martes, 26 de junio de 2018

Casa de citas, o cariñitos de un instante


¿Cuántos hombres has tenido?, pregunta Meryll Noe Blake a Liz Hamilton; ¿Después de cuántos eres puta?, pregunta a su vez el personaje de Hamilton: ¡Tres!, dice rotunda Blake (Blake es el personaje interpretado por Candice Bergen; Hamilton, el que interpreta Jacqueline Bisset, en Ricas y famosas, cinta dirigida por el por lo regular sutil y delicado George Cukor, en 1981). No hay disimulo: la palabra que no se atrevían a pronunciar antes de esa fecha era slut, o sea puta, o guarra en el lenguaje madrileño.
                Esto, a colación del más reciente libro de Humberto Musacchio, en el que con exuberancia lexicográfica y filológica enumera las diferentes maneras de llamar a las que venden placer a los hombres que vienen del mar, como descaradamente cantó Lina Boytler en La mujer del puerto (Arcady Boytler, 1934), en el breve De banqueta y canapé (Luna Media Comunicación, 2017), tan breve que puede sostenerse con una sola mano.
                Con picardía (le llama “bello” al vello púbico), hace gala de conocimientos a lo largo de cinco siglos y cacho de cómo se referían hombres y algunas mujeres a las que se dedicaban al comercio carnal; abreva (verbo muy de su gusto pero que ahora disimuló) en historiadores, registros, poemas, novelas, de autores desde la Colonia hasta las primeras décadas del siglo XX, por lo regular con justicia aunque se le escape uno que otro adjetivo no siempre amable. Por géneros, épocas, estilos de vida y hasta barrios citadinos, describe cómo se le llamó a quienes despertaban bajas pasiones entre funcionarios del gobierno, del clero, de la milicia y sobre todo entre los hombres que no encontraban cómo desfogar sus ardores (”Great balls of fire”, los describe Jerry Lee Lewis), fuera un desahogo o una urgencia (“It’s now or never, be mine tonight”, urgió Elvis Presley), o para encontrar el aroma de labios que no fueran de la gélida esposa, o a buscar calor del nido que se deja en el olvido.
                Llama la atención el número de calificativos con que se cataloga a las mujeres a quienes la vida en su avalancha arrastró (favor de hacer una pausa para evitar la sinalefa); Musacchio, hombre con conciencia, aclara que la mayoría de las pecadoras lo eran por cuestiones sociales y económicas (aunque cualquiera mal haga), como las protagonistas de las obras de Gamboa, de Micrós, de los poemas de Plaza y de Acuña; no se distinguen, en las consecuencias, de las víctimas del engaño que van por la vida recordando a un hombre y arrastrando a un niño, que se creyeron las promesas de quienes las usaron y las olvidaron (aunque hay que hacer un espacio a una categoría especial, la de "la costurerita que dio su mal paso / y lo peor de todo, sin necesidad", la personaje de un poema de Evaristo Carriego, compilado por Luis Miguel Aguilar en su excelente antología de poesía popular, y recordado, el poema, por Jorge Luis Borges en sus lecciones sobre El tango, editado recientemente por Lumen).
                Hay que hacer notar la diferencia notable de la escasez de adjetivos en los diccionarios, incluidos los de sinónimos y antónimos, con los recogidos (¿sustantivo?) en los diccionarios de Corripio (29) y Casares (cerca de cien), muy superiores a los del DRAE y otros más puritanos, sobre todo en las definiciones. Y eso que Musacchio no se detuvo en el delicioso Los adjetivos de la lengua española, de Honorato Colmenares (edición de autor, 1979), quien encuentra en cada uno un motivo para asestárselo a las pobres damiselas (“Fácil, galante, cortesana, liviana, casquivana. Son adjetivos que se emplean eufemísticamente para no usar el más crudo de mujer pública ni los nombres substantivos: prostituta, ramera, piruja, etc.”); se hubiera divertido bastante.
                Aunque menciona unas cuantas películas en las que las mujeres caen en el arroyo (algunas después son rescatadas por hombres decentes que además le componen canciones que cantan Emilio Tuero y Fernando Fernández –Jorge Negrete, una sola en toda su carrera y eso que le tocó la época de oro de las pecadoras, perdidas, aventureras, callejeras, pero con el gesto alegre de Ninón Sevilla o Meche Barba), se le escapan muchas que narran las que sobreviven a la tragedia gracias a su carácter y a la mala memoria de sus maridos. Sobre todo, las que pueblan canciones que narran las vivencias de las que sólo son pasivas, cariñitos de un instante y no volverlas a ver, las que como aberrantes vivirán, y consciente o inconscientemente viven con el temor de una indiscreción que las convierta en las señoras Bovary de la actualidad.
                Otro punto en el que hay que ahondar (sin albur ni insinuación): ¿el límite de relaciones copulares (oséase, fuera de matrimonio, o antes) es de tres, en la actualidad? ¿Los amigovios, los amigos con derechos, los experimentos, las parejas que viven con el terror de la estabilidad, son lo mismo que las aventuras premaritales de antes; las fiestas y despedidas donde por no dejar se dejan, las convierten en las mujeres dignas de los adjetivos que recoge Musacchio? Los matrimonios prematuros durante las Guerras Mundiales y los períodos inmediatamente posteriores, que fueron definidos por Carlos Barocela con tanta precisión: “hay tanta adolescencia apresurada y tanta soledad arrepentida”; las épocas de crisis social, política, económica han desestabilizado las relaciones de pareja, por no mencionar que las presiones provocan que se inicien mucho antes que lo que se acostumbraba en las épocas de López Velarde, que recurría a las damas galantes sin precaver la gota categórica, o conformarse con evocar a la prima a la que se "la deba" la costumbre heroicamente insana de hablar solo, a falta del amor amoroso de las parejas pares. Nadie se escandaliza de que no se expongan sábanas con manchas de púrpura. Oséase, ya nada es lo mismo.
                Claro, no se le puede reprochar la ausencia de pasajes de Casi el paraíso, de La región más transparente o De perfil, en la que si no hay una apología, hay una visión casi cómplice de las prostiputas: ya son muy recientes; en cambio se le puede reprochar que nos haya escamoteado el cartel de El camino del infierno, anunciado pero no incluido, y la omisión de un cartel de El baño de Afrodita, con las argentinas piernas de Rosario Granados, única cinta donde ésta no es pudibunda y sí tentadora, y el calificativo que merecería la poseedora de la bruna cabellera y las lianas del cuerpo retorcidas en el torso viril que la subyuga con una gran palpitación de vidas.
                Como es costumbre en las ediciones de los pescadores de perlas, se fueron varias erratas, la más curiosa: la ausencia de un acento en el nombre del encargado de la edición.

(Ojo: todo el escrito, como ha visto el lector atento, es una casa de citas.)


(Otro ojo: esta reseña fue censurada en alguna que otra publicación.)

sábado, 16 de junio de 2018

Mis villanos favoritos (IV). Carlos López Moctezuma


Hace pocas semanas, en una charla en redes sociales, gente informada calificó a Carlos López Moctezuma como un eterno villano del cine mexicano, aunque los contertulios adivinaban que como ser de carne y hueso debe de haber sido simpático y gentil. Tuve la oportunidad de ser inoportuno y recordar en esa plática que en algunos papeles está lejos de ser el villano que todos recordamos: en Padre nuestro es víctima de la maldad e incomprensión de los hijos, por los que debe sacrificarse; en Modisto de señoras no sólo debe solapar que el falso amanerado D’Maurice le venda vestidos carísimos a su casquivana esposa Claudia Islas, sino que Garcés se la faje con el pretexto de medirle la ropa, y además abstenerse de asesinarlo para que no cayera sobre él la sospecha de que también a él se le cayera la mano; en ¡Qué viene mi marido! es víctima del falso suicida Arturo de Córdoba, quien se queda con la herencia de Amparo Morillo; en Campeón sin corona  es el mánager del altanero boxeador David Silva (una metáfora de Rodolfo Casanova); en Así se quiere en Jalisco es el patrón entre malvado y generoso que no puede hacer cumplir el derecho de pernada sobre María Elena Marqués, y además es vencido por su subalterno Jorge Negrete.
                Como villano, allí no fue eficaz; lo es en Pata de palo, donde muy comprensiblemente quiere chantajear a Eduardo Arozamena para que le permita ejercer el derecho de pernada sobre Lilia Prado, una de las más sensuales actrices del cine mexicano (se afirmaba que sus medidas eran similares a las de cualquier Miss Universo, aunque medía 25 centímetros menos); en El gendarme desconocido es vencido por el inepto policía Mario Moreno, quien además le da baje con la muy cachonda Mapy Cortés; es villano en Cuando los hijos se van sólo porque se esconde y hace creer que no fue él sino Emilio Tuero quien sale del cuarto de Gloria Marín, y además permite que crean que el inocuo Tuero robó el dinero que roba él; pero lo peor es que, muerto Tuero por el otro villano Miguel Inclán, se arrepiente en plena cena de Navidad, para tormento de Fernando Soler.
                En las más de 200 cintas en que intervino, López Moctezuma ejerció con eficacia su oficio de malo: contra Jorge Negrete, contra María Félix, a quien pretende hacerla partícipe del derecho de pernada; sobre cuanta mujer lujuriosa, con inocencia o maldad, lo hacía víctima de bajos instintos, más que a cualquier otro villano, Rodolfo Acosta aparte.
                López Moctezuma es villano, torvo a veces, pero casi siempre redimible, sentimental, dispuesto al arrepentimiento (excepto en Pata de palo, donde muere al caerse de una azotea, como caían los villanos de esa etapa de nuestro cine, copiando a Jorge Arriaga, el malo malo de Ustedes los ricos). Y el lector comprenderá que tenía motivos para desear a Prado, que estaba en uno de sus mejores momentos; por otro lado, su físico se asemejaba más al de los galanes que al de los otros villanos; uno de los actores más altos de la época, rasgos finos, ojos claros, y su gesto fiero era menos fiero que el de sus colegas malvados; si se le despoja de la etiqueta de villano, su mirada sobre las damas jóvenes es menos perverso que el de Germán Valdés, para quien sus acompañantes son fugaces y momentáneas; o el de Pedro Infante, quien observa más las cualidades corporales que las conductas virtuosas de sus conquistadas; es más expresivo que Jorge Negrete, quien nunca logra convencer al espectador de su amor o cuando menos de su deseo por sus cointérpretes; por lo menos, es mucho más simpático si se le compara con los héroes o víctimas de sus dos cintas y actuaciones más sobresalientes (desde mi punto de vista, aclaro): en Un divorcio niega a plegarse a los chantajes de la siempre chantajista Marga López, quien no accede a vivir con él, a pesar de su bondad, su cariño por su hijita, su solvencia moral y económica, mientras no se muera su esposo inútil, porque ella no cree en el divorcio, y lleva su martirio al hecho de no presentarse a la primera comunión de la lacrimosa hijita, quien asiste sola a la ceremonia sólo porque sus papás son divorciados; López Moctezuma, con argumentos sólidos, hace tambalear la fe del sacerdote Julio Villarreal (uno de nuestros mejores villanos) al explicarle el porqué de su (¡horror!) ateísmo.
                Más simpático es el villano que interpreta en una de las máximas joyas de nuestro cine, La estatua de carne, donde padrotea a la muy atractiva Elsa Aguirre, a quien apoda Yoconda porque la quemó con un cerillo de La Central, que tenía una copia del cuadro de Leonardo; la explota, la hace ir a las garras del antipático escultor Miguel Torruco sabiendo que su amor no tiene futuro (si se me perdona la expresión); se burla de los cambios de ella, de los que debió advertir porque ella dejó de masticar chicle y se puso a leer (además), y le tiene más cariño a un ratoncito blanco que a ella (Aguirre es culpable de que Torruco le sea infiel a la virtuosa Silvia Pinal, y luego de que ésta pierda sus manos al tratar de salvar la estatua culpable del drama, y por ello perder su oficio de pianista; Aguirre lleva a Torruco al paraíso de los infieles, que era Acapulco antes del PRD; sin embargo, nadie la tacha de villana), y se burla de todos las tragedias a su alrededor, hasta que el villano Mantequilla (Miguel Ángel, por mal nombre en la cinta, que es un deleite de humorismo al parecer involuntario) mete un gato a la jaula donde está el ratoncito; imposible que el espectador no le tenga más simpatía a López  Moctezuma que a Torruco.
                López Moctezuma, además, fue un excelente actor que hizo que lo odiáramos aunque los testimonios aseguren que era un esposo fiel, entregado, y gente simpática y amable.