jueves, 27 de diciembre de 2007

60 años de Sartre y Jack Robinson

Hace diez años se conmemoró el medio siglo del arribo de Jack Robinson a las Ligas Mayores, con lo que se rompió, digamos, la barrera del color que impuso Cap Anson cuando amenazó con dejar la Liga Nacional si volvían a contratar a negros, y como era la máxima estrella de entonces (digamos, el Barry Bonds del siglo XIX), los dueños cedieron.
Jack Robinson no era el mejor jugador de las Ligas Negras; Joshua Gibson, el mejor bateador de la historia, seguía con sus altísimos porcentajes aunque la diabetes –que lo tuvo en coma casi un año— ya había acabado con su poder; Satchel Paige ya no era el pitcher que había sido (el mejor de la historia), pero aún imponía con su control, poder, velocidad; Mont Irving, Elston Howard, y varios más demostraban que eran mejores que muchos de los bigleaguer. Sin embargo, fue Jack Robinson el elegido por su carácter, su dignidad, su buen comportamiento (había derrotado a las cortes en un juicio lleno de racismo, en una acusación absurda e injusta), y porque no se prestaba con su carácter sobrio a la imagen de los negros de desinhibidos, dados al relajo y a las bufonerías (hot-dog, les dicen), y eso ayudaría a que los aficionados no se los tomaran a chunga.
Una de las ceremonias de hace diez años fue retirar el número de Robinson no sólo de los Dodgers, donde jugó toda su carrera brillante pero limitada, sino de todos los equipos, en homenaje al hombre que hizo que llegaran los negros (y dominaran las Ligas Mayores, sobre todo con Willie Mays, Hank Aaron, Ferguson Jenkins, Bob Gibson, Juan Marichal y varios otros, sin tener que contar a Samuel Sosa y a Barry Bonds) y fueran respetados.
Pero se nos pasó un aniversario igual de respetable, los 50 años de La prostituta respetuosa, el drama de Jean Paul Sartre que aborda el tema de los prejuicios raciales, aunque el resultado sea completamente distinto del que se vivió en el beisbol; con sus asegunes, porque durante mucho tiempo los negros eran humillados por sus coequiperos, dirigentes, entrenadores, cronistas; no los dejaban entrar a los mismos restaurantes y hoteles que a sus compañeros, y no sólo ese 1947, sino muchos años después; Medias Rojas de Boston y Yanquis de Nueva York tardaron casi diez temporadas en integrar a los negros a su nómina, y muchos debieron sufrir una discriminación que no sé cómo la toleraron.

La prostituta respetuosa es la más popular de las obras de Sastre, mejor conocido como pensador, por su postura combativa en política, por su participación en la resistencia durante la segunda Guerra Mundial, por su comunismo declarado (años después fue de quienes encabezaron su defensa de la libertad de Argel), por su novela La náusea, que fue uno de los iconos del movimiento conocido como beatnik, o sea de los que pretendían ser existencialistas (que en el cine fueron más bien protagonizados por James Dean, Sal Mineo, Marlon Brando, Paul Newman). Ahora es criticado fuera de contexto, aunque uno de sus críticos, Mario Vargas Llosa, ha comenzado a reconocer todo lo que le debió y le sigue debiendo (no la reciedumbre ni la congruencia, que se las debe a otros).
En la obra, un negro es acusado por un crimen cometido por un blanco; la única que lo puede ayudar es Lizzie, una prostituta que presenció el hecho, pero que se niega a declarar, y recibe presiones de un político que sólo se acuesta con ella y le paga de más para que declare a favor del asesino; y después, cede a las peticiones de los familiares del asesino, bajo la promesa de que la recibirán casi como en familia, y que le darán un trato que ella no merece, y que no le cumplen. La acción está situada en el sur estadounidense, en donde Hank Aaron, ya el bateador más importante de los Bravos de Atlanta, sufría una persecución inclusive de sus compañeros (no todos los beisbolistas eran como Pee Wee Reese, el short stop de los Dodgers que fue quien más apoyó a Robinson).
Esas promesas, económicas y sociales, pesan más que su conciencia, que su sentido del deber. Es una obra llena de contradicciones, y donde el espectador sabe desde el principio qué va a suceder, y nada podrá evitarlo.
Según el Diccionario de Literatura de Penguin, la obra es de 1946, aunque en la página legal de la edición de Alianza-Losada se afirma que la primera edición fue de 1947, en Gallimard, y apareció en español en 1948 en Losada, con la traducción de Aurora Bernárdez (traductor, le dicen en Alianza), la esposa de Julio Cortázar y cuyas traducciones son cuando menos tan buenas, e incluso mejores que las de su célebre marido; pese a eso, pusieron a Miguel Salabater a revisar (revisar la revisión, sic) y seguramente a actualizar el lenguaje y la ortografía. Cuando menos pusieron prostituta, no mujerzuela, como en la edición en 1948, aunque deberían haber puesto “puta”, que sería lo correcto.
Sastre, repetimos, ya era célebre por El muro y La náusea, novelas, y por otros dramas, como A puerta cerrada, Las moscas, Muertos sin sepultura, Las manos sucias; después dio a conocer El diablo y el buen Dios. Su teatro, caracterizado por su hermetismo, su radicalismo y su inteligencia, puede ser menor que su obra filosófica (El ser y la nada, El existencialismo es un humanismo, Crítica de la razón dialéctica), pero literariamente tiene la misma importancia, sólo que a diferencia de su pensamiento, que conduce a la razón, el teatro, y la novela, conducen a la pasión.
Ya no se lee a Sastre, o al menos como se le leía entre los años cuarenta, cincuenta y mediados de los sesenta; se le acusa de equivocaciones políticas (muchos de sus críticos se han equivocado varias veces sin reconocerlo, como sí lo admitió él); ya no admiran que viviera vida conyugal o casi con Simone de Beauvoir y que tuviera como amante a Juliette Greco, y que su rival fuera su mejor amigo, Albert Camus, un existencialista que se parecía a otro existencialista, Humphrey Bogart; ya no es ídolo de los que en esos años fueron conocidos como los angry young men (los últimos fueron la generación encarnada por Lennon, Jagger y Van Morrison; los punks no lo leyeron y además tenían más de postura que de verdad), sobre todo porque los que abordaron la política, de esa generación, fueron gente como Tony Blair, antítesis de los personajes y de los admiradores de Sastre.
Leerlo ahora ayudaría a entender que aunque ya no son las mismas condiciones que él retrató, que ya juzgan a blancos de los mismos delitos que a los negros (como a Roger Clemens, que ya decíamos que era mucho que tuviera más velocidad que cuando apenas era un jovencito), que aparentemente se ha acabado la discriminación, no sólo sigue la persecución (ahora ya no sólo contra los negros, sino contra cualquier indocumentado), siguen los prejuicios, y sobre todo siguen en venta las conciencias de las prostitutas respetuosas.
En el beisbol ya se ve que tenían razón quienes se oponían a la integración de todas las razas: los negros, los latinos, demostraron que son mejores que los blancos estadounidenses (no se niega la grandeza de Mantle, Ted Williams, Musial y, en la actualidad, de Gregg Maddux), y para alcanzarlos y competir necesitan hacer trampa y luego jurar que no sabían nada; también allí están a la venta las conciencias de prostitutas que no son respetables.

martes, 18 de diciembre de 2007

La edición conmemorativa de Piedra de sol

Los primeros libros que compré fueron Farabeuf y Las buenas conciencias; compartí su lectura con Paco Alvarado, lo mismo que de otros, ya fuera de préstamos en bibliotecas o los escasos ejemplares que podíamos comprar. Uno de ellos fue La centena, el primer libro que adquirí de Octavio Paz.
Soy lector de poesía, el género literario que más me gusta; y entre los mexicanos he fatigado, a veces sólo disfrutado, a Gutiérrez Nájera, algo de Díaz Mirón, algo de Carpio, algo de Rafael López, mucho de López Velarde (he logrado descifrar casi la mitad de “La Suave Patria” y de casi todos sus poemas, y he encontrado parentescos con nada menos que con Joyce); de Josefa Murillo; en un ejemplar de la segunda edición de la Antología de la poesía mexicana moderna, firmada por Jorge Cuesta y que le volé a Paco (quien a su vez se quedó con un ejemplar de Los duelistas, de Conrad, de Zig-Zag, y con mi primera edición — en español— de París era una fiesta), me topé con dos de mis poetas definitivos, Salvador Novo y Carlos Pellicer, además de casi todos los Contemporáneos.
Mis poetas favoritos son Rubén Bonifaz Nuño, José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid (cito en orden alfabético); son mis favoritos porque me gusta todo lo que he leído de ellos; de otros me gusta o digiero casi todo; y hablo de gustos no sólo en el sentido de que me satisface su obra en lo personal, que en todo caso es lo de menos.
Pero el poema que más me conmueve es Piedra de sol.
Una tarde de 1969 (lo describo en Una ola que se estrella contra la rocas), después de una velada con un grupo de aspirantes a escritores, pintores, actores (alguno ahora es bastante conocido), desvelados, fatigados, comenzamos a leer en voz alta La centena, que acababa de comprar con mi segundo sueldo, y con Poesía, de José Gorostiza.
Nos topamos en las primeras páginas con “Elegía interrumpida”, “El prisionero”, “Himno entre ruinas”, y sobre todo Piedra de sol; no sé cómo tuvimos fuerzas para leer Muerte sin fin, después de la conmoción causada por Piedra de sol.

En 1974 me encontré con un libro poco citado: Aproximaciones a Octavio Paz; textos muy bellos de Carlos Fuentes, de Juan García Ponce y de Cortázar me fascinaron porque coincidía con lo que pensaba de Paz; uno de José Emilio Pacheco, “Descripción de Piedra de sol”, me causó la misma conmoción que el poema, y lo releo cada vez que releo Piedra de sol.

Mi ejemplar de La centena tiene partido el lomo, y eso coincide con las páginas donde está Piedra de sol; leo en las subastas de libros raros, descontinuados, agotados, que es uno de los mejores cotizados de Octavio Paz, en más de dos mil 300 euros, y en la Bibliografía crítica de Octavio Paz, de Hugo Verani, tanto la de la UNAM como la del Colegio Nacional, que hubo una segunda edición; éste fue mi primer libro de Octavio Paz; después he concurrido a prácticamente toda su obra, y casi toda la tengo en primera edición: Raíz del hombre (el encuadernador de Sergio Galindo se equivocó y le puso El son del corazón; y a la primera edición de éste le puso Raíz del hombre), A la orilla del mundo, Libertad bajo palabra, la de 1949, Semillas para un himno, La estación violenta, Salamandra (bueno, la segunda, la corregida), Blanco, Discos visuales, Topoemas, Ladera este –también tengo la segunda—, Renga, Pasado en claro (las dos primeras ediciones), Vuelta, la del morral que también se cotiza en tres mil 300 euros; Vuelta (la de Seix-Barral, y gracias a la generosidad de Gabriel Zaid, porque mi primera primer edición se perdió en Novaro, cuando se la presté a Felipe Garrido para ilustrar una nota en Construcción mexicana, y que se la hicieron perdidiza), Kostas, Hijos del aire, Árbol adentro.
Tengo la segunda de Libertad bajo palabra de 1968, dos volúmenes de Poemas, la de Seix-Barral, y los volúmenes de las Obras completas que contienen los poemas (en otra ocasión hablaré de mis primeras ediciones de los libros de prosa); tengo la primera reimpresión de ¿Águila o sol?, y una edición rara de Piedra de sol, con el sello de la ciudad de México en su división Cultura, pero con copyright de Clío, y con crédito de editores de Ricardo Cayuela y Fernando García Ramírez, la coordinación editorial de Antonieta Cruz; diseño de Alejandro Magallanes y Fernando Villazán, y producción de Lourdes Martínez Ocampo; el diseño imita el de Blanco, pero el terminado artesanal es muy defectuoso, con pliegues y arrugas; no tiene guardas, o mejor dicho, las guardas son la primera y la última páginas del poema, y tiene un par de erratas horribles y notables.
He releído Piedra de sol en cuanta antología la incluye, más varias veces en Libertad bajo palabra, en Poemas, en La estación violenta, en las Obras completas, en la edición de Clío.

En septiembre en Fondo de Cultura Económica publicó un desplegado conmemorando los 50 años de la aparición de Piedra de sol, en Tezontle, una colección que era y no era del Fondo, o que más bien era del Colegio de México que, como se sabe, eran instituciones realmente hermanas, con el cariño, envida, rencor, celos y admiración y rechazo que se tienen los hermanos. Pero El Colegio de México renunció a esa paternidad, y Tezontle pasó a ser del FCE, sin que éste se sintiera orgulloso; lo mantenía en el árbol genealógico como el pariente talentoso pero que físicamente no se parece a los demás miembros de la familia; tenían los mismos genes; es decir, usaban el mismo taller (la Gráfica Panamericana, la pariente lejana que siempre sacaba de apuros, y que algún ingrato dejó morir de inanición pensando que la tipografía computarizada le iba a ahorrar dinero, y sólo produce libros feos), los mismos correctores, los mismos editores, pero algo los diferenciaba.
El desplegado anunciaba que para más adelantito aparecería una edición conmemorativa del libro; la primera fue de 300 ejemplares, y desde el principio se convirtió en una rareza (tanto como lo es ahora el Libertad bajo palabra de 1960; es cierto que en las Obras completas Paz completó incluyendo los poemas excluidos de la segunda que es tercera, la de 1968, pero no es lo mismo). He perseguido esa primera edición desde que recuerdo, desde buscarla ingenuamente en librerías, hasta acosando a los marchantes famosos: el Capi, Polo Duarte, Enrique Fuentes, Álvaro, Rafael Porrúa, sin ningún éxito; algunos me dicen “ya caerá”, pero la única esperanza es que una viuda ignorante venda la biblioteca de su marido, y por allí aparezca, supongo que carísima.
Desde que apareció el anunció he pasado cuando menos dos veces a la semana a alguna librería del Fondo; en una, el encargado me mostró La piedra del sol, de Eduardo Matos Moctezuma.
—¡Piedra de sol!—, exclamé, ofendido, no por desestimar a Matos, a quien he visto una vez pero fue amable, simpático, y me dio la razón en unos términos editoriales que pensé podían molestarlo.
—¿Y qué dice allí?— me dijo más ofendido el librero.
La piedra del sol, y yo busco Piedra de sol—. Nos quedamos con ganas de seguir impugnando el uno al otro, además de que nos detuvieron otros sensatos.
A veces la respuesta era “quién sabe para cuándo, nomás la anunciaron y ya”. Hasta que ayer me la encontré, sin ningún anuncio ni nada; sólo que entré porque vi Las cárceles elegidas, de Doris Lessing, que sorprendió también al FCE con sólo dos ejemplares distribuidos, en la librería del IPN en Zacatenco, prácticamente inaccesible; pese a que los últimos tres meses y medio he aturdido al librero preguntándole por Piedra de sol, ayer no me la ofreció, pero de casualidad pregunté y me dijo que sí.
Por la tarde lo releí; tiene razón Pacheco cuando dice que aunque hay otras ediciones, él lo leía en su primera edición; aunque creía que me lo sabía de memoria, me sorprendieron cuando menos diez versos que no recordaba como están, y que enlazan el poema de una manera diferente. Se lee distinto en esta edición que es facsimilar, es decir, casi igual que la primera.
No voy a hacer una disección; como dice Pacheco, “mi admiración hacia el poema me veda hoy como nunca cualquier intento crítico y analítico” (aunque hace una lectura admirable); me siguen conmoviendo muchas escenas, sobre todo la pervivencia del amor en un Madrid destruido por las bombas, pese a los crímenes de la historia, la fragilidad de la vida y el milagro que significa; la claridad, la contundencia, la naturalidad para describir el amor y el erotismo a él ligado; el retorno al estado primitivo, la presencia de la mujer inevitable, la certeza de que el mejor amor es el prohibido, el que desafía, el amor a contracorriente, preferible a la rutina y a la seguridad; la importancia de un beso, instantáneo pero eterno;
En fin, como dijo Juan Villoro de mí cuando el concierto de Steve Winwood, “cumplí [una vez más] una cita con el destino”. Piedra de sol es el poema no que me cambió, que me sigue cambiando en cada lectura atenta, concentrada, que hago; lo he leído cientos de veces, y de ellas, tres o cuatro ocasiones a un auditorio que, pese a mi tos y mala vista, he logrado conmover y electrizar, al menos unos instantes. Y en la lectura de ayer sentí lo mismo que cuando lo leímos Paco Alvarado y yo, una tarde de finales de 1969, y nos quedamos sin habla.
Los lectores de poesía sabrán a qué me refiero.

Y los bibliómanos casi también; no entiendo cómo el librero, a quien los últimos tres meses y medio atosigué cuando menos una vez a la semana, no me dijo que hay dos ediciones, una de ellas en pasta dura, y se conformó con venderme la rústica; en el colofón leo que mi cuate Gerardo Cabello se encargó de la edición (una cosa más que le envidio; la primera fue compuesta con tipos baskerville hoy casi descontinuados, y que se encargó de ella Alí Chumacero [otra cosa más de las muchas que le envidió]), que se terminó de imprimir en noviembre, aunque salió en plena segunda quincena de diciembre, lo que habla de mala planeación, porque bien pudo haber entrado antes a imprenta para que saliera en septiembre; que los dos mil ejemplares, realmente baratos (por lo menos la rústica; ahora tengo que buscar la empastada cuando vuelva a tener dinero) serán insuficientes para los muchos lectores del poema, y una cosa más: aunque es muy de apreciar y agradecer esta publicación, seguiré esperando que una autoviuda remate su biblioteca y me encuentre una primera edición, porque hacen falta los golpes tipográficos, el papel especial, ligeramente rugoso al tacto, y no en uno tan común que puede conseguirse en cualquier papelería.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Las buenas causas, las bicicletas ajenas y la buena música

Eric Clapton es catalogado por sus amigos como el amigo más generoso; en su autobiografía, Patty Boyd dice que pese a lo que vivieron él y George Harrison, nunca dejaron de ser grandes amigos y que se decían “husband in law”.
Lo cierto es que su biografía Survivor, the authorized biografy of Eric Clapton, de Ray Chapman (autor de varios libros clásicos de rocanroleros, incluso uno sobre Lennon para desautorizar a Albert Goldmann y que termina dándole la razón), se narra lo que lo atormentó haber vivido lo que cuenta la canción de los Sinners, “La novia de mi mejor amigo”, o la de Queta Garay, “Las caricaturas me hacen llorar”, o lo que sucede en muchos de los cuentos de José de la Colina, y que en buen español se llama pedalear la bicicleta del mejor cuate. Y Coleman, con la autorización de Clapton, dice que se atormentó tanto que cayó en la adicción de la cocaína, y al curarse, en la del alcohol.
(Lo que se cuenta es tan dramático que durante un año dejó de tocar, y él y Patty comenzaron a vivir bajo los efectos de la cocaína, apenas comían, y su desgano era tal que ni siquiera abrieron el correo, y llegaron a vender las muy valiosas guitarras para sobrevivir, hasta que llegaron los cuates –Pete Townshend, Steve Winwood, Ron Word— y los rescataron, con concierto para alentarlos y todo; y que en el correo no abierto había cheques por muchos miles de libras esterlinas y dólares, con los que recuperaron las guitarras, y ellos pagaron su desintoxicación, pero que cayeron en el alcohol, y que la caída y la recuperación fue peor. La nueva autobiografía de Clapton es más deprimente, dicen, y se la pasa justificándose; lo malo es que no ha llegado a nuestras librerías.)
En 2004 Clapton comenzó a organizar un festival donde se ve su poder de convocatoria; hay disco, DVD y de vez en cuando televisan el concierto, con muchos de los más talentosos guitarristas de rock, blues y ritmos aledaños; pero acaba de aparecer en DVD el correspondiente a 2007, celebrado el 28 de julio en Chicago, donde actuaron 25 invitados y que, resumidos y editados, se ve a todos en este doble disco con momentos altísimos.
Para los fanáticos rudos de Clapton fue decepcionante escuchar las más recientes versiones de “Cocaine”, la pieza de J.J. Cale, porque en el estribillo añade un verso desconcertante: “the dirty cocaine” (como quie no había necesidad); en este concierto varios se la pasan elogiando a Clapton, sobre todo porque el festival está dedicado a recolectar fondos para el Crossroad Centre de Antigua, que es un centro para curar adicciones de drogas o alcohol; B.B. King, quien no ha perdido nada de velocidad ni de contundencia ni en la voz ni en la guitarra, afirma que aunque ha conocido a muchos mandatarios de todo el mundo, ninguno tan generoso como Clapton, y que cuando muera tendrá el satisfacción de haber sido su amigo; Sheryl Crow (quien está lejos de tocar tan bien como los otros invitados pero que tiene el toque blusero como para compartir con ellos más de un festival, dice que Clapton es un hombre que ha cambiado la vida de mucha gente.
No se trata de que el rock esté peleado con las buenas causas, sino de que Clapton no puede cambiar el pasado: sus mejores épocas las vivió cuando estuvo atormentado por enamorarse de la esposa de su mejor amigo, y muchos de sus mejores discos los hizo con ese tormento, la de pedalearle la bicicleta a Harrison.
(Que no se haya afectado la amistad es falso: varias de las canciones de Layla and another assorted love, y el intercambio de habladas entre los dos amigos y que pueden escucharse en varios discos de Ringo y de Harrison es elocuente, además de divertido; fue hasta después de varios discos que volvieron a verse sin discordia y cierto recelo.)
Pero las buenas causas (aquellas de las que desconfiaba Faulkner) son pretexto para la buena música; entre el desfile de grandes guitarristas puede verse a John McLaughlin, quien transita entre la música de concierto y el blues, para dar una lección de precisión y elegancia; a Susan Tedeschi justificando la unión entre la sensualidad y la música; a Derek Truck tocando igual que Clapton pero con diferentes pisadas; a Johnny Winter, quien es más hábil mientras más viejo; a B.B. King, a un sorprendente Albert Lee con una velocidad pasmosa, realmente increíble; a un muy joven John Mayer, a Los Lobos (a quienes Bill Murray insulta diciendo que se trata de FM Lite), a Jeff Beck, tan rudo como cuando hizo aquella excelente versión del Bolero, pero en blues, acompañado de una tragaaños Tal Wilkenfeld, quien se ve mucho más joven de los 21 que tiene, y que toca el bajo eléctrico tan rápido y tan pesado como Beck la guitarra; un Robbie Robertson como en sus mejores años con The Band, a Buddy Guy, con una renovada idea del blues que hace palidecer a Paul McCartney con su acercamiento a la ópera, y un duelo entre Clapton y Steve Winwood, preludio de los conciertos que darán en Nueva York a finales de febrero, y en donde reviven su rivalidad célebre que ha sobrevivido a la amistad que llevan desde hace 40 años.
Por ejemplo, ¿para qué tenía que cantar Clapton todo un cuarteto de “Presence of the Lord”?; ¿sólo para mostrar que el que sabe cantar es Winwood?; ¿para qué agregar a Derek Truck en el duelo de guitarras entre Winwood y Clapton en “Can’t find my way home”?
La atmósfera es electrizante; la música, excelente; las voces no siempre buenas pero la mayoría frescas aunque en el blues casi siempre son rasposas; y en general se demuestra que en este género (el blues y el rock se rozan, se traspasan las fronteras todo el tiempo) es donde hay más virtuosos, y no sólo de guitarristas, porque entre los acompañantes sobresalen los buenos bajistas, los excelentes pianistas (aunque sólo recibe crédito Chris Stainton, quien conserva su melena aunque ya sea totalmente blanca –el rock ayuda a no envejecer; es más, casi todos son más jóvenes que cuando eran jóvenes), los tecladistas, los bateristas.
Tal vez el único defecto es que los DVD no contengan un archivo con los créditos de todos los músicos, sólo los de los guitarristas. Uno no conoce a todos.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Carlos Fuentes, renovado

Acaban de aparecer, casi, dos nuevos títulos de Carlos Fuentes, que no son nuevos aunque traigan novedades; aparecen en una época mala porque las librerías se inundan de otras novedades, y con reimpresiones en formato de bolsillo de los libros de Doris Lessing que se esperaban para febrero aunque ya les madrugaron a los editores originales; y aparecen cuando Fuentes hace declaraciones contra Hugo Chávez que enfurecen a lectores maniqueos y que además ya la traían contra él porque no se sumó a las filas de López Obrador.
Pero en estos dos títulos, que parecen uno solo, los lectores tienen oportunidad de releer una de las mejores facetas de Fuentes, en un género donde ha vertido, de manera condensada y no desbordada como suele hacer en sus novelas, las dos tendencias principales de su literatura: el retratista de la posrevolución que se ha convertido en la corrupción priista, y el que coquetea con el mundo fantasmal, el que comprende a los monstruos y que abre rendijas por donde entran la magia y la brujería que se apoderan del mundo ¿real?
En cuentos naturales y cuentos sobrenaturales (Alfaguara, septiembre pero en realidad octubre de 2007) Fuentes reúne, quizá por razones de derechos de autor, relatos que aparecieron originalmente en Los días enmascarados, Cantar de ciegos, La frontera de cristal y Todas las familias felices, y uno en Cuerpos y ofrendas que en realidad es como un fragmento modificado de La región más transparente; tanta movilidad de relatos provoca cierta confusión, porque uno se había acostumbrado a un orden y a un ritmo, y aquí busca un orden diferente y complicado, pero que ocasionó que en la cuarta de forros de cuentos sobrenaturales se omitiera el más renombrado y más emblemático de esta faceta, nada menos que “Chac-Mool”, el más citado de su narrativa breve.
Pero no son simples reuniones antológicas de cuentos porque varios serán parte de la publicación de su obra completa en Alfaguara (que será distinta de la que aparecerá en el Fondo de Cultura Económica y que también requiere de otro ritmo y otra interpretación –y en ambas excluye Casa de dos puertas, su mejor libro de ensayos, y El mundo de José Luis Cuevas, aunque éste aparece en aquél; tampoco se anuncia París: La revolución de mayo); en los cuentos sobrenaturales incluye tres relatos inéditos en libro y casi desconocidos, aunque alguno de ellos haya aparecido en una revista universitaria antes de que Fuentes ganara su primera celebridad con Los días enmascarados.
Estos tres relatos son los más atractivos de los dos volúmenes, no porque no sean buenos los otros relatos: se encuentran Aura, “Las dos Elenas”, “Muñeca reina”, “Un alma pura”, “Por boca de los dioses”, que son magníficos, pero de los que hay suficientes ediciones, y además están en el proyecto de la obra completa en Alfaguara (y del FCE); pero es la oportunidad de leer a un Fuentes un tanto diferente, en donde se pueden rastrear preocupaciones que no habían llamado la atención.
“Un fantasma tropical”, sin ser un cuento malo, no tiene nada diferente; pero “Pantera en jazz” nos permite ver influencias inesperadas, por más que Fuentes siempre nos haga saber que es un aficionado al cine, que ha permeado toda su obra (si no, reléase, con todo y lo difícil que resulta en esta época, Cambio de piel –la literatura digerida y facilota de hoy nos atrofia para leer los libros complicados de hace apenas tres y cuatro décadas—, una novela llena de referencias cinematográficas, u Orquídeas a la luz de la luna, una cita directa de Flying down to Rio); Cat People, una cinta de 1942 dirigida por Jacques Tourneur y protagonizada por Kent Smith y Simone Simon, habla de una mujer que se transforma en pantera, así sea metafóricamente (hay un remake célebre, con el mismo título, realizado por Paul Schrader en 1982, con Malcolm McDowell –icono desde Naranja mecánica—, Annette O’Toole –erotismo sin perversidad pero placentero— y sobre todo Nastassia Kinski –Nasty, para los cuates— mucho más violenta y mucho más agresiva sexualmente, pero no mucho más erótica); Fuentes parece haber tomado si no la historia, cuando menos la idea de un hombre que se transforma en fiera, así sea de manera involuntaria e inconsciente.
Cuento subversivo y contundente, pero no se sabe si la subversión va por el lado del misterio, de la unión entre hombre y bestia, el bien y el mal unidos en un solo cuerpo; lo sobrenatural que se impone a la realidad mediocre; o si la subversión va por otra vía, la de suplantar la realidad con imaginación.
No hay que olvidar un cuento magistral de Julio Cortázar, “Bestiario”, que apareció en Bestiario (Sudamericana, 1951), y aunque en México eran pocos quienes lo conocían, Fuentes siempre ha sido un lector que está al día, que conoce a los autores importantes antes que a nadie (en 1974 ya citaba a Kundera casi diez años antes de que se pusiera de moda); a veces se equivoca, pero muchas veces acierta. “Pantera en jazz” parece un relato salido de esas fuentes, porque además tiene la atmósfera erótica de la cinta, emanada de la etérea Simone (Nasty no es tan etérea), y el ritmo endemoniado de la prosa de Cortázar, con la visión fantasmagórica de Fuentes.
“El robot sacramentado” es mucho más reciente y pone al descubierto actitudes inusuales en la narrativa, que no de la obra de Carlos Fuentes; en primer lugar habla de Dios, algo nada frecuente en él; no sólo eso, sino que lo pone como personaje, y le atribuye características de las que sólo se habla cuando se habla de herejías, es decir, de errores, de olvidos y distracciones más dignas de los humanos que de las divinidades (a menos que sean las del Olimpo, celosos, envidiosos, lujuriosos, golosos, débiles); reta los dogmas, pone en duda la teología tradicional, y lo mejor, no lo hace con una actitud provocativa, sino con un humor que tampoco es frecuente en él, aunque haya en La frontera de cristal algunas páginas desternillantes, o en algún relato de Todas las familias felices, aunque en éstas, sean más bien corrosivas que subversivas.
“El robot sacramentado” es un cuento excelente, bien escrito, pero sobre todo original y sorprendente, algo que habla de la vitalidad de Fuentes, un autor desigual, con caídas y con textos que no alcanzan la altura de otros, pero que cuando es bueno, está a la altura de sus amigos Julio Cortázar y Norman Mailer. Aunque tenga apenas unas cuantas páginas, este relato es memorable, y justifica y hace necesaria esta recopilación de cuentos, que sirve para recordar dos de los rostros de Carlos Fuentes: el natural y el sobrenatural.
Queda añadir la belleza de estas ediciones, casi limpias, aunque con algunas erratas, tal vez para recordar que a Carlos Fuentes lo persiguen casi tanto como sus admiradoras.
Eduardo Mejía

lunes, 12 de noviembre de 2007

Coincidencias de dos genios

Hace no muchos meses falleció Margo, la autora de uno de los mejores cómics, La pequeña Lulú, a la que muchos han querido ver como una auténtica feminista, y que en realidad es una niña inteligente, traviesa, y con un sentido de la rectitud que era común en los personajes de ese género.
Era una de las mejores historietas, en una época en que había bastantes buenos cómics; algunas de sus aventuras son memorables, y también sus personajes: Tobi y su primo Chubi, Memo, Anita y su hermano Fito; el pedante de Pepe del Salto y su enamorada Gloria (de la que está encaprichado Tobi); Pico y Lalo, compinches del club que excluye a las niñas, y las inolvidables brujas Ágata y Alicia (la primera, citada por Gustavo Sainz en su autobiografía), y en prosa, Remolinillo; los adultos, ridículos y vejados, como el señor Mota, culpable de errores que le atribuyen a Lulú y que resuelve “La Araña”, genial detective, y el pobre inspector que nunca puede atrapar a los niños que se van de pinta o "pintan venado" (sic).
Hay dos aventuras inolvidables: una titulada “Lulú Van Winkle”, en la que la “niña pobre”, protagonista de los cuentos que le narra Lulú a Memo (un cuento dentro de un cuento, como hacen los grandes clásicos), y que se queda dormida a la orilla de un lago, y cuando despierta ha pasado mucho tiempo; está jorobada, canosa y con barba blanca; cuando se mira en el agua, exclama asustada: “Cielos, debo ser una anciana, debo tener veinte o treinta años”. Muy poco tiempo después, en la efervescencia de los movimientos estudiantiles en los años sesenta, muchos grafitis sentenciaban: “Desconfía de todo aquel mayor de treinta años”, que sigue vigente.
En la otra aventura, alguien le pregunta a Lulú qué haría si se encontrara tirado en la calle un millón de pesos, y su respuesta es sensata: “buscaría a quién se le había perdido, y si es una viejita pobre, se lo regresaría”.
Al revisar algunos de los “yoguismos”, la recopilación de frases de Yogi Berra, encontré una muy parecida: “averiguaría qué cuate lo perdió, y si es un hombre pobre, se lo devuelvo”.
Lulú es un personaje de ficción, que provocó placer en muchos lectores de un género que no es literario, pero que requiere de talento literario, plástico, inteligencia y destreza. Yogi Berra es uno de los mejores catchers que ha jugado en las Ligas Mayores de Beisbol, responsable del espléndido cuerpo de pitcheo de los Yanquis de Nueva York de mediados de los cuarenta a principios de los sesenta; excelente bateador y reconocido tres veces como el jugador más valioso de la Liga Americana, y uno de los peloteros más coloridos y respetados, y que como manager ganó títulos de liga (que son los buenos) y de Serie Mundial (que son para quienes ven beisbol una vez al año).
Hay un parecido lejano entre ellos: es difícil saber si otro personaje de cómic (y que llegó a la televisión con más fortuna que la Pequeña Lulú), el Oso Yogi (Yogi Bear) fue primero que el catcher o éste fue el modelo para el personaje ficticio, porque hay un evidente parecido físico entre ellos, y comparten picardía y necesidad de ser traviesos. Pero nada más.
También es difícil saber si Berra leyó el número donde Lulú hace su reflexión sobre un dinero encontrado en la calle (y hay una conducta ética que puede verse de varias maneras; una, que no hay que abusar de los pobres, y otra, que el dinero que no es producto del trabajo es despreciable), o si Margo leyó la declaración de Berra y lo incluyó en el cómic.
De cualquier manera, la frase pertenece a ambos.

Por desgracia, desde que Editorial Novaro cerró sus puertas, desapareció un gran número de comics respetables; después lo retomó otra editorial, pero Tobi aparecía ya de pantalones largos, en los “cuadritos” se atrevían a poner “güey”, lo que desvirtuaba el sentido de la historieta (sucedió con casi todos –hasta pusieron en ropa interior, no trajes de baño, a Luisa Lane, a Verónica y a Betty. Desde luego, murieron al poco tiempo). En nuestras hemerotecas no hay ejemplares de las historietas, no hay lugares donde puedan consultarse, y si uno llega a encontrarlos en algún puesto en la Lagunilla, o con algún coleccionista, están descontinuados, maltratados, y caros.
Pero seguramente hay muchas más frases igualmente conmovedoras.

Por fortuna, sí hay recopilación de los “yoguismos”, tanto en libro, que es como Dios manda (Yogi Berra. I really didn't say everything I said. Wprkman Publishing) como en Internet (en.wikiquote.org/wiki/Yogi_Berra, pero hay otras); y casi todas sus frases son memorables; a primera leída, parecen absurdas, pero puestas en el contexto en que las pronunció, son perfectamente lógicas. Veamos sólo algunas:
--Ya nadie va a ese restaurante porque siempre está lleno.
--En 16, porque tengo mucha hambre (cuando en una pizzería le preguntaron si rebanaban su pizza en ocho o 16 partes).
--Si uno no va al sepelio de los amigos, después ellos no van al de uno.
--La nostalgia ya no es como era.
--El futuro ya no es como era.
--Esto no se acaba hasta que se acaba (no es tan antigua: la pronunció en la Serie Mundial de 1969, y uno pensaría que es de los años cincuenta, por la contundencia con la que es repetida por los cronistas deportivos).
--La mayoría los pegó en pasto artificial (su explicación de por qué Johnny Bench conectó más jonrones que él).
--Daría mi brazo derecho por ser ambidextro.
--Es un dejà vu otra vez.

Es una lástima que los recopiladores de la página de Internet La Frase del Día no incluyan ni a la Pequeña Lulú ni a Yogi Berra. Esta página manda frases célebres, por fortuna no siempre solemnes; cito tres excelentes: “Se puede confiar en las malas personas: no cambian jamás”: William Faulkner; “Es difícil que el hombre cree nuevos valores; no puede crear ni siquiera un nuevo color primario”: Clive Staples Lewis; “Estaría dispuesta a sufrir una docena de decepciones amorosas con tal de bajar dos kilos”: Colette.

jueves, 11 de octubre de 2007

Doris Lessin, sorprendente Premio Nobel

Aunque ha sido muy traducida al español, Doris Lessing no es demasiado conocida; cuando en los años sesenta y setenta la benemérita Seix-Barral publicaba todos sus libros, no se vendía nada bien, y su nombre circulaba sólo entre fanáticos suyos.
Sus novelas, sus relatos, tenían una tendencia muy política: su pentalogía Los hijos de la violencia habla del mundo desde un punto de vista femenino, pero no compasivo ni su voz es de víctima, sino de una luchadora.
Esa tendencia es muy clara desde su primera novela, Canta la hierba (que ahora se vende en un paquete junto con otras cuatro novelas, si no desechables, muy por debajo de ésa, bajo el sello de Ediciones B); pronto comenzó con experimentos no sólo difíciles sino muy radicales, como Instrucciones para un viaje al infierno, alucinante alegoría sobre la mente humana.
Menos densos eran sus relatos que hablan sobre las relaciones amorosas, como Un hombre y dos mujeres o La costumbre de amar, que han sido bien leídos y asimilados por una novelista española muy conocida, Rosa Montero.
De su primera época hay que destacar una de las novelas más emotivas, radicales, del siglo XX, El cuaderno dorado, una de las obras cumbres, a la altura de las más renombradas; en varios cuadernos de distintos colores, una mujer va llevando sus diarios en diferentes aspectos de la vida: la sexual, la intelectual, la doméstica; la política; la conjunción de todos lleva a un cuaderno diferente, el dorado, donde se mezclan todos: es uno de los libros más radicales que se hayan escrito, y contiene una visión feminista muy lejana de la maniquea versión de hombre contra mujer, o de una mujer masculinizada, o revolucionariamente correcta; se trata de uno de los mayores retos, tanto de la comprensión de un ser diferente, lejano de toda visión complaciente, que obliga a pensar en un mundo distinto, sin concesiones.
Ésa es una de sus mayores características: Doris Lessing es una escritora nada complaciente, ni siquiera con ella misma; mujer de izquierda pero distante de todo dogma, en sus novelas recientes ha llevado más lejos aún su visión política; sus personajes son aspirantes a revolucionarios que, 30 años después de sus aspiraciones de cambiar al mundo, siguen chantajeando a sus congéneres, a sus padres; su visión es desalentadora porque retrata a una generación que creyó en los cambios y no hizo nada para conseguirlos, sólo se disfrazó y se creyó iconoclasta, pero esperó que todo lo hicieran los demás.
En otra de sus facetas ha abordado la ciencia ficción, pero no como divertimento ni menos como divertimiento, sino como un espejo de lo que será el mundo (aunque lo llame con otro nombre y lo ponga en un lugar distinto y en una época muy lejana (no necesariamente el futuro), con todas las amenazas actuales convertidas en realidad: el cambio climático, el calentamiento global, pero también el deterioro político que parece que nos llevará hacia el desastre.
También ha abordado el tema de la vejez vista desde la juventud, y al revés, en una visión muy conmovedora acerca de la incomprensión entre dos edades muy distintas, y que es más radical aún que la llamada ruptura generacional entre los adolescentes y sus padres, más violenta, más irremediable.
Cabría apuntar que su sentido del humor no causa risa, sino espanto, como en los grandes humoristas, y se debe añadir su libro sobre sus gatos, que sólo entenderán los amantes de los gatos.
Es una sorpresa que la Academia Sueca le haya otorgado el Premio Nobel de Literatura 2007; en primer lugar, sobrepasa la edad que se había dicho era el límite de 80 años; su pensamiento político resulta incómodo para la izquierda y para la derecha en el poder, y para la izquierda y la derecha que aspiran al poder; sus libros no son para los lectores sentimentales que quieran leer historias conmovedoras de amores logrados o insatisfechos; su visión del mundo es muy amarga, y ha resultado crítica para muchos gobiernos e incluso para escritores que escriben para agradar. No se ha corrompido, no ha cedido a la tentación de la consagración, y sigue siendo tan joven como cuando publicó sus primeros libros, hace más de 50 años. Sigue siendo una inglesa opositora que comprende el difícil mundo del Medio Oriente como pocos occidentales, y no lo condena a priori. Nada en ella es a priori.
Autora de más de 40 libros (alguno con seudónimo, por ser sentimentales), se han traducido poco más de 30 de ellos, aunque no todos circulan y muchos se han agotado sin que se reediten, y otros ni siquiera llegan a nuestras librerías; hay que conseguirlos de las librerías españolas a precios altos porque sus distribuidoras mexicanas no consideran necesario traer más de cinco ejemplares que ni siquiera ponen a la venta, sino para promoción y publicidad. Hay críticos que la leen y confiesan que no saben de quién trata.
Entre los lectores mexicanos pocos han hablado de ella; quien le dedicó varias páginas inteligentes (y poseía toda su obra) fue Rosario Castellanos, quien siguió su pensamiento político y su idea de la literatura, sin copiarla pero asimilándola; Helena Fabián también escribió ensayos luminosos; Sergio Galindo comenzó a leerla y a admirarla; Cristina Pacheco la devoraba, al igual que José Emilio Pacheco, y no muchos más, entre los renombrados.
Hace poco en España se reeditó El cuaderno dorado, que circuló en México a finales de los años setenta en Noguer; a pesar de que su reedición fue hace unos tres o cuatro años, no se le encuentra en las librerías mexicanas; esperemos que, como sucede con otros autores laureados (en el caso del Nobel hay que decir que se trata más bien de un reconocimiento que de un galardón), comiencen a circular sus libros en México.

domingo, 7 de octubre de 2007

El efecto de los supermercados

A finales de los años cuarenta llegaron a la ciudad de México los primeros supermercados, una cadena que hasta hace poco tiempo aún tenía unas pocas sucursales, y subsisten una o dos, Cemerca; a principios de los sesenta llegó Aurrerá, que Salvador Novo (La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo López Mateos) registra con sus ventajas (hacer las compras en un solo lugar, no andar recorriendo un mercado durante casi una hora buscando carnicerías, cremerías, verdulerías, mercerías, fruterías, y en cambio con la posibilidad de encontrar zapatería, ropa, y pagar todo en una sola caja) y sus desventajas (imposibilidad de escoger entre varias marcas, de comprar a granel, de una calidad estándar en todos sus productos).
Después han proliferado, y están por llegar más; han desaparecido, casi, las tiendas, grandes y pequeñas, los comercios especializados (mercerías, papelerías pequeñas, tlapalerías); abundan en cambio los minisúper que se especializan en fast food, en platillos preparados (sándwiches, tortas, sopas instantáneas), la llamada comida chatarra, y refrescos.
En dos obras, la novela El dependiente (The Assistant, 1957) y en el relato corto “El costo de la vida”, incluido en el libro de cuentos Idiot First, 1963), el escritor estadounidense Bernard Malamud (1914-1986; autor, entre otras, de la novela The Natural, que fue llevada al cine en los años ochenta, con Robert Redford en el papel de un beisbolista triunfador en su madurez) describe cómo la apertura de un gran almacén (los actuales supermercados) afecta negativamente la vida de los barrios.
En primer lugar, en ambos relatos causa la ruina de una tienda pequeña, en la que los vecinos adquieren lo necesario para la vida cotidiana (hilos, azúcar, pastas, dulces, lápices, mantequilla), y los dependientes ganan lo suficiente para vivir y para seguir comprando mercancía; lentamente, pero sin remedio, en poco tiempo los ingresos han mermado de tal manera que no pueden resurtir, ni pagar el alquiler, ni siquiera subsistir; sus antiguos clientes ni siquiera se atreven a pasar a saludarlos, los esquivan, avergonzados, pero no vuelven a comprarles nada, atraídos por las supuestas ofertas.
En ellos también hay efectos negativos: carecen de identidad, han perdido a un amigo en su antiguo tendero, quien los conocía, sabía de sus problemas, les fiaba, les hacía rebajas, conocía sus gustos y sus necesidades, y le despachaba conforme a ellas.
El tono de ambos relatos es angustioso, porque el lector presiente el final: la ruina de una familia, la despersonalización de todo un barrio.
(aparecido en El Financiero el 28 de septiembre de 2007, en Informe Especial)

A propósito de la FILU 2007

A principios de los años cincuenta, aunque la literatura mexicana entraba de lleno en un periodo de auge bastante espectacular, la industria editorial no ofrecía tantas opciones como para satisfacer ni la oferta ni la demanda.
Las editoriales que se ocupaban de publicar a los escritores mexicanos eran Stylo, cuya producción era excelente, pero limitada; Porrúa Hermanos, que sobre todo se abastecía de los que ya tenían un renombre; el Fondo de Cultura Económica, cuyas colecciones que se nutrían de los mexicanos eran Tezontle, que más bien estaba enfocada a los investigadores y becarios del Colegio de México, y Letras Mexicanas, en donde todos querían publicar (allí editaron Juan Rulfo, Juan José Arreola, Carlos Fuentes, Salvador Novo, Edmundo Valadés), Compañía General de Ediciones (casi limitada, en lo mexicano, a Carlo Coccioli y a Martín Luis Guzmán).
Las otras opciones eran Costa-Amic, que más bien coeditaba y en la que los autores debían financiar cuando menos parte de la edición (por ejemplo, algunas de las novelas de Luis Spota); Los Presentes, pequeña editorial artesanal de Juan José Arreola (donde debutaron, entre otros, Elena Poniatowska, Carlos Fuentes, Ricardo Garibay, y se editaron libros de Julio Cortázar, Otaola, Alfonso Reyes), en donde también los autores ayudaban económicamente al editor, y no muchas otras, entre las que deben considerarse los sobretiros de algunas revistas (América, que publicó los primeros libros de Rosario Castellanos), o debían conformarse con ediciones de autor, subsidiadas por ellos mismos y sus familiares, y obviamente eran libros que no llegaban más que a algunas librerías.
Ya había pasado la época de gloria de Cvltvra, y la UNAM aún no se aventuraba a reeditar las obras de los clásicos noveles, mucho menos de los nuevos valores, y faltaban algunos años para el nacimiento de Joaquín Mortiz, ERA, Siglo XXI, Empresas Editoriales, Diógenes, la mexicanización de Grijalbo.
Por eso fue bienvendida la Editorial de la Universidad Veracruzana, ideada por Gonzalo Aguirre Beltrán, dirigida por Fernando Salmerón, y en su colección Ficción, por Sergio Galindo, quien comenzó a publicar a sus contemporáneos (Emilio Carballido, Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Carlo Antonio Castro, Jorge Ibargüengoitia, Luisa Josefina Hernández, Elena Garro) y a los jóvenes de entonces (Juan García Ponce, Sergio Pitol, José de la Colina, Elena Poniatowska, Juan Tovar); ofreció un panorama diferente al traducir a los clásicos (El rey Lear, de Shakespeare, en versión de Luisa Josefina Hernández), Andrejewsky; a traer a los consagrados (Luis Cernuda, Rosa Chacel). En otras colecciones se publicaron libros que ahora son clásicos de la sociología y la política (Enrique González Pedrero, Enrique Florescano) o de la filosofía (José Gaos) o de la literatura (Salvador Novo).
Desde 1957 hasta 1965, más o menos, la colección Ficción alimentó los catálogos de otras editoriales, dio a conocer o a consagrar a muchos de los mejores escritores mexicanos; pero la Editorial dependía de la Universidad Veracruzana, y ésta de la SEP, y todos de los gustos y aficiones de los políticos; hubo gobernadores a los que la cultura le interesaba menos que otras actividades, y se redujo el número de títulos y de autores, y entró en un aletargamiento que hizo que se perdiera prácticamente.
En 1978 la editorial recuperó a Sergio Galindo, quien se había dedicado a otras actividades (fue incluso director de Bellas Artes), y entró en un nuevo periodo fértil, en donde volvió a editar a los jóvenes autores (Ricardo Elizondo Elizondo, José Rafael Calva, Luis Arturo Ramos, Felipe Garrido); reeditó muchos de los títulos que se habían agotado y, aunque su presupuesto era limitado, volvió a estar en las librerías, sobre todo de Xalapa y de la ciudad de México.
Sergio Galindo cedió la dirección de la editorial a Luis Arturo Ramos; la historia desde entonces fue otra.
La Feria Internacional del Libro Universitario, en su versión 2007, con sede en Xalapa, rinde homenaje a sus fundadores, en especial a Sergio Galindo, con una serie de conferencias, mesas redondas y presentaciones de libros, para recordar a quien comenzó a renovar el panorama editorial mexicano, y con ello ayudó al periodo de auge de la literatura mexicana en los años sesenta, y su breve renacimiento en los ochenta.
(Aparecido en El Financiero, el 28 de septiembre de 2007)

sábado, 15 de septiembre de 2007

Los errores de las Historias

Entre los lugares comunes de la cultura se encuentra la frase de George Santayana, que afirma, más o menos, que los pueblos que no conocen su historia están obligados a repetirla (otras versiones dicen que "aquellos", no los pueblos, y hasta alguien dice que los que "no estudian historia").
También la queja más frecuente entre quienes no leen historia es que los maestros (primaria, secundaria, preparatoria) eran aburridos y no despertaban la curiosidad de los alumnos, y hasta lo confuso que es entender las cronologías y saber que coexisten hechos dramáticos con la vida cotidiana (la guerra de secesión con el inicio del beisbol profesional, por ejemplo), además de la tendencia a explicarnos la vida de los héroes siempre posando y con frases célebres o arengas todo el tiempo.
Pero existe una gran curiosidad por la materia; un ejemplo es la proliferación de revistas españolas que abordan el tema, como La aventura de la historia, Historia, de National Geographic, e Historia y vida, que hace unos meses se exhibían en los estantes de los "locales cerrados", y ahora los colocan junto a las cajas, al lado de las revistas de chismorreo del espectáculo y las de moda, desplazando en el último mes a Letras Libres, que ya regresó a los estantes; incluso ya los exhiben en kioscos y expendios de periódicos.
Poco importa que nos lleguen con varios meses de retraso y que no podamos aprovechar las ofertas (exclusivas para España, que está ansiosa de recuperar su historia), bastante atractivas, con ediciones facsimilares de libros clásicos, de ediciones raras, y hasta de colecciones de moneda antiguas y muy antiguas, como la que pone al alcance del lector una colección de 12 monedas romanas de diferentes denominaciones, aparentemente auténticas, por sólo 14 mil pesos, más gastos de envío.
Es probable que parte de su popularidad se deba a su bajo precio, por debajo de los 40 pesos, aunque todas tienen más de 120 páginas, impresas en papel couché, con selección de color y en tamaño carta; los autores son investigadores y catedráticos universitarios, y los temas que tocan abarcan desde la más remota antigüedad hasta la más reciente, y aunque proliferan los temas europeos, no dejan de abordar, con lenguaje sencillo, el mundo árabe, el asiático y el americano.
Aunque los artículos (algunos podríamos llamarlos ensayos) son extensos, por la variedad de los temas abarcan a veces sólo algunos aspectos de un episodio o de la vida de un personaje, lo que los hace muy interesantes, pero no se rebajan al tono de chisme sobre la vida privada de los artistas con que denigran al periodismo actual, pero tampoco dejan de abordar la vida íntima de los protagonistas de sucesos históricos, siempre y cuando influya en su comportamiento (es imposible no hablar de la vida íntima de Cleopatra, o de María Antonieta, pero es inútil abordar la de Alejandro, porque no tuvo que ver en sus hazañas, aunque no dejan de ser curiosas).
Historia y vida tiene un directorio más o menos discreto, en el que abundan las mujeres: directora, redactora jefe (incoherencia gramatical), la mitad de la redacción, secretaria de redacción, la maquetación (formación, en español), y la corrección; sólo un hombre, aunque en el consejo de redacción ganan cinco a dos. En La aventura de la historia hay sólo dos mujeres en su directorio, pero nada menos que la redactora jefe y la secretaria de redacción; no informa del nombre de los encargados de la corrección.
¿Por qué abundamos en este aspecto? Los diarios contienen más erratas que las revistas, y éstas que los libros, por el tiempo que se le dedica a la corrección y por la especialidad de los encargados de este aspecto (tiene que ver también el salario); así, uno debería suponer que quienes hacen estas revistas tienen una mejor preparación académica o, mejor aún, son apasionados del tema y conocen lo suficiente como para no confiarse, y además tener más cuidado.
Pero tienen algunas erratas que demuestran que los especialistas tienen tan mal ojo como los no expertos, y que la prisa es muy mala consejera; abundan los acentos mal colocados ("uno sólo de ellos"), los cambios de letras ("Gibernador"), los solecismos ("fue a por"), las expresiones de moda ("acceder al poder", por "alcanzar o ascender").
Nada fuera de lo normal, sólo su cantidad, que rebasa lo tolerable, que serían diez o 12 por número, tratándose de publicaciones de esta naturaleza.
Pero en un número de reciente venta en México, el que conmemora los cien primeros números de La aventura de la historia, hay uno desconcertante.
En primer lugar, la selección es discutible; que Cristóbal Colón sea el más influyente de todos los tiempos parece exagerado, porque si bien fue el primero en llegar a América, no lo hizo por acierto sino por error; es decir, por casualidad, serendipia, diría Ruy Pérez Tamayo; el escaso espacio que tiene don Miguel León-Portilla para hablar de los méritos y logros de Colón apenas permite dilucidar algunos de ellos, y de insistir en la polémica del origen del navegante.
Pero León-Portilla sale mejor librado que los otros 99 especialistas, que poco hacen por explicar por qué algunos (y algunos tan detestables como Hitler y Franco) son influyentes (y no se explica si lo fueron o lo siguen siendo), y a algunos sólo les alcanza el tiempo para dar datos biográficos y enumerar hazañas bélicas.
El más curioso es el error cometido en la pequeña, bienintencionada pero inocente semblanza de Karl Marx, también más explícita en detalles domésticos e íntimos que en lo profundo de su pensamiento y en el enfoque que le dio a la filosofía, y cómo sigue influyendo aunque muchos crean que se trata de una moda. Al hablar de alguno de sus libros más importantes, mencionan El 18 brumario ¡de Napoleón Bonaparte!; no sabemos si fue un desliz del autor, de una pifia de los transcriptores, pero definitivamente es una errata de la correctora, de la secretaria de redacción y de la redactora jefe. Porque parece innecesario aclarar que se trata de El 18 brumario de Luis Bonaparte, lo que permitió a Marx hablar de lucha de clases, no del derrumbe de la monarquía.
En fin, pescar errores y erratas de la Historia (las revistas) es un entretenimiento más de los lectores curiosos.

domingo, 26 de agosto de 2007

Correctores valientes o sumisos

Los correctores tienen el dilema de encontrarse con un error, y corregirlo, o respetar las afirmaciones de los autores. Hay, como se sabe, algunas eminencias a las que no se le puede tocar ni una coma, pese a que digan tonterías o estén equivocados en algunos datos, aunque hay quien agradece la ayuda que se le preste para limpiar sus textos.
Hay autores beneficiados por las editoriales, a los que hay que respetar todo, por órdenes de los editores; esas preferencias han ocasionado algunas de las perlas más horrendas aparecidas en los libros mexicanos.
El corrector que intente meter mano en textos de Ricardo Garibay, Juan García Ponce, Carlos Fuentes u Octavio Paz, o en terrenos no literarios, a Abelardo Villegas, Héctor Fix-Zamudio o Ricardo Guerra, debe tener argumentos muy sólidos, o estar a su altura, porque aunque muchos de ellos aceptan que pueden equivocarse, algunos editores temen molestarlos y no aceptan ni siquiera sugerencias, y ni siquiera consultan con el autor si estarían de acuerdo con una enmienda o una observación.
A continuación, una lista de perlas aparecidas por culpa de correctores timoratos, editores temerosos o autores necios y soberbios (o todo, al mismo tiempo); para mayor deleite, se omite el nombre quienes cometieron los errores, de los correctores que los dejaron pasar, y de los editores que lo permitieron, y así el lector pueda buscarlos y compartir la delicia de encontrar una perla.
Antes, nunca hubiera tomado este todavía inexistente eje vial, que sustituyó avenidas con nombres inolvidables: Niño Perdido, San Juan de Letrán, sino que hubiese llegado hasta el Palacio de Bellas Artes por el lado contrario, tomando la Avenida Coyoacán, con sus antiguos tranvías amarillos al centro, siguiendo la ruta de los tranvías por la Avenida Insurgentes…”
“(un manco) colocó al niño en brazos de la vieja de ojos azorados, se lavó las manos y, sin volver a mirar, salió de la pieza con la satisfacción del deber cumplido.”
“…decidieron emprender el largo viaje de Jerez de la Frontera, Zacatecas, a Paso de Sotos, Jalisco…”
Todo el bien vino junto.” (La frase original era “También apareció el buen vino”.)
El emú púrpura le puso otro huevo a Marat.” (También merece explicación a esta asombrosa traducción: “El pueblo, conmovido, le respondió a Marat”.)
Se acercó a ella –una muerta— y besó los labios, que aún despedían un fuerte aliento alcohólico…”
“…los barcos que zarpan de la ciudad al mar.”
la palabra conocimiento debe ser entendida como una forma del saber…”
un escritor injustamente algo olvidado
Los autores de ambas novelas crean experiencias que analizan ficciones…”
"Como cuando John Wayne llva de los cabellos, casdi arrastrada, a Maureen =´Sullivan"Los autores de estas frases son célebres. Los correctores que las revisaron son casi anónimos, pero merecen tanto reconocimiento como los primeros, porque las preservaron para nuestro deleite.
(Cuando apareció la primera versión de este texto, vivían todos los autores; algunos ya fallecieron, pero no por eso merecen nuestro olvido. La primera versión estuvo limitada por el espacio; cotidianamente se irá incrementando con frases tan inolvidables como éstas, y de las que no estamos exentos; alguna se cometió por el recopilador.)

sábado, 18 de agosto de 2007

Revisión de Edipo

Madres amantes / Tomad precauciones
Con las efusiones/ De hijos varones
(Epopeya de Edipo de Tebas, Mundstock y Núñez)

Un relato de Julio Cortázar retoma, sin decirlo, uno de los temas principales de Edipo rey, la más conocida de las tragedias de Sófocles, el más clásico de los clásicos, según dice Pablo Ingberg en el prólogo de esta nueva edición (Losada, 2003)
Muchos afirman que, a lo largo del maltrecho siglo XX, se hubiera perdido la actualidad de esta obra, de hace más de 2,500 años, si Freud no hubiera utilizado el nombre del protagonista para explicar el excesivo amor de los hijos por las madres y el deseo de superar, o destituir, al padre, al que se le tiene envidia y celos por la intimidad conyugal (lo sepa no el infante).
Ahora que está de moda atacar a Freud (y a otros que hicieron posible pensar en un mundo feliz), cuando menos tenemos la oportunidad de releer a los clásicos despojándolos de un contexto equívoco: Sófocles no sabía nada de psicoanálisis, y sí en cambio creía en el destino: es imposible escapar del designio de los dioses, quienes hacen y deshacen nuestro porvenir aun cuando ellos mismos son los que crean las circunstancias y nos colocan en ellas y deciden cómo actuamos, y además nos premian y nos castigan.
Sófocles no sabía nada de psicoanálisis y no trata de explicar, mediante Edipo, el amor exagerado por la madre, que inhibe el que se siente por otras mujeres, ni da la solución a tantas uniones insatisfechas porque éstas no hacen lo mismo, ni tan bien (por lo menos en la cocina) como las madres. Sófocles cuenta la historia de un hombre al que se le asignó como destino asesinar al padre y cohabitar con la madre, y así lo hizo, todo sin saberlo, y cuando puede ocultar la verdad (que él mismo desconoce), insiste en averiguarla aunque vaya contra su propia gloria y su propio destino (y el de los suyos).
Ya lo sabemos: desconocemos a los clásicos; los leemos a fuerzas, obligados por las tareas escolares o porque hay que leerlos para no quedar en ridículo, y no regresamos a ellos; además, las traducciones no suelen ser buenas, las fuerzan para unas rimas imposibles, las acomodan a cuestiones lingüísticas de moda, o se van por el camino fácil. Esta nueva versión de una obra de la que debe de haber disponibles unas 15 ediciones, y varias decenas a lo largo de la historia, despoja a la anécdota del contexto freudiano, le da un ritmo y un lenguaje contemporáneo (pese a la conjugación en segunda persona del singular), la arropa con un sentido y un idioma dramatúrgico, y al mismo ubica al lector en una escenografía imposible de imaginarse ahora, que es como la veían los griegos hace 2,500 años.
Sorprende el ritmo, el lector siente al mismo tiempo la naturalidad con que la oyeron y vieron los contemporáneos de Sófocles y sus sucesores inmediatos (bueno, los siguientes cuatro o cinco siglos), y en esta época recobra la agilidad y el misterio, pese a que todo mundo conoce la anécdota, aunque nunca haya leído la obra; por otro lado, se trata de una edición anotada, en que casi cada palabra es analizada para explicar por qué se utiliza en vez de otra expresión, tal vez más exacta etimológicamente pero menos adecuada para explicar lo que sucede en escena.
Sin embargo, el sentido de la obra es otro; aunque sea más importante el sentido literal o literario; las notas, además del excelente prólogo, insisten en darle un contexto histórico sin que por ello pierda la frescura y el dramatismo, y además sin hacerla cursi o patética.
Despojada del contexto freudiano, podemos verla ahora como la insistencia de un hombre que, en busca de la verdad, se enfrenta al peor de los enigmas, y sabiendo que eso puede costarle la fortuna (no hay que olvidar que es rey de un pueblo y hereda otro reinado), persiste en la búsqueda, lo que lo lleva a la deshonra y al desprestigio.
También vemos a otros personajes que, pese a las amenazas, a que pueden sufrir persecuciones, someterse a la burla y al ostracismo por desafiar a los poderosos, insisten en decir la verdad, una vez que fueron convocados a ello, y cómo Edipo, aunque no es culpable de los delitos que comete (mandado no es culpado, podríamos decir ahora), acepta su castigo; pero hay otra advertencia más seria, en que no insisten ni Sófocles ni el traductor y prologuista (y autor de las excelentes notas) Inberg: Tebas será víctima de pestes y otros azotes por las culpas y crímenes de sus dirigentes.
Mencionábamos a Cortázar; en algún relato narra cómo un hombre ve revertir su suerte, brillante en un momento, decadente, tristérrima al siguiente; ésa es la última advertencia de Edipo rey: de nadie se diga que es feliz hasta que termina su vida; y otra: nos tardamos mucho en reconocer la bueno, pero al malo se le identifica al instante.
Una edición casi pulcra, de no ser por una línea de más en la página 154.

domingo, 5 de agosto de 2007

Ediciones Universitarias

Julio Cortázar dice que cuando triunfe la Revolución, eliminaremos todos los uniformes, menos el de bomberos, que habría que hacerlo más cómodo.
Un día habrá en que todos los panistas serán como Manuel Gómez Morin; que todos los comunistas (de cualquier partido) serán como Narciso Bassols, y todos los socialistas (hasta del PRI), como Jesús Silva Herzog (el padre). Todos los funcionarios gubernamentales, como Luis de la Rosa, Ignacio Ramírez y Melchor Ocampo, y los militares (exclusivamente para defendernos) como Jesús González Ortega; ese día los empresarios serán como Robert Owen (perdón por no encontrar un ejemplo nacional).
Entonces se sabrá que fue un mexicano el primero en hablar de la lucha de clases, seis años antes que lo hicieran Marx y Engels; que fue un mexicano quien diseñó el modelo ideal para las aulas desde preescolares hasta las universitarias, aunque no sea en México donde se usan; que fue un mexicano quien dio las bases para que naciones ahora poderosas diseñaran una estrategia que les permitiera la independencia con dignidad, y que ese hombre es conmemorado en muchos países, pero no en el nuestro; que es un mexicano quien está cambiando el concepto de la física y que permitirá una comprensión más exacta de nuestro universo; que fue un mexicano –por cierto un aficionado, aunque más profesional que los profesionistas— quien mostró que buscando en el cielo –y observó más de seis mil objetos celestes, muchos de ellos, la primera vez que los veían— encontraríamos una solución para los pobres de todo el mundo; que fue una generación de mexicanos la que demostró que la dignidad vale más que el dinero y el poder militar, y lo hizo con ideas, aunque quienes las exponían sabían usar la espada con tanta destreza como los militares.
¿Pero dónde los encontramos?, ¿dónde están esos mexicanos? En un 90 por ciento, en las páginas de las editoriales universitarias; por fortuna, no se restringen a México; por ejemplo, en la Universidad de Sinaloa podemos leer a Arthur Miller, a Jonathan Swift, los mejores cuentos de William Faulkner, pero también la historia del Partido Comunista Mexicano, que ha dado tantos tumbos pero también tantas muestras de dignidad.
En las páginas de la Universidad de Puebla encontramos a Victor Hugo, en una edición que provoca la envidia de muchas editoriales privadas, por la elegancia, el buen gusto, el decoro y la pulcritud; a Stevenson, sin olvidar a sus autores autóctonos ni a los clásicos del socialismo, de la economía, de la sociología.
Hay varios ejemplos, entre muchos, que hay que resaltar: en primer lugar, la UAM, que dentro de un desorden y un caos, ha publicado a los jóvenes valores y a los clásicos, con los mismos entusiasmo y profesionalismo; por ejemplo, Manuel José Othón, en una edición erudita aunque incómoda; rinde homenaje a los mejores escritores mexicanos y latinoamericanos, y publica, como debe de ser, a sus miembros cumplidos. No hay que olvidar su revista La Casa del Tiempo, que ha sido una de las mejores sobre todo en el ámbito de la cultura, aunque no en el de otros terrenos donde la Autónoma Metropolitana tiene más éxito, que son las investigaciones tanto sociales como científicas.
El Instituto Politécnico Nacional ha corrido con menor suerte, aunque ha intentado con algunas manos profesionales, como las de Andrés González Pagés, Emilio Carballido y hace poco Manuel Gutiérrez Oropeza, con resultados no muy halagüeños.
El Colegio de México, también con altibajos, edita las investigaciones de sus eruditos, y expone teorías literarias y lingüísticas asombrosas; sus estudios de demografía, de sociología, de política, ponen al alcance de los interesados, lo más moderno y destacado en sus ámbitos.
La Universidad Nacional Autónoma de México podría considerarse la mejor editorial de México, porque cumple con casi todos los requisitos para ello: limpieza y pulcritud (legado de Jesús Arellano, uno de los mejores correctores de nuestra historia, y posiblemente el mejor del siglo XX, a descargo de los nombres sagrados: Díez-Canedo, Giner de los Ríos, Vázquez, Monterroso, Ímaz, Ávila, Huerta, Bolívar, Chumacero, Pulido), y quien sentó las bases para la corrección correcta; también existe la variedad: desde las artes elitistas, como el teatro y la filología, hasta las populares, como el cine; la publicación de nuestros más antiguos clásicos, nacidos no en México sino en Atenas y en Roma, traducidos o actualizados por Bonifaz Nuño y Tarcisio Herrera Zapián, pasando por los que sí nacieron aquí e hicieron patria: Altamirano, Ramírez, Payno, Fernández de Lizardi, Justo Sierra.
Herederos de los clásicos de Vasconcelos en la primera mitad de los veinte, desde 1930 la Revista de la Universidad de México ha llevado al público lo mejor de nuestra cultura, y aunque se destaca la gestión de Jaime García Terrés, en realidad ha tenido muchas etapas célebres, y varias colecciones, como la Biblioteca del Estudiante Universitario, Nuestros Clásicos, El Ala del Tigre, la reciente Pequeños Grandes Ensayos, forman parte fundamental de nuestra cultura humanística, sin olvidar la benemérita Voz Viva, ya sea de México o de América Latina, que nos permitió escuchar nuestras mejores voces leer (aunque casi siempre mal) lo que ellos mismos consideraban lo más representativo de su obra.
Un ejemplo más: el Colegio Nacional, que dio cabida a los grandes ensayos de Alfonso Reyes sobre Grecia, y que forman parte de varios de sus tomos de obras completas; que en su Memoria cada año nos pone al alcance de lo más alto de nuestra cultura, desde las apantallantes historiografías de Cosío Villegas sobre lo indispensable para conocer nuestro México, hasta las autopsias imaginarias de Martínez Palomo acerca de Mozart y Rossini, o la condena de Mario Lavista por el desastre de los Tres Tenores, y sus elogios a los Rolling Stones, o la disección de nuestro ámbito literario por Gabriel Zaid, y por tantas aristas que desconocemos y que están allí, a nuestro alcance, como ha puesto al alcance de todos, en ediciones magníficas, la obra completa de casi todos sus miembros, a precios tan accesibles que parecen errores.

Entre todo esto, no hay que olvidar nunca, la labor de la Universidad Veracruzana, que en tiempos en que la industria editorial mexicana se componía de los consagrados, y comenzó a publicar a los jóvenes que apenas tenían una plaquette, un manojo de cuentos mal editados, o bien, pero por su propio bolsillo o con sello prestado; sus colecciones Ficción, Cuadernos de la Facultad de Filosofía y Letras, Biblioteca, y en las páginas de su revista La Palabra y el Hombre, se formaron cuando menos dos generaciones de la literatura mexicana, y se dieron a conocer otras tantas: no hay que olvidar que bajo la dirección de Sergio Galindo en México se publicó por primera vez a Álvaro Mutis, a Gabriel García Márquez, a Rosa Chacel; que dio el manual perfecto para el novelista en la pluma insuperable de EM Forster; que posteriormente, cuando parecía que las editoriales mexicanas estaban a la vanguardia del mundo de habla hispana (España saliendo apenas del marasmo de 40 años de oscuridad; Chile y Argentina viviendo los peores momentos de su historia; Colombia, Costa Rica, Panamá sin poder despegar), otra vez la Universidad Veracruzana reapareció con páginas dignas para escritores desarrollados o en vías de, en una sana competencia con las mejores de esos momentos: el Fondo de Cultura Económica, Joaquín Mortiz, Ediciones Era, Siglo XXI Editores, Premiá, un Grijalbo que se desprendía de su imagen mercantilista, un Océano que luego sería Cal y Arena; con intercambio de autores, con préstamos, con una actividad que no parecía prever el desastre en que se convertiría el país, y que terminaría por afectar a una industria en auge aunque ya se evidenciaba que su calidad no era correspondida por el público: ediciones de tres mil ejemplares que no se agotaban, pese a que la población universitaria ya rebasaba las decenas de miles de estudiantes y maestros; ediciones marginales que aún se encuentran intonsas en las librerías de viejo.
Una Universidad Veracruzana que ha sobrevivido a las expropiaciones culturales, a la cultura corporativa, a los autores prediseñados, a la literatura por encargo.

Queda una pregunta: ¿por qué si las ediciones universitarias son tan espléndidas, las desconocemos tanto? Después de la flor viene la maceta, como dice mi clásico favorito: no es nuestra culpa, sino de ellas. Comprar un libro de nuestras universidad, las citadas y otras muchas que desconozco, es una hazaña; hay que esperar a las ferias para encontrar lo que exponen, que es apenas una parte de lo que editan; se hablaba del crimen perfecto, que es publicar en la UNAM, porque nadie se enteraba; en un breve y contundente ensayo, Guillermo Scheridan denuncia la apatía y negligencia de los encargados de las librerías universitarias que dan por hecho que todos sus libros están agotados, aunque aún queden miles en sus plúteos o, peor, en sus bodegas, de las que a veces ni siquiera salen, o son editados para que se hundan en sus bibliotecas, y hay que reconocer que cada nueva administración pretende acabar con el problema, pero parece irresoluble. Ayer me acabé media quincena en el pequeño local de la UNAM en el pasaje Zócalo-Pino Suárez (a donde cada año íbamos Sergio Galindo y yo a acabarnos una quincena completa en la feria que instalaba Carlos Hérnández), porque lo encontré abierto y coincidió con que servía su terminal para tarjetas de crédito, y la encargada ya había terminado su labor de aseo, y completé una colección y me encontré con títulos que acababan de llegar, aunque sólo dos ejemplares.
¿Dónde encontramos libros de las universidades de Puebla, Sinaloa, del Estado de México, de la UAM, de la UNAM, del Colmex, de la Veracruzana? No en la Gandhi, no en lo que queda del Parnaso, no en Porrúa (sólo en una de ellas, los libros del Colegio Nacional), no en el Sótano ni en esta Rosario Castellanos que me gusta tanto, pero no por buena, si no precisamente por mala.

(Participación en una mesa redonda en la Librería Rosario Castellanos, que compartí con Olga Hermony, Celia del Palacio y Alinne Pettersone, mayo de 2007)

domingo, 29 de julio de 2007

Nueva historia documental del cine mexicano

En 1970 comenzó a publicarse la Historia documental del cine mexicano, de Emilio García Riera, en Ediciones Era, por aquel entonces la única preocupada, en México, por publicar libros de cine; tenía una colección, Cine-Club Era, con guiones de Bergman, de Buñuel, y estudios del cine italiano, de Hitchtcock, de Visconti, y hasta un guión publicado con gran formato; en España, Alianza Editorial también publicaba algunos guiones, sobre todo de Fellini y Antonioni, y la historia ilustrada del cine, además de la colección de guiones publicada por Aymá (que incluía algunos de Buñuel), más la Historia, de George Sadoul publicada por Siglo XXI. Años antes, en la UNAM, animados por Manuel González Casanova, hubo una colección de ensayos sobre cine, donde estaban algunos títulos ahora inencontrables (y no incluidos en sus obras completas), un ensayo de Salvador Elizondo sobre Visconti, de José de la Colina sobre el Cine italiano; de Eduardo Lizalde sobre Luis Buñuel; de Juan Manuel Torres sobre Las divas del cine mudo; de García Riera sobre El cine checoslovaco; de Manuel Michel sobre El cine francés; el excelente Francisco Pina sobre El cine japonés; de Manuel Durán sobre Marylin Monroe, y el libro teórico de José Revueltas sobre El conocimiento cinematográfico y sus problemas; la Universidad Veracruzana, en su serie Ficción, publicó guiones de Juan Antonio Bárdem, el de Madre Juana de los Ángeles, y un libro muy elegante de Manuel Michel, y algunas novelas que en México se conocían en sus versiones cinematográficas; aparte, Grijalbo publicó uno que otro guión, como El último tango en París, comentado por Norman Mailer, y algunos otros de Bertolucci, más las biografías de directores como Hitchcock, Billy Wilder, Orson Wells, o de estrellas como Greta Garbo o Marlon Brando; en Diana apareció el guión de Taxi Driver; no mucho, como se ve.
En Era había aparecido La aventura del cine mexicano, de Jorge Ayala Blanco; en la reseña aparecida en La Cultura en México, suplemento de Siempre!, García Riera había externado su admiración, y proclamado que, por pura envidia, escribiría su propia historia del cine mexicano; así, año tras año aparecía un tomo, que abarcaba, primero un sexenio, y después dos o tres años, de revisión de lo filmado en el país (o por mexicanos en el extranjero, fueran directores o actores), hasta llegar a nueve tomos que abarcaban desde los primeros filmes sonoros hasta lo realizado en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz.
Encuadernados, bien escritos, bien corregidos, muy bien editados, presentaban ficha técnica, argumento y comentario prácticamente de cada filme mexicano; ese lujo costaba tanto, que llegaban a las librerías hacia finales de año, que era cuando salían los libros de lujo, como para regalo.
García Riera fue a vivir a Guadalajara, en donde se estableció en la Universidad de Guadalajara, implantó una carrera y prosiguió su investigación del cine mexicano, al grado de reescribir los nueve tomos editados por Era, y los reeditó en 18 tomos en coedición de la UdeG con el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes; los primeros 17 abarcaban la revisión de cada filme, incluidos algunos que se le pasaron en la primera edición, hasta 1976, y el último, un índice general, más añadidos, correcciones y reparos, donde vuelve a cometer injusticias por arreglar otras.
Esta edición no es tan elegante ni está tan bien editada como la de Era: columnas disparejas, callejones, erratas por todos lados, sílabas mal divididas; no hay portafolios de fotografías, y cuando incluye fotos no pone todos los créditos; a cambio, hay más sentido del humor y más soltura en los comentarios, además de una declarada pasión por la belleza femenina, aunque menos rigor crítico.
García Riera comenzó a tener problemas de salud, y externó su preocupación por que se continuara su obra, y hasta llegó a nombrar a sus posibles discípulos; finalmente se editó, aunque no circula en librerías y sólo lo conseguí en una feria, el primer tomo de la Historia de la producción cinematográfica mexicana, editada, como la anterior, por la Universidad de Guadalajara, en combinación con el Instituto Mexicano de Cinematografía y el gobierno del estado de Jalisco a través de su Secretaría de Cultura. Es una continuación, y así se declara, de la Historia documental del cine mexicano, y abarca dos años de producción, justo donde la había dejado García Riera; ésta lo hace con lo filmado en 1977 y 1978. Los créditos principales son para Eduardo de la Vega Alfaro, y para la supervisión de Emilio García Riera, y se incluyen comentarios de los propios García Riera y De la Vega Alfaro, de Marina Díaz López, Leonardo García Tsao, Juan Carlos Vargas, Ulises Iñiguez Mendoza y Moisés Viñas. Tiene fecha de publicación de noviembre de 2005, y se le acredita la producción al Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades y el cuidado de la edición a Edmundo Camacho y a De la Vega Alfaro; la diagramación, que no el diseño, a Gilberto Aguilar.
Es impropio comparar el diseño de Vicente Rojo (“como Dios manda”, decía García Riera) con los que tiñeron las ediciones posteriores, pero es evidente que un esfuerzo de crítica mostrado por este equipo no sea coronado con un diseño adecuado, sobrio, y no tan disparatado, con columnas incómodas y que no se prestan a una lectura ágil y descansada; la tipografía tampoco es adecuada y dificulta la lectura, y prácticamente no hubo corrección, ni menos corrección de estilo, por lo que se cuelan varias erratas y errores gramaticales a veces divertidos pero siempre preocupantes.
Uno de los mejores aspectos de la primera edición de la Historia documental era el acopio de documentos; así, al comentario de García Riera se complementaban (a veces lo suplían) o lo contradecían las críticas de otros estudiosos o comentaristas, así tuvieran una visión o perspectiva diferente de la de García Riera; en la segunda desapareció, pero no del todo; en ésta no hay rastros de documentación, no se dice quién más comentó los filmes, en dónde, qué impacto produjeron, cuál es su posición en el panorama general, y sobre todo dentro de un contexto histórico indispensable para que el lector tenga una visión de las circunstancias que rodearon producción y la exhibición de las cintas.
En esta edición los comentaristas se asumen como los únicos calificados para comentar los filmes incluidos, desaparecen rastros de lo que dijeron otros, y entre ellos mismos se excluyen unos a otros, con el agravante de que hay comentarios mucho mejores que los seleccionados para incluirlos en estas páginas. Y los comentaristas se muestran desdeñosos con algunas películas (asombra el menosprecio con el que tratan Cadena perpetua, obra maestra de Arturo Ripstein, así calificada por el propio García Riera, o la mojigatería con la que vieron El vuelo de la cigüeña, a la que revisan bajo un criterio moral y no estético, y en cambio son complacientes con Bandera rota, si bien irreprochable desde una visión política, como cinta es sobreactuada y dispareja; pero al equipo le preocupa más parecer correctos); sus comentarios son muy breves en cintas que, buenas o malas, merecen más (y mejor)atención; pareciera que se sienten superiores a las obras comentadas, pero cuando se enfrentan con una más digna de atención, se quedan cortos e incapaces de comentarla con rigor, pero también con distancia, sin involucrar ideas políticas ni simpatías personales.
Pero lo que más llama la atención es el esfuerzo por parecerse a García Riera; todos quieren imitar su estilo desenfadado, gracioso, audaz y parcial, que no siempre le salía bien, pero sí natural; a sus seguidores en cambio no les queda, o pocas veces; a la audacia de García Riera quieren imponer una adjetivación muchas veces injusta por tratar de ser graciosa; los adjetivos no suplen a la crítica, y mucho menos a la imparcialidad.
Los mismos comentarios de García Riera, no siempre con las películas adecuadas, parecen editados, de tan breves, y sin contundencia.
Así, al faltar documentos, y al fallar el aparato crítico, esta continuación de la obra de García Riera queda inconclusa, fragmentada, y resulta insípida; no hay que dejar de ver, sin embargo, que así lo supervisó García Riera, y deja comentarios que no vienen al caso (simpatías y sobre todo antipatías personales) y que restan seriedad al trabajo.
Hay un aspecto que no deja de llamar la atención: en la primera versión de la Historia documental omitía todo comentario sobre las cintas “actuadas” por Viruta y Capulina; Alguien reclamó que no las comentara, porque con todo y lo malo que fueran, formaban parte de la historia del cine mexicano (y ahora puede decirse que hay peores que ésas); García Riera se congratuló de la separación del dúo; dolido por el comentario, se portó irónico en la segunda versión, y dijo que ya que se le criticaba por esa omisión la repararía, y poco a poco fue disminuyendo su rencor, e incluso llega a elogiar momentos, o el guión de alguna cinta; y aun teniendo ayudantes, se encargó, en este nuevo tomo, de reseñar las cintas de Capulina. Quién lo dijera.

jueves, 12 de julio de 2007

Sargento Pimienta


Cuarenta años de un clásico


El primero de junio de 1967 apareció en las disquerías de Inglaterra el nuevo disco de The Beatles, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band; un día después ya estaba a la venta en Estados Unidos; en México se tardó algunas semanas más en aparecer, y no fue digerido de inmediato.
(En la discografía de Beatles, fue el primero que apareció exactamente igual en todo el mundo; los anteriores tenían leves o graves diferencias, a veces hasta en el nombre, el número de piezas, su orden.)
En la mayoría de las encuestas realizadas por estaciones de radio y por revistas especializadas se le considera el mejor álbum de la música popular de la historia; algunas publicaciones iconoclastas se burlan y encumbran otros discos que, invariablemente, son influidos por éste.
La transformación del grupo, a partir de su cuarto disco (oficial, porque aparecieron variaciones, entrevistas, reediciones de uno en que acompañaron a Tony Sheridan e interpretaron solos dos piezas, o ya circulaba en versiones pirata la sesión de Decca en la que fueron si no rechazados por lo menos no aceptados), se había hecho más que evidente en su álbum anterior, Revolver, donde habían llevado al extremo los experimentos: piezas con sólo piano y batería, intercambio de instrumentos, duelo y conversaciones con pianos eléctrico y acústico, grabaciones al revés, y alusiones directas a las drogas (“She said, she said”, donde relatan una experiencia con LSD, pero no de ellos, sino de Peter Fonda). Revolver, después de 40 años, está considerado a la altura de Sargento Pimienta, pero es aún una colección de canciones, mientras que el que ahora cumple cuatro décadas de su aparición era un concepto unitario, y que significó un paso adelante en la música popular, que muchos han dejado de dudar que se haya tratado de una simple moda. Ya por entonces gente como Leonard Bernstein advertían que no se trataba de canciones tontas de amor, y llamaban la atención sobre la calidad de muchos conjuntos, Beatles en especial.
Jeff Russel, uno de quienes más ha estudiado al grupo, afirma que la grabación del álbum duró cerca de cuatro meses y el estudio invirtió 50 mil libras esterlinas en su producción; originalmente, además de las 13 pistas había dos más, “Penny Lane” y “Strawberry Fields Forever”, que fueron incluidas en el siguiente disco, Magical Mistery Tours, en la versión estadounidense (hay que recordar que la grabación original inglesa constaba de dos discos extender play; el álbum estadounidense fue un LP cuyo lado 2 consistía en “otras canciones”); además, una pista con “nonsense”, “absurdos” al estilo Lewis Carroll con risas, frases sin sentido –aunque parecen afirmar “nunca me verás en ropa interior”— y Paul McCartney añadió ocho segundos dedicados a su perra Martha, un sonido tan alto que sólo lo captan los perros. En México sólo conocimos esto en un álbum de rarezas, y hasta la llegada del disco compacto.
Varios acontecimientos contemporáneos al disco ayudaron a su mitificación y a su pronta consagración; las externas: movimientos estudiantiles en California, preámbulos a los movimientos alemán, francés, uruguayo, mexicano; el asesinato del Che Guevara; la proliferación de movimientos revolucionarios, que se haya leído la obra del filósofo marxista (aunque muy crítico) Herbert Marcase, la publicación de Cien años de soledad –Beatles es el conjunto favorito de García Márquez, y es notorio—, de Cortázar, una atmósfera de cambio en todo el mundo.
Las internas: Paul McCartney se cayó de un árbol y se partió el labio superior; la marca duraría meses, y para disimular, para las sesiones fotográficas se dejaron crecer bigotes al estilo de finales del siglo XIX; con eso, y los cabellos largos, cambiaron la imagen, una imagen que fue copiada por millones de sus contemporáneos en todo el mundo, y que además identificó a los progresistas; aún ahora es simbólica y significativa; en México, los miembros de la llamada Mafia adoptaron los bigotes –Carlos Monsiváis incluso los calificó “de Javier Solís”—, y fue icono entre quienes manifestaban su inconformidad con un mundo en guerra, con Estados Unidos invadiendo un país lejano que no lo había agredido, con el capitalismo salvaje dominando las finanzas internacionales, con gobiernos intolerantes en todo el orbe.
Otras circunstancias: Linda Eastman (fotógrafa, pero sin parentesco con los propietarios de la Kodak), groupy profesional, andaba tras John Lennon; Yoko Ono, “artista conceptual”, pretendía invitar a Paul McCartney a su exposición; Linda se topó con Paul, y la invitación de Yoko le llegó, equivocadamente, a Lennon; esos encuentros inesperados transformaron la música de ambos, lo que es notorio en este disco, aunque no tanto como en los siguientes. Y otra: la aglomeración de figuras para la portada excluyó de última hora la de Hitler; de haberse incluido ¿se hubiera desvirtuado la imagen de Lennon, quien la había pedido?; el resto de su vida fue acusado de comunista (aunque en “Revolution” y “Revolution 1” se queja de los revolucionarios y de quienes portaban insignias de Mao –icono de la izquierda— y hasta fue perseguido por los paranoicos estadounidenses); de haberse incluido, los jóvenes de entonces ¿hubieran perdonado a Hitler, hubieran revalorado su figura, como se idolatró a casi todos los incluidos?
En cuanto al disco en sí, continúa sorprendiendo si se le escucha con atención: olvidémonos por ahora de las letras, que ya han sido muy analizadas, y concretémonos a la música, o mejor, a la grabación; comienza con un experimento del entonces no muy avanzado sonido estereofónico: en “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” Lennon y Harrison tocan requintos, Paul el bajo, Starr la batería, George Martin órgano (al final), más cuatro cornos; con claridad se oyen las voces en canales diferentes, y las guitarras pasan de uno a otro. Se distingue la guitarra ruda de Lennon de la de Harrison, más suave. La pieza es de McCartney
Casi sin pausa la segunda canción, “With a little help from my friends”, presenta a Paul en el bajo y al piano, a Harrison con pandereta, y a Ringo en la batería y con la voz solista; Lennon hace coros con Paul; ahora se sabe que grabaron la instrumentación y los coros, y dejaron a Ringo al final, cantando solo; han revelado que por entonces Ringo quería dejar el conjunto porque se sentía menospreciado. La composición es de McCartney.
“Lucy in the Sky with Diamonds”, una de las mejores piezas de Lennon, aparte de que las siglas sean significativas, lo presenta a él al requinto, en diálogo con la cítara de Harrison, un bajo magistral de Paul, quien añade un poco de piano; aparte de los versos que han sido calificados de surrealistas, vale la pena escuchar la guitarra dramática de Lennon, un órgano (Paul) que simula un instrumento de cuerda, y un manejo magistral de las voces, con Lennon llevando la principal, pero en los coros hace una tercera extraordinaria (no fueron los primeros: ese truco lo hacían en México los Tres Ases, con Marco Antonio Muñiz como solista, pero era la tercera voz cuando cantaban los tres).
La siguiente pieza, “Getting Better” es un juego, de McCartney, pero fue citada varias veces por Lennon (sobre todo en Mind Games); de nuevo hay dos requintos, de Lennon y Harrison , que se intercalan y dialogan mientras Paul puntea un bajo muy rudo y sobresaliente, y Ringo completa el sonido con bongós, y Harrison añade una tamboura, instrumento hindú que aunque parece guitarra, su sonido recuerda más a las percusiones; la voz de Paul, tanto solista como en los coros (con Lennon y Harrison) es muy alta, como en sus mejores rocks. Casi al final hay un piano, pero informa Russell que lo toca Martin, aunque no las teclas, sino las cuerdas.
“Fixing a Hole”, más enigmática que las anteriores, también es de McCartney, quien toca bajo, clavicordio, requinto y lleva la voz principal, acompañado por el requinto de Harrison (en el intermedio), y por percusiones de Ringo y de Lennon. Es una de las mejor cantadas por Paul, y en los coros los tres se notan relajados y divertidos.
“She’s Leaving Home”, otra pieza de Paul, es tocada por músicos de estudio, con arpas y cuerdas, y Paul narra con voz trágica cómo una joven abandona el hogar paterno; Lennon, en los coros, añade ironía que desdramatiza la pieza; en esa época se dijo que esta melodía estaba hecha a la manera de Schumman y Schubert; en realidad tiene más de Beethoven, a quien ya habían citado, sin que muchos se fijaran, en “And I love her”, donde el requinto acústico de Harrison toca notas de la sonata 14 para piano del alemán; ya habían tocado “Roll Over Beethoven”, de Chuck Berry, basado en la Quinta Sinfonía, y después cantarían “Because”, también una sonata de Beethoven pero tocada al revés, y como mostró Ernesto Acher, la Novena Sinfonía de Beethoven es la fuente secreta de “Let it Be”; ya habían utilizado la estructura del concierto número 1 para piano y orquesta, de Tchaikovsky, para el inicio de uno de sus rocks más densos, “I Feel Fine”.
El lado uno terminaba con “Being for the Benefit of Mr. Kite”, una pieza que simula el sonido de un circo, con una instrumentación singular: bajo y requinto de Paul, órganos de Lennon (Hammond, como el que toca Steve Winwood, y Wurlitzer, de George Martin –¿hay que añadir que es el productor del disco?— quien añade piano), y Harrison, Ringo, Mal Evans y Neil Espinal (ambos, asistentes) tocan armónicas, cada una de diferente tono. La voz solista es del compositor, Lennon, que añade ironía y ambigüedad en la letra.
El lado dos iniciaba (el disco compacto ha quitado el encanto del intermedio) con la única composición de Harrison en el álbum (aunque aportó mucho, como ya se ha notado), “Within and without you”, tocada por músicos hindúes, con Harrison y Neil Espinal con tambouras, más ocho violines y tres chelos. Ringo, Paul y Lennon aparecen sólo al final de la canción –muy hermosa pero muy larga y con una musicalización difícil entonces, pero muy compleja con solos muy intensos— con unas risas, no se sabe si contra Harrison o para relajar el ambiente, como dijeron.
“When Im’ Sixtie-Four” fue escrita por Paul para su padre, y presenta a Lennon en el requinto, a Paul al bajo y al piano, a Ringo en la batería, más tres clarinetes, de diferentes tonos; la canta Paul, con coros de Harrison, y uno muy divertido e inesperado de Lennon, en un tono muy bajo, raro en él. La canción es muy alegre, con remembranzas de piezas de los años veinte, aunque Paul golpea las teclas, no las acaricia, y hay un eco para la voz solista que crea una atmósfera diferente de las otras canciones.
Ese mismo sonido melancólico lo utiliza de nuevo Paul en otra pieza suya, “Lovely Rita”, que pese a todo tiene una instrumentación básica: guitarras acústicas de Lennon y Harrison, bajo de Paul, más dos pianos, de George Martin y Paul, más una batería muy discreta y casi inadvertida de Ringo; hay un sonido raro, que parecen coros graves, pero en realidad son los cuatro frotando en peines cubiertos con papel, algo que hacíamos antes, cuando se usaba el cabello largo y traíamos peine. Hay otros sonidos, que simulan una relación sexual, algo que está insinuado en la letra, donde también hay una provocación: el narrador dice que Rita lo invita a tomar té, que en inglés es una alusión a la mariguana.
Otra vez casi sin pausa entra “Good Morning, good morning”, de Lennon; una pieza que parece detenerse y recomenzar en cada estrofa; a los dos requintos, de Paul y Harrison, se añaden la batería de Ringo (en una de sus mejores piezas, casi tan buena como la de “In my life”), tres saxofones, dos trombones, un corno inglés, y sonidos sin sentido, con insinuaciones sexuales, más otros de animales, que dan paso al “reprise” de “Sgt. Pepper”; apenas comienza la canción cuando se escucha a Paul contando del uno al cuatro; entre el dos y el tres se escucha un “bye”, de Lennon, quien además toca el requinto principal y maracas; Harrison toca un requinto muy grave, Paul el bajo, y los tres cantan, en primera, al mismo tiempo, la muy breve pieza; que no haya segunda o tercera da un toque muy vital y fuerte a la pieza, que enlaza la batería de Ringo a la guitarra acústica con la que Lennon comienza la última canción del disco, acompañado segundos después por el piano de Paul, “A day in the life”, una de las mejores del rock, del conjunto y del siglo.
La instrumentación, aunque parece básica, la hacen muy compleja: hay bajo y batería, bongós de Harrison, maracas de Ringo, piano de Paul, más una orquesta dirigida por Paul, con 41 miembros (entre ellos Tristan Fry, después percusionista de Sky; Alan Civil, quien ya había tocado con Beatles, y recibido crédito, por los cornos en “For no one”, de Revolver, y David Mason –no Dave, el de Traffic—, a cargo de las trompetas en “Penny Lane”); Paul quería que fueran 90 músicos, pero con los 41 lograron que sonaran como si fueran muchos más.
Al final de la pieza interviene Mal Evans, haciendo sonar un reloj (no para despertar conciencias), y se une a los cuatro beatles, que tocan cada uno un piano, y George Martin un armonio, para tocar una sola nota (cada uno una diferente) durante 40 segundos.
Si la pieza suena caótica, la grabación también lo fue, y es notorio porque parecen varios principios y varios finales; en el intermedio irrumpe una pieza de Paul; no era la primera vez, ni sería la última, que juntaran dos canciones inconclusas para hacer una, pero ésta es la más notoria en las diferencias, y marca un contraste que hace más evidente el dramatismo de la pieza principal; la letra también parece comenzar varias veces, y así esconde alusiones contra la guerra y contra el totalitarismo, y algunas más que las autoridades de radiodifusoras entendieron que se referían a las drogas o al sexo, y la prohibieron; las alusiones no sólo están en las letras, sino también en la música.
Decía Cortázar que nada hay más temible que algún militar inteligente; las muy reaccionarias autoridades inglesas entendieron de qué se trataba, y no permitieron que se transmitiera, mutilando así el disco. Después se ha tocado tanto que ya no se entiende y se diluye la provocación política y social; a eso contribuyó el hecho de que muchas actitudes “rebeldes” se pusieron de moda (políticos o empresarios de melena o patillas; muchos conservadores a los que empezó a gustar el rock; pensar que el marxismo era una moda y no una filosofía; el envejecimiento de los jóvenes) disminuyó la carga erótica y política de la canción, y del disco, que fue cruelmente atacado por los punks de apenas unos cuantos años después, como fueron ridiculizados todos los músicos de los años sesenta y principios de los setenta, aunque evidentemente eran descendientes de ellos, y los imitaban, sólo que en rudo. Quién lo dijera, ahora los punks conmemoran solemnemente sus 30 años de haber aparecido, y hasta se autohomenajean, algo que no hubiéramos esperado por ejemplo de Pattie Smith.
Pero el disco sigue tan fresco como hace 40 años, y si se le escucha bien, es tan provocador como entonces, tal vez porque las circunstancias políticas parecen las de 1967: una economía engañosa y en vísperas de crisis; Estados Unidos en una guerra que no les concierne y que, como la de Vietnam, tiene más motivos económicos que políticos; una atmósfera sólo respirable en la cercanía del arte.
En 1967 todos los discos que aparecieron (al menos en el rock) son no sólo rescatables, sino excelentes (como dice Marcelo Uribe, y como apuntó Óscar Enrique Ornelas, aunque le faltaron nombres en su recuento): Doors, Traffic, The Mamas and the Papas, Aretha Franklin, Cream, Beach Boys, Jefferson Airplain, Lovin’ Spoonful, Rolling Stones, Simon & Garfunkel, Bob Dylan (y hasta los Monkees) editaron algunos de sus mejores discos –si no los mejores— de su carrera; un año antes de Sargento Pimienta Beatles mismo había editado Revolver.
Con cierta arrogancia –justificada, como casi siempre lo es la arrogancia—, Harrison dijo que “teníamos 25 años cuando cambiamos el mundo”. Es cierto, este disco modificó la manera de pensar no sólo de los músicos, sino de los escuchas, que comenzaron a seguirlos –los Beatles lograron influir hasta en Dylan—, y los malos a imitarlos: hay hasta un disco de salseros que degrada a los homenajeados, y uno excelente de Big Daddy que nos revela algunas de las fuentes secretas de The Beatles, como “A day in the life” cantado a la manera de Buddy Holly.
Pasaron ya 40 años; tal vez sea tiempo de escuchar el disco atentamente, y encontrar en él lo que entonces nos deslumbró, sin entenderlo.