martes, 3 de noviembre de 2009

García Márquez, descortesías y perversiones

Acaba de aparecer un libro desconcertante, Gabriel García Márquez. Una vida, de Gerald Martin (Editorial Debate); desconcertante porque es una biografía del novelista colombiano que hace unos pocos años puso en circulación el primero de tres tomos de su autobiografía, Vivir para contarla. Es desconcertante que García Márquez haya colaborado con su biógrafo para permitir una biografía autorizada (le llamen como le llamen) si él está escribiendo la versión más real de su propia vida.
Parece una broma típica de García Márquez, quien en una ocasión en una de las muchas notas extraordinarias que publicaba en los años ochenta en varias revistas, Proceso una de ellas, contó que pidió opinión a sus hijos sobre un libro que pretendía escribir sobre el amor entre ancianos; uno de los hijos le espetó: espérate dos años para saber cómo es (cito, no reproduzco); con este libro de Martin parecería que García Márquez quiere ver en vida lo que se escribiría cuando hubiere fallecido.
Y es que parece un despropósito que alguien pregunte a otros lo que García Márquez sabe bastante: lo que ha vivido y lo que ha leído. Es un despropósito porque ningún biógrafo va a escribir mejor que García Márquez, un narrador supremo, que maneja el lenguaje y la imaginación como muy pocos; ya sé que es difícil juzgar a los contemporáneos, y menos cuando tienen una estatura como la de él, y que se tiende a exagerar sus cualidades, o a denostarlas. En un libro contemporáneo a Cien años de soledad, Luis Guillermo Piazza definía “genial”: “el producto de alguien a quien podemos saludar”. También puede ser lo contrario: que denostemos a quien merecería mayor reconocimiento.
En ese libro, La mafia, Luis Guillermo Piazza describe con pocas palabras a un García Márquez burlón, ingenioso, divertido, dispuesto a evadir a quien lo acechara y ágil para las respuestas deslumbrantes ante preguntas impertinentes. Pero Piazza no se suma a los panegiristas y lo define con unas palabras que hoy parecen irreverentes: un "novelista colombiano folklorizante”.
Es difícil digerir de una sola lectura el libro de Martin, ni pretendo leerlo con premura, entre otras cosas porque a primera vista carece del poder narrativo de García Márquez; pero en lo leído hay algunas cuestiones que me parece debo destacar. Desde las primeras entrevistas que concedió García Márquez después del éxito instantáneo de Cien años de soledad difundió versiones diferentes, a cada periodista le decía historias distintas, totalmente contradictorias. Mario Vargas Llosa, en Historia de un deicidio, cuenta que en un viaje en avión entraron en una turbulencia, y que semanas después leyó que, en lo más dramático del momento, Vargas Llosa lo tomó de las solapas y que le exigió, en esos momentos cercanos al desastre aéreo, que le dijera su verdadera opinión de Zona sagrada, novela entonces recién aparecida de Carlos Fuentes (y mal valorada, como muchas de las suyas). García Márquez parece mitómano; mitómano consciente, pero mitómano.
No lo parece en Vivir para contarla; todas las páginas suenan a sinceridad, incluso cuando se delata; en cambio, algunas de las páginas de Martin nos pintan un García Márquez distinto del que conocemos (lo conozcamos o no), a pesar de que el autor sabe de la tendencia de García Márquez a deformar la realidad.
Y en las páginas que narran su estancia en México hay dos cuestiones que nos saltan: la primera, que ese García Márquez de los años sesenta y hasta poco después de la aparición de Cien años de soledad, está tenso, insatisfecho; lo que narran quienes lo conocieron, quienes convivieron con él, nos pintan a un García Márquez totalmente distinto del que describe Martin: divertido, sobre todo. Puede que insatisfecho con los resultados de sus guiones cinematográficos, puede que preocupado por la carencia de dinero, puede que tenso mientras escribía Cien años de soledad, pero no el “tenso” que aparece en su biografía oficial.
Otro detalle que llama la atención, no por comisión sino por omisión; es cierto que se habla de la generosidad de Carlos Fuentes, quien fue determinante en el afianzamiento de García Márquez en México, y con quien colaboró en dos de las tres cintas más importantes basadas en textos del colombiano: Tiempo de morir (sólo hay que ver el guión, publicado en aquellos días en la Revista de Bellas Artes para ver todo lo que hay de Fuentes, y que enriquece al argumento) y El gallo de oro, además de que lo presentaba en todos lados, y el aval que dio a Cien años de soledad antes siquiera de que la terminara.
Pero en todo el libro (me falta mucho por leer para terminarlo, pero puede consultarse el índice onomástico) no hay una sola mención a Sergio Galindo, a José Emilio Pacheco ni a Raúl Renán; sin ellos no hubiera podido trabajar ni vivir en México; es increíble que alguien con su memoria olvide a quienes debe tanto. O es desmemoria o es ingratitud. Claro, no es el único escritor ingrato. Sólo que los otros son muy menores.

Hay otro asunto que concierne a García Márquez; ante el anuncio de que se filmaría una de sus novelas, Memorias de mis putas tristes, se le quiso vincular con pederastas; la novela no trata de pederastas, porque el personaje, como los personajes del cuento que deliberadamente se plancha (aunque si no lo hubiera divulgado ni sus detractores ni sus panegiristas se hubieran percatado), no tienen relaciones con las jóvenes con quienes duermen; las contratan para que duerman en sus brazos (en el relato de Kawabata incluso les dan somníferos) y las contemplen, sin abusar de ellas, ni siquiera tocarlas.
Quienes lo atacaron, y dijeron que el arte no puede ser pretexto para hacer una apología de la pederastia, no sólo no tomaron en cuenta un sinfín de obras literarias en que un hombre mayor, incluso un viejo, se enamora de una mujer demasiado joven para él; lo peor es que tampoco tomaron en cuenta otras obras de García Márquez, algunas tan evidentes como La triste historia de la cándida Eréndira y su desalmada abuela; en Crónica de una muerte anunciada, tras la anécdota principal (planchada, según dijo el propio García Márquez, de Los idus de marzo, de Thorton Wilder), hay una pareja en un baile: el adolescente García Márquez con la niña Mercedes; si la historia es real, es lo de menos, pero García Márquez aprovechó para contar lo que ahora Martin relata: que cuando GGM conoció a Mercedes él tenía 14 años y ella nueve; un matrimonio que se lleve cinco años de diferencia no escandaliza a nadie, pero cuando esos cinco años de diferencia es entre uno de 14 y una de nueve, movería a preocupación a las buenas conciencias, a las que atacaba con ferocidad Faulkner.
(No es el único caso: uno de los mayores escritores mexicanos conoció a su esposa cuando ella entró a la primaria y él estaba saliendo, y la “acosó” hasta que ella, ya en edad de tomar decisiones, aceptó casarse con él.)
Tampoco se fijaron que en Cien años de soledad hay algunas situaciones que escandalizarían a quienes se escandalizan con facilidad: el adolescente José Arcadio va con una gitana muy joven, “casi una niña”, mientras el pueblo se entretiene con un espectáculo circense; la gitana, sin proponérselo, mira a José Arcadio y exclama: “que Dios te la conserve”.; y otra más delirante aún: el coronel Aureliano Buendía pide en matrimonio a Remedios Moscote, y el padre de ella dice que no tiene sentido, que tiene “seis hijas más, todas solteras y en edad de merecer, que estarían encantadas de ser esposas dignísimas de caballeros serios y trabajadores como su hijo [de José Arcadio Buendía], y Aurelito pone sus ojos precisamente en la única que todavía se orina en la cama”; después, se sabe que el matrimonio es imposible, por entonces, porque Remedios era impúber. Después, avisan que la niña despertó un día con una mancha en la sábana: ya podía casarse; sin embargo, se dice que “la pequeña Remedios llegó a la pubertad antes de superar los hábitos de la infancia”.
¿Hay razón para hablar de apología de la pederastia? Claro que no. Hablemos de Mario Vargas Llosa con sus dos libros de posible pederastia: El elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rodrigo; ciertamente no son de lo mejor de su extraordinaria producción, pero hay otras escenas en La ciudad y los perros, La Casa Verde y Pantaleón y las visitadoras que serían censuradas si las sometieran al mismo escrutinio de Memorias de mis putas tristes. Y ojalá que no, porque entonces habría que censurar (no hay otra palabra) gran parte de la literatura universal.
Tal vez sea peor la realidad; copio un texto célebre, de una escritora muy premiada, sobre otro escritor, también laureado, aunque omito nombres:

“Insolente, nos apartábamos de él en las fiestas porque decía cosas terribles, hacía cosas horribles que luego comentábamos con terror: ‘¿A que no saben lo que hizo XX en la casa de XX?... ¡Metió a una niña al baño, allí se encerraron los dos, pero como el baño de XX no cierra con llave…!”
Citaría otros ejemplos (literarios), pero ya varios lo hicieron con suficiente energía.

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