sábado, 26 de diciembre de 2009

Salarios en el soccer

Fue a mediados de año (escolar y civil), en 1960, cuando una mañana, a punto de irme a la escuela (la Teodoro Montiel López, que a partir de entonces tuvo ese nombre; antes le decíamos “Cuauhtémoc”, porque así se llama la calle donde se encuentra; pero era nominada M-521; poco menos de dos años antes había fallecido el director), mi padre me anunció que podía faltar, que iba a llevarme a su chamba, porque ese día comenzaría a chambear allí Julio María Palleiro, en esos momentos centro delantero del América, y que había jugado con Necaxa y Toluca, y tenía la fama de haber sido campeón goleador dos campañas seguidas; ya estaba en las últimas, y tampoco eran los mejores tiempos del América, aunque tenía jugadores que ahora son leyenda: Walter Ormeño y El Pájaro Huerta como porteros; Juan Bosco, Alfonso Portugal, el Tigre Gómez –a quien conocí muchos años después–, el Gato Lemus, el Perro Cuenca, como defensas; Ángel Schandley y Pedro Nájera en la línea media, y como delanteros el Curro Buendía, Carlos Calderón de la Barca, Lalo Pálmer (conocido como La Lulú Pálmer, porque no era broncudo como Héctor Hernández y el Mellone Gutiérrez, del Guadalajara), Pepín González, Mario Pavés, el Tico Soto; en esas fechas fueron dirigidos por Fernando Marcos y luego por Nacho Trelles; a Marcos y a Walter Ormeño los suspendieron un año por una bronca en Toluca donde el peruano Ormeño le bajó dos dientes al árbitro Felipe –¿o Fernando?– Buergos; compraron entonces a Manuel Camacho, quien había sido titular con el Toluca, pero que estaba también en sus últimas campañas, aunque dio aún excelentes partidos; a él lo sucedió Ataulfo Sánchez, quien casi solito dio el primer campeonato al América en muchos años; podría decirse que él solito, pero lo ayudó Zague.
Palleiro había debutado en el torneo Jarrito de Oro, que jugaban al terminar la campaña, la Copa de Oro (luego Copa México) y el juego Campeón de Campeones; ese torneo, patrocinado por los refrescos Jarritos (qué buenos son); era para probar a los novatos, y por esas fechas Toluca hizo debutar a Vantolrá, Juan Dosal y otros que enloquecieron a las defensas de los equipos que participaban en el torneo: Zacatepec, Necaxa y Atlante, los otros: aún no ascendían a la primera División la Universidad ni el Cruz Azul. Palleiro anotó algunos goles, y prometía que para la campaña reafirmaría su fama de romperredes (título que después le quedó al Pata Bendita, Osvaldo Castro, un chileno que también jugó para el América en una época que el equipo tenía tantos argentinos, chiles y brasileños, que en realidad se llamaba Suramérica).

Con Humberto Huerta, Jesús Desachy, Carlos Silva, jugábamos trivia sin saber qué era trivia; recitábamos las alineaciones de todos los equipos, nos sabíamos las de todas las selecciones hasta esa fecha, los que habían anotado los goles importantes, quién había fallado un penalti y quién lo había detenido, y seguíamos los juegos (por radio; se televisaban escasos partidos, entre ellos, diferido, el infame del 10 de mayo de 1960, cuando la selección de Inglaterra le dio un estruendoso regalo de día de las madres a la afición mexicana cuando derrotó a la selección mexicana por 8-0) y comprábamos La Afición porque tenía excelentes crónicas, muy detalladas para sufrir con morbo las derrotas de nuestros equipos favoritos; las ediciones del 24 y del 31 de diciembre eran gigantescas y resumían las hazañas y fracasos durante todo el año, además de regalar un calendario con alguna estampa deportiva; alguno de nuestros compañeros vio, casualmente, en una oficina del Registro Civil al Diablo Benhumea, defensa del Necaxa, y lo envidiamos; vecinas nuestras eran Rosa y Gloria Reynoso, sobrinas de Tomas Reynoso, el excelente medio volante del Necaxa, y conocíamos a Manuel Arellano, hermano del Cuate Arellano, muy amigo del Cuate Fal, el extremo derecho de una delantera necaxista que tenía a Alberto Evaristo, el Chato Ortiz (quien falleció hace unos días); debutaba el Pato Baeza, a quien suspendieron un año por lanzarle un balonazo a un árbitro, y mexicanizó a Carlos Lara, antes del Zacatepec.
José Luis Desachy, hermano de nuestro compañero Jesús, estaba en las fuerzas juveniles del Atlante, equipo que tenía algunos de los jugadores a los que admirábamos: Cisneros, el Loco Sesma, sobre todo.
Que tuviera oportunidad de conocer a Julio María Palleiro bien valía la pena una pinta, aunque fuera solapada por mi padre; sin embargo, fue en vano porque Palleiro no se presentó a trabajar: necesitaba que le dieran permiso de faltar dos tardes a la semana porque entrenaba martes y jueves con el América. En el trabajo una semana se trabajaba en la tienda lunes, miércoles y viernes, y la siguiente semana martes, jueves y sábados; por lo tanto, no podían aceptar su petición.

Aunque era “estrella”, y además extranjero, necesitaba otra chamba; cuando leo las cantidades que reciben los actuales jugadores, que rebasan por mucho el salario del presidente, y que además piden trato fiscal especial con el alegato de que su carrera dura menos que la de un contador, un empleado bancario o de cualquier empresa, me asombro aún de que los mejores jugadores de hace no mucho tiempo pidieran otro trabajo. No quiero asegurar, como hacen muchos, que los jugadores de antes le tenían más amor a la camiseta; el futbol soccer, como casi todos los deportes, se ha especializado; además de que los jugadores son más altos, más fuertes y más delicados (algunos tienen apodos que son más delicaditos que el que le asestaban a Lalo Pálmer); necesita entonces jugadores de tiempo completo, que no se distraigan en otros empleos, ni siquiera en los estudios; por eso deben pagarles muy bien; no sólo en México: todo soccerista que empiece a destacar anhela irse a Europa para cobrar en euros, y de cualquier manera en México, violando la ley, cobran en dólares.
Alegan sus defensores que hacen bien, porque ellos son los que llevan a la gente a los estadios; pero cabe la pregunta de si con las escasas entradas le alcanza a los clubes para pagar salarios de cientos de miles, o cuando menos decenas de miles, a los jugadores; seguro que alcanza por el patrocinio de empresas que desembolsan cantidades para que pongan el nombre de su changarro en la playera de los jugadores, cuestión antes impensable: sentían orgullo por el escudo de su equipo.
Lo que debe cuestionarse es si de veras desquitan su salario; no me refiero a que si siempre juegan bien; en un torneo sólo puede haber un campeón, y los demás equipos deben conformarse con los puestos del segundo al decimosexto; nadie puede exigirle a ningún jugador que siempre juegue mejor que los demás, que nunca se equivoque, que siempre acierte; la pregunta es si cumplen con la dedicación completa y absoluta; todos los días aparecen fotografías de aspirantes a estrellas de televisión y modelos, con la noticia de que es novia, esposa o amante de un futbolista; más exuberantes mientras más famoso es su galán, o mientras más salario cobra; no sé si el precursor en el mundo fue Enrique Borja, aunque sí en México, al casar con Sagrario Baena, pero su matrimonio fue discreto, ella se retiró y él siguió jugando, administrando, y todo lo que ha hecho dentro y fuera del deporte.
Estrellas de televisión cuya popularidad depende de su físico comienzan a ser relacionadas con futbolistas; a veces se casan, otras viven en pecado. Algunas pueden comprobar su popularidad porque son pretendidas, perseguidas y alcanzadas por dos o más jugadores de un equipo. A veces, alguna resentida, llega a declarar que un jugador famoso es más eficaz en la cancha que en la intimidad, con lo que el desprestigio del jugador es mayor aún (aunque eso no debería repercutir en su salario).
Espero que no suene a envidia mi creencia de que ellas tienen la culpa del bajo nivel de calidad del soccer actual; tendrían que ver cómo descendieron los números de Joe DiMaggio cuando conoció a Marilyn Monroe (.301, 32 jonrones y 122 empujadas en 1950; .263, 12, 71 en 1951), y cómo prefirió retirarse y despreciar una oferta de 105,000 dólares anuales (equivalente a algunos millones de hoy), en vez de portarse bien y desquitar el salario devengado. Todo para que al poco de casados ella diera de qué hablar cuando filmó La comezón del séptimo año (La tentación vive arriba, la traducción madrileña) y la famosa escena de las rejillas del Metro, que ocasionó que DiMaggio, Frank Sinatra y otros trataran de entrar a la recámara donde ella se refugió para eludir la violencia de género ocasionada por los celos de los dos.
Y no son pocas las socceras que han sufrido violencia de género por los socceros de hoy; su mamá se lo decía, como dijo la canción.
Julio María Palleiro necesitaba otra chamba porque no le alcanzaba lo que le pagaba el América; ahora necesitan altos ingresos (que acabalan con contratos de publicidad, lo que pagan algunas revistas para que hablen de sus vergüenzas o para que presuman sus residencias) para estar mejor cotizados en el otro mercado: el de las aspirantes a actrices que venden caro su amor.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Ética, deportes y publicidad

Comenzaba a fumar; los Del Prado mareaban pero los Raleigh eran carísimos; no en balde el personaje central en De Perfil se gana una corretiza de porros en la UNAM cuando le piden cigarros y él presume: “son Raleigh, ¿no le hace?”; por esa época aparecieron los Nova, no tan caros y no tan fuertes; el problema era la publicidad: “Nova renova el placer de fumar”; en las páginas de Siempre! varios se quejaron de la desfachatez de los copy a los que no les importaba la gramática; pocos años antes, los encargados de promover los zapatos Canadá salieron de un problema con los zapatos Ringo, aprovechando la popularidad de los Beatles y de su baterista Richard Starkey, conocido porque usaba muchos anillos (“en los dedos”, completaba uno de sus panegiristas a posteriori); esos zapatos tenían un tacón más alto, y antes de achacárselos a Ringo, los promovían para que los chaparros no nos sintiéramos tan acomplejados: ¡alturízate!, aconsejaban, para soponcio de los puristas de esa época, que mostraron poco sentido del humor, y una justificada indignación, que no les saltaba en las torterías que ofrecían de "milaneza", y hasta decían que se veía mal si se escribía bien.
No ha habido tanta indignación con las modernas promociones de teléfonos ¿celulares?, ¿móviles?: “mensajéate”, dicen para decirle a sus clientes que pueden enviar mensajes telefónicos, y hay hasta funcionarios que reprochan a la Academia de la Lengua que no hayan reglamentado ese lenguaje taquigráfico que usan hasta los alfabetizados.
En realidad no hay que enojarse tanto: el “¡alturízate!”, el “renova” ya no los recuerda casi nadie, y pasaron al baúl de los desechos casi tan rápido como las “planeaciones”, los “presupuestar” que dejaron de usarse antes de que la Academia los aprobara; y no hay que enojarse porque la publicidad es tan efímera como los productos que promueve; aunque todavía se recuerda con agrado el “Adiós Malena”, ya no existen, más que oficialmente como chatarra, los Sedán de Volkswagen que sacaron ese comercial memorable; subsiste el Mejor Mejora Mejoral (creación de Xavier Villaurrutia) aunque el producto haya sido desplazado por otros más noqueadores. Y el Siga los tres movimientos de Fab, de don José Hernández, tiene más de medio siglo aunque hace más de 40 años que Fab fue derrotado por otros productos también fugaces. El "Caramba doña Leonor" que molestó a tantas mujeres, queda ahora injustificado con la moda de súper héroes (los calzones por fuera).
Pero hay productos que aunque cambian de apariencia, siguen siendo necesarios, como las hojas de rasurar; hace casi medio siglo apareció la competencia de las Gillete, las hojas Pegaso; no duraron tantos años; ahora las que tratan de quitarle clientela son más, pero no tan fuertes como para hacer preocupar a las Gillete; lo curioso es que pocas hablan de las bondades que uno buscaría: hacer más tolerable la rasurada, a la que Alfonso Reyes calificaba de “rito masoquista que parece haber tenido origen en Sumeria o en el antiguo Egipto”, y de la que José Emilio Pacheco ha hecho dos poemas memorables, en 1969 y en 2009. Al rasurarse, uno queda con la piel irritada, y gracias a la modernización de los rastrillos, uno cada vez se corta menos; pero no ha dejado de ser un suplicio que intentan suavizar con cremas, jabones, lociones refrescantes, pero nadie deja de sentir ardor, y quisiéramos gritar y correr como Macauley Culkin en Home Alone la primera vez que se rasura.
La publicidad, de Gillete, Pegaso, Shack y otras no es que hagan más tolerable el rito masoquista, sino el impacto que una buena rasurada causa en las chavas, y la promesa de que al restregar la mejilla en la de ellas no le producirá raspones ni irritación posterior; y los anuncios mostraban a una mujer con cara de probar que una buena rasurada, por mucho que quite tiempo, moleste, produzca irritación y cause pequeñas pero a veces alarmantes heridas (las cortaditas también sangran, nos advertía Jim Capaldi en una de sus canciones más memorables), logra una imagen impecable, tanto que hasta se les antoja lanzarse; los barbones, advertían los anuncios, tendrían menos pegue con las chavas.
Y después de casi un siglo, los publicistas de estas navajas se alarman porque uno de los personajes que las promueven les ha creído sus mensajes; acaban de finiquitar un contrato millonario con el aún millonario, pero quién sabe al rato, Tiger Woods, reputado como el mejor golfista de la actualidad, y para muchos desmemoriados, de la historia.
Tiger ha demostrado la efectividad de las rasuradas con Gillete, porque en cosa de cuatro años ha sostenido encuentros sexuales con una docena de mujeres, además de con su legítima esposa, que según indiscreciones de alguna de las “capillitas”, sólo sirve de pantalla, al costo de 55 millones de dólares si es que llegan a un determinado número de años de matrimonio. Tiger, aprovechando la imagen de pulcritud sensual, además de una buena cantidad de millones de dólares que ha conseguido ganando torneos, o quedando en segundo o tercer lugar, además de promover camisas, autos, agencias de viajes, bebidas y navajas de rasurar, y otros muchos otros productos, porque los publicistas hacen creer a los espectadores que pueden llegar a ser como el Tiger, sobre todo conquistando groupies, algunas de ellas seducidas por la fama, otras por el dinero, y otras por la piel suave del golfista.
Es una contradicción que la compañía de navajas castigue al deportista sólo por demostrar que tiene razón su publicidad; si la Gillete se hubiera dedicado a promover desde siempre un producto que causara menos molestias, y nunca hubiera afirmado que los barbones tenemos menos pegue que los que se rasuran a diario, tendría razón en molestarse por las infidelidades de Woods, imposibles de calcular porque algunas de sus seguidoras lo siguieron hasta la intimidad unas doce a veinte veces, algunas por un par de años y otras aún no saben si van a soportar la presión, y si van a creerle cuando les jure que va con ellas porque su esposa, una modelo rubia, extranjera, que no sabe perdonar (como explicó Tony Aguilar las causas de su condición de divorciado), nomás no lo comprende (ora sí que ahora con razón).
¿Castigan a Woods por ser mal deportista, o por coscolino? Desconozco los términos de su contrato, pero esos escándalos, ¿no pertenecen a su vida privada?, o como dijo Ernesto Zedillo cuando se afirmó que uno de sus más cercanos colaboradores sostenía una especie de romance con una modelo de televisión, eso es entre él y su esposa.
Más todavía cuando estamos viviendo una situación totalmente a la inversa de lo que sucedía todavía a mediados del siglo XX; tiene razón mi amiga Lourdes Penella cuando afirma que si antes los fallecimientos eran públicos (hasta se mandaban cartas en un sobre con filetes negros) y el sexo privado, ahora resulta lo contrario, y hay actores que presumen del número de ligues que tienen a la semana; actrices que revelan las audacias que más gustan de hacer y quiénes de sus (varias) parejas las dejan insatisfechas, y uno se acuerda que una indiscreción de esa naturaleza las dejaba inútil “para vos y para mí”; las parejas se dejan ver en restaurantes anexos a hoteles, y sin recato alguno se van para el cuarto sin importar que los fotografíen, y hasta hay políticos que intentan hacer creer a sus gobernados que tienen tanto éxito en la intimidad como su paisano Marcelo Mastroianni, y en México, pese a la embestida moralista, siguen alabando a Pedro Infante y a Germán Valdés, al par de sus cualidades histriónicas, por el número de parejas fugaces o permanentes, o porque los picoretes que daban en las películas no eran fingidos. Todavía en 1968 los cinéfilos se alarmaron cuando en La escalera, Richard Burton y Richard Harris se alarmaban cuando veían que un joven confirmaba palpablemente la dureza de los glúteos de su acompañante femenina, y un poco antes se veía con azoro cómo en The Knack and how to get it, dilataban una caricia en el trasero de una joven sin que ésta protestara como sí protestó Lucha Reyes cuando Jorge Negrete le hizo una caricia, que el público sólo intuyó, en ¡Ay, Jalisco, no te rajes!
¿Ser buen deportista exige una ética fuera de la competencia tan decorosa como dentro de ella? En el beisbol sí; Mickey Mantle y Willie Mays fueron amonestados porque prestaban su figura y su nombre como atractivo de negocios donde se explota la belleza femenina como mercancía adquirible o rentable; fueron un poco laxos con Ty Cobb, quien gustaba de apostar fuerte, pero estuvieron a punto de expulsarlo de las Ligas Mayores, así como impidieron el ingreso al Salón de la Fama a Pete Rose, por apostar y aparentemente contra su propio equipo; expulsaron a ocho jugadores de los Medias Blancas aunque la justicia los exoneró, con el riesgo de cometer una injusticia con cuatro de ellos, cuando menos. Para ingresar al Salón de la Fama del Beisbol se necesita, además de una carrera brillante y consistente (un buen juego no hace una buena temporada, ni una buena temporada hace una buena carrera, es la premisa), un comportamiento ejemplar dentro y fuera del diamante; una bronca estuvo a punto de costarle la inmortalidad a Juan Marichal, cuando dio un batazo a Johnnie Roseboro; le ha costado votos a Mark McGwire y les costará a Sammy Sosa, Rafael Palmeiro, y posiblemente a Roger Clemens y a Barry Bonds si no limpian sus nombres ligados a consumo de esteroides para aumentar su potencial.
No es exagerado afirmar que por menos de eso se cometió una injusticia con Steve Garvey, excelente deportista pero con una vida sentimental desastrosa con una exreina de belleza, así como la promiscuidad de Bo Belinsky con las actrices más accesibles de su época le costaron su muy prometedora carrera, y como le costó una buena temporada a Tony Romo, por andar con la traviesa Jessica Simpson, quien le hacía pasar corajes porque si hasta en su propia cara coqueteaba; ¿qué sería lejos de él?
Las consecuencias para Tiger Woods son alarmantes; en una semana ha visto cómo se derrumba su imperio millonario, y cómo el escándalo puede minar su fortuna y más si se acaban los ingresos; lo peor es que sus competidores están todavía más asustados, porque cuando Woods no participa en un torneo, los ingresos televisivos, publicitarios y de asistencia se reducen a más de la mitad; ahora con su retiro indefinido, los ingresos de sus contrincantes (y eso que en el golf no hay rivales, porque uno juega contra sí mismo) pueden desvanecerse, y evaporarse, y regresar al nivel de antes de Woods: un deporte para pocos.
Una contradicción más: Woods hizo atractivo al golf, y ese atractivo lo llevo a él a cometer excesos y por ellos ha caído en desgracia; ¿hubiera pasado lo mismo de haber sido barbón?
No hace mucho una persona consumió desodorantes durante años confiado en la publicidad, que prometía hacer que las chavas cayeran a sus pies, atraídas por ese desodorante; harto de la ineficacia del producto, los demandó; ¿no podría la Gillete otorgarle un bono de productividad a Tiger Woods por demostrar que al usar sus rastrillos tiene el pegue que insinúa su publicidad? Sólo uno de sus patrocinadores ha respetado el contrato con el argumento de que no por sus coscolineses ha dejado de ser el mejor golfista del momento. Cuando menos.

lunes, 7 de diciembre de 2009

México y el beisbol, nuestro nuevo libro


Alguna vez escribí en El Financiero una nota sobre música popular, y le adjudiqué a Los Diamantes una versión de Schumann; Salvador González Vilchis me corrigió el error en un correo electrónico; en mi siguiente nota reparé la falta, y eso mereció un nuevo correo de Salvador: se la pasa señalando errores de quienes escribimos, pero nadie le hace caso, por lo que agradecía el hecho; en nuevos correos me dejó anonadado: conocía todo lo que había publicado, fuera en libro, revista, reseñas, reportajes, entrevistas; sólo se le escapaba Promesa matrimonial, y eso porque el primer tiraje fue de 50 ejemplares, de la colección La Pájina del Día, editada por Héctor Carreto y Jaime Velásquez en la UAM (50 ejemplares que me tardé como cinco años en acabármelos); no quedó más remedio que conocerlo, e incluirlo en la tertulia que, con el pretexto del dominó, celebrábamos en una cantina de la colonia Roma.
Por su iniciativa volví a editar Promesa matrimonial, con tipografía y diseño suyo, en una edición de cien ejemplares que esta vez tardé cinco años en agotar.

Gracias a él, de nuevo, aparece por estos días un nuevo libro: México y el beisbol; la historia es compleja: trabaja para la ADABI, que dirige la doctora Stella María González Cicero, y preside María Isabel Grañén Porrúa, y esta institución maneja un archivo de fotografías de beisbol que Alfredo Harp Helú ha invertido varios años en conseguir de diversos orígenes y medios; catalogado y ordenado a lo largo de cinco años, está a la disposición de profesionales y aficionados tanto al beisbol como a la historia del deporte, y a la historia en general. Generosamente, me ofrecieron que hurgara en él; luego de una larga y sabrosa plática, surgió el proyecto de escribir un libro que versara sobre el beisbol; para darle la forma debida tenía que contar con la colaboración de mi hijo Diego; nos aprobaron el proyecto, y supervisado, carrereado por Salvador, y por José Luis Cadena, quien lo diseñó, y luego del duro proceso de dar a luz un libro, acaba de salir de las prensas para debutar en la FIL de Guadalajara, donde tuvo un buen recibimiento.

Por desgracia, en México el deporte no es lo que debiera ser. Tengo la impresión que desde que salió José Vasconcelos de la Secretaría de Educación Pública, el 2 de julio de 1924, el gobierno no le ha dado a la Educación Física la importancia necesaria; las clases de esta materia se han limitado, la mayoría de las veces, a ejercicios inocuos y rutinarios, a detectar quiénes de los alumnos muestran alguna facultad, y seleccionarlos para unas competencias anuales a las que ni la SEP presta atención. Los diferentes gobiernos después de Plutarco Elías Calles han creído que la Subsecretaría del Deporte sirve para abanderar a los atletas seleccionados para competencias internacionales, y dar un apoyo económico al deporte profesional, que no lo necesita porque ya tienen sus propios patrocinadores. Así, la Educación Física ha dejado de otorgar una educación que todos necesitamos, no para convertirnos en deportistas profesionales, como lo han pretendido sin lograrlo, sino para ayudarnos a saber cómo, cuánto y a qué hora caminar; cómo sentarnos, cómo dormir, qué tipo de ejercicio conviene a cada quien; cuándo fumar, cómo beber; y otra cosa: saber, entender y disfrutar todos los deportes, como espectadores; me ha tocado ver a jefes de secciones deportivas que, ante la exigencia de la dirección del periódico de dar un enfoque diferente a la sección, piensan durante media hora, y exclaman: “¡un reportaje sobre las edecanes de la lucha libre!”; no saben en qué consiste el golf, y desconocen las reglas nada complejas del básquetbol, por ejemplo. La mayoría de la gente, cuando oye la palabra “deporte” sólo piensa en el futbol soccer; cree que el boxeo consiste en que un peleador muela a golpes a su contrincante, y cree que es mejor el nocaut fulminante que el nocaut técnico; no entiende la diferencia de las suertes del toreo, cree que el ajedrez es aburrido, que el golf es para ricos holgazanes, y que quedar en tercer o cuarto lugar en una competencia es malo, que sólo sirven las medallas de oro; o que el futbol americano sólo es un torneo en el que ganan los que pegan más fuerte, y que los héroes de este deporte son los que lanzan el balón y los que los reciben y los que corren; y que lo único atractivo del volibol es un juego a cinco sets entre los equipos femeniles de Cuba y Brasil.
El espectador de deporte es ingenuo e inmaduro; se encomienda a santos y vírgenes para que ayuden a que gane su equipo favorito; no disfrutan el juego, lo padecen y lo sufren; si ese equipo gana un juego, creen que ellos contribuyeron, y lo peor es que no les importa que el triunfo lo conquisten aun con trampas; veintitantos años después, Diego Armando Maradona confesó que el gol con el que su equipo obtuvo una copa denominada Mundial, fue ilegítimo, cosa que ya sabían todos los aficionados; la semana anterior un integrante de la Liga Mexicana de Futbol aceptó que cuando reciben un golpe, exageran y actúan para impresionar al árbitro y a los aficionados, que viven la semana siguiente padeciendo o disfrutando esos momentos (es muy recomendable la lectura de Los dueños del tiempo, de Emmanuel Carballo, que analiza el comportamiento del aficionado al futbol, aunque es generalizable a la mayoría de los deportes); el jugador que comete la falta de inmediato levanta las manitas clamando inocencia, aunque lo hayan observado unos cientos en el estadio y cientos de miles por televisión. Es vergonzoso que el equipo que va a representar al futbol mexicano profesional lo comande un hombre que para evitar una jugada contra su oncena, zancadilleó a un delantero rival; que las trampas estén por arriba de la ética hablan pésimo del futbol mexicano, y del país, y de la afición, que no lo repudiaron; así le sucedió a Raúl Cárdenas, jugador ejemplar, por no haber cometido una falta a un jugador español en un torneo mundial en Chile: “¡¿por qué!?”, chillaban los cronistas, ¿por qué no lo fauleó? Así estigmatizaron a un jugador decente, por no haber hecho trampa.

El deporte además de espectáculo es un negocio; no sólo el hecho de que equipos de futbol americano y de beisbol reciben ingresos millonarios cada año por concepto de boletos vendidos, más la comercialización de playeras, uniformes, gorras, tarjetas y otros souvenirs relacionados con equipos, jugadores, más contratos por la transmisión televisiva de los juegos (o como en México, que pagan para que no los contrate la otra cadena, aunque no transmitan los juegos), además de otros ingresos por publicidad.
Es además un negocio no sé si ilegal, pero de muchas maneras poco elegante: los equipos de futbol soccer son profesionales, reciben patrocinio de marcas comerciales, que a su vez recuperan ese patrocinio comercializando la popularidad de los jugadores, del mismo equipo, y tienen una retroalimentación inimaginable; pero además, cuando logran clasificarse para torneos internacionales, buscan, y consiguen, el patrocinio del gobierno, que tiene otros asuntos más importantes que atender que el triunfo o la derrota de un equipo que, además, no representa al deporte nacional. ¿Cuál es la ayuda que reciben los que hacen deporte los fines de semana? Albercas sucias e inseguras, canchas de tenis tan mal cuidadas que no son pocos los que se lesionan por la tierra floja y desnivelada; malas pistas de boliche; y no son gratuitos, además.
Y lo peor: ni siquiera los profesionales saben disfrutar de los deportes; hasta los reporteros creen que un juego que termina 7-2, no importa a favor de quién, fue bueno, y que uno que termina 0-0 es malo y aburrido, lo que indica que no disfrutan de la mitad de un deporte, que es la defensiva; esto incluye a comentaristas de radio y televisión, que carecen de poder narrativo, en primer lugar, y que no pueden explicar, porque ellos mismos no lo saben, si un juego es bueno o malo. Carecen además de imparcialidad, y tienen un favorito, o le hacen creer al televidente o radioescucha, que lo tienen; es famoso que Ángel Fernández, ahora tan añorado, quién lo dijera, confesaba a quien quería oírlo que su equipo favorito era el Necaxa (aquel Necaxa), no el América, y que su deporte favorito era el beisbol, no el futbol soccer.

Esta deformación del deporte, característica del futbol soccer, se extiende a otros deportes; hasta ahora el beisbol mexicano se ha salvado, aunque en las Mayores ya haya tramposos como Barry Bonds, Sammy Sosa, Mark McGwire, Álex Rodríguez, y otros 150 que han sido sorprendidos ingiriendo drogas o esteroides para mejorar su juego; desde los años veinte no ha sorprendido a nadie haciendo trampa, vendiendo resultados, sobornando árbitros, como ya sucede en el soccer, y además en potencias como Argentina, Italia y otros países ansiosos de glorias deportivas, como si carecieran de otras; o como en el tenis.
Pero es tan importante la afición por un deporte, que los gobiernos de muchos países no sólo aceptan patrocinarlos y les encargan que honren al país y a la bandera, aunque no representan ni uno ni a otra, sino a una marca comercial. Y ha sido tan importante que el gobierno argentino hizo lo posible por conquistar un torneo internacional para que sus ciudadanos olvidaran una derrota militar humillante, y el gobierno mexicano vio en 1986 la oportunidad, al evadir Colombia el compromiso de ser el país anfitrión del torneo correspondiente a ese año (por sus problemas económicos y financieros, y por la violencia desatada por el narcotráfico), para ayudar a reparar la imagen despedazada por los sismos del año anterior.
En Estados Unidos también están conscientes de la importancia social del deporte profesional; cada año el presidente en turno acude a un estadio, si es en Washington mejor, a hacer el primer lanzamiento del juego inaugural, y cada año, al terminar la temporada y la postemporada, reciben al equipo ganador en la Casa Blanca; por eso su humillación en cada torneo mundial cuando son derrotados por el equipo cubano, que si no es profesional tiene casi tantos privilegios como los profesionales; la más reciente novela de Henning Mankell, El hombre inquieto, aborda de manera lateral el tema de los deportistas artificiales, creados por la Alemania Oriental, para exhibirlos como si fueran el prototipo del ciudadano de ese Estado; los Juegos Olímpicos ya no son los únicos escaparates para demostrar la eficacia de una doctrina política, y en cambio desde los Juegos en Los Ángeles, lo son de la corrupción de todo el deporte que ya no es de amateurs y de profesionales, sino todos lo mismo.

En ese contexto, en la importancia que representa el beisbol mexicano a lo largo de más de 80 años, fue que escribimos México y el beisbol. Se ha jugado en épocas de esplendor y cuando ha habido economía de guerra; contribuyó de manera muy importante al fin de la segregación racial en el deporte estadounidense; ha sido el único deporte colectivo que ha buscado el equilibrio entre equipos poderosos y otros débiles; es el único, al menos en México que sus aficionados elogian las buenas jugadas, aunque sean del contgrincante, aunque ya haya cronistas que insitan a no apluadirlas; ha representado, en su momento, la eficacia (o no) de la política mexicana. Durante muchos años fue uno de los tres deportes más populares en todo el país (el boxeo y el toreo, los otros); fue desplazado de las transmisiones electrónicas y de las páginas deportivas por el soccer, aunque en eso contribuyeron las empresas televisivas, que transmitían dos juegos de futbol a la semana, y ahora transmiten cuatro, ocho o 12 ¡diarios!; le quitaron espacios no sólo a los dos equipos profesionales en el DF, sino a los semiprofesionales en invierno; las mismas empresas quitaron diamantes de beisbol para hacer canchas de futbol rápido; en las instalaciones deportivas del DF aumentaron canchas de futbol y eliminaron las del beis; pese a eso, en estos momentos hay en beisbol de AAA y de las Mayores más jugadores mexicanos que en toda la historia del soccer (no en el extranjero, sino en futbol de buena categoría); pese a todo, el beisbol sigue íntegro, no ha caído en las trampas del dinero fácil (y fugaz) y mantiene una dignidad que no tienen otros deportes; han sobrevivido a la tontería, a la fama oportunista, a la carencia de aficionados, aunque no tengan ganancias, aunque tengan que batallar contra la ineficacia gubernamental, que cree que la educación física significa encontrar una docena de mexicanos con facultades sobresalientes, como si enseñar a leer y escribir tuviera la aspiración de que todo mexicano alfabetizado tuviera la obligación de ser escritor, y que consumiera al menos 25 libros al año.
Por eso escribimos este libro, que no aspira a ser la historia del beisbol mexicano, sino vincular al beisbol con una parte de la historia del país.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Quizás, quizá, quizás (y Pacheco)

“Siempre que te pregunto que cómo cuándo y dónde”, se lamenta Oswaldo Farrés de que de la mujer, si no indecisa cuando menos rejega, sólo obtiene como respuesta “quizás, quizá, quizás”.
Esa indecisión no sólo es erótica y sensual; digo que erótica y sensual porque no hay duda de la intención de las preguntas, sobre todo porque el reclamo posterior es aún más enfático: “estás perdiendo el tiempo pensando, pensando”, y llega hasta la súplica, aunque arrogante: “por lo que tú más quieras, ¿hasta cuándo, hasta cuándo”; y ante la insistencia, la coprotagonista de ésta, una de las más hermosas canciones de Farrés, extraordinario compositor, es siempre la misma: “quizás, quizá, quizás”.
La indecisión también es gramatical: la protagonista no se decide no sólo a rechazar o aceptar los requerimientos que con tanta ansiedad, aunque también con elegancia, le plantea el protagonista; tampoco se decide a decir “quizá” o “quizás”; eso se escucha con precisión en las grabaciones de esta canción, sobre todo de quienes la hicieron popular en México, el Trío Los Panchos; tanto Hernando Avilés, el más afamado de las primeras voces que tuvo el conjunto, pronuncia “quizás, quizá, quizás”, lo mismo que Enrique Cáceres.
Más autorizada en la materia, Silvia Pinal comete la misma indecisión; en una fecha en que Pedro Vargas se ausentó del Estudio Raleigh de Pedro Vargas por cometer una gira en Centro y Suramérica, fungió como anfitriona suplente, y cantó con los invitados Los Panchos, quienes tenían por entonces a Cáceres como primera voz; por desgracia no hay grabación, pero sí filmación, y se puede ver y escuchar en youtube; la versión es espléndida, porque aunque la pieza no requiere de una gran voz para su interpretación, sí se presta para descuadrarse; Pinal tenía entonces la etiqueta de vedette, porque podía cantar, bailar y actuar; de manera malvada podría decirse que quien mucho abarca poco aprieta, pero Pinal bailaba bien, y como muestra pueden recordarse unas piezas que bailó con Sergio Corona: “Yes, sir, that’s my babe” y “Muchacha”; la primera puede verse en youtube, no así la segunda, lo que es una lástima, porque ambos bailaban muy bien y, sin grandes voces, cantaban de manera adecuada.
En “Quizás, quizás, quizás”, Cáceres se queda opacado ante el brillo de Pinal, quien con una voz clara y transparente, canta muy entonada, muy cuadrada y muy pícara, “quizás, quizá, quizás”.
Aprovechando, pueden oírse otras versiones: una muy mala de Nat King Cole, como casi todas las suyas: “quizás, quizás, quizás”; pero no hay que tomarlo en cuenta, porque dice “y yo desesperado”, cuando la letra original dice “y yo desesperando”, una licencia porque el gerundio no va acompañado de verbo, pero si no, complicaría el siguiente verso: “y yo desesperando”, una licencia más válida aún.
Una excelente versión de Ibrahim Ferrer y Omara Portuondo presenta más complicaciones, porque mientras él dice “quizá, quizá, quizá”, ella responde “quizás, quizás, quizás”; hasta en eso hay desacuerdo; Salvador del Río pronuncia con claridad “quizás, quizás, quizás”; Johnny Albino y Hernando Avilés, otras destacadas voces de Los Panchos también pronuncian “quizás”, pero no son tan convincentes, y en ocasiones quieren omitir la “s” problemática.
En el Gran Cancionero Mexicano no se incluye esta excelente canción; será porque Oswaldo Farrés no es mexicano, aunque en cuestión de canciones, Farrés, así como Rafael Hernández, es más mexicano que otra cosa; pero en fin. En el Cancionero popular mexicano, de los cuidadosos Mario Kuri-Aldana y Vicente Mendoza Martínez, sí está incluida, y sorpresivamente como “Quizá, quizá, quizá”, y también en la letra es claro: “y tú, tú contestando quizá, quizá, quizá”.
La duda (gramatical) se extiende hasta los diccionarios: el de la Real Academia da preferencia a “quizá”, pero valida “quizás”, sin más argumento, para esa preferencia, que la etimológica: “quién sabe”.
El Panhispánico de Dudas es genial: “por analogía con otros adverbios acabados en –s, se creó la forma quizás, igualmente válida”. Seco no ayuda a salir de dudas: “Es tan correcto decir quizás como quizá. Pero los escritores prefieren en general esta última forma, que es la etimológica”, y en su más reciente Diccionario del español actual se atreve a decir que quizás es más raro (esto lo veremos más adelante).
Más claro y preciso, como siempre, Corripio puntualiza: “Eufónicamente se usa quizás cuando la palabra que sigue comienza con vocal”.
La duda (gramatical) me asalta desde hace mucho, pero se vuelve a hacer presente con la lectura de El hombre inquieto, de Henning Mankell, el escritor sueco autor de una saga de más de diez títulos sobre Kurt Wallander, detective; en ninguno de las veces en que aparece la palabra hay equivocación, y me atrevo a decir que es el primer libro que leo desde hace muchos meses en que no hay error.
Pero ojo: el error ¿es de los autores o de los editores?

En el caso de los compositores cabría indulgencia; el Gran cancionero mexicano uno se topa con graves errores de puntuación y, a veces, ortográficos; el libro está sacado de los archivos de Derechos de Autor, que es como lo entregaron los compositores; pero ellos muestran su talento de manera intuitiva, con sensibilidad y, en la antigüedad, con habilidad para la rima, la acentuación, el ritmo; los escritores tampoco tienen la obligación de saber gramática, aunque moralmente deberían estar obligados, porque muchos lectores se guían por ellos; hay un autor reputado que se niega a que se le corrijan sus errores con el pretexto de que los usan también algunos de sus ídolos.
Oswaldo Farrés usó bien el quizá; sus intérpretes, casi todos, lo usan mal; es fácil explicarse por qué: suena mejor "quizás, quizás, quizás", pero por la pausa que hacen al cantar; si fuera en prosa se oiría fatal. No es lo que piensan la mayoría de los editores, que cuando mucho unifican, pero con la consecuencia que unas veces está bien y otras mal, y en este caso no es como en el del reloj descompuesto, que cuando menos dos veces al día da la hora exacta.
La maestría de los escritores no consiste en la absoluta corrección, pero debería de preocuparles. No es cosa, ahorita, de revisar a todos los autores importantes; y tampoco es para hablar mal de los muertos: estoy releyendo a uno de nuestros escritores más exigentes, prodigioso en su escritura, magistral en sus enfoques, pero escribe quizá y quizás exactamente al revés de como debiera. Y sí es de felicitar al editor que se encargó de que la edición de El hombre inquieto, en una Tusquets que no ha sido muy rigurosa (tal vez por ser demasiado respetuosa) con el uso de una palabra que ni nos detenemos en pensar cómo escribirla.

Este año, que no debería contar, ha traído malas y muy malas noticias, en lo social, en lo político y en lo personal; lo malo es que todavía no acaba, y urge que ya empiece otro; sin embargo nos ha dejado una noticia excelente: el reconocimiento mundial a José Emilio Pacheco (¿cómo les quedó el ojo a los que hace más o menos un año se dedicaron a atacarlo por su sencillez –aparente; ni siquiera saben leerlo–, por su claridad? ¿Y al otro tonto que perdió la oportunidad de callarse?) El Reina Sofía y el Cervantes, que debería haberlos recibido hace tiempo, por desgracia sólo reconocen al gran escritor que es desde hace mucho, y al que leemos con limitaciones, incapaces de reconocer todo lo que es, lo que explora, los lazos que hay en cada una de sus líneas y que lo hacen un escritor total, el único que ha logrado hacer de su obra, en todas sus formas, una obra única y total. Debería de haber un premio que reconociera, además del gran escritor que es, al ser humano excepcional, íntegro, generoso y, además, sencillo. Gustavo Sainz concluye una de sus autobiografías con una frase de Stevenson (que no he logrado ubicar): ¿de qué puede estar orgulloso un hombre si no está orgulloso de sus amigos? Pacheco nos hace sentir orgullosos muchas veces, no sólo hoy.

Termino con un anuncio; desde ayer está a la venta, en el estand de la ADABI en la FIL de Guadalajara, El beisbol y México, que escribí al alimón con Diego Mejía Eguiluz; se debe a la generosidad de Stella González Cicero y de Salvador González Vilchis (con quien ya tenemos una deuda enorme). Con esas páginas, pagamos tributo a nuestra gran pasión (confesable): el beisbol, pero visto desde una óptica diferente. La semana entrante, ya en la ciudad de México.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Complicados, los Beatles

En las listas de los mejores discos de rock, los expertos consideran entre los diez primeros tanto Sargento Pimienta como Revolver; la reedición de los discos remasterizados del conjunto deja ver lo poco que se valoró Viaje mágico y misterioso; yo, por darle importancia a “I am the walrus” no puse la debida atención a canciones como “Your mother should know”, prodigio de instrumentación tanto de Lennon como de McCartney, y el uso de la tabla, que le da un sonido extraño en una pieza aparentemente fácil, con sabor de los años treinta, pero mucho más compleja de lo que parece.
Cuando apareció este disco fue en una extraña presentación: dos extender play, tanto en monaural como en estereofónico; en Estados Unidos, y en México, salió en disco de larga duración, y en el segundo lado tenía piezas no tan uniformes como el primer lado; pero esa carencia de uniformidad se debe a que pertenecían a distintos proyectos originales: “Penny Lane” y “Strawberry Fields Forever” estaban considerados para Sargento Pimienta, y "Baby you’re a rich man" iba a entrar en Sargento Pimienta II, que nunca se realizó, entre otras cosas, debido a la muerte de Brian Epstein, el manager que los dio a conocer, que patrocinó a otros muchos conjuntos, se hizo millonario a costa de ellos, y falleció de una sobredosis, lo que hizo que cambiara el destino de Beatles, comenzaran las pugnas, se vieran metidos en proyectos que causaron problemas, metieron su cuchara el licenciado Eastman, padre de Linda y suegro de Paul, y el licenciado Allan Klein, recomendado por Mick Jagger no se sabe si en venganza de algo, pero entre ambos fueron responsables de ratos amargos y de discos no tan satisfactorios (para ellos; sí para el público).
Ese lado B comienza con una pieza poco valorada: “Hello goodbye”, que ya vimos que usaron Bugs y Lucas para burlarse de las pugnas entre Lennon y McCartney; pero la pieza es excelente, con un duelo de guitarras entre John y George, una de las mejores interpretaciones de Paul al bajo, quien agrega un piano bastante espectacular, y percusiones que complementan las de Ringo; los nuevos discos hacen escuchar que la pieza carece de sencillez musical, y la letra también es todo menos simple: las contradicciones, los diálogos complementarios, que parecen sacados de Romeo y Julieta, aunque con un sentido del humor poco complaciente; para agregarle sabor, un par de violas, tocadas por Ken Essex y Leo Birnbaum, atraviesan toda la pieza, de manera independiente a los demás instrumentos, pero crean una atmósfera diferente. Durante las primeras sesiones de grabación la pieza se llamó “Hello hello”; es frecuente la historia de las piezas que comenzaron sin nombre, o con un nombre salido de la letra, y al final se le bautizaba de manera diferente; el caso más famoso es “Yesterday”, que en las primeras sesiones se llamó “Huevos revueltos”, hasta que Paul agregó la letra; como se sabe, en esa pieza no intervino nadie más que Paul con músicos de estudio.
“Strawberry Fields Forever” es posiblemente la pieza más compleja de todo el repertorio del conjunto, porque está formada por dos versiones diferentes, con distintos tiempos y ritmos, y en distintos tonos; George Martin, excelente técnico, tuvo que acelerar la primera parte, y hacer más lenta la segunda para que tuvieran más o menos el mismo ritmo y el mismo tono. Hay mensajes secretos, de los que hablaremos después en extenso; en esta canción uno es inocente: después de la primera vez que se escucha el verso “let me take you down…” hay mensaje en clave Morse, que forman las letras J y L; en cambio, al final, se escucha un verso que causó toda una revolución: “cranberry sauce”, que no significa nada dentro del contexto de la pieza, pero que muchos confundieron con otra frase: “I buried Paul”; “sepulté a Paul”, que desató la polémica desde el 12 de octubre de 1969 sobre la supuesta muerte de Paul.
Además de dos requintos, hay un clavicémbalo, piano, percusiones por Mal Evans, trompeta por Phillip Jones (de la Orquesta Filarmónica de Londres), y dos chelos y dos cornos; la letra, ya lo dijimos, es tan compleja que se han hecho demasiadas interpretaciones para tratar de entenderla, pero una clave está en la propia letra: “nothing is real”.
En “Penny Lane” hay dos invitados: David Mason y Phillip Jones, ambos con trompetas; además, George Martin toca un persistente piano, que se agrega a otro de Lennon, y que mantienen un duelo bastante atractivo con el contrabajo, el bajo eléctrico y una flauta, todo por Paul, además de una campana de bombero que toca Harrison, no tan insistente como en “Everyboy got something to hide…” del disco blanco.
Aunque la canción tiene la misma atmósfera melancólica de “Strawberry Fields Forever”, no es tan compleja ni tan melodramática, pero la sencillez no le quita belleza a la pieza, aunque el verso “very strange” le queda mejor a “Strawberry…”.
“Baby you’re a rich man”, como otras muchas otras canciones de Beatles, está formada por dos canciones; la primera de la que se tuvo noticia fue “A day in the life”, que tenía inserta a la mitad una breve pieza de Paul, la que contiene el verso “wake up, fell out the bed…”, y que vuelve a dar paso a la otra canción.
En “Baby…” se mezclan “One of the beautiful people” y “Baby…”; la primera es de Lennon, la segunda de Paul, y así las cantan, por separado, aunque Lennon se suma al coro integrado por Paul y George en la segunda pieza; hay un duelo bastante interesante y muy alegre entre dos pianos y el bajo (los pianos, por Lennon y McCartney), y un clavioline, instrumento de teclado que suena a flauta; la letra de Lennon es bastante agresiva y recuerda aquella frase de “los que están en los palcos pueden hacer sonar sus joyas”, que le fue tan criticada; podrían haberlo incluido entre los “radical chic”; más bien le dijeron “revolucionario millonario”.
El lado B, y el disco, cierra con “All you need is love”; también tiene su historia; se estrenó en cadena mundial cuando se puso en funcionamiento el Pájaro Madrugador (México, en cambio, presentó un espectáculo de Tony Aguilar con sus caballos); pero aunque todo mundo los vio tocar, la instrumentación es diferente; Lennon toca un harpicordio, Paul bajo eléctrico y bajo acústico; Harrison violín y requinto, Ringo la batería, y George Martin el piano; además, hubo una pequeña orquesta de 13 miembros, con cuatro violines, dos chelos, dos trompetas, dos trombones, dos saxofones y un acordeón; varios días antes del estreno hicieron diversas tomas, una incluso con banjo, que no se usó; el 24 de junio de 1967, un día antes de la transmisión mundial, grabaron la sección rítmica; hubo varios invitados que cantaron el coro, entre ellos Mick Jagger, su chava Marianne Faithfull, Keith Richard (todos relacionados con Rolling Stones), más Gary Broker, de Procul Harem, Eric Clapton, Graham Nash, Mike McCartney, Jane Asher (la novia de Paul), Pattie Boyd, Gary Leeds, Hunter Davis (biógrafo oficial de Beatles) y Keith Moon, baterista de Who, gran cuate de Ringo y compadre de Lennon en su long lost weekend. Mientras coreaban, desfilaban con carteles alusivos al título de la canción; en México Los Yaquis copiaron la canción y el desfile de los cuates con carteles alusivos.
Ya se sabe que en la instrumentación hay varios homenajes, entre otros a La Marsellesa, “Serenata a la luz de la luna”, la extraordinaria “In the mood” (hay que oír la versión de Jamiroquai, casi tan buena como la de Louis Armstrong), y, fuera de tono, “She loves you”, cantada no por Paul, sino por John.
La pieza se ha oído mucho; sólo hay que decir que es completamente distinta a la que se escuchó el 25 de junio de 1967, y también diferente a la que está incluida en Submarino amarillo. La versión original duraba seis minutos; ésta dura 3:57, y menos aún la otra versión conocida.
Cuando el disco apareció, ellos ya estaban preparando otra de sus obras maestras: The Beatles.

martes, 10 de noviembre de 2009

Los otros Beatles


No termina uno de aceptar las nuevas versiones de los discos de Beatles, cuando aparecen o reaparecen otras grabaciones que hacen que uno se tarde en adaptarse y escucharlos con la debida atención, sin excederse en el entusiasmo ni pretender que cada diferencia con los discos conocidos es un acierto o un descubrimiento, puesto que ya estaban, de muchas maneras, en las distintas colecciones que han ido apareciendo en discos compactos, y que los primeros fanáticos del conjunto tuvieron a bien ir atesorando.
No me refiero a las versiones remasterizadas de los discos estereofónicos y de los monaurales, raros aún y que se supone aparecieron en una edición limitada, que llegaron unos cuantos a México, y que ya no se reeditarán, y que menos aún se venderán sueltos como ya están vendiéndose los estereofónicos.
En una de las muchas entrevistas que le hicieron a Lennon y que se han publicado en forma de libro, habló de un excelente disco pirata, Beatles in Italy; aunque lo desmintieron y dijeron que se trataba de una recopilación, lo cierto es que no está incluido ni en las más exhaustivas discografías, como la de Jeff Russell y aunque está en All Together Now, de Castleman y Podrazik, se niega que sea pirata; está mencionado, sin ningún comentario pero sí con fotografía, en Beatles Forever, de Schaffner; está editado por EMI-Parlaphone en 1965, y contiene, Parte prima, “Long Tall Sally”, “She’s a Woman”, “Matchbox”; “From Me to You”, “I Want to Hold Your Hand” y “Ticket to Ride”; Parte Seconda, “This Boy”, “Slow Down”; “I Call Your Name”, “Thank You Girl”, “Yes it Is” y “I Feel Fine”; una rara antología, como muchas hay en diferentes países que no se arriesgaban a publicar los discos originales, sino una selección. Lo curioso es que utilizando las mismas pistas de las versiones originales, está mucho mejor grabado, se escuchan sonidos que están escondidos, muy escondidos, en los discos ingleses, estadounidenses o australianos, que por cierto estaban, en acetato, mucho mejor grabados que los ingleses y aún más que los gringos.
Y aprovechando el resurgimiento de la beatlemanía ocasionada por el lanzamiento de los remasterizados, aparece en compacto por primera vez The Baroque Beatles Book; es un disco realizado por Joshua Rifkin, el músico que resucitó el ragtime, la música de Scott Joplin que se puso de moda con la cinta de George Roy Hill, The Sting, con Paul Newman y Robert Redford.
Rifkin, nacido apenas un año después que George Harrison, es un especialista en Bach, director de orquesta, y apasionado de los juegos musicales; realizó en 1965 o 1966 el Baroque Beatles Book, y fue utilizado por los fanáticos del conjunto para demostrar a los viejos que amargados toditos están; en la portada dibujó a tres músicos de los siglos XVII o XVIII, que no son pero que parecen Bach, Hayden y Handel, uno de ellos con una playera en la que se lee “I Like Beatles” con una fotografía parecida a la promocional de A Hard Day’s Night; otro tiene en la mano una partitura en la que alcanza a leerse “I Want to Hold Your Hand”; el disco lo lanzó Elektra Records, la que comercializaba los discos de The Doors; la portada es un dibujo de Roger Hane, y el diseño de William S. Harvey; la leyenda dice que el disco fue redescubierto y editado por Joshua Rifkin, quien dirige el Baroque Ensemble del Merseyside Kammermusikgesellschaft, e interpretan “The Royale Beatleworks Musicke, MBE 1963”; “Epstein Variations, MBE 69ª”, la cantata “Last Night I Said, para el tercer sábado después del Shea Stadium, MBE 58,000”, el “Trío sonata: Das Kaferlein, MBE 004¼”.
Todas las piezas contienen mezclas de canciones muy populares de Beatles, pero con el arreglo evocan a Telemann, Vivaldi, Bach; la única que no puede disimular es “You’ve Got to Hide your Love Away”; por desgracia, está casi al principio del disco, entonces uno no podía seguir engañando a los padres de los amigos que se portaban reacios a admitir a los Beatles.
¿Por qué los productores tardaron tanto en lanzar los remasterizados cuando ya The Beatles in Italy se escuchaba con nitidez y calidad? Parece el mismo ejemplo de las medias irrompibles, que no se lanzan al mercado porque aun cuando sean caras –dice la leyenda– resultan más baratas que las muy baratas que se rompen o se deshilan a la tercera o cuarta puesta, según la rudeza del acompañante. O, como se dice, que no ponen a la venta medicamentos contra enfermedades aparentemente incurables, porque si la gente se cura, a quiénes le venden.

Hay otros Beatles; no me refiero a Klaatu, el excelente conjunto al que la propaganda quiso lanzar como unos beatles enmascarados, por algunas coincidencias: el robot que aparece en El día que se paralizó la Tierra (“Klaatu barada nictu”) es el que sale en la portada del cuarto disco de Ringo, Goodnight Viena; pero hay más detalles: Klaatu, quien en la cinta viene a advertirnos que si seguimos con los experimentos nucleares vamos a terminar destrozando el planeta, cuando le preguntan que de dónde procede, dice que “de Venus y Marte”, y como McCartney tiene un disco que se llama así, los enterados afirmaron que era otra pista; para acabarla, al terminar un concierto en Boston, por las fechas en que apareció el disco Klaatu, McCartney dijo “los veré cuando la Tierra se paralice”; en la portada interior de 33⅓, de Harrison, aparece un sol similar al que aparece en la portada de Klaatu; más alguna referencia más jalada de los pelos, como la afirmación de Lennon de que el 29 de agosto de 1974 había visto un ovni, para muchos fue otra referencia a Klaatu, el disco, donde se mencionan ovnis, además de que había referencias musicales.
Tampoco me refiero al desconcertante crédito estelar a “The Misteriuos Karsten” al órgano, en el soundtrack de Popeye, grabado por un conjunto formado por Ray Cooper, Doug Dillard, Harry Nilsson, Van Dyke Parks y Klaus Voorman, casi todos ellos, menos el muy serio Cooper, compañeros de parranda de Lennon en su “long lost weekend”.
En realidad me refiero a un excelente disco, Bugs & Friends Sing The Beatles, en donde parece que Bugs Bunny, el Pato Lucas, Elmer Gruñón y el Demonio de Tasmania forman un conjunto donde cantan una decena de canciones de Beatles, más la aparición de dos estrellas invitada, el Correcaminos, y de Sam Bigotes, para canciones específicas.
Puede parecer un chiste, sobre todo porque el cuaderno de notas que acompaña al disco tiene unas referencias muy divertidas, tantas como las incluidas en All you need is cash, brutal parodia de Beatles en la que participan Paul Simon, Mick Jagger y el propio George Harrison.
En el disco de Bugs y amigos aprovechan algunos títulos, como "My Bonnie lies over the ocean" para convertirla en "My Bunny…"; hacen referencia a Ducko OhNo, quien creó una atmósfera incómoda entre Bugs y Daffy (Lucas) que se convirtió en un mal “instant karma”, y otras bromas por el estilo.
Lo mejor son las canciones; con un humor muy parecido al de Lennon, distorsionan sin respeto pero sin irreverencia, tal como el mismo Lennon hizo en sus canciones, cuando hacía referencia a otras piezas suyas, o de Harrison, o de Paul, con mala leche o como homenaje; algunas, parecen reverencia, como “it’s gettin’ better (all the time)” en Mind Game, pero otra terrible es “lo único que hiciste fue ayer, y desde entonces vives en otro día”, en Imagine.
Bugs y Taz, en cambio, parecen repetir, en “Penny Lane”, las palabras atribuidas a Ringo acerca de “Strawberry Fields Forever” (hay algunas canciones nuestras que no entiendo bien de qué tratan): luego de un verso enigmático, enfatizan en “very strange!”, y en otras parecen actuar en algunas de sus caricaturas: por ejemplo, en “Help!” Sam Bigotes cae en las trampas que le ponen Lucas y Bugs, o en “Can’t Buy Me Love” hacen comentarios mordaces muy parecidos a los que hacían Lennon y Harrison en las canciones de McCartney; por ejemplo, al referirse a las cosas que el dinero no puede comprar, Bugs pide que le mencione al menos una.
Como se sabe, las caricaturas de Bugs y sus amigos, creadas por diferentes artistas y cuyos cortos fueron dirigidos esencialmente por Chuck Jones pero donde hay participación del excelente Frank Tashlin, tuvieron la voz de Mel Blanc, quien falleció hace unos pocos meses; en el disco, que está dedicado a Blanc, las voces las prestan Mendi Segal (Bugs), Jeo Alaskey (Lucas y Sam), Jim Meskimen (Elmer) y Jim Cumming (Taz), y algunos invitados (el conjunto lo integran Geoff Levin en guitarra y teclados; Chris Many en teclados; Jim Grinta a la trompeta; Ian Seeberg en la flauta; Tony Morales en la batería, David Campbell en la viola, y Dick Bright con cuerdas). Una de las invitadas (¿Kathleen Helppie?) sostiene un diálogo con Bugs en "Penny Lane" que me hizo pensar que la intervención de Shakespeare en “I am the Walrus” no fue la primera, ni obviamente la última.
Luego de la desconcertante afirmación de Lennon de que odiaba a Shakespeare, es de llamar la atención la fotografía que los muestra en una representación, que debe haber sido muy divertida, de Sueño de una noche de verano, que no reproduzco por cuestiones de ©, pero que aparece en Beatles Forever.
En “Hello goodbye”, Bugs y Lucas hacen una parodia de los pleitos que comenzaron a tener Lennon y McCartney en los últimos años y los últimos discos, que se extendió al famoso “Too many people”, de McCartney que fue contestado con fiereza por Lennon en “I’m the Greatest” y en “How do you slep?”; pero bien vista, la canción original habla de un intercambio de ideas entre dos personas con muy distintos puntos de vista, pero que en lo general estaban de acuerdo.
En la versión de Bugs and Friends, ese diálogo lo trasladan a "Penny Lane", donde describen una atmósfera desolada, donde se queja Bugs de que no haya campos de zanahoria, sólo de fresas, irrumpe Julieta con el comienzo del extraordinario diálogo del balcón, donde ella dice cosas excelentes, intensas, y el pazguato de Romeo apenas alcanza a reaccionar. En esta versión ella se queja de las interrupciones, del poco entendimiento, de que no la dejan terminar sus ideas; sin embargo, todas sus palabras están tomadas de Romeo y Julieta.
Hay que revisar canciones, tanto en letras como en la música, para saber exactamente cuál es su origen, porque no eran, como afirmó McCartney alguna vez, “tontas canciones de amor”.

martes, 3 de noviembre de 2009

García Márquez, descortesías y perversiones

Acaba de aparecer un libro desconcertante, Gabriel García Márquez. Una vida, de Gerald Martin (Editorial Debate); desconcertante porque es una biografía del novelista colombiano que hace unos pocos años puso en circulación el primero de tres tomos de su autobiografía, Vivir para contarla. Es desconcertante que García Márquez haya colaborado con su biógrafo para permitir una biografía autorizada (le llamen como le llamen) si él está escribiendo la versión más real de su propia vida.
Parece una broma típica de García Márquez, quien en una ocasión en una de las muchas notas extraordinarias que publicaba en los años ochenta en varias revistas, Proceso una de ellas, contó que pidió opinión a sus hijos sobre un libro que pretendía escribir sobre el amor entre ancianos; uno de los hijos le espetó: espérate dos años para saber cómo es (cito, no reproduzco); con este libro de Martin parecería que García Márquez quiere ver en vida lo que se escribiría cuando hubiere fallecido.
Y es que parece un despropósito que alguien pregunte a otros lo que García Márquez sabe bastante: lo que ha vivido y lo que ha leído. Es un despropósito porque ningún biógrafo va a escribir mejor que García Márquez, un narrador supremo, que maneja el lenguaje y la imaginación como muy pocos; ya sé que es difícil juzgar a los contemporáneos, y menos cuando tienen una estatura como la de él, y que se tiende a exagerar sus cualidades, o a denostarlas. En un libro contemporáneo a Cien años de soledad, Luis Guillermo Piazza definía “genial”: “el producto de alguien a quien podemos saludar”. También puede ser lo contrario: que denostemos a quien merecería mayor reconocimiento.
En ese libro, La mafia, Luis Guillermo Piazza describe con pocas palabras a un García Márquez burlón, ingenioso, divertido, dispuesto a evadir a quien lo acechara y ágil para las respuestas deslumbrantes ante preguntas impertinentes. Pero Piazza no se suma a los panegiristas y lo define con unas palabras que hoy parecen irreverentes: un "novelista colombiano folklorizante”.
Es difícil digerir de una sola lectura el libro de Martin, ni pretendo leerlo con premura, entre otras cosas porque a primera vista carece del poder narrativo de García Márquez; pero en lo leído hay algunas cuestiones que me parece debo destacar. Desde las primeras entrevistas que concedió García Márquez después del éxito instantáneo de Cien años de soledad difundió versiones diferentes, a cada periodista le decía historias distintas, totalmente contradictorias. Mario Vargas Llosa, en Historia de un deicidio, cuenta que en un viaje en avión entraron en una turbulencia, y que semanas después leyó que, en lo más dramático del momento, Vargas Llosa lo tomó de las solapas y que le exigió, en esos momentos cercanos al desastre aéreo, que le dijera su verdadera opinión de Zona sagrada, novela entonces recién aparecida de Carlos Fuentes (y mal valorada, como muchas de las suyas). García Márquez parece mitómano; mitómano consciente, pero mitómano.
No lo parece en Vivir para contarla; todas las páginas suenan a sinceridad, incluso cuando se delata; en cambio, algunas de las páginas de Martin nos pintan un García Márquez distinto del que conocemos (lo conozcamos o no), a pesar de que el autor sabe de la tendencia de García Márquez a deformar la realidad.
Y en las páginas que narran su estancia en México hay dos cuestiones que nos saltan: la primera, que ese García Márquez de los años sesenta y hasta poco después de la aparición de Cien años de soledad, está tenso, insatisfecho; lo que narran quienes lo conocieron, quienes convivieron con él, nos pintan a un García Márquez totalmente distinto del que describe Martin: divertido, sobre todo. Puede que insatisfecho con los resultados de sus guiones cinematográficos, puede que preocupado por la carencia de dinero, puede que tenso mientras escribía Cien años de soledad, pero no el “tenso” que aparece en su biografía oficial.
Otro detalle que llama la atención, no por comisión sino por omisión; es cierto que se habla de la generosidad de Carlos Fuentes, quien fue determinante en el afianzamiento de García Márquez en México, y con quien colaboró en dos de las tres cintas más importantes basadas en textos del colombiano: Tiempo de morir (sólo hay que ver el guión, publicado en aquellos días en la Revista de Bellas Artes para ver todo lo que hay de Fuentes, y que enriquece al argumento) y El gallo de oro, además de que lo presentaba en todos lados, y el aval que dio a Cien años de soledad antes siquiera de que la terminara.
Pero en todo el libro (me falta mucho por leer para terminarlo, pero puede consultarse el índice onomástico) no hay una sola mención a Sergio Galindo, a José Emilio Pacheco ni a Raúl Renán; sin ellos no hubiera podido trabajar ni vivir en México; es increíble que alguien con su memoria olvide a quienes debe tanto. O es desmemoria o es ingratitud. Claro, no es el único escritor ingrato. Sólo que los otros son muy menores.

Hay otro asunto que concierne a García Márquez; ante el anuncio de que se filmaría una de sus novelas, Memorias de mis putas tristes, se le quiso vincular con pederastas; la novela no trata de pederastas, porque el personaje, como los personajes del cuento que deliberadamente se plancha (aunque si no lo hubiera divulgado ni sus detractores ni sus panegiristas se hubieran percatado), no tienen relaciones con las jóvenes con quienes duermen; las contratan para que duerman en sus brazos (en el relato de Kawabata incluso les dan somníferos) y las contemplen, sin abusar de ellas, ni siquiera tocarlas.
Quienes lo atacaron, y dijeron que el arte no puede ser pretexto para hacer una apología de la pederastia, no sólo no tomaron en cuenta un sinfín de obras literarias en que un hombre mayor, incluso un viejo, se enamora de una mujer demasiado joven para él; lo peor es que tampoco tomaron en cuenta otras obras de García Márquez, algunas tan evidentes como La triste historia de la cándida Eréndira y su desalmada abuela; en Crónica de una muerte anunciada, tras la anécdota principal (planchada, según dijo el propio García Márquez, de Los idus de marzo, de Thorton Wilder), hay una pareja en un baile: el adolescente García Márquez con la niña Mercedes; si la historia es real, es lo de menos, pero García Márquez aprovechó para contar lo que ahora Martin relata: que cuando GGM conoció a Mercedes él tenía 14 años y ella nueve; un matrimonio que se lleve cinco años de diferencia no escandaliza a nadie, pero cuando esos cinco años de diferencia es entre uno de 14 y una de nueve, movería a preocupación a las buenas conciencias, a las que atacaba con ferocidad Faulkner.
(No es el único caso: uno de los mayores escritores mexicanos conoció a su esposa cuando ella entró a la primaria y él estaba saliendo, y la “acosó” hasta que ella, ya en edad de tomar decisiones, aceptó casarse con él.)
Tampoco se fijaron que en Cien años de soledad hay algunas situaciones que escandalizarían a quienes se escandalizan con facilidad: el adolescente José Arcadio va con una gitana muy joven, “casi una niña”, mientras el pueblo se entretiene con un espectáculo circense; la gitana, sin proponérselo, mira a José Arcadio y exclama: “que Dios te la conserve”.; y otra más delirante aún: el coronel Aureliano Buendía pide en matrimonio a Remedios Moscote, y el padre de ella dice que no tiene sentido, que tiene “seis hijas más, todas solteras y en edad de merecer, que estarían encantadas de ser esposas dignísimas de caballeros serios y trabajadores como su hijo [de José Arcadio Buendía], y Aurelito pone sus ojos precisamente en la única que todavía se orina en la cama”; después, se sabe que el matrimonio es imposible, por entonces, porque Remedios era impúber. Después, avisan que la niña despertó un día con una mancha en la sábana: ya podía casarse; sin embargo, se dice que “la pequeña Remedios llegó a la pubertad antes de superar los hábitos de la infancia”.
¿Hay razón para hablar de apología de la pederastia? Claro que no. Hablemos de Mario Vargas Llosa con sus dos libros de posible pederastia: El elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rodrigo; ciertamente no son de lo mejor de su extraordinaria producción, pero hay otras escenas en La ciudad y los perros, La Casa Verde y Pantaleón y las visitadoras que serían censuradas si las sometieran al mismo escrutinio de Memorias de mis putas tristes. Y ojalá que no, porque entonces habría que censurar (no hay otra palabra) gran parte de la literatura universal.
Tal vez sea peor la realidad; copio un texto célebre, de una escritora muy premiada, sobre otro escritor, también laureado, aunque omito nombres:

“Insolente, nos apartábamos de él en las fiestas porque decía cosas terribles, hacía cosas horribles que luego comentábamos con terror: ‘¿A que no saben lo que hizo XX en la casa de XX?... ¡Metió a una niña al baño, allí se encerraron los dos, pero como el baño de XX no cierra con llave…!”
Citaría otros ejemplos (literarios), pero ya varios lo hicieron con suficiente energía.

lunes, 26 de octubre de 2009

Adivine mi errata

Una frase que escuché en el café La Habana, donde nos reuníamos amigos que teníamos en común el vicio solitario (de la lectura) y que en esas tertulias semanales, o a veces diarias, lo hacíamos colectivo, fue “soy escritor, no escribano”, disculpa de alguien que justificaba así sus faltas de ortografía, de concordancia y gramaticales, y hasta mecanográficas; supongo que esa excusa ha sido usada en muchísimos lados y en muchas épocas; una variante, que le atribuye Felipe Garrido a una de las grandes figuras de la cultura en México cuando le comentaron que un texto suyo contenía varios errores graves en las fechas de hechos históricos, fue que lo que importaba de sus escritos eran las ideas, no la precisión, que eso se lo dejaba a los correctores, si es que encontraban los errores, o si no que los sufrieran los lectores, si los advertían.
Puede ser cierto: lo que importa de un texto son las ideas; pero si el escritor no tiene ideas, ¿qué es lo que importa?
La prisa por escribir, o mejor dicho por publicar, hace que se cometan errores; lo malo es que los autores no nos damos tiempo para corregirlos; más grave cuando son producto de la ignorancia; entonces lo que puede pasar es que un autor cuente con la fortuna de que sus lectores tampoco adviertan esos errores.
No se trata sólo del mal uso de “recién”, donde casi todos fallan: “recién vio”, “recién llegó”; ni tampoco que le cambien el sexo a las escritoras y le dicen “poeta” a las poetisas, aunque nadie le dice “actor” a las actrices.
Ni siquiera de la proliferación de la rebuznancia de moda, “salió fuera”, que viene en todas las novelas españolas recientes, y en todas las traducciones. O que utilicen, a la española, “¿de qué va?” en vez de “¿de qué se trata?”, aunque se lo atribuyan a personajes del siglo XIX.
Aquí plasmaré un brevísimo recuento de algunas de esas fallas, y para conservar la amistad de los perpetradores, dejaré que sean los lectores quienes adivinen el autor de la errata.
Una es de una célebre cantante, célebre porque es de las pocas egresadas de la Facultad de Filosofía y Letras, con voz privilegiada, y que se ha dedicado a interpretar con dignidad la música nueva, y a homenajear a la no tan nueva, y que es portavoz de compositoras inteligentes; en una versión a la también célebre “Mi querido capitán”, de José Alfonso Palacios, que en una de sus variantes menciona a tres vedettes de los años veinte, ella dice “desde María Conesa, la Rivas Cacho y la Monte Albán”, refiriéndose a Celia Montalván, a la que por cierto Carlos Monsiváis rindió homenaje en un libro titulado Celia Montalván (te brindas voluptuosa e impudente), que es notorio que no ha leído su amiga, la cantante intelectual. No sé si exista grabación, pero la errata está disponible para el curioso escucha en Internet.
En un libro de homenaje a uno de los más célebres escritores mexicanos, uno de sus admiradores, al hablar de los primeros cuentos del homenajeado, los califica como “la primera camada de relatos”; en otro texto reciente, una ya no tan joven escritora, para decir que había tomado un baño, dice que se puso “en manos de la regadera”; otro afirma que contaba con 14 años cuando se enteró “por primera vez” de la existencia de un escritor al que venera, como si fuera posible enterarse por segunda vez (a menos, claro, que la primera vez no le entendiera, aunque se dan casos de que hay libros que fascinan en la primera lectura, pero en la segunda no se les entiende; sucede con los ciclos cinematográficos del canal 22; por ejemplo, El tercer hombre, de Carol Reed, que proyectan cortada). Otro autor homenajeado debería enojarse porque al hablar de él, describen su “alegre fatalidad”; y otro, mostrando que no entiende a su autor preferido, habla del duelo que sostuvo Octavio Paz con un hermano de Justo Sierra; en realidad, fue Ireneo Paz, que hacía poco caso de su apellido; y también involucra al muy pacífico Manuel Gutiérrez Nájera en duelos, confundiéndolo con el temible Salvador Díaz Mirón.
Uno de los mejores narradores “jóvenes” (cuarentón, pero no se le nota), describe el asalto que sufre un personaje de su última novela, ante la actitud pasiva de varios transeúntes; aunque se resiste, el asaltante la despoja (“desapodera”, se dice en la nota roja) de su bolsa, y ella se retira, indignada no tanto con el ratero, sino con los peatones, que no hicieron nada; ¿no debía haberse enojado también con los automovilistas?, ¿por qué esa actitud discriminatoria para quienes no conducimos automóviles?, ¿no le bastaba con enojarse con los transeúntes, o más específicamente con los testigos que no la ayudaron? En otra parte, describe algo que sería un privilegio observar: “le volteaba la espalda”.
En una declaración acerca de la clonación de tarjetas bancarias, un diario cabeceó que el fraude relacionado con ese delito es uno de los sectores más vulnerables de la economía mexicana. Si así es, en manos de quién estamos.
Da miedo leer libros, y sobre todo periódicos.
No escabullo la responsabilidad de haber escrito "zaga" en vez de "saga", pero tomen en cuenta que no incluyo cuando mandaron a un reo en barco, desde Celaya, ni que le dieran a un segunda base un trofeo dedicado a los pitchers. Vale

lunes, 19 de octubre de 2009

La saga de los motociclistas

Las siguientes cintas de Pedro Infante en 1951 son de las más significativas de su carrera, porque contienen muchas de las escenas más recordadas, citadas, refriteadas, memorizadas del cine mexicano; fueron dirigidas por Ismael Rodríguez, y tienen en contra que la pareja de Infante sea el menos espontáneo, fresco y natural Luis Aguilar, quien nunca pudo superar su actuación en El Gallo Giro, ni la de El muchacho alegre, aunque posteriormente haría buena mancuerna con Jorge Negrete en Tal para cual.
ATM (a la que le pusieron entre paréntesis el más moderado A toda máquina, aunque los espectadores de entonces y de ahora saben que quiere decir “A toda madre”) y ¿Qué te ha dado esa mujer? Ambas con argumento de Rodríguez y de Pedro de Urdimalas, el responsable de las exageraciones de Nosotros los pobres y de Ustedes los ricos; exageraciones y cursilerías que Rodríguez salvó aunque no dejó de cometer excesos.
No es la primera, ni sería la última, serie de cintas: las de los pobres (a la que se le añadiría Pepe el Toro), más las de los García, las de los Treviño Martínez de la Garza, y luego Un rincón cerca del cielo y Ahora soy rico y las de Martín Corona; pero es diferente; ¿Qué te ha dado esa mujer? no tiene nada que ver con ATM, excepto que los personajes (Pedro Chávez y Luis Macías) y sus intérpretes, son los mismos (Infante y Aguilar); en ambas hay unos cuantos personajes secundarios, uno de ellos interpretado por Emma Rodríguez, es de suponer que familiar del director, y su marido, a quien Amelia Wilhelmy hace un chiste procaz; el portero tiene varias chambas, y apenas le queda tiempo para llegar corriendo, cambiarse de ropa (es bombero, mariachi, velador y otras cosas), con un estribillo: “ya vine, vieja” y “ya me voy, vieja”, y apenas se le puede ver. En una de ésas entra, y con él Emma Rodríguez; salen de inmediato y se despide (“ya me voy, vieja”) al tiempo que le da un beso. “¿Quién es?”, pregunta Wilhelmy, quien ha ido a investigar si hay departamentos vacíos en el edificio nuevo, flamante, muy habitado; “es mi marido”, responde orgullosa y un tanto pícara Rodríguez; “yo creí que era el gaucho veloz”; es posible que ahora ya no se entienda el chiste, que duró de moda cuando menos una década más; es una referencia a las relaciones fugaces (“rapidines”), efímeras, y en el chiste, contra la voluntad de la víctima. Como muchos otros chistes de doble sentido, éste, muy gráfico, se le pasó a la censura; es de suponer que con las acciones contra la filmación de Memorias de mis putas tristes, basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez a su vez basada en un relato de Yasunari Kawabata, estas dos cintas no volverán a ser exhibidas ni en cine ni menos en televisión; no sólo por el chiste del gaucho veloz: hay aproximaciones de pederastia, apología de la prostitución y degradación de personajes femeninos; ambas se estrenaron con permiso para niños y adultos, y se han proyectado por más de cinco décadas en horarios abiertos.
Las tramas, bastante conocidas, son ingeniosas, divertidas y originales, y los personajes, no sólo los principales, son graciosos, verosímiles, y aunque Infante cuenta con la simpatía y la parcialidad de guionistas y director, las acciones están equilibradas. Sólo que mientras en ATM hay una rivalidad masculina basada en la competencia entre machos (aunque sin la sensibilidad que hay entre Victor McLaglen y John Wayne en El hombre quieto; o entre John Wayne y Montgomery Clif, Dean Martin, Robert Mitchum o Jorge Rivero en Río Rojo, Río Bravo, El Dorado y Río Lobo; o entre McLaglen y Pedro Armendáriz en Fuerte Apache, o Wayne, Armendáriz y Carey Jr. en 3 Godfathers, o en casi todas las cintas de John Ford o de Howard Hawks, en que la amistad masculina se expresa a chingadazos, muy virilmente), y la segunda es sospechosa no sólo de misoginia, sino también de extravío, porque se la pasan ahuyentándose mutuamente a las posibles enamoradas, con el pretexto más viejo y quejumbroso: no te conviene.
En ATM Infante sigue a Aguilar por todas partes, pero aún no hay sospechas de nada; la explicación es que busca un amigo; Aguilar se hace del rogar; al principio hay muchas diferencias entre ambos; Aguilar anda trajeado, o cuando menos de corbata, tiene donde dormir; Infante anda harapiento, recoge las colillas de los cigarros que fuma Aguilar; éste, por lástima, le ofrece comida, ropa, y después alojamiento; Infante no se conforma con lo que le da, se toma a la mala cosas mejores, se aprovecha de la conmiseración que le tiene Aguilar, hasta que llegan a estar en igualdad de circunstancias. Compiten por una vacante en Tránsito, y aunque Infante vence, le dan una plaza de barrendero, por mentiroso e indisciplinado; Aguilar se queda de motociclista, aunque después Infante asciende; se establece una competencia, que no termina porque cuando uno le hace una mala pasada al otro, éste decide vengarse; así, el vínculo no se termina, ni siquiera cuando se estrella la ambulancia que los traslada a la Cruz Roja, se supone que por la mala suerte que sigue a quienes Infante brinda su amistad.
Al principio de la cinta, a ambos se les aparece la conciencia, tanto en forma de diablo como de ángel; a los pocos minutos Rodríguez desiste, pues se convertiría en una escena rutinaria y perdería chiste la trama; sin embargo, en su tiempo fueron consideradas muy graciosas, porque tanto la conciencia buena como la mala se expresan con desparpajo; Aguilar, aunque desconfía de Infante por encontrarlo harapiento, lo deja solo en el departamento: a cambio de comida y ropa, debe asear la habitación: toma un plumero, pero sólo para sacudir una silla en donde se sienta a descansar; no se reparó en la incongruencia de que primero se baña y luego debe limpiar la casa, demasiado polvorienta, ni tampoco que Aguilar ande atildado y pulcro mientras que su casa está sucia y desordenada. Infante, en boxers, abre la puerta; Alma Delia Fuentes y otras jovencitas buscan a Aguilar; al verlo en calzones se vuelven y se tapan la cara (si se vuelven, ¿para qué se tapan los ojos?); Infante, sin apenarse ni apresurarse, se tapa con una bata; explican que van a invitar a Aguilar a los 15 años de Fuentes; en otra de las escenas célebres, Infante explica que no pueden ir por el desorden de la casa; ellas se ofrecen a ordenarlo; Aguilar acepta llevar a Infante a la fiesta, donde se aclara que no fue él sino ellas las que limpiaron; allí comienza la rivalidad.
En la fiesta, Infante advierte que Fuentes está enamorada de Aguilar, pero él es novio de Aurora Segura, que a su vez le da picones con Carlos Valadez; en otra escena memorable, Aguilar bebe coñac directamente de la botella; lo reconvienen, y en la siguiente escena se le ve tomando de la botella, pero con popote; Infante le canta a la quinceañera, y luego de que Aguilar pone en ridículo a Segura y Valadez se retira, Infante se lleva en hombros a Aguilar borrachísimo; al día siguiente Aguilar despierta en calzoncillos, en el suelo, mientras que Infante despierta en la cama, con la pijama de Aguilar. Alma Delia Fuentes, infringiendo el reglamento de Tránsito, maneja un automóvil, ante unos imperturbables Aguilar, Infante y otras autoridades, quienes sólo la regañan por besar a un Infante que cuando menos le dobla la edad, y ni se llevan a él a la cárcel ni a ella le recogen el automóvil; Infante provoca que entamben a Aguilar, a quien sorprenden dentro del Deportivo Chapultepec, ante una muy guapa Segura en traje de baño; pero sólo lo castigan, no lo suspenden. No pueden mover un pequeño auto que maneja Wilhelmy y que causa un embotellamiento, y ella los acusa de acosarla, en una escena muy divertida (“¿por qué por qué por qué?”). Ambos vuelven a infringir el reglamento cuando acosan sexualmente a una gringa, a cuyo auto se le cuatrapean las velocidades; Infante engaña a Aguilar para fajarse a la gringa, y en desquite Aguilar le quita una bujía a la motocicleta de Infante; Aguilar recibe la advertencia de unos guaruras que vigilan a una amiga; si lo vuelven a ver con ella, ellos, o los de otros turnos, le darán una paliza; en otra escena célebre, Infante imita a Frank Sinatra y canta “Bésame Schumann” en inglés champurrado; en el cabaret acompaña a la amiga de Aguilar, ignorando que la vigila el novio; los pistoleros golpean a Infante, quien llega al departamento sangrando, con la ropa rota, sin que lo interroguen las autoridades ni que el taxista lo lleve a servicios de emergencia; en venganza, Infante llama a las amigas de Aguilar (bastante feas, lo que desmiente su proclamado buen gusto) que golpean a Segura, quien había ido a reconciliarse con Aguilar, sólo que éste le exige que le pida perdón de rodillas; pelean y los tienen que separar; entambados, los excarcelan en beneficio de sus acrobacias con la motocicleta, y por pelearse en plena exhibición, son suspendidos, pero se le adelantan a un bobo, uno se le cierra al otro en el fuego, y chocan en una escena muy mal filmada; en la ambulancia declaran que lo suyo no era odio, sino amistad, sólo que el antónimo de amistad es enemistad, y el de odio, amor (Juan Vicente Melo decía que la amistad es variante de la cobardía).
En ¿Qué te ha dado esa mujer? la rivalidad continúa, pero de otra manera; Infante se hace novio de la muy joven (apenas mayor que Alma Delia Fuentes) Gloria Mange; Aguilar se inconforma e Infante la corta haciendo una escena grotesca en la petición de mano, para complacer a su amigo (escena muy divertida, donde se burla de la madre de Mange y canta muy exagerado pero muy bien “Te he de querer”; Infante se enoja porque en cambio Aguilar no rompe con Rosita Arenas; eso hace que le cante por segunda vez “si te vienen a contar cositas malas de mí”, y le prepara un purgante que pudo causarle la muerte; en vez de acusarlo, Aguilar le promete que Arenas será una hermana para él; ante la débil advertencia de su tío el cura, Arenas pretende andar con los dos; reconvenida, prefiere a Infante, quien la regaña: ¿qué ha hecho, niña tonta? Ella lo increpa: ¿no le importo yo? ¡Me importa más mi amigo!, clama Infante; ante el reclamo de Aguilar, Arenas afirma: ¡cómo te quiere!
Antes, Infante protege a Yolanda (Carmen Montejo), prostituta lamentable y que le advierte con frecuencia a Infante que no intente redimirla; Aguilar la humilla, la ofende y ella sólo acierta a contestar “sí, señor”; Aguilar la ve con asco, Infante con lástima; ella, en una carta patética, da a entender que ése es su destino. Infante le dice a Aguilar que se enamoró de ella porque son muy parecidos (!), pero que lo suyo es imposible: no le importa su pasado sino sus muchos conocidos.
Le toca a Aguilar hacer el papel de chillón, e Infante le limpia las lágrimas, delante de otros motociclistas que observan pasivos el final del pleito doméstico que entablan a lo largo de toda la cinta, y se alternan el papel del dominante y dominado; en otra de las escenas célebres se observa a Aguilar, con delantal y paliacate en la cabeza, barriendo la casa (¿no que era muy fodongo en ATM?); en otra, usa una coqueta bata china, que le baja a Infante; Infante encarcela, por celos, a Aguilar, y Arenas paga la multa con las propinas que le roba a Aguilar; Aguilar le había ocultado que andaba con ella, y al verse descubierto, miente.
Hay muchas escenas memorables también: Aguilar es amonestado porque no levanta infracciones; Infante, por infraccionar sólo transporte con comida (¿no es de suponer que deben cuidar el tránsito, y sólo levantar infracciones a los que violen en reglamento?); un viejo, en una nevería, dice que no desea nada, que sólo va a ver cómo traga Infante; Aguilar, aunque tiene enfrente a la muy bella Arenas (dice Javier Ibarrola que las tres actrices más guapas cuyo nombre empiece con M son María Félix, Miroslava y Mi Rosita Arenas), sólo piensa en Infante y pide que le sirvan un “Pedro Chávez Special”; Arenas tiene constantemente a un San Antonio de cabeza; aunque Infante no la conoce, accede a cantarle por teléfono, el único teléfono que hay en el edificio, Aguilar sin camisa e Infante en calzones; Aguilar ahuyenta a un pretendiente de Arenas, que además molestaba a los niños, y lo detiene para que los niños le peguen; el sacerdote Manuel Noriega dice que no, y ante el reclamo de Aguilar, pide que se formen para que le peguen por turnos; Infante come a todas horas, menos cuando, ante un plato de pozole, escucha una canción que le recuerda a Aguilar; entre ambos, en otra escena que se le pasó a la censura, persiguen, semidesnudos, a una Gloria Mange en ropa interior de satín, muy guapa; fuera del departamento, la madre de ella escucha a Infante pedir ayuda, y ella imagina un (sur)ménage a trois; cuando la policía entra al departamento, con la ayuda de la portera Rodríguez, Aguilar e Infante se esconden tras una almohada; cuando piden que un policía tome nota de cómo encuentra a Mange, éste apunta: ¡muy bien! En la delegación, cuando Mange descubre que Infante va a excarcelar a Montejo, declara que estuvo a punto de suicidarse por él (aunque antes se muestra muy contenta): “la arrepentida que me hubiera dado” (frase excelente que suena más a Carlos Orellana que a Pedro de Urdimalas); en la azotea del edificio, Emma Rodríguez comienza a cantar “Corazón”, una de las mejores de Chelito Velásquez; Infante la completa de manera extraordinaria; Infante se la pasa hablando con refranes, en ambas películas; una de ellas, ante el chillón Aguilar: “el amor quita el hambre, yo por eso nunca me enamoro”.
Es de llamar la atención que en su reseña en la Historia documental del cine mexicano, Emilio García Riera comienza a apuntar los equívocos y el enamoramiento entre Infante y Aguilar, pero se detiene, y en cambio hace referencia de la popularidad de los personajes, y cita una escena de La tumba, de José Agustín.
De nuevo, se pone en duda la virilidad de los personajes, como en El gavilán pollero, o se insinúa que el machismo extremo es sospechoso de lo contrario; las dos cintas culminan con los protagonistas dándose la mano y reafirmando su amistad, por encima de todas las cosas.

lunes, 12 de octubre de 2009

Una cinta compleja de Pedro Infante

En 1951 Pedro Infante estaba en la cumbre de su fama; sus cintas ya se estrenaban en cines menos populosos y con más prestigio, y tenía más seguidores que nunca antes; estaba en pleno la disputa de la popularidad con Jorge Negrete, mejor cantante pero no actor, o cuando menos ya habían pasado sus mejores épocas, y ambos dejaban muy atrás a los competidores. Negrete, por su parte, ya no bastaba para llenar la taquilla y cada vez requería más de formar parejas, lo que le ayudó a mantenerse como el ídolo, o como el charro-cantor por antonomasia (categoría que le inventaron y que quién sabe qué signifique).
Pero ya se había establecido la competencia entre ambos, y los periodistas les habían asignado un lugar a cada uno: Negrete era el favorito de las clases socioeconómicas más favorecidas, mientras que Infante lo era de las multitudes, de nosotros los pobres; ¿qué tanto estaban de acuerdo ellos? Negrete, quien había dominado las taquillas mucho tiempo, comenzaba a tener problemas; ya habían pasado los tiempos en que firmaba por un sueldo menor, pero reclamaba un porcentaje de la taquilla; mientras, Infante se conformaba, dice la leyenda, con una casita, con un auto, con un sueldo que los productores le regateaban; sin embargo, prodigaba sus actuaciones en teatro, provincia, radio, televisión; en ese 1951 filmó cinco películas, cuatro de las cuales pertenecen a sagas, y una de ésas es tal vez la más célebre del cine mexicano, más allá de las de los pobres y ricos, que no fue planeada, o de los García, donde debía pelear contra un guión que lo dejaba fuera de la competencia por la heroína Marga López.
La primera de las cintas es Necesito dinero, de Miguel Zacarías, con argumento del propio director y del escritor Edmundo Báez; alterna con un buen reparto: la siempre enfurruñada María Luján, mejor conocida como Sarita Montiel (Luján es su personaje más célebre, en una de las peores cintas de todos los tiempos, El último cuplé, que sin embargo duró en estreno más de un año en el cine Arcadia; la portada del disco con las canciones que interpreta en ella fue célebre por el escote, y fue homenajeada por Gonzalo Celorio en una novela que rinde homenaje al Amor propio), además de una desenvuelta, exagerada y a ratos insoportable Irma Dorantes, doña Maruja Griffel, siempre excelente en su papel de madre patética, y Armando Sáez, más varios de reparto sin mucho lucimiento.
Contiene algunas escenas harto inquietantes: Infante, empleado de un taller mecánico, trabaja debajo de los autos; el taller está en un desnivel, lo que permite a los mecánicos contemplar desde abajo (“upskirt”, le dicen ahora) las piernas femeninas; por esa época las faldas más audaces quedaban debajo de las rodillas, casi siempre a media pantorrilla; desde abajo, miraban más; no existían las mallas (más que para las vedettes, las bailarinas), sino las medias calzas, que por comodidad las nombraban sólo medias, y de lo más excitante era atisbar las ligas que las sostenían, o el liguero (excitante para los hombres; las mujeres detestaban todo lo que tenían que hacer, la incomodidad que acarreaba ser sensuales); es curioso que no hayan reaccionado los censores por ese hecho: los mecánicos no se preocupaban por verles las caras, se conformaban por mirar las piernas, y hasta conocen a las transeúntes consuetudinarias por apodos que las costumbres actuales considerarían denigrantes; a Sarita Montiel la nombran “Zapatitos”.
El cine, dicen los conocedores, exige la credulidad del espectador; en el plano más elemental, hay que dejar fuera de la sala los problemas cotidianos (pobreza, desempleo, desamor, desafecto, mediocridad) para identificarse con los héroes de la pantalla, que son bonitos, triunfadores, resuelven los obstáculos a base de ingenio o de chingadazos, y se quedan con las muchachas más bonitas, y hasta generosamente ceden a los rivales o a los escuderos a otras menos atractivas, y a veces hasta otras también deseables pero menos espectaculares; al terminar la función, el espectador regresa a la rutina, sin haber resuelto los problemas, pero con una visión diferente de la vida, así sea efímera; en otro plano, el cine sustituye a la realidad, y hay que entrar con ganas de creer posible, o cuando menos verosímil, lo que pasa en la pantalla.
Así, el espectador puede imaginarse la posibilidad erótica de que Infante contemple las piernas de Montiel, quien en la vida real no tenía piernas bellas; lo suyo era el busto, como después lo demostró en El último cuplé; En Señoras y señores (Planeta, colección Fábula, 1977), Juan Marsé la describe con certeza: “Esta señora guapa es todo un catálogo de contradicciones físicas. Bajita, pero de una rara esbeltez; tobillos de gacela y muslos prepotentes; pechugona, pero sin nalgas; excitante el lado izquierdo de la cara, banal el derecho […] Su cintura fue siempre poco convincente, al contrario de sus senos, posiblemente los primeros senos del cine nacional que merecieron cierto interés de parte del Sindicato Nacional del Espectáculo […] La suya es una belleza lenta, meditativa, de porcelana china […] Como en toda auténtica hija del pueblo, sus rodillas lucen descaro e inocencia. Como ya se ha dicho, jamás tuvo nalgas.”
Cómo pudo hacer pareja con Infante, es un enigma: hay una gran cantidad de escenas donde Infante contempla el trasero de su alternante (o de cualquiera otra) y suele hacer un gesto de aprobación: a Lilia Prado en El gavilán pollero, a Irma Dorantes en Los hijos de María Morales, a una extra que le baja a Negrete en Dos tipos de cuidado, a Rosaelena Durgel y a Yolanda Varela en Escuela de rateros, a Miroslava y a Liliana Durán en Escuela de vagabundos, a Rosita Quintana en El mil amores. Y otras más. Sólo Tin Tan, entre los “buenos” –porque los villanos, como Chávez Trowe, Álvarez Bianchi, Ruvinskys– hace algo parecido; y entre las admiradas parece haber orgullo de que las observe así, aunque la mayoría parece no advertirlo. Es algo generalizado en el cine mexicano; hay pocas referencias a los pechos, la más memorable es la de Cantinflas, cuando niega que Mapy Cortés sea “la mujer sin par”; y bueno, ya después Fanny Cano, a la que comparaban con el Cruz Azul de los años setenta “porque sin Bustos –Fernando–no hace nada”). Pero por menos de lo que hace Infante con tantas, ahora lo extorsionarían en el Metro (“¿qué le está viendo a la dama?”).
El papel que interpreta Infante es de los que le dio fama de representar al pueblo: anda enchamarrado mientras que los pretendientes de Montiel no sólo andan trajeados, sino hasta con smokin (traje para fumadores, que se usa más bien para ceremonias y para ir a cabarets de segunda); tiene que estar limpiándose las manos porque por la chamba anda chamagoso; siempre tiene una frase ingeniosa para contestar a Griffel, que como siempre vive de los recuerdos de antes de que viniera a menos y tuviera que rentar cuartos; es incapaz incluso de superarse con el trabajo sino con un golpe de suerte como la que anhela el espectador para aliviar los males que intenta olvidar entrando al cine; además, el personaje de Infante representa el orgullo y el triunfo efímero de echarse a la presumida y alzada (“¿no qué no, chatita?”), aunque para ello tenga que cargar con ella todo lo que dure el matrimonio.
Así, la relación sexual no será plena ni de disfrute, sino una victoria, y el goce, unilateral. Lo previsible es que el gesto altivo de Montiel se convierta en uno de humillación, y después de desprecio.
Ella, hija de un matrimonio infeliz (a pesar del carácter pachanguero de Griffel, quien gracias a Infante y cuates permite que llegue la modernidad a su casa), con padre alcohólico, hermana mayor maltratada por el marido (Ángel Infante, tan mal como siempre) y hermana menor inocente y pervertible, quiere salir de ese ambiente, aunque con pocas posibilidades que no sean las de su belleza; por ello, incurre en el pecado, que no comete pero no por falta de ganas, sino porque ve cómo Armando Sáez le pega a una grandota y rogona Elda Peralta, y no vaya siendo; le asquea Infante no sólo por chamagoso y vulgar, sino porque tiene menos futuro que ella, y como Tin Tan en El revoltoso, él incurre hasta en el boxeo con tal de ganar una lana y así merecerle menos desprecio. Y pese a todo eso, le sigue rogando, le canta bonito, le ruega, le suplica, se humilla. Al final la conquista, pero a qué precio.
La mejor escena no está a cargo de ellos, como suele suceder, sino de Dorantes y amigos de Infante, que hacen una fiesta y bailan mambo, el mambo que Infante calificó de degradante en El gavilán pollero, con un sabor parecido a los bailes de Tin Tan por la misma época; en cambio, una escena en un cabaret da pena ajena, cuando la incivilizada Dorantes hace el ridículo delante de las amistades pomadosas de Montiel; el director está más de acuerdo con Dorantes, pero no el público, ni siquiera el que califica de fufurufos a los ricos.
Aunque la historia parece sencilla, en la que un muchacho pobre conquista a una muchacha con pretensiones, revela más cosas de las que el director se da cuenta; pero hay que recordar que Zacarías consideradaba mejor actriz a María Félix que a Gloria Marín, hagamos el favor.
Menos complejas son ATM y ¿Qué te ha dado esa mujer?, de las que hablaremos dentro de poco.