lunes, 30 de abril de 2018

Mis villanos favoritos (I) Alfonso Bedoya


El mal conocido, peor recordado y pésimamente imitado Abel Quezada, en una magnífica serie de cartones, advertía que aunque en las películas el muchacho se quedaba con la muchacha al derrotar al villano, en la vida real el malo se queda con las muchachas.
                En el cine pocas veces el malo derrota a los buenos, pero se queda con la admiración del cinéfilo; para hablar de ejemplos de nuestra generación, Gene Hackman como Lex Luthor merecía mejor destino, aunque el Chistopher Reeve de la serie de Superman no era el boy scout de los cómics, y sobre todo se ganó nuestras simpatías al usar su visión de rayos X para observar el color de las pantaletas de Louise Lane, coqueteó con una Lina Luna crecidita con una sensualidad que no tenía de adolescente, y usó sus superpoderes para llevar a Margot Kider al éxtasis.
                Pero Luthor, acompañado de una muy erótica Valerine Perry (casi siempre mal aprovechada), hace temblar, literalmente, al mundo del que quiere apoderarse, casi mata al héroe de una manera cruel, y casi seduce a una fría pero no por ello menos cálida villana Sarah Douglas, además de urdir una trampa que le falla porque Supermán es tramposo y mentiroso. Lex Luthor es culto (ama a Mozart, y sus compañeros de cárcel le silban algún pasaje mozartiano), buen lector, excelente científico y tiene sentido del humor.
                Hackman tiene cara de malo y así tiende una trampa a Tom Cruice, tan inocente, y para ello busca seducir a la memorable villana Jeanne Triplehorn (inolvidable su coito con Michael Douglas, que hace palidecer los convencionales de Sharon Stone en Basic Instint), en La firma; bueno, Hackman hasta de héroe (Mississippi en llamas) es duro, cruel, vengativo y amedrentador.

Hackman no es el mayor villano del cine estadounidense, y casi podría decirse que es muy menor frente al villano mayor de la historia del cine, Alfonso Bedoya (o Bedolla, según algunos créditos en otros filmes; el cine mexicano ha solido adolecer de ortografía, tan grave como la de los seguidores de los candidatos a la presidencia de México), conocido como El Indio, y para Carlos Monsiváis, una de las mejores presencias cinematográficas por su “indudable mexicanidad”; ya en Canaima, como el Cholo Parima, hace sufrir a Jorge Negrete de tal manera que ni la tibieza de Juan Bustillo Oro puede quitarle esa sensación de sordidez, esa maldad tan terrible, esa crueldad que impone su presencia para ser así uno de nuestros grandes villanos.
                Esa maldad la trasladó a la Sierra Madre donde aterrorizó al mismísimo Humphrey Bogart, hombre malvado si los hay (en el cine; en la vida real, pocos con su dignidad al oponerse al Joseph McCarthy perseguidor de izquierdistas en el cine y en la política), cuando lo persigue para quedarse con su magro tesoro; el director John Huston debe haberse divertido muchísimo con ese excelente villano Golden Hat, que surge de súbito para engendrar inseguridad y temor en los buscadores de oro, que no necesitaban mucho para traicionarse entre sí; Bedoya se justifica: es que semos muy chacales, y luego de asesinar a Bogart, escupe un amenazador “¡montoneros!” al grupo de soldados que lo apresan, sin olvidar el epíteto que poco antes asestó a los buscadores de oro: palomitas.
                Uno de los momentos culminantes de esa maravilla que es El tesoro de la Sierra Madre tiene lugar cuando Bedoya y sus secuaces cavan sus propias tumbas y él afirma que el calor que sienten no es nada comparable al que sufrirán en el infierno, y segundos antes de la orden de fuego al pelotón de fusilamiento, pide: “mi susteniente mi susteniente, ¿me da permiso de agarrar mi sombrero?”, permiso que le es concedido, lo que aligera la tragedia que viven personajes y espectadores. Dice Jim Beaver que Bedoya se roba todas las escenas en que aparece, aunque sean con Bogart, Walter Huston o Tim Holt.
                Ese papel lo repitió en Furia roja, aunque su villanía está del lado de los juaristas buenos (decir ahora esto, cuando quieren convertir a don Benito en mal político, mal presidente y con limites intelectuales, es incorrecto, lo que asumo sin temor); también es villano en El gendarme desconocido, como pandillero que asalta y balacea, y peor, chulea y acosa a la muy chuleable y acosable Gloria Marín; Bedoya es villano en casi todas sus cintas mexicanas (hizo un buen puñado de apariciones en Hollywood, bajo grandes directores), pero mi favorita es su breve aparición en Como México no hay dos, en la que indignado vocifera contra Tito Guízar, quien le pregunta, en plena ciudad estadounidense, si es mexicano, y Bedoya contesta enfurecido con términos antimexicanos, aunque repentinamente suelta un “pelados éstos”, o algo parecido, con indudable mexicanidad.
                Entre los muchos villanos admirables, sobre todo en el cine mexicano, Bedoya es uno de los mejores y más memorables.


(Nota aparecida en El Universal Querétaro el 25 de abril.)

viernes, 20 de abril de 2018

El asombroso Mario Vargas Llosa


Desde que descubrí al novelista Mario Vargas Llosa en 1970 con La Casa Verde, no ha dejado de asombrarme, aunque no siempre por sus muchas cualidades literarias; desde El hablador, que no sólo no me atrajo sino que me rechazó, y sus siguientes novelas apenas me motivaron, hasta encontrarme con La fiesta del Chivo (hasta el momento su última obra maestra), pero El héroe discreto me gustó, hasta que la digerí para rechazarla, por ser una defensa del patriarcado, en el ámbito familiar donde los hijos deben obedecer al padre sin importar su edad, y después me aburrió sus Cinco esquinas (la literatura erótica no se le da); sus Conversaciones en La Catedral me sigue pareciendo una de las mejores novelas contemporáneas, y no me canso de releerla cada año.
                Acaba de publicar un nuevo libro, harto polémico, pero muy lejos del provocativo e inteligentísimo La civilización del espectáculo, donde fustiga la inocuidad de las redes sociales, de la cultura de lo superfluo y de la vacuidad de las opiniones sin sustento acerca de todo, importante o no.
                El nuevo La llamada de la tribu parece un libro provocador a propósito, pues son ensayos sobre siete ensayistas que fueron, a contracorriente, defensores de políticas impopulares en ciertos ámbitos y ciertas épocas; no me asombra el tema: desde mediados de los años setenta comenzó a criticar sistemas y gobiernos entonces populares y apoyados más que nada por intelectuales (entonces asombró, y la observación se la debo a Xavier Velasco, que nunca insultara a sus opositores [“el magnífico escritor” y otros adjetivos a veces exagerados] pese a lo sólido de sus argumentos) aunque no siempre el tiempo le dio la razón.
                No son discutibles los méritos de los ensayistas a los que dedica estos textos; lo son otras cuestiones: elogios desmedidos a las políticas económicas de Ronald Reagan (o quien sea que haya gobernado Estados Unidos en esos años) y a Margaret Thatcher, que sólo aprovecharon el impacto brutal de los baby boomers pero no previeron la brutal caída de muchas de sus audacias en inversiones, en casas de bolsa y sobre todo la debacle de la industria hipotecaria; elogio a pensadores cuyo único mérito fue oponerse, con debilidad, a otros pensadores que no fracasaron, sino que el mundo cambió de manera inesperada, y no de manera definitiva.
                Lo que asombra de este nuevo libro de Vargas Llosa es que es totalmente opuesto al novelista que creó La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y La fiesta del Chivo, obras en las que el autor penetró en la mente y en las ideas de represores (los profesores del colegio militar, e incluso una escena brutal contra un intelectual buleado por su escasa masculinidad ante alumnos que se preparaban para reprimir; un oscuro director de gobierno que es el que sostiene un régimen autoritario; un dictador asesino y represor), sin hacerlas suyas, y apenas intente simpatizar con ideas e ideologías contrarias a las suyas (y que no siempre son las de los personajes estudiados).
                Asombra también que quien estudió la mente de escritores como Flaubert, Faulkner, García Márquez carezca de imaginación para hablar de estos personajes y se limite a seguir lo que otros, o ellos mismos, escribieron sobre ellos, y apenas se acerque a sus obras de manera superficial, poco penetrante, y siempre dándole la razón a cada uno, aun cuando de pronto se contradiga en esos confusos errores. También, la enorme distancia entre ellos (y, en estas páginas, entre el mismo Vargas Llosa) con el mundo de la imaginación, o sea las artes plásticas y la literatura, ya no se diga el cine y el teatro.
                Hay momentos que perturban: cuando habla de “violaciones fragrantes” (pág. 52; puede ser una errata, pero no deja de asombrar, y que las ahora feministas detractoras de Vargas Llosa no lo hayan advertido —según confesión de ellas, lo combaten pero no lo leen); cuando reprocha que alguno de sus homenajeados se haya acercado a las revistas del corazón (¿se habrá mordido la lengua, ahora que aparece tanto en ellas?). Hay en cambio momentos brillantes, como cuando describe al 68 como un movimiento cuya más profunda huella haya sido contra el Manual de Carreño, y que escriba “iniquidades” en vez del incorrecto “inequidades” o "inequitativas".
                Lo más asombroso es su prosa: llena de cacofonías, ripiosa, con tropiezos, a la carrera. No es la del Vargas Llosa que nos deslumbró hace cerca de 50 años.


Publicado en El Universal Querétaro el 19 de abril de 2018.