martes, 11 de diciembre de 2012

Con comillas o sin comillas, pero que sea plagio; cita con el destino

En El charro y la dama, de Fernando Cortés, se oye a Pedro Armendáriz presumirle a Rosita Quintana, cuando por fin ella le sirve un café sin quemarse ni derramarlo: “Nunca fuera caballero de damas tan bien servido…”, y sin darle tiempo a una réplica, agrega aún más presumido: “…yo también tengo mi cultura. No se crea…”. No se crea era, o es, una muletilla típica del norte, una contradicción en la que se pide que, por el contrario, se crea en lo que se está afirmando (algo así como “para variar”, que significa que es para no variar; en tiempos recientes se ha dado por decir “para no variar”, lo que le quita chiste al chiste); Armendáriz estaba afirmando que, aunque Quintana lo creyera un rancherote bajado del cerro a tamborazos, había leído a Cervantes, quien utiliza esa expresión en el Quijote (I, 2); lo cita sin comillas y tergiversando los versos tercero y cuarto: “como fuera don Quijote cuando de su aldea vino”, en vez de “como fuera Lanzarote cuando de Bretaña vino”. Algunos capítulos después Cervantes, sin delatarse, habla de sus fuentes primarias. Como Armendáriz sólo cita dos versos y luego se las echa de culto, no sabemos a quién cita, a Cervantes o a Lanzarote; lo que sabemos es que el argumento de la cinta es de Max Aub, adaptado por el mismo Cortés (quien, dicen las malas lenguas, no era cortés con Mapy Cortés, bien buenota ella) y Pedro de Urdimalas, quien en esa misma época se ganaba la inmortalidad con los guiones de Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, que pese al tono supuestamente tepiteño de casi todos los personajes, están cargadas de citas cultas, pero choteadas, no por el humor simple de Ismael Rodríguez, sino por el irrespetuoso y arrabalero de Urdimalas, quien nos legó “Amorcito corazón”, que tiene buenas metáforas rayando en lo erótico –“yo quiero ser un solo ser”, “yo tengo tentación de un beso, que se prenda en el calor de nuestra gran pasión”). No es un recurso barato de Max Aub, quien gustaba de hacer muchas bromas y de burlarse del snobismo, y ponía citas por todos lados; hay que recordar que imitó el lenguaje de pintores y críticos en su Josep Torres Campalans, que sus dibujos eran malintencionados, y que muchos cayeron en su “cadáver exquisito” (expresión de Miguel Capistrán cuando explicaba alguna de las bromas que usaban los escritores con sentido del humor, digamos por ejemplo Borges, y en una de las cuales Capistrán fue víctima, creo yo que fatal). Habría que revisar la muy amplia filmografía de Aub para rastrear esas citas. Cuando la Revista de Bellas Artes publicó el guión de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, Tiempo de morir, dieron cuenta de muchas trampas que los muy cineastas Fuentes y García Márquez pusieron al joven Arturo Ripstein, alguna de ellas eludidas casi siempre por la casualidad; había referencias de varios westerns a los que son tan aficionados los buenos cineastas; Emilio García Riera advierte, en su Historia documental del cine mexicano, algunas de las muchas referencias, casi siempre escondidas, del guión de Cinco de chocolate y uno de fresa hacia Los Caifanes, que a su vez está llena de citas literarias, que Fuentes pone en boca de cuatro marginados a los que la suerte y el pinche destino los han convertido en greasers, pero tan cultos como los popof y catrines a los que hacen víctimas de un secuestro exprés durante toda una noche en plena época navideña, con todo y síndrome de Estocolmo; los incitan a realizar fechorías, robos menores –a un cantante ciego nocturno le bajan su instrumento de trabajo— y a ponerse en contra de su clase socioeconómica y cultural; en tanto los retienen, citan a Santa Teresa, a Jorge Manrique, a Octavio Paz, en un sabroso duelo de trivia salpicado de albures (“cachuchazo popular”, sugieren, sin que Julissa advierta la amenaza de violación colectiva, aunque no se atreven porque ven que la Paloma –doble sentido— le da puerta al Estilos). La más visible referencia del guión de José Agustín es que vestir a la Diana ya estaba muy choteado, pero la compañía de una chava reventada acompañada de cinco comparsas, uno de ellos privilegiado por ella; las citas literarias que aparecen de manera sorpresiva, el choteo a varios actos si no delictivos cuando menos transgresores de la buena conducta, y la burla a una fiesta de intelectuales perfumados y estirados, son otras referencias, pero confieso que me faltan otras. ¿Las citas literarias y cinematográficas son plagios? Si las entrecomillamos traicionamos la intención, y se le quita al lector el placer de encontrar el guiño, que a veces no es guiño sino parpadeo; no siempre se advierten. Alguna vez, a la hora de la salida de las oficinas del Fondo de Cultura Económica, se despidió Banca Luz Pulido; se me ocurrió contestarle: “puntuales, las horas nos dispersan”; unos segundos después se regresó: “no se vale, es un poema mío”; en otra ocasión una colaboración de Ricardo Zarak había sido postergada para un próximo número de un suplemento, lo mismo que una de Lourdes; ambos se quejaron; “sólo un asesino comprende a otro”, contesté. ¿A qué te refieres, por qué dices eso?, dijo Zarak; no importa, contesté, estoy citando un poema; algunos segundos después exclamó: “Cierto, y es mío”. Bromas que suelo hacer y sorprender a la gente; a veces contesto, cuando preguntan por mi salud, “con tos y mala vista”, y no muchas veces saben qué estoy citando; pero cuando una poetisa en sus años mozos declamó un fragmento de ese mismo poema (el ofrecimiento de Eloísa a su maestro, el filósofo Abelardo) varios poetastros quisieron agarrarle la palabra, en vez de seguir las leyes y tomarla por esposa, tal vez por el miedo de que como premio los castraran después. Pero no entendían la cita. A Tin Tan se le celebran las muchas citas: Soy un fugitivo, le dice a Rosita Fornés en El mariachi desconocido, haciendo alusión a la célebre I Am a Fugitive from a Chain Gang, de Mervyn LeRoy, con Paul Muni, aunque estrenada en México sólo como Soy un fugitivo; en esa misma escena hace referencia a El rebozo de Soledad, de Roberto Gavaldón; La isla de las mujeres, El rey del barrio, El revoltoso, El bisconde de Montecristo están llenas de citas, que todos los espectadores reconocían. Ya lo dije, pero repito que suelo decir “con su compermiso”, “la facilidad de palabra”, “perdona la mala ortografía, pero es que traigo la mano lastimada”, “luego, no transingen”, “cuando una mujer nos traiciona, la perdonamos y en paz”, y la vida sólo me ha dado oportunidad de que, cuando me preguntaron si ya había leído un ensayo literario, contestara con verdad que apenas estaba en los anuncios de lencería. Todas son citas de alguna cinta que me gusta mucho. Pero en estos tiempos tengo que cuidarme de que algún ingenuo crea que estoy plagiando. *Hay plagios por los que nadie protesta; cuando alguien atosigado por la burocracia, por lo absurdo de algunas situaciones, afirma que si Kafka hubiera vivido en México sería un escrito naturalista (o realista), cree que cita a Carlos Monsiváis, aunque está documentado que la frase original es de Alejandro Palma; cuando se burlan de la campirana frase de Felipe Calderón, “haiga sido como haiga sido” no advierten que, además de a miles de campesinos, glosa a Carlos Monsiváis cuando escribió “Caiga quien caiga y haiga lo que haiga” (como N de la R en uno de sus “Por mi madre, bohemios”). George Harrison fue agarrado en flagrancia, aunque algunos meses después del éxito de “My Sweet Lord”, que toma varios compases más de los permitidos de “He’s so Fine”, de The Chiftains, muy menores que los Beatles pero de cualquier manera respetables, y autores de una canción muy conocida por los rocanroleros que suelen escuchar con atención y generosidad lo que hacen los colegas, y en cierta forma competidores; se vio obligado a pagar una lana para resarcir el daño; y aunque el caso es muy conocido, la pieza de Harrison sigue siendo más popular que la que se planchó. Casi por la misma época los expertos advirtieron que “Come Together” (otra referencia al orgasmo simultáneo: antes la habían hecho con “All Together Now”, y antes The Turtles habían popularizado “Happy Together”, a la que los locutores mexicanos convirtieron en “Juntos y felices”) tenía partes sustanciales de “You Can’t Catch Me”, una de las piezas más célebres de Chuck Berry, quien no alegó nada, pero sí sus editores, quienes ganaron el juicio y Lennon tuvo que grabar dos piezas de Berry en su disco solista Rock and Roll para darle a Berry las regalías respectivas. Cauto, Octavio Paz entrecomilló unos versos en su “Elegía interrumpida”, que son de Rubén Darío, aunque ahora son más conocidos gracias a Paz que a Darío. *Prosigue la campaña que invita a leer veinte minutos diarios; a ese paso puede duplicarse la cantidad de libros leídos al año por habitante en el país; pero digamos que así se leen de diez a 15 páginas diarias, a un buen ritmo; si se descansa los fines de semana, los puentes y los lunes de futbol americano, en tres meses puede un lector echarse La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, pero entre cuatro y cinco meses el Quijote; y eso que no se toma en cuenta que hay libros bastante más difíciles; por ejemplo, uno podría tardarse los siete años que teme Thomas Mann se dilate alguien en leer su Montaña mágica, aunque no llega a las mil páginas, pero son bastante densas, y ni hablar del Doctor Faustus, la mitad de voluminosa que Los Buddenbrooks, pero lo triple de difícil. ¿Y cuánto tiempo tardaría alguien con ese ritmo en terminar todo el Ulises, o El hombre sin atributos; o los dos tomos de la edición de Bruguera de Crónica de la intervención, de Juan García Ponce?; ¿no suena exagerado decir que novelas tan encantadoras y embrujantes como Aura o La tumba alguien se tarde tres días en leerlas? *Recaigo; el médico se asombra de que lo visite no para revisar la presión, que con tantito que le mueva sube si hago muinas, o baja si algo me asusta y me toma desprevenido; una infección en la garganta que me tiene tumbado, leyendo cuando mucho 20 páginas diarias. *En 1988 Jesús Iturralde le auguró a Lourdes que si quería ver en vivo a Bruce Springsteen podríamos contratarlo para que viniera a tocar a la sala de la casa; en esa época las compañías disqueras imprimían en versión nacional sólo aquellos discos que vendían más de cien mil ejemplares en su país de origen; así, por esos días sólo se conseguía en las tiendas normales Born in the USA; había sido en 1982 cuando Rémy Bastien fills nos prestó los tres primeros discos de Springsteen, y para comprar esos y los subsiguientes se podía acudir a Briyus, a lo que quedaba de Hip 70, pero sobre todo a Music Center, creo que la mejor tienda de discos en el DF en los últimos 50 años; ahora hay que esperar a que traigan la versión importada, o traerla de Amazon, o comprarla en la misma página de Springsteen, quien nos informa de sus lanzamientos, sus giras, sus noticias (o conformarse con la versión nacional, aunque con nuestros cantantes favoritos siempre buscamos el disco original); ayer fueron a verlo al Palacio de los Deportes Lourdes y Diego; como cuando fuimos al Metropólitan a ver a Winwood, no hay palabras que definan su emoción, su entusiasmo, su asombro por la vitalidad, la energía y el profesionalismo de un cantante, de un músico que, sin cambiar, se renueva todos los días. Quedo endeudado con ella; tendremos que ir a verlo a Dinamarca o a Italia. Y que conste que trajo a todo su conjunto, menos a su esposa, cantante también, y que, como dijo Héctor Suárez, “está donde debe, en su casa, con sus hijos”.

lunes, 26 de noviembre de 2012

El prestigio literario, cambios de El Financiero, y asuntos afines

Es difícil imaginar la autenticidad de la escena, a menos que se tenga la costumbre de ir en persona a la carnicería; el carnicero rebana los trozos de carne según lo que se pida; lo más común es el bistec; tiene un ayudante que toma los bisteces (“¿tiene bisteceses? Sólo de reseses”, diálogo entre Ferrusquilla y Agustin Isunza en La tienda de la esquina, una de las pocas cintas en las que Miguel Inclán no es villano), los pica para que suelten más jugo al asarlos, y los aplana. En el siglo XVI (tal vez antes, pero está documentado a partir de 1525, más o menos) los cocineros, que no se daban a basto en las hosterías, tenían ayudantes; uno pinchaba la carne y el otro la picaba; no había los molinos donde ahora meten los pedazos de res o de puerco y salen molidos, listos para que con ellos se prepare picadillo, albóndigas, los bisteces molidos (aunque éstos se preparan en metate, que ya no hay a la venta; hay que encargarlos y cuestan más de mil pesos, además de que se tardan semanas en entregarlos), albondigón, pastel de carne y hamburguesas. También, pero cada vez hay menos mujercitas que sepan prepararla, carne tártara. Muchos de estos platillos eran conocidos desde hace más de cinco siglos; se dice que había que picar la carne para que resultara comestible, pues no era de buena calidad (¿dura, llena de nervios?). Es de suponer que la mayoría de los platillos preparados con la carne hoy molida y antes picada son muy antiguos; aunque la hamburguesa como la vemos hoy es del siglo XIX (no la fast food), los conocedores hablan de algo parecido ya desde el siglo XII; tal vez los bisteces molidos o totopostles sean los de más reciente creación, y los que menos se preparan ahora, casi exclusivos de los restaurantes poblanos, y no todos. Podemos imaginar que en los hostales, castillos, palacios con comercios aledaños, había alguno que ayudaba al cocinero a pinchar la carne, y a su vez tenía un ayudante, el que la picaba; y podemos imaginar que entre ambos había un duelo de albures que ganaba el más abusado, el que hacía caer a su contrincante en una de las trampas verbales llenas de ingenio: “yo te hacía un buen chico”, “me agarras cansado” o las que en ese tiempo fluían entre personas, dicen los enterados prejuiciosos, de condición humilde, pero a más de ello, ruines y malvadas. Es de suponer que los pícaros, de condición aún más baja que la de los pinches (los ayudantes de los ayudantes), ganaban los torneos de albures en venganza de que devengaban menos en vista de su categoría más baja; pasan a la literatura como los protagonistas de una serie de novelas, o mejor dicho, de todo un género de novelas, en donde hacen gala de ingenio, cometen tropelías, pero se llevan la simpatía de autores y lectores, y salen triunfantes de las trampas del destino; sobreviven derrotando a los poderosos, se aprovechan de su simpatía natural e innata, y aunque nunca logran fortuna, todos los días resultan victoriosos en la batalla contra el destino; posiblemente no ganen la guerra, sí todas las batallas. Los pícaros se salen del ámbito de las carnicerías, de la cocina y el fogón, y se refugian en otros oficios, en donde tampoco se hacen ricos porque para salir de la pobreza, además de ser hábiles, maestros, en su profesión, deben dedicarle tiempo y esfuerzo a esos nuevos oficios, algo que no tienen, o no quieren derrochar, pues desean disfrutar de la vida, día a día, hasta que caen derrotados por la rutina, el cansancio, o mueren en el intento de seguir su vida de picardías. Sus jefes inmediatos, en cambio, no consiguieron el prestigio de sus subordinados; su oficio perdió categoría, y pinche quedó como sinónimo de algo de baja calidad; ruin, le dice el Diccionario de la Real Academia; el Diccionario del Español en México añade que pinche es quien se porta mal: no tiene la misma intención decir “qué puede esperarse de un pinche empleado”, que “Fulanito es una persona muy pinche”. Para el DRAE, pinche sigue siendo el ayudante de cocina, pero ya no pincha la carne, y de cualquier manera, prefieren que se les diga ayudante del chef, porque en México ser pinche es ser malo o un pobre diablo (en otros países, un tacaño, o roñica, para los lectores de Mafalda). Los pícaros picardean (uno de los verbos más horribles); picardía es algo ingenioso, y también son malas palabras: “Negrito Sandía, ya no digas picardías”, canta Francisco Gabilondo Soler; Armando Jiménez recopiló peladeces, albures, versos llenos de malas intenciones (“si tu padre fue pintor…”) y los llamó picardías; Chava Flores escribió varias canciones donde hace gala de ingenio para alburear incluso al escucha con juegos de doble sentido, además de estar bien rimados, para ilustrar el carácter de la población que, a cambio de escasos ingresos, carencia de oportunidades, golpes bajos del destino, vencen a los ricos en duelo de ingenios (“ya sabrás mamón lo que es bolillo”), y a veces hasta sin intención. Es un honor ser tildado de pícaro, y es deshonroso ser calificado de pinche (aunque en una de sus modalidades tiene un dejo cariñoso: “Pinche Juancho Pepe, qué es de tu vidorria”, saluda con afecto José Agustín a un excompañero, de apellidos de alcurnia; a veces también hay admiración: “pinche Luis, se la sacó” –o sea que conquistó un triunfo—, pero la mayoría de las veces es un calificativo despreciativo: en los años sesenta los Tigres de México tenían un jardinero central, Pancho García, antes de Manuel Estrellita Ponce, buen fildeador, velocísimo, con mucho poder, pero que se ponchaba mucho, como todos los jonroneros; la porra de los Diablos Rojos le gritaba, cuando se paraba a batear, “Pinche Pancho ponche”), aun cuando hace unos seis siglos eran compañeros del mismo oficio (con diferencia de funciones) y de desgracia. *Los encabezados de las ya no muy frecuentes y cada vez más malas secciones policiales de los periódicos, utilizan un verbo que no es mexicano: balear; “balean a joven frente a su novia”; el DRAE es muy concreto: en México y otras partes de América Latina se dice balacear; el Diccionario del Español en México ni siquiera recoge “balear”; ¿influencia de El País? ¡Sabe! (mexicanismo o regionalismo de Zacatecas por “quién sabe”), pero de un tiempo a esta parte casi ningún diario mexicano escribe en mexicano y en cambio se doblegan ante el español de España: desvelar, dicen por develar, sin recordar que en México desvelar es pasarse la noche en vela, ya sea por estudiar para un examen, o por andar en la parranda. Dicen que George Bernard Shaw opinaba que Inglaterra y Estados Unidos eran dos países divididos por un mismo idioma; lo mismo pasa con el español de España y el de América Latina, e incluso los países de esta región tienen sus propios modismos; Cabrera Infante en Tres Tristes Tigres incluye una sección de palabras aceptadas en un país pero impronunciables en otro; es común leer en los libros españoles que aparece “una tía”, que en México es la hermana de uno de los padres, pero allá es una mujer de la calle, o casi; eso más o menos podemos tolerarlo, pero es difícil imaginarse a un japonés cabreado. Es normal que cada país tenga su propio lenguaje; es horrible que los diarios mexicanos copien el de España y menosprecien el nuestro. * Hace unas cuantas entregas hablé del Boléro; se me pasó comentar que una de las mejores versiones, con un ritmo y un sentido del humor que encantarían a Ravel, la dirigió Frank Zappa; aunque breve, se le puede disfrutar muchísimo, y se puede observar (sin descargar, para no violar derechos) en youtube. El conjunto de Zappa, a quienes sus admiradores decían que tenía influencia de Varèse, hizo muchas innovaciones en la música, aunque los siguen encasillando en el rock; su nombre ya era de por sí un desafío: Las Madres de la Invención; algunos de los sobrevivientes, canosos los que no están calvos, arrugados, pero enfundados en smoking, anuncian para finales de este mes un par de conciertos en Londres; se llaman Las Abuelas de la Invención. * Relecturas obligadas. Tenía ganas de releer a José Donoso, pero el muy divertido y revelador Historia personal del Boom; en sus páginas critica a quienes, con un pinche premiecito, alardeaban de pertenecer ya al Boom; en sentido estricto se le puede reprochar lo mismo a Donoso, porque el movimiento en realidad se limita a cuatro: Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar. Pero el libro es divertido; relata con mucho sabor una reunión de intelectuales en Chichén-Itzá, en la que los asistentes pusieron más atención al desenfreno, al relajo, que a las ponencias; el adusto Rulfo presidiendo juergas nocturnas, García Márquez desbocado vacilando sin ton ni son; Kitty de Hoyos presumiendo la dureza y firmeza de sus glúteos, lo cual sólo podía comprobarse palpándolos; la tarántula que absorbía a su paso a todos los que estaban en su camino (y de la que las mujeres salían con mucho menos ropa que al empezar el baile) (una tarántula se ve, en una versión más o menos apaciguada, menos turbulenta, en Tajimara); Cuevas echando desmadre con su muy conocida hipocondria mezclada con el miedo de muchos a los aviones (García Márquez descubrió después que era miedo al aparato, no a los accidentes), la prueba de la habilidad en la trivia. El relato es muy vivo y muy fresco. Pero lo que más llama la atención es la enumeración de escritores ahora olvidados, que ya no se encuentran en las librerías, y que pocos mencionan o leen: Jorge Amado, Miguel Ángel Asturias, James Baldwin, Herman Broch, Céline, Heimito von Doderer, Max Frisch, E.M. Forster, William Goldin, Lillian Hellman, D.H. Lawrence, Eduardo Mallea, Leopoldo Marechal, Carlos Martínez Moreno, François Mauriac, Elsa Morante, Alberto Moravia, Miguel Mújica Laínez, Nicanor Parra, Cesare Pavese, Jules Pfeiffer, James Purdy, Alain Robbe-Grillet, Sebastián Salazar Bondy, Néstor Sánchez, Rafael Sánchez Ferlosio, Severo Sarduy, William Styron, Arturo Uslar Pietri, David Viñas, escritores de primera que ya se leen poco, o nada. *Promueven en comerciales radiofónicos: “hay que leer 20 minutos diarios”; no dicen “al menos 20 minutos diarios”, sólo “20 minutos”; la mayoría lee 20 minutos al año, y no puede pedírsele más, pero me asombra que en la campaña participe Humberto Musacchio con esa recomendación, porque creo que él lee al menos seis horas diarias, es decir, 300 veces más de lo que aconseja. *El 15 de noviembre terminó para siempre una etapa de El Financiero; los nuevos dueños intentarán renovarlo. Pero para mí ya es, ahora sí, cosa pasada; trabajé allí, a invitación de Musacchio y de Manuel Gutiérrez, desde el 1 de febrero de 1993 al 31 de diciembre de 2009; entre Rogelio Cárdenas, Alejandro Ramos y Luis Acevedo me permitieron hacer cosas que en otro lado, o con otras personas, hubiera sido imposible aplicarlas; en la sección de Deportes, que fue a donde llegué, hice reseñas de libros literarios con cualquier pretexto, o un mínimo de referencias deportivas, como las novelas de Richard Ford, la excelente novela de Sillitoe (La soledad del corredor de fondo); cuentos de Cortázar, de Updike, ensayos de Mailer; hice retratos hablados de deportistas hablando más de la sensualidad que de las habilidades deportivas (sobre todo, de las jugadoras de volibol); hicimos reportajes sobre el dinero en el deporte, sobre el lenguaje de los cronistas y reporteros, de la influencia de la política en el deporte y del deporte en la política, y echamos relajo con varios pretextos: comparamos el desempeño de la selección de futbol con el gabinete de Carlos Salinas de Gortari (lo que nos valió un reclamo y una sugerencia de José Sulaimán), insinuamos que los clubes de futbol ensayaban más las celebraciones que la técnica y las tácticas; analizamos la ética de los deportistas (“las manitas arriba”, titulamos una serie de reportajes sobre la simulación de lesiones y tratar de fingir que no habían cometido faltas), metimos a Arañaceli Muñoz en el vestidor del Cruz Azul para comprobar que los jugadores, recién salidos de las regaderas, no soportaban la crítica constructiva; en el plano meramente deportivo hacíamos análisis muy serios de todos los deportes, y al contrario de otras secciones, no “le íbamos” a nadie; nos ganamos el rencor de muchos jugadores que se creían los elogios de cronistas de televisión; sobre todo, hicimos la sección la mejor escrita del periódico; en poco tiempo otros periódicos trataron de imitarnos, sin conseguirlo, pero quisieron piratearse a mis reporteros; nosotros vimos el pasado, el presente y el futuro del deporte, y no nos limitamos al mexicano; comprobamos que el futbol mexicano está inflado, y combatimos el menosprecio de otros medios por los otros deportes; en alguna ocasión publicamos seis páginas y de esas sólo media página la dedicamos al futbol. A instancias de mi recordado amigo Javier Ibarrola me transfirieron a la mesa de redacción, y al poco tiempo lo sustituí en la jefatura de redacción, aunque al día siguiente, a causa de celos y envidia me cambiaron el cargo: responsable de edición, que fue mucho más que una jefatura de redacción; logré, con apoyo de Pablo Arriero y de Perla Oropeza, un manual de estilo que, si se cumple, consigue erradicar vicios que parecen eternos en el periodismo mexicano; un solo ejemplo: hice que “rechazar” se usara sólo cuando había un rechazo, no como negación; los verbos fueron verbos y no adjetivos, modernizamos lenguaje y ortografía, y escribimos en español correcto pero no estirado, y además con el español de México, no el de Argentina ni el de España. Conseguí algo que en muchos otros diarios envidiaron, y me lo dijeron con admiración: cerrábamos (mandar las últimas páginas, ya corregidas, al taller) a las 10 de la noche, cuando es tradicional que los diarios cierren después de medianoche. Se me fueron errores, pero como recuerda Vicente Rojo que decía Picasso, no hay que hablar mal de uno mismo, para eso están los demás. Con la ayuda de varios reporteros, secretarios de redacción y uno que otro editor, hicimos de El Financiero el periódico mejor escrito de México, con reconocimientos internacionales; en el tiempo en que estuve en Deportes la sección fue elogiada como una de las más divertidas e informadas del mundo occidental por la prensa especializada en juzgar el periodismo. En el año y medio que estuve, al mismo tiempo, al frente de la sección Sociedad, muchos reportajes originales me los copiaron, si no es que los calcaron, noticiarios de televisión y otros periódicos. En la sección Cultural, en donde colaboré casi cada semana, mi nota sobre el premio Nobel a Doris Lessing la copiaron en periódicos suramericanos, aunque no todos dieron crédito al periódico o a mí. Y cuando Sgt. Peper Lonely Hearts Club Band cumplió 40 años de haber sido editado, varios lectores de noticias lo leyeron en sus noticiarios, de nuevo omitiendo no sólo mi nombre, sino uno o dos párrafos de clara intención política. Conquisté muchísimas amistades, pero es muy larga la lista para enumerarlas a todas. Sólo msé que muchas serán amigos para siempre. No todo fue miel sobre hojuelas (una de las frases favoritas del periódico): uno de mis mayores logros, la creación de un Taller de Lectura que llegó a tener 40 participantes, y quienes en un año leyeron 39 libros (y al que invité a algunas personalidades del mundo del libro, como Gustavo Sainz, José Agustín, Marisol Schulz, Juan Carlos Argüelles, Miguel Capistrán, Diego Mejía Eguiluz, Rodrigo de la Ossa, Raúl Ortiz y Ortiz –quien conmovió a los participantes hasta las lágrimas—, Jorge Ayala Blanco) fue desbaratado por envidia, celos y grillas de algunos directivos; me pidieron que impartiera dos cursos de redacción periodística, y no me los pagaron (no lo pedía, ellos lo ofrecieron), además de minar mi autoridad pues faltaron a su palabra de rescindir el contrato de quienes reprobaran (y reprobaron con honores), y más bien los premiaron con ascensos y privilegios; la mayor parte del tiempo carecí de recursos que prodigaron a otros que dieron mucho menos que yo al diario, y alguna vez mandaron a los vigilantes a que revisaran si me llevaba lápices, o papel, o yo qué sé; pusieron guaruras para vigilar si en la mesa de redacción se trabajaba, quiénes iban al baño o se levantaban a consultar algo o simplemente a platicar (no duraron: los vimos feo y se fueron); precipitaron mi renuncia cuando se negaron a cumplir con el manual de estilo y comenzaron a mancillarlo; invalidaron mi trabajo y lo redujeron al de un corrector, que no menosprecio, pero mis funciones eran otras; lo más curioso es que ahora utilizan el término que usé para explicarle a Víctor Piz, Alejandro Ramos y a Pilar Estandía, la viuda de Rogelio Cárdenas, mis motivos para renunciar: me había quedado como corrector de lujo; ahora califican así a los que hacen mal su trabajo. En una ocasión, minutos antes de entrar a mi Taller de Lectura, Pilar me pidió que platicáramos; al salir le comentó a dos directivos la confianza que me tenía, y me elogió; un par de horas después me llamaron (al restaurante en donde estaba comiendo) para prohibirme que volviera a entrar a la oficina de la directora sin el consentimiento de ellos. Los sentimientos son encontrados: me siento orgulloso de lo que hice, y no siento que lo que no pude hacer haya sido mi culpa; no pude cumplirle una promesa que le hice a Rogelio Cárdenas: la derrota no fue mía.

lunes, 5 de noviembre de 2012

De plagios y plagios / El destino de las bibliotecas /Más musas de Lester

I De nuevo las opiniones se polarizan, aunque prevalecen las que condenan a Alfredo Bryce Echenique (sin dejar de elogiar algunos de sus libros) y al jurado que le otorgó un premio ya de por sí escandaloso desde que Tomás Segovia, a quien se lo otorgaron, hizo una semblanza campechana y amistosa de Juan Rulfo, cuyo nombre prestigiaba a dicho premio, y la familia Rulfo se indignó; como los responsables no se echaron para atrás y se negaron a nombrar a otro ganador, ellos retiraron el nombre del Rulfo mayor. A Bryce Echenique, sin dejar de elogiar sus novelas y algunos de sus cuentos, lo condenan por haber plagiado 16 artículos de 15 autores (32, dice Musacchio); no he visto más que el nombre de uno de ellos, el doctor Cristóbal Pera; no sé en qué consistió el plagio, si en el tema, en la redacción, en las conclusiones, si no le dio el crédito debido, si no entrecomilló; lo grave de este asunto es que no sólo copió un artículo en el que Bryce Echenique no es experto (el doctor Pera es un magnífico escritor que asume, hasta lo que le he leído, asuntos médicos –su profesión— con inteligencia, humor y sabiduría, sin alarmar a los lectores, ni siquiera a los hipocondriacos como yo): faltó además a las reglas de la cortesía porque lo plagió después de haber comido en su casa. No he tenido la curiosidad malsana de buscar los 16 (¿32?) artículos para compararlos con los originales; lo grave es que las acusaciones causan prejuicios y durante mucho tiempo leeremos a Bryce Echenique prevenidos y advertidos; lo leeremos mal. El tema del plagio es largo y antiguo, tanto que muchos se han plagiado el famoso juicio “bienaventurados mis imitadores porque de ellos serán mis defectos”; hace unos años nadie menos que Carlos Fuentes fue acusado de plagiar una novela mediana (la tengo, pero no la presto, ni pienso releerla); se demostró que era una acusación falsa, y que el tema no puede ser propiedad de una sola persona; se citó, por ejemplo, dos grandes novelas sobre la infidelidad femenina, Madame Bovary y Anna Karenina: ¿Tolstoi copiando a Flaubert? Nada más ridículo. Fuentes tuvo a bien titular uno de sus más recientes libros, el muy dramático Todas las familias felices, con la primera frase, y tema de Anna Karenina, que además usó como epígrafe del volumen y es citada en Cumpleaños. Las hemos olvidado, pero ha habido muchas acusaciones (no voy a entrecomillar, porque yo mismo las cité): en su autobiografía, Juan Vicente Melo dice que en un periódico de Veracruz publicaba crónicas, cuentos, relatos, críticas, de varios de los entonces jóvenes y ya magistrales escritores, como José Emilio Pacheco o José de la Colina, y “algún plagio” de Gustavo Sainz; esas afirmaciones llegaron de manera contundente a las páginas sepia de Siempre!, por lectores que decían que Sainz tomaba textos de escritores que no llegaban a México y las firmaba como suyos. También se acusó a Carlos Monsiváis de plagiar una columna titulada “La caja idiota”, en la que analizaba la televisión, pero él respondió que sólo tomaba el título, no el tono ni los temas ni el lenguaje de la columna original de la revista Encounter; no fueron muchos, pero sí algunos, los que notaron el parecido de su “Notas sobre el camp”, recogido en Días de guardar, con las Notas sobre el Camp de Susan Sontag, recogidas en Contra la interpretación; en efecto, poco tenían que ver; Monsiváis desde aquellas épocas tenía una información impresionante, similar a la que puede conseguirse ahora, superficialmente, gracias a las redes sociales. Hubo sin embargo, un plagio que no trascendió: en las páginas de La Cultura en México, el 11 de octubre de 1967, Monsiváis publicó “He leído un artículo inolvidable, pero no ha sido éste”, con los cintillos “Los Hermanos Marx. Crítica de la razón pop”. Supongo que ese buen artículo no fue recogido para su Días de guardar, que incluye muchas de sus notas escritas por aquellos días, porque iba a guardarlo para su libro prometido y nunca entregado a la imprenta sobre los Marx (“¿Estás escribiendo un nuevo libro?”, preguntó James R. Fortson; “Sí, he terminado una primera versión de un ensayo larguísimo sobre los hermanos Marx, que me interesan sobremanera. Ignoro la calidad de mi texto, pero le puse mucho empeño […] los hermanos Marx me apasionan, como fenómeno de anarquía artística, de anarquía y destrucción del orden cómico inclusive…” (entrevista aparecida en dos números, de junio y julio de 1972, en la revista Él, y recogida en Cara a cara. Confrontaciones humanas, tomo I, Fortson, Grijalbo, 1974); nadie se indignó cuando en las páginas de la revista Él en 1973 (por desgracia no recuerdo el mes) apareció un artículo titulado “He leído un artículo inolvidable, pero no ha sido éste”, con párrafos idénticos a los de Monsiváis; estaba firmado… por Carlos Monsiváis (por desgracia, en su hemerografía del Diccionario de Escritores Mexicanos de la UNAM, y reproducida en El arte de la ironía. Carlos Monsiváis ante la crítica –compilación de Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado, Ediciones Era-UNAM) no se da cuenta de lo que Monsiváis publicó en muchas revistas, como Él, Eros y otras, o como él mismo decía, hasta en las hojitas parroquiales. Emilio García Riera da cuenta de innumerables plagios cometidos por el cine mexicano a lo largo de su historia: adaptan novelas, obras de teatro, otras cintas, y la mayoría de las veces los responsables no dan cuenta de dónde les llegó la inspiración; mi plagio favorito es la versión mexicana de Los tres mosqueteros, Cuatro contra el imperio, trasladada a la época de la Intervención francesa, con Antonio Aguilar como D’Artagnan, pero los ejemplos sobran. Lo más curioso es que a veces cuando dan crédito o se dicen filmes inspirados en alguna novela o drama, se apartan tanto que uno debe imaginar en dónde está la adaptación. Y no sólo en el cine mexicano: Tres hombres y un bebé, que conmovió hasta a las admiradoras de Magnum, fue antes una cinta francesa, lo mismo que El hombre que amó a las mujeres, primero de Truffaut y luego de Blacke Edwards (bueno, las norteamericanas dieron créditos a los guiones originales, pero escondidos). II ¿A dónde van a parar las bibliotecas de los aficionados a coleccionar libros, cuando sus propietarios abandonan el mundo? Uno pensaría que el Estado, por intermedio de la UNAM o del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, debería resguardarlas; esta última institución tuvo a bien adquirir algunas bibliotecas célebres, como las de José Luis Martínez, Alí Chumacero y la de Carlos Monsiváis. Al revisar la trayectoria de los dos primeros encontramos muchas coincidencias: son coetáneos, contemporáneos y empezaron y trabajaron en las mismas revistas, Tierra Nueva y Letras de México, colaboraron en las mismas publicaciones, ambos trabajaron en Ferrocarriles Mexicanos (el Diccionario de Escritores Mexicanos no da cuenta de esto), y sobre todo en el Fondo de Cultura Económica; fueron grandes amigos y compañeros, y tenían los mismos gustos, las mismas amistades (Alí, más campechano y compartido), las mismas aficiones; ¿cuál será la diferencia entre las bibliotecas de uno y otro? Hay también el rumor de que antes de que el Estado, o algún particular poderoso (durante mucho tiempo los investigadores aspiraban a vender las suyas a Condumex, o a Televisa) adquiera alguna biblioteca, antes ya fue ordeñada por amistades y familiares; no hace mucho tiempo adquirí de manera formal, no clandestina, libros que pertenecieron a Jaime Torres Bodet, fallecido a principios de los años setenta, y 40 años después llegan a librerías especializadas; no digo los títulos ni los autores para no causarle un telele a quienes entregaron ansiosos de reconocimiento sus libros, con dedicatorias llenas de afecto y admiración, y llegaron a mis manos intonsos. Pero en una página de internet dedicada a promover librerías de todo el mundo encuentro que un ejemplar de 6 7 poemas (ediciones Aztlán), de Carlos Pellicer, lo ofrecen en poco más de 200 euros, con el atractivo extra, aparte de ser una primera edición, de estar dedicado a Julio Torri, “poeta, amigo y otras tres cosas”; la librería que la ofrece está en la ciudad de México, pero se supone que la biblioteca de Torri está bajo buen resguardo (menos algunas de sus ediciones pecaminosas, que caminaron desde hace mucho, dicen), pero una librería de San Francisco ofrece en 199 euros un ejemplar de Camino, dedicado a Rafael Muñoz López, cuyos descendientes se desprenden de esa joya, de tan pocos ejemplares. En esa misma página vemos que libros pertenecientes a José Bianco están en oferta; es de suponer que no hay quien cuide que su biblioteca se conserve intacta. ¿Las bibliotecas de escritores o de grandes lectores mexicanos están protegidas? Una librería especializada en estos rubros afirma que no es la edad, ni lo famoso de los autores, lo que hace valioso un libro. ¿Qué es? Lo terrible es habernos desecho de algún ejemplar que de pronto adquiere celebridad. Abundan quienes pretenden vender muy caro un libro de un tiraje de diez mil ejemplares (más otros de reposición –esta frase la plagio de uno de mis autores favoritos, por desgracia poco leído), y quieren mucho por él, más que por uno de 200 ejemplares y nunca reeditado. ¿Es el nombre del autor, lo raro de la edición? Dicen que un famoso escritor, dueño de una biblioteca enorme, porque le llegaban cortesías de todas las editoriales, ante la falta de espacio en su casa ofreció donar sus libros a la Universidad, quienes con poca cortesía declinaron la oferta porque no tienen dónde guardarla; en alguna de las escuelas periféricas, sugirió, sabedor que él tiene más libros que todas las bibliotecas de las prepas y otras escuelas lejanas a CU; tampoco hay espacio, le contestaron; dicen que, corteses, no le dijeron que calculan que, excepto por algunas ediciones de autor, tiene los mismos títulos que la UNAM porque ésta los recibe de la oficina de Derechos de Autor, así que no remediaría ninguna carencia o laguna; o sea que no hay que tener muchos, sólo libros buenos, porque ya no es fácil engañar a (todas) las autoridades; queda el recurso de malvenderla a universidades del extranjero, que se interesan no tanto por títulos raros, inconseguibles, ediciones príncipes, incunables (saqueadas de bibliotecas públicas); se interesan más bien por las dedicatorias, mientras más raras, mejor. III En las redes sociales me enteré, y me dejó azorado, de la muerte sorpresiva de Jesús Muñoz, a quien se le conocía como Muni. Un día me llamaron a casa, no sé cómo se enteraron del teléfono, Víctor Roura y Muni; vivían en un pequeño ático en una vecindad cercana al Monumento a la Revolución; publicaban una revista, Sesión, donde comentaron con sentido crítico alguna nota mía sobre Electric Light Orchestra en El Heraldo Cultural, pero se interesaban en platicar conmigo; con cierto recelo acudí una tarde en la que, por complacerme, pusieron varios discos, entre ellos uno de Harrison que a la fecha no tengo; bebimos vodka y nos hicimos cuates; colaboré en su revista, y en alguna otra que emprendieron; los invité a colaborar en La Onda, pero Muni era rejego y entregó pocas notas; Roura comenzó a trabajar en unomásuno, luego en La Jornada y después en El Financiero; al margen editó Melodía. Diez años después, donde también me invitó a colaborar. Muni contrajo matrimonio, y tenía mejores ingresos cocinando unos pasteles naturistas exquisitos, de los que fui cliente hasta que dejó de hacerlos. Quién sabe dónde conseguía discos extrañísimos que no llegaban a las disquerías; tenía grabaciones extraoficiales de Beatles, sesiones alternas a las oficiales, con diferencias notables: “Dig it”, que en Let it Be dura 51 segundos, en el disco que me vendió él dura siete minutos 51 segundos; hay versiones que no vienen en Antología, que es la oficialización de muchas versiones pirata (que es como si una esposa da permiso a un marido coscolino para que tenga versiones alternas: le quita emoción al asunto); por ejemplo, When Two Legends Collide, en la que Lennon canta “She’s Like a Rainbow” interpretada por Rolling Stones; años después me consiguió la rarísima grabación de Traffic con Jimi Hendriks, un excelente disco homenaje a The Doors con una excepcional versión de “Roadhouse Blues” a cargo de Status Quo, y una de “Light my Fire”, con Led Zeppelin, y otras. Cuando Jorge Pantoja organizó una sesión de intercambio de rarezas a las afueras del Museo del Chopo (entonces dirigido por Ángeles Mastretta), Muni fue de los más entusiastas; ese intercambio tuvo tanto éxito que debieron hacerlo varios sábados, hasta que las autoridades del museo se deslindaron de su organización, que llevaba a centenares, tal vez miles de fanáticos cada sábado a cambiar, pero después a vender, sus mercancías; los vecinos se quejaron, y los tianguistas se cambiaron a la Guerrero, por la esquina que domina (aunque los más excéntricos coleccionistas se ponían más bien en La Lagunilla, donde nunca pude comprar “Back”, con Los Spiders, porque pedían miles de pesos por aquel LP rarísimo. Muni se apersonó, se arraigó, y se hizo uno de los líderes de los tianguistas, y uno de los más respetados. Además de allí, se instaló en las afueras de la Ciudadela, donde vendía posters, revistas raras, camisetas, y discos muy raros; quién sabe cómo conseguía grabaciones de los conciertos que dieron muchos conjuntos en México, y una semana después ya vendía casetes con esos conciertos, la mayoría de las veces muy bien grabados; de lunes a viernes, si sobrevivía a sus desveladas, habría su puesto a media mañana; cuando iba a visitarlo me tenía noticias del gremio musical, o del literario: “¿sabes que el Chamaco ya lee? Como ahora es amigo de famosos, tiene que contestarles cuando le preguntan qué piensa de sus libros”; o quién se divorciaba (a veces, sin estar casado); durante mucho tiempo su saludo era “ya ves cómo es Manuel”, en alusión a Manuel Gutiérrez Oropeza, con quien tenía discusiones muy divertidas, cuando nos visitaba en La Onda. Tenía fama de arisco, pero también de generoso, y conservó sus amistades de hace 30 o 35 años, algo que no todos podemos hacer. Tal vez su episodio más curioso fue durante una gresca en una cantina, donde varios rocanroleros departían con Joaquín Sabina, y se fueron a golpes contra Víctor Roura, quien dejó de defenderse cuando vio, azorado, que Muni estaba entre sus verdugos. Nunca me aclaró el motivo. El deceso de Muni me dejó completamente azorado. IV Para muchos cinéfilos, la belleza de Rachel Welch es artificial, de plástico; aunque parecía perfecta, con un cuerpo equilibrado, en realidad era fría, no pertenecía al cine sino a las revistas eróticas (“Self play, boy”), y sus intervenciones en todas las cintas en donde aparece son inocuas, excepto en dos: Bedazzled, donde Stanley Donen aprovecha la atmósfera de la cinta y la expresión de Dudley Moore para hacerla parecer excitante, y en Los tres mosqueteros, donde se ve simpática, desenvuelta en su papel de ingenua, y en donde su belleza es provocativa, aunque aparece completamente vestida, pero con un escote que deja ver no el tamaño sino la forma de sus pechos; en una escena sólo se ve eso: ella va fuera de una carroza, a gran velocidad; se abre la ventanilla y lo único que se puede observar son sus pechos, con un balanceo muy exacto, muy justo, y que excita tanto a quienes la observan como al espectador. Todas las mujeres que aparecen en las tres películas de los mosqueteros, de Richard Lester, son, más que bellas, misteriosas, enigmáticas, capaces de producir estremecimientos en los protagonistas masculinos; si Welch es ingenua, de cualquier manera D’Artagnan sucumbe más que a sus atributos físicos, a su comportamiento frágil, a la sensación que da de desamparo; la reina infiel Geraldine Chaplin, la villana Faye Dunaway, y las comparsas Nicole Calfan, Sybil Danning, Gitty Djamal y Kim Cattral hacen que se mueva la cinta entre la gandallez de villanos y héroes, y la conmoción que provocan ellas; Lester le dio a sus protagonistas femeninas un papel preponderante, más que en el argumento, en su presencia y lo que ésta causaba; sus heroínas en estas tres cintas de mosqueteros, surgen, no aparecen, como en un poema de De Moraes. Richard Donner eligió a Margot Kidder por sobre más de cien aspirantes a protagonizar a Luisa Lane en Supermán, porque en la prueba (audición) mostró auténtica vergüenza cuando Supermán ve, con su visión de rayos X, que ella usa tarzaneras rosas; y en la cinta se ve en realidad perturbada en esa escena; Donner pone a la espontánea e hiperactiva Luisa agarrada del helicóptero a punto de caer desde la azotea, o helipuerto, de El Planeta, y aunque la toma desde abajo, no muestra las piernas (aunque sí en la parodia de Mad, donde alguien asegura que trae lencería transparente); en las dos secuelas, Lester la hace menos turbada, más empecinada, y sobre todo deseosa de volcar su erotismo en Supermán; Lester la respeta mucho, aunque hay dos escenas en Supermán II en que se nota el erotismo inteligente del director: cuando los supervillanos soplan haciendo caer cornisas, volcar autos y casi volar a la gente, la tensión se distrae cuando por el superviento hace volar la falda de una transeúnte a la que se le ven las tarzaneras blancas; pero quien resulta irresistible es Sarah Douglas como supervillana, con rostro enigmático y expresión misteriosa; además, muestra sus piernas en la escena más atrevida de toda su carrera, superior incluso al no muy estético desnudo que hizo en The Brute. Lester, como veremos después, sabía tratar a las mujeres y hacerlas excitantes, atractivas, memorables. V Busco chamba: quiero hacer los resúmenes de las películas transmitidas por Cablevisión: diría que la trama es que “un muchacho conoce a una muchacha”, y le ahorraría el esfuerzo al televidente; desde el principio diría quién es el asesino; llamaría la atención de las escenas atrevidas y cuántos desnudos contiene cada cinta. VI Dicen que los Tigres de Detroit estaban fuera de ritmo en la Serie Mundial; es falso; quienes estaban fuera de ritmo eran los lanzadores, nada más; y hasta eso, no mucho: tres de los cuatro juegos fueron muy cerrados. Y a propósito, en los juegos de futbol americano llama la atención que Fernando Von Rossum (padre) diga todo en cinco o seis palabras, mientras que sus compañeros usen 40 o 50 para decir nada, o lo mismo que don Fernando, sólo que sin gracia ni inteligencia.

domingo, 21 de octubre de 2012

Allen y Lester, sus mujeres

Cuando Alvin termina con Annie Hall sale con una reportera de Rolling Stone; juntos van a un concierto y ella, antes y después de copular, sólo habla con citas de canciones célebres; es obvio que se identifica con la protagonista de “Just Like a Woman”; Bob Dylan se inspiró en Edie Sedgwick para escribir esa y otras canciones; algunos afirman que incluso “Like a Rollin’ Stone” hace referencias a Edie (otros cantantes y compositores escribieron canciones acerca de ella, o que la mencionan, o que están dedicados a esa mujer, en cuya vida se basa una cinta, Factory Girl, y hay un libro espléndido, Edie, del que hice una reseña hace casi 20 años que hasta el mismo Batis me celebró). No sé qué tanto pensó Allen en Edie para escoger a Shelley Duval, extremadamente delgada pero muy sensual, para hacer ese pequeño papel, que comienza a la salida del concierto y termina cuando Annie Hall telefonea a Alvin para que vaya a rescatarla de una araña enorme, pretexto para reanudar sus relaciones. Pese a lo snob, petulante, de la reportera que dice que es como una mujer, tan falsa como una mujer y que llora como una mujer; pese al escaso tiempo que dura en la pantalla, ese personaje perdura en la mente del espectador, incluso más que las dos mujeres, bellas pero dominantes, con las que Alvin se matrimonia antes de vivir su intenso amor con Annie Hall. Algo de esa pedantería perdura en el personaje de Diane Keaton en Manhattan, snob que se burla de los arribistas culturales; más cruel es la relación que retrata en Take the Money and Run, cuando la esposa (Janet Margolin) le reclama el olvido en que la tiene, cuando está encadenado a otros presos con los que acaba de fugarse de la prisión (la parodia de Fuga en cadenas), o cuando ella tiene una actitud displicente cuando él no puede desabotonarle la bata para fajar. En medio de sus problemas judiciales, o líos de comisaría cuando Mia Farrow acusó de abuso de sus hijos a Allen, Diane Keaton no quiso dejarlo solo y lo acompañó en una de sus cintas más directas, Manhattan Murder Mistery; desde el título recuerda uno de los grandes filmes en que trabajaron juntos, Manhattan; hay una escena que remeda la de La dama de Shangai, con el laberinto desesperante del que no se sabe cómo saldrán; Orson Welles sale con aquella frase inmortal, tal vez la más célebre de una historia de amor: “Maybe I’ll live so long that I’ll forget her. Maybe I’ll die trying”; en una escena que pasa casi inadvertida, el personaje de Allen declara que es el más famoso claustrófobo, por la acusación de que acosaba a sus hijos en un ático (por aquellos días Xavier Velasco aseguraba que la siguiente película de Allen sería “Querida, me cogí a los chicos”); Keaton canta, como en Annie Hall, y hay referencias a Domicilio conyugal, de Truffaut y el vecino sospechoso, y muchas escenas suceden en espacios tan pequeños como un elevador, como algunas escenas de Billy Wilder. *En el frustrado viaje a Los Ángeles encontré una librería, Larry Edmunds Bookshop, muy cerca de los barrios más excéntricos de ese conjunto de conglomerados quesque simulan una ciudad; es pequeña como cuento de Arreola (¿pongo comillas o no?), larga y estrecha como Libros Escogidos y tan desordenada como aquel añorado recinto de tantas amistades y tantas peleas en los años setenta, y que el propio Polo Duarte definía como antro de cultura; pero ésta de Larry Edmunds está dedicada al cine y un poco al teatro; hay pocas novedades y muchos libros agotados, a buenos precios; por mi mal carácter no pude estar más que una hora revolviendo, esculcando, hojeando, cachondeando libros y manuales (¿pongo comillas?; ¿alguien identificará las citas? ¿y los homenajes?); me endrogué (¿pongo comillas?) comprando libros para recortar, con poses y dibujos y vestuario de artistas célebres (antes, aquí podían conseguirse algunos en Arvil; lo mismo homenaje a Busby Beckerly que a Onán), y un par de libros que alguna vez vi en Arvil, pero que no pude comprar y que no resurtieron, ambos dedicados a Richard Lester. Lester no sólo es venerado por haber hecho dos cintas excelentes (no me gana la pasión) con The Beatles: A Hard Day’s Night –que los españoles traducen como “¡Qué noche la que aquel día!"– y Help! –que los españoles traducen como “Socorro”–; aparte de llevarse a John Lennon a España para filmar How I Won the War, y su fugaz encuentro clandestino con Brian Epstein; hizo dos maravillosas cintas que fueron icónicas de los años sesenta, Petulia y The Knack (and How to Get it) –que los españoles traducen como “El Knack y cómo conseguirlo"–, una obra de teatro que, sin el aura trágica de Hair, representa el espíritu de la época, de lo que se llamó amor libre, y que fue un intento de vivir con una libertad que afrontaba todos los riesgos. The Knack, segunda pieza teatral de Ann Jellicoe, escrita y representada en Inglaterra en 1962, fue filmada por Richard Lester después de A Hard Day’s Night y antes de Help!; en la obra aparecen cuatro personajes: Tom, Colin, Tolen y Náncy; a ésta la describen como “de unos 17 años. Con el tiempo será guapa, pero su personalidad, su aspecto son aún borrosos e inmaduros. Lleva un traje tan arrugado como un acordeón”. En la cinta de Lester aparecen nueve veces más, contando a las muy espectaculares extras Jane Birkin, Jacqueline Bisset, Pattie Boyd, Samantha Juste y Charlotte Rampling; excepto Boyd de Harrison –aunque Lester le andaba pedaleando la bicicleta–, todas eran debutantes; a una (no la identifico por más que trato) le hacen lo que se llama “butt grabb” (práctica en la que son expertas Jennifer Anniston y Sandra Bullock) en una escalera, mientras espera antes de entrar a una sesión uno supone que erótica con Michael Crawford (el coestrella de Lennon en How I Won the War –que los españoles traducen...). La vestimenta arrugada que Jellicoe exige para Náncy, Lester la transforma en algo excéntrico (no fuera del círculo exclusivo y mafioso, sino como algo fuera de lo normal) para Rita Tushingham, la muy expresiva actriz de ojos verdes descomunales (una cinta anterior se llama así, La chica de los ojos verdes); su belleza no era ortodoxa, y se prestaba para el elogio de la disidencia, lo hermoso del “outsider”; si Náncy tiene 17 años en The Knack, Tushingham tenía 21 cuando lo representó en teatro, y 24 cuando la filmó para Lester; su vestimenta desaliñada la copia Peter Bogdanovich para vestir así a la extravagante y deliciosa Barbra Streisand en What’s Up, Doc –que se tradujo como La chica terremoto en México, y en España “¿Qué me pasa, doctor?”; no es de extrañar: The Seven Years Itch la tradujeron como “La tentación vive arriba”, y Some Likes it Hot la titularon “Con faldas y a lo loco”. De presentarla ahora en Cablevisión podrían ponerle "Verbo mata carita"; Colin, conquistador, terror de las vírgenes que acuden a él para que les cure su defecto, acostumbrado a que todas lo acosen y se le entreguen, se topa con la inteligente, deliciosa, insegura y rebelde Náncy, quien finalmente vence la prepotencia masculina e impone su presencia; una obra más cercana al absurdo que al teatro psicológico de moda en esos años, la cinta se convirtió en una suerte de desenfreno que desecha la sexualidad tradicional. Tushingham, traviesa, divertida, es el eje de la película aunque aparecen las bellezas ya enumeradas; por esta cinta Tushingham se convirtió en un icono de los años sesenta, cuando tenía 25 de edad, lo que representó un grave problema, porque muy pocas cintas posteriores tuvieron la calidad de sus primeros filmes: Dr. Zhivago (Shiv a go go, curiosa reseña de aquellos años, pero no logro recordar quién la escribió, a finales de 1966), La trampa, y no muchas más; en los años ochenta fue Alice Tocklas en La vida legendaria de Ernest Hemingway (Annie Girardot fue Gertude Stein y Joe Pesci, John Dos Passos). Difícil haber sido leyenda y luego actriz secundaria de cintas de medio pelo, o insulsas series de televisión. Difícil representar un papel social en el cine, y en la televisión tener papeles de villana, o de tía solterona. Pero en The Knack es sutil, sorprendente, audaz y temeraria; y de una belleza no sólo extraña, basada en la inteligencia más que en el físico. (Hace unos pocos años en Uncut interrogaron a Margot Kidder –nacida el 17 de octubre de 1948– acerca de sus romances con Richard Donner, Richard Pryor, Christopher Reeves, y sobre todo con Richard Lester, contestó con una frase contundente: “La inteligencia es mi afrodisiaco”.) *En A Hard Day’s Night no hay más estrellas que John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Richard Starkey, pero también destacan Wilfred Brabbell (el abuelo de Paul), Norman Rossingtong (en el papel de Brian Epstein, Peter Brown, Mal Evans y Neil Aspinal) y Victor Spinetti, favorito de Lester y quien también aparece en Magical Mistery Tours, como el director del estudio de televisión (up, up, up), o sea el alter de Lester, quien también aparece en el film, como extra. Pero también figuran un montón de mujeres bellas: Pattie Boyd (en los sets conoció a Paul y se le aventó; fue el primero en besarla, pero luego se la ligó Harrison: la historia es muy larga), Andrea Brett, Prudence Bury, Anne Clune, Rosamarie Frankland, Linda Lewis, Maggie London, Edina Roney, Sally Sheridan, Geraldine Sherman, Susan Whitman y Tina Williams; todas hacen papeles de fans (fanes, dice la Academia) (Boyd trata de tocarlos a través de las rejas del carro de ferrocarril, pero en otras escenas aparece con el grupo cuando cantan “I should have know better”); otras dos tienen un papel más destacado: en un casino del hotel donde los hospedan, el abuelo de Paul mira los pechos de Margaret Nolan y le dice que seguramente ella no tiene ningún problema para nadar; Marianne Stone, como reportera, le pregunta a Lennon cuál es su hobbie; aunque Lennon responde por escrito y no se oye la respuesta, se sabe que, por la expresión de Stone, y el movimiento de la mano de Lennon, fue “tits”. Son muchas extras, pero Lester dedicó a todas unos segundos más de lo acostumbrado. *Hace unas semanas reseñé una antología de textos literarios o periodísticos, Historias del ring, recopilada por Alejandro Toledo y Mary Carmen Ambriz; aparte de sus cualidades, el libro me hizo recordar tiempos en que uno era feliz, indocumentado y atormentado por las estadísticas; durante mi niñez se dio uno de los mayores periodos de la prosperidad del boxeo; en todas las categorías pequeñas dominaban los mexicanos, y aunque sólo había campeón mundial en el peso gallo, había mayoría en las listas que publicaba cada mes la revista The Ring; en peso pluma el campeón era Pascual Pérez, invencible en esa categoría, pero andaban Memo Díez, Efrén Torres; en gallo escuché la derrota de Raúl Macías frente a Halimi, pero luego la revancha nacional cuando Joe Becerra derrotó a Halimi y se convirtió en nuestro primer campeón mundial (poco antes, Lauro Salas lo fue, pero solo de una de las asociaciones, como lo había sido Macías), pero andaban José López, Joe Medel (se pusieron José luego de ser famosos), Fili Nava, Eloy Sánchez, Lalo Guerrero, Antonio Chiquis Rosales, Ignacio el Zurdo Piña, Mario de León, y al final del periodo, Rubén Olivares, Chucho Castillo, Rafael Herrera; en pluma Ernesto Parra, Ernesto Figueroa, José Moreno, Nacho Escalante; en ligero estaban Babe y Mauro Vázquez, Alfredo Urbina; en welter, Raymundo Torres (luego asesinado en una cantina, como años más tarde lo fue Eloy Gutiérrez, catcher de los Tigres;)incluso en peso medio todos los meses, durante años, apareció entre los primeros lugares Gregorio el Indio Ortega, quien nunca tuvo oportunidad de pelear por el campeonato mundial: andaban Eder Jofre, Harada, Joe Brown, Archie Moore, Carmen Basilio, Sugar Ray Robinson. Fui a la Arena Coliseo y vi al Chiquis Rosales ganar por nocaut en el tercer round; fui a la Arena México para ver a Joe Medel ganar por decisión al Toluco López, y luego, en la revancha, cómo lo noqueó (ese día pesqué una pulmonía que me tuvo fuera de circulación dos semanas); algunos miércoles, y todos los sábados, veía las funciones por televisión, y admiré peleas extraordinarias; me permitían verlas, porque la mayoría de las funciones estelares las arbitraba mi tío y me retetío Ramón Berumen (pocas veces, Tomás Escalera); un domingo, él, en las puertas de la Arena Coliseo, nos presentó a Blue Demon, y por la impresión me dio fiebre toda una noche; por el boxeo me aficioné a la lectura de La Afición; era una afición heredada; mis tíos paternos iban a la casa algunos sábados para ver la pelea, sobre todo si era de campeonato (nacional); mi padre intentó boxear, y aunque se retiró invicto, fue después de una única pelea. Mi abuelo paterno no se perdía una función en una arena Libertad, por la Lagunilla, con peleas amateur. Aunque seguí viendo peleas, me inculcaron la afición por el futbol cuando conocí a Humberto Huerta, Alfonso Rodríguez, y con ellos, y Jorge Sánchez López, por el futbol americano que entonces se restringía a los juegos de Poli-Uni; admiré a muchos; en éste, a Mario Yáñez Correa, sobre todo, y creo que fue el último en México que jugaba a la ofensiva como quarter back, como pateador de despeje y de campo, y como safety a la defensiva. El deporte permite admirar a los favoritos pero también a los contrincantes, y excluye el maniqueísmo. Como Baseball Digest decidió de manera unilateral cambiarme la suscripción por una de cruceros, perdí toda mi información de beisbol; ahora me conformo con ver, sin apasionarme, algunos juegos semanales, y con jornadas completas de futbol americano, y recuerdo con placer cuando, en la infancia, veía boxeo, lucha (no la recuerdo, mi tío Pepe me cuenta que me llevaba a una casa donde tenían televisión, y por 20 centavos nos dejaban ver las peleas), futbol, futbol americano; el beisbol, sólo hasta mi consolidación de la amistad con Cuauhtémoc Valdés y todos sus hermanos. Es una de mis maneras para envejecer más lentamente.

martes, 2 de octubre de 2012

Stone, Anthony, Marcie, Patty, Mamie, Eva

Según el registro de cndba, Sharon Stone ha protagonizado desnudos en 18 filmes, desde Diferencias irreconciliables (donde dicen que Shelley Long muestra más que en ninguna otra cinta, excepto Hello Again) hasta la segunda parte de Bajos instintos (o Instintos básicos); aunque muchos han sido muy audaces, ninguno más atrevido que el de Bajos instintos, hace ya 20 años, a los 34 de edad y en su esplendor; se sabe que hay por lo menos tres versiones de esa película, una de ellas exclusiva para Europa, donde la escena en que cruza y descruza las piernas y donde muestra que sólo usa Chanel#5, es más detallada y más lenta; de hecho, la fotografía de cndb está tomada de allí, y son muy visibles los labios vaginales de una muy atractiva Stone (aunque muchos prefieren la versión europea por la escena donde se muestran los labios vaginales de Jeanne Tripplehorn, violentada por Michael Douglas, a posteriori, como dirían Les Luthiers). ¿Por qué mencionar una cinta cuyos atractivos son los desnudos y no la previsible y sobrevalorada trama? ¿Por qué a Stone se le recuerda no por sus dotes de actriz mostradas cuando no se desnuda, y tampoco se le recuerda por su inteligencia, al parecer superior a su belleza, ni porque es una lectora voraz de poesía, entre ellas la de Octavio Paz? Porque entre sus 80 cintas filmadas ella ha dicho que la que recuerda con más agrado fue la primera que realizó, bajo las órdenes de Woody Allen. Ella la recuerda por el trato que él le dio, la amabilidad, aunque muchos actores se quejan de la frialdad de Allen al dirigir, de que a muchos sólo les da a leer su parte y desconocen de qué se trata la totalidad de la cinta (hay versiones encontradas de eso; lo curioso es que hay demasiados casos de actrices –y actores– que renuncian a los sueldos altísimos a los que tienen derecho por su fama y buena cotización, con tal de ser dirigidos por él, y hay que recordar también que muchas actrices han llegado a la cúspide de su carrera bajo su conducción). Lo curioso es que esa escena de Stone en una cinta de Allen dura unos cuantos segundos, se le ve apenas, de lejos, y no vuelve a aparecer, pero es inolvidable, por ella y por desesperante: en una cruel metáfora de la vida, el personaje de Stardust Memories ve con angustia que va en el tren equivocado, lúgubre, con pasajeros aburridos y tristes, mientras que en la otra vía está un tren luminoso, en plena fiesta, con una mujer esplendorosa, Stone, que va en una ruta opuesta. Impresiona lo que dura en la memoria una escena de apenas unos segundos. Allen utilizó también a otra mujer caracterizada por lo apasionado de sus personajes, lo tentadora que resulta su expresión de desvalida pero sensual, como Lyssette Anthony; aunque también ha hecho varios desnudos, algunos de ellos frontales, la imagen que viene a la mente cuando la recordamos son de escotes pronunciados pero no pasan de ser escotes; algunas de esas escenas son ingeniosas, como cuando Hugh Grant la admira desde arriba de un caballo, mientras ella se inclina ante su majestad, mostrando generosamente sus pechos, pero no completos. En Husbands and Wives Anthony hace el mejor papel de su vida, el de una rubia elemental, aficionada a los horóscopos o, mejor dicho, a la astrología; es una cultora de belleza que gracias a su belleza, su atractivo y su sexualidad omnipresentes y poderosos, seduce a un intelectual, y lo hace pasar vergüenzas cuando en una fiesta donde todos hablan de hombres ilustres, ella le pregunta a todos que de qué signo son. Hubo una época en que incluso los intelectuales buscaban afinidades entre signos zodiacales, y muchos leían sus horóscopos; un poeta no viajaba sin antes leer su horóscopo del día, hasta que alguien le advirtió que en vez de leer el suyo leyera el del piloto del avión; al ver las escenas de Anthony acechando a las otras invitadas, con los horóscopos y comentarios sobre peinados y vestidos es una delicia, y el de ella es un papel diferente al de otras heroínas de Allen, intelectuales atormentadas, o críticas hasta la exageración, como la Diane Keaton de Manhattan que se burla de la pronunciación de algunos nombres (Mahler, Beethoven), y que para coquetearle a Allen (quien ni siquiera es escritor sino guionista) le telefonea para preguntarle si ya leyó la sección de libros dominical del New York Times (y se lleva la respuesta adecuada: apenas voy en los anuncios de ropa íntima); las intensas protagonistas de Allen son complejas, atormentadas, sensibles, inteligentes, pero se complican la vida con mucha facilidad; resaltan la inocencia de Mariel Hemingway en Manhattan y esta Lyssette Anthony que encarna a una muy verosímil mujer lejana a las elites intelectuales pero que conquista a un hombre muchos más inteligente gracias a sus gracias físicas. Y hablando de horóscopos, no hay que olvidar a la inolvidable Mae West de I’m not an Angel, que rige su vida por ellos, y a quien adivinan su futuro (“conocerás a dos hombres…”); contra su lectura de horóscopos, opone un ingenio invencible y pícaro; no importa, porque se trata de otra cosa, su actuación no intenta convencer de que se trata de algo real; lo importante es que es una mujer contra los prejuicios, pero no como víctima sino como victimaria; la escena donde vence a cada uno de quienes intentan denigrarla en un juicio es divertidísima aunque sea previsible. Lo malo con Mae West es que, como en los cameos de Hitchckock, uno se distrae de la trama por estar pendiente de sus famosas frases; la más citada de las que dice en ésta es la “When I’m good, I’m very good, but when I’m bad, I’m better”, pero casi cada línea que pronuncia, excepto las de enlace, son memorables. Una diferencia más: Sharon Stone despliega su belleza con una estatura de 1.74 metros; la frágil y al parecer indefensa Lyssette Anthony no parece medir el 1.70 que dice su biografía que es donde caben sus atributos (no queda más que pensar en los versos de Vinicius de Moraes); Mae West, el primero y uno de los más duraderos símbolos sexuales del cine, apenas medía 1.55 (lo que hace pensar en otro verso de Vinicius de Moraes). *Hay amores eternos que dura lo que dura un triste invierno, dice más o menos Joaquín Sabina; uno se pone a pensar que si Charlie Brown no duró enamorado para siempre de la chiquilla pelirroja, ¿los mortales podrán durar toda su vida enamorados dce un ideal femenino? Durante 1983 y 1984, en los 731 cartones publicados esos dos años no se nombró una sola vez a ese personaje que nunca vimos pero siempre presentimos, fuimos testigos de la turbación de Charlie Brown al mirarla desde lejos, su enmudecimiento cuando pasaba cerca, la vez que se paralizó de nervios cuando ella se apareció en uno de los juegos de su espantoso equipo de beisbol, y por ello debieron sacarlo del juego –y la de malas: Linus lo suplió y consiguió uno de los escasísimos triunfos del equipo desde 1951 hasta 2000; y lanzó tan bien que la chiquilla pelirroja lo premió con un abrazo, que le tocaba a Charlie Brown, pero el destino los separó; en alguna de las historias aledañas, no las que aparecían en los diarios, seis a la semana y uno doble los domingos, fue su compañera en un baile escolar, y lo premió con un beso, pero esas historias (excepto quizá It was a dark and stormy night –los fanáticos saben de qué se trata) no cuentan; son como las cintas, que no logran recrear la atmósfera de la tira diaria. Durante los primeros años Charlie Brown fracasa en los deportes (la mayoría de las veces, por ineptitud de su equipo, aunque lo culpan a él), no recibe tarjetas el Día de San Valentín, no tiene las calificaciones que merece su inteligencia, mira la vida con mortal enojo, lo descalifican en los concursos de spelling (a causa de su desmedido amor por el beisbol) y sin embargo es el líder de la pandilla que congrega a niños de todas las características; algunos van diluyéndose al grado de que aparecen una o dos veces al año; otro cobran tanta importancia como el mismo Charlie Brown, como los hermanos Van Pelt, Linus y Lucy (el tercero sale pocas veces, aunque de manera decisiva), el pianista Schroeder, quien es el que más se le acerca y lo comprende, aunque es muy aislado. Su ídolo en el beisbol (aunque admira a los ahora inmortales) es tan malo que lo despiden incluso de los equipos de Ligas Menores. Se enamora de la chiquilla pelirroja; alguna vez está a punto de hablarle, para regresarle un lápiz mordisqueado que se le cayó, lo que lo hace comprender que es humana: el miedo lo detiene todas las veces; Linus sale al rescate, pero se convierte en héroe cuando hace huir a unos que la molestan: Charlie Brown es enemigo de la violencia, y de cualquier manera no puede enfrentarse a los villanos. Un día, a mediados de los años sesenta conoce a Patricia, una niña que vive al otro lado de la ciudad, y que es extraordinaria en los deportes; rompe el equilibrio que había en la no muy hermética pandilla, se hace amiga de todos, en especial de Snoopy, la mascota ingrata de Charlie Brown. Pasó algún tiempo, y también lo inevitable; ella, la Peppermint Patty (no tanto por las pecas sino por el salero con que vive la vida, fracasa en la escuela, y representa lo opuesto a todos los demás personajes), se da cuenta que se enamoró de Chuck Brown, como ella le dice (le cambia el nombre a todos), y lo lamenta: “¿Cómo pude enamorarme de alguien a quien poncho con tres rectas seguidas?”. Charlie ni se da cuenta, porque él sigue enamorado de la chiquilla pelirroja. De hecho, no deja de estarlo, o de creer que lo está; en 1986 se decide a hablarle en dos ocasiones; en la primera ella se limita a darle la hora, en la segunda una lluvia impide el acercamiento; por ello, ni caso hace del enamoramiento de Patty, o Patricia, como le dicen en la escuela; ella no sufre por ello, sólo se deprime un poco, y no llega a los grados de humillación de Lucy por Schroeder o de Sally por Linus(qué bueno que no aparecieron los puritanos que protestaban por estos temas en una tira con personajes infantiles, aunque representaban problemas de mayorcitos); pero aparece Marcie: se considera fea, no tiene habilidades deportivas, se desespera de la incapacidad de Patty en tareas escolares, y a veces se deja contagiar por ella; son opuestas en casi todo, excepto en que ninguna es bella, pero son muy amigas; y como suele suceder, Marcie se enamora de Charles (así le dice) Brown; cuando él sufre una lesión y es hospitalizado por varios días, ella lo vela en un parque, frente al sanatorio, y le grita que lo aman (Sally Brown no tanto: como en cada vez que él sale de viaje o se extravía, la hermana se muda a su recámara, suponemos más grande que la de ella); pocas series son tan conmovedoras como ésa, y donde el lector intuye que, de esa manera inesperada, ella se siente atraída por alguien que tiene, supuestamente, todos los defectos (aunque el lector común se identifica con él más que con cualquiera otro personaje). En 1983, cuando está de campamento como en cada periodo vacacional, Marcie le escribe, y le reclama que no le conteste; Patty se pone celosa y le escribe; ambas exigen respuesta, pero Charlie Brown no puede vencer la timidez, por más que Sally lo increpe: “kiss her, you blockhead!”. Aunque cada vez aparezca menos, aunque no sea continua su presencia, la chiquilla pelirroja sigue en los sueños de Charlie Brown. La tira comenzó a publicarse el 2 de octubre de 1950, hace 62 años, y nunca envejeció. Y es curioso cómo Charlie, enamorado de una, no advierte que dos se enamoran de él. *¿Son peligrosas las mujeres? Mark Gastineau había cumplido 30 años, y fue el primer jugador de la NFL en conseguir cien capturas y media de mariscal de campo; era imparable, ninguna línea ofensiva podía detenerlo, y los mariscales contrincantes se veían constantemente en el suelo, mientras su verdugo emprendía un baile bastante ridículo pero que pronto se hizo popular; era el mejor jugador a la defensiva no sólo de su equipo, sino de las dos conferencias. Como ahora es muy común, aunque antes no tanto (bueno, sólo Mamie van Doren irrumpió en la vida de Bo Belinsky, lanzador de los Ángeles de Los Ángeles –luego Serafines, luego de Anaheim—, y de ser el mejor pitcher de su equipo, fue decayendo hasta terminar con marca de 28-51 de por vida; de nada le valió ser el primer lanzador de aquel equipo en tirar un juego sin hit ni carrera; se dice que aparte de aquella voluptuosa y mala actriz fue seguida en la vida de Belinsky por Ann Magrett, Connie Stevens y Tina Louise. Pese a su efímera carrera, seguramente no se quejó; murió relativamente pronto; antes que él, Babe Ruth cortejó a varias actrices de teatro de Broadway, pero ninguna lesionó su carrera; Joe DiMaggio fue lo suficientemente inteligente como para entender que no podía combinar el beisbol con su romance con Marilyn Monroe, y prefirió retirarse aunque Yanquis le ofreció el salario más alto para aquella época: 105 mil dólares por la temporada de 1952; hace poco, Jessica Alba desestabilizó la carrera de Derek Jetter, pero cuando el contagio fue también orgánico –un herpes indiscreto–, Jetter se deshizo de ella y está por completar una carrera íntegra y lujosa, lo que no sucede con Álex Rodríguez, quien con sus romances, sobre todo con Cameron Diaz, ha perdido la categoría de superestrella), Gastinieau conoció a Brigitte Nielsen, y se enamoró de ella; Nielsen había tenido romances con Tony Scott, con Schwarzenegger y un matrimonio con Sylvester Stallone. Después, anduvo con muchos más, ya no era Nadia para nadie. Nielsen consiguió que Gastineau se retirara cuando le hizo creer que estaba enferma de cáncer. Cuando él se dio cuenta de la mentira, ya era tarde, no pudo regresar al juego, y en cambio ha caído en la cárcel por violencia doméstica, y tuvo que allegarse a un ritual religioso para corregirse. En el futbol americano, Jessica Simpson por poco echa a perder la carrera de Tony Romo, aunque éste sigue jugando como si estuviera celoso todo el tiempo de la muy coscolina y descuidada Simpson (abundan en youtube los videos donde ella muestra su intimidad azul celeste, como en un poema de Roberto Fernández Iglesias); y ahora Mark Sánchez puede peligrar, porque cayó en las garras de Eva Longoria, quien ya sufrió una infidelidad y no está dispuesta a que no le haga caso el mariscal de Nueva York. ¿Cuántos escritores mexicanos podrían aconsejarlo porque vivieron eso en carne propia, aunque conocían la historia de Pigmalión?

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Miguel Capistrán y Javier Ibarrola

Los recuerdos se acumulan en estos días, que no han sido fáciles; y ante la soledad que se siente, es preferible acudir a los recuerdos gratos ante las personas que se van. A Javier Ibarrola se le tenía miedo, antes de conocerlo; su físico imponente, una corpulencia de acuerdo con su estatura y a su gesto de rigor, más su conocimiento de la disciplina militar que estaba dispuesto a imponer en las tareas periodísticas, hacían que uno pensara que era de difícil trato, pero se desvanecía apenas se cruzaban palabras con él; de lo primero que recuerdo de nuestro trato fue la explicación de “cajas destempladas”, con lo que pude apreciar la escena de la expulsión del serrano Cava en La ciudad y los perros, por la atmósfera lúgubre de su sonido, con el que se despide con deshonra a alguien en el ejército, y que encaja muy bien como metáfora cuando alguien se va de un sitio donde no es bien recibido. No es que no fuera riguroso: en alguna ocasión, para que los secretarios de redacción de El Financiero usaran todos los elementos que brindaban (con deficiencias, es cierto) los programas para la formación de las páginas, hubo quien firmó “bajo protesta”; eso bastó para que lo despidiera del diario; Javier era el jefe de redacción, y bajo su mando la mesa era alegre, dicharachera, alburera; él no perdía ocasión para alburear a quien se dejara, pero era más blando de lo que parecía, y con frecuencia era víctima de la mesa en general (las mesas de redacción, los talleres de los periódicos –y en general de las imprentas– son escuelas inmejorables para el difícil arte del albur), que lo hacía caer en trampas no siempre visibles; respondía con bravura, no siempre triunfante. En alguna ocasión, vencido por dos o tres de los que más congeniaban con él, se levantó y desenfundó el bíper, entonces tan de moda, y su víctima palideció, porque Javier había presumido esa tarde de algunas armas antiguas que había adquirido. Era pródigo en anécdotas, y como en el buen periodismo, contaba sin pena algunas erratas que se le habían escapado; y como buen periodista, no se avergonzaba de narrarlas sin tratar de disminuir su impacto; no eran muy graves, pero refería con frecuencia cuando se le escapó, en una primera página, “la azúcar”, y a 30 años de distancia seguía lamentando esa errata que, como todas las erratas, tiene alguna explicación (que no justificación): la premura con la que se redactan las notas, la escasa oportunidad de revisar las páginas cuando está cerrando el periódico; no pocas veces, la distracción (una errata esconde otra, es una de las máximas del oficio), una llamada telefónica inoportuna que obliga a una revisión no siempre detenida, las dudas que no pueden resolverse porque ya están los del taller exigiendo las últimas páginas; no pocas veces, la presencia de alguna mujer que llama la atención, y a Javier le llamaban la atención muchas compañeras de la redacción; no era infrecuente que cuando Alejandro Ramos, el director, preguntara por él, alguien respondiera que la última vez que lo habían visto era platicando con alguna reportera guapa. Tenía muchas anécdota, casi todas muy graciosas; pero sobre todo era un buen recopilador de dichos y refranes que aplicaba con oportunidad a los compañeros, a los reporteros, a sus jefes y a sus subordinados; algunos de ellos: “solitas van al agua sin que nadie las arree”, cuando veía que alguna reportera coqueteaba con los jefes; “con estos bueyes hay que arar”, cuando uno de sus subordinados cometía el mismo error dos o tres veces en una misma tarde (lo que también es muy frecuente); “cuando una vaca dice no pasa, no pasa, y cuando una hija dice me caso, se casa”, cuando se encontraba con algún necio. “Quédense con su miadero”, decía al recordar una manifestación en que todos proclamaban “me adhiero”, y lo decía cuando no estaba de acuerdo con alguna nota, o con la jerarquización de las noticias en una página; y cuando había frecuentes contraórdenes, decía, con su voz de militar, “baja el piano, sube el piano”, que no necesita explicación. Como los periodistas que lo son en verdad, era muy bueno contando chistes, y al revés de los que saben platicarlos, también sabía oírlos, y los celebraba; por eso, bajo su tutela, la mesa de redacción de El Financiero era una fiesta. Personalmente le debí mi cambio de la sección de Deportes a la jefatura de la mesa; el trabajo nunca es fácil, y se repiten las rispideces, los momentos difíciles, a veces los enojos y los malestares; Javier, como ninguno de los buenos periodistas, trataba de evitarlos; pero como pocos, no guardaba rencores por esos momentos, y al día siguiente de haberlos padecido su trato era tan gentil y caballeroso como si nada hubiera sucedido, y no pocas veces se disculpaba por algún exabrupto, lo que sí es difícil en el medio, tan lleno de rencores. No fueron muchos esos momentos difíciles, y en cambio hubo muchísimos agradables, porque el periodismo en un oficio noble que, además, ofrece la satisfacción de cumplir a diario un deber, y compartir el mérito con los demás; pero su bondad no era incondicional, y pedía el mismo rigor que él trataba de aplicar; no toleraba la indisciplina (que no confundía con la desobediencia) y admiraba el buen desempeño. Trabajar juntos, en un ambiente tan tenso como es una mesa de redacción no propicia las amistades, sino hasta que alguna de las personas involucradas se cambia de trabajo; la amistad es no un reflejo sino una reflexión, y por eso hay tan pocos amigos; pero Javier Ibarrola ofrecía su amistad sin condiciones, incluso a quienes veían con reparos su afecto y admiración al ejército; hijo y hermano de militares (uno de ellos se ganó la gloria con una de las mejores canciones de nuestra música sentimental, “Página blanca”, y era sobrino de José Alfredo Jiménez, de quien contaba deliciosas anécdotas y explicaba algunas de sus canciones compuestas en clave; no deshonro a quienes vivieron esa aventura: el famoso caballo blanco que salió un domingo de Guadalajara, y que llegó con todo el hocico sangrando, era un automóvil de lujo, blanco, en el que José Alfredo, Chavela Vargas –a quien Uncut le dedica un obituario en su número más reciente) y alguna otra persona continuaron una parranda, con una trayectoria que se narra en la canción, y que dejaron inservible en Baja California, luego de varios días de juerga ilimitada, sin lugar para la cruda [sin albur]), en realidad admiraba a los militares y le dolía saber que alguno de ellos rompía el código de honor y de honradez que debe regir en el medio; le costaba trabajo admitir que alguno se corrompía, y muchas veces justificaba los medios que usaban para mantener el orden. Los momentos más difíciles para Javier fueron los días cercanos a la rebelión zapatista en Chiapas, y fue muy duro para él tratar con una mesa donde todos estaban de acuerdo con los indígenas que declararon la guerra al gobierno mexicano. Decía que a él le debí mi promoción en el diario, pero nunca dejé de considerarlo mi jefe, incluso cuando emigró hacia otros diarios; tuve el honor de promover su libro sobre el ejército, pero también fui testigo de la frialdad con que lo recibieron en el medio, lo que le dolió, tanto como haberse ido a un diario que fracasó der manera lamentable; no fue el final que él quería para coronar una larga carrera llena de virtudes en el periodismo mexicano. Una tarde, llena de chamba, descubrimos que habíamos vivido en la misma calle, al mismo tiempo, Escuela Industrial; no nos tratábamos, ocho años de diferencia en la infancia son muchos, pero fue amigo de mis tíos, o de dos de ellos, y conocimos a las mismas personas: la señora Perrusquía, Candelaria, el doctor, los de la vecindad, Toy... Las redes sociales sirven para algo más noble que el intercambio de insultos sin argumentos, o de la presunción de la inutilidad y de la, como decía Carlos Fuentes, sacralización de lo baladí; gracias a ellas, uno mantiene contacto, aunque sea momentáneo, con amigos que el trabajo, la distancia, la edad, van alejando. En ellas nos carteamos algunas veces, compartimos algunas bromas, y le dimos continuidad a la camaradería que tuvimos en El Financiero. Varias veces discutimos, y no compartimos muchas opiniones, puntos de vista o afinidades políticas o sociales (sin que éstas fueran motivo de peleas); le hice bromas, pero en privado, aunque no niego que me haya reído cuando le hacían bromas a él o lo albureaban; como todos, me referí a él como “El General”, que era su sobrenombre más conocido; ya retirado de El Financiero, nos visitó una tarde, y como todos lo bromeaban, me pidió que los pusiera en orden; no pude evitar contestarle que era porque él le daba por su lado a los secretarios de redacción; sus carcajadas fueron las más sonoras. No era dado a las confesiones íntimas, sin embargo, siempre me confesó su única debilidad: el amor a sus hijos. Y sus momentos más difíciles, cuando una de sus hijas estuvo muy enferma; no compartió sus preocupaciones, y el que lo haya hecho conmigo me confirmó que pese a nuestros desencuentros y polémicas, me consideraba su amigo. Nunca dejé de extrañarlo. Más inesperada fue la muerte de Miguel Capistrán. Y duele porque no pude reconciliarme con él. En mis primeros meses en El Financiero publiqué, en la sección cultural, una nota sobre la canción “Antonieta”, que se interpreta en Danzón, la cinta de María Novaro, mientras María Rojo camina por el malecón de Veracruz; la letra es la adaptación de un poema de Xavier Villaurrutia, pero sólo Vicente Quirarte y yo lo notamos, o mejor dicho, lo publicamos, cada quien por su lado; me pregunté en la nota si era el danzón que Villaurrutia compuso para un cumpleaños de Antonieta Rivas Mercado (una famosa fiesta en que varios literatos, en complicidad con amigos músicos, compusieron danzones para la amiga y contemporánea de los Contemporáneos); al día siguiente de publicada, me llamó a la redacción de Deportes, para comentarme la nota; reanudamos una amistad que había nacido cuando Miguel coordinaba el programa Encuentro, y gracias a él conocí a varios escritores visitantes; entre ellos, a Norman Mailer, con quien platicamos Lourdes y yo varios minutos en el Museo de las Intervenciones, en Coyoacán; lo había perdido de vista, aunque seguía leyendo sus entrevistas, ensayos, y sus antologías de Villaurrutia, Jorge Cuesta, y su libro sobre los Contemporáneos. Pronto volvimos a vernos, y formamos una agradable tertulia en una cantina, El Tío Pepe, en Sinaloa y Cozumel, a la vuelta de donde estuvo la casa de La Bandida (bueno, la segunda casa de La Bandida), que integramos con Marco Antonio Pulido, Juan José Utrilla, Salvador González, a veces Rafael Vargas, en muchas ocasiones Víctor Díaz Arciniega, a veces Mario Magallón y esporádicamente Arturo Basáñez; en alguna ocasión llegó Ramón Córdoba, y cuando tenía tiempo, Diego. En más de una ocasión (y a veces en otra cantina, como La Caminera) Miguel nos dejaba mudos con su libro sobre Jorge Cuesta; un día no pronunciamos palabras, asombrados, por el poder narrativo de Miguel al reconstruir la vida azarosa de Cuesta, y cómo iba escribiendo un libro que, si terminó, será deslumbrante; de pronto nos sorprendía con sus conocimientos de los otros Contemporáneos, los no famosos, como Celestino Gorostiza, sobre quien escribió el documento más completo, en que abarca su vida y sus obras. Si alguien tenía anécdotas era él: la de la coordinadora de un programa televisivo que en una ocasión invitó a un panadero, homónimo de un escritor alemán, a un encuentro entre dramaturgos; las borracheras de algunos escritores que terminaron en las delegaciones. ¿Cómo le hacía Miguel para enterarse de los problemas económicos, domésticos, conyugales, de los escritores y pintores mexicanos? Cada semana, cada viernes, nos asombraba al relatarnos la última infidelidad de alguna escritora, los pleitos sucedidos en esos ocho días; o, si no, los que vivieron los escritores de otras épocas; nos explicó quiénes le pusieron trampas a una política para desprestigiarla y evitar que llegara al poder porque pensaba expropiar, de nuevo, la banca mexicana; cómo investigaron su vida, sus gustos, los hombres por los que tenía debilidad, e hicieron que tuviera intimidad con un hombre prefabricado, encontrado después de buscar uno con las características adecuadas para enloquecerla; se sabía los chistes que se contaban en Los Pinos, en cada secretaría y en los corrillos de Conaculta; sabía el motivo de las remociones, de las promociones, y estaba al tanto de las novedades literarias, las que leía con objetividad asombrosa; riguroso, se burlaba de muchos investigadores que descubrían cosas que él había descubierto mucho antes, y establecían categorías que él inventó; modesto, nunca trató de imponer sus méritos, aunque se los fusilaban y, peor, no lo consideraban aunque se apropiaran de sus puntos de vista y sus muchos hallazgos; a él se debe la diversidad de las Obras de Villaurrutia, cuando menos en la misma medida que Alí Chumacero y Luis Mario Schneider; lo único que le molestó fue le piratearan sus Obras de Jorge Cuesta, con todo y un par de errores que él ya había enmendado. Fanático del cine, la música, su verdadera pasión era la pintura, aunque es uno de los aspectos más desconocidos de su labor de investigación. Tuvimos un desencuentro, porque cometimos un error: tratar de hacer un libro juntos, y ya se sabe que los trabajos en conjunto entre amigos terminan mal; la ilustración de un libro, a cargo suyo, fue rechazada en términos groseros por una editorial, y no fui capaz de explicárselo a Miguel sin lastimarlo, pues lo acusaban de aprovecharse de otros trabajos; una vez más, la amistad se interrumpió, aunque no el afecto; me divertí muchísimo cuando supe que ingresaría a la Academia de la Lengua, de la que tanto se burló, del poco aprecio que sentía por muchos de sus miembros, y de lo poco que respetaba a otros; de igual manera, descalificaba a muchos, que después serían sus colaboradores o compañeros. No pocos elementos que me hacen parecer riguroso se los debo a señalamientos suyos que, generoso, hacía notar. No pocos de los aciertos de mi Baúl de recuerdos se debe a su información o a sus correcciones. Él, con Carlos Pascual, hicieron una fiesta muy divertida cuando se presentó el libro. No fui consciente de su enfermedad; en las reuniones sólo bebía campari, la única que le permitían sus médicos, pero no objetó un vino de la casa, en un restaurante especializado en paellas, que a los dos nos afectó, más a él que a mí y que a Marco Pulido lo dejó intacto. Me acompañó en una ocasión a mi Taller de Lectura, después a una comida, y después a otra tertulia en casa de la hermana de Carlos Fuentes. En el Taller dejó a todos con la piel china cuando contó el día que Xavier Villaurrutia se le apareció, y le reveló en dónde encontraría unos inéditos suyos; supongo que no fue el único día que se le apareció Villaurrutia (o Cuesta, o su exjefe Salvador Novo) y eran quienes lo mantenían informado de los chismes más sabrosos de la política y de la intelectualidad mexicana, y que le comunicará lo que siento por no haberme despedido de él.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Vargas Llosa, Valdés, Martínez Solares, surrealismo

Aunque me gusta hablar de cine, se supone que el propósito de errataspuntocom (inicial) es señalar los errores, no los comunes ni las erratitas ni las transposiciones ni la equivocación en las teclas, tan comunes en todos los libros, aun los más limpios; no tiene mucho chiste con la mayoría de los libros actuales, en manos de los propios autores que se envician con sus textos y no ven el error que encuentra a primera vista un ojo ajeno e imparcial, pero que muchas editoriales ya no consultan pues confían en el autor; y hay autores tan vanidosos que prohíben que unos ojos ajenos vean sus textos, y entonces se cuelan errores divertidos aunque inocuos, como los “parajitos” en vez de “pajaritos”; hay otros que aunque se les corrija incurren en el mismo error, sólo porque quien se lo señala no pertenece a su círculo de íntimos. En fin; releo por séptima u octava vez en mi vida La ciudad y los perros, que leí en 1971, a casi diez años de su primera edición; mi ejemplar, de ese año, que conseguí con descuento por gestiones de Gustavo Sainz, tiene las huellas de las relecturas, y aun así lo conservo en buen estado; por la misma fecha compré en la Librería del Sótano (la buena, no la Librería El Sótano) una edición pirata de La Casa Verde (José Godard editor), aun así autografiada por el propio Vargas Llosa por gestiones de José Emilio Pacheco, cuando se presentaba Pantaleón y las visitadoras en La Casa del Libro, enfrente del ahora Centro Coyoacán, unos días después de haber publicado una insolente reseña del libro, pero que me fue premiada por Vargas Llosa nombrándome su “valedor” (mi ejemplar de Los cachorros, segunda edición, está dedicada a Los Incansables –Lourdes y yo, que lo habíamos perseguido todo el día, primero en el Club de Periodistas, luego en la Capilla Alfonsina y al final en esa librería, a donde pude colar esos ejemplares con la complicidad de Fernando Valdés); celebré la buena edición de Alfaguara, pese a que insisten en decirle La casa verde; en cambio, deploré la edición dizque limpia y definitiva de Conversación en la Catedral (de la que sí tengo la primera edición), llena de erratas que parecen mal intencionadas o que corrigieron con el inconsciente (“la mamita” en vez de “la manita”; “ay, papá, sobre papá” en vez de “pobre papá”, pero hay muchas otras). Ahora aparece una edición conmemorativa de La ciudad y los perros de parte de la Real Academia de la Lengua; en El Librero del domingo 26 de agosto en El Universal tuve a mal señalar algunos de los aspectos de la edición; me queda agregar que los comentaristas insisten en decir La casa verde, cuando debe ser La Casa Verde (así lo escribe, correctamente, José Emilio Pacheco en el cuaderno que acompaña el disco de Voz Viva de México; así se escribe en Antología mínima de M. Vargas Llosa, aunque Vargas Llosa, en Historia secreta de una novela, escriba “La casa verde”, ¡en cursivas y entrecomillado! (este cuaderno, de Tusquets con tipografía verde, está dedicado, detalle olvidado, a Carlos Fuentes); hay otro detalle, que escribí en esa reseña, pero no con claridad: en la Antología mínima de M. Vargas Llosa (Editorial Tiempo Contemporáneo, Argentina, 1969)se reproduce una mesa redonda con Luis Agüero, Juan Larco, Ambrosio Fornet y el propio Vargas Llosa, en donde se analiza La ciudad y los perros. Los integrantes hablan de la estructura, de la influencia de lo policial, de los aspectos sociales, de los personajes más importantes (y hasta se llega a insinuar que el más importante es la Malpapeada), y se discute quién mató al Esclavo; se insiste en que Ricardo Arana, El Esclavo, no puede salir del colegio primero porque lo sorprenden dándole al Poeta los resultados del examen de química, que se habían robado los integrantes del Círculo, mejor dicho uno de ellos, Cava; éste, al brincar por la ventana del salón dónde están los exámenes recién mecanografiados, rompe un vidrio; como resultado todos los alumnos que estaban de guardia (imaginaria, término militar) son castigados sin salir los sábados hasta que se encuentre al culpable; lo peor del encierro es que Arana no puede ver a Teresa, de la que se encapricha, y en cambio ella comienza a salir con el Poeta, quien va a verla para disculpar al Esclavo por faltar a una primera cita; desesperado, Arana delata a Cava, quien es expulsado del colegio; en la siguiente maniobra militar Arana es muerto, no se sabe si por una bala perdida o por un disparo del Jaguar, jefe del Círculo al que pertenece Cava. Pero en las primeras páginas del libro, cuando Cava pregunta quiénes están de guardia, para cuidarse al ir a cometer el robo, el Jaguar responde “El poeta y yo”; “¿Tú?”, pregunta Cava; “Me reemplaza el Esclavo” (página 11 de la edición de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española); al descubrir el hurto, las autoridades castigan a los guardias, pero no tenían por qué saber que el Esclavo reemplaza al Jaguar; de ser así, ambos serían castigados de manera más severa; las autoridades ni lo saben, es decir, el Esclavo no tendría por qué estar encerrado, y podría visitar a Tere sin tener que delatar a Cava; ninguno de los comentaristas en esta edición, ni siquiera quienes resumen el argumento de la novela, reparan en que Arana no tendría por qué estar castigado. La novela no deja de ser extraordinaria, ni puede solucionarse omitiendo el dato de que el Esclavo reemplaza al Jaguar, porque muestra desde el principio el dominio que mantiene el Jaguar sobre él, pero revela una falla en la lógica del libro. *Por burocracias en el condominio tenemos que ir al mercado Ramón Corona sin automóvil; como los domingos Mariano Escobedo-Avenida Cuitláhuac-Robles Domínguez casi no tiene tránsito, apenas nos tardamos un poco más que si viajáramos en el auto; a pie, decidimos pasear un poco por el parque María Luisa, entre Buen Tono y Fundidora de Monterrey; aunque está en reparaciones, podemos ubicar el sitio donde chocan Arreolita y Wolf Ruvinskys, la casa donde entran a robar el Peralvillo y secuaces y a la que llevan al cerrajero Marcelo Chávez a que abra la caja fuerte (“¿se le olvidó la combinación, jefe?”, pregunta inocente; “sí, no me acuerdo dónde la dejé”, le contestan), pero es imposible ubicar dónde estaba el puesto donde René Ruiz vende tortas y refrescos, ni la banca donde Germán Valdés da grasa a quien se deje (“grasa, joven”, le dice a un anciano, quien contesta “gracias, joven”); ubicamos la esquina donde Rebeca Iturbide pasa por Valdés para llevarlo como cómplice a un juego de poker. En una de las bancas besa a la rejega Perla Aguiar, menos pícara pero más auténtica que en Doña Mariquita de mi corazón o en El casto Susano; Valdés lleva un tinte para mejorar los zapatos, muy jodidos, de Aguiar, y se los quema; de manera casi inadvertida, ella levanta una pierna para poner el pie sobre el cajón de bolero y muestra algo del muslo interno, apenas un par de segundos y unos cuantos centímetros; comparado con lo mucho que muestran ahora las actrices, es muy poco, pero mucho para esa época. Con Aguiar, Valdés se porta ansioso pero con cierta caballerosidad; se le cuecen las habas por fajarla, y por ello la apresura para que vayan al cine (a ver una de Pedro Infante y otra del propio Tin Tan); ella aceptaría, pero está preocupada porque su padre Marcelo no fue a dormir (“sería que no tiene sueño”, cavila Valdés), y no tiene dinero ni para comer; Valdés la procura, le consigue chamba, y parece dispuesto a respetarla, pero cae en las garras de Iturbide, quien no pierde su expresión fría pero cachonda; se deja abrazar y besar por el no tan ansioso Valdés, y aun le reclama que haya coscolineado con una invitada bastante potable y coqueta (¿Lupe Llaca, Magdalena Estrada, Lily Aclemar?); la llegada de la policía interrumpe el faje; aun preso, protege a Iturbide, y sólo cuando ella se entrega y declara que es inocente, él la abandona a su suerte, para ir por Aguiar, pero cae en una trampa del Peralvillo, de la que se salva por perseguir un puerquito en los alrededores del Monumento a la Raza (pasa un camión Fundidora, a lo lejos; ya no existe la línea de camiones, ahora pasa la línea 3 del Metro y un metrobús, pero el entorno apenas ha cambiado) y ella es apresada; por liberarla pelea con un boxeador profesional, está dispuesto a vender un ojo, y escala un edificio supliendo a un hombre mosca. Tenía fama Valdés de aprovecharse de sus coestrellas, que no simulaba el beso, que les metía la lengua en la boca, que su placer por verles las piernas y las caderas era real, no actuado. Si eso fue cierto, seguro que cortaban la escena y la repetían; sin embargo, hay un regodeo innegable de Valdés con ellas; ahora sería catalogado de acosador, y en varias cintas se gana una cachetada que también disfruta; pero su asedio no es fugaz, no quiere dejarlas inútiles para él y para los demás; se casa con Rosita Quintana en Calabacitas tiernas (aunque besa a todas las otras damas jóvenes), igual que con Alicia Caro en El Ceniciento y que con Silvia Pinal en El rey del barrio; con Ana Bertha Lepe en Lo que le pasó a Sansón y con Lilia Prado en El que con niños se acuesta; queda comprometido con Meche Barba, con Marga López, Perla Aguiar, Rosa de Castilla (golpe tras golpe la deja por otras: Gloria Mange, Rosita Fournés, las bailarinas de “Piel canela”, y una extra con la que protagoniza uno de los bailes más cachondos de la época, en El mariachi desconocido), con Rebeca Iturbide (en ¡Ay, amor, cómo me has puesto!, en la que tiene la decencia de no aprovecharse de la muy ganosa Lupita –Lucrecia Muñoz), Evangelina Elizondo, Sonia Furió, Luz María Aguilar, Tere Velásquez, Lorena Velásquez, Renee Dumas, Rosita Arenas, Irma Dorantes, Lilia del Valle, Ana Bertha Lepe, Yolanda Varela… aunque se faje a muchas otras. Gilberto Martínez Solares es uno de los pocos directores mexicanos que tratan con delicadeza a la mujer, aunque sean objeto del deseo; son tan protagonistas de las tramas tanto como el propio Germán Valdés; las coestrellas a las que se faja no las humilla, ni las considera pasajeras, aunque en compensación las pone a disfrutar tanto como el propio Tin Tan… no son pasajeras ni víctimas del pecado; no son las abandonadas por Pedro Infante en Los tres García, ni son las entregas inmediatas ni las chamaconas de Dos tipos de cuidado; Valdés no es un marido mandilón, como Rafael Baledón lo es de Lilia Michel, pero sus parejas no pasan a un segundo plano como casi todas las esposas del cine mexicano. Al revisar a las mujeres de Woody Allen me di cuenta para mi placer, que debo ver de nuevo varias cintas suyas que tengo imprecisas; así me sucede con las otras heroínas de Gilberto Martínez Solares… *Ya estaba resignado a que me perdería la exposición del surrealismo en el Munal; un intento quedó frustrado porque las autoridades del Museo consideraron que a Nahúm le interesarían más las insulsas pláticas de los guías que minimizan la obra de José María Velasco y de Casimiro Castro; hubiera sido mejor perderme el surrealismo, con cuadros que no son surrealistas, con una sola obra de Alice Rahon (con Lilia Carrillo, mis pintoras favoritas), con Riveras que no son surrealistas, con un puñado de Lamm no muy representativo; no es una colección, sino un amontonamiento sin criterio de curador, con préstamos de varias colecciones particulares pero no especializadas; en el acervo de Bellas Artes y en el Museo Tamayo hay más muestras de surrealismo menos pretenciosas, más pertinentes, más definidas; ¿y de veras Miró es surrealista? ¿Al menos, lo expuesto de Miró es surrealista? ¿Y no pudieron conseguir algún Klee? Las autoridades culturales ven algo no figurativo y creen que es surrealista… *Circula en youtube un video muy divertido de Daniel Barenboim dirigiendo, en vivo, el Boléro; apenas hace movimientos de la batuta, casi todo el tiempo con los brazos colgando, y una que otra indicación; termina, claro, en La Mayor (euforia); el domingo 26 se transmitió por el canal universitario el concierto de la Sinfónica de Minería en que interpretaron, de manera virtuosa, varias obras de Ravel, y terminaron con el Boléro; como Barenboim, y como lo hizo Mata en 1968 al frente de la OFUNAM, Carlos Miguel Prieto dirigió sin partitura, pero al revés de Barenboim, y como Mata en 1968, con gran euforia, aspavientos, y terminó tan agotado que debió recargarse, aunque después repartió flores a toda la orquesta que tocó sin falla; la televisión mostraba la partitura de quien tocaba la tarola (creo que su partitura, más o menos visible, decía “tan tan tan tan, tan tan tan tan, tantantantantatantán”); ya se sabe que la verdadera tarea está en los ensayos, pero esta orquesta se luce en vivo, bailan y disfrutan todos, y sus integrantes parecen maestros de estatura mundial. Repito lo que dicen algunos músicos: Prieto no sabe dirigir, pero sus músicos lo respetan. Lo malo fue la transmisión, con fallas en el sonido. Pese a eso, se apreció el concierto (aunque el Boléro sea poco valorado por muchos melómanos). *Luis Cruz está imparable; el viernes hizo una atrapada que impresionó a todos, incluido Adrián González, que se quedó con la boca abierta; lleva seis juegos pegando de hit, con .342 en los últimos diez juegos, y más de .400 desde que está de titular como tercera base de los Dodgers, aunque ayer cometió su tercer error del año. *Y qué mala onda de que el único partido de Pirinkova que trasmitieron fue en donde Ana Ivanovic (sin la picardía ni la sensualidad de hace apenas cuatro años) no le permitió lucir su juego ni su elegancia. Pirinkova no parece tenista, parece antropóloga interesante.