viernes, 27 de abril de 2012

Erotismo en el cine mexicano

A propósito de las encueradas en dos cintas con un mínimo argumento sobre lucha libre (en Santo en el tesoro de Drácula, para dirimir un conflicto de intereses al apoderarse del tesoro acumulado por el conde Drácula –Santo, para beneficiar a los pobres del mundo; los villanos, para beneficiarse ellos, que le proponen a Santo se vayan mita y mita—, establecen que lo resolverán en un ring; ésa es la única lucha en la cinta (Santo derrota a su adversario); en La horripilante bestia humana, Norma Lazareno, Gina Moret y algunas extras enseñan más fuera del ring, donde pelean vestidas con unos trajes incomodísimos), pregunta Francisco Elorriaga cuál sería la película más sexy-erótica del cine mexicano; además de que sólo soy un aficionado pero no experto en nuestro cine, y que no he visto todas las que se han filmado, creo que hay más bien escenas que cintas eróticas; en algunas, ni siquiera ha habido desnudos, y en otras, apenas se han insinuado. Por ejemplo, en El niño y el muro, sin que muestre nada de su muy sensual cuerpo, Yolanda Varela con puros gestos insinúa un orgasmo que escandalizó a la gente en los años sesenta; la corretiza que le pone Jorge Negrete a Raquel Rojas en Cuando viajan las estrellas es bastante excitante, aunque sólo se vean parte de los muslos (eso sí, de bailarina de flamenco) de la estrella, y las piernas tambaleantes de Negrete, vestido, que cuando la alcanza decide mejor ser caballeroso (¿o estaba muy cansado?). En casi todas sus cintas de los años cincuenta y sesenta Silvia Pinal francamente provocó estremecimientos masculinos, sin que haya necesitado de ningún desnudo (los que hizo no fueron ni sensuales ni eróticos); con Pedro Infante, cantando unas rondas infantiles, estremece al auditorio, y más cuando se levanta la falda y se la pone como mantón en la cabeza, sin que se dé la vuelta en beneficio del espectador; en todas sus comedias de los años sesenta está a punto de mostrar las tarzaneras, pero se queda a unos milímetros; en ¡Viva el amor! baila un cancán inolvidable, aunque no conmueva mucho al ya acabadón Emilio Tuero. El faje que le ponen Fernando Soler y Manuel Medel, simulando ser médicos, a la sirvienta de la casa de Blanca de Castejón en ¡Qué hombre tan simpático!, sin que le toquen ninguna parte pudenda ni le quiten el vestido (tal vez porque los interrumpe Rafael Banquells) es bastante atrevido, sobre todo para 1943. Elsa Aguirre fue pródiga mostrando las piernas, y de pronto algún escote y siempre fue cuando menos provocativa; no lo fue, en cambio, cuando mostró las pantarraf (De noche vienes, El cuerpazo del delito); Infante la interrumpe en uno de los más nerviosos streap tease del cine mexicano, y sólo se queda en brasier y panties, cuando él la detiene. Excepto las escenas filmadas por Sasha Montenegro e Isela Vega, por lo regular el cine de ficheras mostró mucho pecho, demasiadas nalgas e incluso bastante vello púbico, pero no quiere decir que haya erotismo, sensualidad ni belleza en esos desnudos; aquéllas, más Pilar Pellicer, Alma Delfina y una que otra más, eran más bellas que buenotas, y sacaron provecho de esas características; Pellicer hizo un desnudo fugaz, excitante, en Las visitaciones del diablo, y otro, no por cómico menos atractivo, en Los amantes fríos; pero más que el desnudo, nada despreciable, eran excitantes sus movimientos cuando calentaba el atole para su compadre Toño Zamora (soplando al brasero), mientras dizque velan a Alejandro Suárez (Marco Pulido recuerda una escena más audaz en el teatro, cuando una mujer no hace más que trapear el piso, mientras el público masculino aullaba; en la española Las Leandras una actriz excita al auditorio con un acto más púdico y simple: empuja una carreola). Con pretexto o sin él, Julissa hizo desnudos muy bellos, aunque en alguno lo despojaba del erotismo que debe acompañarlo, al hacer movimientos bruscos y usar un lenguaje desinhibido y desalentador; su compañera en una de esas cintas, Alma Muriel, hizo algunos desnudos memorables por la belleza de su cuerpo, no por el gesto lejano y sufrido. El de Arabella Arbenz en Un alma pura es más frío que bello, y nada excitante. En Trío Cuarteto Ana Martin sale desnuda del lecho que comparte con Pedro Armendáriz, de una manera tan natural y tan fugaz que el espectador apenas tiene tiempo de admirarla, sin sentir ninguna reacción; al final de la cinta, en cambio, Armendáriz decide que, aun contra su voluntad, Martin debe acostarse con varios amigos de él; no se ve lo que le hacen, pero se escuchan sus quejas, sus lamentos y sus gritos hasta que, con el último sucesor, en cambio, gime de placer y se escucha una risa saludable, mientras el rostro de Armendáriz se descompone, y el espectador se queda con las ganas de que se hubieran filmado esas escenas. En cambio su desnudo frontal en Cadena perpetua no hace pensar en el presente sino en el pasado inmediato; en esa cinta Pellicer hace un desnudo bello pero fugaz, y Angélica Chaín, el más natural, erótico y estético de los muchos desnudos que hizo para el cine mexicano. Una de las cintas más eróticas del cine mexicano, El vuelo de la cigüeña, contiene muchos desnudos de Rosalía Valdés y de José Alonso, y varios semidesnudos de Pedro Armendáriz (uno parcial de Lilí Garza) y desaprovechan en cambio a Elizabeth Aguilar, que poco antes (o poco después) posó sin chones (según expresión de Vicente Vila en Siempre!) para Playboy; lo más erótico, en cambio, es la naturalidad de los desnudos de Valdés, quien sin tapujos se quita la ropa, se muestra de frente y de espaldas, faja con Alonso en la cama, en escenarios naturales, y en el Metro, delante de muchos pasajeros que se hacen disimulados; Tere Álvarez protagoniza un desnudo procaz, abierto, en un baile salvaje y violento en Adriana del Río, actriz, de Alberto Bojórquez, pero lo censuraron y quedó sólo la parte vulgar; Tina Romero, quien se desnudó en varias cintas, se ve más excitante cuando muestra las panties en Lo mejor de Teresa, mientras bebe cerveza en casa de una amiga (en la vida real repitieron la escena tantas veces que las actrices sufrieron una alteración embriagadora, pues no bebían sidral, era cerveza); Blanca Baldó y Ana Martin (mucho más la primera) salen muy desnudas en Ángela Morante, ¿crimen o suicidio, pero la cinta es bastante floja y, descontextualizados, los desnudos pierden su fuerza; José Estrada hizo mejores escenas eróticas, sin necesidad de desnudar a las actrices; en Para servir a usted, el espectador se excita tanto como Héctor Suárez ante la desfachatez de Claudia Islas, quien apenas aparece en pantaletas en una escena breve y sorpresiva. Julián Pastor, el responsable de los desnudos en El vuelo de la cigüeña, encueró también a Blanca Guerra y a Grace Renat en Estas ruinas que ves; de los de la primera ya hablé en la anterior, y Renat, que aparece totalmente desnuda en una cama, dispuesta a la entrega, es más atrevida en otra escena en la que, sin calzones, se agacha y muestra los glúteos al espectador y a Rafael Banquells y a Jorge Patiño, quienes le ponen sabor a la escena, mucho más que ella (la completa Guillermo Orea cuando, briago, se queja: “¿por qué no me dijeron que le estaban viendo las nalgas a Sarita?”); esa escena es inútil, en la cinta y en la novela; pero Renat tampoco aparece sensual cuando Orea la manosea al mostrarle una baraja con posiciones sexuales diversas. A principios de los setenta hubo expectación por un desnudo que protagonizaría Rosalba Brambila en El rincón de las vírgenes, cuando sale huyendo sin ropa de la cama de Alfonso Arau, y en efecto, está sin ropa, pero en una toma lejana, y parcial; se ven fugazmente sus pechos y sus piernas, pero nada más, aunque la escena se congela; hay más audacia momentos antes, cuando está en la cama, sin ropa, y se estira, agachada; el público no ve nada, pero no pudieron evitar la mirada concentrada de Arau en el trasero de Brambila (por esa época también apareció en una obra de teatro, donde no se desnudaba, pero mostraba unas pantaletas azules que hacían que el público pidiera un encoré). Meche Carreño hizo muchos desnudos para varias cintas de Juan Manuel Torres, y algunos son muy naturales, pero su desnudo más total lo hizo en La Choca, una de las últimas cintas de Emilio Fernández; al principio aparece surgiendo y sumergiéndose en un río, con tomas muy cercanas en donde se aprecia toda su sensualidad, famosa desde que apareció en monokini en las páginas de Cine Mundial; toda la cinta gira en torno a la violencia y al erotismo. Los desnudos estáticos de mediados de los cincuenta causaron expectación; no han perdido inocencia ni, en su caso, vulgaridad; estaban fuera de lugar, eran innecesarios, y sólo disfrutables por la belleza de las protagonistas; pero Kitty de Hoyos no era bella, sólo exuberante (su rostro parece descompuesto); Amanda del Llano ya no era la belleza deslumbrante de 15 años antes; sólo Columba Domínguez y Ana Luisa Peluffo eran atractivas, pero, inmóviles, no lo eran tanto. Por esas mismas fechas, muchas escenas de Sonia Furió excitaban más al espectador que las de aquéllas. En Dos crímenes, un personaje le dice al protagonista principal: “esa muchacha te anda poniendo las nalgas en las narices”, y el protagonista demuestra una excitación sólo notable por un ligero temblor en las manos. Ésa es la sensación que han dejado alguno de los mejores desnudos y algunas de las escenas eróticas que han abundado en el cine mexicano. Faltan muchas, pero en tal desorden que la memoria se llena de muchas escenas que pugnan por aparecer, pero no todas valen la pena. Hay que mencionar, sin embargo, unas excepciones: en El tercer hombre, cuando muy entrada la película aparece Harry (Orson Welles), tiene lugar una de las escenas más impactantes del cine; algo similar pasa cuando, en La comezón del séptimo año Tommy Ewell abre la puerta a la muy distraída y caótica Marilyn Monroe, quien hace una aparición deslumbrante, por desgracia fugaz y sin la atmósfera adecuada que rodea a la de Welles; pero la escena de las rejillas del Metro, aunque nunca se le ven las pantarraf, es una de las más perdurables del cine, y en la vida real provocó la ira y los celos de Joe DiMaggio, y en poco tiempo el divorcio. Así, una actriz desperdiciada, Maribel Fernández, en varias películas insignificantes, intrascendentes y mal hechas, deja al espectador con ese leve temblor en las manos sin que muestre la ropa íntima más que en una escena nada erótica, sino cómica; pero su desparpajo, su desenvoltura y la manera tan natural de exclamar vulgaridades, obscenidades o incluso de insinuarlas la hacen excitante. Excitante es una escena con dos estrellas has been en los años setenta: un escote de Marga López y una exhibición de piernas de María Elena Marqués (¿o es al revés: las piernas de López y los pechos de Marqués?) en ¿Qué hacemos con papá? agarran descuidado al espectador, pero no provocan reacción en Arturo de Córdova. Y otra excepción: en una cinta regular pero intensa de Luis Alcoriza, Los jóvenes, aunque es mucho más audaz y sensual Tere Velásquez, una muy guapa Adriana Roel aparece, con inocencia no exenta de sensualidad, en ropa interior; y en esa misma cinta, una de las más guapas y más desperdiciadas actrices, Dacia González, protagoniza una escena inquietante, cuando le bajan el cierre al vestido y muestra parte de la ropa íntima; aunque todos se ríen, estoy seguro que muchos de los actores que estaban allí quedaron excitados, como lo están quienes ven a González en Tiburoneros interpretando a una joven salvaje e incivilizada pero muy sensual (con pantaletas negras, por entonces, el colmo de la provocación). Y es recomendable ver la escena del faje en la Alameda entre Angélica María (mostrando chones) y Fernando Luján cuando ruedan en la hierba en Cinco de chocolate y uno de fresa. Y hablando de reacciones, son preferibles las de Joaquín Pardavé o de Carlos Riquelme a las de Andrés García, Jorge Rivero, Eduardo Lizalde o Jorge Negrete. Mis padrinos Marco Antonio Pulido y Marco Antonio Campos, de raigambre voyerista como todo cinéfilo que se respete, reclaman que no haya acompañado las reflexiones sobre las encueradas y los luchadores, con algunas fotografías; las que hay son malas y, supongo, tienen créditos y derechos reservados; pero les presumo que tengo una de Maribel Fernández pero no es publicable, no por pornográfica, sino por cuestión de derechos. En Midnight in Paris, el protagonista conoce al joven Luis Buñuel y le sugiere el guión de El ángel exterminador; Buñuel pregunta repetidamente “¿pero por qué no pueden salir?”; tarda más de 30 años en filmar la cinta, pero no la resuelve del todo; para poder abandonar la sala de la mansión en la que están encerrados, los personajes deben estar en la misma posición que al principio, y así se rompe el encanto o maleficio; pero la solución es falsa, porque para entonces ya han muerto dos de los invitados, por lo que es imposible que estén igual que al principio. *Ya hubo un juego perfecto en las Mayores, con la pequeña ayuda del ampáyer que cantó strike cuando era un wild pitch, y del bateador, que no corrió a la primera aunque era base por bolas y el lanzamiento se le pasó al receptor; pero no ha habido día en que haya cuando menos una blanqueada; y aunque es mucho adivinar, qué horrible deben estarlo pasando los fanáticos de Alberto Pujols, con 19 juegos sin cuadrangular, con 11 ponches y sólo 16 hits en 75 turnos; ¿es sólo un slump (el más largo de su carrera) o los Cardenales tenían razón en no ofrecerle las millonadas que pedía? Ya está en la edad en que comienzan a endurecerse los huesos y en tardarse un segundo más en sacar el bat, y tres segundos más en correr de home a primera.

lunes, 16 de abril de 2012

Desnudos en la lucha libre

En su libro sobre la lucha libre en el cine mexicano, Pepe Navar y cómplices ponen especial atención en una cinta que Emilio García Riera, en su Historia documental del cine mexicano (segunda edición, la de la Universidad de Guadalajara), califica de mala pero divertida: Santo en el tesoro de Drácula. No es que sea especialmente mala; excepto unas muy poquitas, las películas de luchadores son malas, y especialmente las del Santo: mal filmadas, mal actuadas, mal fotografiadas, mal dirigidas; aunque las escenas dentro del ring son monótonas pero lo más atractivo para el público, las rodean de una trama policial, de un drama familiar o, ya en los años sesenta y setenta, con algo de ciencia ficción bastante desproporcionada, pero los productores apelaban a la credibilidad del público. Santo en el tesoro de Drácula, que además de ponerle una voz nada común a Santo (anodina, poco sonora, muy diferente de la de Víctor Alcocer), lo presenta como un científico capaz de hacer que alguien viaje al pasado; García Riera ve un parecido, o una calca, de un programa de televisión popular por las fechas en que se filmó la cinta, El túnel del tiempo, en donde James Darren y Robert Colbert en cada episodio iban a un sitio y una fecha decisivas en la historia de la humanidad (eran dos científicos pero con buena suerte para las aventuras y para las mujeres, aunque no pudieron ligarse, hasta donde recuerdo, a otra científica, interpretada por Lee Meriwether, infaltable por cierto en otras muchas series televisivas, como Mis adorables sobrinos, Barnaby Jones y como Lily Munster, pero en The Munster today, no la famosa The Family Munster); incluso, con la misma rueda que al girar produce efectos psicodélicos que se veía cuando los gringos iban a una época indefinida. Santo es tan hombre de ciencia como ellos, pero más altruista; su máquina del tiempo le sirve no sólo para ir al pasado, sino para apoderarse del tesoro acumulado por el conde Drácula para repartirlo entre los pobres del mundo; contrario a los protagonistas de la serie televisiva, viajar al pasado es una tarea femenina porque, afirma Santo, las mujeres resisten cuatro veces más (no dice qué). Lo curioso de todo es la fama del filme: Nelson Carro (El cine de luchadores), Navar y cómplices, y García Riera, afirman que las fotografías que muestran a varias mujeres desnudas delante de Aldo Monti, no en su papel de galán televisivo (antes de Mauricio Garcés como fotógrafo de Estudio Ponds, cuando puso de moda su “arrooozz”) sino de vampiro muy maquillado (para verse pálido, pero también con rímel); se dijo siempre que eran escenas filmadas fuera de México o cuando menos para su exhibición fuera de México. El domingo 15 se exhibieron dos cintas de luchadores, con desnudos, o casi, femeninos; antes de las 22 horas, La horripilante bestia humana, en la que José Elías Moreno es un científico que reta las leyes universales al intentar volver a la vida a su hijo fallecido; eso es pretexto para que Gina Moret y alguna otra muestren los pechos desnudos; la copia exhibida omite esas escenas, pero a cambio es generosa mostrando las pantaletas (“grannies”, les dicen ahora, comparadas con las tangas actuales) de una extra a la que la bestia horripilante le sube el vestido en dos ocasiones mientras forcejea con ella, y de Norma Lazareno, quien en vez de huir del monstruo a bordo de su auto, se pone a correr, con chicos taconzotes, en un parque lleno de desniveles, se tropieza de manera no muy elegante pero tampoco convincente, rueda y el vestido se le sube hasta la cintura, dejando ver unas pantaletas negras más cercanas al bikini que no se acababa de poner de moda en ese 1968 de muchas minifaldas pero ropa interior no enorme, pedro no el chikini que puso de moda Borola Tacuche de Burrón. Lazareno, al contrario de la extra, no ve demasiado ultrajado su pudor, porque quien la encuentra es Armando Silvestre, quien de cualquier manera iba a casarse con ella. Más injustificados son los desnudos en Santo en el tesoro de Drácula; ocho jóvenes medio tapadas con batas semiabiertas presentan a dos nuevas discípulas, acostadas boca arriba, tapadas de la cintura para abajo; exuberantes, se dejan manosear los pechos por el poco hábil Monti, quien sólo las soba y apachurra en vez de acariciarlas; ellas, sin excitarse, se ponen de pie y se unen a las otras, quienes se quitan las batas y quedan desnudas; pese a que están de frente no se les nota el vello púbico, por la lejanía de la cámara o porque están depiladas; se ponen de espaldas; no se divulgan los nombres de las vampiras (que no vampiresas) excepto de dos: Sonia Aguilar y Paulette; una de las diez tiene pechos bellos y glúteos armoniosos; las demás están pasadas de peso, las nalgas caídas o muy redondas o muy planas; es tan injustificada la escena como la pocos años después filmada en Bellas de noche, en la que Rafael Inclán paga sus emolumentos a varias ficheras totalmente desnudas, pero poco bellas. Monti manosea, apachurra y succiona los pechos de dos estrellas, Gina Moret y Noelia Noel durante más de cinco minutos; no hay muchas posibilidades de que sean dobles, porque se ven al mismo tiempo rostro y pechos, más bellos que los de las extras, y en dos ocasiones; Monti no necesita hipnotizarlas, están dispuestas a ser fajadas por él antes incluso que le muerda el cuello. (En las cintas clásicas de vampiros, Nosferatu, Drácula y otras, se insiste en el erotismo del personaje, de la seducción y la metáfora de la mordida como sustitución del coito; se pone especial énfasis en la versión en español de Drácula, por la belleza de las actrices, más eróticas que las actrices gringas, como acota Leonard Maltin.) Aparte de lo absurdo de la trama, hay un error grave: en una escena del pasado, a principios del siglo XIX, se ve a Noel en una cama, con negligé transparente, y brasier y pantaletas blancas, prendas que en esa época no existían (como se sabe, sólo a finales de ese siglo comenzaron a usarse esas prendas). Lo curioso es que, cuestionados sobre esos desnudos, Alberto Rojas (debutante en esa cinta, bastante menos gracioso que en otras cintas de otro género) negó que se hubieran filmado, y Aldo Monti, dijo que se le había olvidado si había habido desnudos, unos desnudos que difícilmente podría olvidar, puesto que participó en ellos con mucho vigor y dedicación. Otro dato curioso es que el padre de Noelia Noel en la cinta, Carlos Agosti, se llama César Sepúlveda, nombre de quien poco antes había dejado de ser director de la Facultad de Derecho de la UNAM, y que mientras lo era, estalló el conflicto que obligó al doctor Ignacio Chávez, rector de la UNAM, a presentar su renuncia. No escaseaban los desnudos en el cine mexicano, ni menos en el estadounidense, e incluso en el inglés. Más hermoso que excitante fue el desnudo de Heidy Lamarr en Éxtasis, en unos cuantos segundos, y se vislumbra el vello púbico; más visible fue el vello púbico de Jane Birkin en Blow-Up; Lamarr, conocida como “La Mujer más Bella del Cine”, fue choteada por Groucho Marx cuando dijo que, de Dalila, tenía menos pechos que Sansón, Victor Mature. Eran más frecuentes las escenas donde las actrices mostraban los pechos, las piernas o los glúteos; ya se habían admirado los desnudos de Brigitte Bardot, de Gina Lollobrigida (fugaz, pero pleno), Sophia Loren mucho antes de que llegara la fiebre de desnudos a México, luego de la primera etapa de los desnudos inmóviles de Amanda del Llano, Ana Luisa Peluffo, Aída Araceli, Columba Domínguez, Kitty de Hoyos, Rosario Durcal, o los no tan famosos pero lucidores de unas anónimas en Rosalba y los Llaveros, o de Ánimas Trujano; ya en las películas del Concurso Cinematográfico hay discretos desnudos de Gloria Leticia Ortiz, Julissa, Pilar Pellicer, y comenzaba a lucirse Isela Vega. Para la época de las dos cintas que vi este domingo hay desnudos de Libertad Leblanc, Norma Lazareno, Ofelia Medina (uno muy bello en Paraíso, de espaldas), Ana Martin (de espaldas, en Trío, Cuarteto, y años después uno frontal, nada impúdico, muy verosímil, en Cadena perpetua), y hasta uno discreto pero innegable de Angélica María en El cuerpazo del delito; y sin pretextos artísticos, de muchas más, sin contar los casi desnudos de Elsa Aguirre, Silvia Pinal, Elsa Cárdenas, Zulma Fayad, Maura Monti, Bárbara Ángeli, Fanny Cano y muchas otras, hasta llegar a los años setenta, en que el cine de ficheras prodigó desnudos sin pretextos pero sin belleza, más que algunas cuantas, y culminar con los desnudos elegantes y excitantes de Blanca Guerra en Estas ruinas que ves (pero también los muy procaces de Burdel y de Chile picante). No era raro ver desnudos, aunque sí en el cine de luchadores; ¿sería por el público que asistía a ver esas cintas? Santo en el tesoro de Drácula se estrenó con autorización A, es decir, para niños, adolescentes y adultos, lo que vemos ahora como muy atrevido, porque aunque pasó sin desnudos, de cualquier manera Aldo Monti se faja sabroso a las vampiras y a las aspirantes a serlo, aun con los pechos cubiertos. ¿Habrán hecho las escenas para exportación y las púdicas para las salas mexicanas? Si fue así, de cualquier manera eran escenas atrevidas, además de suponer al público mexicano con menos criterio que el de países supuestamente menos adelantados, o más dependientes. Las escenas más atrevidas de La horripilante bestia humana no fueron exhibidas, y se ven en algunos stills reproducidos en el libro de García Riera; fueron, además, ridículas las escenas con que las sustituyeron, porque Gina Moret, supuestamente inconsciente, se tapa los pechos desnudos para que no los contemplemos. Y en Santo en el tesoro de Drácula, las escenas con las vampiras mostrando nalgas y pechos salen sobrando; en cambio, cuando se faja a Moret y a Noel, son imprescindibles, y ridículas si las actrices no están desnudas. Al revisar los escritos de la crítica, no sólo sobre estas escenas sino en general sobre los desnudos en el cine, llego a la conclusión de que los críticos o los comentaristas, más que gusto por el cine, tienen gusto por la belleza femenina. En la segunda edición de su Historia documental del cine mexicano hay menos crítica, hay más entusiasmo, y unan insistencia en muchas actrices bellas, además de más humor; en su De la pantalla a la TV García Riera acota cuanta actriz aparece encuerada en una cinta, por insignificante que sea la cinta o el desnudo; José de la Colina, por poner sólo un ejemplo (de muchos que abundan en su blog), al hablar de Cantando en la lluvia llama más la atención del color de las tarzaneras de Debbie Reynolds al terminar “Good Morning” (que nunca he podido atisbar, aunque reproduzca la escena cuadro por cuadro) y las piernas de Cyd Charise, que en otros aspectos de la cinta; Jorge Ayala Blanco, en su más reciente libro sobre el cine mexicano es menos rudo si la película criticada está beneficiada por la presencia de una actriz bella. ¿Es necesario recalcar que G. Caín se fijaba en la presencia masculina y le daba mucha importancia, que se desvanecía ante la aparición de cualquier actriz, por poco competente que fuera? ¿Y es necesario recordar que Manuel Michel y Juan Manuel Torres escribieron libros memorables sobre actrices, y que intentaron rendirle homenajes en sus cintas? No sé nada de cine, pero sí de la belleza femenina. *Mis amigos literatos no me reprochan que añada comentarios oportunos de beisbol o de otro deporte, sólo piden que los identifique de alguna manera, para no crearles visiones extrañas, como la de Octavio Paz y Alfonso Reyes en el círculo de espera (desde luego, en la misma novena). *Casi todos los días de la incipiente temporada, excepto la del domingo, ha habido blanqueadas; ya el lunes 16 hubo un 1-0 contra los supuestamente poderosos Medias Rojas, ya abstemios. *¿Y qué tal si hubiera aceptado la oferta generosa para participar en una empresa editorial boyante, ahora que está implicada en uno de lo peores casos de corrupción de la cultura en México? Y eso que sólo han investigado una parte, no toda la historia.

sábado, 7 de abril de 2012

¿Nos puede dar su secreto? Epistolario Reyes-Paz

¿Puede haber competencia en poesía? Si fuera así, ¿cuáles serían los lineamientos, las coordenadas, los criterios que debían tomarse en cuenta? Si Jaime Sabines es, en apariencia, lo opuesto a Octavio Paz, ¿significa que uno es bueno y el otro malo? Es claro que para los fanáticos de uno, el otro es un poeta menor, o sobrevalorado. ¿Eso significaría que los seguidores o discípulos de uno u otro son menos bueno que su modelo? Me parece que el opuesto a Paz es Rubén Bonifaz Nuño: sus temas, sus fuentes, su cercanía al lenguaje popular o, mejor, cotidiano; su desparpajo, la manera en que los personajes de sus poemas se enamoran con tanta intensidad, y rompen con tanto odio para reconciliarse más enamorados aún, es completamente distinta de cómo viven los personajes de Paz el amor (los ve cuando ya están enamorados, un instante que dura toda una eternidad y que cambia el mundo, aunque el lector sólo viva ese instante único e irrepetible); las citas de Paz provienen de la Edad de Oro, y lo acercan a ella; las citas de Bonifaz Nuño vienen de Catulo en su fase más resentida, o de José Alfredo Jiménez (Albur de amor y Una pulsera para Lucía Méndez no desmienten la cercanía de José Alfredo, ni en su vertiente de amor feliz o de amor desdichado; El manto y la corona enuncia versos felices de boleros, de chachachás, y hace mención de las canciones de amor de un cancionero que se sube a un camión a prolongar el amor del protagonista de ese poema): ¿cómo preferir a uno sobre otro? Alfonso Reyes es un caso incómodo en nuestra literatura: tiene hallazgos formales que no pueden ignorarse; el lenguaje es tan flexible cuando cita a los clásicos que cuando se acerca al habla cotidiana; trata los temas más difíciles con una sencillez inteligente, y los hace comprensibles (como cuando explica la teoría de la relatividad, que no entiende pero hace que el lector la entienda); es tan claro que parece simple, y se le perdona esa sencillez por el simple hecho de que sus ensayos, artículos, resúmenes, críticas, reseñas, están escritos en la mejor prosa en nuestro idioma, Borges incluido (y reconocido por él). Por ello, no insistimos en su profundidad, en su gracia, en que la belleza de su prosa es natural, pero trabajada, pulida, pensada, labrada (su generación es privilegiada: él, Julio Torri, Martín Luis Guzmán, por no hablar de los proscritos, escribían como se les pegaba la gana; Vasconcelos también, pero da la impresión de que no quiere ser exquisito, antes al contrario, quiere imponer la fuerza de su lenguaje, y sus fallas, sus “descuidos”, parecen premeditados). Como poeta no recibe el reconocimiento que merece; escrita su poesía con tanta pulcritud como la que emplea en su prosa, es un aventurado que explora caminos poco conocidos, pero no le damos el título de experimentador, ni en lo formal ni en lo sensorial; sin embargo, su poesía erótica es tan erótica como la de Efrén Rebolledo o la de Renato Leduc; más atrevida que la de poetas actuales que hacen del acto sexual su único tema, pero no recurre a elementos gráficos que no estimulan, más bien empobrecen; describe con tanta elegancia los actos más perversos que los hace refinados, representativos del amor y no del instinto, sin dejar de lado el placer. Lo dije en otro lado (y se me cita sin citarme), tiene tanta habilidad que sus poemas parecen ejercicios, juegos literarios, no poesía (en México la poesía inteligente es relegada; incluso muchos poetas prefieren la poesía intensa que la inteligente, y en efecto, mucha de nuestra buena poesía prefiere ser sincera que inteligente); tiene más lectores de su prosa que de su poesía. Octavio Paz como lector no tiene fronteras, sabe leer de todo, incluido lo opuesto a él; sin embargo, al describir la poesía de Alfonso Reyes llega a decir que una muestra de que es poeta, por la cantidad de poemas que escribió. Y cuando busca su reflejo, su opuesto, su antónimo, menciona a Luis G. Urbina, no a Ramón López Velarde, su verdadero antípoda, como han demostrado José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid. Fuimos otra vez a la llamada feria del libro del Auditorio Nacional; aunque no todas las editoriales cumplen con el límite más alto anunciado, es una oportunidad para encontrar títulos que no llegaron a las librerías, o que se ha quedado embodegados por diversas razones; no podemos dejar de comprar en Anagrama, aunque la mayoría de los ejemplares está sucio o maltratado, o en Tusquets, aunque todos los ejemplares estén nuevecitos, como si nunca los hubieran mandado a librerías. En el stand del Fondo de Cultura Económica compré cinco títulos de Pellicer, en una colección muy bella, pequeños, elegantes, muy bien editados; desde luego, los tenía en las ediciones de Letras Mexicanas, y en la Poesía completa (que no es completa) y muchos en Material poético (busqué el libro que leyó López Obrador, Poemas, pero no existe); incluso, de algunos de ellos tengo esas rarísimas primeras ediciones, no muy bellas, nada elegantes, pero sí raras. Y compré dos epistolarios de Alfonso Reyes, quien cuando no creaba, de cualquier manera escribía su diario ejemplar, y cartas generosas y bellas. Uno de esos epistolarios es con Octavio Paz; si me gustaran las etiquetas tendría que decir que es el encuentro de los dos máximos escritores mexicanos, uno en la poesía, otro en la prosa; uno, recipiendario del premio Nobel de Literatura; el otro no lo recibió, aunque lo merecía; el epistolario dista mucho de ser lo que uno espera; es revelador, eso sí. En él encontramos a un Octavio Paz consciente de que tiene un interlocutor de prestigio internacional, con influencias decisivas, y una generosidad, valga la repetición, decisiva para muchos escritores mexicanos que se vieron beneficiados por ella. Paz había publicado algunos libros de poemas, elogiados por lectores tan importantes como Jorge Cuesta, y ya había llamado la atención internacional con más de un poema, cuando comenzó a intercambiar cartas con Alfonso Reyes; el apoyo que le da éste es muy importante, tanto en la vida cotidiana como en su labor literaria. En la primera lo aconseja, lo ayuda a subsistir en la burocracia diplomática, habla por él para que le aumenten de categoría, lo recomienda para que lo trasladen a ciudades menos hostiles, y cuando ya está en México y no acabala con su sueldo, le consigue una beca en El Colegio de México para que termine de escribir uno de sus libros más importantes, El arco y la lira; la beca, de 600 pesos mensuales, originalmente por un año, se prolonga casi seis años, cuando Daniel Cosío Villegas la suspende, así como muchas otras que recibían varios escritores, todos ellos de renombre actual. Los 7,200 pesos que Paz recibía anualmente significarían aproximadamente 21,500 pesos actuales, sin tomar en cuenta los tres ceros que suprimieron los gobernantes en los años noventa; ciertamente se podía comprar mucho más con siete mil pesos de entonces que con 21,500 de ahora; un departamento en Polanco se rentaba en poco más de 500 pesos mensuales, y en las colonias Estrella o Industrial no pasaban de 300; el boleto del cine Roble, recién inaugurado, costaba cinco pesos, más uno de las palomitas; ahora cuesta 50 pesos, y 15 de las palomitas (además de los tres ceros); hay que añadir que el dólar valía 8.50 y fue hasta 1954 en que pasó a valer 12.50 y ahora está en 13.00 (más los tres ceros, o sea 13,000 pesos de 1951). Reyes lo recomienda, pide que no lo abandonen cuando Elena Garro sufre una enfermedad dolorosa, y viven en un cuarto de hotel en un Tokio que no le agrada a Paz, aunque sí los campos japoneses. La otra ayuda es mayor: Paz le envía a Reyes sus poemas y le cuenta que el libro, breve pero estupendo, estuvo un año en manos de José Bianco para su posible publicación en Sur (donde Villaurrutia había publicado Nostalgia de la muerte); desilusionado, le pide consejo a Reyes, quien luego de algunas indecisiones sobre la editorial más adecuada, da instrucciones para que lo incluyan en Tezontle; Paz sabe que esa pequeña editorial que lo mismo pertenece al Fondo de Cultura Económica que al Colegio de México, necesita de la contribución de los autores; Reyes lo confirma pero lo tranquiliza: no es necesario que desembolse los 1,750 pesos que le corresponderían sino hasta que esté editado el volumen: lo encarga a los expertos Joaquín Díez-Canedo y Francisco Giner de los Ríos, y los apremia; aparece menos de un año después (un año era lo que tardaban los libros en nacer: había que marcarlo, mandarlo al linotipo, corregir galeras, formarlo, corregir páginas, volver a leerlo, y mandarlo a la imprenta, a las rotativas, donde se imprimía pliego por pliego; una etapa mucho antes de los libros por computadora que se tardan apenas unos meses, y que no igualan la belleza –más que en ciertos casos, y con mucha lentitud— de los libros antiguos), y le da la noticia que más tranquilidad le proporciona: no tiene que pagar nada, El Colegio asume todos los gastos. Con la vanidad del editor, Reyes se queda con el primer ejemplar, lo disfruta, le encuentra todas las virtudes de ese libro que Paz considera es su primera obra verdadera, no tanteos, como cree que son Raíz del hombre, Luna silvestre, Bajo tu clara sobra, Entre la piedra y la flor (que Reyes le chulea mucho, y que Paz vuelve a intentarlo muchos años después) y sobre todo A la orilla del mundo, un compendio de lo que Paz considera lo mejor que ha hecho. Esa primera edición de Libertad bajo palabra lo hace sentir orgulloso de su obra, y el verdadero arranque de su trayectoria poética. Reyes le envía ese ejemplar, y a vuelta de correo los doce que le corresponden; Paz ya es conocido en París, tiene amistades que le piden ejemplares, y solicita a Reyes le envíen otros 20, a cargo de posibles regalías. Reyes no sólo es decisivo para la publicación de Libertad bajo palabra; a lo largo de varios meses le envía ensayos sobre poesía; desde el principio, ambos saben que formarán un libro; Paz calcula que tendrá unas 150 páginas; después ya anda arriba de las 300; Reyes, con paciencia, espera a que lo dé por concluido, y sin muchas negociaciones, y con la petición expresa de Paz, lo incluye en el catálogo del Fondo de Cultura Económica; se trata de El arco y la lira, uno de los libros fundamentales de Paz, y de la literatura mexicana; el libro corregido por Jorge Hernández Campos, agradece a Reyes el estímulo doble: los libros del propio Reyes sobre el tema (literatura, poética) más la generosidad de la lectura; también, al Colegio de México el apoyo que le dio mientras lo preparaba (la becada mencionada). Termina con estas palabras: “La ayuda del Colegio de México, finalmente, dio libertad a mis ocios y a mi posibilidad de ocuparlos en redactar estas páginas. Gracias, pues, a don Alfonso y al Colegio”. El libro, de 1956, tardó un poco menos de diez años en agotar sus tres mil ejemplares; la segunda edición elimina ese agradecimiento, no así el reconocimiento al estímulo de Reyes. Tres libros más de poesía de Paz aparecen en esa etapa: ¿Águila o sol? (que comenta mucho, pero sin hablar de gestiones), Semillas para un himno (al que catalogan como “folleto”) y Piedra de sol, poema cumbre no sólo de Paz, sino de toda la poesía en español. Esta última, apenas referida en una invitación a la presentación del libro. Hay, sin embargo, otra gestión de Reyes fundamental: algunos artículos de Paz aparecidos en el periódico Novedades, que van dando forma a un libro totalmente distinto, pero que es tal vez su obra más conocida: El laberinto de la soledad (en las cartas, ambos ponen todas las iniciales en mayúsculas); Reyes lo comenta con entusiasmo, pero apenas participa, como sí lo hace con los otros dos; pero Paz le pide que interceda por él con Jesús Silva Herzog, director de Cuadernos Americanos, del que Reyes forma parte de su consejo; Reyes no titubea, y no tarda mucho en convencer a Silva Herzog, pese a los problemas económicos de la publicación (problemas de los que no está exento Tezontle), más otros de salud. Sin embargo, aparece con puntualidad. Y lo envía a Cuadernos Americanos a petición expresa de Reyes, quien lo recomienda en una sesión de la junta directiva. En él, Paz no agradece la ayuda de Reyes, pero le dedica varias páginas. Paz menciona muchas veces a don Alfonso Reyes a lo largo de toda su obra; la mayoría, de refilón, como referencia; cuando habla directamente de él lo hace con justicia, pero sin pasión; dice que es frío, que no tiene pasión, que a ratos es preferible la prosa atropellada de Vasconcelos, apasionada, a la equilibrada de Reyes; lo acusa de carecer de autocrítica, y de cierto distanciamiento del país, aunque lo defiende cuando los demás lo atacan por acercarse a temas griegos, y celebra su traducción de la Ilíada, aunque lo hace con más entusiasmo en sus cartas. Reyes declaró alguna vez que después del 9 de febrero de 1913 nunca volvió a ser feliz; sus libros son felices, gratos, amables, risueños, y dejan siempre una sonrisa en el lector; Paz, aunque reconoce el humor, prefiere dos poemas en que apenas se ve esa sonrisa: “Yerbas del tarahumara” e Ifigenia cruel; son poemas que menciona con frecuencia, y ni una sola vez “Salambona”, que desmiente cualquier calificativo de frialdad y de poca pasión. Sólo menciona de paso el 9 de febrero. Hay sin embargo dos asuntos incómodos: al hablar de la poesía de Reyes en una antología preparada a disgusto por Paz, a petición de Jaime Torres Bodet, para la UNESCO, Paz dice que “Reyes no rompe con el modernismo; simplemente se aparta y tras una pausa… le da la espalda para siempre”. Con la gentileza que lo caracteriza, Reyes le pregunta: “Pero, ¿fui yo alguna vez ‘modernista’ autentico?”. Paz se turba y se disculpa: dice que se trata un párrafo mal redactado, pero aparece así también en Las peras del olmo, al que trata mal: libro mal cortado, mal pegado, mal corregido. Y vuelve a disculparse: dice que “el primer libro de poemas que publica Alfonso Reyes se llama Pausa”. “Ninguna –errata— me duele más que la que me hace decir que su primer libro es Pausa […] (A favor de la Imprenta Universitaria –una de cal, por las que van de arena— debo decir que acaso se trate de un error mecanográfico)”. Sin embargo, la errata (o error) aparece también en la segunda edición de Las peras del olmo, publicada por Seix-Barral, en 1971, y en el volumen IV de sus Obras Completas, por el Fondo de Cultura Económica (Edición de Autor –sic). La carta en la que se disculpa, agrega un párrafo incómodo para el admirador de Paz: “También debo pedirle perdón, a usted que es nuestro maestro, por varios pecados contra la pureza del lenguaje. Al releer este libraco he advertido con horror más de tres galicismos, anglicismos y otros disparates. Díganos cuál es su secreto para escribir bien.” La edición, preparada por el especialista Anthony Stanton, tiene varios errores: el mayor, decir que Manuel Tello era titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores cuando era subsecretario encargado del despacho. Empezó la temporada de beisbol, de una manera desordenada; en la primera jornada formal hubo tres blanqueadas (dos de ellas por 1-0); al día siguiente, en otra, que iba empatada hasta la octava entrada, cayó la primera carrera por un error del short stop que tenía todo para hacer un doble play; otros juegos, la mayoría, terminaron por diferencia de una carrera. ¿Seguirá reinando el pitcheo? En Internet pusieron un día varios videos en que un equipo, al verse beneficiado por errores arbitrales, tiran mal a propósito un penalty, o dejan que el contrario anote un gol para emparejar el marcador, o anotan autogoles para empatar el juego, sin que ningún jugador proteste. Y uno que siempre ha hablado mal del futbol porque los jugadores son tramposos, fingen que los lesionan, levantan las manitas como diciendo “yo no fui”; un ejemplo valioso ahora que en el futbol americano se valen de golpes ilícitos y mal intencionados, o que los beisbolistas toman “asteroides” (Niurka dixit) para sacar beneficios inicuos.