lunes, 30 de junio de 2008

Tin Tan, ¿subversivo?

Ya sé que lo dije en Baúl de recuerdos, en donde dediqué dos capítulos a las peladeces o albures de Germán Valdés, Tin Tan, pero viéndolo bien, no es que fuera subversivo, sino que era un mandado. O era subversivo inconsciente o involuntario.
Es cierto que desafía a la autoridad, que se burla de la policía, que tilda a los políticos de corruptos y a los gendarmes de mordelones, que en cuanto ve a un agente de inmediato se esconde, que rebaja a los funcionarios a su verdadero nivel, pero de allí a que invocara al desorden o a la revolución, hay mucha distancia; sí incita a la revuelta, pero sin tintes políticos, sino al relajo más descarado.
A la que sí desafió fue a la censura; no sólo es que contemplara con deleite y picardía cualquier cuerpo femenino de buen ver (lo hicieron muchísimos actores, y hasta Arturo de Córdoba se atrevió a decir de Beatriz Ramos: “¡qué buena está mi mujer!”, en 1943), sino que iba más allá: aprovechaba cualquier descuido para verle el trasero con descaro (también lo hace Pedro Infante, y hasta hay una escena extremadamente audaz: en Los hijos de María Morales, cuando Badú e Infante descubren que Irma Dorantes y Carmelita González no son las sirvientas de Andrés Soler, y que van a ser coronadas reina y princesa de la primavera, deciden raptarlas: Badú se queda en la entrada e Infante se dirige hacia el escenario de la coronación, y por donde pasa Infante, las mujeres respingan, en clara alusión a un pellizco en el trasero; es difícil saber si estaba en el guión o fue una escena improvisada que aprovechó muy bien Fernando de Fuentes, el director).
La censura perseguía incluso menciones inocentes que hicieran referencia al amasiato, a la pérdida de la virginidad, al adulterio, y cuando eran inevitables, le imponía a las cintas una clasificación que restringía su exhibición para adultos, e incluso para mayores de 21 años, las muy muy audaces, además de que en los argumentos siempre había un castigo para aquellas que se atrevieran a mantener una relación sexual antes o fuera de matrimonio, y se excluía a las divorciadas y hasta a las viudas de cualquier posibilidad de mantener una relación sana y feliz, porque ya habían sido manchadas; en las cintas de Tin Tan no hay castigos, y hay varias menciones que resultan incomprensibles incluso para la época actual.
Ya había relatado que en El revoltoso, cuando la portera de la vecindad donde vive Tin Tan intenta arreglar los fusibles, él, con gesto de generosidad, se ofrece a componerlos pero con una frase que pasó inadvertida no sólo a los censores sino hasta a sus panegiristas: “deje que el toque me lo dé yo”; es claro que podía defenderse alegando que se refería a la electricidad (“yo jugué en el Necaxa”, dice), pero también es innegable que “el toque” en el lenguaje popular es “fumar marihuana […] Acto de absorber heroína por la nariz o las encías”: Diccionario de caló. El lenguaje del hampa en México, Carlos Chabat, Francisco Méndez Oteo, editor y distribuidor, 1956; en el más moderno Diccionario breve de mexicanismos de Guido Gómez de Silva, en cambio, darse un toque significa “sentir una descarga eléctrica”), pero hay otras referencias; en varias ocasiones le dice a Marcelo “ya te dije que no fumes esas cosas”, y en Soy charro de levita, en un restaurante pide “cigarros Amapolas”, lo que habla de malicia y no de inocencia o malos entendidos.
Otras dos escenas suceden en una menos apreciada cinta, tal vez por el final torpe: El vizconde de Montecristo; en una, lleva a Ana Bertha Lepe a un cabaret de tercera, aunque con buena música (un duelo de bailarines con Joaquín García Borolas y Vitola la hace más sabrosa aún); pero cuando termina de bailar, en medio de una nube de humo (que alarmaría a los actuales defensores de las buenas costumbres) la conmina: “vámonos de aquí, huele a petate”; posteriormente ella lo visita en la cárcel, y cuando la corre, varios presos lo acosan: “pásala”, le dice uno, a lo que Valdés responde: “¿pásala?, ni que fuera bacha”; bacha no está en los diccionarios, pero todo mundo sabe qué significa.
No todos los malentendidos, aunque hay varios, se refieren a la mariguana, o a las bebidas alcohólicas; hay muchas que se refieren al sexo; una de las escenas más memorables de toda su cinematografía sucede en el Copacabana, el famoso cabaret de La Habana antes de Castro; rodeado de bailarinas muy espectaculares, que dan varias vueltas alrededor suyo, mientras canta con sabor más que con calidad “Piel Canela”, de Bobby Capó; la más sensual de ellas, la única que no sonríe y que se mueve con más naturalidad, pasa con mirada de indiferencia, pero él la ve con admiración, al tiempo que, maravillosa coincidencia, canta “y que pierda el ancho mar su inmensidad”, y con las manos habla de inmensidad mientras le ve el trasero inmenso.
Mucho más audaz resulta una escena en una no tan buena cinta, El bello durmiente, en donde, después de un faje con Lilia del Valle, advierte que va a llegar Wolf Ruvinskis (todos son cavernícolas) y la hace irse para que él no la vea; Ruvinskis llega y le apresura para que vayan a cazar; Tin Tan se va al lado contrario de donde se ven dinosaurios; Ruvinsky lo apresura: acá está la caza grande; Valdés responde: “yo prefiero caza chica”; el equívoco es evidente: con inocencia pensamos que se refiere a los animales pequeños, pero también a la “casa chica”: (título de una cinta con Dolores del Río); más tarde, sin ese pretexto, repite la frase: “yo prefiero casa chica”, lo que hace evidente la intención.
Pero hay una escena más que puede resultar pertubadora, por la época en que se filmó, y que incluso ahora desafía a los espectadores. Al final de Los tres mosqueteros y medio, cuando los mosqueteros Ruvinskis, Marcelo Chávez y Luis Aldás se unen al nuevo mosquetero Tin Tan y repiten el muy conocido (hasta por lo que no han leído el libro) “todos para uno y uno para todos”, la muy hermosa Rosita Arenas interviene y exclama que ese mosquetero es para ella; la cinta termina con el tradicional beso de la pareja principal, que significa que fueron felices para siempre; es más inquietante lo que sucede detrás de ellos: también se besan los tres mosqueteros entre ellos; es cierto que es en la mejilla: falta mucho para los besos en Bloody Sunday, y mucho más para los besos de Madonna a sus alternantes femeninas.
Insisto: no hay incitaciones a la rebelión ni a la disidencia en las películas que Tin Tan, pero hay un llamado al desenfreno, al relajo (no en el sentido de relajarse, sino en el de olvidarse de la seriedad, de hacer un paréntesis en la realidad y dejar entrar sino lo prohibido, lo desaconsejado), a la sensualidad, a la informalidad. Y eso es mucho más subversivo que los llamados a rebelarse contra el gobierno. No hay que olvidar que en los años cuarenta y cincuenta las actrices no podían mostrar la ropa interior; con Tin Tan lo hicieron Meche Barba y, más asombroso aún, Marga López.

lunes, 23 de junio de 2008

La sensibilidad femenina

A la popularidad de Murakami se une la de una casi contemporánea y paisana, Banana Yoshimoto, de quien acaba de aparecer en español su séptimo libro publicado por Tusquets Editores, Tsugumi, relato largo, más que novela breve, con una anécdota que aparentemente no tiene nada, más que un lenguaje muy rico y un mundo interno lleno de torbellinos, remolinos y pequeños sismos que no por breves y poco intensos dejan de pegar chicos sustotes.
Aunque el libro tiene más de 180 páginas (claro, con tipos de 12/14 y caja chica), la estructura es de un relato en el que aunque aparecen varios personajes importantes (cuatro adultos, varios adolescentes, algunos incidentales que hasta llegan a tener un diálogo), pero en realidad son tres los que importan, y viven varios acontecimientos, y sólo dos son trascendentes.
Dos son trascendentes, pero hay muchos detalles que enriquecen la atmósfera: la diferencia de vivir junto al mar o en el caos urbano; las comunidades pequeñas que aunque rivalizan en negocios conviven con armonía, comparadas con los rostros anónimos de las grandes ciudades (Yoshimoto idealiza las primeras, y uno le da la razón pero sólo mientras la lee); la lucha intensa entre quienes desean convivir, pasear, divertirse, y los que aspiran a vivir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa; las grandes pasiones contra los amores reconfortantes; la rebeldía contra la sumisión, todo eso escondido en la narración de una adolescente que admira y envidia a su prima, enferma de un mal que nunca se revela, con la sempiterna amenaza de la muerte inminente que además se hace presente mediante fiebres inexplicables, una fragilidad insoportable, pero que le dan una vitalidad de la que carecen la narradora y un personaje enigmático, que vacila entre las dos, que trabaja como conciencia de ambas, y que representa un respiro, una pausa en el relato, porque contrasta con las otras dos.
Tsugumi, la principal protagonista, es vista con la mirada envidiosa de su prima Maria, que le gustaría ser como su prima pero a la que detienen las convenciones, el miedo a la audacia y a la impertinencia, al torbellino que es Tsugumi, descrita además como una mujer inteligente y de gran belleza.
Pero hay varias contradicciones: ¿cómo es que Maria, hija de una pareja separada por el destino –el padre está casado con una frívola que sólo aspira a ir a fiestas y reuniones, como las mujeres maduras del cine mexicano de los años cuarenta y cincuenta; la madre, que espera pacientemente a que aquél se divorcie, lo que hace cuando Maria ya es la también hermosa adolescente a punto de ingresar a la universidad— es tan convencional, timorata, espantada –se escandaliza una tarde en que solas en la playa, le ve los calzones a Tsusumi—, y en cambio Tsugumi, la hija menor de un matrimonio sólido, feliz, propietario de una casa de huéspedes sin más amenaza que el futuro industrializador –representado por una posible cadena hotelera que puede absorber a todo el turismo de la pequeña comunidad, algo así como los Wal-Mart que hacen desaparecer a todas las tienditas del barrio—, sea tan rebelde, caprichuda, voluntariosa, impertinente, grotesca? ¿Cómo es que Maria se impresione tanto con la aparición de Kyoichi, un adolescente un poco mayor, rico, independiente, hijo de quienes van a construir el hotel que hará desaparecer las casas de huéspedes de la península donde se desarrolla la acción, y sin embargo no se enamore de él y se alegre de que sí lo haga Tsugumi? ¿Cómo es que Kyoichi no se enamore de Yoko, la hermana mayor de Tsugumi, aunque sea más afín a él de lo que es Tsugumi? ¿Cómo es que Kyoichi tenga todos esos defectos y sin embargo no es odioso, petulante, arrogante, y en cambio muestra una madurez de la que carece el padre de Maria?
Tal vez porque todo está enfocado desde la visión idílica de Maria, quien se niega a dejar Izu e irse a vivir a Tokio; es decir, se niega a madurar; entonces todo le parece travieso, no ve el drama del padre, quien pese a estar convencido de que su destino es Maria y la madre, se tarda tantos años en separarse, o por lo menos Yoshimoto se abstiene de contarnos esa historia, que se antoja muy interesante, aunque no melodramática; no ve el drama de los tíos, los padres de Yoko y Tsugumi, que no pueden controlar a sus hijas; no ve tampoco el de las autoridades escolares, que se tienen que hacer de la vista gorda ante los desmanes de Tsugumi; no reconoce el dilema social que representan los tres adolescentes sin nombre que no vacilan en matar al perro de Kyoichi por pura envidia que le tienen, ni se aterroriza por la potencialidad de violencia y crimen de Tsugumi, quien intenta asesinar uno a uno a esos adolescentes; en cambio, ve con fascinación el idilio entre Kyoichi y Tsugumi, sin erotismo ni pasión, como de escuela secundaria en los años sesenta, sin advertir que en el futuro podrían ser incompatibles porque ya se ve que él será un millonario solitario y ella no dejará de ser el torbellino imparable (who I am to blow against the wind?, diría Paul Simon).
Quien sí lo advierte es Tsugumi, y sabe que debe disfrutar el instante (“mientras dure el amor, ámame entonces”) y no desperdiciarlo ni amargarlo con la esperanza de un futuro imposible, aunque tampoco intenta que los acontecimientos se precipiten.
En fin, en el relato, que se constriñe a un largo prólogo al idilio entre Tsugumi y Kyoichi, amenazado por la enfermedad de ella que hace pensar a todos que finalmente será vencida por la enfermedad, hay muchas aristas no tocadas por Yoshimoto: los adultos, cuya vida es tan interesante, o tan carente de interés, como la de los hijos; la visión sociológica, que es la irrupción de la modernidad corruptora en el territorio virgen; el erotismo juvenil, que puede ser impetuoso y desbordado e irresponsable, o impetuoso pero contenido y con una etapa de plenitud y sin un futuro tormentoso y sí de recuerdos gratos; tampoco aborda el aspecto económico, aunque sí lo esboza, de qué es lo que le pasará a las familias que viven del turismo que, adivina Yoshimoto, preferirán la anodina e impersonal atención del gran hotel a la familiar y tradicional de las casas de huéspedes; ni el político, que es la abismal diferencia entre las grandes y las pequeñas ciudades.
Tsugumi tiene todas las características para ser un libro cursi; por fortuna no lo es, pese al empeño de los personajes; ¿qué la salva? No la estructura, lineal y convencional; no el lenguaje, ni audaz ni experimental, aunque hay que decir que por esta ocasión la traducción, de Alberto Nora Cabellos y Bibiana Morante Mediavilla, es bastante aceptable, por más que se cuele uno que otro solecismo. Lo que salva a la historia de caer en la cursilería es la visión femenina. Mucho es de temerse que en manos de un hombre sería espantosa y almibarada. O peor; en una escritora tratando de dar una visión masculina.
La sensibilidad inteligente de Yoshimoto da a la historia una sutileza en la que no caben el erotismo salvaje –que escribiría una mujer— ni la sublimación del amor –en manos masculinas. No es una historia fuera de lo común, pero Yoshimoto así lo hace parecer: una entrega total, aunque con la certidumbre de que no es eterna, pero tampoco fugaz; una historia sin principio ni final, aunque no tenga futuro. ¿Es posible tal? Sí, gracias a la sensibilidad femenina, que regresa a la travesura, a la impertinencia, a las malas palabras, al erotismo incipiente y nervioso, toda la carga subversiva que merecen tener, y que ya no existe de tanto que se han choteado, al menos en la literatura mexicana.
Lo malo del libro es el corolario, donde Yoshimoto confirma que ella es Tsugumi. No había ninguna necesidad, ya lo sabíamos.

Yoshimoto, Banana, Tsugumi, Tusquetsa Editores, colección Andanzas, Barcelona, España, 2008, 186 pp.

lunes, 16 de junio de 2008

Retrato de una generación

Después del gratísimo sabor que deja Fiebre en las gradas, me di a la tarea de buscar Alta fidelidad, de Nick Hornby, con la consecuencia de que encontré 31 canciones y Cómo ser buenos (todos, de Anagrama), pero no ésa; es más, todos me ofrecían la de Rosa Beltrán, hasta que la encontré después de casi dos semanas de visitas a librerías del sur, del centro y del poniente.
La novela es excelente, aunque conocer la cinta de Stephen Frears desdibuja la anécdota y hace que se lea con un poco de impaciencia: la vida de Rob Fleming, dueño de una tienda de discos, snob (la tienda y el dueño), donde se especializan en discos de acetato, y en donde no atienden a los clientes que buscan lo comercial, lo sentimental y lo popular, y en cambio privilegian lo marginal, lo desconocido, aunque como negocio sea casi un fracaso.
Lo atractivo no es desde luego la base de la trama, sino el retrato de una generación, que coincide con la que en México sería de transición entre la llamada “de la Onda” y la posterior (no el “crack”), para la que la música es indispensable, vital (como para la anterior lo fue el cine), y que aún creyó en la ética, pero no en la moral.
Los personajes centrales de Alta fidelidad se la pasan haciendo listas (no una numeralia) de todo: de los fracasos amorosos más hondos, de las canciones para toda ocasión (desde las conquistas hasta los fallecimientos), y en ellas basan su conducta; prefieren el fracaso frente a la posibilidad de corrupción, pero que no dejan pasar la posibilidad de acostarse con cuanta mujer se muestre disponible, incluso a costa de su estabilidad. En una metáfora discográfica, prefieren un disco malo pero con una buena canción, que tener una antología con puras canciones buenas.
Basan sus relaciones en una (imposible) identificación: simpatizan con quienes comparten sus gustos musicales, y el narrador se lleva una desilusión luego de pasar una velada agradable, y luego descubre que los discos que tienen esos amigos a él le parecen simples, lugares comunes, lo que pone en duda sus estándares.
La trama es muy conocida; Laura, la pareja en turno, pero con muchas posibilidades de que lo sea por mucho tiempo (lo más cercano a la estabilidad conyugal) deja a Rob por un exvecino al que cree con potencial sexual ilimitado, pero sobre todo porque Rob no ha cambiado en mucho tiempo, está tenso, y ya no la hace reír; él comienza a perseguirla, a acosarla, a interrogarla por los motivos de su abandono, y se consuela al pensar que Laura no está dentro de los cinco rompimientos que más le han dolido; la persecución es muy divertida, como el tono de la novela, lo más semejante a un diálogo entre autor y lector, pero también una cruel metáfora de una educación sentimental en la que sobresalen los consejos otorgados por los cantantes favoritos; el narrador se pregunta qué haría Bruce Springsteen en una situación como la que está viviendo él (en la cinta aparece el propio Springsteen), o recuerda pasajes de algunas piezas que concuerdan o coinciden con lo que siente; no llega al extremo de citar “no es necesario que cuando tú pases me digas adiós”, pero sí muchas canciones incluso de los años cincuenta, y que parecieran anodinas (Barry Goldsboro; en cambio, Kate Bush le parece inadecuada).
La desbordada imaginación de los personajes hace que la novela sea tan divertida, porque las situaciones dejan de ser graves y pierden todo contexto dramático, y más aún, melodramático; todas las pequeñas tragedias (si son ajenas) se convierten en algo cómico, y la actuación de los protagonistas es ridícula (si es ajena), aunque como es un retrato colectivo no deja de retratarnos a todos.
Si hacemos a un lado, por el momento, las situaciones anecdóticas, las vivencias de los personajes, y nos limitamos a las características literarias, no queda más que decir que se trata de un libro sobresaliente: no sólo bien escrito (lo que suponemos porque sobrevive a una típica traducción de Anagrama, con la cuestión de que hay demasiada jerga que, ya sabemos, los traductores de esta editorial la convierten y adaptan a unos tópicos demasiado locales, y dejan al resto –numerosísimo— de los lectores en español con una sensación de ignorancia total), sino que resuelve con mucho ingenio las trampas cronológicas, los saltos entre una aventura sentimental y una erótica, y transita con habilidad de la confidencia a la delación; aunque muchas de las cosas que se cuentan son trampas, delitos –acoso, asedio, chantaje—, al lector no le queda más remedio que simpatizar con el narrador que es más que omnipresente, porque se entromete en la vida de los demás mediante chismes, espionaje y, con más frecuencia, imaginando situaciones que no presencia.
Al narrador lo acompañan otros personajes que parecieran típicos y previsibles, pero tienen la habilidad de sorprendernos no sólo a los lectores, sino al mismo Rob; las muchas mujeres que aparecen tienen la habilidad de incitar al lector tanto como al protagonista, a veces con leves escarceos, y a veces con entregas apasionadas que se frenan de manera tan imprevista que provocan desolación (a uno y a los otros).
Alta fidelidad es una de las novelas menos maniqueas que podamos encontrar en la narrativa reciente; el lector no puede aceptar los estereotipos, que por otro lado Hornby rompe con gran facilidad, e impide que uno espere un final feliz: cuando mucho, encontramos que los personajes se reconcilian, pero no eluden las trampas; mientras Rob vuelve a poner en peligro la estabilidad restablecida cuando Laura decide volver con él, al aceptar los coqueteos de una reportera sensual (a la que le prepara una cinta con canciones adecuadas para cortejarla, truco que ha empleado con la misma Laura y con otras mujeres), pero Laura insiste en convertirlo en empresario exitoso, que es lo que él ha evitado a lo largo de la novela, y de su vida. También es una narración muy exacta de lo que se vive cuando hay un rompimiento amoroso.
El lector puede preguntarse qué es lo que le divierte del libro, si se cuentan traiciones, desamores, desilusiones, soledad –aun en compañía—; si el personaje vive de una manera inadecuada –para los estándares sociales— y es rechazado, criticado, incluso por quienes él cree que son sus cómplices.
De cualquier manera, es preferible a todos los triunfadores, a los junior executive (a los que ya criticaba Monsiváis en su Autobiografía precoz); es un Narrador de De perfil ya adulto pero siempre inmaduro, más cerca de la aventura adolescente que de asentar cabeza. Es un joven eterno que vive al ritmo de la música, y que rechaza el dinero (en un episodio que no incide en la trama, se abstiene de comprar por un precio ridículo una colección de EP invaluable, no sólo en un acto de honestidad económica, sino de solidaridad con un adúltero); es el retrato de un rebelde al que todos (o casi) insisten en redimir.
Abundan las situaciones divertidas: cuando quiere justificar su cercanía (incluso erótica) con una cantante; cuando Laura y esa cantante quedan frente a frente y se reproduce una escena que pareciera imaginada por Schopenhauer: dos mujeres que quieren “marcar” su territorio y medir sus fuerzas, ante el terror de Rob.

A la traducción dudosa hay que añadir un dato curioso: en las Memorias de mis putas tristes, García Márquez poner a su protagonista, ya jubilado de muchos aspectos de la vida, a acomodar sus libros en el orden en que los leyó; esa escena fue de las más celebradas de su novela, pero resulta que Hornby pone a Rob Fleming a acomodar sus discos también en el orden en que los escuchó por primera vez, sólo que Hornby publicó Alta fidelidad en 1995 (aunque Anagrama lo tradujo apenas en noviembre de 2007 –¿cómo la conoció Salvador González, quien me la recomendó hace como dos años?—, casi diez años antes que García Márquez.
(Con saludos a Jesús Iturralde, quien debe disfrutar mucho este libro.)

Hornby, Nick, Alta fidelidad (High Fidelity), Edit. Anagrama, col. Panorama de narrativas, 2007, 348 pp.

sábado, 7 de junio de 2008

Vida y aconteceres de un fanático del futbol

Hace un par de años descubrí un film no muy reciente, High Fidelity, de Stephen Frears, con una excelente actuación de John Cusack y de su hermana gemela; y una aparición de Bruce Springsteen; se la comenté a Salvador González, quien me dijo que seguramente estaba basada en la novela de Nick Hornby; no recuerdo si me dijo que estaba publicada, pero la encontré apenas el 2 de junio, luego de recorrer varias librerías que, como ya es costumbre, no tienen nada de lo que ya no es novedad.
Antes había conseguido, sin saber que era de él, Fiebre en las gradas, que todavía está en las mesas de novedades; fue su primera novela y Anagrama apenas acaba de editarla, después de lanzar varias novelas que apenas ando pepenando: Cómo ser buenos, 31 canciones, En picado. Anagrama no incluye en su información si las ediciones siguen vigentes ni qué otros títulos del autor ha publicado o piensa publicar.
En algún momento de Fiebre en las gradas, el narrador, omnipresente y sobre todo omnisapiente, recuerda que en los años setenta no se transmitía tanto futbol por la televisión; ahora todos los días hay un juego, cuando menos; en cada noticiario hay una sección llamada deportiva pero en donde el futbol consume el 90 por ciento del tiempo; desde que ESPN se volvió “latino” el futbol desplazó a los demás deportes que fueron reducidos a notas rápidas e incompletas en los cintillos, y desde que el equipo deportivo de TV Azteca se trasladó a Cablevisión sólo hablan de futbol. Es ahora cuando en México cobra actualidad Fiebre en las gradas, publicada en 1992 como Fever Pitch, y hace sentir ridícula y excesiva toda pasión deportiva, pero especialmente la futbolera.
El narrador relata sus inicios como “hincha” (término suramericano que se ha extendido a todo el mundo, aunque en México nos hemos resistido), cuando niño producto de un hogar en descomposición, y cómo se fue transformando en un monstruo, aunque cabría preguntarse si en verdad es un monstruo, porque sólo exagera lo que hacen todos los demás: se sabe sin titubeos en qué época, en qué temporada, sucedieron algunos resultados de su equipo, se sabe todas las alineaciones (no es infrecuente: puedo decir que en 1962 el Club América tenía casi siempre a Ormeño; Bosco, Portugal y Lemus; Shandley y Nájera; Pepín Valdés, el Tico Soto, Calderón, Pavés y el Curro Buendía; que el Perro Cuenca desplazó al Gato Lemus; que al final de esa temporada Walter Ormeño y el entrenador Fernando Marcos golpearon al árbitro Felipe Buergos –¿o fue Fernando?— y los suspendieron un año, por lo que el Pájaro Huerta quedó como portero titular hasta que llegó un Manuel Camacho ya en decadencia pero aún efectivo, y que fugazmente llegó un jugador de Curazao, Ronald Martell, quien desquició a la Liga Mexicana de Futbol, pero en el receso –que ya no hay— cayó en las garras del vicio y fue despedido), recuerda cada jugada espectacular, recrea los momentos culminantes, y asocia cada gran juego con algún acontecimiento de su vida: el divorcio de sus padres, el descubrimiento de un medio hermano –al que contagia su vicio por el futbol—, su entrada a la adolescencia, sus erráticos escarceos sexuales, su vida escolar, su vida laboral, su vida conyugal, y todo eso contaminado por su afición por el futbol.
Es un fanático de (o como decimos aquí: le va a) un equipo perdedor, que apenas en una casi treintena de años gana un campeonato de liga, y alguno que otro torneo internacional de menor cuantía; que sabe de la mediocridad de su favorito, y aun así acude cada quince días al estadio, porta una camiseta que remeda al uniforme de su equipo, traba amistad con gente totalmente opuesta a él sólo porque “le van” al mismo equipo; se sabe la vida de los integrantes de su oncena, y los sigue considerando como suyos aunque se pasen a otro competidor.
No carece de crítica; en el libro conmemorativo de su equipo se recalca la permanencia de un jugador que pocas veces hizo algo, pero que festeja como si fueran suyos los méritos de otros: celebra como suyos los autogoles de los contrarios, corre por toda la cancha ante el azoro incluso de sus compañeros, que no dan crédito por tanto bullicio, si sólo se trata de un juego; la crítica se extiende al reconocimiento de la mediocridad de su equipo, de su sorpresa cuando llegan a vencer a rivales más poderosos, acepta con resignación cuando los apabullan, pero no deja de sentirse humillado, pero cuando sus amigos lo felicitan por algún resultado a favor, también siente suyo un triunfo que fue de otros; tan no carece de crítica, que sabe que vestirse con una camisola de su equipo para ver un juego por televisión no le ayuda mucho al equipo, y que es un tanto ridículo, pero no deja de hacerlo.
No es sin embargo un libro para chotear a los fanáticos, porque todo se vuelve tragedia, en los planos personal y social. En el primero, porque le interesa más el destino de su equipo que el suyo, abandona proyectos, se conforma con empleos muy por debajo de su potencial, que dedica a la rememoración de los juegos incluso menos memorables; al final del relato, cuando ya no tiene regreso, sabe que su pasión es adecuada para la adolescencia, pero no para la vida adulta, no para la madurez; que no se resigna al disfrute estético, sino que toda su energía se consume por un juego que no juega, sino que es un simple espectador.
Y el deterioro no sólo es suyo, es de todo un sector de la sociedad que lleva su frustración por la derrota de su equipo, a agredir a los fanáticos de otros clubes, a desquitarse con desconocidos, y de allí a la formación de los hooligans, a los fanáticos que viajan a otros estadios en grupo y agraden, forman bandas que golpean y provocan la intervención de la policía –siempre lamentable, torpe, inoportuna— y las muertes consecuentes. En algún momento, el narrador se pregunta cómo se puede vitorear un partido apenas dos semanas después de alguna tragedia donde han perecido cuando menos un millar de fanáticos.
Ante varias tragedias por sobrecupo, por agresiones, por fanatismo, el lector se pregunta junto con el narrador cómo puede seguir difundiéndose el futbol como la principal actividad en el mundo, más importante que la vida, y con más peso informativo que la guerra (ya se sabe que a Evo Morales le gustaría que todos los conflictos se resolvieran en una cancha deportiva, y él jugando como centro delantero; no le costaría mucho a los fanáticos del futbol recordarme la época en que Fidel Castro interrumpía los juegos de beisbol para bajar a la lomita de pitcheo y lanzar a home algunas pitcheadas –pero nunca se le ocurrió retar a Kennedy o a Nixon a un duelo de pitcheo).
El libro es muy divertido la mayor parte del tiempo, porque no repite las conductas del narrador, las disemina a lo largo de 340 páginas nutridas de anécdotas que chotean de una manera brutal a este que no es un ente exagerado, sino que es el paradigma de los fanáticos: siente tan suyas las victorias, los empates y las derrotas, que siempre habla en primera persona del plural: cuando ganamos; ese día empatamos; nos derrotaron, nos pasaron por encima, nos humillaron; tiene cuanta publicación aparece, sigue los comentarios por televisión, enfoca sus simpatías dependiendo de sus afinidades deportivas, y su vida amorosa corre al parejo de los juegos, hasta que termina derrotada por algún partido: tan no es exageración que hace un par de semanas una encuesta dejó al descubierto que el 70 por ciento de los españoles prefiere ver un partido de fútbol que practicar el sexo (solo o acompañado), y los comentaristas afirmaron que no era una condición exclusiva de los españoles, sólo que la encuesta los tomaba en consideración sólo a ellos.
En Estados Unidos se habla de las viudas del deporte; en Damn Yankees (de Stanley Donen, nada menos) hay una canción en que varias esposas se quejan de que lo son sólo mientras no hay temporada de beisbol; hay asociaciones de esposas de jugadores de futbol americano que se reúnen para no estar solas durante la temporada (y eso que dura apenas poco más de cinco meses, no todo el año, como el soccer); pero la difusión excesiva del futbol, el exagerado número de campeonatos (en los sesenta no eran tantos: el campeonato de liga, la Copa México –con un juego extra: campeón de campeones—, el Jarrito de Oro, los pentagonales, los hexagonales; hubo un artículo memorable de Tomás Mojarro apenas a principios de los ochenta de cómo su primo Jerásimo sufría por la sequía de futbol, de un par de meses, que ahora no se da), dejan la impresión de que los fanáticos del futbol sólo entienden de futbol, se sienten capacitados para criticar a los entrenadores, a los árbitros (el capítulo dedicado a los jueces es insuperable), a los directivos, a los fanáticos de otros equipos.
El libro es extraordinario; hace poco más de 40 años Emmanuel Carballo hizo un trabajo extraordinario con Los dueños del tiempo, lamentablemente agotado desde su aparición y nunca reeditado; Vicente Verdú en Alianza Editorial publicó una serie de ensayos, y en el Fondo de Cultura Económica apareció La locura por el futbol, de Janet Lever (traducido por Juan José Utrilla, quien definió de manera puntual el exceso televisivo cuando en una cantina sólo se veían resúmenes de juegos internacionales: ¡cuántos goles se anotan en el mundo!), todos ellos esclarecedores de la conducta del fanático, pero Hornby los rebasa, los pone tal cual, cómo se atreven a hablarle como si fuera viejo conocido de un jugador cuando se pronto se topa con él (me acuso: quedé casi mudo cuando Justo Molachino me presentó a Mario Pavés, y me volví torpe cuando Refugio Melchor y yo entrevistamos a José Luis Desachy y a Arlindo); Fiebre en las gradas es un libro del que nunca se olvidará ningún lector, y menos cuando se siente a ver un juego, sea en las gradas o frente al televisior.
Lo malo es que es un libro traducido por Anagrama, que se resta méritos editoriales (nos pone al corriente de los mejores libros ingleses, estadounidenses, franceses) pero en pésimas versiones: dice “juega al futbol” en vez de “juega futbol”; habla del vestuario en vez de los vestidores (novena acepción en el Diccionario de la Real Academia en la edición de 1970, tercera en la más reciente, lo que habla del deterioro de la Academia; para leerlo, es recomendable tener a la mano el Diccionario de expresiones malsonantes del español, de Jaime Martín, y el Diccionario de argot español y lenguaje popular, de Pilar Daniel), y usa tantos modismos que el lector tiene la impresión de estar frente a las confesiones de un fanático español antes que las de un fanático inglés, que es el verdadero fondo del libro: la estructura mental de un fanático de un país que fue grande y que ya no es nada, lo que se explica por el manejo político de un deporte (Argentina en los años ochenta; México en 1970 y 1986, y a partir de allí todos los Campeonatos Mundiales y por desgracia los Juegos Olímpicos; vaya, ni el tenis se salva de la corrupción y las corruptelas, y parece que tampoco el golf) que ya no es deporte sino un instrumento de dominación masiva, con millones de cómplices involuntarios, o sea los fanáticos que, sabiendo que lo son, siguen siéndolo.
(Hornby, Nick, Fiebre en las gradas, Anagrama, Col. Panorama de Narrativas, Barcelona, abril de 2007, 341 pp.)