lunes, 26 de octubre de 2009

Adivine mi errata

Una frase que escuché en el café La Habana, donde nos reuníamos amigos que teníamos en común el vicio solitario (de la lectura) y que en esas tertulias semanales, o a veces diarias, lo hacíamos colectivo, fue “soy escritor, no escribano”, disculpa de alguien que justificaba así sus faltas de ortografía, de concordancia y gramaticales, y hasta mecanográficas; supongo que esa excusa ha sido usada en muchísimos lados y en muchas épocas; una variante, que le atribuye Felipe Garrido a una de las grandes figuras de la cultura en México cuando le comentaron que un texto suyo contenía varios errores graves en las fechas de hechos históricos, fue que lo que importaba de sus escritos eran las ideas, no la precisión, que eso se lo dejaba a los correctores, si es que encontraban los errores, o si no que los sufrieran los lectores, si los advertían.
Puede ser cierto: lo que importa de un texto son las ideas; pero si el escritor no tiene ideas, ¿qué es lo que importa?
La prisa por escribir, o mejor dicho por publicar, hace que se cometan errores; lo malo es que los autores no nos damos tiempo para corregirlos; más grave cuando son producto de la ignorancia; entonces lo que puede pasar es que un autor cuente con la fortuna de que sus lectores tampoco adviertan esos errores.
No se trata sólo del mal uso de “recién”, donde casi todos fallan: “recién vio”, “recién llegó”; ni tampoco que le cambien el sexo a las escritoras y le dicen “poeta” a las poetisas, aunque nadie le dice “actor” a las actrices.
Ni siquiera de la proliferación de la rebuznancia de moda, “salió fuera”, que viene en todas las novelas españolas recientes, y en todas las traducciones. O que utilicen, a la española, “¿de qué va?” en vez de “¿de qué se trata?”, aunque se lo atribuyan a personajes del siglo XIX.
Aquí plasmaré un brevísimo recuento de algunas de esas fallas, y para conservar la amistad de los perpetradores, dejaré que sean los lectores quienes adivinen el autor de la errata.
Una es de una célebre cantante, célebre porque es de las pocas egresadas de la Facultad de Filosofía y Letras, con voz privilegiada, y que se ha dedicado a interpretar con dignidad la música nueva, y a homenajear a la no tan nueva, y que es portavoz de compositoras inteligentes; en una versión a la también célebre “Mi querido capitán”, de José Alfonso Palacios, que en una de sus variantes menciona a tres vedettes de los años veinte, ella dice “desde María Conesa, la Rivas Cacho y la Monte Albán”, refiriéndose a Celia Montalván, a la que por cierto Carlos Monsiváis rindió homenaje en un libro titulado Celia Montalván (te brindas voluptuosa e impudente), que es notorio que no ha leído su amiga, la cantante intelectual. No sé si exista grabación, pero la errata está disponible para el curioso escucha en Internet.
En un libro de homenaje a uno de los más célebres escritores mexicanos, uno de sus admiradores, al hablar de los primeros cuentos del homenajeado, los califica como “la primera camada de relatos”; en otro texto reciente, una ya no tan joven escritora, para decir que había tomado un baño, dice que se puso “en manos de la regadera”; otro afirma que contaba con 14 años cuando se enteró “por primera vez” de la existencia de un escritor al que venera, como si fuera posible enterarse por segunda vez (a menos, claro, que la primera vez no le entendiera, aunque se dan casos de que hay libros que fascinan en la primera lectura, pero en la segunda no se les entiende; sucede con los ciclos cinematográficos del canal 22; por ejemplo, El tercer hombre, de Carol Reed, que proyectan cortada). Otro autor homenajeado debería enojarse porque al hablar de él, describen su “alegre fatalidad”; y otro, mostrando que no entiende a su autor preferido, habla del duelo que sostuvo Octavio Paz con un hermano de Justo Sierra; en realidad, fue Ireneo Paz, que hacía poco caso de su apellido; y también involucra al muy pacífico Manuel Gutiérrez Nájera en duelos, confundiéndolo con el temible Salvador Díaz Mirón.
Uno de los mejores narradores “jóvenes” (cuarentón, pero no se le nota), describe el asalto que sufre un personaje de su última novela, ante la actitud pasiva de varios transeúntes; aunque se resiste, el asaltante la despoja (“desapodera”, se dice en la nota roja) de su bolsa, y ella se retira, indignada no tanto con el ratero, sino con los peatones, que no hicieron nada; ¿no debía haberse enojado también con los automovilistas?, ¿por qué esa actitud discriminatoria para quienes no conducimos automóviles?, ¿no le bastaba con enojarse con los transeúntes, o más específicamente con los testigos que no la ayudaron? En otra parte, describe algo que sería un privilegio observar: “le volteaba la espalda”.
En una declaración acerca de la clonación de tarjetas bancarias, un diario cabeceó que el fraude relacionado con ese delito es uno de los sectores más vulnerables de la economía mexicana. Si así es, en manos de quién estamos.
Da miedo leer libros, y sobre todo periódicos.
No escabullo la responsabilidad de haber escrito "zaga" en vez de "saga", pero tomen en cuenta que no incluyo cuando mandaron a un reo en barco, desde Celaya, ni que le dieran a un segunda base un trofeo dedicado a los pitchers. Vale

lunes, 19 de octubre de 2009

La saga de los motociclistas

Las siguientes cintas de Pedro Infante en 1951 son de las más significativas de su carrera, porque contienen muchas de las escenas más recordadas, citadas, refriteadas, memorizadas del cine mexicano; fueron dirigidas por Ismael Rodríguez, y tienen en contra que la pareja de Infante sea el menos espontáneo, fresco y natural Luis Aguilar, quien nunca pudo superar su actuación en El Gallo Giro, ni la de El muchacho alegre, aunque posteriormente haría buena mancuerna con Jorge Negrete en Tal para cual.
ATM (a la que le pusieron entre paréntesis el más moderado A toda máquina, aunque los espectadores de entonces y de ahora saben que quiere decir “A toda madre”) y ¿Qué te ha dado esa mujer? Ambas con argumento de Rodríguez y de Pedro de Urdimalas, el responsable de las exageraciones de Nosotros los pobres y de Ustedes los ricos; exageraciones y cursilerías que Rodríguez salvó aunque no dejó de cometer excesos.
No es la primera, ni sería la última, serie de cintas: las de los pobres (a la que se le añadiría Pepe el Toro), más las de los García, las de los Treviño Martínez de la Garza, y luego Un rincón cerca del cielo y Ahora soy rico y las de Martín Corona; pero es diferente; ¿Qué te ha dado esa mujer? no tiene nada que ver con ATM, excepto que los personajes (Pedro Chávez y Luis Macías) y sus intérpretes, son los mismos (Infante y Aguilar); en ambas hay unos cuantos personajes secundarios, uno de ellos interpretado por Emma Rodríguez, es de suponer que familiar del director, y su marido, a quien Amelia Wilhelmy hace un chiste procaz; el portero tiene varias chambas, y apenas le queda tiempo para llegar corriendo, cambiarse de ropa (es bombero, mariachi, velador y otras cosas), con un estribillo: “ya vine, vieja” y “ya me voy, vieja”, y apenas se le puede ver. En una de ésas entra, y con él Emma Rodríguez; salen de inmediato y se despide (“ya me voy, vieja”) al tiempo que le da un beso. “¿Quién es?”, pregunta Wilhelmy, quien ha ido a investigar si hay departamentos vacíos en el edificio nuevo, flamante, muy habitado; “es mi marido”, responde orgullosa y un tanto pícara Rodríguez; “yo creí que era el gaucho veloz”; es posible que ahora ya no se entienda el chiste, que duró de moda cuando menos una década más; es una referencia a las relaciones fugaces (“rapidines”), efímeras, y en el chiste, contra la voluntad de la víctima. Como muchos otros chistes de doble sentido, éste, muy gráfico, se le pasó a la censura; es de suponer que con las acciones contra la filmación de Memorias de mis putas tristes, basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez a su vez basada en un relato de Yasunari Kawabata, estas dos cintas no volverán a ser exhibidas ni en cine ni menos en televisión; no sólo por el chiste del gaucho veloz: hay aproximaciones de pederastia, apología de la prostitución y degradación de personajes femeninos; ambas se estrenaron con permiso para niños y adultos, y se han proyectado por más de cinco décadas en horarios abiertos.
Las tramas, bastante conocidas, son ingeniosas, divertidas y originales, y los personajes, no sólo los principales, son graciosos, verosímiles, y aunque Infante cuenta con la simpatía y la parcialidad de guionistas y director, las acciones están equilibradas. Sólo que mientras en ATM hay una rivalidad masculina basada en la competencia entre machos (aunque sin la sensibilidad que hay entre Victor McLaglen y John Wayne en El hombre quieto; o entre John Wayne y Montgomery Clif, Dean Martin, Robert Mitchum o Jorge Rivero en Río Rojo, Río Bravo, El Dorado y Río Lobo; o entre McLaglen y Pedro Armendáriz en Fuerte Apache, o Wayne, Armendáriz y Carey Jr. en 3 Godfathers, o en casi todas las cintas de John Ford o de Howard Hawks, en que la amistad masculina se expresa a chingadazos, muy virilmente), y la segunda es sospechosa no sólo de misoginia, sino también de extravío, porque se la pasan ahuyentándose mutuamente a las posibles enamoradas, con el pretexto más viejo y quejumbroso: no te conviene.
En ATM Infante sigue a Aguilar por todas partes, pero aún no hay sospechas de nada; la explicación es que busca un amigo; Aguilar se hace del rogar; al principio hay muchas diferencias entre ambos; Aguilar anda trajeado, o cuando menos de corbata, tiene donde dormir; Infante anda harapiento, recoge las colillas de los cigarros que fuma Aguilar; éste, por lástima, le ofrece comida, ropa, y después alojamiento; Infante no se conforma con lo que le da, se toma a la mala cosas mejores, se aprovecha de la conmiseración que le tiene Aguilar, hasta que llegan a estar en igualdad de circunstancias. Compiten por una vacante en Tránsito, y aunque Infante vence, le dan una plaza de barrendero, por mentiroso e indisciplinado; Aguilar se queda de motociclista, aunque después Infante asciende; se establece una competencia, que no termina porque cuando uno le hace una mala pasada al otro, éste decide vengarse; así, el vínculo no se termina, ni siquiera cuando se estrella la ambulancia que los traslada a la Cruz Roja, se supone que por la mala suerte que sigue a quienes Infante brinda su amistad.
Al principio de la cinta, a ambos se les aparece la conciencia, tanto en forma de diablo como de ángel; a los pocos minutos Rodríguez desiste, pues se convertiría en una escena rutinaria y perdería chiste la trama; sin embargo, en su tiempo fueron consideradas muy graciosas, porque tanto la conciencia buena como la mala se expresan con desparpajo; Aguilar, aunque desconfía de Infante por encontrarlo harapiento, lo deja solo en el departamento: a cambio de comida y ropa, debe asear la habitación: toma un plumero, pero sólo para sacudir una silla en donde se sienta a descansar; no se reparó en la incongruencia de que primero se baña y luego debe limpiar la casa, demasiado polvorienta, ni tampoco que Aguilar ande atildado y pulcro mientras que su casa está sucia y desordenada. Infante, en boxers, abre la puerta; Alma Delia Fuentes y otras jovencitas buscan a Aguilar; al verlo en calzones se vuelven y se tapan la cara (si se vuelven, ¿para qué se tapan los ojos?); Infante, sin apenarse ni apresurarse, se tapa con una bata; explican que van a invitar a Aguilar a los 15 años de Fuentes; en otra de las escenas célebres, Infante explica que no pueden ir por el desorden de la casa; ellas se ofrecen a ordenarlo; Aguilar acepta llevar a Infante a la fiesta, donde se aclara que no fue él sino ellas las que limpiaron; allí comienza la rivalidad.
En la fiesta, Infante advierte que Fuentes está enamorada de Aguilar, pero él es novio de Aurora Segura, que a su vez le da picones con Carlos Valadez; en otra escena memorable, Aguilar bebe coñac directamente de la botella; lo reconvienen, y en la siguiente escena se le ve tomando de la botella, pero con popote; Infante le canta a la quinceañera, y luego de que Aguilar pone en ridículo a Segura y Valadez se retira, Infante se lleva en hombros a Aguilar borrachísimo; al día siguiente Aguilar despierta en calzoncillos, en el suelo, mientras que Infante despierta en la cama, con la pijama de Aguilar. Alma Delia Fuentes, infringiendo el reglamento de Tránsito, maneja un automóvil, ante unos imperturbables Aguilar, Infante y otras autoridades, quienes sólo la regañan por besar a un Infante que cuando menos le dobla la edad, y ni se llevan a él a la cárcel ni a ella le recogen el automóvil; Infante provoca que entamben a Aguilar, a quien sorprenden dentro del Deportivo Chapultepec, ante una muy guapa Segura en traje de baño; pero sólo lo castigan, no lo suspenden. No pueden mover un pequeño auto que maneja Wilhelmy y que causa un embotellamiento, y ella los acusa de acosarla, en una escena muy divertida (“¿por qué por qué por qué?”). Ambos vuelven a infringir el reglamento cuando acosan sexualmente a una gringa, a cuyo auto se le cuatrapean las velocidades; Infante engaña a Aguilar para fajarse a la gringa, y en desquite Aguilar le quita una bujía a la motocicleta de Infante; Aguilar recibe la advertencia de unos guaruras que vigilan a una amiga; si lo vuelven a ver con ella, ellos, o los de otros turnos, le darán una paliza; en otra escena célebre, Infante imita a Frank Sinatra y canta “Bésame Schumann” en inglés champurrado; en el cabaret acompaña a la amiga de Aguilar, ignorando que la vigila el novio; los pistoleros golpean a Infante, quien llega al departamento sangrando, con la ropa rota, sin que lo interroguen las autoridades ni que el taxista lo lleve a servicios de emergencia; en venganza, Infante llama a las amigas de Aguilar (bastante feas, lo que desmiente su proclamado buen gusto) que golpean a Segura, quien había ido a reconciliarse con Aguilar, sólo que éste le exige que le pida perdón de rodillas; pelean y los tienen que separar; entambados, los excarcelan en beneficio de sus acrobacias con la motocicleta, y por pelearse en plena exhibición, son suspendidos, pero se le adelantan a un bobo, uno se le cierra al otro en el fuego, y chocan en una escena muy mal filmada; en la ambulancia declaran que lo suyo no era odio, sino amistad, sólo que el antónimo de amistad es enemistad, y el de odio, amor (Juan Vicente Melo decía que la amistad es variante de la cobardía).
En ¿Qué te ha dado esa mujer? la rivalidad continúa, pero de otra manera; Infante se hace novio de la muy joven (apenas mayor que Alma Delia Fuentes) Gloria Mange; Aguilar se inconforma e Infante la corta haciendo una escena grotesca en la petición de mano, para complacer a su amigo (escena muy divertida, donde se burla de la madre de Mange y canta muy exagerado pero muy bien “Te he de querer”; Infante se enoja porque en cambio Aguilar no rompe con Rosita Arenas; eso hace que le cante por segunda vez “si te vienen a contar cositas malas de mí”, y le prepara un purgante que pudo causarle la muerte; en vez de acusarlo, Aguilar le promete que Arenas será una hermana para él; ante la débil advertencia de su tío el cura, Arenas pretende andar con los dos; reconvenida, prefiere a Infante, quien la regaña: ¿qué ha hecho, niña tonta? Ella lo increpa: ¿no le importo yo? ¡Me importa más mi amigo!, clama Infante; ante el reclamo de Aguilar, Arenas afirma: ¡cómo te quiere!
Antes, Infante protege a Yolanda (Carmen Montejo), prostituta lamentable y que le advierte con frecuencia a Infante que no intente redimirla; Aguilar la humilla, la ofende y ella sólo acierta a contestar “sí, señor”; Aguilar la ve con asco, Infante con lástima; ella, en una carta patética, da a entender que ése es su destino. Infante le dice a Aguilar que se enamoró de ella porque son muy parecidos (!), pero que lo suyo es imposible: no le importa su pasado sino sus muchos conocidos.
Le toca a Aguilar hacer el papel de chillón, e Infante le limpia las lágrimas, delante de otros motociclistas que observan pasivos el final del pleito doméstico que entablan a lo largo de toda la cinta, y se alternan el papel del dominante y dominado; en otra de las escenas célebres se observa a Aguilar, con delantal y paliacate en la cabeza, barriendo la casa (¿no que era muy fodongo en ATM?); en otra, usa una coqueta bata china, que le baja a Infante; Infante encarcela, por celos, a Aguilar, y Arenas paga la multa con las propinas que le roba a Aguilar; Aguilar le había ocultado que andaba con ella, y al verse descubierto, miente.
Hay muchas escenas memorables también: Aguilar es amonestado porque no levanta infracciones; Infante, por infraccionar sólo transporte con comida (¿no es de suponer que deben cuidar el tránsito, y sólo levantar infracciones a los que violen en reglamento?); un viejo, en una nevería, dice que no desea nada, que sólo va a ver cómo traga Infante; Aguilar, aunque tiene enfrente a la muy bella Arenas (dice Javier Ibarrola que las tres actrices más guapas cuyo nombre empiece con M son María Félix, Miroslava y Mi Rosita Arenas), sólo piensa en Infante y pide que le sirvan un “Pedro Chávez Special”; Arenas tiene constantemente a un San Antonio de cabeza; aunque Infante no la conoce, accede a cantarle por teléfono, el único teléfono que hay en el edificio, Aguilar sin camisa e Infante en calzones; Aguilar ahuyenta a un pretendiente de Arenas, que además molestaba a los niños, y lo detiene para que los niños le peguen; el sacerdote Manuel Noriega dice que no, y ante el reclamo de Aguilar, pide que se formen para que le peguen por turnos; Infante come a todas horas, menos cuando, ante un plato de pozole, escucha una canción que le recuerda a Aguilar; entre ambos, en otra escena que se le pasó a la censura, persiguen, semidesnudos, a una Gloria Mange en ropa interior de satín, muy guapa; fuera del departamento, la madre de ella escucha a Infante pedir ayuda, y ella imagina un (sur)ménage a trois; cuando la policía entra al departamento, con la ayuda de la portera Rodríguez, Aguilar e Infante se esconden tras una almohada; cuando piden que un policía tome nota de cómo encuentra a Mange, éste apunta: ¡muy bien! En la delegación, cuando Mange descubre que Infante va a excarcelar a Montejo, declara que estuvo a punto de suicidarse por él (aunque antes se muestra muy contenta): “la arrepentida que me hubiera dado” (frase excelente que suena más a Carlos Orellana que a Pedro de Urdimalas); en la azotea del edificio, Emma Rodríguez comienza a cantar “Corazón”, una de las mejores de Chelito Velásquez; Infante la completa de manera extraordinaria; Infante se la pasa hablando con refranes, en ambas películas; una de ellas, ante el chillón Aguilar: “el amor quita el hambre, yo por eso nunca me enamoro”.
Es de llamar la atención que en su reseña en la Historia documental del cine mexicano, Emilio García Riera comienza a apuntar los equívocos y el enamoramiento entre Infante y Aguilar, pero se detiene, y en cambio hace referencia de la popularidad de los personajes, y cita una escena de La tumba, de José Agustín.
De nuevo, se pone en duda la virilidad de los personajes, como en El gavilán pollero, o se insinúa que el machismo extremo es sospechoso de lo contrario; las dos cintas culminan con los protagonistas dándose la mano y reafirmando su amistad, por encima de todas las cosas.

lunes, 12 de octubre de 2009

Una cinta compleja de Pedro Infante

En 1951 Pedro Infante estaba en la cumbre de su fama; sus cintas ya se estrenaban en cines menos populosos y con más prestigio, y tenía más seguidores que nunca antes; estaba en pleno la disputa de la popularidad con Jorge Negrete, mejor cantante pero no actor, o cuando menos ya habían pasado sus mejores épocas, y ambos dejaban muy atrás a los competidores. Negrete, por su parte, ya no bastaba para llenar la taquilla y cada vez requería más de formar parejas, lo que le ayudó a mantenerse como el ídolo, o como el charro-cantor por antonomasia (categoría que le inventaron y que quién sabe qué signifique).
Pero ya se había establecido la competencia entre ambos, y los periodistas les habían asignado un lugar a cada uno: Negrete era el favorito de las clases socioeconómicas más favorecidas, mientras que Infante lo era de las multitudes, de nosotros los pobres; ¿qué tanto estaban de acuerdo ellos? Negrete, quien había dominado las taquillas mucho tiempo, comenzaba a tener problemas; ya habían pasado los tiempos en que firmaba por un sueldo menor, pero reclamaba un porcentaje de la taquilla; mientras, Infante se conformaba, dice la leyenda, con una casita, con un auto, con un sueldo que los productores le regateaban; sin embargo, prodigaba sus actuaciones en teatro, provincia, radio, televisión; en ese 1951 filmó cinco películas, cuatro de las cuales pertenecen a sagas, y una de ésas es tal vez la más célebre del cine mexicano, más allá de las de los pobres y ricos, que no fue planeada, o de los García, donde debía pelear contra un guión que lo dejaba fuera de la competencia por la heroína Marga López.
La primera de las cintas es Necesito dinero, de Miguel Zacarías, con argumento del propio director y del escritor Edmundo Báez; alterna con un buen reparto: la siempre enfurruñada María Luján, mejor conocida como Sarita Montiel (Luján es su personaje más célebre, en una de las peores cintas de todos los tiempos, El último cuplé, que sin embargo duró en estreno más de un año en el cine Arcadia; la portada del disco con las canciones que interpreta en ella fue célebre por el escote, y fue homenajeada por Gonzalo Celorio en una novela que rinde homenaje al Amor propio), además de una desenvuelta, exagerada y a ratos insoportable Irma Dorantes, doña Maruja Griffel, siempre excelente en su papel de madre patética, y Armando Sáez, más varios de reparto sin mucho lucimiento.
Contiene algunas escenas harto inquietantes: Infante, empleado de un taller mecánico, trabaja debajo de los autos; el taller está en un desnivel, lo que permite a los mecánicos contemplar desde abajo (“upskirt”, le dicen ahora) las piernas femeninas; por esa época las faldas más audaces quedaban debajo de las rodillas, casi siempre a media pantorrilla; desde abajo, miraban más; no existían las mallas (más que para las vedettes, las bailarinas), sino las medias calzas, que por comodidad las nombraban sólo medias, y de lo más excitante era atisbar las ligas que las sostenían, o el liguero (excitante para los hombres; las mujeres detestaban todo lo que tenían que hacer, la incomodidad que acarreaba ser sensuales); es curioso que no hayan reaccionado los censores por ese hecho: los mecánicos no se preocupaban por verles las caras, se conformaban por mirar las piernas, y hasta conocen a las transeúntes consuetudinarias por apodos que las costumbres actuales considerarían denigrantes; a Sarita Montiel la nombran “Zapatitos”.
El cine, dicen los conocedores, exige la credulidad del espectador; en el plano más elemental, hay que dejar fuera de la sala los problemas cotidianos (pobreza, desempleo, desamor, desafecto, mediocridad) para identificarse con los héroes de la pantalla, que son bonitos, triunfadores, resuelven los obstáculos a base de ingenio o de chingadazos, y se quedan con las muchachas más bonitas, y hasta generosamente ceden a los rivales o a los escuderos a otras menos atractivas, y a veces hasta otras también deseables pero menos espectaculares; al terminar la función, el espectador regresa a la rutina, sin haber resuelto los problemas, pero con una visión diferente de la vida, así sea efímera; en otro plano, el cine sustituye a la realidad, y hay que entrar con ganas de creer posible, o cuando menos verosímil, lo que pasa en la pantalla.
Así, el espectador puede imaginarse la posibilidad erótica de que Infante contemple las piernas de Montiel, quien en la vida real no tenía piernas bellas; lo suyo era el busto, como después lo demostró en El último cuplé; En Señoras y señores (Planeta, colección Fábula, 1977), Juan Marsé la describe con certeza: “Esta señora guapa es todo un catálogo de contradicciones físicas. Bajita, pero de una rara esbeltez; tobillos de gacela y muslos prepotentes; pechugona, pero sin nalgas; excitante el lado izquierdo de la cara, banal el derecho […] Su cintura fue siempre poco convincente, al contrario de sus senos, posiblemente los primeros senos del cine nacional que merecieron cierto interés de parte del Sindicato Nacional del Espectáculo […] La suya es una belleza lenta, meditativa, de porcelana china […] Como en toda auténtica hija del pueblo, sus rodillas lucen descaro e inocencia. Como ya se ha dicho, jamás tuvo nalgas.”
Cómo pudo hacer pareja con Infante, es un enigma: hay una gran cantidad de escenas donde Infante contempla el trasero de su alternante (o de cualquiera otra) y suele hacer un gesto de aprobación: a Lilia Prado en El gavilán pollero, a Irma Dorantes en Los hijos de María Morales, a una extra que le baja a Negrete en Dos tipos de cuidado, a Rosaelena Durgel y a Yolanda Varela en Escuela de rateros, a Miroslava y a Liliana Durán en Escuela de vagabundos, a Rosita Quintana en El mil amores. Y otras más. Sólo Tin Tan, entre los “buenos” –porque los villanos, como Chávez Trowe, Álvarez Bianchi, Ruvinskys– hace algo parecido; y entre las admiradas parece haber orgullo de que las observe así, aunque la mayoría parece no advertirlo. Es algo generalizado en el cine mexicano; hay pocas referencias a los pechos, la más memorable es la de Cantinflas, cuando niega que Mapy Cortés sea “la mujer sin par”; y bueno, ya después Fanny Cano, a la que comparaban con el Cruz Azul de los años setenta “porque sin Bustos –Fernando–no hace nada”). Pero por menos de lo que hace Infante con tantas, ahora lo extorsionarían en el Metro (“¿qué le está viendo a la dama?”).
El papel que interpreta Infante es de los que le dio fama de representar al pueblo: anda enchamarrado mientras que los pretendientes de Montiel no sólo andan trajeados, sino hasta con smokin (traje para fumadores, que se usa más bien para ceremonias y para ir a cabarets de segunda); tiene que estar limpiándose las manos porque por la chamba anda chamagoso; siempre tiene una frase ingeniosa para contestar a Griffel, que como siempre vive de los recuerdos de antes de que viniera a menos y tuviera que rentar cuartos; es incapaz incluso de superarse con el trabajo sino con un golpe de suerte como la que anhela el espectador para aliviar los males que intenta olvidar entrando al cine; además, el personaje de Infante representa el orgullo y el triunfo efímero de echarse a la presumida y alzada (“¿no qué no, chatita?”), aunque para ello tenga que cargar con ella todo lo que dure el matrimonio.
Así, la relación sexual no será plena ni de disfrute, sino una victoria, y el goce, unilateral. Lo previsible es que el gesto altivo de Montiel se convierta en uno de humillación, y después de desprecio.
Ella, hija de un matrimonio infeliz (a pesar del carácter pachanguero de Griffel, quien gracias a Infante y cuates permite que llegue la modernidad a su casa), con padre alcohólico, hermana mayor maltratada por el marido (Ángel Infante, tan mal como siempre) y hermana menor inocente y pervertible, quiere salir de ese ambiente, aunque con pocas posibilidades que no sean las de su belleza; por ello, incurre en el pecado, que no comete pero no por falta de ganas, sino porque ve cómo Armando Sáez le pega a una grandota y rogona Elda Peralta, y no vaya siendo; le asquea Infante no sólo por chamagoso y vulgar, sino porque tiene menos futuro que ella, y como Tin Tan en El revoltoso, él incurre hasta en el boxeo con tal de ganar una lana y así merecerle menos desprecio. Y pese a todo eso, le sigue rogando, le canta bonito, le ruega, le suplica, se humilla. Al final la conquista, pero a qué precio.
La mejor escena no está a cargo de ellos, como suele suceder, sino de Dorantes y amigos de Infante, que hacen una fiesta y bailan mambo, el mambo que Infante calificó de degradante en El gavilán pollero, con un sabor parecido a los bailes de Tin Tan por la misma época; en cambio, una escena en un cabaret da pena ajena, cuando la incivilizada Dorantes hace el ridículo delante de las amistades pomadosas de Montiel; el director está más de acuerdo con Dorantes, pero no el público, ni siquiera el que califica de fufurufos a los ricos.
Aunque la historia parece sencilla, en la que un muchacho pobre conquista a una muchacha con pretensiones, revela más cosas de las que el director se da cuenta; pero hay que recordar que Zacarías consideradaba mejor actriz a María Félix que a Gloria Marín, hagamos el favor.
Menos complejas son ATM y ¿Qué te ha dado esa mujer?, de las que hablaremos dentro de poco.

lunes, 5 de octubre de 2009

Beatles y Shakespeare

“Teníamos 25 años cuando cambiamos el mundo”, dijo George Harrison en Antology, el libro, no los discos ni el video; aparte de la presunción, o de la exageración, los Beatles tenían plena conciencia de lo que estaban haciendo, al menos en la música popular, que muchos críticos –y otros músicos más enterados que los enemigos o de los incondicionales jilgueros del conjunto, profesionales o no– aseguran que su aportación tiene que ver con la música, sin ninguna etiqueta.
Los incondicionales seguramente ignoraban que el conjunto, con la excepción de McCartney, no tenía intenciones de que se les comparara con Schubert o con Schumann –éste, seguramente por la debilidad que tenían para con “Bésame mucho”, bolerización de Chelito Velásquez del primer movimiento del Concierto para Piano y Orquesta de Schumann, mejor conocido como “Bésame Schumann”, por la pieza de Ernesto Acher–, y que se molestaban cuando algunos resaltaban armonías o pasajes de algunas de sus canciones que, aseguraban, coincidían sobre todo con la de esos compositores.
Incluso como provocación, alguna vez tomaron el primer movimiento del Concierto para Piano y Orquesta de Tchaikovsky, para uno de sus rocks más rudos de su etapa intermedia. El chiste es que cuando terminaron Sargento Pimienta tenían conflictos tanto musicales como personales: la desaparición de Brian Epstein y la rebatinga que se armó por administrar al conjunto y los negocios anexos, las infidelidades de Lennon y su dependencia hacia Yoko Ono; el trato que recibía Ringo que lo llevó a renunciar cuando menos dos veces, lo mismo que Harrison; la cada vez más notoria diferencia entre la música que hacía Lennon de la que hacía McCartney.
Eso, y compromisos contraídos, los llevaron a filmar Magical Mistery Tour, más complicado de lo que ahora se sabe: por ejemplo, dejaron embarcados a sus amigos de Traffic, invitados a participar en el programa, aunque hay un video donde sí aparecen; el lanzamiento de la música del programa en dos extender plays, aunque en Estados Unidos apareció como un disco de larga duración, con un lado B con piezas que no tenían que ver con el proyecto, y que se identificaban más con Sargento Pimienta.
La aparición de los discos remasterizados hace algunas aportaciones que vale la pena detenerse en observar, aunque la música no sea mi especialidad (y bueno, como dicen Les Luthiers, tampoco es la de los especialistas en el conjunto). En primer lugar, hubiera valido la pena que aparecieran más que como el álbum, como los dos EP; tanto en estéreo como en monaural; a partir de este disco, son notorios los detalles que estaban escondidos y que estas grabaciones resaltan: ninguna los hace ni mejores ni peores músicos, pero nos hace sentir más expertos en la discografía del conjunto.
El disco abre con la canción tema del programa televisivo; los nuevos discos resaltan el duelo de guitarras Lennon-Harrison, y opacan la actuación de los músicos de estudio, pero la pieza no presenta otras innovaciones que un sarcasmo que cuando se escuchó por primera vez no se percibió; es más notorio en “The Fool on the Hill”, en donde ahora se escuchan mejor las dos armónicas, pero es menos plana la flauta que toca Paul sin maestría, pero con habilidad; “Flying” sí mejora mucho, pero no nos ayuda a contar todas las guitarras que se escuchan, comandadas por el melotrón que toca Lennon; las voces parecen irónicas, pero luego se descubren solemnes. Hay que oírla a todo volumen; “Blue Jay Way” tampoco mejora, pero se aprecia la habilidad de Harrison con el Hammond; a partir de aquí comienza a diversificar sus intereses, al grado de que en The Beatles, oséase el Álbum Blanco, toca requinto en sólo ocho piezas; no es ésa, sin embargo, una de sus mejores; “Your Mother Should Know” gana mucho, ahora que los sonidos están mejor separados; el diálogo entre piano y órgano, la tabla, y los coros le dan mucha vitalidad, y hay muchos juegos en los cambios en las bocinas: comienzan las voces a oírse en el canal izquierdo, para el segundo verso pasan al canal derecho, y para el tercero regresan al izquierdo; así están toda la canción.
“I’m the Walrus” fue el más visible de sus primeros experimentos; es una mezcla de literatura con música, lo que pocas veces da resultado; versos extraños y a veces sin sentido aparente, cambio de sexo en los personajes, metáforas incoherentes o líneas sin equívoco (bueno, quién sabe: el famoso “boy you been a naughty girl” puede prestarse a muchas interpretaciones, pero el siguiente verso, “you let your knickers down” cuando mucho a malas traducciones: hay que recordar que en las tres versiones del Ulysses una frase parecida se traduce de diferentes maneras: “pescarlas con los calzones bajos”, vio J. Salas Subirats; “las pillas una vez en un descuido”, se atrevió José María Valverde; “las coges –sorprendes– con el culo al aire”, leyeron Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas Lagüéns; fue más fiel José Agustín cuando tradujo “I’m the Walrus” para La nueva música clásica: “se te cayeron los calzones”; tal vez menos literal y más perverso, pero más cercano sea “dejaste que te bajaran los calzones”; sólo que Joyce agrega que una mujer siempre guardará rencor al hombre que la puso en esas circunstancias, por lo que entonces el sentido sería mucho menos literal).
No es casual que cite a Joyce: poco antes Lennon había publicado sus dos libros, In His Own Write y Spaniard in the Works (hay edición conjunta: New American Library; el primero fue traducido al español por Jaime Rest: John Lennon en su tinta, Editorial Bocarte), y no tan a la ligera le encontraron influencia de Lewis Carroll y, los más atrevidos, de James Joyce, por sus versos sin sentido aparente, por su irreverencia (“irreverent… and hilarious!”, dijo The New York Times; “inspired nonsense”, dijo el más prestigioso aún The New York Times Book Review), por su atrevimiento, por su sensualidad desbordada; no eran nuevos: en A Hard’s Day Night, en una entrevista de prensa una supuesta reportera le pregunta a Lennon cuál es su objeto favorito: “breast”, escribe aunque no lo vemos.
“I’m the Walrus” está lleno de sinsentidos, de conceptos extraños, como “expert texpert choking smokers”, que aunque sea gráfico es intraducible; o la bella imagen de los pingüinos elementales que patean a Edgar Allan Poe cuando corean Hare Krishna, que tampoco tiene explicación. Pero los versos, aunque enigmáticos y hermosos, no tienen el peso experimental que tiene la música; la instrumentación parece sencilla: melotrón por Lennon, bajo de Paul y pandereta de Harrison, que es la que lleva el peso de la canción, más una batería muy imaginativa; a ellos se suman ocho violines, cuatro chelos y tres cornos, que dan un tono de música renacentista inglesa; la pieza culmina con un coro de seis niños y seis niñas –separados, para no molestar a las buenas conciencias, pero sin el estúpido @– cantando, ellos, “Oompah, oompah, stick it up your jumpa” (algo así como un abordaje sexual, con tono sórdido), y ellas “everybody’s got one”, que parecen decir “everybody smoke pot”, mientras en un radio se escuchan parlamentos shakespearenos, con un verso más enigmático: “Sit ye down father, rest you”, palabras de Edgar a Gloucester en El rey Lear (acto IV, escena VI: “Sentaos, padre. Y descansad”, en la versión de Luisa Josefina Hernández, Editorial de la Universidad Veracruzana, 1966). Antes de estas palabras se alcanza a escuchar, no con mucha claridad: “He is dead?”; muchos lo tomaron como una más de las referencias a la supuesta muerte de McCartney.
En realidad, esas palabras no son las únicas referencias a El rey Lear, pero no todas son directas ni textuales, sólo referencias: “Yellow matter custard dripping from a dead dogs eye”, “I am the eggman”, los jardines y la lluvia ingleses, abundan en la obra; el principio, que tomo de la traducción de Luis Josefina Hernández, dice: "Kent: Pensaba que el Rey tenía más afecto al duque de Albano que al de Cornwall. / Gloucester: Así nos había parecido siempre a nosotros, pero ahora, que el reino se divide, no se sabe a cuál de los duques estimaba más, porque las partes son tan iguales que ni acuciosamente podría saber cuál es la menor.” El principio de la canción, tan famosa y tan indescifrable, “I am he as you are he as you are me and we are all together”.
Las referencias son muchas como para creer que son casuales: “You have seen Sunshine and rain at once”; “Madam, with much ado: Your sister is the better soldier”; “What was thy cause? Adultery? Thou shalt no die; die for adultery? No: The wren goes to ’t, and the small gilded fly / Does kecher in mu sight. / Let copulation thrive; for Gloucester’s bastard son / Was kibder toi his father than my daughters / Got ‘t ween the lawful sheets”; “The holy water from her heavenly eyes, / And clamoour-moisten’d, then away she started / To deal with grief alone”; “The man that makes his toe / What he his heart should make, / Shall of a corn cry woe, / And turn his sleep to wake”; “I’ll fetch som flax and white of eggs / To apply to his bleeding face”; hay gran cantidad de referencias a la ceguera (Gloucester queda ciego) y por lo tanto a ojos vacíos, lágrimas densas, legañosas; también, a huevos, que en inglés tienen más conotaciones que en español, porque se refieren a la maldad o bondad de una persona, a la provocación, y aunque es cierto que en español sirven para hacer referencia a los testículos y con ello a la valentía, en inglés sirve para referirse a los ovarios (así debía usarse también en español, la etimología lo indica, pero no lo hacemos). Una más: aunque Walrus tiene un primer significado, que es morsa, es también utilizado como “bigotón”; aunque en “Glass Onion” Lennon dice “The Walrus was Paul”, en Magical Mistery Tour Paul no usa mostacho, que sí lo había hecho para las fotografías de portada e interiores de Sargento Pimienta (por un accidente: se partió el labio al caer de un árbol, en casa de Jane Asher, y se dejó crecer el bigote para disimular la herida mientras cicatrizaba, y los demás se dejaron crecer también el cabello, en solidaridad; a partir de allí casi toda una generación lo hizo –véase Días de guardar, de Carlos Monsiváis: “la onda […] agraviada por bigotes marlonzapatistas”; bigotes de Javier Solís que ellos piensan del Sargento Pimienta –gloso, no cito); otro de los significados es “cadáver”; poco después se desató el rumor de la muerte de Paul, pero en El rey Lear hay decenas de cadáveres en la campiña inglesa. Además, hay menciones a escarabajos.
Lo más curioso es que ninguno de los estudiosos de Beatles menciona a Shakespeare ni de pasada; Nicholas Schaffner (Beatles forever) para hablar de la cita identificada de King Lear, y Ray Colemann para citar una frase de Lennon: “I hate Shakespeare”.
Sólo hay que añadir que hay siete versiones de “I’m the Walrus”: la primera es la incluida en los discos monaurales, EP, que fue la primera edición; la segunda, en un sencillo estadounidense; la tercera es la que estamos escuchando, la de los discos estereofónicos; la cuarta en un sencillo alemán, la quinta, en la versión estereofónica de los extender plays; la sexta, la incluida en The Beatles Box, que en México distribuyó Selecciones y que está agotada hace tiempo, y la séptima la del disco compacto de 1987. Para acabarla, esta última versión fue incluida en Rarities, versiones que no aparecieron en discos estadounidenses, con una variante muy menor; en realidad, todas las variantes son mínimas, pero enloquecerán a los texpertos.

Para King Lear he tomado The Complete Works of William Shakespeare, Abbey Library, pp. 883-915, y las traducciones de Luisa Josefina Hernández, más la de Miguel Ángel Conejero, de Alianza Editorial. Hay una frase completa que con su venia le estoy volando a José Agustín, de La nueva música clásica, de núms. 12 y 13 de Cuadernos de la Juventud, Instituto Nacional de la Juventud [Mexicana], abril-mayo de 1968.