domingo, 7 de octubre de 2007

El efecto de los supermercados

A finales de los años cuarenta llegaron a la ciudad de México los primeros supermercados, una cadena que hasta hace poco tiempo aún tenía unas pocas sucursales, y subsisten una o dos, Cemerca; a principios de los sesenta llegó Aurrerá, que Salvador Novo (La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo López Mateos) registra con sus ventajas (hacer las compras en un solo lugar, no andar recorriendo un mercado durante casi una hora buscando carnicerías, cremerías, verdulerías, mercerías, fruterías, y en cambio con la posibilidad de encontrar zapatería, ropa, y pagar todo en una sola caja) y sus desventajas (imposibilidad de escoger entre varias marcas, de comprar a granel, de una calidad estándar en todos sus productos).
Después han proliferado, y están por llegar más; han desaparecido, casi, las tiendas, grandes y pequeñas, los comercios especializados (mercerías, papelerías pequeñas, tlapalerías); abundan en cambio los minisúper que se especializan en fast food, en platillos preparados (sándwiches, tortas, sopas instantáneas), la llamada comida chatarra, y refrescos.
En dos obras, la novela El dependiente (The Assistant, 1957) y en el relato corto “El costo de la vida”, incluido en el libro de cuentos Idiot First, 1963), el escritor estadounidense Bernard Malamud (1914-1986; autor, entre otras, de la novela The Natural, que fue llevada al cine en los años ochenta, con Robert Redford en el papel de un beisbolista triunfador en su madurez) describe cómo la apertura de un gran almacén (los actuales supermercados) afecta negativamente la vida de los barrios.
En primer lugar, en ambos relatos causa la ruina de una tienda pequeña, en la que los vecinos adquieren lo necesario para la vida cotidiana (hilos, azúcar, pastas, dulces, lápices, mantequilla), y los dependientes ganan lo suficiente para vivir y para seguir comprando mercancía; lentamente, pero sin remedio, en poco tiempo los ingresos han mermado de tal manera que no pueden resurtir, ni pagar el alquiler, ni siquiera subsistir; sus antiguos clientes ni siquiera se atreven a pasar a saludarlos, los esquivan, avergonzados, pero no vuelven a comprarles nada, atraídos por las supuestas ofertas.
En ellos también hay efectos negativos: carecen de identidad, han perdido a un amigo en su antiguo tendero, quien los conocía, sabía de sus problemas, les fiaba, les hacía rebajas, conocía sus gustos y sus necesidades, y le despachaba conforme a ellas.
El tono de ambos relatos es angustioso, porque el lector presiente el final: la ruina de una familia, la despersonalización de todo un barrio.
(aparecido en El Financiero el 28 de septiembre de 2007, en Informe Especial)

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