domingo, 17 de mayo de 2020

¿Dios está de vacaciones?

Uno de los episodios más recordados de la televisión, gloriosa, de los años cincuenta y sesenta, Dimensión desconocida, narra la desventura de un hombre, perseguido por esposa y colegas por su afición por leer, y que es el único sobreviviente de una tragedia, una hecatombe, que destruye la vida humana, porque la explosión lo encuentra en una bóveda subterránea donde no entra la explosión ni la contaminación; para su desgracia se le rompen los lentes sin los cuales está completamente ciego.

La única noción que tenía de la “Gripe Española” que hace poco más de un siglo diezmó la población mundial, era la vida de la excelente escritora Mary McCarthy, huérfana ella y su hermana a causa de aquella enfermedad que abarcó medio mundo; en Memorias de una joven católica relata no esa tragedia familiar y mundial, sino las consecuencias, el mal trato de sus parientes que la condujeron a la rebeldía y por ende a la literatura. Todo lo demás son recortes periodísticos, pero no soy rata de hemerotecas; hay que recordar que en aquella época México vivía más los terrores de las luchas entre facciones revolucionarias, y las carencias de alimentos, ropa, vida común y corriente pesaron más que los fallecidos por una enfermedad que no tenía antecedentes cercanos.
            Conozco otros relatos estremecedores condensados en una cinta mala pero ejemplar, en la que un hombre debe sustituir a Dios por unos días, y se pregunta si antes Dios se había ausentado por vacaciones, y viene una respuesta contundente: ¿te acuerdas del siglo XIII?
            Apenas comenzado el sexenio los que vivimos más en los libros que en la vida real nos estremecimos con la noticia de que los nuevos inquilinos de Palacio Nacional estaban aterrados por la cantidad de gatos que andaban por los jardines de lo que fue la residencia presidencial y luego sólo las oficinas del Poder Ejecutivo, y pensamos que sólo era una muestra más de su ignorancia, pues desconocían las consecuencias sufridas en la Edad Media cuando decidieron exterminar a los gatos en Europa, y en pocas semanas llegó la Peste Negra que exterminó a más de la tercera parte de la población del mundo conocido entonces. Y fue un presagio de que México viviría una tragedia que exterminara a gran parte de la población.
            Cuando llegan las cifras de la cantidad de contagiados y quién sabe por quién, uno se estremece; pero se aterra al ver que entre los ya centenares y luego millares de fallecidos se encuentran amigos, conocidos, gente a la que uno admira por su obra, por sus acciones, por su simpatía; el sentimiento es de inseguridad y al rato de incertidumbre; si en la Edad Media la tercera parte de la población resultó afectada, ¿ahora qué porcentaje abarcará por la velocidad y la contundencia de un virus que no se conocía y luego resulta que sí, y que fue por culpa de las costumbres exóticas en el Lejano Oriente (uno de mis mejores amigos vive allá, y nos cuenta que comen de todo, si corre); que la ignorancia y la prepotencia de los gobiernos o de los gobernantes contribuyó a que hubiera más enfermos; que las noticias alentadoras de los científicos son desmentidas al día siguiente; que ya pronto se acabará lo más grave, en unos cuatro o cinco meses, y que mientras nos atengamos a lo que Dios diga, si es que no está de vacaciones?

Al leer la excelente obra de Adolfo Gilly, Felipe Ángeles, el estratega (Ediciones Era, 2019) uno entiende la angustia vivida por la ciudad de México en 1911, cuando los disparos de la Ciudadela daban en todos lados menos en Palacio Nacional; cuando la gente salía en busca de alimentos y se topaba con una bala perdida; cuando muchos hombres quedaron atrapados en sus oficinas o en otras casas, y durante esos diez días (no quince, como afirman los historiadores ignorantes) no supieron de sus parientes, y luego se enteraron que fueron quemados sus cadáveres sin que hayan tenido culpa o responsabilidad; esos relatos, ya leídos en libros de Fernando Benítez, Katz, Brading, Knight, Ross, Silva Herzog, Blanco Moheno, Martín Luis Guzmán y sobre todo Alfonso Reyes, parecían lejanos, ya superados.

Nos invade una nueva palabra: pandemia, que al principio sonó menos fuerte que epidemia, pero ahora suena a confinación, a encerrona, al aviso de una división social, a la inminencia de una crisis económica como se vivió de 1911 a 1915, en que las familias emigraban a provincia y de nuevo a la ciudad de México (que iba de Izazaga a Peralvillo y del actual Circunvalación a la calzada de la Verónica, hoy Circuito Interior). A familias que de un momento a otro se arruinaron; a familias que se desintegraron (nada tan patético que aquella cinta, Vino el remolino y nos alevantó, con una canción premonitoria: “haremos de cuenta que fuimos basura, vino el remolino y nos alevantó”), y al mismo tiempo quienes se aprovecharon y se beneficiaron y se hicieron millonarios a costa de la mayoría, y de los políticos oportunistas que incrementaron sus fortunas.

A los que no somos activistas nos tomó desprevenidos: por cuestiones de edad nos ven feo los que se piensan jóvenes; tenemos restringidos los horarios, y vemos cómo disminuyen las provisiones; ¿llegará el momento, como en la rebelión de 1854, en que la gente abandone a sus mascotas y a los viejos a la buena de Dios, como insinúan las autoridades sanitarias?; ¿llegará un momento en que los científicos consigan una vacuna que cure de este virus a costa de la braquicardia o de un tumor fulminante en el hígado? ¿Habrá quién confiese sus pecados pensando que ya llegó a su fin, y luego resulte que no?
            En lo personal no me queda más que la lectura, la música y películas viejas; pero en una de esas ocurrencias en que la tecnología falló, me quedé sin los retos diarios, sin noticias frescas, víctima de la escasez de ingenio de quienes programan cine por tv, a ver las mismas cintas toda la semana, y dobladas y además con letreritos; como me niego a escuchar música por internet, debo elegir por la mañana los discos que disfrutaremos todo el día, con la condición de que le gusten a Gibbs, nuestro tiránico gato, y contestar que no, que por mucho que fuera amable Óscar Chávez no fuimos tan amigos como para escribir una crónica de nuestros encuentros y que desenmascare sus travesuras; que conocí a Yoshio y disfruté de su simpatía y buena voz; que fui uno más de los muchos amigos de ArturoTrejo, mejor amigo que escritor, y miren que es un excelente escritor; que no conocí a Pilar Pellicer pero sí a su hija.
            Como la peste que azotó en Londres hace cuatro siglos, ésta revela quiénes son solidarios, quiénes egoístas; quiénes ayudan al prójimo, quiénes buscan su beneficio personal; la ineptitud de los gobernantes, en especial de América Latina, los llevará a su ruina y serán expuestos como los verdaderos culpables, como revela el diario de Daniel Defoe; y como en ese libro, difícil de leer en estos momentos por lo actual de la problemática, y también como en esa época, la escasa empatía de quienes en razón de su edad se creen invulnerables, incapaces de cooperar.

Todo eso se hace más difícil porque el primer día de la contingencia se cayó un miserable, casi insignificante tornillo de mis anteojos, y el que pusimos de repuesto también se cayó, y no tengo otro repuesto, y los anteojos de remplazo amenazan con doblarse, caerse, y dejarme inútil para el cine por tv, para leer, y como una incapacidad devela las otras, tampoco podría oír bien.

Soy un no creyente; más hereje que ateo, pero no creo que las oraciones sirvan más que como consuelo y confort, pero si de algo sirve, estoy dispuesto a ser menos descreído si alguien logra que Dios regrese rápido de sus vacaciones, y que nuestros actuales gobernantes sean castigados por su ineptitud y su torpeza política y social (aunque no por eso deje de ser hereje).

jueves, 9 de abril de 2020

El gesto más femenino


Desde el libro de Álvaro Custodio, hasta los más recientes títulos de Jorge Ayala Blanco, he sido lector de los críticos del cine mexicano; desde el entusiasmo acrítico de Carlos Monsiváis hasta los amargados que rechazaban todo excepto Buñuel. Y creo que he visto tanto cine como ellos, por gusto más que por obligación; y así como cito al azar frases de novelas y poemas o canciones cuando alguien me confiesa algún episodio turbio o inconfesable de su vida, también digo, casi inconscientemente, frases de alguna película; carezco de expresión corporal, entonces no imito el gesto festivo de Andrés Soler cuando pellizca la nalga de alguna extra, ni me hago el disimulado como cuando Pedro Infante pasa atrás de una fila de asistentes a una fiesta y respingan todas las mujeres (¡en una cinta de Fernando de Fuentes, él, que trata a sus personajes femeninos con tanta delicadeza!), ni menos puedo quebrar la cintura como Juan Orraca al exclamar “qué mortificación” en Me ha gustado un hombre, o como Arturo Martínez cuando exclama “de limón la never” en Quiéreme porque me muero, ni sé llorar en silencio como Sara García.
            He leído miles, quizá decenas de miles de páginas sobre cine mexicano, y otras tantas sobre otros cines, y sé cómo han cosificado a la mujer: desde la abnegada y sufrida esposa que a lo mejor días antes de morir estalla y le hace ver a su viejo todo lo que la ha maltratado, hasta la mosquita muerta a la que le sorprenden en su jugarreta para casarse con un buen partido (y lo peor de todo, sin necesidad); sé que hay apenas una variedad de papeles femeninos: la esposa que se aguanta todo, la que se arrepiente de no arrepentirse en el último momento, hasta las jovencitas desenfrenadas que tendrán que pagar con la humillación y obligar a los padres a pagar una deuda nomás por confiar en la sinceridad de un hombre; reconozco la escasa variedad de papeles de Yolanda Varela (quien sólo en una cinta, la peor de su carrera, enseñó las pantarraf, que es el primer paso a la perdición), sé que María Félix sólo tuvo una expresión facial verosímil en toda su carrera; que Dolores del Río muestra las ganas de bailar con Fred Astaire cuando debe aguantar al malencarado Pedro Armendáriz, siempre con la cursilería a flor de piel; sé que Marga López sólo es verosímil cuando se aguanta las lágrimas o cuando se arrepiente de haber dado un mal paso; sé que Rosita Arenas invita al soft-porn con su expresión coqueta, y que Rosita Quintana va a sorprender a su marido cuando le salga lo machorra.
            Todos los críticos, en especial los mexicanos, ha escrito lugares comunes sobre los personajes femeninos, pero a todos se les ha pasado el gesto más común en ellas: lo hacen maravillosamente Sara García y Prudencia Griffel; con él muestra su masoquismo Andrea Palma; es el último acto de Ema Roldán antes de rebelarse; es el gesto con que se esconde la inconformidad de Angelines Fernández; es la aceptación de Silvia Derbez de que la juventud se fue, y no lo hace Silvia Pinal porque es demasiado libre, ni siquiera cuando está dispuesta a todo con tal de divorciarse de Cruci; aunque pudiera pensarse que está reservado para las esposas que ya no son recién casadas, lo han hecho casi todas las actrices de cuando el cine era cine; lo hace incluso Pedro Infante pero pasa inadvertido; lo hace con gracia Julián Soler, y es del que se salva Joaquín Pardavé, nomás eso faltaba.
            Estoy asombrado de que no lo haga notar en ninguna de las cintas reseñadas o estudiadas por Emilio García Riera, de que se le haya pasado a Jorge Ayala Blanco, de que Monsiváis, tan fijado, no lo haya resaltado, y ni pensar en las pocas cintas mexicanas reseñadas por José de la Colina, mucho menos Francisco Sánchez y está muy lejos de haberlo observado el rebelde sin causa Luis Arrieta Erdozáin. Mucho menos lo hacen notar las mujeres, no digo críticas, cuando menos reseñistas: lo han hecho casi todas las actrices: salen inesperadamente de la cocina, requeridas por el esposo colérico a causa de un mal hijo o de una hija engañada; o cuando llega un visitante al que no esperan; cuando surge un imprevisto y debe enfrentarse al destino: secarse las manos con el delantal: ése es el auténtico gesto de sumisión, de abnegación, de resignación; lo hacen hasta las intrusas que entran a trabajar de sirvientas a casa del amante, nomás por quitarle lo coscolino y hacerle ver que la esposa seca los trastes mejor que ella; lo hacen hasta las farsantes que quieren desenmascarar y poner en aprietos a quien le hace propuestas indecorosas.
            Desde luego, y me expongo a que las lectoras me refuten y muestren que esa escena se repite en algunas novelas, no hay en la literatura, al menos para adultos, que las mujeres se sequen las manos porque vieron interrumpidos sus quehaceres, que en general se limitan a lavar los trastos después de comer.
            Las mujeres modernas, al menos las protagonistas de las novelas de Jorge Ibargüengoitia, se abstienen de esa labor meramente femenina porque son personajes de la cultura; otras, porque hubo una intrusión que impide la función de los delantales (o mandiles), que consiste en que ya no son de tela sino ahulados; por ello, ya no se secan las manos. La modernidad las alcanzó.