lunes, 26 de abril de 2010

Nuevas vidas de Lennon

John Lennon escribió dos libros y publicó otros pocos con dibujos; acerca de él se han escrito más de 500, y más de mil sobre Beatles; algunos inciden en los detalles más conocidos de él o del conjunto, otros pretenden descubrir sus secretos más íntimos; algunos, pocos, hacen aportaciones para la comprensión de su música, aunque la mayoría están llenos de opiniones, califican con adjetivos sin emitir juicios, y casi todos son benévolos, porque están dictados por la admiración que se ganó con su música, y otro tanto con sus actitudes ante la vida, la política y el cambio, innegable, que produjo, de una u otras maneras, en quienes han oído sus canciones, en especial en sus contemporáneos.
Philip Norman publicó, hace poco más de un año, una biografía más de Lennon, la que muchos expertos aseguran que es la definitiva; Norman es autor del mejor libro sobre Beatles (Shout!; ¡Gritad!, en el español de España). Tal afirmación es del mismo Norman; pero para apoyar su imparcialidad, la reiteran los editores de Anagrama, responsables de la ¿traducción? (a cargo de Fernando González Corugedo, que sabe muy poco de rock: por ejemplo, la mayoría de las veces en que Norman dice que Lennon o Beatles andaban de gira –on the road es el término– en la versión española se dice que se “lanzaba a la carretera”; hay otras que demuestran que tampoco sabe español: habla de los "chicos más mayores"); para justificar que haya emprendido otro libro más sobre Lennon descalifica algunos de los más destacados, como el de Albert Goldman (Vidas de Lennon), por las afirmaciones malévolas acerca de la vida y obra del beatle, y el de Ray Coleman (Lennon), porque aunque, dice, no cae en las afirmaciones de Goldman, carece de vida y calidad.
El problema de esta afirmación es que Coleman, excelente biógrafo de otros músicos, como Clapton y Wyman, escribió su libro para desmentir a Goldman pero terminó aceptando muchas de las afirmaciones de éste; y para acabarla, Norman es incapaz de desmentir las más graves y las más insidiosas; por ejemplo, Goldman escandalizó cuando dijo que Lennon había vivido un romance intenso con May Pang, y que había sido forzado por Yoko para que regresara con ella; Norman minimiza el romance, pero para hacerlo minimiza también el periodo de mayor creatividad de Lennon, y reduce el papel de Pang en los discos que grabó en el año y medio en que vivieron juntos (Mind Games, Walls and Bridges, Rockanroll –y Roots, poco conocido–, más la mayoría de las canciones de Double Fantasy; Goldman afirmó que Lennon y Ono estaban por separarse cuando ocurrió el asesinato, y aunque Norman no retoma el asunto, la recreación de la vida doméstica de la pareja es tal cual la detalló Goldman, con todo y el tedio, la rutina, la negligencia; Goldman afirmó que la muerte de Stu Sutcliffe derivó de una golpiza en la que Lennon dio puntapiés en la cabeza a su mejor amigo; Norman también lo dice, pero sólo lo achaca a una carta de una hermana de Stu, a quien éste le confesó la causa de las jaquecas que finalmente le provocaron el fallecimiento; pero Norman dice que como no lo confirma Astrid, la chava de Stu, a lo mejor no es cierto; la pelea que Goldman relata en la que un marinero alemán salió acuchillado por Lennon, Norman la cambia: fue el marinero el que sacó el cuchillo, y Lennon el que salió huyendo.
Lennon era un golpeador de mujeres, dijo Goldman; Norman dice que no era para tanto, que les pegaba lo normal, y hasta eso a Cynthia una sola vez aunque a otras un poco más; pero los celos, las tormentas, la paranoia no sólo quedan confirmados, y Norman agrega más nombres, más datos, y menciona a la embarazada antes de que saliera con Cynthia; pero agrega, pícaro, el nombre de la protagonista de “Norwegian Woods”, una vecina y esposa además de un amigo, fotógrafo de las portadas de los discos de Beatles, a quien le pedaleó la bicicleta varios meses, y en el mismo edificio (por desgracia, no incluye las fotos para ver qué tal estaba, porque excepto May Pang, ninguna de las mujeres –fijas– de Lennon era tan guapa como las esposas de Harrison –a quien intentó rallonear su cuaderno en una fiesta en la que Pattie andaba de hurí, con pantalones transparentes–, Starkey –Maureen, quien también contribuyó a una pelea definitiva entre Ringo y George– y la novia de McCartney).
Tampoco es muy fijado en cuanto a la música; Goldman apuntó en Lives of Lennon todas las piezas basadas en notas simples; Norman sólo acepta una, pero que es la menos evidente; intenta mostrar que pone mucha atención a los detalles, en especial las influencias, y se le escapa que la frase principal de “Run for your Life” está calcada de una pieza de Elvis Presley, “Nena, ¿jugamos a la casita?”; habla de la influencia de Mahler en “Not a Second Time” (bueno, es de McCartney) y se le escapa la utilización del solo de “Claro de luna” de Beethoven en “And I Love Her” (de Paul, pero la guitarra acústica es de John) y la de Tchaikovsky en “I Feel Fine” (confesada por el propio Lennon).

¿En qué radica la novedad del libro de Norman? Las más de 800 páginas en la edición de Anagrama, que deben ser más en la original pero que no llegó a México, tienen datos que no se habían difundido mucho; por ejemplo, desmiente la afirmación de todas las demás biografías, de que el 9 de octubre de 1940, la noche en que nació John, la fuerza aérea alemana había bombardeado Liverpool; Norman se fue a la hemeroteca (no a la de la UNAM, horriblemente saqueada y tasajeada) y vio que precisamente ese día fue el único de esa semana en que no habían caído bombas; es el primero de muchos datos que aporta Norman; pero fuera de lo anecdótico, es un dato sin mayor importancia; es más relevante que la agarre contra Mimí, quien decidió por sus enaguas que el niño, fruto del pecado –no porque no hubiera habido matrimonio entre Julia y Fred, más bien porque ella no aprobaba a la pareja descocada–, tenía que ser suyo, y luchó de tal manera que deshizo ese desventurado matrimonio, además de correr de Liverpool al de cualquier manera desbalagado, informal y aventurero Fred; pero uno de los datos más importantes de este episodio es que Fred no abandonó a Lennon, que pretendía llevárselo con él y que había perdonado la infidelidad de Julia, embarazada de otro sin haberse divorciado de él; sin embargo, ya lo había narrado, sin tono melodramático, el repudiado Goldman.
No es al único que cita sin darle crédito; a la única que menciona es a Cynthia, y eso porque acababa de publicar su segundo libro (John) donde relata su matrimonio y su rompimiento, la trampa que le puso Lennon para divorciarse sin pagar manutención y sin ser acusado de adulterio (pero Yoko tuvo la ocurrencia de embarazarse y además hacerlo público por un inoportuno aborto; más cizañoso fue Goldman al contar ese episodio, y Norman trata de entender qué le vio Lennon a Yoko para cambiar por completo su vida; Cynthia intenta demostrar en su libro que fue el verdadero amor de Lennon, la que le dio el impulso necesario para ser un artista en vez de un cantante, y que de no haber sido por las giras, las sesiones en estudio a deshoras, y las mujeres interesadas, más las muchachas ofrecidas, hubieran sido muy felices; a partir del surgimiento de Yoko, apunta Cynthia, Lennon cambió; si de por sí no era un padre amoroso con Julian, el hijo que obligó a Lennon a cumplir la palabra de matrimonio, mucho menos después. Y pese a que ya se había casado con Yoko, John seguía celándola, la acusaba de serle infiel. Norman sigue al pie de la letra el relato de Cynthia y es cuando da más crédito a Pang, quien logró que Lennon, aún arisco, invitara a su exesposa a su casa en California y se acercara a Julian; hasta aceptó que se incluyera una cancioncita con el adolescente a la batería en un disco oficial.
Fuera de eso, no da créditos a nadie más. Hay muchos detalles que o no aparecen o están minimizados en otros libros; por ejemplo, mientras otros quieren salir del paso de la infancia, Norman se detiene en muchos relatos que presentan a John como un colegial que encabezaba al grupo de los traviesos y agresivos que se burlaban de los maestros más timoratos, que retaban la autoridad y que en pago recibió castigos severos e incluso azotes; que se vestía con desdén y sólo se comportaba cuando quería impresionar a alguien.
También resalta que fue una exageración de los publicistas, encabezados por Brian Epstein y que utilizaron a Hunter Davis, al afirmar que John quedó huérfano en la niñez, cuando en realidad la muerte de Julia sucedió cuando él tenía 17 años; también, su difícil relación con Alfred, el padre desaparecido, a quien en otros libros califican de interesado, rabo verde, despreocupado excepto cuando se trataba de sacarle dinero al hijo famoso; Norman lo reivindica y le hace justicia; pero hay que recordar que también lo hizo Goldman, y por ello recibió críticas y descalificaciones.

Norman hace difícil la admiración por Lennon, porque no separa al músico y el hombre; quienes lo siguieron incondicionalmente por su actitud frente a la guerra de Vietnam, por regresar la medalla de miembro del imperio británico, por su reiterada petición por la paz, por su afirmación de que sería posible un mundo sin riquezas ni religiones, ¿no sufrirán desconcierto por saber que Lennon se empeñaba en poner la efigie de Hitler en el cartel de admirados en la portada de Sargento Pimienta? Y no fue la única vez, pues en la lista de quienes lo decepcionaron, incluida en una de sus grandes canciones, “God”, se encuentra otra vez Hitler; otra vez Norman silencia que el dato también lo proporcionó Goldman en el libro que repudiaron los seguidores de Lennon. También muestra confusión y contradicción entre el autor de “Woman” y el de “You Can’t Do That” y “Run for your Life”; ¿el autor de “I’ll Cry Instead” es el mismo de “You’re Going to Lose that Girl”? Norman comete el error de confundir al creador con el ser humano, y pensar que sus canciones son confesiones autobiográficas, y hace un análisis simplista y superficial del artista; se pierde entonces la complejidad de una pieza como “Girl”, que sí es una toma de posición frente a la religión –los del Vaticano se preocuparon más por la comparación del aplausómetro que por las acusaciones de chantaje, persecución y presión–; cae en la ingenuidad de creerle a Lennon que escribió “Help!” como un grito desesperado por su gordura (¿cuál? No la hay si creemos que la escribió por la misma época en que filmaron la película) y se pierde en cambio la complejidad de “I Am the Walrus” y de “Come Together” –junto con “Lovely Rita” y “All Together Now”, las canciones con más referencias eróticas de Beatles.
Hace bien en cambio en no tomarse muy en serio las desesperadas, confusas y agresivas declaraciones a varios medios en la época en que comenzó a grabar como solista: no eran tanto contra Paul como contra él mismo; su reacción es como la de cualquiera que haya sufrido una separación, porque aunque Norman intente minimizar la relación Lennon-McCartney, es obvio que se trataba de una pareja con el mismo nivel de creatividad, talento e inteligencia –lo que haya hecho Paul después, como solista que no pudo mantener la calidad que tenía en Beatles, es otra cosa; en realidad, ¿alguno de los cuatro pudo hacerlo?–; parece un esposo despechado; pero apenas menciona, en cambio, que luego de esos arranques se atemperó y vio a Paul con una óptica menos rencorosa que la mostrada en “How do you Sleep?”; Norman cae en el mismo error de los lectores que creen que el poeta habla de sí mismo, que el personaje central de las novelas es el escritor apenas disfrazado, y que el arte debe ser sincero, en el sentido de que cuente historias ciertas, no sólo verídicas.
En cambio, apenas hay palabras para la música, harto más compleja que las letras de Lennon, sea en el conjunto, sea como solista.

La clave de la tibieza del libro John Lennon, de Philip Norman, está al final: quiso desmentir a Goldman (sin lograrlo) y superar a Coleman (sin éxito), pero sobre todo complacer a Yoko; tampoco lo consiguió, porque aunque es muy benévolo con ella, siempre resulta la villana: culpable de la ruptura de Beatles (aunque hace que comparta la responsabilidad con Linda Eastman), de la sumisión de Lennon, de la persecución a Cynthia, de la confusión ideológica y política, de su alejamiento del mundo de la música (con Pang no sólo hizo excelentes discos, sino que sus palomazos con Nilsson, Ringo, Bowie, Keith Moon son sobresalientes), de su veneración por el poder y el dinero, y de otros males. Pero quería algo menos cruel, que la colocara como la inspiradora, la madre sustituta, el sostén del genio; nadie puede hacerlo; por ello, Yoko rechazó el libro y no cuenta con su bendición, para desolación de Norman, quien quedó mal con Dios y con el Diablo; se quedó entre el jilguero y el detractor, no habló del músico y pinta a un hombre contradictorio, sin consistencia ni integridad, desorientado; por su conducta sexual (también ambigua: ni afirma ni desmiente el rumor de su “caída” con Epstein; también en eso es más contundente Goldman), parece dar la razón al Vaticano de que llevó una vida disipada, aunque acorde con la de todos los dedicados al arte, o famosos, de cualquier época: ¿quién resiste el asedio de tanta admiradora “dispuesta a todo”? No Elvis, uno de sus ídolos, quien explicaba su reticencia a casarse porque si tenía la leche gratis, para qué comprar la vaca; no Paul ni George ni Ringo ni Pete Best, ni los Stones ni los Who, ni Sinatra ni Clark Gable. Al menos, podemos decir los admiradores, no cometió actos de pederastia; también da la razón en cuanto al consumo de drogas, a las que se hizo adicto, como casi todos sus colegas contemporáneos, y no es que sea disculpa, pero eso fue también producto de esa época, aunque Norman deja entrever una dependencia peligrosa.
Norman aporta muchas anécdotas, nombres, fechas, sino desconocidas sí poco divulgadas, pero que no aportan nada a la biografía de Lennon, uno de los hombres más influyentes del siglo XX, aunque estaba poco preparado para ser un guía espiritual y político. Se necesita que alguien haga una nueva biografía, más centrada y más imparcial; se necesita distancia, rigor y no temerle a Yoko. Falta mucho para ello.

domingo, 18 de abril de 2010

Nueva música clásica, otra vez

El día que cumplí 18 años lo festejé en el cine Orfeón, en Luis Moya, con una cinta que ha sido calificada la mejor del rock hasta el momento: T.A.M.I. Show; volví a verla semanas más tarde en el cine Cosmos, en el Tepeyac y no recuerdo cuál otro (el mismo circuito que seguí para ver Nevada Smith); desde entonces no la había visto, más que algunos fragmentos en youtube, muy recientemente; se la encargué a todos los que se dedican a conseguir imposibles, y sólo me decían que era imposible.
Al parecer había problemas porque la deshicieron, la volvieron a integrar pero omitían algunos fragmentos que incorporaban a otra cinta: The Big TNT. Ambas surgieron de programas televisivos estadounidenses, pero las hicieron parecer competencia entre sí; aunque T.A.M.I. Show se estrenó pocos meses después de Help!, no conocíamos del todo a los participantes de este programa, pero el resultado fue excelente pese a ciertas anomalías que después de todo no demeritan el film.
No sólo se trata de un concierto con superestrellas que, casi todos, han perdurado, aunque algunos, como Billy J. Kramer, acorte sus canciones a la mitad, como mariachi de las afueras de Garibaldi; se trata, a casi 43 años de su estreno en México y a 46 años de su filmación, de las razones por las que madres y padres, y autoridades que nos cuidan (como ahora, que nos protegen de lo que ellos creen dañino), combatieron tanto el rock; aunque algunas melenas sean discretas, o haya envaselinados; aunque no haya piezas subversivas (excepto las de Rolling Stones), la cinta excita, emociona, impulsa y hace imposible que se le vea cómodamente sentado; tenían razón: el rock es peligroso.

El rock no ha sido muy afortunado en el cine; cerca de una docena de cintas de Elvis Presley son apenas visibles por los números musicales, aunque en México las hayan prohibido porque incitaban a la violencia (en realidad sólo Prisionero del rock, que mereció la recreación en el mejor cuento de Parménides García Saldaña); The Girl Can’t Help It es memorable aunque haya cierta división entre la trama, dirigida con su maestría habitual por Frank Tashlin, y los excelentes números musicales; la mitificación de Jungla de asfalto, no tanto por Bill Haley y su "Rock ‘round the clock", sino por Marilyn Monroe así haya sido en un papel insignificante; pero se consideraba que las cintas de roqueros sólo servían como pretexto para escuchar a un cantante con su éxito de moda, como en México lo hicieron Enrique Guzmán (Especialista en chamacas, Mi vida es una canción), César Costa (El cielo y la tierra, Dile que la quiero), o juntos (La juventud se impone), o Angélica María, o la más explosiva Julissa; y en Estados Unidos e Inglaterra ñoñerías con Los Hermitaños de Herman, o los Monkees, o hacían apariciones incidentales en dramas insoportables (Los Hooligans, que no tenían nada de salvajes y al contrario, cantaban “Despeinada” y “Camino a Jamaica”; los Rebeldes del Rock –a los que escucha con atención el Dr. Neutrón, mientras que el villano escucha la Quinta de Beethoven, pero en versión de Karajan–; o Manolo Muñoz, María Eugenia Rubio, Alberto Vázquez).
La aparición de A Hard Day’s Night y Help! no sólo supuso mayor cuidado para el lucimiento de Beatles (tanto, que se quejaban de ser extras de sus propios filmes), sino que se le encargaron la dirección a Richard Lester, uno de los realizadores de vanguardia, de humor explosivo y de carga subversiva, como en El ratón en la luna, Algo gracioso me sucedió cuando iba camino al foro, El Knack y cómo lograrlo, Petulia, Robin y Marian; sólo se le puede acusar de Superman III; mejor trama, con más intención, muy bien dirigidas, y en las que Beatles no se concretaban a hacer payasadas, sino que resultaban muy groseros, mirando a las mujeres con la misma mirada que Stan Laurel o que Chico o Harpo o Groucho Marx, sino con intenciones más malévolas, e incluso tocándolas como quien no quiere la cosa, y a veces con más ganas de provocar cuando menos desconcierto con algunos diálogos malintencionados. Después de esas cintas, era imposible imaginar películas con travesuras de Byrds, o Rolling Stones, o Joan Baez haciéndola de joven incomprendida enojada con Amparo Rivelles porque le prohibió que saliera con César del Campo, o a Cilla Black cantando, vestida de ranchera, no te andes por las ramas huy huy huy huy huy huy.
T.A.M.I. Show marcó una línea de la que descienden Woodstock (que es de los inicios de Scorserse), The Last Waltz, Bangladesh, o The Kids Are Alright; o si algunos roqueros aparecían en alguna cinta era de una manera agresiva, como Yardbirds rompiendo sus guitarras en Blow Up, de Antonioni; no por nada Scorserse utiliza una extraordinaria música en Good Fellows, y con “Layla” en el momento culminante; si acaso, en algún chiste, como Waters, cinta muy mala pero rescatable por el conjunto integrado por los Husbands in law (Harrison y Clapton), más Ray Cooper, Jon Lord, Chris Staiton, Ringo Starr, Mike Moran, y las coristas Jenny Blog y Anastasia Rodríguez; o los conjuntos inverosímiles que se forman en las dos Blues Brother. O las bandas sonoras de las Lethal Wheapon y hasta de Porky’s; incluso Buñuel puso a los Sinners (sin pagarles) en Simón del desierto, y Luis Alcoriza en Tiburoneros. Y un momento culminante es la música de Popeye, nada menos que con Harry Nilsson, Van Dyke Parks –el de “Good Vibrations”–, Doug Dillard, Klaus Voormann y el Misterious Karsten.

T.A.M.I. Show es más que un concierto; o lo es en el sentido en que cantan enlazándose, siguiendo una secuela lógica que va, en un camino sinuoso, de Chuck Berry a los Rolling Stones, un paso que parece lógico pero con muchas estaciones intermedias; no parece tan lógico que “Maybeline” la comience Berry y la prosigan Gerry and the Pacemakers, aunque si se tiene la información de que Gerry era uno de los que llevaban a Lennon por el mal camino, se entiende más la relación; en aquellos años no se sabía nada de eso, y aún no aparecía el libro de Hunter Davis sobre los Beatles, y de cualquier manera éste cuate no cuenta nada; pero Pacemaker era un conjunto manejado por Brian Epstein, y producido por George Martin, con algunas buenas canciones, e incluso rescataron “How do you do it”, que se estaba perdiendo porque a los Beatles no les gustó. La interpretan, lo mismo que su hit “I like it”, mientras alternan con Berry cantando “Sweet Little Sixteen”, “Nadine” y “Johnnie B. Good”; los no tan fresas Jan and Dean (a quienes andan reviviendo ahora), quienes fungen como presentadores, alternan con Smokey Robinson and the Miracles, a quienes Beatles despojó de su mayor éxito, “You Really got I Hold on me”; era un grupo correcto, que le ponía más atención a la coreografía que a la música, pero desmienten la afirmación de que todos los negros bailan muy bien; Marvin Gaye, con su espléndida voz y sentido del ritmo logra un ambiente cálido, y Leslie Gore cierra la primera parte, tranquilizando los ánimos pero imponiendo otra atmósfera; la segunda mitad abre con un par de canciones de Jan and Dean, quienes dan paso a Beach Boys en su versión original, después del primer colapso de Brian Wilson, quien tal vez por eso se ve discreto, lo mismo que Dennis Wilson, quien años después dio baje a John McVie nada menos que con Christine McVie, la superestrella autora de las más cálidas e inteligentes canciones feministas. Cuatro números bastan para enloquecer al público y lo preparan para el surgimiento de The Dakotas con Billy J. Kramer, que canta cuatro canciones, tres de ellas de las que desecharon Lennon y McCartney.
Después todo es furor: The Supremes con Diana Ross en plan de diva, pero sin el crédito estelar; The Barbarian que provocó azoro entre los espectadores por su baterista manco; James Brown con su voz portentosa y sus actuaciones excéntricas (bueno, había quedado de no aplicar a lo güey ese adjetivo: mejor estrambóticas), y cierran cinco piezas emblemáticas de Rolling Stones, más un número con todos haciendo pequeños solos.

Los conjuntos tocan sus instrumentos, pero en el caso de Marvin Gaye, Leslie Gore, Jan and Dean, The Supremes y James Brown, la música corre a cargo de un conjunto que ahora es asombroso: a la guitarra está Glen Campbell (poco después se unió por un corto período a Beach Boys, y luego hizo una larga carrera como solista), al piano Leon Russell, a quien vimos con Joe Cocker, George Harrison, Eric Clapton, y en su primer disco solista va acompañado de Chris Stainton, Ringo, Voorman, BJ Wilson, Jim Gordon y Steve Winwood, entre otros; el superestrella Jack Nitzsche (lo oímos al piano en “Sister Morphine”, y en “Paint it Black”, dos de las mayores piezas de los Stones), y los menos conocidos pero monstruosos Hal Blaine, Frank De Vito, Jimmy Bond, Lyle Ritz, Tommy Tudesco, Hill Pittman, Steve Douglas, Mike Henderson, Roy Caton, Virgil Evans y Lou Blackburn; lo mismo las lentas que las movidas; al conjunto, como se ve de puros músicos de estudio, le llamaban Wrecking Crow; en la producción se encontraba el célebre Phil Spector, desde entonces y por diferentes causas que hoy; se dice que el verdadero autor de la cortina musical eran Russell y Nitzsche; ambos conocieron en esta sesión a Beach Boys y a Rolling Stones, y de allí nacieron sus colaboraciones.

Es imposible describir la actuación de cada uno, sólo puede decirse que comienza con una atmósfera cálida y que el tono va subiendo a cada canción; Chuck Berry no sólo es de los pioneros del rock, es también uno de los grandes innovadores, tanto en la música como en las letras y la manera de tocar guitarra; bajo su influencia crecieron y maduraron Lennon y McCartney, Keith Richards, Bruce Springsteen y casi todos los guitarristas de los sesenta y setenta; Gerry and the Pacemaker le siguen sin perder ritmo ni calidez; Smokey Robinson y Marvin Gaye pertenecían más al blues que al rock, pero no deslucen; sorprende la bella voz de contralto de Leslie Gore (su apellido desmiente su apariencia), y sorprende que no haya durado más tiempo; James Brown repitió en Blues Brother 2000 su número de T.A.M.I. de “Please, Please, Please”, en que escenifica una tragedia amorosa y suplica que no lo abandonen, para retirarse y regresar con la súplica, la más célebre del rock hasta “Layla” y “Bell Bottom Blues”, de Clapton (y en México, “Reloj, no marques las horas” y “La barca”, de Cantoral). Brown, polémico toda su vida e incluso en su muerte, tenía tantos detractores como admiradores, y si no se le admira, ese acto puede parecer chocante, exagerado; pero si se le admira, o se comprende la pasión que expresa la canción, cuando menos merece simpatía.
Que cierren el filme los Rolling Stones es simbólico; aún no grababan “Satisfaction” pero los cinco temas pertenecen a 12 X 5 y Aftermath, de sus discos más importantes de su primera etapa; Mick Jagger bailaba pero no brincaba, y en “I’m All Right” toca la pandereta; Keith Richard aún no tenía el gesto tan duro, y hasta bailaba un poco, y un poco más Brian Jones; no se nota desafinada la batería de Watts, y Wyman apenas cabecea con ritmo en la última pieza, pero todo el estudio se encuentra encendido; aparecen varios carteles, uno de ellos parece decir “Welcome the Rolling Stones. Good guys”.
Hay algo más que distingue estos programas de los que pasaban los viernes en Canal 2, Premier Orfeón (luego Orfeón A Go Go), aparte de los músicos; hay un ballet en el que se luce, pero apenas se le identifica, Teri Garr, quien muchos años después es la que más se distingue en Frankenstein Jr.; dice la información que una de las coordinadoras de la coreografía es Toni Basil, quien aparece como prostituta en Easy Rider (otra gran película con el rock como tema de fondo) y a quien se le recuerda como la protagonista de “Mickey”, con todo y trencitas. Hay una distancia enorme entre estos bailarines y el ballet de Malena Soto y Andrea Coto, nuestra máxima “chica de la jaula”; en estos bailes se recupera el sentido original del baile como expresión de sensualidad, aunque se abstienen de hacer algún movimiento obsceno; en alguna canción las mujeres aparecen en bikini, pero como el de Briggite Bardot; lo más atrevido es que alguna viste suéter muy holgado, y las piernas desnudas; ahí también le dan la razón a los que relacionaban al rock con el sexo; al finalizar la actuación de Marvin Gaye, con “Hitch Hike”, van acercándose desde el fondo con una lentitud agresiva que me hizo recordar el danzón de David Silva en el que va arrinconando a Katy Jurado en Hay lugar para…dos; pasan luego frente a Gaye con rapidez pero con sensualidad y alegría, y al final regresan tres, en reversa e inclinados, y una sonrisa inocente pero perturbadora; es más que una coreografía, es un acompañamiento y un complemento de la música; no se limitan a hacer figuras complicadas y a sonreír artificialmente mientras van contando los pasos, como las de los ballets folclóricos mexicanos, profesionales y de aficionados; su gesto es auténtico y en sus movimientos no se zangolotean ni les brincan los pechos, pero lucen sus cuerpos. Uno siente dolor al verlos y luego compararlos con Fanny Cano o Patricia Conde.

Durante muchos años T.A.M.I Show estuvo fuera de circulación; a finales de los setenta se exhibió en un ciclo de cintas de rock, y mi amigo Óscar Sarquiz se negó a presentarla porque pensaba que estaría de más, y que no lo oirían, de cualquier manera; tuvo razón y ni siquiera se podía ver ni escuchar nada; hace un par de semanas se puso a la venta; es de esperar que alguien en México traiga no pocos ejemplares, si es que en las tiendas de discos hay alguien que sepa de música. Al verla no se acumulan los recuerdos, sino que renacen los sentimientos de rebeldía, de inconformismo, de ganas de vivir. Y lamento no saber de música para justificar mis afirmaciones de que es extraordinaria, y de que el filme también lo es; me conformo con adherirme a lo que dicen Sting y Little Steven Van Zandt, que expresan su entusiasmo por esta cinta, de culto entre roqueros, y de vital importancia para quienes cumplimos 18 años el día que se estrenó en los cines Ariel y Orfeón.

PD. Mi amigo Víctor Blanco Labra, en la de cualquier manera entrañable Notitas Musicales afirmó que uno de los Beach Boys retó a uno de los Rolling Stones durante la filmación de los programas: “si a pesar de tu vestimenta eres hombre, te espero a la salida”; es tan pintoresco como falso, tanto como la acusación de que Elvis Presley prefería besar a tres negras antes que a una mexicana. Como si no fuera mejor besar a tres que a una, como dijo Sarquiz el día que se negó a presentar T.A.M.I. Show en Ciudad Universitaria.

miércoles, 7 de abril de 2010

Carlos Fuentes y José Agustín, y la ciudad de México

En After Hours, de Martin Scorserse, un hombre “normal”, incoloro, vive una noche terrorífica desde la hora en que termina su jornada laboral hasta que vuelve a comenzar, al día siguiente. El espectador, pese a todo, queda con ganas de vivir esas aventuras inverosímiles, pero que se antojan al alcance de la mano, que en un descuido en cualquier momento nos pueden suceder. Eso le sucedía, cotidianamente a los habitantes de la ciudad de México en el periodo comprendido de finales de los años cuarenta a principios de los sesenta; la jornada podía comenzar en una aparente noche tranquila en el teatro Margo (después Blanquita, después Margo, después Blanquita, después cerrado y de nuevo Blanquita) o en el Río (en Niño Perdido y Arcos de Belén) o en el Iris o en el Lírico o incluso en el Tívoli, y terminar en la tercera delegación.
Los bailes sinuosos de Joan Page (acompañada de Resortes), Naná y el Diablo, las Dolly Sisters, Tongolele, Su Mu Key; los susurros de María Victoria, los pasos desincronizados de cientos de tiples, iban encendiendo la imaginación de los parroquianos. No que hubiera desnudos ni que los strip tease fueran completos (cuando mucho, si las exigencias de “¡pelos!” eran violentas, las vedetes, en rápidos y expertos movimientos, apenas deslizaban unos milímetros el calzón de su vestimenta y dejaban entrever un poco de vello púbico con el que la clientela se sentía satisfecha, y sus deseos de ver se aplacaban al menos en el comportamiento colectivo).
Si algo revela la lectura de La región más transparente, de Carlos Fuentes, de la que hace poco se conmemoraron 50 años de su primera edición con varias publicaciones, en que retrata el ambiente capitalino de 1948 a 1952, es la libertad incontenible que aparecía en ciertos lugares y a ciertas horas en la ciudad de México; una libertad peligrosa en los sentidos social y político.
Se vislumbraba no sólo en los teatros donde las bailarinas (torpes, incapaces de ninguna espontaneidad, que tropezaban a cada instante, que ni siquiera fingían una sonrisa –tan ocupadas que estaban contando sus propios pasos, pero a diferente ritmo que sus compañeros) incumplían las promesas de estética y erotismo, sino también en decenas, centenares de cabarets y centros nocturnos donde las ficheras bailaban, se dejaban abrazar, a veces manosear furtivamente, por una cuota fija que iba de los 20 centavos a los cinco pesos la pieza.
No todos iban con su novia o esposa a esos antros –ésos sí llamados así con justicia–, porque la fama decía que las que trabajaban allí ejercían la prostitución, y para hacer más sórdido el asunto, por necesidad y no por gusto (situación relatada en el cine de esa época, donde todas las pirujas eran de comportamiento noble y de buen corazón). Acudía la gente en busca de una diversión que no encontraba en su casa y le negaba a su esposa (o ésta a él).
En Las Catacumbas (en Dolores), el Waikikí (en un Reforma cerca del sórdido Guerrero), el Molino Rojo (en la Colonia Obrera); el Apolo, El Bombay y el Pigalle (por Santa María la Redonda), Las Cavernas (pegado al Lírico –dos tandas en una misma noche), las terribles Brujas (en Izazaga), el Bremen (en la avenida Hidalgo, en el lugar que ocupaba el colonial hospital de locos), Las Mil y una Noches, en Isabel la Católica y cerca de Las Sirenas; el Bugambilia (en Insurgentes, y para niños popis o popof), el Tío Sam (Niño Perdido, muy al sur, cerca de una glorieta aún conocida como “Glorieta Tío Sam”) se bebía, se bailaba, se admiraba la variedad que, aunque no era como la mostrada en el cine, presentaba a varias figuras que después fueron “míticas” (en el sentido de que les inventamos una fama, una actuación, una vida), como Bola de Nieve, Miguelito Valdés, Acerina y su Danzonera, y el ése sí legendario Dámaso Pérez Prado, entre otros muchos, que ayudaban a que la gente se desprejuiciara, se soltara, bailara el mambo y ejerciera el baile como en las sociedades primitivas, donde no era un arte sino una imitación del acoso y el logro sexual; el mambo y la rumba, igual que el danzón y diferente del swing (que servía para presumir habilidades de las que se carecía en la entrega erótica o para que las mujeres mostraran las piernas, pero sin lujuria) hacía que se expresara todo el cuerpo, que cada músculo se independizara y permitiera la sensación en brazos, piernas, hombros, pero sobre todo en caderas y pelvis.
No es extraño que al finalizar el baile la gente estuviera más ansiosa, más excitada, incluso si no era en los centros nocturnos sino en los salones de baile, como el mitificado Salón México, el Smyrna (antes El Pirata, de Antonieta Rivas Mercado, quién lo dijera, donde ahora es el Claustro de Sor Juana), el Riviera, el California Dancing Club y el Salón Ángeles, donde el efecto del baile era afrodisiaco.
A veces el parroquiano lograba convencer a la pareja momentánea que se saliera con él, aunque el costo económico era caro y el social peor, porque solían enamorarse de ellas y se empeñaban (es un arquetipo, pero pasó muchas veces) en sacarlas de esa “vida de perdición”. No era raro que todo Niño Perdido, todo Guerrero, todo Puente de Alvarado, estuvieran llenos de hoteles de paso.
Los que no convencían a las ficheras (por cada copa que pedían los parroquianos ellas se llevaban una comisión, y llevaban la cuenta por la ficha que le daban los meseros; también se la daban por cada pieza bailada; eso fue choteado y exhibido por Tin Tan en El Ceniciento, cuando pide que le den también a él una fichita como la que el mesero le entrega a las Hermanas Dábalos, de la mejor sociedad de la colonia Juan Polainas) acudían presurosos a Aztecas (“¡aguas, allí viene La Llorona!”), al sórdido Vizcaínas, a la lúgubre Santa Veracruz (donde rondaba El Fantasma del Correo, quien aterrorizaba a los clientes, y que fue parodiada-homenajeada por Fuentes-Ibáñez en Los Caifanes: es el personaje interpretado por Tamara Garina. Empolvada de blanco, los labios rojísimos, envuelta en un abrigo enorme y antiquísimo; acusada siempre de vender droga, presumía de su pasado célebre cuando ya se prostituía desde tiempos de don Porfirio). Las meretrices invitaban con frases desganadas, y así como ahora los hoteles ofrecen como atractivo extra canales pornográficos en la habitación, las muchachas prometían que tendrían un radio prendido. (Había otros congales ahora célebres, como los de la Juárez, cerca del ahora Palacio de Hierro, pero allí sólo iban potentados que podían pagar caro el amor, o llegaban a sostener encuentros con estrellitas de cine; se presume que el trío que amenizaba la espera, y que de allí saltó a la fama, se inspiró en esas tarifas para la frase “qué caro estoy pagando por quererte, ay cariño”. Había otro antro, del que no dice Tin Tan su nombre pero sí la dirección, también en El Ceniciento: “¿cuánto a Perú 25?”, pregunta a un patrullero; allí había un antro con clientela más exclusiva.)

Desde hace muchos años celebro Semana Santa releyendo dos de mis muchos libros favoritos; este año tocó De perfil; en 1966 apareció en México en la Cultura, suplemento de Siempre!, un fragmento de esta novela, en donde el Personaje sostiene dos diálogos telefónicos muy picantes (en uno de ellos, Queta Johnson le reclama haberse llevado su virginidad “en tu tembeleque miembrecito” y él jura que él era el virgen, no ella –aunque páginas más tarde confiesa haber realizado intercambio carnal con una sirvienta); poco después de que apareció la novela, Lupita, una amiga de la prepa, me la prestó; ya antes había leído a Agustín en la primera edición de Novaro de La tumba, en una tarde de domingo, con los generosos honorarios que me pagó Arturo García Herrera por una historia del IMSS; y su autobiografía precoz en media hora en la Biblioteca Nacional, silenciadas mis carcajadas dos veces por algún empleado receloso; en tres tardes, De perfil; el ejemplar que me prestó Lupita lo llevé, en una Semana Santa, a Guadalajara, donde lo leí dos veces alternándolo con Confabulario-Varia Invención, edición conjunta, de Arreola. Me tardé en regresarlo todo lo que duró la huelga por el Movimiento del 68, y hasta poco después pude conseguirme un ejemplar, cuarta edición, donde lo releí muchas, incontables veces, hasta que conseguí, no hace mucho, una primera edición; como todos los grandes libros, me ofrece muchos aspectos que voy descubriendo en cada relectura, siempre gozosa, aunque muy pocas veces me detengo a pensar, repensar, y buscar escondrijos; pero como recientemente participé en la edición conmemorativa de Alfaguara, de La región más transparente, la que leí buscando exageradamente incongruencias, inconsistencias y errores, y escudriñé desarmándola y armándola de nuevo, se me reveló detrás de muchos pasajes de De perfil, aparentemente una novela muy alejada de la de Carlos Fuentes.
Se me hizo presente la vida nocturna, las relaciones fugaces y placenteras, a la vez que sórdidas de La región, en el pasaje donde el Personaje, sus amigos Ricardo Garza (¿en homenaje a Ricardo Corazón de Tigre, el mejor bateador de los Tigres en la época en que sucede y apareció De perfil?), Octavio, y varios otros a los que conoce en la fiesta donde también conoce a Queta Jonson, acuden a dos casas de citas, en la Colonia del Valle; en una hay tanto aburrimiento, tan poca acción, que deciden irse a la otra, donde hay más mujeres, atractivas aunque feas, agresivas, insolentes, pero a las que el hijo de Violeta no puede dejar de ver; mientras él regala un Raleigh a una prostiputa (palabra que aparece también en La región) se arma una bronca, hay botellazos, y salen huyendo de ese ambiente de pesadilla, tan tenso como el de muchos pasajes de la novela de Fuentes. Otra escena, la de la razzia en un café cantante, no podría haber sucedido en La región; la libertad que hay aquí se acabó en el siguiente sexenio, y las prohibiciones se prolongaron hasta finales de los sesenta.
Ambos novelistas recrean, con más cercanía y verosimilitud que otros ambientes, el de los desposeídos; Fuentes sigue a distancia, pero con sentido de justicia, a los residentes de un barrio pobre, como la Guerrero o Peralvillo, que en grupo desafiante que no tolera los autoritarismos, van a los toros (espectáculo mucho más popular en la época de la novela que el futbol) donde se burlan de los potentados, rompen el orden y el equilibrio, humillan a sus víctimas a base de chotear su figura, sus posesiones, su vestimenta ridícula, sus ademanes refinados; irrumpen de manera salvaje y no se detienen ni ante las autoridades ni ante las amenazas, pero parecen impulsados por el rencor, las carencias, el desprecio que les tienen sus víctimas incluso cuando los vejan; en De perfil, Esteban, el primo del narrador, finge carecer de su riqueza, su esnobismo, su prepotencia, para acercarse a unos habitantes de la colonia Buenos Aires, muy cerca de donde vive el Personaje (en el centro de la Narvarte), y los encuentra más auténticos que sus compañeros del Colegio de México, más vitales; estudia su rencor, su violencia, sus deseos de venganza, su envidia del dinero y del poder; si Fuentes los hace los protagonistas de la violencia que acecha a la vuelta de la esquina, y los muestra capaces de matar por un acceso de ira que no pueden controlar, José Agustín nos hace ver sus nervios al cometer un asalto; responden a la violencia y a loradelora ven por ellos mismos sin importarles los demás; se ven obligados a romper la ley, y se sienten víctimas de las circunstancias; al contrario que en La región, ellos sufren la muerte por pobreza, son despojados hasta de lo mínimo; es una incursión a un mundo extraño, pero cercano y amenazante.
Y tanto Fuentes como José Agustín son implacables con los de la alta; el tono más cruel en toda su novela lo desborda Fuentes sobre esos ridículos ricos, nuevos o añejos, que esperan la oportunidad mínima para burlarse de sus congéneres, por criticar su vestimenta, su manera de aferrarse a una pequeña burguesía aunque tengan que empeñar sus ya escasas posesiones; Agustín los caricaturiza, es cruel al retratarlos sumisos, conformes, llenos de conflictos y ambiciones mediocres; incapaces de soltarse el pelo, se conforman con cantar a gritos canciones rancheras o tangos; y ambos son crueles con los intelectuales que pueblan ambas novelas: Fuentes, con los libros de moda bajo el brazo, sin leerlos, corriendo tras la última moda; Agustín, citando autores de celebridad momentánea, parodia traducciones, modas –hay incluso varios aguijonazos a Fuentes, uno de ellos al hablar del cine mexicano que copia al europeo–, juegos de trivia exagerados; en ambos, esos personajes se adivinan estériles, incapaces de creación.
Una diferencia: mientras las mujeres que en La región viven la sexualidad plena terminan pagándolo con el desprecio de los demás, perdiendo las posesiones a las que se acostumbraron, mientras que en De perfil son ellas las de la iniciativa, no se arrepienten y hasta la exhiben y la presumen.
Hay un elemento común tan importante como todo lo demás: en los dos libros la música es lo que provoca la libertad corporal; en La región son el mambo y la rumba, y hasta hay versos de algunas canciones como epígrafes o como frases sueltas o pronunciadas en conversaciones; “píntame de colores pa’ que me llamen Supermán”, dice, y es una frase que ejemplifica el ritmo de la novela; aunque hay menciones a chachachás, tienen menos peso y además son anacronismos, como afirmé hace poco más de un año en este mismo blog; en De perfil, aunque el personaje no gusta de los Beaceps (¿Beatles nada más o toda la ola inglesa?), hay rock todo el tiempo: en su radito del hermano del protagonista, quien además se la pasa rocanroleando; en la fiesta en casa de Queta Jonson, cantante solista y vocalista de los Suásticos; en casa de Octavio, en CU, en los camiones, en todo el ámbito de la novela.
Y aunque haya muchas coincidencias, y ambos libros sean un cuadro que retrata la ciudad de México (aunque Fuentes, en su conferencia magistral el lunes 5 en El Colegio Nacional declaró finiquitada la novela de la ciudad de México muy poco después de La región), con algunos años de diferencia, pero la verdadera diferencia es el periodo en que, se dice, la ciudad de México dejó de ser divertida y pasó a estar reprimida, bajo la regencia de Ernesto P. Uruchurtu, quien gobernó al DF de 1952 a 1966.

Una acotación: al releer ambas novelas advertí, hasta entonces, cuánto les deben todos los narradores posteriores a ellos; y advertí que, de manera inconsciente, repetí algunas escenas, desde luego sin la maestría y agilidad de ellos: confieso una: cuando Humberto, el padre del Personaje de De perfil le habla a éste de cuestiones sexuales, disimula su turbación masacrando un flan; eso puse a hacer a Carmen, masacrar un flan, cuando, turbada, pide a Anita que le sirva de alcanfor para quedarse una noche con Mario, en Una ola que se estrella contra las rocas; y una dedicatoria: para mi amiga y madrina Marisol Schulz, ahora más que nunca. Y otro agradecimiento a Marco Antonio Pulido, a quien saqueé toda la información de cabarets y centros nocturnos donde transcurre gran parte de La región más transparente; donde transcurre De perfil lo conocí por mi cuenta (bueno, Las Catacumbas, por fuera, cuando iba a sacar copias fotostáticas cuando no había fotocopiadoras Xerox en las casas fotográficas, ni tienen su calidad. Estaban pegados, pero Las Catacumbas, a esa hora, estaba cerrado).