lunes, 25 de julio de 2016

Una comedia de John Ford; AMLO recula; consejos para políticas; la mejor novela de Hornby

Para todo cinéfilo el nombre de John Ford es sagrado; autor de innúmeras obras maestras, hizo del western la épica moderna, según el dicho de Guillermo Cabrera Infante (de quien están publicando su obra completa y sus sobras, en ediciones carísimas). Poco puede agregarse a lo que han dicho el propio Cain –de pasada: nunca reseñó ningún filme de él—, Ayala Blanco, Peter Bogdanovich sobre todo, cuando mucho una lista de sus mejores cintas: La diligencia, El joven Lincoln, El último hurra, Los tres padrinos, Los buscadores, su trilogía sobre el ejército con las maravillosas actuaciones de John Wayne, Victor McLaglen, Pedro Armendáriz, Henry Fonda, Maureen O’Hara, Miguel Inclán; y luego la extraordinaria El hombre que mató a Liberty Valance, y la formidable El hombre quieto;  hay otras cintas que salen de su ámbito peculiar, que no suceden en el oeste sin perder su tono épico, y que muestran sentido del humor más del acostumbrado.
                Ford, como Shakespeare, sabía que nadie puede aguantar dos horas de pura tragedia, y en sus mayores dramas destensan la acción, y meten algunas escenas cómicas; en El ocaso de los cheyenes, en medio de la diáspora, de la caravana que llevará a los cheyenes a un refugio, y en el que una mártir deja su clase socioeconómica para unirse a los desposeídos, pasan por Tucson, donde Wyatt Earp debe atender un estallido de violencia, y para ello interrumpe una partida de poker; para evitar que le hagan trampa, pone su puro encima de las cartas; si se cae la ceniza, advierte, es que tocaron el mazo y entonces los ajusticiará; el nerviosismo de los otros jugadores es comiquísimo. Esa misma distensión es la que aparece en varias escenas de Romeo y Julieta, por ejemplo. En Escritos bajo el sol (Las alas de las águilas) la mayor parte del tiempo, un increíblemente ágil John Wayne, que al principio de la cinta baila de manera aceptable, se la pasa en cama, paralítico, sin síntomas de tragedia; en Bill, qué grande eres, la acción que pudiera parecer inverosímil presenta a un personaje que anhela ir a la guerra, pero su increíble puntería se lo impide; es compensado con una acción inesperada, tan fulminante que nadie la cree.
                Pero he visto ya tres veces una cinta de la que habla poco en sus largas entrevistas con Bogdanovich, quien tampoco insiste en su singularidad: La taberna del irlandés (o El paraíso de Donovan); filmada poco después de El hombre que mató a Liberty Valance, aprovecha la vitalidad de Lee Marvin para ponerlo a madrearse otra vez con John Wayne con un pretexto muy divertido; sólo lo hacen una vez al año, cuando celebran, el mismo día, su cumpleaños; la trama carece de trama; un mínimo pretexto lleva a una isla pacífica a una mujer de negocios a mostrar que su padre es un desbalagado e inmoral, para reclamar la totalidad de las acciones de una empresa naviera, y se encuentra con que tres niños pueden disputársela; la mujer, una actriz poco renombrada, Elizabeth Allen (más protagonista de series televisivas como Dr. Kildare, Ruta 66, 77 Sunset Strip, El fugitivo, La ciudad desnuda, Barnaby Jones, El hombre de CIPOL, Texas, y que aparece también en El ocaso de los cheyenes, muestra las piernas, algo inusitado en alguna cinta de Ford (excepto cuando se insinúan las de Dorothy Lamour en Huracán), y no sólo una vez; tres niños cantan y tocan al piano “Martinillo” que repentinamente convierten en rock, que también bailan; Wayne, quien se sintió incómodo aunque no se nota en la cinta, enamora a la mujer aunque ambos se resisten a aceptarlo, y además debe aceptar que ella lo vence en una carrera de natación y en otras cuestiones; además, trata a Allen como a Marvin, o como en cintas de otro director pero discípulo de Ford (Howard Hawks), a Robert Mitchum o a Dean Martin: con cariñosa rudeza; como en pocas cintas de Ford, se anticipa el final alegre, pero no complaciente: las competencias seguirán. Por si fuera poco, un par de niños, que debieran de ser disciplinados, son unos vándalos divertidísimos: de grandes serán como Mississippi o como Ricky Nelson.
Un dato extra: Ford, quien admiraba la presencia de John Wayne, responde a Hawks en una materia sorpresiva: en Río Bravo, Angie Dickinson, luego de besar a Wayne, sentencia: “es mejor cuando no lo hace una sola”; antes, en Tener y no tener, Lauren Bacall dice algo parecido cuando besa a un reacio Bogart (“es mejor cuando lo hacen dos”), y en El Dorado, Charlene Holt es también la que besa a Wayne y dice una frase similar; en Hatari  Elsa Martinelli le pregunta cómo le gusta que lo besen, y al principio la experiencia es decepcionante; en La taberna del irlandés Allen reta a Wayne a besarla, y como lo ve dudar, le avisa: me han besado antes; Wayne la toma sin mucha delicadeza, y aunque ella lo espera, al terminar, exclama: “yo pensaba que antes me habían besado”. Más mezcla, maistro, o le remojo los adobes, hubiera dicho Germán Valdés. Al final de la cinta la arrastra como arrastra a O´Hara en El hombre quieto, y la doma a nalgadas, como Jorge Negrete a Lilia Michel en No basta  ser charro o Pedro Armendáriz a Rosita Quintana en El charro y la dama.
                Ford, quien sin filmar una sola cinta con obras de Shakespeare es quien más se le acerca en intensidad y manejo del drama, hizo una cinta sonriente, divertida, y sin drama, por una vez en su carrera.

En alguna competencia olímpica los expertos estaban seguros de que un corredor mexicano, quien tenía las mejores marcas en su especialidad (los 800 metros libres) en esos momentos, obtendría una medalla cuando menos de plata, para orgullo de la nación (muchos países dependen de la habilidad de algunos deportistas para mostrar el avance de su cultura, de la eficacia de su gobierno, o cuando menos de la superioridad de su raza); pero terminó en un decepcionante sexto o séptimo lugar entre ocho competidores; la decepción fue tan inmediata como cuando Raúl Macías fue vencido por Alphonse Halimi o un equipo mexicano cayó 8-0 el 10 de mayo de 1960 ante un equipo inglés (si hubiera sido en esta época, con el periodismo sensacionalista actual, entonces sólo reservado a Tabloide hubieran cabeceado “Nos Dieron en la Madre” o “¡Qué Poca Madre!”). Cuando le preguntaron a ese corredor el por qué de su derrota sólo alcanzó a responder, tajante: “pos es que los otros corrieron más rápido”; de ese tono fue la respuesta del “jefe” de “gobierno” capitalino, cuando lo interrogaron sobre las inundaciones en una de las zonas privilegiadas de la ciudad (aunque construida sobre minas, lo que representa un riesgo ante seísmos de intensidad violenta, que están esperando los sismólogos alarmistas): pos es que llovió más fuerte de lo normal. Si es uno de los candidatos de la izquierda, ante los titubeos y temores del gobierno (sobre todo del qué dirán, pues pide perdón aunque no haya cometido delitos), podemos anticipar que la caballada está flaca (para seguir con las metáforas deportivas, un boxeador fino y elegante como Lalo Guerrero, titubeaba y hasta dicen que retrocedía cuando un rival de menor categoría pero mucha mayor valentía como José Toluco López hacía como que lo embestía, echando “el bulto” por delante; el público celebraba el triunfo del macho sobre el temeroso). El “jefe” de “gobierno” enmudeció cuando un engallado chamaco le dijo fascista porque no deja que las manifestaciones de los maistros lleguen al Zócalo. Cuando a Luis Echeverría lo apedrearon en CU (¿cuál es la bebida favorita de los estudiantes?: Presidente con sangrita), él los encaró y les gritó “jóvenes fascistas”. Los patos le tiran…

Un chiste conocido pero siempre vigente, por la moraleja: cuentan que una ranita desenfrenada quiso desafiar la velocidad de un tren, pero fue vencida, y el tren la arrolló y le arrancó las ancas; repuesta del aturdimiento, quiso regresar por ellas ancas, pero no calculó y otro tren la arrolló, aplastándole la cabeza; la moraleja es que no hay que perder la cabeza por unas nalgas. Deberían entenderlo algunas mujeres dedicadas a la política, que arriesgan el puesto, la integridad y su futuro por unas nalgas masculinas.

Las normas son para violarlas, decía un amigo enamorado de una vecina llamada Norma; pero corresponde al Reglamento de Tránsito del Estado del Valle de Anáhuac; la mayoría de los automovilistas conduce con el teléfono portátil encendido, y muchas veces enviando mensajes de texto; las rayas o cebras, si no están despintadas y pálidas, sirven de estacionamiento, no de cruce peatonal; las luces preventivas no sirven para prevenir sino para que los conductores aceleren, y cuando se pone el semáforo en rojo, dos tres o cuatro automóviles se lo brincan; los motociclistas y ciclistas andan por el carril de la derecha, y rebasan por la derecha, y todavía reclaman cuando se estrellan contra autos estacionados o con peatones que intentan cruzar las calles; los ciclistas andan por la banqueta y echan bronca cuando se les reclama, porque saben que si atropellan a alguien, los dejan libres, excepto si los asesinan; los agentes policiales sólo observan, si es que dejan el teléfono portátil sin usar, por unos segundos; ni siquiera Julio Hubard, el segundo mejor boxeador entre los escritores mexicanos de los  siglos XX y XXI, se atreve a reclamar porque muchos automovilistas traen armas que desenfundan aunque ellos sean los que cometen infracciones; cualquier rozón, cualquier reclamo, lo resuelven a golpes o balazos, de ellos o de sus guaruras. Y peor: ya los conductores del Metro (línea 7, viernes a mediodía) manejan con portátil en mano, aunque no se pudo verificar si también enviaban textos escritos.

Reculó AMLO; ya no exige que derroquemos a Peña Nieto ni que se deroguen las leyes, sólo que le suavicen la transición para cuando se haga elegir presidente, sino en 2018 o 2024, en 2030; pero las redes sociales, donde sus seguidores llaman a derrocar al gobierno tirano (y lo dicen quienes deberían de conocer la historia) lo han exhibido arrogante, derrochador, con lujos de lo que carecen los políticos a los que ataca; con sus mismos errores, es decir, sacando provecho de la amistad que tienen con potentados que lo invitan a palcos lujosos; no es delito, pero es inadecuado; y cuando quiere limar asperezas le hacen ver sus incongruencias, sus llamados a la violencia. Sobre todo, su insistencia en que cuando sea presidente revertirá leyes, tratados, reformas, obviando que el presidente no manda, obedece; ése es también el dilema de Donald Trump, quien asegura que tomará medidas a las que no tendrá derecho, si es que gana las elecciones, sino que debe obedecer a las Cámaras, y que, en su país, los estados son libres, y no podrá ordenarles nada; fracasará, como ha fracasado como empresario; debería ver lo que pasó en otros países que le dieron la presidencia a empresarios, y los llevaron a la quiebra (moral, cuando menos).

Ya he hablado en este blog de Nick Hornby, cuando encontré y me maravillé con Fiebre en las gradas, que habla de la pasión por el futbol en Inglaterra; pero más que eso es un retrato de la generación que va de mediados de los cuarenta a finales de los cincuenta, de José Agustín a Juan  Villoro; más que Murakami, del que difícilmente volveré a leer ningún libro más que para desmentir algún elogio que le hice, deslumbrado, Hornby llena sus libros de música, de la música con la que crecimos y nos desarrollamos; no por nada una de sus mejores novelas, Alta fidelidad, está hecha a base de las listas que hacemos los forofos del rock y sus aledaños, y con la integración y desintegración de parejas sentimentales; no por nada la cinta basada en la novela, dirigida por Stephens Frears y con John Cusack en su mejor papel, es un fiel retrato de las tiendas de discos (Ameba, por ejemplo), que ya no existen porque MixUp ya no trae ni siquiera los discos de Paul Simon, por ejemplo, y espera que lo descarguemos de Internet, porque a los nuevos compradores no les importa la fidelidad ni el sonido de las piezas.
                Juliete desnuda, Todo por una chica, 31 canciones, aunque no tan deslumbrantes, son igualmente buenas; pero acaba de llegar, en edición mexicana pero con lamentable traducción madrileña de Jesús Zulaika, Funny Girl, una novela tramposísima que nos hace creer que la historia que cuenta es real, porque aparecen personajes como Harold Wilson (con un trato burlón aunque no tan brutal como el que le dedica George Harrison en Taxman), Lucille Ball, en quien se inspira para el personaje principal, y hasta retrata portadas de libros inexistentes y fotografías de personas ficticias.
                La trama es lo de menos, aunque le sirve para hacer un retrato de varias generaciones, en especial la nacida dentro de ese lapso generacional, y que llega a la ancianidad sin haber sido ni adulta ni madura, y que le queda el consuelo de que ya nadie muere antes de los 80 años, y debe sobrellevar una vejez a la que no se resigna, todavía intenta ligar y no desecha la idea de completar una “asignatura pendiente”; sólo los calvos olvidan el cabello largo y las mujeres conservan la figura de cuando veinteañeras; uno de los protagonistas, cuando son reconvenidos por los jóvenes, le recuerda que son de la misma edad de Bob Dylan y Dustin Hofman que, por otra parte, se conservan más jóvenes que Bono y que Brad Pitt(y).
                La anécdota comienza cuando Barbara Parker gana un concurso de belleza, título al que renuncia porque sabe que su porvenir será el que le soben las nalgas todo el tiempo, y se va a buscar otros caminos; de vendedora de cosméticos pasa a ser actriz, con un brevísimo intermedio como posible edecán padroteada por un agente de actores; su inteligencia, audacia, atrevimiento la convierten en una estrella inmediata que imita a su idolatrada Lucille Ball, que sobrevivió a la decadencia gracias a su programa I Love Lucy, que en México se siguió trasmitiendo hasta los años sesenta patrocinado por General Electric, creo recordar, y antes de que fuera desplazado por Domingos Herdez.
                Cómo hacen para que el programa, convertida en serie, dure varias temporadas, se narra con agilidad, intensidad, y un profundo sentido de la visión social; cómo ven el programa viejos, maduros, jóvenes y niños; cómo se deterioran las relaciones entre los personajes, cómo se describe el despertar sexual y una revolución que en muchos medios se limitó a un mayor tránsito a muchas camas sin que las mujeres, quienes mejor lo vivieron, fueran calificadas de lagartonas ni siquiera por sus ex parejas; los primeros atisbos del destape de los homosexuales; la infidelidad descarada, la pedantería de los intelectuales que sólo viven para desprestigiar el trabajo de los demás sin argumentos, sólo con diatribas y descalificaciones.
                Varias generaciones son enjuiciadas por Hornby, abuelos, padres, protagonistas y los hijos de éstos; sin embargo, no se trata de juicios sumarios, sólo son expuestas sus vivencias, su imposibilidad de madurar, su tortura de no tener dónde morir con dignidad; las masas que responden con exactitud a lo que los productores, periodistas, políticos, esperan de ellos.
                Es un libro lleno de humor; y como todos los libros con humor, es amargo e infeliz, aunque el sabor que deja es maravilloso, deslumbrante por su ingenio y por su exactitud, excitante a ratos. Hornby es uno de los mejores autores de esa generación, y su descripción de Londres parece corresponder, con dos o tres décadas de retraso, a lo vivido en México en los años setenta y ochenta.

domingo, 3 de julio de 2016

Perico; Juan Domingo Argüelles; Villanos divertidos; el retiro de dos músicos

Lo conté en El juego de las sensaciones elementales, único libro firmado por Gustavo Sainz que no va a reeditarse: estábamos en Nazas cuando llegó un adolescente, casi niño, y de inmediato albureó a Sainz, se puso a echar relajo con Alfonso y con Cuauhtémoc; poco días después Alfonso me llamó, en plena madrugada, para avisarme que había chocado el VW rojo de Sainz, que había heridos, que le ayudara; fui con Mario Magallón a la delegación, en el centro y me puse a hacer llamadas, para juntar lana y sacarlo antes de que lo entambaran. Mario se quedó a ayudarlo y yo me fui a recolectar dinero; uno de los lugares fue a la casa de Cuauhtémoc, en la Del Valle, un departamento pequeñísimo, nada parecido al lujo con el que vivía, vestía, presumía; en el patio estaba ese adolescente que había visto semanas antes de visita en Nazas; me guió hacia la  morada de Cuauhtémoc, quien me avisó que le habían hablado, que ya no era necesaria su aportación, que Alfonso ya estaba fuera.
                Volví a ver a ese adolescente en La Onda, donde me reclutó Cuauhtémoc para que fuera parte del equipo que haría el suplemento; al principio, además de Jorge D’Angeli y Cuauhtémoc estábamos Héctor Rivera y yo; Perico (Raúl Cuevas, née Pedro Raúl Pérez Cuevas) era el office boy; antes de que saliera el primer número Héctor fue reemplazado por Abel Ramos, excelente reportero harto relajiento.
                Perico iba a recoger discos con Luis Arturo Cárcamo, Rossy quién sabe qué, Óscar Mendoza, Pepe Návar; a veces, libros a editoriales, aunque más bien yo iba Joaquín Mortiz, Siglo XXI; luego, con Manuel Gutiérrez quien me sustituyó un tiempo, al Fondo de Cultura Económica, más a platicar con mi amiga Alba Rojo y con Andrea Huerta.
                Otra labor de Perico era llevar los materiales con Raúl Rodríguez, con Héctor Dávalos, asistirnos en la formación; era más amigo que asistente, y más asistente de Cuauhtémoc que de los demás, pero era muy divertido.
                Desde los tiempos de Nazas comenzó a tomar clases con Aníbal Angulo, y luego más formalmente a trabajar con él; después trabajó como fotógrafo para diversas revistas, y posaron para él lo mismo vedetes que actrices con más renombre; cuando Aníbal emigró a vivir más a sus anchas, Perico se convirtió en el fotógrafo favorito de las artistas dispuestas, antes mucho menos que ahora, a desnudarse.
                De vez en cuando me lo topaba en la calle, y con más frecuencia trataba de alburearme, aunque más bien era víctima de mis bromas, en las redes sociales. Cada vez que nos comunicábamos decía que iba a invitarme a desayunar, y siempre bromeaba por mi obediencia a Lourdes (él estuvo cuando nos casamos hace 43 años). No dejaba de invitarme a los estrenos de las obras donde actuaba su hija. Reacio a salir, más bien iba María José antes que yo.
                Un día me llamó para pedirme el prólogo para un libro que iban a editar con fotografías suyas; le correspondería a Cuauhtémoc, pero fue asesinado hace algunos años.

¿Por qué consentir en hacer una introducción para unas fotografías? No se trata de que esas fotografías sean de Raúl Cuevas, a quien conocí desde 1970 en que compartíamos labores en una oficina que tuvo, entre otros, a Cuauhtémoc Zúñiga, Óscar Mata, Anamari Gomis, Arturo Jiménez, Alfonso Rodríguez, bajo el mando de Gustavo Sainz; y después, con Cuauhtémoc Zúñiga, Óscar Sarquiz, Manuel Gutiérrez Oropeza, y las constantes visitas de Gabriel Careaga, Elena Urrutia, Alaíde Foppa, Luis Arrieta, Julio Amador, bajo la dirección de Giorgio De’Angeli. Su humor, su vitalidad, su capacidad para distorsionar cualquier situación en un momento desternillante convivían con su disciplina, que sabía ocultar, así como sus ganas de transformar y perpetuar esos momentos; bajo la guía de Aníbal Angulo pudo concretar esos deseos de que la realidad se eternizara.
                “¿Por qué consentir en hacerle una introducción a una colección de fotografías? La fotografía es una conjunción de artesanía (habilidad para enfocar, encuadrar y resaltar un objetivo) con inspiración y sentido de la oportunidad (capturar un momento gracioso, humorístico, sensual); todo arte necesita de esas cualidades, pero los fotógrafos, muchísimos fotógrafos, se han especializado en eternizar un gesto, para resaltar lo grotesco de una persona o de una calle o de una construcción; se dice que algunas de las fotografías más célebres fueron posadas, violaron la intimidad de quien fue retratado, que se consiguieron gracias a la repetición forzada de una postura o, más recientemente, que se fabricaron artificialmente por las técnicas modernas semejantes a las que hacen que canten juntos cantantes que vivieron en épocas diferentes. Además, no sé nada de fotografía, y sólo puedo decir que algo me gusta o que no me gusta (como nos pasa a todos con el cine).
                “Pero me encuentro con unas fotografías que no son periodismo ni sociología, que no se burlan de la pobreza ni resaltan la majestuosidad de un espectáculo que se repite a diario (un amanecer,  la belleza incomprensible, temeraria, del mar; o la opulencia de una montaña, o el pánico ante un abismo insondable); no son reproducciones de la realidad, son recreaciones y transformaciones de una realidad que ansía ser vista desde todos los puntos de vista posibles, de producir emociones diferentes.
                “En las fotografías de Raúl Cuevas encontré algo que no encuentro más que en unos cuantos artistas ora sí que de la lente: una manera distinta de lo que tenemos enfrente, pero en forma plástica; estos retratos me hicieron pensar en la pintura que, a principios del siglo XX, hizo que nos fijáramos en las partes ocultas de la vida, que viéramos una mesa, una silla, una mesa de operaciones, en pleno movimiento; que nos encontráramos con bañistas, o con naturalezas muertas, pero en tercera dimensión; que nos fijáramos no en las sonrisas enigmáticas sino en los paisajes emotivos, transfigurados, detrás de esas sonrisas enigmáticas; Leonardo imaginaba un cuadro perfecto que consistiría en un punto rojo en medio de un lienzo blanco; eso lo pueden hacer sólo los artistas.
                “Los retratos de Raúl Cuevas semejan ese cubismo, ese abstraccionismo que encuentra, desde una sola posición, todos los ángulos de una calle, de un templo, de un pueblito o del fragmento de una ciudad.
                “Raúl no los inventó, sólo nos los descubre y nos permite a los espectadores reinventarlo y ver un mundo que estaba detrás; es un fotógrafo singular que invierte su humor, su capacidad de distorsionarlo, en darle otro sentido a lo cotidiano.”
                El libro no apareció, y cuando lo interrogaba, sólo me decía que me platicaría en un desayuno. Ese desayuno es imposible: hace algunas semanas me escribió el entrañable Aníbal Angulo para avisarme que Perico ya no está con nosotros, víctima de una rara enfermedad, tan rara que apenas un puñado la padece; había puesto en sorteo alguna de sus cámaras para adquirir un aparato que lo ayudara con ese mal que le impedía respirar con naturalidad, él, que se la pasaba sin aire porque lo gastaba en carcajadas. Me quedó a deber ese desayuno, y unos cuantos chistes más.

La siempre seria pero sonriente Sandra Licona me telefonea para avisarme que en la presentación de Aquiles, la nueva y peor novela de Carlos Fuentes, un imbécil, aprovechándose de mi ausencia en ese acto, se hizo pasar por “Eduardo Mejía, de El Universal”, y uno de los empleados, de los pocos que no me conocen, le entregó un ejemplar. Sospecho quién fue, o por lo menos quién lo envió, alguien tan anónimo como cobarde. Quienes hacen presentaciones de libros saben que si voy a ellas no tengo tiempo de leer, como hacen muchos que hacen reseñas sin leer el libro, o que hablan de poesía sin entenderla. Recibí apoyo unánime, excepto de alguien que debería de haberme apoyado y que por lo tanto se convierte en el principal sospechoso. Agradezco las muestras de solidaridad, y resalto la coincidencia entre la opinión de mi querido amigo Sergio Romano (“sólo hay un Eduardo Mejía”) y de Alejandra Valadez (“Lalito sólo hay uno”): a ambos, y a todos los demás, muchas gracias.

Mi amigo Juan (nombre) Domingo (de parte de padre) Argüelles (de parte de madre), mártir e incansable promotor de un género cada vez más practicado y cada vez peor ejercido, el de la poesía, y más mártir promotor de la lectura, acaba de publicar un libro imperdible: El libro de los disparates. 500 barbarismos y desbarres que decimos y escribimos en español, en una edición (Ediciones B) muy aceptable y manuable pese a sus más de 500 páginas, aunque con un acento de más en la contraportada.
                Juan, que soporta la lectura de cientos de aspirantes a poetas, señala una cantidad gigantesca de errores que se cometen, sobre todo en la escritura; Juan apunta que algunos escritores inciden en esas pifias, aunque las vemos con mucha más frecuencia en los periódicos, que cuando menos tienen la excusa de que no están escritos en español, sino en periodiqués, un lenguaje que nació corrompido, y que corrompe a los redactores más dotados (en el ejercicio periodístico, digo); hasta los dirigidos o coordinados por dizque literatos utilizan desapercibido en vez de inadvertido; sobretodo (abrigo) por sobre todo; abordo por a bordo; lenguaje binario en vez de maniqueísmo, e ignoran las diferencias entre homófonos.
                Podría ser un buen manual para quienes nos dedicamos a teclear para elegir bien las palabras adecuadas, sólo que en los diarios tecleamos de prisa, muchas veces sin tiempo para enmendar erratas ni errores; los manuales y gramáticas enseñan cómo no escribir mal, pero ninguna cómo escribir bien (adivine mi cita); es de lamentar que los reporteros y los redactores desaprovechen este libro, que sin embargo no es ésa su función; no sé qué tanto quiso Juan engañar al decir que es un manual, cuando en realidad es una muestra de la inutilidad de las enciclopedias por Internet; Wikipedia –dicen amigos, conocidos y otras especímenes— tiene diez mil menos errores que la Enciclopedia Británica, y casi siempre, a menos que no quiera pelearme, pido que me señalen los mil más graves, y me gano su encono.
                Un técnico en computación, mientras componía en la que trabajo, escuchó una canción en una antología que puse en el tocadiscos, y me dijo que le gustaba mucho ese cantante; ¿de qué año será?, se preguntó al tiempo que se puso a buscar en la enciclopedia electrónica de su mayor confianza: lo encontró y me dijo orondo la fecha de nacimiento de ese cantante; al mismo tiempo le mostré en una enciclopedia de rock la fecha real; ésa fue una victoria más, pero inútil, porque para todos es más rápido consultar en la computadora que levantarse a verificar en alguna enciclopedia; yo no digo que consulto la Británica: no tengo espacio ni para ésa ni para la Espasa, que es mi favorita por su precisión para describir enfermedades, lo que alimenta mi hipocondria, pero hay varias confiables, exactas y precisas, más que las cibernéticas.
                La mayor cualidad del libro de Juan es mostrar la falacia de Internet, de Google, que incurren en errores e inexactitudes literalmente en miles, decenas de miles, centenares de miles de veces, y hasta millones, cuando es tan fácil tomar un diccionario; y allí está otra cualidad de Juan, cuando exhibe la torpeza de la Real Academia de la Lengua al admitir equívocos sólo por complacer a críticos sin sentido, al grado de que han convertido su Diccionario en un diccionario de uso en vez de un diccionario normativo, y muy complaciente.
                Juan es riguroso, pero tiene fallas; una curiosa: confunde pleonasmos con redundancias (rebuznancias, decimos en las redacciones), no advierte una falacia bastante común: decir inequitativo por inicuo, e inequidad por iniquidad, ni sanciona a los que dicen “la poeta” en vez de poetisa, error en que ya incurre la machista Real Academia, que sin embargo sigue diciéndole actriz en vez de “la actor” a la mujer que actúa, o hace como que, como correspondería, si se tratara de que las ignorantes poetisas piensen que un adjetivo dedicado exclusivamente a ellas es denigrante. Tampoco sanciona “modisto”, que sólo es adecuado en la cinta de René Cardona hijo con Mauricio Garcés en uno de sus mejores papeles, pero no registra dentisto, futbolisto, ensayisto; tampoco corrige a quienes escriben “se los dije”. Pero son errores pequeños, y muy difundidos.
                Por cierto, hace días alguien quiso regañarme en facebook cuando dije que se dice gasolinera en vez de gasolinería (Roberto Gómez Bolaños corrigió, incorrectamente, a Chinchulín, al decirle que se dice gasolinería al lugar donde se expende y gasolinera a la que lo vende, y Chinchulún, imbécil, se quedó callado), y me dijo que “era” y “ería” eran etimologías; tardé varios cuartos de hora en dejar de reírme a carcajadas. Quien quiera ver la razón de por qué se dice gasolinera, vea el libro de Juan, quien, por desgracia, donde más tiene razón es en mostrar que
no sólo los redactores y reporteros fallan al escribir, sino muchos que se dicen escritores.

A propósito de nada, la excelente, exigente, rigurosa poetisa Mariana Bernárdez se queja del comadrazgo en la poesía femenina, y tiene razón, Me quejo más de que haya tan pocos lectores de un género al que tanto le debemos.

Anuncian con pesar que, por culpa de un dolor periférico, Eric Clapton se retira, cuando menos de los conciertos, y seguramente de las grabaciones, porque  ya le es imposible tocar la guitarra; hace pocas horas Paul Simon anunció que se retira de la música, nomás acabe la gira donde promueve (no promociona, como dicen de manera incorrecta periodistas, editores y publicistas; Juan tampoco sanciona ese mal uso del idioma, aunque sanciona “precuela”, que demuestra cuán tontos son los neocríticos de cine) su más reciente disco; lo hace justo cuando encuentra un nuevo lenguaje, nuevos instrumentos, nuevos ritmos, y acerca más su muy peculiar ritmo a la música sinfónica; por cierto, dedica una canción muy divertida a Papa Cool Bell, quien tuvo el prestigio de ser el hombre más rápido del planeta, capaz, decía, la leyenda, de apagar la luz y antes de que ésta desapareciera del todo, él ya estaba en la cama, metido en las cobijas; la leyenda puede exagerar (la hazaña se la adjudicaron en los años cincuenta a Remolinillo, cuyas acciones se narraban en prosa en los cómics de La Pequeña Lulú), pero Simon comenta algo más real: en una ocasión, con un toque de bola, logró llegar a tercera base; no se narra que Babe Ruth pegó un jonrón de cuadro.
                Clapton ya había acusado decadencia y sus discos eran muy caseros, a lo que tiene derecho, pero sus forofos admiramos su incitación a la inconformidad, su manera genial de manifestar sus males de amor, y cómo hacía llorar la guitarra; Simon había perdido vitalidad, pero no mucho. Es lástima que se retire, aunque lo hace en plena forma, no como Axl o como Slash: debieran de ser otros los que no volvieran a tocar ni en vivo ni en estudio.
               
Cada vez admiro más a Arturo Martínez, no sólo de los mejores villanos de  nuestro cine, buen rival de Lalo González Piporro, no sólo un artesano hábil como director de churros divertidos y coherentes (casi todos), sino el protagonista de dos de los mejores momentos de un villano; en Quiéreme porque me muero, de Chano Urueta, borra al galán Abel Salazar, en un papel muy secundario, como el insoportable jefe de personal Señor Rodríguez, muy amaneradito, pero sin exagerar, a lo que eran tan aficionados quienes hacían papeles de afeminados (otra excepción: Guillermo Rivas, en Ensalada de locos); pese a lo breve de su papel, se come a todos en esa cinta; y en Policías y ladrones, como El Cocholoco, jefe de una pandilla de gánsteres compuesta por luchadores profesionales en la vida real, que secuestra al insoportable Adalberto Martínez y a una bella y discreta Lucy González, a los que van a asesinar exponiéndolos al olor de gas lp, y para que no se oigan sus gritos en la calle, ponen en un tocadiscos Garrard un chachachá muy sabroso, “tócale bien al compás”, y mientras esperan que se rindan, en otro cuarto, Martínez y sus secuaces comienzan, con discreción pero harto ritmo, a bailar ese chachachá, cinta con un humor inusual en el director Alejandro Galindo.
                No olvido que Arturo Martínez fue el que disparó la bala que atravesó el corazón de Juan Charrasqueado, su rival de amores de Miroslava, lo que se comprende, aunque se hace odioso cuando le explica que, muerto Charrasqueado (lo que le hacen creer a Miroslava), está dispuesto a sustituirlo, pero como ya fue de él (de Pedro Armendáriz), no tiene por qué ser por las tres leyes. Reviso la filmografía de Arturo Martínez y creo recordar haber visto cuando menos 111 de las 180 cintas en que participó, Juan Charrasqueado la primera.