martes, 17 de julio de 2018

Agustín’s Past Master 1, 2 y 3 (qué paso tan chévere)


Casi todos los conjuntos, sobre todo de rock (aunque no se excluyen de otros géneros y sobre todo, de cantantes de distintos ritmos: Pérez Prado, Los Panchos, Pedro Infante), han permitido o propiciado un producto extra en su discografía, una reunión de (grandes) éxitos; gracias a ellos se conocieron en México canciones de Rolling Stones antes que llegaran los discos originales y originarios; llegó casi al mismo tiempo el disco que reunía canciones de Beatles y Four Season, y hay oldies but goldies, más los dos dobles después de la separación, y con el temor de una reunión, en diferentes versiones; hasta Lennon, iconoclasta, tuvo su recopilación de piezas más conocidas, por no decir de Crosby, Stills, Nash & Young con su disco de éxito aunque sólo llevaban dos LP.
                El más rocanrolero de los escritores mexicanos, José Agustín, acaba de publicar una segunda versión de Hotel de corazones solitarios (Grijalbo, 2018, 355 pp. más blancas y colofón), donde se reúnen muchos de sus textos acerca de la música; antes antes antes, casi al mismo tiempo que Inventando que sueño, apareció en la ahora mítica y añorada Cuadernos de la Juventud, editada por la sección juvenil del PRI (INJM, ahora Injuve; colección dirigida por Píndaro Urióstegui, y donde también publicaron Gerardo de la Torre, Juan Tovar, José Joaquín Blanco, Rosario Castellanos, Emmanuel Carballo, René Avilés Fabila, Agustín Yáñez), La nueva música clásica, inocente pero fresca y sincera visión del rock cuando éste era atacado, aún, por prensa, radio y televisión; ingenua y valiente, hay que agregar, porque sus juicios de valor eran arriesgados, además de informativos; visión fresca, pero bien documentada, y que puso al alcance de los lectores una suma de opiniones sobre cantantes, compositores y conjuntos que sobrepasaban la que tenían los lectores, atenidos a las no muy bien surtidas Yoko, Hip 70 y muy pocas más tiendas de discos (ahora, casi desaparecidas). Contenía una muy divertida traducción de “I’m the walrus” y una interpretación de discos bastante atrevida, pero eficaz.
                Una segunda versión (Universo —subsidiaria de Diana— 1985, 436 pesos de entonces), más informada, más culta y tal vez mejor escrita, no mejoraba la frescura y audacia de esa primera versión, que lo apenaba un tanto por afirmaciones tajantes como aquella de “la única y verdadera cantante mexicana”, aunque tampoco la desmentía.
                El apego de José Agustín al rock era tan evidente que los epígrafes de sus libros eran canciones (Rolling Stones, Dylan, Traffic et al) y los personajes decían, de vez en cuando, versos de algunas canciones, no siempre sus favoritas.
                (Confesión inesperada: la primera vez que oí el disco de Blind Faith fue en su casa, en compañía de Jesús Luis Benítez, una tarde-noche de noviembre de 1972.)
                Además, ha publicado otras notas en otros libros, como la primera versión del Hotel de corazones solitarios (Nueva Imagen, 1999), La ventana indiscreta (Conaculta, 2004), La Casa del Sol Naciente (Nueva Imagen, 2006), Contra la corriente (Diana, 1991) y, de pasadita, en Vuelo sobre las profundidades (Lumen, 2008), Los grandes discos del rock (Planeta, 2001). (Ahora que reviso la bibliografía incluida en la tercera de forros descubro un título que no tengo, La contracultura en México, por lo que ignoro si habla de rock; más bien, si sólo habla de rock o apenas lo menciona.)

No todos estos textos son ensayos formales, muchos, sobre todo los primeros, son reseñas, pero no se limitan a reseñar algún disco, también proporcionan información que beneficia al lector, porque da antecedentes de los roqueros, detalla sus obras más importantes, y luego entra en detalles; ésos, los primeros, están escritos con el lenguaje que molestaba a sus primeros críticos, con desenfado, con lenguaje coloquial y a ratos alburero, y con juegos de palabras muy al estilo de La tumba, casi siempre frescos, pero a veces distraen del sentido de la nota.
                Como se trata de un Past Master 1 & 2, la mayoría de las notas fueron recogidas, perdón, en los libros mencionados antes, y juntas, muestran una de las facetas de José Agustín: mago de la palabra, uno de los mejores narradores que ha existido en México, convence al lector de lo que dice, aunque haya más adjetivos que argumentos; no es característica exclusiva suya: casi todos los que hemos escrito sobre música hacemos lo mismo, porque es difícil, además de aburrido, e inútil, demostrar las cualidades de los músicos, a menos que lo que se desee resaltar sean cualidades literarias: los desenfrenos eróticos de Lara, la picardía de Rubén Fuentes, la rebeldía y afán de libertad en Francisco Gabilondo Soler, la iniquidad entre la riqueza musical y la ineptitud literaria de Alfredo Carrasco, el erotismo fresco pero no inocente de María Greever; más difícil aún en el rock, en donde hay tanta variedad no excluyente: admirar a Ry Cooder no impide admirar a Eric Clapton, ni la admiración por éste excluye a Steve Winwood (de quien habla poco Agustín, por cierto).
                Sin embargo, hay un texto que sobresale, el que dedica a José Agustín Ramírez, su tío suyo de su, por quien firma sus libros sin apellido, como lo explica en la primera de sus autobiografías.
                No, no es por hablar de música mexicana no roquera; ya lo hace en un texto sobre José Alfredo, que no puedo desmentir sino acompletar aunque en algo lo contradigo: para mí, más que una profunda tristeza o nostalgia, Jiménez asfaltó la canción ranchera, la puso en el ámbito citadino sin más nostalgia que alguna que otra pieza de remembranza (“Camino de Guanajuato”, por ejemplo); trasladó al provinciano a las calles de la Guerrero, le puso horario de oficinista, pero no le quitó el azoro ante las costumbres citadinas, y se atrevió a mostrarse humillado, a rogar sin cansarse a una mujer, a la que sólo le pide no un poquito de esperanza, sino lograrla (oséase…) o dejar de vivir: lleva el amor hasta sus últimos extremos, aunque después de conseguirla vaya tras otra con la misma pasión, pero es de temerse que no con la misma eficacia sexual que la presumida por Álvaro Carrillo (“tanto tiempo disfrutamos este amor”, por ejemplo). Repito que su visión no excluye la mía, ni  al contrario. Un acierto de Agustín es calificar de blues a la música de Jiménez; aporto que, como Ray Davis en “Lola”, se atrevió a lo ambiguo: “di que vienes de allá, de un mundo raro… porque yo a donde voy hablaré de tu amor como un sueño dorado”; los tiempos han cambiado; quienes no se atrevían a mostrarse como eran, y sólo lo insinuaban, se calificaban como “raros”.
                Pero el texto sobre su tío, el excelente compositor guerrerense, es uno de sus textos no narrativos más bellos, cálidos, y de gran eficacia literaria: conmueve al lector, retrata al personaje como un bohemio, al que a ratos lo sepulta la afición por el alcohol, o lo distrae la pasión por alguna mujer, de las que tuvo varias sin hacerlas infelices, como sucede con los que conquistan a muchas. El relato sin ficción tiene tanta belleza como sus textos autobiográficos: es alegre aunque lo que narra no sea el de una vida feliz (aunque tampoco fue infeliz), lo describe como alguien alegre aunque a veces le gane la inquietud y la melancolía, que no la nostalgia. Las anécdotas que cuentan consiguen que el lector imagine al personaje sin haber visto retratos suyos; consigue también que se sienta el ámbito de sus canciones, y hace que uno las busque para volver a escucharlas con otros oídos; es un rescate formidable de un músico formidable, del que insinúa que por su falta de ambición una de sus mejores canciones se la haya adjudicado como suya su amigo y compadre Lorenzo Barcelata, lo que es muy creíble porque de Barcelata no se conocen muchas piezas de esa calidad, y las que sobresalen son por su carácter alburero (“En medio de la sabana / gorgorea un coconito / y todos los días su nana/ le baja maiz del cerrito / así le baja tu hermana / al otro buey su maicito… cuando dos quieren a una / y los dos están presentes / el uno cierra los ojos / y el otro aprieta los dientes” –“Coconito”— ; “Cuando te quise te pusistes muy mañosa / y por el mundo te me echastes a correr / busca otro maje porque ora no me toca, / tú ya no soplas como mujer… ese tiempo feliz ya no me importa / no estás de moda, ya no es ayer / por qué me sigues y me dices que no me horcas / y tú ya no soplas como mujer… busca un espejo pa’ que veas estás muy chocha / ya no me cuadras como me cuadraste ayer / quiero que sepas que tengo otra muy piocha / y tú ya no soplas como mujer” –“Ya no soplas”— “Ay qué buena está mi ahijada / pa’ qué la habré bautizado” –“El arreo”—), y las afortunadas coplas de retache de Allá en el Rancho Grande, aunque es más afortunada la frase con que le contesta Tito Guízar al propio Barcelata: “eso que me dijiste en verso quiero que me lo repitas en prosa”. Ramírez tiene una calidad a la altura de los mejores compositores contemporáneos suyos, pero sobre todo el retrato que traza su sobrino es por la persona, el generoso, el que alienta y ayuda, el que está cuando se necesita, el que reconforta y alienta, el que es imprescindible y se le extraña cuando ya no está.
                Está incluido un texto tanto de cine como de literatura, “El asesino de Sherlock Holmes”, que tuvo la generosidad de dedicarme, por una columna de reseñas librescas que sostuve por algún tiempo, “El sabueso de las Baskeville”, título que me regaló Hugo Martínez Téllez, y que se refiere a un tipo de letra casi en desuso; habla de uno de los personajes más entrañables de la literatura, pionero del género policial y de deducción, imposible de imaginar ahora por sus vicios privados (cocainómano, misógino, sospechoso de homosexualidad no confesada, desprecio por la autoridad, menosprecio por los inferiores a él, oséase casi todos); habría que recurrir a él para saber por qué en ese texto, por supuesto uno de mis favoritos, se acumularon las pocas erratas que hay en el volumen; la más curiosa de todas: Clonan Doyle.
                En fin, en este Past Master está el Agustín menos apreciado, que si es algo menos bueno que el formidable narrador que siempre ha sido (confesión no pedida: De perfil es una de las tres novelas que releo cada año, y cada vez le encuentro algo que no había visto o entrevisto), es también imprescindible, por lo que enseña y lo que contagia (entusiasmo, pues).