domingo, 26 de septiembre de 2010

Anecdotario televisivo

Si una cifra cualquiera es dividida entre cero da como resultado un número infinito, o indeterminado; pero las matemáticas suelen ser tan abstractas que no siempre es posible ejemplificar; Sergio Romano lo intentó; es decir, intentó definir lo indeterminado: puso dos de las tres cámaras en el estudio a que se tomaran de frente; no el aparato, sino la luz; ¿qué vería el televidente? Nada. Fue decepcionante para los fanáticos de la ciencia ficción, pero apasionante para los matemáticos: se vio la nada.
Lo malo es que nadie se dio cuenta del experimento; sólo muchos años después, en Tonantzintla, viendo el infinito, me di cuenta que ya lo había visto en las cámaras del canal 11. (Me gustaría retar a Sergio en un estudio para que definiera qué cosa es un centímetro cuadrado.)

No odio la televisión, sus alcances son inasibles; en México ha hecho mucho mal, pero también mucho bien; no hablo de los programas culturales, que suelen ser tan aburridos que en su suite televisiva “La tanda”, Les Luthier los mandan a las tres de la madrugada; pero hubo algunos programas con intelectuales bastante atractivos, e incluso divertidos: por ejemplo, José Luis Cuevas irritando a David Alfaro Siqueiros porque mientras éste hablaba, Cuevas se la pasaba peinándose; o Juan García Ponce decretando la muerte de la Novela de la Revolución, o Alexandro Jodorowsky entrevistando a una vaca, o destrozando un piano a hachazos; o Carlos Monsiváis y José Agustín retando casi a golpes a los defensores de las estudiantinas, o Monsiváis decretando que “la minifalda llegó para quedarse”, o José de la Colina defendiendo el yoga al decir que no era entretenimiento de “señoras gordas” ante la alarma de Paco Malgesto, o Juan José Gurrola afirmando que su obra ¡Ay papá, pobre papá, estoy muy triste porque en el clóset te escondió mamá! no había fracasado, que era el público el que había fracasado.
Por desgracia esos momentos de provocación ya no sólo no son frecuentes, sino inexistentes, aunque abunden las palabras que ofendían antes a las buenas conciencias que ya más bien se las apropiaron, las desacralizaron, le quitaron su carácter subversivo; son impensables los escándalos de cuando era más ingenua la televisión, aunque fueran momentáneos, como cuando Isela Vega dijo que su vestido estaba adornado con “pendejuelas, licenciado”, o cuando La Diva dijo que no se sentía, que era la Divina Garza, y poco después amenazó a su interlocutor, y eso que era su amigo, con describir y descubrir los escándalos que éste protagonizaba tras las cámaras; con las telenovelas que se filman, que no se transmiten en vivo, ya no es posible el escándalo de que a la primera actriz, al pisárselo, se le caiga el strapless dejando ver sus pechos a los incrédulos espectadores mientras gritaba “¡mi vestido!” y se le olvidaba su parlamento; o a la Diva que, al sentarse, se le olvidó que traía crinolina, y gritó “¡se me ven las piernas!”, obviando su templanza y frialdad.
Tampoco los descuidos, algunos tan famosos como “le dedico esta pelea a mi ex amigo el presidente Echeverría; bueno, todavía es mi amigo”, del Famoso Gómez en las últimas semanas del sexenio de LE. O el discurso de la muy bella capitalina aspirante a Señorita México en 1976, aturdida por los abucheos de los porristas de otras concursantes, que terminó con el nombre de tres hombres a los que admirara: “y Echeverría, para que se rían”; o “lo único mejor que la gelatina Jell-o es gelatina Royal”, que casi le cuesta la chamba al locutor víctima de las bromas de los camarógrafos; o “un chorrito de Batey”, en el programa de Malgesto patrocinado por Bacardí (“no me haga eso, criatura”). O el escándalo de la vedette vistiendo un bikini con los colores de la bandera (de mucho mejor ver que los vestidos de algunas oportunistas por el bicentenario). O el Himno Nacional en mambo, aunque no haya sido en televisión y eso quién sabe si haya sido.
Por desgracia, estos últimos casos son esporádicos, no provocaciones, y su desenlace tiene más que ver con el choteo que con el humor; y las provocaciones de La Mafia al poco desaparecieron y quienes provocaban dejaron de ser irrespetuosos para hacerse respetables. Cuando mucho, el escándalo de los gobernantes por el presidente bombero y su esposa.

Para la televisión no es primordial la intención educativa; no puede compararse con los libros porque cuando se cuenta una trama ésta pierde su sentido, su magia; la lectura es un placer solitario, y si se comparte, no es el acto sino las consecuencias lo que cuentan; tampoco la poesía tiene cabida en la televisión; por lo regular los poetas son pésimos declamadores, sobre todo de su obra; la televisión no ha oído a Carlos Fuentes leer poesía, y algunos que sí saben leerla, ante el micrófono engolan la voz, pierden el ritmo, carecen de cadencia; no todos son Pablo Neruda, quien le daba un tono especial a su obra, que adquiría otro sentido, además del que el lector percibía al leerla. Los televidentes se conformaron con recitadores que ni siquiera entendían la poesía; tampoco entendían que tres hombres con mucho sentido del humor, como José de la Colina, Tomás Pérez Turrent y Emilio García Riera se portaran tan seriecitos ellos al comentar películas, y tuvieran que aguantar que los chotearan Lechuga (“Emilio ojalá se riera”) y el Loco Valdés (“Enrique Rosado –pionero de los comentaristas de cine en televisión–, de la Colina”).
Ha habido momentos divertidos, no planeados, como cuando Elena Poniatowska interrumpía su entrevista a Carlos Fuentes para advertirle que sus hijos podían romper algo.

La televisión en vivo era muy indiscreta; un programa especial para presentar a la selección femenil de futbol después de la Copa Mundial de 1970, tuvo como anfitriona a Verónica Castro, quien compitió con una de las seleccionadas en la proliferación de “descuidos”, como le llaman los españoles a la exposición involuntaria de las prendas íntimas. Una competencia que también entablaron las protagonistas de Ana del aire (Angélica María en sus mejores momentos, Susana Dosamantes y Lupita D’Alessio), y que no tiene nada que ver con los descuidos voluntarios actuales de las animadoras de los programas matutinos y meridianos, en que se exponen ante mujeres porque el público natural de esos descuidos está, por lo regular, en la chamba, viéndolos con retraso por internet. Cabría la pregunta de si se ha ganado en libertad no sólo con esas locutoras, sino con la exhibición de cintas que antes sólo podrían verse en el Cine Río o, si eran de calidad, en el Paseo, a medianoche en el Buñuel, o en el Prado, con la condición de que se hicieran los que no los veían o no les importaba (hay un divertido relato de Woody Allen sobre un cinéfilo que hace una larga fila para ver una cinta de Bergman, pero sólo por un desnudo de tres segundos).
Quienes se quejaban de que el cine no había sido para verse en la pantalla de televisión, ahora saben que ya no es posible ir al cine, de que el cine mexicano casi no existe, y de que las pantallas cada vez son más grandes, más parecidas a las del cine, y además ya se pegan en la pared; el problema es que lo que se exhibe es malo o sigue estando cortado; con el agregado, además, de que los desnudos que exhiben nada tienen de excitantes (o son perturbadores, como los de The Dreamers o los de Bâise-moi, que han dejado como ingenua El último tango en París); nada hay más deprimente que la muy interminable escena en que Rafael Inclán entrega su ralla a una larga fila de mujeres desnudas, desinhibidas y exhibicionistas, pero bastante deslucidas, en Noches de cabaret; o los desnudos de Sasha Montenegro en la parodia de Blanca Nieves. Era más excitante el Can Can de Silvia Pinal en Viva el amor.

¿Qué tienen de superiores las series televisivas de una hora de duración, sobre los programas policiales de media hora? No la belleza de las protagonistas, porque excepto las de Bones (todas o casi las de Bones), no lo son más que Susan Saint James o Rebecca Clemons, protagonistas de las series de los ochenta (que además tenían guionistas como Joe Gores); tampoco son mejores actrices, aunque ahora se han especializado en actuar a base de gestos, olvidándose de los movimientos corporales; tal vez las idealizo, pero tengo la impresión de que las muy complicadas tramas actuales no superaban en inteligencia a las de El hombre del paraguas; ni que ahora el televidente aguantara un programa como el de Un Solo Hombre.

Con el video tape nos perdemos la posibilidad de ver a un cantante que se cae del caballo, como le sucedió a Demetrio González, quien muy profesional siguió cantando, sentado en el suelo; lo de malo fue que no todos los mariachis lo siguieron acompañando; los trompetistas no podían hacerlo, a consecuencia de las carcajadas; tampoco permite ver dormir al protagonista de un programa la media hora que duraba su espacio; no se evitan los errores, sólo se los escamotean al televidente. Claro, no evitan las barbaridades de las locutoras, pero éstas se deben a sus alcances intelectuales, no a errores o a lapsus; lapsus como el de aquella actriz que llegó al cine y a la televisión por haber sido finalista de un concurso de belleza, gracias al cual, desde entonces, se le abrieron muchos “las piernas. Perdón, las puertas”.
No escamotean, repito, la belleza de las modelos; el problema es que muchas lo único que aportan es belleza; lo bueno es que la exhiben con prolijidad; lo malo es que, así exhibida, la belleza pierde su picardía, su candor, su erotismo; y sí, puede ser que idealice el pasado, pero no puedo dejar de pensar que la bailarina que en hora tan incómoda como al mediodía abría Variedades de mediodía con un ballet tan clásico como incitante, en mallas que permitían mostrar la belleza de sus piernas; o cuando las medias Canon patrocinaban el programa de media hora, Tres generaciones (Prudencia Griffell, Andrea Palma, Maricruz Olivier), la cortinilla mostraba un biombo y, bajo él, unas espléndidas pantorrillas, rodillas incómodas, y poco, muy poco, de muslos; la anónima modelo hacía que los señores llegaran temprano los jueves para ver el comienzo del programa.

(Desde hace unas tres semanas, el portal de El Universal ha comenzado a incluir los domingos mi columna "El Librero", que aparece en la sección Kiosko, precisamente de la edición dominical, para los que se pierden la edición impresa.)

domingo, 12 de septiembre de 2010

Cuando fui estrella de televisión (En mangas de camisa)

Todo sucedió en una semana; en Hip 70 de Aguascalientes se me acercó una joven con aspecto de radical: te cambio alguno de los discos que tengas repetidos; en Gran Bazar del Toreo me detuvo un muchacho, un poco apresurado: no te vayas, déjame comprar tu libro (Tú, por ejemplo, que acababa de aparecer) para que me lo firmes, no te vayas a ir (por supuesto, lo esperé, no son cosas que pasen todos los días); abordé un camión en el paradero del Metro Chapultepec, hacia Ejército Nacional, y junto a mí tomó asiento una estudiante de medicina, muy atractiva; junto a ella, de pie, se quedó su acompañante, uno que la pretendía y que también traía bata blanca: ¿qué lees?, asombrado le mostré la portada de Dos crímenes, recién salido de la imprenta; qué tal está, preguntó y me pareció que era un absurdo que pudiendo tratar de ligar, me hiciera plática, hasta que me bajé frente a lo que aún no era Pabellón Polanco.
Apenas se había puesto a la venta Tú, por ejemplo, pero no era para tanto; el motivo de mi súbita e incómoda popularidad se debía a mi aparición semanal en En Mangas de Camisa y algunas en Discoteca Privada, todos los viernes.
Todo sucedió así: Guillermo Anaya llegó hasta La Onda, y nos invitó a Manuel Gutiérrez Oropeza y a mí a asistir a En Mangas de Camisa, que conducían Sergio Romano y Cristina Rubiales en el Canal 11, todos los días, a las cuatro de la tarde, un verdadero reto porque era la hora en que comenzaban las telenovelas que acaparaban un gran porcentaje del auditorio televisivo; y era una época no tan mala del género.
Pero Romano y Cristina hacían un programa divertido y variado, y sobre todo inteligente; su propósito era que comentáramos, los viernes, lo que publicaríamos un día después en La Onda, suplemento de Novedades, que era bastante menos solemne pero mucho más serio que otros suplementos, que no menospreciaba los llamados géneros de entretenimiento, y pese a todo nos acusaban, sobre todo a Gabriel Careaga y a mí, de mafiosos.
En mi primera participación hablé de la poesía mexicana erótica; era el número correspondiente a la primavera de 1977; Romano me preguntó qué opinaba de los experimentos que comenzaban, de niños de probeta, programados al gusto de los padres y no se me ocurrió otra respuesta que fusilarme la que acaba de decir alguien: “todo tiempo pasado fue mejor”.
Pese a nuestros titubeos, a Romano le gustó lo que hicimos, y cada semana íbamos, no siempre Manuel, a veces con invitados (Walter Weller Taboada el más asiduo). En los primeros programas, Romano y Cristina estaban en un escritorio y los invitados en sillones incómodos, en un plano más bajo; al poco, todos en el mismo plano. Al terminar el programa se iba Cristina y Romano, ya solo, dedicaba tres cuartos de hora a poner y comentar discos; sabía de música tanto como de literatura, sociología, política, filosofía; excelente lector, estaba más o menos al tanto de las novedades, que entonces eran mi mole, y las comentábamos al aire, sin ensayar, sin guión, y armábamos números bastante entretenidos; alguna vez tuvimos una discusión, sobre Cien años de soledad; como no me gustaba tanto como me gusta ahora, la traté como una novela inferior a otras del mismo García Márquez; como consumimos el tiempo, quedamos de vernos la siguiente semana, a la salida; y la siguiente semana Cristina llevó a Froylán López Narváez y a Dolores Castro para rebatirnos a Manuel y a mí; no salimos tan mal parados, fue un empate decoroso, y lo que dijimos todos fue bastante polémico pero sin desperdicio acerca de la novela hispanoamericana.
En otra ocasión, Ricardo Garibay, quien andaba promoviendo su Acapulco, objetó mi pasión por Faulkner: no lea a los extranjeros, eso es imperialismo, lea a los escritores mexicanos; como era al final del programa, lo dejamos para la siguiente semana, y en ella, pese a la actitud agresiva de Garibay (fuera de las cámaras era todo amabilidad; al aire, tan agresivo como un boxeador), terminó dándome la razón.
Por esos días, repito, apareció mi segunda novela, de la que no me arrepiento como de la primera; la editorial, mal aconsejada por mi amigo Justo Molachino, apostó por editar quince mil ejemplares, que se agotaron en cosa de cinco meses, y editaron seis mil más, que se agotaron en otros tres meses; la editorial, como acostumbraba, no me pagó más regalías que las correspondientes a diez mil ejemplares, y además había hecho lo que había querido con la puntuación, con algunos efectos que, corregidos, perdían sentido; evité que se reeditara. El éxito de ventas obedeció no a la novela, que escribí para que la leyeran unos cuantos y la entendieran muchos menos (Raúl Renán, Ricardo Zarak, Gustavo Sainz, Manuel); no en clave, pero sí hermética. El éxito se debió a mi presencia en la televisión, en el canal que supuestamente pocos veían.

Una noche, cuando llegué, me encontré un recado de Sergio: había que ir al World Trade Center, donde estaba filmando varios programas porque iba a ver un puente de una semana; llegué cuando habían filmado el último; sólo que iban de atrás para adelante; como no podíamos comentar sucesos del día, nos pusimos a hablar de deportes; defendimos a los jugadores poco famosos; por ejemplo, Rocky Blair le abría paso a Franco Harris; Ricky Williams abría huecos para que pasara Larry Czonka; elogiamos a los buenos fildeadores en el beisbol; allí comenzamos a enfocar el deporte desde otro punto de vista; y es lo que he hecho desde hace 32 años, mostrando lo insólito, lo que no se ve; fueron cuatro programas que, si los repitiera el canal 11, encontrarían el germen de un periodismo diferente.

Hablábamos de todo; al principio entrábamos cuando faltaban cinco minutos para terminar el programa, de cualquier manera debíamos estar cinco minutos antes de que empezara, porque cuando cerraban el estudio ya no lo abrían sino hasta terminar (y hacía un calor de 15 mil watts); un día lo visitaba Enrique Alonso: ¿qué le preguntarías?, me preguntó Sergio; muchas cosas, inventé; entra desde el principio, me dijo, y sostuvimos una plática divertida e interesante: ¿qué siente de ser el responsable de la educación de millones de mexicanos?, le preguntamos.
Compartimos escenario con mucha gente que iba como invitada: Yoshio, Sonia Rivas, Diego Herrera, luego fundador de Caifanes; Gonzalo Vega, Flor Procuna, pero la mayoría de las veces bastaba con un tema para que acaparáramos los tres cuartos de hora que duraba En Mangas de Camisa; no duró mucho la fórmula; poco después Cristina tuvo su propio programa, el de Serio se redujo a uno, pero de una hora; aunque Cristina me invitó al suyo, era condición de que dejara el de Romano; no acepté; aunque aclaro que iba como invitado, sin recibir emolumentos, no me interesaba una planta en el canal: bastante tenía haciendo La Onda de lunes a viernes; pero de allí en adelante entraba todo el tiempo, aunque muchas veces no participaba en alguna plática; pronto se hizo costumbre que llevara un disco, que casi siempre lo conocía Sergio, y ponía una o dos piezas; es uno de los que más conoce de música, entonces me conformaba con sus comentarios, pero aproveché un par de veces con su rechazo a The Who, que era y ahora más, de mis favoritos, para echar alguna plática sabrosa. Puso en peligro mi estabilidad social un día que comentó que ya no oía discos de Beatles, que ya los conocía demasiado, “la última vez fue en casa de Eduardo, que me puso dos discos piratas”, comentario que desató una persecución de los fanáticos coleccionistas que pensaban que tenía todos los piratas (cerca de 500) del conjunto.
Algunas veces fue a cenar a la casa; una de ellas, compartiendo tertulia con Bernardo Giner de los Ríos; fue muy divertido, porque aunque Sergio siempre acaparaba la atención de todos, Bernardo solía hablar, con conocimiento, de todo, y con tanto sabor como Sergio; la cena acabó a las ocho de la mañana; de allí en adelante todas nuestras cenas terminaban a esa hora, y eso porque yo debía llevar a Diego a la Liga Maya, a jugar beisbol. Varias veces, al terminar el programa, Sergio me daba aventón, y seguíamos la plática casi a la medianoche, en casa; en mi favor, presumo que hacía unas ensaladas tan buenas que la cena la servíamos en dos partes, porque primero se acababan la ensalada y dos o tres horas después servíamos el platillo fuerte.

Un día llevé algún libro raro; ¿de dónde lo sacaste?, preguntó Sergio; conté que Aurelio González afirmaba que había mandado imprimir un catálogo de Joaquín Mortiz para justificar mi edición blanca de Mirándola dormir. ¿Cuál edición blanca? Al viernes siguiente la llevé al programa, y a partir de allí cada semana llevaba una edición rara, algún libro agotado, una edición de pocos ejemplares, alguna edición alterna. Gracias a eso, varios amigos marchantes comenzaron a ofrecerme rarezas, que provocan envidia entre coleccionistas, pero que me obligan a seleccionar mejor los libros que conservo.

Al contrario de lo que le pasa a toda la gente normal, que presumo de serlo, no me puse nervioso ante las cámaras, un poco el primer día; de allí en adelante conservé la tranquilidad, no me apresuré, podía escoger las palabras sin tropiezos, y si alguna vez me reí fue de manera justificada; por ello pude mantener siempre un buen nivel de conversación, y con fluidez; en ocasión del Libro del Año, en 1997, Sealtiel Alatriste me invitó a su programa en canal 4, entonces el canal cultural de Televisa; conozco a Sealtiel desde 1987, pero ignoraba, o desconocía, mi paso por canal 11; entonces me advirtió: trata de no ponerte nervioso, al cabo que si te equivocas podemos cortar y repetir; por cuidarme se descuidó, y tuvieron que cortar un par de veces, pero no por mi culpa; Sealtiel se reía: fui yo, no tú. (Casi un año usaron mi imagen, en ese programa, como identificación del canal.) No le confesé mi experiencia, aunque creo que debió haberme visto más de una vez; mejor me fue con una conductora famosa; hacía sus pininos (no sus “pinitos”, como dicen ahora, quién sabe por qué) en un programa sabatino producido por mi amigo Luis Arturo Cárcamo; aunque se transmitía diferido, se grababa con público; la novata estaba en su segundo o tercer programa, y me invitó Luis Arturo para que ella se fuera soltando; él sí me había visto, y sabía que un entrevistado que no se pone nervioso ayuda a los entrevistadores novatos; antes de entrar a grabar, la conductora me dijo: te voy a preguntar esto, ¿qué me vas a responder? Contesté e hicimos una preentrevista, ensayada; a la hora de grabar me hizo la pregunta, que contesté tal cual, pero con otras palabras; desconcertada, siguió con las preguntas, que contesté, pero siempre con palabras diferentes; se puso tan nerviosa que terminamos con ella a punto de soltar el llanto, y yo con la afirmación de que soy muy buena gente. Cerca de quince años después volvió a entrevistarme, con motivo de la aparición del Baúl de recuerdos; ya con muchas tablas, dueña de su compostura, regañando a su equipo, ya no me dio instrucciones; comenzó la entrevista, pero le fui cambiando el tono, la temática, de tal manera que, con una frase nada descomunal (que escribí el libro antes de que se me acabara la memoria) soltó una de las carcajadas que tienen, o tenían, prohibidas los conductores. (Al terminar el programa, matutino, se me acercó el floor manager: ¿usted iba a En Mangas de Camisa?; yo era el floor manager del programa.) Por la soltura que aprendí en En Mangas de Camisa, he podido mantener conversaciones radiofónicas (una inolvidable con mi amigo y rival en trivia Guillermo Ochoa, durante casi tres horas; día por cierto en que compartí micrófonos con Gloria Trevi), y me han entrevistado para canales y programas culturales, y con resultados que sorprenden a los entrevistadores: les sobra tiempo y cinta, porque no repiten ni deben cortar; la última intervención radiofónica debió suspenderse la grabación dos veces, pero no por culpa mía, sino porque Guillermo Samperio se cayó dos veces de la silla, enojado por lo que le había dicho. El programa conmemorativo del Mural Efímero de Cuevas termina con palabras mías.

Hace unos días, buscando alguna información en Internet, descubrí un blog de Sergio Romano, y en él, su dirección en facebook (portada, en español); con el temor de que fuera un homónimo, le escribí; hemos restablecido la comunicación, interrumpida hace casi 30 años; aclaro que no fue por quedarme el disco George Harrison, de Harrison, donde aparece Steve Winwood, que aún no le regreso, y si no me presiona me tardaré en regresar todavía un poco; radica en Hermosillo, donde tiene programas de radio y televisión. Escribo esto no por presumir, aunque tengo muchos motivos justificados, de haber sido estrella de televisión, y sobre todo de Canal 11, sino por el gusto de recuperar una amistad que me enorgullece por varios motivos; para muchos, Sergio es un símbolo de cuando la televisión estaba en un excelente momento; no sólo es un triviólogo muy respetable, alguien que sabe mucho de música, de toda la música, y un lector sensible de literatura, de política, de sociología y de filosofía, y un periodista envidiable; es además hijo de José Romano Muñoz, uno de los maestros puntales de la Preparatoria (no de las prepas; comparable nada menos que a don Erasmo Castellanos Quinto), y uno de los que, influidos por José Gaos, ensayó la filosofía de lo mexicano, con textos comparables a los de Emilio Uranga y Jorge Portilla; y Sergio tiene el mismo sentido del humor, y la misma pasión por la palabra y por la cátedra, sólo que en vez de un aula, usa los micrófonos, no para educar, sino para despertar y contagiar esa pasión.
Y además, siempre es un placer recuperar amistades.

PD. Ayer, 15 de septiembre, me enteré del fallecimiento de Ana Sol, esposa de Sergio, y anfitriona, con él, de En Mangas de Camisa, luego de la salida de Cristina Rubiales; excelentre anfitriona, en su casa y en el estudio, compartía chistes secretos, animaba y además detenía los telefonemas agresivos, y pasaba recados divertidos. Me sorprendió la noticia, y me hizo recordar muchos detalles del programa; esos recuerdos se agolpan y desconciertan, y entrestecen.
PD 2 El autor del dibujo del perfil es Nahúm, el tercero que me hace.

lunes, 6 de septiembre de 2010

La vida sí vale (Infante, José Alfredo, Bonifaz Nuño)

Tiene razón García Riera en su Historia documental del cine mexicano cuando afirma que La vida no vale nada merecía mayor popularidad que la que obtuvo la película anterior filmada con Pedro Infante, Escuela de vagabundos.
Dirigida también por Rogelio González, es mucho más vital que su antecesora, aunque carece de su ritmo vertiginoso y alegre; en cambio, las mujeres que la pueblan son mucho más verosímiles que Miroslava y Blanca de Castejón; si bien no hay una anécdota optimista, tiene muchos aspectos positivos y un ritmo envidiable.
Infante obtuvo un Ariel por la mejor actuación masculina, mucho más valioso que el sobrevalorado Oso de Plata de Berlín, como también apunta García Riera; fue el máximo honor que recibió, y el reconocimiento de que era un buen actor; lo curioso es que lo ganó por hacer el papel de un alcohólico, aunque se presume de que, como Jorge Negrete, era abstemio (también Carlos Monsiváis ganó una Diosa de Plata por actuar como Santa Claus borracho, siendo –casi– abstemio, en Los Caifanes); es notorio que era abstemio, porque cuando actúa como ebrio exagera sobre todo el modito de andar.

La cinta inicia cuando, caminando en zigzag, casi es atropellado por un camión conducido por Ramón Valdés, el mismo que, como taxista, discute con Infante en Escuela de vagabundos; acepta llevarlo a la ciudad, donde, desarrapado, sucio e inseguro, pide trabajo en una tienda de antigüedades, mal atendida por Rosario Granados, buena actriz para el papel de una viuda sin sostén, madre de dos hijos casi desamparados, y que apenas se basta para sobrevivir; pese a que desconfía de la apariencia de Infante, le da trabajo y todo comienza a ir bien: Infante anda pulcro, el negocio va para arriba, los niños lo quieren y hasta la sirvienta se siente contenta; a pesar de la época, hay no sólo insinuaciones sino escenas que hacen más que explícito que Granados e Infante comienzan a tener intimidad; ella se ilusiona porque por primera vez en mucho tiempo no sólo está bien vestida y bien comida; es tal su euforia que cede a la tentación de hacer que Infante brinde por la felicidad; él se resiste, pero también cede; siete años antes se había filmado The Lost Weekend, Días sin huella en español, que Andrés Soler menciona en El Ceniciento, con Tin Tan; en 1962 se filmaría Días de vino y rosas; ambas, sobre el alcoholismo; la segunda, alegato a favor de las curas crueles; la primera, mucho más violenta, la lucha sin esperanza contra la enfermedad; La vida no vale nada, con una inteligente economía de recursos, muestra los efectos de esa debilidad; basta un par de copitas para que se derrumbe el futuro que Granados creía ganado; Infante, consciente dentro de una borrachera, sabe que lo ha perdido todo: a Granados, el cariño de los niños, y la estabilidad conquistada, que nada hay que pueda hacer por detener el deterioro, y abandona la casa de Granados; así es como se entiende el principio de la cinta: borracho, huye de pueblo en pueblo.
Va a dar a otra ciudad; un ligero episodio muestra a José Pardavé como un panadero inepto, pero que amenaza a Nacho Contla, el dueño, con abandonar la chamba si lo sigue regañando, y peor, si no le aumenta el sueldo; Contra explica al ayudante, Manuel Dondé, que aunque Pardavé es malo, no hay otro en el pueblo; en eso llega Infante a pedir chamba; Contla despide al desconcertado Pardavé, y platica: en una crisis alcohólica Infante se fue como cada vez que sufre una, se va puebleando hasta que se cura, pero recae siempre; confía en que ahora sí sea por mucho tiempo.
Infante defendió en una casa mala a una prostituta maltratada por clientes; en pago, ella lo acoge en su cuarto, donde se la pasa durante algunos días, hasta que la matrona exige a Magda Guzmán que lo despida; antes de la última, ella, desenfadada, le cuenta que no tiene para cuándo irse: debe mucho a la patrona en vestido, casa y sustento; para liquidar la cuenta le cuelga; Infante promete sacarla de esa mala vida; es por eso que regresa a la panadería, a juntar para mandarle el dinero a Guzmán; analfabeto, pide ayuda a Dondé para juntar el dinero necesario, y para que le escriba a Guzmán cuando lo reúne. La carta que envía Dondé es tan convincente (“¿pues que le escribiste?”) que Guzmán llega al pueblo donde trabaja Infante para cumplirle lo que le prometió. Infante se muestra sorprendido: él sólo quería ayudarla, no vivir con ella; le aconseja que regrese a su pueblo, sin necesidad de trabajar en lo de antes; Guzmán se indigna, se siente despechada, se embriaga y promete entregarse a cualquiera; el remordimiento abate a Infante, quien vuelve a caer en la embriaguez; vuelve a alejarse cantando “La vida no vale nada”, y Contla de nuevo a preparar la masa.
Infante va a dar a su pueblo natal, donde encuentra a Hortensia Santoveña, su madre, en la absoluta miseria, rodeada de hijos pequeños casi muertos de hambre; el padre, Domingo Soler, se fue en busca de trabajo, se encontró con una mala mujer de la que se encaprichó, y dejó de enviar dinero; Infante va por él, y se encuentra con que Lilia Prado lo prefiere a él; Soler enloquece, y de paso Wolf Ruvinsky, en un espléndido papel, también está encaprichado por Prado.

Aunque Infante es el eje de las tres tramas, el peso dramático recae sobre las tres mujeres: Granados, quien desesperanzada, encuentra en él ánimos para dejar la viudez, recuperar la satisfacción, y rehacer el camino; se le cree cuando expresa su miedo, su angustia, su incipiente y fugaz felicidad, y la desesperación cuando advierte que ha perdido a Infante, y que ha sido su culpa; Rogelio González, tan dado al melodrama, por esta vez no cae en la tentación de mostrarnos la conclusión de este drama. Granados es más convincente que nunca, y muestra una belleza discreta, serena, sobre todo comparada con su aspecto al aparecer por primera vez; también es convincente en su entrega: ansiosa, pareciera inexperta, y que el personaje de Infante la hace sentir algo que no sintió en su matrimonio; se le sugiere feliz, enamorada; no hace los reparos de Miroslava ni es caprichuda como Liliana Durán, las enamoradas de Infante en Escuela de vagabundos; por eso es más verosímil su desesperación al saberse abandonada, y peor, culpable.
Magda Guzmán está excelente; jovencísima, de 23 años (más joven que Anabelle Gutiérrez en Escuela de vagabundos), apenas en su sexta película, ya había sido nominada para el Ariel por La duda, de Alejandro Galindo, en 1955; en 1956 fue nominada también por La vida no vale nada; por desgracia, el cine la aprovechó poco y la mayor parte de su trayectoria ocurrió en la televisión mexicana, que despedazó e inutilizó muchas carreras prometedoras; en esta cinta se le ve guapa, pero no espectacular como la mayoría de las prostitutas del cine mexicano: no es exuberante, un poco tosca, pero tentadora; también es convincente cuando se muestra incrédula ante las promesas de Infante de sacarla de esa vida de perdición; es convincente cuando llega a buscarlo, incrédula pero esperanzada de una nueva vida, y enfurecida cuando Infante se niega a cumplirle, azorada por el rechazo: ¿para qué me sacaste de allí?, reclama, va a buscar a quien entregarse pero eso no la satisface, se embriaga, apedrea la panadería, se hace encarcelar y rechaza que Infante vaya a excarcelarla; como de Granados, ignoramos el destino de Guzmán, pero lo suponemos aún peor, si es que el desconsuelo no es lo peor.
Lilia Prado está más cachonda que nunca, si es posible; más que en El gavilán pollero, más que en Las mujeres de mi general, más que en Confidencias de un ruletero, que en Cuarto de hotel; más que en Isla de lobos; como una indómita lugareña de un lugar tropical, se burla de los hombres, le encanta verlos tristes, se ufana de su derrota y su sufrir; promete y no cumple, se les ríe en su cara, y con un pequeño gesto los tiene a sus pies; al inmenso Domingo Soler lo doblega, y lo hace enfrentarse a su hijo, igual que Fernando en La oveja negra, sólo que, más que Leonor Llausás, se muestra fresca, con las piernas al aire con desenfado, nada modosita; no exhibe sus pechos en demasía, pero hace pensar que no usa brasier, y eso la hace más provocativa. Le fascina encender a Infante, y cuando ve que no logra que éste se enfrente a Soler, azuza a Ruvinsky para los ataque; al quedarse sin padre e hijo, que van abrazados de regreso al hogar, cae en la desesperación, como Granados y Guzmán, aunque le toca el consuelo, a ella sí, de quedarse con el primitivo Ruvinsky. Prado, una excelente actriz a la que no se le consideró así a causa de su picardía, la belleza de su cuerpo y a los papeles que le tocó hacer, cambia el ritmo de la cinta, la hace movida y alegre, y el drama que enfrenta, el mayor de los tres planteados, se ve menos denso que los otros; no es sino hasta el final que se ve que puede convertirse en tragedia.

La cinta es muy buena, entre las mejores de Infante, y su actuación es extraordinaria, con el pequeño inconveniente de que no se le creen las escenas de borrachera; si alguien camina con tanto zigzagueo, más bien se cae; su dicción tampoco es real; pero en los otros momentos, cuando teme emborracharse, cuando se le ve tan dubitativo, tan apocado, es mucho más verosímil que cuando la hace de criado malcriado; lo suyo no es la arrogancia, sino el titubeo. Es muy natural cuando ve que el mundo se le cae encima, cuando no puede responderle a Magda Guzmán, cuando encuentra a un Soler displicente, cuando ve a sus hermanos desamparados, cuando ofrece un cinco al menor, a quien no había conocido, cuando Santoveña estalla en lágrimas cuando lo ve.
Sus alternantes están tan bien como él; Soler y Ruvinsky no tienen falla y explotan al máximo las oportunidades de su papel; Soler, en su enfrentamiento con Infante, llega a superar a su hermano Fernando en La oveja negra, y Ruvinsky está en su mejor momento, ni exagerado como en Pepe el Toro, ni sobreactuado como Santo en la invasión de los marcianos. Manuel Dondé y Nacho Contla están muy bien. Pero lo mejor de la cinta son las tres alternantes de Infante: Granados, Guzmán y Prado.
“La vida no vale nada” ("Camino de Guanajuato", por mal nombre) remata cada uno de los episodios donde el conflicto lo lleva al alcoholismo; aunque la canción no habla específicamente de borrachera, relata un largo camino de desolación, y los obstáculos a los que se enfrenta el narrador; José Alfredo Jiménez es uno de los mejores compositores mexicanos, aunque la música sea casi la misma en varias piezas no menores: “Amarga Navidad”, “El tren sin pasajeros”, “La que se fue” y la maravillosa “La noche de mi mal”, sin letra, son casi la misma; tiene algunas frases emblemáticas: “de mis manos sin fuerza cayó mi copa sin darme cuenta”, “otra vez a brindar con extraños”, “caminé llorando a mares donde no me vieras tú”, entre otras, resumen el sentimiento del vacío amoroso, la sensación de pérdida; sin embargo, las letras, sin la música, no dicen nada; es la conjugación de ambas lo que lo hace bueno; “La vida no vale nada” comienza como una canción más, pero tiene giros inesperados; un verso como “vete rodeando veredas” es una metáfora no del caminante, sino de una actitud ante la vida de quien no puede enfrentarse a retos a veces insoportables, como la pérdida del amor, tan frecuente en Jiménez; lo he dicho ya varias veces: me parece que muchos de esos versos fueron sugeridos, corregidos, enmendados o aprobados por gente de talento literario y que, con las distancias debidas, relató lo mismo con mejor mano literaria, y con la misma intensidad que él; no puedo afirmarlo, pero no puedo dejar de pensar en Rubén Bonifaz Nuño, alguien que habló del amor y del desamor con la misma pasión que Jiménez, y que gustaron de los mismos lugares de la vieja ciudad de México de los años cincuenta; pudo haberse dado ese encuentro; Albur de amor, un extraordinario libro de poemas de Bonifaz Nuño, tiene versos que parecen citar canciones de José Alfredo. Éste, por su parte –también ya lo dije en otro lado– llevó la canción rural a la ciudad, cambió el camino árido por las calles desiertas a medianoche, y en vez de tambora necesitó de rockola. Sus personajes pueden ser campesinos, pero sus canciones son más adecuadas para oficinistas que lamentan en una cantina los desplantes de las ingratas que, ellas sí, indiscutiblemente, son las protagonistas de esas canciones.
Para muchos, ésta es la mejor cinta de Pedro Infante; no es fácil encontrar una mejor que ésta, y como actor, alcanzó con brillantez el cumplimiento del papel más difícil de su carrera. Y sí, merecía mayor popularidad que Escuela de vagabundos.