lunes, 4 de agosto de 2008

Novelita sin amor y mucho diálogo

¿Cómo diferenciar la literatura iconoclasta de la literatura experimental? ¿Qué tan válida es la iconoclasia a los 38 años?
Esas preguntas surgen a lo largo de una ardua lectura de Nada cruel, de José Ramón Ruisánchez, en la que el lector se topa con toda clase de retos y obstáculos, y es de temer que varios de ellos no sean intencionales.
Conocido por sus intervenciones en suplementos y revistas con una fuerza que merecería mejor causa que sus gustos personales, Ruisánchez debutó con una novela divertida, bien escrita, y aunque no original, lejos de los pastiches tanto en anécdota como en estructura y en diálogos.
Pero como miembro de una generación (quizá ya dos) de escritores profesionales, en el sentido de que se dedican de tiempo completo y como principal o única fuente de ingresos, comenzó a escribir y publicar varios libros en muy poco tiempo, sin darse tiempo a madurar, rumiar como se decía antes, y consolidar esas cualidades de su Novelita de amor y poco piano; esas cualidades no se vieron continuadas en ¿Por qué no tenemos otro perro?, en que lo mejor es el título, ni en la nueva Nada cruel, que es, por cierto, la mejor editada (Ediciones Era, 2008; lo único objetable es la ausencia de acento en “rio”, que no es monosílabo).
En la novela, nada breve a pesar de sus 196 páginas, está llena de personajes de diversas nacionalidades, pero que todos hablan igual, no importa la diferencia de edades ni de sexos; allí estriba la primera dificultad: en saber quién es quién para saber qué están proponiendo (a pesar de lo que digan, y de la equidad, no es lo mismo una sugerencia en boca de un hombre que en la de una mujer).
Un puñado de aspirantes a escritores, estudiantes y diletantes radicados en el extranjero relatan sus cuitas, pero la novela nunca avanza, se queda estancada en un solo sitio, aunque los protagonistas se la pasan recorriendo lugares, acuden a comidas y cenas, y se llenan de recuerdos a cual más confusos; recuerdos que son más bien recuentos de acostones indiscriminados, mujeres que son estadísticas y hombres que presumen de la variedad de posiciones con las mujeres que parecen ansiosas de ser fornicadas; sólo lo parecen, porque el lector no se da cuenta de ello, sólo de que lo dicen.
Asombra la cantidad de comidas y cenas y borracheras insípidas; no hay ni pretexto para tantos restaurantitos, ni consecuencias de esas comidas, pareciera que los personajes (y el autor) sólo quieren presumir de sitios sin ningún interés, ni culinario ni turístico ni cultural; no trascienden ni importan, y lo que se habla en ellos no tiene nada que ver con la acción de la novela.
Nada cruel presenta otro enigma: ¿la novela está escrita con diálogos o con monólogos? El primer método conlleva un dilema: el autor debe dominar los diálogos o el lector confunde a los que hablan; si no hay un esclarecimiento de quién lleva la voz, el propio autor se hace bolas y hay que estar haciendo cuentas quién dijo una cosa y quién otra; si además se carece de acotaciones, peor tantito.
Si es monólogo (aun cuando se disfrace de monólogo, como parece ser el caso) hay que dominar muchas técnicas narrativas para hacerlo interesante, para dar credibilidad a la desviación de pensamientos, para hacer natural el continuo borboteo de ideas. Ésas no parecen ser las cualidades de Ruisánchez, al que no le falta poder narrativo, pero sí armas para desarrollarlo.
Además, no se decide entre la audacia y la experimentación o la escritura tradicional; en el mismo párrafo omite puntuación antes de sujeto, y luego utiliza coma antes de verbo; no usarla antes del nombre del interlocutor produce una sensación de desaseo, pero si fuera continuo obligaría al lector a buscar su propio ritmo, a contribuir al desarrollo de la trama, pero si las comas aparecen para la enumeración de sitios y de personas, el otro recurso hace pensar más en descuido que en estilo innovador.
A veces la iconoclasia de Ruisánchez parece más bien deseos de provocar al lector, pero lo que provoca es desinterés: sus personajes son altaneros y pedantes (en el sentido de presunción, no de profesorado) que no despiertan envidia ni admiración; presumen de lecturas, de amistades, de trabajos que no corresponden a los supuestos posgrados que dicen estudiar, ni hablan de una especialización, sino de cofradías, amistades y las mafias pasadas de moda. La novela está llena de autorreferencias y autocitas que más bien parecen anisas de notoriedad.
¿Por qué entonces terminar una lectura de una novela que desalienta y no entusiasma? Porque el autor tiene una fuerza narrativa inusitada en la narrativa joven (aunque ya mayorcito: está a unos pasos de ser cuarentón, pero parece muy lejos de la madurez), sólo comparable a la José Ángel Palou y al primer David Toscana; de hecho, la novela termina con una escena excelente: luego de mucha palabrería, y sin que venga a cuento, aparecen los celos en un personaje que no se había distinguido por sus pasiones ni por su erotismo ni por su capacidad amatoria, que le dan por fin dimensión, que la hacen verosímil y que hacen pensar que si la novela se hubiera ido por allí, el lector creería la melancolía, la añoranza, la insatisfacción que los otros personajes dicen sentir pero que no convencen al lector. Es una lástima que Ruisánchez no comenzara antes esa escena y la diera por concluida de forma tan abrupta.

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