Baúl de recuerdos –Océano, 2001—, que de cualquier manera contiene notas similares, y se encuentra a la venta, luego de meses de ausencia en librerías, en la Librería Madero, avenida Madero casi esquina con Gante, a unos pasos de la primera casa de Juan Rulfo en la ciudad de México.)

lunes, 1 de septiembre de 2008

Una novela a contracorriente

A mediados de los años sesenta estaba en pleno auge la renovación de la novela mexicana, en una fase de experimentación en cuanto estructura, anécdota, lenguaje; dentro de esa etapa sobresale la calificada como Novela de la Onda, corriente en la que era encasillada toda obra que tuviera como protagonistas a jóvenes o adolescentes en desafío al mundo adulto, como expresión de rebeldía y de expresión de una vida en pleno cambio.
Desde 1957 en que aparecen en La región más transparente, grupos de jóvenes que expresan su descontento mediante la violencia, las pandillas forman una masa anónima, incontenible, como manifestación nihilista que externa su visión de la injusticia social, de la desigualdad socioeconómica, pero que pierde su carácter anónimo a través de un personaje, que es usado como ejemplo de la inconformidad, la desesperanza, la desilusión.
Hay grupos de pandilleros en unas cuantas páginas, como las referidas de La región más transparente, pero que parecen más coro griego que frustra parrandas de ricos, que humilla en la plaza de toros a los privilegiados, que irrumpe en el orden preestablecido; aparecen más concretamente en El rey criollo, cuando en el estreno de la película de Elvis Presley se enfrentan dos grupos antagonistas en el cine, rompen butacas, madrean a los contrincantes, manosean a las mujeres, y luego se disuelven; aparecen como porros en De perfil, pero tienen otro sentido, o como la expresión del rencor social a través de dos de los grandes personajes de la literatura mexicana, El Suetercito y el espléndido Rogelio.

Acaba de aparecer Balder, la primera novela de Arturo Basáñez Lima, escrita a finales de los sesenta, y que es una de las pocas que aborda la vida de un pandillero no desde una visión sociológica ni política ni de reivindicación sociopolítica; y al contrario de las obras de Parménides García Saldaña, Carlos Fuentes o José Agustín, e incluso de las menos violentas y más intelectuales pandillas de Gustavo Sainz, no se basa en Marcuse sino en Goethe; no desciende de Sastre ni del existencialismo juvenil, ni los protagonistas son, como en el cine de esa época, quienes piensan que hay que vivir con toda la intensidad posible, y si no, no vale la pena vivir; el matiz es diferente pero importante: los personajes de Basáñez sienten que la vida representa una sola opción: todo o nada; si se sobrevive, es por fatalidad; no importa la motivación (el amor –pero no el sexo—, la bebida, la literatura, el honor gremial), lo que se busca no es el triunfo ni la reivindicación, ni mucho menos el heroísmo, si no el sacrificio; y como en los mitos antiguos, la peor derrota es sobrevivir, y el remedio es matar una etapa y renacer a otra, pero cargando el fardo del pasado como algo inconfesable.
La anécdota parece muy sencilla, y de hecho la estructura lo es: la vida de Bal o Balder, depende de en cuál de sus dos mundos viva en determinado momento, y su relación con el medio donde el destino lo vaya colocando; pero si su relación con las mujeres es de un reto constante para evitar perder (que como dice la canción de Luis Arcaraz, el que gana pierde y el que pierde gana), con los otros miembros de la pandilla GB es de una alternancia del poder que no crea rivalidad sino estímulos; se rota el liderazgo, pero el líder es omnipotente y omnisapiente; son obligatorios los noviazgos, pero castos, no pasan de besos, ni siquiera de caricias; las mujeres son tan atrevidas o más que los hombres, pero deben pasar por modositas a menos que la situación exija acción violenta.
Hasta allí, pareciera que todo es normal, pero hay matices: GB no se conforma con habitantes de una colonia o de un barrio; no lo hacen por rencor social porque todos tienen una posición acomodada; de vez en cuando dejan de ser “pandilleros” y se convierten en asaltantes, y el botín sirve para parrandearse; no consumen drogas y su vicio más terrible es el alcohol, pero ni siquiera es constante.
Una característica más: son letrados, cultos o cuando menos informados; citan mitología nórdica y la combinan con la Sonora Santanera; escriben poesía, pero como afición, no como expresión, y reaccionan con violencia a la disciplina escolar.
La novela se mantiene en varios planos paralelos en donde de pronto brota un erotismo inocente e incipiente, que es vencido por la arrogancia y el orgullo (masculinos), pero de pronto cobra una fuerza inusitada, al narrar el enfrentamiento con una pandilla rival y en la que mueren o son aprehendidos varios integrantes de GB; los sobrevivientes, entre ellos las mujeres, intentan hacerla resurgir, aunque saben que es imposible. El protagonista renace en otro ambiente, más divertido pero menos vital; queda la esperanza de algún día revivir GB, pero como el cine de los cincuenta y los sesenta, la redención y el arrepentimiento impiden la aventura.

La novela, que retrata la sordidez de la época, se sitúa en escenarios extraños: un Polanco antes de su decadencia por la invasión de comercios y oficinas; una Hacienda de Morales antes de ser ascética; una Irrigación cerrada y no colonia de paso; una Anzures menos caótica que como la pinta Salvador Novo, pero mucho más arrogante que como era y como es; una Preparatoria 1 menos lúgubre que como era; unos escenarios que ahora parecen imposibles; la novela no sólo es sórdida, también es densa, excepto cuando los personajes actúan y dejan de pensar, pero la densidad sólo es un anticipo de la violencia que, cuando llega, se expande y arrasa; como en las obras de Wagner, el destino es inevitable y además trágico.

Balder sería mucho más legible si la hubiera ayudado la edición (Leega, 2007, pero de aparición mucho más reciente): tipografía abigarrada, con algunos pasteles y decenas de palabras con guiones a mitad de la línea; la impresión es poco clara, aunque en algún pliego muy recargada. Merecía mejor suerte editorial para una novela que cobra mucho sentido en la actual ciudad de México, más que cuando la escribió Basáñez, quien se ha dedicado a la abogacía y al magisterio; ese México que pinta fue interrumpido por la irrupción del 68, que ya se presentía, pero no se sabía cómo iba a estallar.