jueves, 21 de marzo de 2013

Sigamos hablando de música, de mujeres de Donen y de las de Thuerber

Una de las características más graves de mi generación es que no se ha dado cuenta de nuestro envejecimiento, pero El Fonógrafo nos lo hace ver de una manera cruel, despiadada, al programar como la música ligada a nuestro recuerdo las canciones que en la niñez o la adolescencia nos servían como bandera contra los vetarros que la calificaban como música infernal, pues para nosotros era un dulce canto que nos hacía soñar. Todavía hace pocos años lo que programaban eran las canciones de los tríos o los solistas que, con mucha malicia, caricaturizaba Luis de Alba como Juan Penas; es cierto, si eran canciones de nuestra niñez y primera adolescencia, ya tienen más de 50 años, pero es antinatural que las transmitan junto a las de Los Cuates Castilla, María Elena Sandoval, David Lamas, Pedro Vargas, Manolita Saval, Eva Garza (los tríos fueron antes que los rocanroleros, pero no mucho: Los Tecolines y Los Tres Reyes se fundaron a mediados de los cincuenta y su época de mayor popularidad fue en los sesenta, casi al mismo tiempo que Los Rebeldes del Rock, Los Teen Tops, Los Locos del Ritmo, Los Crazy Boys, y duraron más que ellos. Oír “no es necesario que cuando tú pases me digas adiós” junto a “Yo no soy un rebelde sin causa ni tampoco un desenfrenado” es juntar dos mundos que nada tienen en común. A ratos, El Fonógrafo transmite las mismas canciones durante toda la semana, y casi en el mismo orden; varía un poco en programas de complacencia, pero en ésos molesta escuchar a los locutores coquetear con las radioescuchas, y es incómodo cuando la gente confiesa que piden una canción específica para recordar a su difunto esposo o a su muy querida esposa que ya no está en este mundo. Entonces cambio a Radio Universal; no hay muchas opciones para escuchar rock en la radio mexicana; desaparecida Rock 101, uno debe resignarse a unas cuantas estaciones blandengues, sin estructura. Radio Universal sí tiene una línea, una programación específica, aunque limitada a lo que ellos llaman clásicos, a un programa de rock de los ochenta, y dos horas diarias que ellos afirman dedicadas a los Beatles. En El Fonógrafo y en Radio Universal transmiten a diario dos mujeres; por el tipo de comentarios, por los chistes, por la voz, uno creería que es la misma, pero como sus programas son simultáneos, lo más probable es que sean dos diferentes; en ambas estaciones ellas aportan frescura y candidez, pero no experiencia ni muchos conocimientos. Radio Universal también tienen el descaro de programar a diario las mismas canciones y en el mismo orden; peor, parece que tienen una sola pieza de Rod Stewart, de Electric Light Orchestra, Roy Orbison, Heart (con la desventaja de que no pueden poner fotografías de las hermanas Wilson), Cat Stevens, y de casi todos los cantantes que tienen en su discoteca; varía un poco cuando hacen su concurso face to face, pero sólo un poco. La transmisión de las piezas es de buena calidad, se distinguen los instrumentos, y se escuchan con claridad los solos; lo malo es que ponen muy pocas piezas que lo valen: el solo de Eddie van Halen en “Beat it”, de Michael Jackson, pero muy pocas veces a Clapton, como solista o con alguno de los conjuntos en los que militó (Yardbirs, Blues Breaker, Cream, Blind Faith, Powerhouse, Derek and the Dominos, mucho menos Rooster o Palpitations), rara vez a Jimi Hendrix, no se escucha a Led Zepelin, y rara vez a Traffic. La programación no tiene una lógica, no hay secuencia de tiempos, de géneros, similitud de cantantes o de conjuntos o de compositores, no hay orden, excepto en la hora de los Beatles, pero tampoco mucha; los Beatles editaron trece discos, más algunas recopilaciones oficiales; difiere la discografía inglesa (y australiana, de mejor sonido) de la estadounidense, y hay algunos discos en vivo (de calidad menor, por el sonido) y algunas antologías, más lanzamientos de versiones desconocidas en seis discos que oficializaron los discos pirata, y otro de intervenciones radiofónicas; con mucho menos discos que los Kinks, el programa lleva más de 20 años transmitiéndose; ¿cómo le hacen? A partir de Help!, los discos de los Beatles tienen una estructura y una trama, aunque no sean como Tommy, Quadrophenia, Evita, Schoolboys in Disgrace, Arthur or the Decline and Fall of the Brtitish Empire o Part I Lola Versus and the Moneygoround, pero la secuencia de las canciones tiene una lógica que, al programarlas en un orden diferente, se distorsiona su intención y su estructura; a veces hacen una programación temática, pero no es lo mismo "She Loves You" que "All You Need is Love" (la primera no es inocente, pero mucho menos comprometida que la segunda); además, no transmiten sólo canciones de Beatles, sino de ellos como solistas, sin tomar en cuenta que aunque sean las mismas personas, no son los mismos artistas; en los discos de Lennon, excepto una que otra broma, su música es completamente distinta, tiene otra intención, otra estructura, otros motivos, otro origen; su segundo disco con la Plastic Onno Band es contra sus discos en Beatles, reniega de ellos; el tercero, Imagine, tiene una pieza violentísima contra Paul McCartney, su compañero y coautor de un puñado de piezas, aunque firmaron juntos todas las que hicieron uno u otro. Es cierto que McCartney nunca superó el síndrome de separación y engaña a sus forofos tocando canciones de Beatles más de la mitad de sus conciertos; es cierto que Ringo revive alguna de sus pocos éxitos con Beatles, pero también que ha hecho una carrera sólida (sólo eso) como solista, y que lo más que se acercó Harrison como solista fue como homenaje a cuando fue beatle, por lo que no es justificado que lo sigan encasillando. Lennon sobrevivió diez años al rompimiento del conjunto, pero Harrison poco más de 30 años, y McCartney y Starkey, 44 años, en los que no han interrumpido más que brevemente sus carreras, y Radio Universal sigue tratándolos como si el grupo aún existiera. La estación acusa una ignorancia brutal del inglés, idioma predominante en el rock (con escasísimas excepciones); entonces traducen de una manera muy divertida los títulos de las canciones: ya señalé que “Every day with you, girl” la traducen como “Todo el día con tu chica”, pero hay más ejemplos: “Love hurts”, el amor hiere, la traducen como “Herida de amor”; “Every Little Thing”, como “cada pequeña cosa” en vez de “Cada monada tuya”; pacatos, a “Happy Together”, “Come Together” y “All Together Now” le quitan la referencia al orgasmo simultáneo y las dejan como “Juntos y felices”, “Vengan juntos” y “Todos juntos ya”. Si eso, que es fácil, lo traducen mal, ¿cómo podrían explicar el rock, así sea el ingenuo y sencillo de los cincuenta a los ochenta? No hacen referencia a las muy notorias influencias de Beethoven (en por lo menos dos canciones), Tchaikovsky, Schumman, Mahler, en Beatles; José Agustín recalcó la influencia de Varèse en Frank Zappa, y se repite casi sin pensarla, pero no advierten la influencia decisiva de Ravel y Debussy, cuando menos, en el mismo Zappa y, por lo tanto, en Beach Boys; cuando llegan a tocar algo de Steve Winwood ni se les ocurre hablar de la estructura de sus canciones, tomada con mucha sensibilidad de varias piezas de Mozart. ¿Se trata de ignorancia? Sin dudamente, como dice Niní Marshall: no pueden explicar la diferencia entre John Entwishtle, Paul McCartney, John Paul Jones como bajistas, o Keith Moon, John Densmore, Richard Starkey, Ray Cooper o Jim Capaldi como percusionistas, menos la influencia directa de la música sinfónica en los roqueros. Lo mejor de Radio Universal no es su programación musical, sino las cuestiones extra: los concursos en donde los participantes no pueden pronunciar “sí” o “no” en un lapso de 30 segundos, lo que habla de la escasez de vocabulario y de capacidad para improvisar; como en El Fonógrafo, hay horas en las que cuentan chistes, por lo regular viejos, poco graciosos y algunos escatológicos; una sección cómica es la charla del locutor titular con un cronista deportivo que se queja de todo: el locutor completa las frases: “órale”, es su comentario recurrente. Hay más humor, aunque involuntario, en la traducción, por lo regular repetitiva, de algunas piezas. Salvo alguna estación oficial, y la presencia de Jesús Iturralde por radio digital, no hay más chances en el cuadrante para oír rock. En Malditos Yanquis (Lo que Lola quiere, como le ponen en español y como se iba a titular antes) Stanley Donen hizo un prodigio: Gwen Verdon, la protagonista femenina, llama la atención pese a que carece de atributos físicos: se ve más alta por lo delgada: sus piernas sólo se ven bellas cuando baila, con Tab Hunter y otros, “Two lost souls” (muy vestida); en el baile “Lo que Lola quiere”, aunque muestra las piernas generosamente, no se ve tan atractiva, hace demasiados gestos que la afean, y para acabarla poco después Ray Walston la ridiculiza al imitarla grotescamente; Walston, muy buen actor a veces desperdiciado (The Sting), tiene una actuación excelente en Kiss me, Stupid, de Wilder, como esposo engañado aunque logra poseer a Kim Novak. Logra buenas actuaciones dirigido por directores como Wilder (El apartamento), Frank Tashlin, y estará en la memoria como nuestro marciano favorito, y para quienes nos gusta el rock, es inolvidable como el papá de Popeye, cuando canta “It’s not Easy Being Me”, y acompaña a Paul L. Smith en otra excelente canción, ambas de Harry Nielsen, “I’m Mean”. En televisión tuvo inolvidables interpretaciones, pero excepto cuando lo dirigió Wilder, nunca estuvo mejor que en Malditos Yanquis. Dice la leyenda que el papel de Lola iba a interpretarlo Cyd Charisse; Verdon, quien lo actuó en el teatro se quedó con el personaje, aunque años después Charisse también lo hizo en teatro. De cualquier manera, hay un momento, cuando están en un teatro en homenaje a Joe Hardy (Hunter), una mujer de piernas largas y contundentes atraviesa el escenario; no vemos su rostro, pero parece un homenaje de Donen a Charisse. Poco después Verdon, ya forofa de Hunter, baila con Bob Fosse (poco después, su marido hasta que la muerte los separó) una excelente pieza, “Mambo”, donde los caderazos de Verdon justifican su fama, más que por sus buenos bailes; esos caderazos, menos estéticos, los despliega en “Lo que Lola quiere”; si eso enloquecía a los gringos, me confirma que sus bailes son más acrobáticos, más estéticos, pero menos sensuales que los del cine mexicano; hasta Elsa Aguirre movía mejor la cadera, no se diga Rosa Carmina o Lilia Prado. La trama es una variante, divertida y con un mejor final, del mito de Fausto; Donen filmó, en los años sesenta, otra versión del mito, en Un Fausto moderno, con Rachel Welch como arma del diablo. En Malditos Yanquis el diablo (que debe invertir mucho dinero para hacer una llamada de larga distancia –aunque después lo recupera– se queja de lo que gasta en disfraces, en taxis, y que el único truco que le queda es el del cigarrillo, que aparece encendido luego de que chasquea los dedos) quiere hacer creer a los Estados Unidos que los Senadores de Washington, tradicionalmente último lugar en la Liga Americana, puede ganar el campeonato; al frustrarse, miles se suicidarán (el suicidio es el único pecado que la Iglesia no perdona –excepto el del milagro de Juan Diego, je; ¿lo aprobará Paquito el Che?), como en la crisis de 1929 que, insinúa, también provocó él; creaciones suyas fueron Napoleón, Jack el Destripador, y otras tragedias. Devuelve su juventud y sus facultades a Joe Boyd, y lo convierte en la estrella del beisbol; vencen incluso a los Yanquis (vemos a Moose Skowron, a Yogi Berra y a Mickey Mantle –quien conecta el último batazo de la temporada, que atrapa con dificultades un envejecido Boyd, para dar el campeonato a su equipo), y Hardy recupera su vejez feliz, y regresa al lado de su esposa Meg, una simpática Shannon Bolin, quien sufre el abandono y el regreso de su marido, y quien lo salva de la acusación de vender juegos en la Liga Mexicana (alusión al Descalzo Joe Jackson, el mejor bateador de la historia, expulsado del beisbol acusado de vender, con otros siete, la Serie Mundial de 1919, los Medias Negras de Chicago); el apodo del Descalzo Joe se lo pone la periodista Gloria Thorpe, el papel con el que debutó Rae Allen, y quien realiza un baile muy acrobático con los demás Senadores, erótico en algún momento. Cabe señalar que en cualquier baile de cualquiera de las cintas dirigidas por Stanley Donen, los hombres bailan de manera muy masculina, sin afectaciones ni amaneramientos. Que Donen ame a las mujeres no significa que descuide a los hombres. A los cargos de James Thurber contra las mujeres, que comencé a enumerar en la pasada entrega, pueden añadirse su capacidad para, de una mirada, estudiar a cualquier persona, sobre todo a las otras mujeres, ver si su ropa combina, si la joyería que cargan es de fantasía (anillos de diamentis y vidriantes), si su maquillaje es adecuado; su escrutinio frío y cruel es terrible; lo primero que notan es si los hombres usan argolla matrimonial, e incluso si no la usan porque ya no les queda; podría añadirse un comentario de Schopenhauer: cuando un hombre se encuentra, sin ayuda, en medio de dos mujeres que se interesan en él, no importa si antes o después no exista ese interés; una batalla entre esas dos mujeres es más peligrosa que cualquiera otra situación en que se exponga la vida; eso lo escenificó magistralmente Carlos Fuentes en una de sus últimas novelas. Por mi parte, añado que adelantan varias respuestas, todas falsas, antes de que uno termine de exponer una pregunta; sólo guardan silencio cuando saben qué pregunta se les va a hacer. Una noche me llamó a la redacción de El Financiero una buena amiga: ¿sabes quién está en –el nombre del lugar es lo de menos–, bailando, ella muy bien y él muy mal? Víctor Díaz Arciniega y yo, en una cantina que por al atardecer se convierte en salón de baile de altos y medianos ejecutivos con sus secretarias, verificamos que ellas bailan bien y los hombres mal; los fanáticos del rock disfrutamos una coreografía en Tammi Show; varias jóvenes, encabezadas por la después excelente actriz cómica, y muy bella, Teri Garr, avanzan con una sensualidad amenazante, cercan a Marvin Gay; sensualidad, gracia, desenvoltura; un erotismo inocente, el más peligroso; los hombres que las acompañan se rinden ante ellas, pero bailan muy bien; comprobé, con tristeza, en El asesino se embarca, cuando Barbara Angely y Jéssica Munguía bailan de manera aceptable, que ninguno de sus compañeros baila bien; es de pena ajena ver a Armando Silvestre bailar a go go. Geena Davis, Katie Holmes y Nicole Kidman miden 1.80, o casi. ¿Para qué?

miércoles, 6 de marzo de 2013

Está bien, hablemos de música (y de mujeres de Donen y de Thurber)

Me pregunta un amigo si puedo trabajar mientras oigo música; creo que si hubiera podido hacerlo siempre, habría cometido mucho menos erratas que las que he perpetrado; sin embargo, una carga inesperada de chamba me impide ahora poner discos, interrumpir las lecturas (a veces simultáneas) para cambiarlos y, lo peor, que se terminan los seis que caben en el reproductor de compactos sin que los haya escuchado apenas; advierto que pasaron las canciones por las que los pongo sin haberlas ni advertido, y decido no gastarlos, y sólo prendo el radio (¿la? ¿el? Es una errata del primer cuento que publiqué, y que no pude corregir, y que se le pasó a Luis Spota y a Lucy Macías, quienes lo insertaron en el ejemplar del 9 de enero de 1972 del suplemento El Heraldo Cultural; por cierto, en mi tercera novela dos protagonistas comen, para intercambiar confesiones de experiencias eróticas, cosa a la que se atreven hasta que llegan al postre, gelatina en una página, flan en otra, error no exclusivamente mío, sino también de Arturo Serrano y de Sergio Galindo, quienes leyeron la novela sin percatarse de mi falta de concentración –o de estar concentrado sólo en las partes eróticas); pongo nada más tres estaciones, y las mantengo todo el día hasta que me aburre la programación o dejan de divertirme, cuando las oigo, las torpezas de los locutores.

                En El Fonógrafo redescubro unas 12 o 15 canciones de Juan Gabriel, y recuerdo que Carlos Monsiváis afirmaba que “tiene talento”, aunque no otras cualidades intelectuales. Asimila recursos del rock, trastoca la métrica tradicional del romance y da un giro a la canción ranchera; si los méritos son de Eduardo Magallanes o del propio Juan Gabriel, no me importa, sino el resultado: canciones vertiginosas como las de Van Morrison, cambios de ritmo inusuales en la música mexicana, con una fortuna similar a la de Rubén Fuentes, quien también renuncia a la métrica tradicional de los octosílabos, para hacer versos silabeados, monosilábicos, lo que dio origen al bolero-ranchero y permitió explotar las cualidades de Pedro Infante como cantante, que no son buena voz, entonación correcta (desentona con mucha frecuencia), sino que pudo actuar las canciones, y así como cantante resultó tan bueno como actor, en esa vertiente, disimulando sus defectos.

                Mi amiga Alba Rojo me hizo ver que Juan Gabriel aportó una modalidad que no compartía, ni yo, pero pudimos entender a varios amigos, que a medianoche ponían “Yo no nací para amar”, y dormían llorando en silencio; lo que aporta la canción mexicana a nuestra educación sentimental, para seguir citando a Monsiváis, es una variedad inacabable de definiciones de la vida, cada una adecuada para cada experiencia vivida o por vivir; José Alfredo Jiménez, tal vez de manera involuntaria, aportó decenas, o docenas, de frases para explicarnos de manera tajante el amor feliz, el amor desdichado, el rencor, que hiere menos que el olvido; Jiménez es el representante de la sensibilidad lloriqueante que además lo presume; sólo en algún momento se distrae y se le escapa una confesión, que no creo suya: “Y si quieren saber de mi pasado es preciso decir otra mentira: les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado”; u otra: “si nos dejan…”

                La sensibilidad de Juan Gabriel no es ésa, ni siquiera otra que uno podría esperar, la de “yo no comprendía cómo se quería en tu mundo raro, y por ti aprendí”; no trata de convencer ni de justificar y mucho menos de propiciar que lo sigan, pero sus canciones pueden cantarlas hombres y mujeres. Un caso raro, como el de Tomás Méndez, quien hizo una excelente canción, “Paloma Negra”, en que se reprocha la actitud de una mujer que reparte su amor en pedazos, y tiene al hombre en ascuas, porque le chismean que anda parrandeando con otros hasta altas horas de la madrugada; sin embargo, las mejores versiones son interpretadas por mujeres (Amalia Mendoza, la mejor, pero también Lola Beltrán, Aída Cuevas; no hay una versión aceptable por un hombre; igualmente, Salvador Novo escribió una maravillosa canción en que un hombre reprocha a una mujer su indiferencia en el pasado, pero la versión de Lola Beltrán es insuperable). Una virtud más de Juan Gabriel: su sentido del humor.

                La calidad de sus letras no es excelente, pero no es peor que la de Jiménez, ni que la de Cuco Sánchez (ése sí encarnación del rencor perpetuo, hasta en sus canciones de amor feliz; por desgracia, poco o nunca programado en El Fonógrafo); es muy difícil que haya calidad literaria en las canciones, forzadas a quebrar versos, a cambiar la acentuación, a aceptar las incongruencias en el género masculino o femenino, a obviar las sinalefas (“como ave errante viviré”, que se pronuncia “como aberrante viviré”), se toleran y hasta parecen naturales las cacofonías, han propiciado que proliferen las redundancias (“los ojos que tú tienes”, “aunque no quieras tú”); no todos tienen las virtudes literarias de Mario Molina Montes ni de Alberto Cervantes, ni la de Tata Nacho o de Alfonso Esparza Oteo o las excelentes de María Greever; pero hay momentos muy afortunados en Jiménez (“otra vez a brindar con extraños”, “de mi mano sin fuerza cayó mi copa sin darme cuenta”, “alguien me contó tu vida, supe de tus ilusiones” y muchas otras). Y desde luego en Lara (“María Bonita” no tiene desperdicio, y algunas otras, como “poniendo la mano sobre el corazón” –¿suyo, de ella?). Hay muchísimas frases felices en Juan Gabriel, y como en el caso de Lara, aunque carece de voz y aunque tiene serios defectos de pronunciación, y aunque tiene muy buenos intérpretes, ninguno canta sus piezas mejor que él. En el folclor actual, hay frases de Juan Gabriel que se han perpetuado: “en el mismo lugar y con la misma gente”, “no tengo dinero ni nada que dar”, “pero qué necesidad”, “nada nada nada nada”, tan inmortales como “no tuvo tiempo de montar en su caballo”…

 
Pongo más atención que nunca en los boleros, sobre todo en los tríos (mi amigo, aunque gusta de la canción popular, cuando hablo de los tríos piensa en los tríos de Brahms y de Beethoven, es decir, piano, violín y tololoche, o flauta, o chelo). Recuerdo entonces que el Güero Gil mandó hacer una guitarra más pequeña para poder afinar muy alto las cuerdas, y darle una voz distinta; por lo regular las canciones que interpretan los tríos (un requinto y dos guitarras, o requinto, guitarra y maracas, tres voces bien diferenciadas) son de una estructura previsible: una introducción (perdonando la expresión) del requinto, breve pero llamativa, unos versos entonados por las tres voces, un solo del primera voz, un solo prolongado del requinto, de nuevo el primera voz y terminan los tres juntos (perdonando la expresión) y remata el requinto; las letras por lo regular son muy malas, un personaje suplicante que pide una limosna de amor, está dispuesto a pasar la vida, si es aceptado, sospechando de la esposa (como Joyce, al ver la destreza erótica de Nora en su primera cita), conformándose con migajas de amor, celebrando unos cuantos momentos aislados como prueba de sinceridad, perdonando el pasado en que la vida en su avalancha la arrastró, con la incertidumbre de si tan sólo es suya o si, de nuevo, reparte su amor en pedazos, apurándola a que se decida, sea por bien o por mal. Pocas veces, como con Los Dandys, las canciones suelen ser alegres aunque las letras sean tenebrosas (“hay una cosa muy negra en tu vivir que roba lo que ya fue mío”), y por lo regular celebran los fracasos (casi siempre el amor feliz parece artificial en los tríos: las canciones de Álvaro Carrillo parecen más para solistas, y aun así, el tono es trágico aunque las letras celebren potencia sexual –“tanto tiempo disfrutamos de este amor”–,de un orgasmo inesperado – “amor mío, tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor: ya me ha dicho que estoy en la gloria de tu intimidad”– de la tristeza postcoitum –“no le digas que me viste muy triste y muy cansado”, la posesión furiosa –“yo siento tus amarras como garfios, como garras”–, de la incomunicación –“pero yo presiento que no estás conmigo aunque estés  aquí”–  y de la impotencia que se consuela con el triunfo del pasado –“me dará vergüenza si este amor fracasa nada más por mi equivocación”, y hasta depresión precoitum –“amémonos ahora con la paz que en otro tiempo nos faltó”) a pesar de las voces sin potencia, más bien de un derrotado, tanto del propio Carrillo como de Pepe Jara, su mejor intérprete, son mejores que cuando las cantan los tríos (las letras de Carrillo son tan felices que aluden a variantes sexuales, como la que pudo llevar de serenata Bill a Mónica: “en los labios llevas ya sabor a mí”, y la amenaza de ella “como se lleva un lunar, todos podemos una mancha llevar” –esto último es un apunte de Carlos Ramírez, y se refiere a un vestido).

                La verdadera grandeza de los tríos no está en las buenas voces (Los Panchos, Los Tres Ases, Los Tres Reyes), que no sobran, sino en la destreza del requintista: el punteo exacto de Armando Navarro, de Los Dandys, la finura de Sergio Flores, de Los Tecolines, la exactitud del Güero Gil, de Los Panchos, la velocidad y gracia de Gilberto Puente, de Los Tres Reyes, y la elegancia de Chamín Correa, de Los Tres Caballeros, deberían estar incluidos en las listas de los mejores guitarristas a las que son tan afectos en la revista Rolling Stone. Es una leyenda muy extendida que muchos de los mejores requintistas del rock londinense o estadounidense han venido a tomar clases con Correa; es verificable la admiración que le tienen muchos de ellos. Gilberto Puente es considerado, en muchos ámbitos, el mejor requintista del mundo, por sobre nombres celebrados, como Jeff Beck y Eric Clapton, y mucho más que Carlos Santana. Es también muy conocido que Sergio Flores, para orgullo de los boleristas, dio conciertos de guitarra clásica en el Palacio de Bellas Artes (Schubert, Bach), y también en su momento fue considerado el mejor guitarrista del mundo, celebrado y apapachado por Andrés Segovia. Gilberto Puente hace unos solos espectaculares, tanto con el trío que formó con su hermano, como en los que ha grabado como artista invitado, destacadamente con Linda Ronsdtand, con mariachis y con boleros y canciones tropicales. Circula un video en youtube (y hay un DVD) en que Los Tres Reyes cantan una canción trivial, muy movida, en la que el tema no es el amor sino la infidelidad, pero con mucha gracia, “Jacarandosa”; la canción será trivial, pero los solos de requinto de Puente son un prodigio de agilidad y de belleza.

                Así, es un placer escuchar a los tríos, pues casi todos tuvieron a buenos guitarristas (excepto Los Galantes).

No sólo hay tríos en El Fonógrafo, pero hay casos en los que uno se harta de oír los gritos monótonos de Luis Miguel, o a Pedro Fernández echando a perder buenas canciones de Los Dandys; han descontinuado piezas de Los Bribones, de Eva Garza, de Olimpo Cárdenas, de Jorge Fernández; un locutor con voz de edad suficiente para recordarla, desconocía a María Elena Sandoval; interpelado por quien pidió que la programaran, recurrió a la Wikipedia y citó que era conocida como “La Estatua que Canta”, aunque en realidad Pedro De Lille la bautizó como “La Estatua de Canela” (era muy guapa, sobre todo con un cuerpo muy llamativo). A ratos más que canciones transmiten chistes, casi siempre muy malos. Y sí, hay que cambiar de estación.

                Pero luego hablo de las otras estaciones.

Singin’ in the Rain está en todas las listas de las mejores películas de todos los tiempos (pasados). En ella aparecen cinco mujeres en papeles destacados: Debbie Reynolds (Kathy Selden), Jean Hagen (Lina Lamont), Cyd Charisse (La Bailarina), Rita Moreno (Zelda Zanders) y Kathleen Freeman (Phoebe Densmore).

                Reynolds es la estrella: la que enamora al actor Don Lockwood (Gene Kelly), es cómplice de Cosmo Brown (Donald O’Connors) y consentida de Mr. Simpson (Millard Mitchell); salva del desastre la película muda que filman a contracorriente, al prestar su voz para suplir la de Lina Lamont; entabla un duelo con Don acerca de la superioridad del teatro sobre el cine (mudo: están por inventar el sonoro); es fina, delicada, elegante, pero no por ello menos ágil, bella y sensual (que lo uno no impide lo otro); canta con energía y con mucho estilo. Lina Lamont, repito, hace el papel más difícil: debe ocultar su belleza y parecer torpe; hizo pocas cintas, pero actuó en otras dos, célebres: Jungla de asfalto, de John Huston, y La costilla de Adán, del especialista en mujeres George Cukor; finge una voz aguda, chillona, simula cantar horrible, y hace un papel de tonta que cree lo que dicen de ella en las revistas de chismes; cree estar enamorada de Don y cree que él lo está, convencida al ver las cintas donde actúan como la pareja favorita del público, y finge reaccionar con celos ante el enamoramiento de Don y Kathy, y ser espantosamente audaz para exigir que cumplan el contrato mediante el cual se obligaría a Kathy a ser su doble (de voz) toda la vida; no puede uno dejar de sentir piedad por su personaje, y simpatía por la actriz cuando va a interpretar la canción tema de la cinta, moviendo con sensualidad los brazos. Murió muy joven, de 54 años, con varias actuaciones en televisión, en Dr. Casey y Dr. Kilder, sobre todo; nunca superó su actuación en Singin’ in the Rain.

                Cyd Charisse no habla; es más, sólo aparece en una escena onírica, como amante de un simulacro de George Raft (éste, por otra parte, sensacional bailarín) lanzando una moneda al aire, y seducida por los bailes de Kelly, quien tenía agilidad pero no mucha gracia. Muestra la belleza contundente de sus piernas, y danza con una sensualidad que no alcanzan ni Reynolds ni Hagen. Sin hablar, supera todas sus demás actuaciones. Rita Moreno aparece dos veces, y en otras está oculta entre otras bailarinas y coristas. Al principio de la cinta, cuando llegan a una premier, baja de un auto, seductora, ocultando sus piernas muy bellas (que muestra con audacia en West Side Story), mientras sus admiradores corean su nombre, entusiasmados; en otra, va de chismosa con Lina Lamont porque Don privilegia a Kathy en muchos números; cuando se aleja desmiente, también, que una mujer no debe dar la espalda a la cámara.

                Kahtleen Freeman debe soportar la ineptitud de Lina Lamont para pronunciar, para el cine hablado, lo que simula con gestos para el cine mudo; su expresión pone de manifiesto su fracaso, sin decir ninguna palabra.

                Hay muchas coristas y bailarinas: imposible diferenciarlas, pero gracias a las páginas especializadas de internet, puedo nombrarlas, en orden alfabético: Betty y Sue Allen, Marie Ardell, Bette Arlen, Marcella Becker, Madge Blacke, Gwen Carter, Jeanne Coyne, Patricia Denise, Gloria DeWord, Marietta Elliott, Betty Erbes, Sherley Glickman, Betty Hannon, Joyce Horne, Patricia Jackson, Joi Lanning, Janet Lavis, Virginia Lee, Silvia Lewis, Joan Maloney, Dorothy McCarty, Ann McCrea, Sheila Meyers, Gloria Moore, Marilyn Moore, Peggy Murray, Ann Neyland, Dorothy Patrick, Sherley Jean Rickett, Joanne Rio, Joel Robinson, Joette Robinson, Audery Saunders, Betty Scott, Elaine Stewart, Dee Turnell, Audrey Washburn y Norma Zimmer (todas ellas actuaron cuando menos en una cinta más). Superan con mucho la presencia masculina: imposible no admirarlas, no entender su ductilidad; las mujeres aportan la gracia en la cinta; aportan belleza, sensibilidad, elegancia. A Stanley Donen le gustaban las mujeres.

Una mujer enfurecida increpó en una ocasión a James Thurber por odiar a las mujeres; él lo negó con toda sinceridad, pero lo pensó mejor y publicó una serie de razones: cito, hoy, sólo unas cuantas: siempre encuentran lo que los hombres perdemos, y lo recalcan con un tono que no oculta una superioridad indiscutible; aportaron al idioma frases como “ay, qué lindo”, “qué monada”; la que me pareció más evidente y con lo que estoy más de acuerdo: lanzan una pelota (de beisbol, de tenis) o cualquier objeto adelantando el pie equivocado, y siempre pierden un guante; ahora que no los usan, lo que pierden es un calcetín: no un par, uno solo.

Anna Ivanovic, Maria Sharapova, Alina Miskyna y sobre todo Tsvetana Pironkova, cuatro tenistas muy destacadas, miden cuando menos 1.80. ¿Para qué?