domingo, 24 de agosto de 2008

Cortes de pelo

Los que no tenían edad suficiente para convencer de sus gustos y su único recurso para que no le impusieran otros era el berrinche, debían conformarse con el corte de pelo que se llamaba “casquete corto”: rasurado total a los lados y la nuca, y cortísimo en el cráneo, con apenas un copete que las madres hacían que se sostuviera con vaselina sólida o, las más salvajes, con jugo de limón.
Los miembros de las familias decentes iban cada quince días a visitar al peluquero, entonces el más enterado de los rumores políticos y de las consejas populares.
Los más grandecitos esperaban el momento en que, al dar la orden al fígaro, pudieran decir “casquete regular”, que ya dejaba pelo arriba y a los lados; equivalía a la escena en que Fernando Soler le reconoce a Alfredo Varela Jr., el derecho a usar pantalones largos (Cuando los hijos se van, Juan Bustillo Oro, 1941).
Por desgracia, llegaba cuando el adolescente entraba a la secundaria y entonces una de las maestras obligaba a los alumnos a raparse o pelarse a la brush (con los pelos como cepillo), y entonces debía esperar cuando menos tres años (a la novatada en la prepa o peor, en la Voca) para traer el cabello como gente grande.
Otro momento emocionante tenía lugar cuando, en el filo de los doce o trece años, uno decidía peinarse para atrás, en vez de raya de lado; los recursos eran muchos: envaselinarse (pero no con Bylcream o Glostora, que eran suaves, sino con Ossart, sólida, verde y dura, o Yardley, muy perfumada) y aguantarse casi un mes para que el cabello se acostumbrara y no estuviera parado. Un recurso más: traer puesta una gorra hecha de una media para acostumbrar al pelo a quedarse quieto; dormir con ella para ver si se alborotaba menos.
Como se ve, una de las industrias más florecientes de esa época era la de las brillantinas y vaselinas. Todavía en los años cincuenta era frecuente el uso del sombrero y de que todos los hombres anduvieran despeinados (excepto José María Linares Rivas, el único capaz de quitarse el sombrero sin alterar el copete escultural, o Alejandro Ciangerotti, que se levantaba sobresaltado en todas sus escenas sin que se le moviera un solo cabello).
La popularidad de Al este del paraíso y luego de Rebelde sin causa por poco hicieron quebrar a todas las peluquerías; la mitad de los clientes potenciales quisieron peinarse como James Dean (cabello abultado, copete que amenazaba, sin cumplirlo, con caer sobre la frente y que semejaba un rizo incompleto); pocos meses después, una variante, la de Elvis Presley, redujo a los consuetudinarios a las barberías a sólo los mayores, a los reprimidos y a los conservadores, porque incluso los autonombrados “rebeldes con causa” (o sea, los que estudiaban) traían copetes inmensos.
Hubo crisis anteriores: en los años treinta los algunos escandalizaron a las madres porque andaban con su “pelo muy ondulado, muy bien envaselinado, todito muy relujado, terror de los peluqueros, una punta de holgazanes, que dizque son los tarzanes” (palabras de Severiano Briseño popularizadas por Lucha Reyes); hacían referencia al personaje de Edgar Rice Burroughs representado en el cine por Johnny Weismuller, que como era nativo de la selva africana no tenía por qué conocer las peluquerías.
En los años cuarenta dos modas pusieron de punta a los conservadores: la “cola de pato” y los “pachuchos”. Los primeros debían tener el pelo lo suficientemente largo para que, al cepillarlo en la nuca, con energía, quedara unido y sobresaliera, exactamente como el trasero de Donald Duck ( Pato Pascual, como se le conocía en México).
Los pachuchos debían traer también el pelo abultado, muy semejante a las melenas “decentes” de los sesenta, pero combinaban la utilización masiva de las brillantinas con el desarreglo de los rebeldes (que aún no llegaban) para culminar en un copete hacia atrás y arriba, dejando la frente despejada.
Todo esto fue muy mal visto “por la sociedad”. Y después de 1963, cuando llegaron las primeras imágenes de “la invasión inglesa” las cosas empeoraron para los peluqueros, quienes vieron una oportunidad de recuperar su clientela perdida con la moda impuesta por los personajes de Jis y Trino, los “gamborimbos”, pero ahora se quejan de que la gente asume que es muy fácil rasurarse el cráneo, lo hacen solos, con resultados pésimos para ellos y para las peluquerías que otra vez se declaran al borde de la quiebra, como cuando todos traían el cabello largísimo.
(Tomado de Baúl de recuerdos (, págs 177-178, Océano, 2001), levemente corregido y aumentado. Después de muchos meses de no estar ni en librerías ni en ferias, ahora puede conseguirse en la Librería Madero, o al 5203-1436.)

domingo, 17 de agosto de 2008

Razones de la filosofía de Juan Marsé

El mundo en 1930 vivía un auge de la filosofía y estaba iluminado por ella; en 1933, sin embargo, fue domina do por la noche oscura del fascismo y el nazismo; las consecuencias: la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, que provocaron, la primera, los 40 años del franquismo con todo y su oscurantismo, represión, atraso, y la segunda, que estuvo a punto de sumergir a la humanidad en la noche más oscura de la historia. Eso lo afirma Julián Marías en Razón de la filosofía (Alianza Editorial, 1993).
Y ésa es la sensación que queda de la lectura de uno de los libros más bellos que hayan aparecido en mucho tiempo, La gran desilusión, de Juan Marsé (Edit. Seix-Barral, col. Biblioteca Breve, 2004, pero que sólo pude conseguir en ferias de libro, donde parece que sólo exhiben clavos).
De Juan Marsé conocemos sus novelas excelentes, desde Esta cara de la luna y Encerrados con un solo juguete, hasta su etapa extraordinaria de Últimas tardes con Teresa, La oscura historia de la prima Montse, Si te dicen que caí, La muchacha de las bragas de oro, hasta las menos conocidas (por la pésima distribución), de Un día volveré, El amante bilingüe, El embrujo de Shangai, La ronda del Ginardó, Rabos de lagartija (ésta, con más fortuna), y los inencontrables Cuentos completos, que uno puede conseguir sólo gracias a amigos viajeros y generosos.
Pero hay otra faceta de Marsé poco conocida y también magnífica, que comprende sus colaboraciones en periódicos y revistas: Confesiones de un chorizo y Señoras y señores; la primera, bastante subversiva serie con un pícaro como protagonista, y en donde iba relatando las tropelías y manejos de las autoridades judiciales cuando menos de Barcelona, si no de todo el mundo.
Señoras y señores tuvo dos ediciones: la primera, de Planeta, y la segunda de Tusquets; retratos literarios de personalidades del cine o de la política, con trazos finos, agudos, con un poder de observador y novelista que la mayoría de los novelistas no tiene; con una contundencia que hacía ver que la Jane Fonda activista política (antes de que se convirtiera en la señora Turner más preocupada por conservarse joven que por ser joven) no era menos sensual por ser subversiva, o que el movimiento de las aletas de la nariz de Romy Schneider era tan atractivo como el de sus caderas y sus pechos, o que la espalda de Kim Novak era inolvidable. La edición de Planeta estaba adornada con fotografías de los personajes, que complementaban el texto bello, escrito con picardía pero también con inteligencia y pasión.
La gran desilusión está compuesto por los 28 textos de dos libros que no estaban destinados a la venta, y que resumían la visión de Marsé de dos décadas, las de los años treinta y cuarenta, y que por fortuna decidió entregar al público no beneficiado por aquellas ediciones para suscriptores.
Sólo que el libro es tan difícil de leer como sus novelas más difíciles, digamos Si te dicen que caí; no por la complejidad ni por la prosa, sino por el tema.
Es un privilegio leer a Marsé en un periódico; sus notas están exentas de las muletillas, los vicios y las deformaciones de la prosa periodística, de la confusión gramatical, de los estilos retorcidos, falsamente coloquiales, artificiales, que suelen deformar incluso a los escritores profesionales. Marsé es claro, es directo, pero no concede ante el lector ni un poquito de inteligencia ni menos de ética; su redacción para la nota breve esta construida con los mismos elementos que usa para su narrativa, sólo que el tema es diferente, pero no hay que esperar complacencias, sino rigor.
La pasión erótica que despliega en Señoras y señores aparece en algunos cuantos de estos fragmentos, como cuando habla de los filmes y las estrellas populares en esos años, por cierto, dice Marsé y no queda más que estar de acuerdo con él, son los mejores de la industria del cine.
Más bien la otra pasión la despierta cuando habla de la vida cotidiana, de las miles de vidas cotidianas aplastadas por la guerra, o por las guerras. Habla sin mucho detenimiento pero con mucha precisión de los acontecimientos previos a la tragedia, de la esperanza muerta, de los miles de sacrificados, de los 55 millones que sucumbieron en los siete años que amenazaron al mundo; a Marsé le bastan unas líneas para definir a Hitler, para ubicar a Goering, pero se dilata más para hablar del desconcierto de la gente ante la embestida de la brutalidad.
Tal vez porque la herida se ha tardado más en cerrar, es menos directo cuando habla de la Guerra Civil Española, pero no deja lugar a dudas de los efectos de Franco y su política sobre una tierra generosa y un pueblo que se negaba a rendirse.
Juan Marsé es todo menos un hombre políticamente correcto: no duda en señalar que algunos bombardeos ingleses causaron más víctimas que las bombas atómicas; que los ataques sobre Hiroshima y Nagasaki precipitaron la rendición de Japón, pero apenas por unas cuantas semanas; sus señalamientos sobre la crueldad de los alemanes no es mucho mayor que la de Roosevelt, sólo que éste murió antes de ordenar la bomba atómica; concede razón en las acusaciones contra Stalin, pero recuerda que fue decisivo para derrotar a Alemania; es más justo que generoso en sus elogios a Mao, y en muchos de sus escritos aparece una ironía que es más bien la advertencia de que ni los triunfos ni las derrotas han sido definitivos.
Aparte de los políticos, que son definitivamente los protagonistas sobresalientes de estos artículos, hay menciones a toreros, boxeadores, los melodramáticos suicidas de 1929 por el crash de Wall Street, y sobre todo la reiterativa evocación-invocación a la belleza femenina, sobre todo cuando en esas décadas abandonan la moda puritana y hacen aparecer las redondeces, la incitación en la mirada, el erotismo a flor de labios.
Completan el volumen más de 250 fotografías (para lo cual el volumen está impreso en un couché incómodo) que ilustran o completan los texos, aunque alguna sea repetitiva, o salga sobrando, aunque la imagen sea atractiva, como la del primer bikini, la de una Isabel de Inglaterra sin el gesto agrio y descolorido que adoptó desde que asumió su reinado; el admirable Joe Louis, algunos actores que son elogiados ahora que está de moda atacarlos (como John Wayne).
Es un libro de recuerdos amargos, que contiene no añoranzas, sino nostalgias y advertencias: cuidado, todo puede volver a caer en el oscurantismo si no hay rigor, justicia, bondad. Es un libro muy triste, pero muy bello.

domingo, 10 de agosto de 2008

Las mentiras de Vicente Leñero

En La mafia, en un diálogo entre el autor (Luis Guillermo Piazza) y Carlos (Monsiváis), se incluye a Vicente Leñero entre el reducidísimo grupo de Los Inatacables, categoría que perdió cuando publicó Los periodistas, no por la novela, que tiene partes espléndidas, sino que en una reseña Jorge Ibargüengoitia lo calificó como supeditado a Julio Scherer, con quien trabajó desde Revista de Revistas y los primeros veintitantos años de Proceso.
Cuando Carlos (Monsiváis) y Piazza califican de Inatacable a Leñero ya había ganado el premio Seix-Barral por Los albañiles, ya había publicado la espléndida Estudio Q, y estaba por editar El garabato y por escribir la extraordinaria Redil de ovejas. Faltaba que nutriera el teatro con un montón de obras que dieron dos volúmenes en la UNAM, más algunas que no entraron en la edición y que sí entrarán (suponemos) en la del Fondo de Cultura Económica. Faltaba el anuncio de que abandonaba al menos temporalmente la novela, a la que regresaría con la maravillosa La gota de agua, que si bien tiene una parte aburrida, también contiene las páginas más regocijantes de la literatura mexicana, con aquel capítulo donde narra sus desventuras como ingeniero y que dan muchas claves para leer mejor Los albañiles. (Ya en una conferencia en el Ateneo Español había confesado que escribió la novela “para vengarme de esos cabrones” albañiles). Otras novelas, como El evangelio de Lucas Gavilán, A fuerza de palabras y La vida que se va confirmaron su prestigio de que no tiene libro malo.
A su labor de narrador (con cuentos que se asoman, tímidos, en ediciones semimarginales) añadió volúmenes de periodismo (La Zona Rosa, El derecho de llorar, Talacha periodística) y de anécdotas referidas a su batalla contra directores, actores, productores de teatro, cine y de la vida real, más un volumen donde asegura que Ibargüengoitia era mejor dramaturgo que narrador, lo que lo coloca como uno de los autores con más bibliografía, bastante difícil de seguir, por cierto.
Acaba de publicar un libro imposible de clasificar, Gente así (Alfaguara, 2008, edición casi impecable: apenas tres erratas –falta un acento y le sobran puntos después de signo de admiración; algunos callejones en los que nadie se fija, excepto los necios), que a ratos parece recopilación de su columna en la Revista de la Universidad de México, en la que se empeña en desbaratar su reputación de inatacable para trocarla por la de pícaro, y en la que desenmascara incluso a sus amigos cercanos (la cleptomanía de Ricardo Garibay, la ignorancia de actores, la arrogancia de escritores) y a Vicente Leñero inclusive, como cuando, pasado de copas, reta a Salvador Elizondo en una fiesta a la que no había sido invitado, y otras por el estilo.
Pero sucede que con Gente así no sabe uno si está contando algo real o está escribiendo cuentos con personajes reales pero sucesos imaginarios; en uno, que relata un concurso de cuento, retrata con gran habilidad a Ignacio Solares, es tímido con las intervenciones de Guillermo Samperio, pero es genial su relación de lenguaje y reacciones de Rafael Ramírez Heredia, quien se indigna ante el hecho de que los otros jurados del concurso no estén de acuerdo con su selección, y más ante la posibilidad de que hayan sido engañados; el relato está escrito con la velocidad narrativa de los mejores (y de los no mejores) cuentos de Ramírez Heredia, pero parece más crónica que cuento.
No hay que creerle a Leñero; una trampa muy evidente es el relato de la rebelión, prisión y muerte de Dostoievsky; no quiere decir que todos los demás capítulos sean ficticios, pero la duda queda.
Por ejemplo, parte del relato que habla de Óscar Walker ya lo había contado en una edición conmemorativa de los 40 años de la Editorial de la Universidad Veracruzana, lo que hace pensar que el resto de ese capítulo es totalmente real, lo mismo el relativo a Iván Illich, sólo que con una picardía que sólo se le había visto en Vivir del teatro, en especial el primer tomo.
Igual desenfado tiene el capítulo relativo a Tomás Gerardo Allaz, pero se muestra menos incisivo con Alfonso Sastre, con un respeto hacia su integridad que no guarda para el sacerdote.
El libro, que pasa apenitas de las 300 páginas, con todo e índice analítico (raro en un libro de ficción) está dividido en secciones de literatura, ajedrez, teatro y cine y de religión; cada sección se subdivide en textos ya publicados en la revista de la UNAM, como el muy malévolo “La apertura Topalov”, en que el retratado es el propio Leñero, que con una molestia que se convierte en rencor utiliza toda su sabiduría literaria y dramatúrgica para aplastar a un alumno molesto y retobón, y cómo es aplastado, años más tarde, por ese alumno que es uno de los mejores ajedrecistas del mundo.
También ya publicado es el que dedica a José Donoso, herido por el comentario de un linotipista travieso que añade frases mordaces a los artículos que le molestan, y que en esa ocasión no la omitió, pero que a Donoso lo lastimó y culpó a todo mundo (Leñero no agrega el comentario de Juan García Ponce al explicar que no había sido el responsable: “si hubiera sido yo no hubiera dicho que es muy bueno para criticar”).
El relato más peligroso es “Gemelas”, que además de narrar una historia interesante de una aspirante a dramaturga quien sólo consigue escribir una obra verosímil, habla de las debilidades del propio Leñero, lleno de curiosidad, carente de compasión, y sobre todo con la tentación del arca abierta, con el paréntesis donde cuenta su rivalidad y tensiones con Luis de Tavira, sin nada de imparcialidad aunque sin abusar de la ironía.
El final del libro es sensacional, con un relato muy breve que deja con las ganas de que sea el único relato real de todo el volumen, y permite creer en la fantasía como un elemento necesario para completar la felicidad, además del dominó y de las bebidas que, sin embriagar, dan otra dimensión a la realidad.
Gente así es un libro que puede ponerse entre las novelas de Leñero, o entre sus libros sobre teatro, o con sus guiones cinematográficos, entre sus volúmenes de periodismo, o incluso con sus autobiografías (Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos, y Leñero de cuerpo entero, donde hay una fotografía del autor bateando en el Parque del Seguro Social); o aparte de todos, porque es igual y diferente del resto de su obra.
Es diferente, hablando de otros elementos, no de géneros, en que su prosa es más directa, más contaminada del periodismo, los rasgos con que retrata a sus personajes son vertiginosos y no exactos, pero el resultado es mucho más verídico que una fotografía, porque aparecen trazos que no son caricaturescos, aunque revelan la personalidad de sus retratados con más exactitud; así, la prosa está más cercana al reportaje que a la ficción.
Pero es igual, hablando también de la prosa, en esa fidelidad hacia el lenguaje hablado, coloquial, que parece grabado pero que está muy trabajado (en ese sentido, entre los narradores sólo José Emilio Pacheco y él tienen esa cualidad; entre los dramaturgos, Carballido), muy pulido; es una prosa muy limpia que se lee sin tropiezos, con mucho agrado, y que deja la sensación de bienestar (literario), con el añadido de una picardía sólo concebible entre los religiosos que se dejan caer en tentación y salen limpios. Sólo habría que añadir que hay más escenas eróticas que casi en cualquier otra obra de Leñero, si se exceptúan algunos retratos de actrices (por ejemplo, cuando Lucy Gallardo cruza las piernas, o como en La mudanza, en que un personaje soba los glúteos de una amiga de la esposa, pero no muestra lujuria sino la posibilidad de la infidelidad) o algunos fragmentos que habían hablado más de insatisfacción que de plenitud, como en Estudio Q, que no dejaban sin embargo de ser inquietantes.

lunes, 4 de agosto de 2008

Novelita sin amor y mucho diálogo

¿Cómo diferenciar la literatura iconoclasta de la literatura experimental? ¿Qué tan válida es la iconoclasia a los 38 años?
Esas preguntas surgen a lo largo de una ardua lectura de Nada cruel, de José Ramón Ruisánchez, en la que el lector se topa con toda clase de retos y obstáculos, y es de temer que varios de ellos no sean intencionales.
Conocido por sus intervenciones en suplementos y revistas con una fuerza que merecería mejor causa que sus gustos personales, Ruisánchez debutó con una novela divertida, bien escrita, y aunque no original, lejos de los pastiches tanto en anécdota como en estructura y en diálogos.
Pero como miembro de una generación (quizá ya dos) de escritores profesionales, en el sentido de que se dedican de tiempo completo y como principal o única fuente de ingresos, comenzó a escribir y publicar varios libros en muy poco tiempo, sin darse tiempo a madurar, rumiar como se decía antes, y consolidar esas cualidades de su Novelita de amor y poco piano; esas cualidades no se vieron continuadas en ¿Por qué no tenemos otro perro?, en que lo mejor es el título, ni en la nueva Nada cruel, que es, por cierto, la mejor editada (Ediciones Era, 2008; lo único objetable es la ausencia de acento en “rio”, que no es monosílabo).
En la novela, nada breve a pesar de sus 196 páginas, está llena de personajes de diversas nacionalidades, pero que todos hablan igual, no importa la diferencia de edades ni de sexos; allí estriba la primera dificultad: en saber quién es quién para saber qué están proponiendo (a pesar de lo que digan, y de la equidad, no es lo mismo una sugerencia en boca de un hombre que en la de una mujer).
Un puñado de aspirantes a escritores, estudiantes y diletantes radicados en el extranjero relatan sus cuitas, pero la novela nunca avanza, se queda estancada en un solo sitio, aunque los protagonistas se la pasan recorriendo lugares, acuden a comidas y cenas, y se llenan de recuerdos a cual más confusos; recuerdos que son más bien recuentos de acostones indiscriminados, mujeres que son estadísticas y hombres que presumen de la variedad de posiciones con las mujeres que parecen ansiosas de ser fornicadas; sólo lo parecen, porque el lector no se da cuenta de ello, sólo de que lo dicen.
Asombra la cantidad de comidas y cenas y borracheras insípidas; no hay ni pretexto para tantos restaurantitos, ni consecuencias de esas comidas, pareciera que los personajes (y el autor) sólo quieren presumir de sitios sin ningún interés, ni culinario ni turístico ni cultural; no trascienden ni importan, y lo que se habla en ellos no tiene nada que ver con la acción de la novela.
Nada cruel presenta otro enigma: ¿la novela está escrita con diálogos o con monólogos? El primer método conlleva un dilema: el autor debe dominar los diálogos o el lector confunde a los que hablan; si no hay un esclarecimiento de quién lleva la voz, el propio autor se hace bolas y hay que estar haciendo cuentas quién dijo una cosa y quién otra; si además se carece de acotaciones, peor tantito.
Si es monólogo (aun cuando se disfrace de monólogo, como parece ser el caso) hay que dominar muchas técnicas narrativas para hacerlo interesante, para dar credibilidad a la desviación de pensamientos, para hacer natural el continuo borboteo de ideas. Ésas no parecen ser las cualidades de Ruisánchez, al que no le falta poder narrativo, pero sí armas para desarrollarlo.
Además, no se decide entre la audacia y la experimentación o la escritura tradicional; en el mismo párrafo omite puntuación antes de sujeto, y luego utiliza coma antes de verbo; no usarla antes del nombre del interlocutor produce una sensación de desaseo, pero si fuera continuo obligaría al lector a buscar su propio ritmo, a contribuir al desarrollo de la trama, pero si las comas aparecen para la enumeración de sitios y de personas, el otro recurso hace pensar más en descuido que en estilo innovador.
A veces la iconoclasia de Ruisánchez parece más bien deseos de provocar al lector, pero lo que provoca es desinterés: sus personajes son altaneros y pedantes (en el sentido de presunción, no de profesorado) que no despiertan envidia ni admiración; presumen de lecturas, de amistades, de trabajos que no corresponden a los supuestos posgrados que dicen estudiar, ni hablan de una especialización, sino de cofradías, amistades y las mafias pasadas de moda. La novela está llena de autorreferencias y autocitas que más bien parecen anisas de notoriedad.
¿Por qué entonces terminar una lectura de una novela que desalienta y no entusiasma? Porque el autor tiene una fuerza narrativa inusitada en la narrativa joven (aunque ya mayorcito: está a unos pasos de ser cuarentón, pero parece muy lejos de la madurez), sólo comparable a la José Ángel Palou y al primer David Toscana; de hecho, la novela termina con una escena excelente: luego de mucha palabrería, y sin que venga a cuento, aparecen los celos en un personaje que no se había distinguido por sus pasiones ni por su erotismo ni por su capacidad amatoria, que le dan por fin dimensión, que la hacen verosímil y que hacen pensar que si la novela se hubiera ido por allí, el lector creería la melancolía, la añoranza, la insatisfacción que los otros personajes dicen sentir pero que no convencen al lector. Es una lástima que Ruisánchez no comenzara antes esa escena y la diera por concluida de forma tan abrupta.