lunes, 29 de junio de 2009

Comienza el mito de Pedro Infante

Después de las cintas de los García vinieron dos fracasos cinematográficos de Pedro Infante, La barca de oro y Si me han de matar mañana, que no sirvieron para apuntalarlo como actor, aunque sí para reafirmar la imagen de sucesor de Jorge Negrete, al que seguía en su carrera con cierta modestia: Negrete era la máxima estrella masculina, se sabía que su voz estaba hecha para mejores metas que la interpretación de la canción vernácula, e incluso aspiraba a cantar en La Scala de Milán; Infante le iba a la zaga: mientras Negrete era el estrella de la XEW, Infante lo era de la XEB; Negrete filmaba para los mejores directores y las productoras estrella, e Infante lo hacía para el populachero Ismael Rodríguez; las cintas de Negrete se estrenaban en las salas de lujo, mientras que las de Infante se estrenaban en cines de barrios populares.
Pero en ese 1947 que empezó tan mal filmó la cinta que lo encumbró, que ayudó a que se le desencasillara de los papeles rurales, y siendo todo un sinaloense, creó el prototipo de capitalino de barriada, con el papel que le daría inmortalidad: Pepe el Toro.
La cinta fue Nosotros los pobres; el solo título evoca tragedia, desgracias y mala suerte (no sería ese papel el único con esa característica), pero en los momentos en que el personaje no está siendo aplastado por la mala fortuna, la cinta es muy divertida, con escenas deliciosas; comienza con una suerte de ballet moderno, en que ninguno de los personajes baila, pero todos se mueven con cadencia y sabor en una coreografía muy ágil, al ritmo de una canción de Pedro de Urdimalas que merecería mucho mejor suerte que “Amorcito corazón”: “Ni hablar, mujer”, que es una muletilla que repiten los personajes a lo largo de la cinta, y que la mayoría de las veces da la razón al contrincante; la canción sirve para presentar a los personajes, y casi todos dicen algún verso; allí se ve que las intenciones del director, Ismael Rodríguez en uno de sus mejores filmes, se vieron truncados por el destino; la canción, excelente, se vio derrotada por “Amorcito corazón”, aunque no fue, en ese momento, la más popular de Infante; fue beneficiada por la permanencia de la película, pero en aquellos años, y por varios más, su canción más conocida, y que estaba en todas las rocolas de la ciudad de México, era “Mañana”, de Catalina D’Erzell y Victoria Eugenia, según recuerda, con pavor, Marco Antonio Pulido. En el desfile de personajes se ve que el interpretado por Blanca Estela Pavón debería llamarse “La Romántica”, pero se impuso el menos elegante pero más afortunado de “La Chorreada”; no es el mejor de los apodos, y hasta hay desafortunados, como el de Evita Muñoz, que usó el mismo de “¡Ay, Jalisco, no te rajes!”: “Chachita”. Mucho mejores son el de Katy Jurado, “La Que Se Levanta Tarde”, que define muy bien al personaje interpretado: una prostituta; “Topillos”, “Planillas”, “La Guayaba” y “La Tostada” bastante buenos; en cambio, “La Tísica” y “La Paralítica” son obvios y vulgares.
Se decía que Infante crea el prototipo del capitalino de barriada; es un acierto, pero más de Ismael Rodríguez que de Infante: creó un prototipo, no lo retrató; se dice también que es el gran personaje de Infante, y que él y Pavón formaron la pareja ideal del cine mexicano; sin embargo, los personajes de Jurado, Carmen Montejo, Rafael Alcayde, Delia Magaña, Amelia Wilhelmy, Conchita Gentil Arcos (como una usurera urgida de placeres sexuales que se aprovecha de la ingenuidad de Pepe el Toro), Lidia Franco, tienen mucha más vida y verosimilitud que los protagonistas principales; tienen más autenticidad y están mejor interpretados; incluso la tendera que le coquetea a Pepe cuando le telefonea Montejo, pese a lo breve de su papel, muestra más vida que “La Chorreada”.
Lo mejor de todo es la actuación de los villanos; Jorge Arriaga está sensacional como el delincuente que fuerza a Infante a unirse a una banda, con el supuesto de que sólo debe dejar la puerta abierta, pero asesina a la usurera cachonda y hace que la culpa caiga sobre Torito (“yo no la mate, yo no la maté”, grita Infante tras las rejas, en una de las escenas máximas del cine mexicano); la maldad con la que realiza sus acciones, la arrogancia que muestra cuando cae a Lecumberri, y la trampa que le pone a Infante para encerrarlo en una celda, son bastante verosímiles; no importa que la cinta sea maniquea, que estén perfectamente definidos los personajes buenos y los malos: Arriaga hace que uno se crea su papel, y en cambio Infante parece tonto, más que ingenuo, al ser víctima siempre de la maldad de Arriaga. El otro villano es Miguel Inclán en una de sus dos mejores actuaciones (la otra es en María Candelaria), de las muchas que tuvo; la mirada de despiadado cuando roba el dinero que guarda Infante, ante la mirada desesperada de "La Paralítica", la saña con la que ordena que en vez de compasión hacia "Chachita" la convierta en su sirvienta, cuando Pepe va a la cárcel; el ataque de paranoia que sufre por falta de su “piloncillo”, y por el que agrede a "La Paralítica", lo hacen odioso; cada aparición suya añade tensión a la escena, ya sabe uno que va a hacer algo malo en contra del inocente Pepe el Toro. Otro villano, aunque no malvado, es Rafael Alcayde, quien también se muestra auténtico al mirar con lujuria a la, por una vez, atractiva Blanca Estela Pavón.
Infante no está mal: se le cree la ingenuidad, pero sobre todo cuando coquetea tiene mayor verosimilitud que cuando hace de mujeriego inofensivo en Los tres García; se le cree también la desesperación cuando debe acudir a la prestamista, y se le cree también la humillación de tener una hermana piruja, a la que trata con desprecio pero de quien tiene compasión; en cambio, no se le creen las escenas de hijo sacrificado. Lo menos bueno de la cinta es "Chachita", patética como hija, que no lo es; celosa de las que pretenden a Infante, y sus constantes lloriqueos le quitan vigor a la trama.
No tiene nada que ver con Infante, pero un elemento de gran picardía, y de gran eficacia narrativa son los letreros en los camiones, sobre todo, el último, que es uno de los albures clásicos y prácticamente incontestables; no viene la frase completa, pero la simple enunciación es magistral.
Nosotros los pobres, una de las cintas más exhibidas desde hace 60 años, se estrenó en el cine Colonial, muy cerca de la Merced.

Infante cerró 1947 con un comedia aceptable, dirigida por René Cardona, otra vez con Marga López: Cartas marcadas, aprovechando una excelente canción de Chucho Monge; la trama lo beneficia, porque todo ocurre alrededor de la pareja, aunque hay que destacar una excelente escena protagonizada por Infante y Armando Soto la Marina, el Chicote, cuando cantan juntos “La gallina ponedora”, con Infante haciendo gesto de arrogancia y Chicote de picardía; Marga López está en su acostumbrado papel de retobona, pero hay que destacar que la presencia de Alejandro Cianguerotti, en plan de pretendiente derrotado, añade alegría a la cinta; el mejor momento es cuando una sobreactuada López le lleva serenata a Infante, imitando, mal, las poses de Negrete en serenata; sin embargo, luce bella. René Cardona repite su papel de padre alcachofa.
La primera cinta de Infante en 1948, Los tres huastecos, es una de sus mejores, por las actuaciones excelentes, suya y de casi todos los actores secundarios; en primer lugar, María Eugenia Llamas, la Tucita, a quien casi siempre se le nota natural; Cianguerotti, de villano, está extraordinario, como casi siempre; se hace odioso cuando interrumpe una escena tensa de Infante, cuando pretende a Blanca Estela Pavón, cuando se muestra celoso, cuando está burlón en un velorio, cuando amenaza con matar a la Tucita, cuando se ve sin salida ante las autoridades; es una de las mejores actuaciones de Cianguerotti en el cine mexicano; Fernando Soto Mantequilla está maravilloso como el sacristán respondón que siempre tiene ocurrencias, que funciona como conciencia del sacerdote y del pueblo, aunque más bien destaca como pícaro entrometido; Guillermo Calles (¿el Indio?) también está muy bien como el nano de la Tucita, a la que no puede controlar; Roberto Corell, el cura que tiene hambre y una pachorrudez desesperante, y que suele decir tres veces cada frase; Conchita Gentil Arcos, quien en Nosotros los pobres aparece toda enjoyada y elegante cursi, aquí aparece como la viuda de un asesinado por el Coyote, y que de los lamentos pasa a quejarse del maltrato que le daba el muerto, en ujna excelente y divertida escena; Irma Dorantes de adolescente pícara se ve bastante atractiva, y Blanca Estela Pavón tiene tres escenas muy divertidas, como cuando descubre que se confesó ante el militar que la pretende, cuando dice una letanía para atraer enamorados, y cuando no puede hacer caminar a la burra que arrastra su carreta; doña Cándida (Paz Villegas), la santurrona metiche, está también divertida.
No es la mejor actuación de Infante porque interprete a tres personajes diferentes, sino porque hay un momento en que los tres están vestidos de la misma manera, y el espectador nunca se confunde, siempre sabe cuál es cuál, lo que habla de la eficacia que desplegó en esta muy buena cinta de Ismael Rodríguez; aquí el todo es mejor que las partes; tiene razón Emilio García Riera cuando dice que es mucho más auténtico el teniente Víctor que el sacerdote Juan de Dios, y el torvo Lorenzo, mucho más que los otros dos; aunque hay momentos flojos, hay otros muy divertidos; pero esta capacidad histriónica, esta excelente actuación de Infante, también fueron rebasadas, esta vez por la Tucita, que se roba la película, como dice García Riera.
Entre otras cosas (agilidad, gracia, naturalidad en la mayoría de las escenas –un par que no funcionan: cuando Lorenzo le dice a Juan de Dios “la Chabela, la Chabela”, que interrumpe el ritmo, y otra en la que la Tucita se vuelve para recibir instrucciones) hay algunas frases excelentes: “Pa’ qué me dejan sola si ya me conocen”; “que me den los santos olidos” de la Tucita, así como la escena que no por larga es fastidiosa en la que le pide a Infante que le lleve agua y que le rasque la espalda, y cómo juega con alimañas; o cuando Mantequilla habla de buscarle dos pies al gato sabiendo que tiene tres, o cuando dice que soliloquio le suena “a solo y loco”, y que “así me suena, así me suena, así me suena”, o el cura que pide un refrigerio “ligerito, ligerito, ligerito”.
Es una excelente película, y una de las mejores actuaciones de Infante, igualada por la mayoría del reparto y superado por María Eugenia Llamas, quien nunca repetiría su actuación, aunque trataron de obligarla en Dicen que soy mujeriego.
En la siguiente abordaremos otra de las mayores cintas de Infante, Ustedes los ricos, mejor que la película de la que es secuela. También hay que apuntar que 1948 es un excelente año no sólo para Infante, sino para casi todo el cine mexicano; además, es "ese año" en que sucede casi toda la trama de Las batallas en el desierto, la magnífica y no por legible y bella, menos complejísima novela de José Emilio Pacheco.

lunes, 22 de junio de 2009

Otra edad de la inocencia

Marginada, o relegada en los confines de la literatura elitista, Edith Wharton ha sido editada más frecuentemente en estos días que en la segunda mitad del siglo XX, y eso porque Martin Scorsese filmó La edad de la inocencia, con Michelle Pfeiffer y Winona Ryder (¿no es un abuso poner a las dos en una sola cinta?), buen remake de un filme de 1934, con Irene Dunne, realizada aún en vida de Wharton.
También hay que recordar que la entonces benemérita Alianza Editorial publicó en los setenta sus Relatos de fantasmas, uno de los escasos libros que auténticamente provocan escalofríos, al mismo tiempo que dan la razón a los otros, los que ya se han librado de este mundo (¿No es este libro una de las fuentes secretas de una de las venas más formidables de la obra de Carlos Fuentes? ¿No es ése el anhelo de Cambio de piel y de Aura, la supremacía del otro mundo por sobre éste?) y una edición que no circuló mucho en México, Huellas de pájaros, publicada en también en los setenta por Emecé.
Acaba de aparecer Ethan Frome; al parecer hubo, sin fecha precisa –pero deben ser de los setenta u ochenta—, dos ediciones anteriores, una en Buenos Aires y otra en Montesinos, en la etapa en que era tan incierta la distribución como la actual, con la ventaja entonces de que había mucho mejores librerías, y libreros que conseguían, aunque se tardaran, los libros que uno necesitaba.
La actual, Debolsillo, con traducción de Ángela Pérez, no da ni en el © el año de la traducción, pero no tiene modismos ni arcaísmos, por lo que la suponemos actual; conserva el estilo y tono neutral de Wharton, que no se compadece de sus personajes y más bien, con una lejanía cruel los expone a los males del mundo, sin advertirle lo que puede pasar si se confían al destino y a la buena fe de los otros protagonistas; no hay adjetivos, y aunque desde el principio el narrador conoce la historia del personaje principal, y el desenlace nos hace creer que va a contarnos una historia diferente, nos la relata con un manejo de la intriga y con un ritmo magistral, que sin darnos cuenta caemos en su voluntad y nos hace pensar en una tragedia, cuando en realidad es algo mucho más terrible de lo que uno se esperaba.
La historia transcurre hace casi cien años, y eso nos hace más prejuiciosos, a lo que contribuyen las fotografías de Wharton, que parece más victoriana que casi nuestra contemporánea; por ello, pensamos en otra educación sentimental, en otra moral y en otros desenfrenos, cuando las pasiones que nos relata se parecen muchísimo a las que suceden ahora, en todos los ámbitos: el deseo que desata una joven en un hombre resignado a un destino inalterable, y que lo lleva a buscar otra vida, inalcanzable para él; como es de prever, está atado a otra mujer, enferma y enfermiza, por la gratitud de haber cuidado a su madre durante su agonía. Hasta allí, parece una novela sentimental, con una joven que enaltece el anhelo de libertad, una villana malvada pero responsable de la infelicidad del protagonista, el más inocente de todos; leída de una manera esquemática, uno podría recordar a la excelente villana Amparo Rivelles en El esqueleto de la señora Morales, que tiraniza al pobre de Arturo de Córdova con las peores manías, con su vegetarianismo extremo, sus manías y su altanería; sólo que en la novela de Wharton todo parece peor de lo que es, pues ninguno de los personajes es culpable: la joven Mattie no hace nada para provocar a Ethan Frome: no le coquetea, no se le insinúa, no le enseña pierna ni escote, no lo alienta; Zeena, por su lado, lo único que le exige es que la cuide como ella cuidó a su suegra –antes incluso de que fuera su suegra. Ethan sólo sigue sus instintos: es joven pero su aspecto, su comportamiento y su futuro son los de un viejo; ¿tiene la culpa de enamorarse de una joven que lo divierte más, que le refresca el ambiente con risas sinceras y sonoras? ¿O de anhelar un mejor futuro que ser sirviente de su esposa? La tragedia, dice Alfonso Reyes, es una obra en la que todos tienen razón.
Si fuera una novela mediocre, o una película mexicana, pondría en Zeena las palabras amenazantes: ella o yo. Pero no da a elegir, simplemente exige que la corra de su casa, porque como ayudante no sólo es ineficaz, sino torpe; no importa que sea su familiar, ni le interesa qué destino tenga, carente de fortuna, de habilidad, de otros recursos que no sean su belleza física y una simpatía que parece perderse si se aleja de la compañía y el cariño de Ethan. Aun sin ser culpables, no tienen la compasión de Wharton, sino la curiosidad del lector: ¿cuál fue la tragedia que envejeció más aún a Ethan Frome, que lo redujo a la condición de un hombre sin voluntad, resignado a los pocos trabajos que le dan un ingreso mediano, y a perder la oportunidad de recuperar lo que ha ido perdiendo: la dignidad, la limpieza, el orden de su casa; los terrenos que ha ido cediendo; la fuerza que le daba mejores ingresos y que mantenían su decoro y el de su casa? Por intervención de un narrador sabemos que tuvo un accidente que lo dejó baldado de cuerpo y alma, lo cual parecería castigo por dejarse llevar por el deseo; sólo que no hay que confundir: su deseo no es carnal, sino de libertad. Y como en sus otras novelas, Wharton hace un retrato muy cruel del mundo, de la religión, de la moral, que impide que se tuerza el destino; pero su crítica, si lo es, no va encaminada a juzgar, premiar o castigar: lo suyo no es un castigo, es una advertencia; y como en sus otras novelas, los peores personajes son los femeninos, no porque los hombres estén libres de culpas (si Ethan es un hombre bueno no es porque tenga virtudes sino porque desconoce la maldad o la naturaleza del deseo), sino porque no aceptan la competencia ni menos aún la derrota: si Zeena exagera sus males no es por provocar lástima, sino por sacar ventaja de la situación; si Ethan decide abandonarla para irse con Mattie lo hace con todos los resentimientos, con la conciencia negra, y dejando su escasa fortuna en manos de Zeena, así tenga que recomenzar de la nada su vida; si Mattie rompe los objetos más preciados de Zeena no es por inocencia, aunque así lo haga aparecer. Y en una lucha de dos mujeres, así sea en condiciones de desigualdad, aunque no de iniquidad, la única víctima posible es el hombre, que sufrirá el peor de los castigos a su osadía de desear una vida distinta: vivir con ambas.
Como en muchas de las novelas de sus contemporáneos más renombrados que ella (El buen soldado, de Ford Maddox Ford; Howard’s End, de E.M. Forster) o por las de su maestro y amigo Henry James (Daisy Miller), la inocencia no es tal, ni menos la ingenuidad, y a veces es un arma inigualable, aunque incluso los personajes no sepan que la poseen, ni son tan conscientes de la maldad de la que son capaces, y los verdaderamente ingenuos son víctimas sin redención, y además deben cargar con las culpas de todos.
Ethan Frome no es una novela de amor, aunque lo parezca; como en La edad de la inocencia, es una novela sobre la naturaleza humana, es decir, de la maldad.
Sólo hay que apuntar que la traducción es correcta, conserva la aparente frialdad de Wharton y no exagera en los madrileñismos, aparte de que la edición carece de graves errores y de erratas.
(Como siempre, Salvador González me señala erratas, que cometo por todos lados: la novela de Hornby es Alta fidelidad, no infidelidad. Nunca termino de agradecerle sus observaciones.)

lunes, 15 de junio de 2009

"Es mejor contarlo que vivirlo"

Cuando se hacen recuentos de los mejores escritores, siempre se olvidan algunos nombres, de una manera injusta; se cae en la trampa de mencionar a los famosos, y quienes pecan de discretos son omitidos en esas listas, hasta que por algún azar, por algún resorte involuntario, saltan nombres, rostros, libros, y reconocemos nuestra imperdonable negligencia, por no hacer un esfuerzo y recordar lo que nos han legado.
Es lo que sucede con Isabel Fraire, de quien recordamos dos libros excelentes: Sólo esta luz y Poemas en el regazo de la muerte, más un pequeño poemario dedicado a Alaíde Foppa. Pero al recordar a las mejores poetisas hablamos de Rosario Castellanos, de Coral Bracho, de la también poco reconocida Kyra Galván, pero no se habla de Fraire.
Escondido por los rincones de la librería Rosario Castellanos, me topo con un libro que creí novedad, Kaleidoscopio insomne. Poesía reunida de Isabel Fraire, del Fondo de Cultura Económica. Resulta que es de marzo de 2004. ¿Negligencia mía, o producto del caótico orden que reina en esa librería? El desasosiego de haberme perdido este volumen durante cinco años sólo lo apaciguo leyéndolo sin pausa, hipnotizado, casi dos veces seguidas.
No está incluida más que en pocas antologías: en Poesía en movimiento, pero no en Poesía Mexicana del siglo XX, de Carlos Monsiváis, ni en la muy selectiva Ómnibus de poesía mexicana, de Gabriel Zaid, ni en Dos siglos de poesía mexicana, de Juan Domingo Argüelles; en cambio, Zaid le dedica tres páginas entusiastas en Leer poesía, al comentar Sólo esta luz. En el Diccionario de Escritores Mexicanos hay apenas unas cuantas referencias, casi todas reseñas informativas a la aparición de alguno de sus libros; en cambio, recoge un número alto de notas y ensayos breves que publicó en Sábado y en otros suplementos.
¿Injusticia del medio literario, o discreción de la escritora? Esa discreción produce ya un error en la edición del FCE: en la contraportada se afirma que nació en la ciudad de México, al igual que en Poesía en movimiento (pero hay que recordar las inexactitudes que señaló Zaid), mientras que en el Diccionario de Escritores la dan como nativa de Monterrey, lo que hace verosímil el hecho de sus constantes colaboraciones en Kátharsis, “ revista literaria independiente publicada en Monterrey, Nuevo León. Años 1-6, 22 números (1955-1960). Responsables: Hugo Padilla (octubre de 1955-marzó de 1956); Hugo Padilla y Homero Garza (abril-septiembre de 1956); Jorge Cantú de la Garza (octubre de 1956-enero de 1957; José Ángel Rendón (octubre de 1957-octubre de 1958); Salomón González Almazán (mayo de 1960).”
Esta revista publicó, en el número 18, de marzo de 1958, la Fábula de Narciso y Ariadna, de Zaid, y en el número 20, de octubre de ese mismo año, 15 poemas de Isabel Fraire; en números anteriores había publicado otros poemas, que forman parte de la sección Primeros Poemas, en Kaleidoscopio. También se le puede recordar en la nómina de colaboradores de la Revista Mexicana de Literatura; rescoldos de esa época son los muchos poemas dedicados a Juan García Ponce y a Juan Vicente Melo.
En el Prólogo de Poesía en movimiento, Paz dice que la poesía de Fraire “es un continuo volar de imágenes que se disipan, reaparecen y vuelven a desaparecer. No imágenes en el aire: imágenes de aire. Su claridad es la diafanidad de la atmósfera en la altura, no la ensimismada del Lago.” (Sin cambios, las repite en el tomo IV de sus Obras Completas, págs. 132-133.)
Como casi toda la poesía, la de Isabel Fraire es inclasificable, inencasillable, etérea; sin embargo, deja muy honda la impresión de los sentimientos expresados o, mejor, esbozados; si se lee a saltos, parece lógica su evolución, pero de principio a fin hay un camino doloroso, pesimista; si los primeros son sensaciones, intentos de atrapar momentos, definiciones del amor, después hay preguntas, respuestas, confusión ante el mundo convulso, anhelo de que sea derrotada la violencia y de que triunfe la esperanza, así sea mediante un trance violento; a ratos hay desolación, y finalmente el azoro ante el mundo cambiante, inasible.
Pero asombra la lucidez, que sirve no para responder sino para interrogar; las afirmaciones son desesperanzadoras, y en cambio las preguntas son optimistas, aun en los poemas en que se contempla un pasado elusivo o un presente sin consuelo.
Asombra también que una poesía hecha de sensaciones, las más de las veces fugaces, haga retratos tan perfectos de ciudades, de momentos, de hechos; pocas veces se hace tan presente el erotismo con tan pocas palabras, nunca concretas. Y asombra también la reacción del lector, quien se encuentra ante una obra que no habla de momentos felices (cuando más, una felicidad que se sabe momentánea) y a ratos dolorosa (como la confesión de que, al contrario de quien encuentra la felicidad con muchas mujeres, la narradora afirma que lo ha perdido con muchos hombres), uno cierre el libro con una sonrisa de satisfacción, aunque con la certeza de que está muy lejos de haberse encontrado con las respuestas a las preguntas hechas por Fraire.
Hay un ritmo fluido pese a que, como dice Zaid, parece una poesía sin ilación; como en pocos autores de verso libre, Fraire encuentra una acentuación perfecta, tanto, que uno intuye que las sensaciones son descritas, no narradas, pero eso sucede cuando ya se cayó en la trampa, y le ha dado la razón: así es el amor, así la esperanza, así la soledad.
Como la buena poesía del siglo XX, la de Fraire usa un lenguaje coloquial y los asuntos (no los temas) que trata son cotidianos, comunes a la gente, al menos la gente como Fraire: alerta, a la caza de algo intangible que hace que se perciban las cosas de manera diferente, pero que las sensaciones no son tales si no pueden expresarse con palabras, aunque sea poco expresivas, más que cuando eluden los hechos y sólo los insinúan. De pronto parece que uno encuentra la clave, cuando afirma que “a veces es mejor contarlo que vivirlo”, pero pocas páginas después parece que hay otra clave, cuando la narradora se imagina que si Dios existe es un ser irónico. ¿Así que todo se tata de ironía?, uno piensa, y se queda más desorientado aún, sobre todo cuando confiesa que ya no intenta descifrar ningún enigma, y concluye el libro con más y más preguntas. Y con confesiones a medias, porque parece también rehuir la poesía autobiográfica, y que sólo nos permite imaginar…
Como con todo gran poeta, la lectura de la obra de Isabel Fraire deja muchas satisfacciones literarias, y ahonda nuestra certeza de soledad, de que la vida, como la música, es intangible, pero necesaria. Sólo queda preguntar por qué no se incluyeron sus versiones de poesía inglesa; ¿será para no revelarnos sus fuentes? No es necesario: al terminar de leerla queda la sensación de que debemos atender su invitación de leer a William Carlos Williams, aunque no se parezcan mucho.

lunes, 8 de junio de 2009

El mito de Pedro Infante / II

El encuentro entre Ismael Rodríguez y Pedro Infante es determinante para ambos, sobre todo para el actor; Héctor de Mauleón asegura que los papeles de enamorado, desmadroso, vacilador, tierno hasta la cursilería de los mejores papeles de Infante en realidad eran el rostro oculto de Rodríguez; Infante encontró quien lo dirigiera con soltura, le permitiera desbordarse pero que lo contuviera, y le diera preferencia en todas las situaciones. En Mexicanos al grito de guerra y en Escándalo de estrellas parece haber guiños, Infante actúa como si no creyera la trama, pero que era un juego en el que se divertía y salía ganando en presencia; así, su simpatía natural ocultaba algunos tics, o los exageraba, y así no se veían deficiencias en la interpretación de los personajes; sólo que hay un problema: sabemos que observamos a Infante, no al personaje que interpreta.
(Un paréntesis obligado; fue el extraordinario novelista español Otaola quien presentó a Infante con los hermanos Rodríguez; las historias lo han olvidado, injustamente, así como sus libros.)
Así, en Cuando lloran los valientes, aun cuando no era todavía el ídolo de la pantalla que llegó a ser pocos años, quizá meses después, Agapito Treviño no es el bandido generoso, rebelde por las injusticias que han sufrido él, su familia y su pueblo, sino Pedro Infante conquistando a una inverosímil Blanca Estela Pavón, quien para mostrar su ingenuidad, camina con pasitos cortos y rápidos, como los haría Infante en Tizoc y, peor aún, Titina y Pepito Romay en El tesoro del indito (sólo que Titina Romay, más cerca de la juventud que de la niñez, muestra piernas atractivas, que Pavón oculta); la escena más recordada de la película es una en que, en una gran comilona, regañan a Chicote porque siempre habla en diminutivo; amoscado, cuando le preguntan si no quiere comer más contesta un previsible “no don Agapo, es que ya no tengo apeto”; como siempre en sus duelos con Infante, Víctor Manuel Mendoza sale mejor parado, más verosímil en su papel de engreido y altanero, y que al final se muestra indigno y cobarde; el final, con Infante cargando el cadáver de Pavón, remeda el final de El peñón de las ánimas, con René Cardona cargando a María Félix. La cinta está sobreactuada, es maniquea, pero emotiva, y representa el franco ascenso de Infante, ya con primer crédito; entre los actores “de reparto” se cuentan algunos excelentes, como Manuel Dondé, Agustín Isunza, Mimí Derba; en los últimos créditos se encuentran algunos que poco antes habían sido estrellas, como Irma Torres y Ramón Peón.
Si me han de matar mañana, 1946, está dirigida por Miguel Zacarías, e Infante, aunque tiene el primer crédito, lo comparte con Sofía Álvarez, sobreactuada, René Cardona, repitiendo su papel de villano simpático, Nelly Montiel de villana sensual, el Chicote como escudero (por cierto, en Viva mi desgracia el escudero es Florencio Castelló, como me hizo notar José de la Colina), y una pareja de villanos extraordinaria, Miguel Inclán y Alfonso Bedolla, que dan un baño de actuación a los actores principales; no es de las mejores actuaciones de Infante, quien se ve incluso superado por Álvarez, muy exagerada en su papel de machorra, o de mujer mimada y llena de tics y mohínes; el peor momento de la cinta es cuando Infante y Álvarez entablan un duelo de coplas de retache.
La siguiente cinta de Infante es una de sus más celebradas: Los tres García; Ismael Rodríguez hizo un buen equipo con Carlos Orellana y Fernando Méndez como argumentistas, y la adapatación fue de Rodríguez, Rogelio González, Pedro de Urdimalas y Elvira de la Mora; por ahí se explica el buen sabor popular en el lenguaje, los giros idiomáticos, buenos juegos de palabra, y fluidez en los diálogos, más un montón de chistes semiprivados. Tiene muchas cualidades: los personajes están bien definidos, no tienen grandes caídas, Sara García está muy bien, aunque exagera cuando suplanta a Marga López en una serenata, y cuando llora al conseguir que los tres protagonistas peleen a puñetazos y no a balazos; Marga López está natural, como muy pocas veces; Clifford Carr está muy agradable, excepto cuando declara su admiración por los García; entre los tres primos, Abel Salazar es el menos natural porque le toca un personaje lloricón, lamentable, pero hace buenos chistes; por ejemplo, los libros que lee, ahora catalogados de misóginos, y cuyo autor es Raúl Rodríguez, seguramente miembro de la familia; su fantasía de cómo conquista a Marga López es la mejor; cantando es el menos bueno; Víctor Manuel Mendoza es quien mejor actúa de los tres primos, y está verosímil en su papel de rico engreido; su fantasía es mala, pero está muy natural cuando se declara autor del “Nocturno” de Manuel Acuña; Infante es simpático porque es el papel que le toca, pero se le cree cuando exclama “váaaaalgame Dios” cuando atisba las piernas de una mujer que se levanta la falda para acomodarse una media; su fantasía es la peor, pero hace el mejor chiste, cuando, al momento en que los tres le envían una carta a Marga López, él agrega una posdata: “perdona ma mala ortografía, pero es que tengo la mano lastimada”. Los actores de cuadro están sensacionales: Mantequilla, sobrio, simpático, robando cámara aunque siempre natural; Antonio R. Fraustro, excelente aunque aparezca poco; Carlos Orellana está más contenido que en otras ocasiones, pero quienes se llevan la cinta son los López: Luis Enrique Cubillan, José Muñoz y Manuel Roche, quienes declaran con convicción que ahora sí matarán a los García, “con el favor de Dios”; villanos religiosos y fanáticos, no infunden miedo y sí acarrean simpatía cuando roban un santo para llevarlo de una iglesia a otra, como manda; hay una enorme falla en el argumento, pues cuando declaran que deben dejar libres a los García porque hay incluso una recompensa por entregar vivos o muertos a los López, sin embargo entamban a Mantequilla y ni siquiera Infante, quien es su patrón, intercede por él; tal vez es desquite porque en la fiesta a la abuela ridiculiza a los tres héroes y le quita solemnidad y cursilería a la escena; el peor de los momentos es cuando simulan que torean: es totalmente increíble.
Como algunas de las cintas de Infante, ésta tuvo su secuela: Vuelven los García; el argumento ahora está acreditado sólo a Rogelio González, y la adaptación al director Ismael Rodríguez, Carlos Orellana, Pedro de Urdimalas y Carlos González; a cambio, Rogelio González se lleva la película como el heredero de los López: sobrio, verosímil, con buena dicción; se le cree cuando lamenta haber herido al cura Orellana; el argumento es fallido, la trama pierde la gracia de la cinta anterior, y todo es lloriqueo, y el más exagerado es Infante, quien aquí, más que en la anterior (“abuelita, cásate conmigo”) se muestra incestuoso, impotente ante otras mujeres a las que desprecia y se da el lujo de tirarlas al suelo; una escena estremecedora, no por los logros cinematográficos, sino por lo que representa, es al final, cuando salen de la iglesia, casados, Salazar y López, y Mendoza con Blanca Estela Pavón, y al frente salen los fallecidos Sara García y Pedro Infante, como pareja.
Estas dos cintas, entre las más exitosas de Infante, fueron estrenadas en el cine Colonial, por el rumbo de la Merced (cobraba 2.50 pesos el boleto), muy lejos del público que ahora lo reverencia, y característico del que lo hizo ídolo en esos años.
Empezó 1947 filmando una de las peores muestras de su filmografía: La barca de oro, en donde volvió a alternar con Sofía Álvarez, otra vez con René Cardona, con Nelly Montiel, y vuelve a tratarse de la doma de la bravía, o cómo domesticar a una retobona; la trama es mínima, y contiene una escena lamentable: Álvarez e Infante obligan al otro, a punta de pistola, a cantar unos versos de la canción de Esperón y Cortázar (éste, autor del argumento), “La barca de oro”, y la cantan temblando, mostrando miedo; no sólo es lamentable: da pena ajena. El director, Joaquín Pardavé, era muy capaz de pasar de lo sublime a lo ridículo sin mayor esfuerzo. Sólo hay que resaltar que el personaje de Sofía Álvarez se llama Chabela Vargas, como la cantante que unos años después se convertiría en ídolo de un sector elitista, que la idolatraron precisamente por no serlo.
Simultáneamente, el mismo equipo filmó Soy charro de Rancho Grande; la única diferencia es que en ésta aparece la estadounidense Joan Page; en ambas aparece en papeles mínimos Lilia Prado, que después haría buenas cintas con Infante. Lo mismo, Pardavé e Infante debieron esperar unos años para hacer mancuerna excelente en El mil amores.
Hasta lo que se ha revisado, nada hay que pueda confirmar que Infante sea el mejor actor del cine mexicano, aunque en la saga de los García haya mostrado cualidades.

lunes, 1 de junio de 2009

Aunque no quieras tú ni quiera yo

La primera vez fue cuando Eric Clapton estaba en Yardbirds, molesto porque el conjunto cada vez tenía más éxito con piezas de rock y a él le hubiera gustado que siguieran tocando blues (de hecho, ya coqueteaba con John Mayall), y Steve Winwood sobresalía en Spencer Davis Group como cantante, requinto y en teclados, y andaba buscando compañeros más afines para un nuevo conjunto.
Se unieron con Paul Jones, Ben Palmer, Jack Bruce y Pete York (éste, de Spencer Davis) para hacer Powerhouse, y grabaron tres canciones, que se incluyeron en un álbum misceláneo, What´s Shakin (Electra, 7559-61343-2): “I want to know”, “Crossroader” y “Stepping out”. Aunque las piezas están recogidas tanto en antologías de Clapton como de Winwood, el disco no es muy conocido.
La segunda vez fue cuando Clapton estaba separándose de Cream y Winwood de Traffic; los antecedentes están antologados en Eric Clapton, de John Pidgeon (edición en español en Júcar, col. Los Juglares), que reproducen declaraciones de ambos publicadas en diferentes revistas, sobre todo Rolling Stone; y es que había una predeterminación; cuenta Chris Welch (Steve Winwood) que cuando Muff Winwood invitó a su casa al joven estrella Eric Clapton, su hermano pequeño Steve (casi ocho años menor) le hizo ver algunos errores en su manera de pulsar la guitarra; desde entonces tenían ganas de tocar juntos. Después de mucho pensarlo formaron Blind Faith, uno de los primeros conjuntos en recibir el nombre de superbanda, y en la que promotores, productores y público tenían fe ciega; pero el carácter wishy-washy de Clapton cedió ante las presiones de Ginger Baker, baterista de Cream, para que le dieran chamba (“yo hubiera preferido a un baterista más creativo, como Capaldi”, dijo después), y luego, ante la imposibilidad de prescindir de un bajista, llamaron a Rick Grech; grabaron un disco excelente, pero del que dijeron los críticos que cómo era posible que Clapton le cediera la primacía a Winwood, quien no sólo escribió la mayoría de las piezas, sino que las cantó todas, y toca el requinto, piano y órgano. Eso hubiera sido lo de menos, sino que en los conciertos Winwood era el que se lucía, Clapton estaba casi reducido al acompañamiento (que no es menor, pero no se luce tanto) y además estaba en su época a favor del anonimato, por lo que estaba más a gusto tocando con el conjunto que abría los conciertos, el ahora mítico Delaney and Bonnie and Friends (friends que a veces eran Dave Mason, George Harrison, Joe Cocker, Leon Russell, Rita Coolidge); no es que le hayan dicho “si los prefieres a ellos por qué no nos dejas”, pero Blind Faith terminó los conciertos comprometidos un tanto a la fuerza (se nota en los discos pirata y en el video aparecido recientemente), desganados: Winwood se puso a trabajar en su primer disco solista que se convirtió en el mejor de Traffic, John Barleycorn must die, y Clapton se llevó a varios de los friends (Bobby Whitlock, Carl Radle y Jim Gordon) para hacer Derek and the Dominos, con los que grabó un solo disco, doble, que fue el que causó el triángulo Clapton-Harrison-Pattie Boyd; en uno de los conciertos el anuncio fue “y ahora con ustedes Eric Clapton y su conjunto”, y entonces salió Clapton para decir “ese señor no vino, en su lugar van a tocar Derek and the Dominos”. Como invitado muy importante estuvo Duane Allaman, pero no en el disco del concierto, sustituido por el casi superestrella Dave Mason.
El affaire con la novia de su mejor amigo provocó, ya lo sabemos, su caída en las drogas, su aislamiento, su terror a las apariciones, hasta que Pete Townshend decidió echarle una mano, llevó a las esposas de los amigos, limpiaron la casa, rescataron las guitarras que había ido vendiendo para sobrevivir, recogieron los cheques que estaban sin abrir, lo metieron a una cura salvaje, y como parte del tratamiento hicieron un concierto con un conjunto excelente: a ellos dos se unieron Ronnie Wood (que después le pedalearía la bicicleta), Rick Grech, Jim Capaldi, Rebop Bah, Jin Karstein, y el propio Steve Winwood. El conjunto se llamó Eric Clapton and the Palpitations; cuenta Roy Coleman (Survivor) que el tiránico Townshend se molestaba cuando Winwood llegaba tarde a los ensayos, porque Clapton se negaba a empezar si no llegaba “Stevie”; finalmente hicieron el concierto, y Winwood, que estaba con puros contlapaches (Capaldi, Grech, Rebop) se lució tocando, cantando y arrebatándole la guitarra solista a Clapton en una pieza favorita de éste: “Pearly Queen”. Apareció un disco con unas cuantas piezas, muy mediano; muchos años después apareció casi todo el concierto, sin los reprise ni encores, pero excelente: Rainbow concert.
Años más tarde, ya en los ochenta, se volvieron a juntar para un concierto en beneficio de Ronnie Lane, de Small Faces y de Faces, aquejado de aterosclerosis; el conjunto lo integraron Capton, Winwood, Chris Stainton, Billy Wyman, Charlie Watts y Ray Cooper; unas cuantas piezas de Clapton, con Winwood tocando órgano; unas cuantas piezas de Winwood con Clapton en la guitarra rítmica, y al final, un ensamble con otros músicos, entre ellos Jeff Beck y Jimmi Page, para tocar la clásica “Layla”.
(Hubo otra colaboración en los años sesenta: un homenaje a Howlin’ Wolf, The London Session, con Wyman, Watts, Ringo Starr y otros, pero las colaboraciones de Winwood fueron grabadas posteriormente, porque cuando se juntaron en el estudio Steve andaba de gira en Estados Unidos; un par de semanas más tarde grabó sus intervenciones.)
Hubo alguna colaboración en discos de otros; con Leon Russell, en “Love Comes to Everyone”, de George Harrison, que Clapton recogió en Back Home; ambos tocaron en Christine McVie, pero no coincidieron en ninguna canción; por último, en el disco más reciente de Winwood tocaron juntos (Winwood con guitarra y su ahora inseparable Hamond B3) en “Dirty City".

Hace unos meses, menos de dos años, Clapton organizó su festival de guitarristas casi anual; invitó a Winwood, y cuando lo presentó no sólo lo cubrió de elogios, sino que dijo que no sabía por qué no lo había invitado al primer festival, pues es un guitarrista al que admira mucho, y tocaron juntos varias piezas de Blind Faith; agregó que le gustaría volver a tocar con él; Winwood le agarró la palabra, y al finalizar la grabación de Nine Lives organizaron una serie de tres conciertos en el Madison Square Garden, en febrero de 2008; algunas de las piezas se pudieron escuchar en You Tube, hasta que el agente de Clapton lo prohibió, porque estaba próxima la aparición del disco y del video; lo ofrecieron en preventa en las páginas oficiales de ambos, pero algo sucedió que se congelaban; finalmente, conmemorando –casi— los 61 años de Winwood salieron a la venta; en México, por desgracia sólo trajeron unos cuantos ejemplares del disco, no del video, creo, porque las tiendas grandes ya están más enfocadas en Luis Miguel y en Rebeldes que en la música.

El disco, doble, presenta un chorro de canciones; seguramente hicieron el truco de siempre: “vamos a tocar piezas que todos conocemos para no ensayar mucho”; así grabó Clapton el disco de Toronto, de Lennon: sin ensayar, puras piezas conocidas; de cualquier manera, excelente. El Clapton-Winwood recoge todo el primer lado de Blind Faith; más algunas piezas de Traffic, una de Winwood y lo demás de Clapton y homenajes; por ejemplo, están “Changes”, de Buddy Miles; “Little Wing” y “Voodoo Chile”, de Jimi Hendrix, casi al pie de la letra, sólo faltan algunas de las respuestas de Winwood a la guitarra; a falta de “Sea of joy” incluyen “Sleeping in the Ground”, que tocaban en los conciertos de Blind Faith y hasta está en el disco De Luxe, pero que no les salía muy bien. El conjunto lo forman músicos de Clapton (lo mismo le hizo a Harrison en George Harrison / Live in Japan, donde el único que no es del conjunto de Clapton es Harrison.
Si los críticos protestaban porque Winwood le arrebataba el requinto en todas piezas, ahora cede demasiado; por ejemplo, en “Well all right” el piano, esencial en Blind Faith, ahora pasa a segundo plano, mientras que la guitarra se convierte en solista tocando las notas del piano; aunque sean los mismos compases, la pieza es diferente; y sería lamentable, si no fuera porque Clapton toca de maravilla; también en “Presence of the Lord” Steve se hace a un lado y deja que el wah wah se lleve toda la pieza, e incluso cantando deja que Clapton lleve la primera, y cuando cantan en canon permite que le arrebate la primera; Clapton sabe mucho y no abusa, porque no puede, ni quiere, competir con el tenor Winwood, que apenas ha perdido un poco de frescura en cuarenta años (si comparamos, por ejemplo, los discos de hace 15 años de Joaquín Sabina y sus más recientes, se escuchará no sólo el deterioro del español, sino la magnificencia de Winwood).
Como es obvio, lo que resalta en el disco son los duelos, o mejor, los diálogos entre ambos, ya sea los dos con guitarra, o Clapton a la guitarra y Winwood al piano o al órgano. Incluso hay una pieza, “Tell the truth” (¿a poco no recuerdan los rocanroleros, cuando tiembla, uno de sus versos: “the whole world is shakin’ now, can you feel it”?); ésta sería una quinta versión: en Layla and other assorted love songs, donde el duelo es con Allman; en Derek and the Dominos in Concert, en duelo con Dave Mason; en un disco sencillo recogido en History of Eric Clapton, en duelo con George Harrrison (excelente), otra en Rainbow Concert, donde alternan Ronnie Wood, Pete Townshend y Clapton; en ésta, donde pudieran competir con guitarra, Winwood alterna los teclados con Stainton, y el resultado es impresionante. Ambos están en plan de virtuosos, Clapton canta con muchas ganas, y Winwood pone más entusiasmo que en alguno de sus discos solistas.
No cabe duda que se divirtieron en esos tres conciertos; ambos son sesentones, o sexagenarios, pero están tocando muy bien, hacen juegos malabares, improvisan sin salirse del esquema de las canciones, y contagian su pasión, pero se comportan de manera ecuánime, y aunque son canciones de hace cuarenta años, o más, no las interpretan en plan melancólico.

(Hace unas semanas, cuando había más terror por la gripe “humana”, falleció Ricardo Anguia, el excelente pintor –Anguiano, era su apellido, pero lo recortó para que no lo relacionaran con Armando y Raúl—; sé que es vanidoso decirlo, pero en artes plásticas, él y Eduardo Ugarte hicieron lo que intenté hacer en la narrativa, y Ricardo interpretó como pocos lo que aventuré en Tú, por ejemplo; me entero también que Giorgio De’Angeli acaba de fallecer; fue el fundador y director de La Onda, que comenzó con Cuauhtémoc Zúñiga, Abel Ramos y yo; trabajé con él de 1973 a 1974, y de 1978 a 1980, ya con Manuel Gutiérrez; Manuel y Cuauhtémoc ya tampoco están; colaboré con De’Angeli en otras empresas menos duraderas, pero igualmente entusiastas, y discutimos muchas veces sobre comida, ortografía, gramática, historia, música y política; además de La Onda trajo a México desde su Argentina otros conceptos editoriales que pusieron en práctica en Novedades; a últimas fechas se dedicó a la gastronomía y un restaurante allá por Taxqueña. Al ver su esquela me llegaron muchos recuerdos, la mayoría felices.)