lunes, 29 de noviembre de 2010

Más detalles de Tin Tan; más detalles de la Real Academia

Imposible revisar todos los detalles de una obra, a menos que uno decida pasar buena parte de la vida haciendo eso; reprochar a los críticos que no hayan advertido ciertos gestos, algunos movimientos en algunos actores, es exigirles demasiado, porque observan minuciosamente muchas cintas como para detenerse en una sola, o en la obra de un solo cineasta; lo mismo puede decirse de la literatura.
Además, uno se harta de ver la misma cinta muchas veces, y hay que dejar pasar tiempo para, en una nueva exhibición, encontrar algo que antes no habíamos advertido.
Uno de los errores de la programación televisiva es que escogen a un actor (pocas veces a un director, a menos que hagan “maratones” de Buñuel) y transmiten, semana a semana, todas sus películas; uno se cansa de ver siempre las mismas cintas con Pedro Infante, y ahora pretenden hacer lo mismo con Tin Tan; pero luego de más de un año de evitar incluso sus actuaciones más afamadas, hemos podido, haciendo caso omiso del argumento, que ya lo sabemos y que muchas veces es caótico, observar lo que habíamos obviado.
En Los tres mosqueteros y medio me sigue alarmando la última escena, cuando Tin Tan besa a Rosita Arenas mientras, detrás de ellos, Marcelo Chávez, Luis Aldás y Wolf Ruvinsky se dan de besos entre sí, aunque en la mejilla; pero hay otros asuntos: cuando Artañán pretende irse a Londres a rescatar los herretes (y cada rato algún personaje de la cinta pregunta, con mucha insistencia, qué son herretes; la misma pregunta que se hace uno al leer la novela de Dumas, en donde se relata que Lord Buckingham es obsequiado con un collar de 12 herretes, pero ante la trampa del cardenal, debe regresarlos, sólo que Milady, hciendo gala de sus habilidades amatorias, le ha robado dos al inglés; por la pronunciación, uno los asocia con aretes, y en la novela hay que hacer dos en menos de una semana, para no fallarle a la reina, y los hacen con diamantes; la definición es “cabo de alambre, hojalata u otro metal, que se pone a las agujetas, cordones, cintas, para que puedan entrar fácilmente por los ojetes; los hay de adorno y se usan en los extremos de los cordones militares, de los de librea y de algunos lazos que llevan las damas”; para que no vayan a pensar mal, como dice Andrés Soler, ojete es una abertura pequeña y redonda para meter por ella un cordón o “cualquier otra cosa que afiance”; la segunda acepción es un “agujero redondo u oval con que se adornan algunos bordados” la cuarta es persona tonta, pero la Academia no incluye la expresión mexicana, y Guido Gómez de Silva la califica de voz malsonante porque se refiere a un tonto, a alguien despreciable e infame, aunque en realidad con ella calificamos a alguien que se porta mal a propósito, al que intenta pedalear las bicicletas ajenas, a programar los IPod de otros, a quien traiciona a los amigos), llega a una aduana, y el encargado, luego de expedir un salvoconducto, abre un cajón para que los viajeros se pongan a mano con lo que sea su voluntad; mientras acepta la mordida, un bolero le da grasa a las botas; antes, Tin Tan ha hecho un agujero en el piso de su habitación, encima de la de Arenas, para observarla mientras se cambia de ropa; en las cintas de Tin Tan son muy frecuentes las escenas de voyeurismo: en El rey del barrio, en Calabacitas tiernas, El Ceniciento, El sultán descalzo, El revoltoso, son muy explícitas; los mosqueteros cambian la letra de “El bodeguero”, y arruinan ese muy sabroso chachachá, pero lo rescatan unas bailarinas que se avientan un can can tan atrevido como el de ¡Ay, qué tiempos señor don Simón!; Ramón Valdés hace un papel muy importante, pero no lo aprovecharon mejor en el cine. Rafael Banquells, o sea Lord Buckingham, antes de aceptar los herretes, dice que el anillo que le ofrece Aurora Segura, la reina, es muy poca cosa, que esperaba cuando menos acciones de la cervecería.
En El vizconde de Montecristo, además de las alusiones muy explícitas a la mariguana (¡pásala, pues si no es bacha!, dice cuando le piden otros presos que “pase” a Ana Bertha Lepe), hay otra en el cabaret donde la lleva a bailar: “vámonos, aquí huele a petate”.
En El rey del barrio hay una escena en la que se descuidaron director y el editor: cuando baila Tongolele, uno de los músicos negros que la acompañan, de pronto levanta su bongó, mostrándole al director que se le rompió; sin corte ninguno, en la misma escena, segundos después, está tocando uno nuevo, como si nada (si la revisaran los de IMDb lo catalogarían como “error de continuidad”; por desgracia, no ven muchas cintas mexicanas; se divertirían mucho); ese error me lo hizo ver Ramón Córdoba.
Pero una de las cintas con más detalles es ¡Ay, amor, cómo me has puesto!, que me informa Marco Pulido se iba a llamar ¡Ay, amor, cómo me has ponido!, frase que sí pronuncia en una escena bastante divertida. No interfieren con la trama, pero agregan picardía. Para empezar, Mimí Derba, que hizo muchos melodramas desde el cine mudo (y los vivió: fue directora a la que no dejaron hacer más cintas; su vida íntima interfirió en su carrera, y fue de las que, insinuaron, que tuvo que ver con los generales carrancistas que asolaron la ciudad a finales de los años diez del siglo XX), aquí hace un papel muy divertido: cuando Tin Tan exagera sus peripecias en una de las cruces, ella y Vitola están muertas de la risa mientras Rebeca Iturbide las escucha con gesto inalterable; en un momento que pasa casi inadvertido, Vitola, que es la sirvienta, hace un gesto “igualado”: da una palmada en el hombro de Derba, quien deja de reír y la mira con gesto adusto, como volviendo a poner las distancias que separan a señora y sirvienta; cuando Tin Tan se queja de que Arturo Soto Rangel (otro especializado en melodramas) lo trata muy mal, Vitola le aconseja: “no le hagas caso, ya ves que está loco”; Derba repite la frase cuando Soto Rangel recrimina a Iturbide que le haga confianza a Tin Tan, y exclama que a esos pelados “les da uno el pie y se toman la mano”; en una escena perturbadora, cuando Tin Tan se hace invitar a una cena, alburea a Vitola con una frase que en los años cuarenta evitaban las familias bien educadas; Vitola dice que es sopa de habas y Tin Tan completa: te las tuesto en el lomo y no te las acabas, ante la incomodidad de Derba; al partir un pan muy duro, Tin Tan golpea a Derba y a Soto Rangel; a ella le provoca hemorragia nasal y a él le parte el labio. En la cena es de destacar la presencia de Manuel Sánchez Navarro, el padre de Manolo Fábregas, en una actuación especial por la que no le dieron crédito.
Como en El mariachi desconocido, hay dos enanos en escena; en El mariachi son umpires en el juego de beisbol; Tin Tan se queja de uno de ellos, y el otro le revira: no le hagas caso, así son de maloras los chaparros; en ¡Ay, amor, cómo me has puesto! están en un baile, y cuando se desata una pelea, los lanzan a uno contra otro; a uno no le dan crédito; el otro es Tun Tun, quien lleva papel semiestelar, y que se burla mucho de Tin Tan: a ti no te gustan las mujeres, le dice a cada rato; se burla mucho de él, pero en una cantina, cuando Lucrecia Muñoz y otra actriz deciden irse porque no va a regresar Tin Tan, le espetan: y tú vete a tu casa, que hay muchos robachicos; Tun Tun se sale de la cantina corriendo, y en la carrera le soba los glúteos a una de ellas, como de pasada. Cuando Tin Tan relata sus amoríos con Rebeca Iturbide, Marcelo Chávez, jefe de la panadería para la que trabajan los dos Valdés (Ramón y Germán) y Tun Tun, hace muecas sinceras de que no le cree nada. En la cinta interviene otro Valdés, Manuel, conocido como El Loco en la televisión; está en otra mesa en la cantina La guerra de Corea, y le echa los perros a una de las muchachas que están con Marcelo y Tin Tan. Van a esa cantina cuando Tin Tan exprfesa su desilusión por la boda de Iturbide: es más, me voy a la guerra de Corea, y todos lo apoyan; en esa época Estados Unidos intervenía en zaquel país (conflicto que 60 años más tarde sigue latente) y muchos mexicanos se iban, casi como mercenarios, en el ejército estadounidense.
También es lamentable que no le den crédito a Martita, una actriz muy pizpireta y muy alta, y que saca a bailar a Soto Rangel, quien a los pocos segundos baila con ella de cachetito; en otra escena, en el campo de futbol, vuelve a coquetearle (si ya nos conocíamos, ¿verdad, Manuelito?, ante la mirada feroz de Mimí Derba: ya sé por qué no querías venir, le reclama a Soto Rangel, quien escenas antes había declarado que “nunca me han gustado las grandotas”, y ante el reclamo de Derba, aclara: Tú, nada más tú. Cuado Tin Tan despierta en el hospital por la golpiza que le dieron, exclama: no vuelvo a jugar futbol, como si se quejara de una cruda.
En ese juego de futbol, supuestamente entre Panaderos y Repartidores de carne, aparte de Tin Tan, Ramón Valdés, Tun Tun y el pésimo portero Marcelo Chávez, intervienen los integrantes del equipo Marte, uno de los puntales de la Liga Mexicana de Futbol en los años cuarenta y parte de los cincuenta, que jugaba en Morelos; ante su desaparición, su popularidad la heredó el Zacatepec. Fueron extras de lujo. Tres años después de la filmación, el Marte fue campeón en la temporada 53-54; en su alineación estaba Manuel Alonso, que había sido campeón goleador; otros: Romo, Blanco, Ochoa, el Pichojos Pérez, Turcato (luego con Necaxa) y Enrique Sesma, luego con el Atlante, donde fue conocido como “El Loco”. El equipo desapareció en 1954, con tres campeonatos en su récord.
Otro error de continuidad que sólo pueden advertir los que viven o vivieron en la Industrial o en la Lindavista, entonces de moda: Tin Tan recorre las calles de la Lindavista vendiendo pan, e incluso se observa el parque Miguel Alemán, y en pocos segundos se aparece por el lago de Chapultepec.
En otra escena, al principio de la cinta, cuando Tin Tan carga a la atropellada Rebeca Iturbide, no sed preocupa de agarrarle la falda, pero cuando toca en la puerta, la tiene cargada con la falda bien puesta. Al final de la cinta, cuando se besan Iturbide y Tin Tan, parecen darse un beso de verdad, no con los labios cerrados; corre la leyenda de que Tin Tan metía le lengua en la boca a sus coestrellas, pero en todas las cintas se observa que no abren la boca, excepto en ésta. La falta de expresividad y lo falso de algunas de sus carcajadas, Iturbide las suple con una belleza muy elegante; Tin Tan casi siempre se hizo acompañar de mujeres muy bellas.

Que siempre no son definitivos los cambios en la ortografía comandada por la Real Academia, que quiénes son ellos para no reconocer la antigüedad y legitimidad de la y griega aunque insisten en que 40 millones valen más que 400 y que lo más correcto es decirle ye; que no se van a disgustar ni hacer muecas cuando digamos be alta o be grande o ve chica o ve baja, pero levantarán la ceja porque insisten en que la v es una deformación de la u y que entonces tenemos que decirle uve, y a la w doble uve, hasta que nos vayamos acostumbrando; no dicen nada acerca de los que pronunciemos b labial y v labiodental; que tampoco sancionarán con su desprecio a quienes pongamos guión y truhán aunque insisten en que son monosílabos; me encantará escuchar cómo las pronuncian como monosílabos; que todo el relajo se armó porque dieron información anticipada e incorrecta, pero que reconocen la legitimidad de los objetores (si quiere objetar, objete, reta Óscar Pulido en Una viuda sin sostén; lástima que los académicos no le entiendan) y que entonces no son tan definitivos los cambios, que en eso consistió el error, porque estaban estudiándolos y no estaban aprobados; y que la ch y la ll ya estaban suprimidas como letras independientes, que no nos asustemos. Y que la supresión de acentos en palabras diferentes se debe a que no hay diferencia fonética en ellas; pos para eso se necesitan los acentos; o qué, ¿van a quitar el acento en qué y en qué, que se pronuncian igual que que? ¿Y van a unificar cima y cima porque se pronuncian igual, o nos van a obligar a cecear (si queremos)?

¿Quién es el alto funcionario de un periódico que está feliz ante la posible jubilación de la ortografía porque así no tendrá que poner acento en su nombre, pues nunca entendió por qué lo lleva?

Y sigue El Librero en el portal de El Universal.

martes, 23 de noviembre de 2010

Estrella del deporte

Desde que estaba en la primaria era bueno para el futbol; no para jugarlo, porque los eternos capitanes de los equipos me escogían sólo por amistad, porque era más un estorbo que una ayuda; por eso recuerdo incluso la fecha en que logré despejar un balón que casualmente iba por donde yo estaba, y se descontrolaron todos; los de mi equipo, quiero decir, y dejaron que se fuera por la línea de meta sin que aprovecharan ese centro tan certero. Era bueno en la trivia, porque me sabía las alineaciones de todos los equipos, desde el Guadalajara, que entonces ganaba todos los campeonatos, hasta el Celaya y el Irapuato, que cada año amenazaban con irse a la segunda división, e incluso, con Humberto Huerta logré memorizar la alineación de la selección de la segunda división, aunque ahora sólo recuerde al Cri-Cri Fernández, que decían los maledicentes se negaba a jugar en la primera división, lo que hacía que sospecháramos que algo turbio había en el deporte; asediaba a Rosa y Guillermina, que vivían en la esquina, porque eran sobrinas de Jaime Salazar, medio del Necaxa junto al Fumanchú Reynoso, y el carnicero de la calle de Fortuna, Manuel Arellano, tenía un hermano que era extremo izquierdo, también del Necaxa, al que le decían El Cuate Arellano, porque era muy amigo del Cuate Fall, uno de los estrellas del equipo, pero al que no dejaban jugar por la envidia que le tenían, sobre todo el Pato Baeza, al que casi suspenden un año por darle un balonazo al árbitro en un juego contra Guadalajara; admirábamos a todos los porteros, titulares y suplentes, sobre todo a éstos, a los que no dejaban jugar los titulares; por ejemplo, sabíamos que el Chilaquil López era tan bueno como el Tubo Gómez, pero nunca pudo ser titular porque cuando Gómez se fue al Monterrey llegó Nacho Calderón, mejor conocido como Coladerón; pero el Chilaquil logró una hazaña inconmensurable: detuvo un penalti a Pepe, el cañonero del Santos y gran amigo de Pelé, pero con el estómago, y quedó inconsciente unos minutos.
En eso era bueno, en la trivia. Jugué, ya lo he contado muchas veces, bastante beisbol y siempre con buen nivel; aunque de manera informal empaté una marca de Ligas Mayores, de cinco ponches en un juego; algo muy curioso es que desde la primera vez que fui por mi cuenta al parque del Seguro Social, a ver el Juego de Estrellas de la Liga Mexicana en 1963, le robé las señales al catcher; no directamente, porque estaba en las butacas detrás de home, pero luego de que el pitcher aceptaba la señal, el segunda o el short se tocaban la gorra, dependiendo si el lanzamiento iba a ser curva o recta, y dependiendo también si el bateador era diestro o zurdo. Como estratega fui mejor que como jugador, pese a que conecté buenos batazos e hice buenas atrapadas, aunque no buenos tiros porque nunca tuve brazo (ya conté que uno de mis batazos más largos, que vació la casa, fue sencillo, y eso que llegué jadeando a la primera; de haber tenido velocidad hubiera sido mucho mejor bateador); pero muy temprano sabía qué le hacía daño a los bateadores, y podía pronosticar qué iban a batear, porque conocí las características de todos los bateadores de la Liga Mexicana; el problema es que nadie me descubrió ni siquiera como bat boy, mucho menos como coach, y aunque los seleccionados de la Secundaria 12 abogaron porque fuera a los intersecundarios como coach, el manager se negó a aceptarme; ahi se los hubo, porque perdieron todos los juegos.
Lo curioso es que lo que más jugué, casi tanto como el beisbol, fue el futbol americano, y mucho antes de que los Vaqueros de Dallas se hicieran populares en México, es decir, antes de que comenzaran a televisar los juegos de la NFL, uno por semana, los domingos a mediodía.
Antes antes antes mi tío Enrique me explicó los pormenores del juego; en la colonia Industrial había una especie de club que tenía tres equipos de americano: los Caras, los Caritas y los Jets, o sea la división menor; la sede extraoficial estaba en la calle de Ticomán, e incluía a vecinos de Atepoxco, Tenayo y sobre todo Zacatenco. Mi tío era de Escuela Industrial, pero recorría todas esas calles con sus amigos Jaime y Lalo los Alemanes, Toy, El Banano y su gran amiga la Piri, casi siempre en patines; entrenaban en el Parque 18 de Marzo, y quienes los coacheaban eran los hermanos Gama, uno de ellos Cornelio; famosos por ser gards de los Pumas de Liga Mayor, tenían un físico semejante tanto en corpulencia como en agilidad y rudeza al del Refrigerador Perry, famoso muchos años después aunque sólo tuvo un par de buenas temporadas.
Los Gamas era fornidos y corrían a una velocidad asombrosa de cien metros en tres minutos; pero como dice Rully Rendo, si pa’ correr no los querían; sacaba el balón el centro, y ellos se detenían un paso adelante, con los brazos extendidos, y no había manera de moverlos, por lo que la Araña González no era molestado, y Felipe de la Garma encontraba siempre un hueco que le permitía grandes avances cada jugada.
Uno de ellos, abogado con bufete en Isabel la Católica, entrenaba a los Caras; Cornelio, también abogado con bufete en Allende, entrenaba a los Caritas, donde jugaba Enrique, veloz y poderoso aunque de baja estatura; correoso y furtivo, driblaba como diablo, y corría como carterista, por miedo a que lo taclearan, según me confesó; en una ocasión atrapó un pase y corrió diez yardas para anotar, y veinte más para eludir al que lo perseguía, porque en esa época se acostumbraba que la jugada no terminaba con la tacleada sino con el remache; esa costumbre terminó con la carrera deportiva de Jorge Farías Negrete, quien ya tacleado recibió tres remaches en una rodilla, lo que lo obligó a retirarse.
Los remaches pueden verse en las películas donde Freddy Fernández, ñango él, era estrella de los Burros Blancos, al lado de jugadores como El Chivo Mercado o el Pibe Vallari, mucho más corpulentos; pero bueno, Manuel Seyde, el mejor editorialista de deportes en la historia del periodismo mexicano, definió el americano como el deporte de brutos que los brutos no pueden jugar. Al terminar cada jugada los jugadores que andan cerca se lanzan sobre el corredor tacleado, para evitar se levantara y siguiera corriendo; no importaba que los árbitros, si había, habían tocado el silbato para indicar que se había terminado la jugada.
Uno de los que jugaba con los Caritas nos entrenaba a los del equipo de menores, los Jets de Zacatenco; todos tenían como favorito al equipo del IPN, que por esas temporadas se dividió en dos, el Poli Guinda y el Poli Blanco; antes que se dividieran tenían a un jugador superestrella, Mario Yáñez Correa, quarter back, o core o mariscal de campo; también pateaba para los puntos extra o para los humillantes goles de campo que significaban una ofensiva fracasada. Y a la defensiva era safety; porque en esas épocas no había especialistas, y jugaban a la ofensiva y a la defensiva. Los equipos politécnicos eran nuestros favoritos, y más el Poli Guinda, que considerábamos el heredero del Poli porque estaba integrado por jugadores que estudiaban en el IPN original, y el Poli Blanco por jugadores de Zacatenco, y aunque Zacatenco estaba cerca de Zacatenco, preferíamos a los de Santo Tomás.
No me acuerdo quién me invitó; no teníamos, desde luego, ni equipo ni menos uniforme; pedían que las madres agarraran un pantalón viejo, lo recortaran a la altura de las rodillas, y con el resto hicieran una rodillera que debían coser al pantalón; ésa era la única protección.
Con ese equipo sólo participé en un juego, y no entré porque aún me dolían los muslos de los rudos entrenamientos a los que me habían sometido toda la semana; consideré además que no había demostrado aún velocidad para correr, fuerza para bloquear aunque me aprendí bien la maña, ni habilidad para driblar, lo que sabía hacer, pero en cámara lenta. Nunca jugué, pero sí entrené varias semanas; aprendí a eludir, a taclear, a agarrar pases de más de 15 yardas sin soltar el balón aunque me dolieran las manos; sobre todo, aprendí a intuir los movimientos del contrario; por eso en la escuela podía jugar tochito con cierta habilidad, tomando pases rápidos, lanzar pases cortos inesperados, y a eludir a los defensivos.
Sobre todo, aprendí a ver el juego, a apreciar la labor de los hombres de línea, que es lo que no se alcanza a ver en la televisión ni mucho menos en el estadio; los huecos que se abren durante dos segundos permiten avances de cuatro o cinco yardas; sobre todo, aprecio loa labor de los gards, y por eso, aunque admiré a muchos jugadores que luego fueron reconocidos por el Salón de la Fama, mi jugador preferido en todo el tiempo que llevo viendo futbol americano, luego de Mario Yáñez Correa, es Conrad Dobler.
Lo más probable es que pocos lo recuerden; fue considerado el jugador más sucio del americano, y alguna vez le reclamaron que lo hubieran castigado tres o cuatro veces en un partido: “es porque los árbitros son ineptos: cometí infracción en todas las jugadas”; menos alto y mucho menos corpulento que la mayoría de los jugadores de su posición, impedía que sus corebacks fueran presionados, mucho menos golpeados; no hace mucho le preguntaron, ya retirado, si era cierto que en una ocasión mordió la mano de un contrincante: “sí, pero no lo hubiera hecho si él no la hubiera metido en el casco”; con Cardenales fue invitado a casi todos los juegos de estrellas mientras estuvo en el equipo, y aun lo fue con Nueva Orleans, una vez en los tres años que estuvo con ellos, cuando fueron contendientes.
Muchos aseguran que el futbol americano es el deporte más rudo; falso, lo es mucho menos que el hockey y que el basquetbol; ¿cómo detener a un hombre que pesa 120 kilos? No con fuerza, sino con maña, con habilidad, con inteligencia. Dobler no era gordo ni demasiado alto y es considerado, repito, el más sucio del deporte, al retirarse fundó una galería, y después un hospital, donde ninguno de los pacientes se ha quejado de rudeza innecesaria ni mucho menos de clipping.
Y para corroborar que es un deporte donde hace más falta la sutileza que la fuerza bruta, hay que recordar que el centro de Vaqueros de Dallas en la época en que el equipo se hizo el más popular de México, John Fitzgerald, era dentista.

Esos recuerdos me vienen al ver los partidos que en esta temporada han asombrado a los verdaderos fanáticos; excepto el último, en que parece que perdieron para ver si así por fin despedían a su entrenador, Minnesota ha jugado muy bien, aunque tenga marca negativa; es el deporte de mayor equilibrio, y la diferencia entre los líderes y los sotaneros es mínima; en la jornada más reciente hubo tres o cuatro palizas, pero mucho más de la mitad de los juegos, en lo que va de la campaña, se han definido por menos de siete puntos; el domingo por la tarde hubo un juego en que había anotación en cada ofensiva, y se definió por ventaja de cuatro puntos de Nueva Inglaterra sobre Indianápolis, y eso porque a Payton Manning lo interceptaron tres veces; pero fue tan emocionante como aquel Dallas-Washington de 1975 que terminó 5-3, pero que todos los televidentes lo vieron de pie (como se leen las novelas electrizantes). Claro, este deporte se diferencia del beisbol, porque en cada jugada pasa algo; el beisbol, dice Mario Lavista, es mejor mientras menos cosas pasen; el americano es mejor mientras menos superioridad haya entre los equipos participantes; es, además, el único que impide que haya equipos que se eternicen como campeones: los sotaneros en dos o tres años pasan de ser los peores a ser los mejores. Ésa es lo que lo diferencia de otros deportes.

domingo, 14 de noviembre de 2010

El diccionario de los mexicanos


Gabriel García Márquez se dedica a molestar a la gente, y sus efectos duran mucho tiempo; uno de los más graves fue el que produjo cuando escribió contra todos los diccionarios y sólo salvó el de María Moliner; el efecto no se concretó a que mucha gente acudiera a ese diccionario, que es de uso, y en cambió atacó al de la Real Academia; la gente lo siguió fielmente sin cuestionar sus afirmaciones, sin revisar lo que decía y cuáles eran sus razones.
Tenía (o tiene) razón, pero no nomás porque sí; el de María Moliner, que además ha cambiado y en la versión que puede conseguirse ha perdido mucho de lo que dicen los expertos caracterizó la primera edición, tiene una virtud: es bastante libre y moderno; tiene un pequeño defecto: no es tan riguroso. Es un diccionario de uso, como lo indica su nombre (contra la opinión de muchos amigos sabios, creo que los diccionarios tienen nombre, no título); como diccionario de uso, orienta acerca de cómo puede usarse el español, no cómo debe usarse. En su tipo es bastante más útil que otros que sugieren, como el de Manuel Seco, mucho más reciente pero no más moderno.
Es decir, el de Moliner ayuda a los escritores, pero no a quienes no lo son.
Para saber el significado de una palabra, y su correcta ortografía hay muchos otros diccionarios; tantos, que gente como Antonio Bolívar tiene toda una habitación de dimensiones considerables llena, de pared a pared, de diccionarios de todos los tipos y especialidades; dicen que Jaime García Terrés competía con Bolívar (entre bibliómanos siempre hay competencia) por el número y la diversidad de sus diccionarios. En cuanto a los lexicográficos, también los hay por montones, y esa variedad a veces crea confusiones: alguna vez un amigo, el autor de varios diccionarios, desesperado por las constantes e inoportunas consultas que le hacía un famoso fotógrafo, le recomendó que se comprara un diccionario; ¿cuál?, le preguntó, y el muy insensato le dijo que el de la Academia; al día siguiente el fotógrafo llegó con el Diccionario Academia en la mochila; que no es que sea malo, pero es escolar.
Hay diccionarios y enciclopedias tan extravagantes que abundan los que hacen que los no especialistas hagan gestos de extrañeza cuando ven que alguien tiene más de un diccionario, y cuando comienzan a ver que hay sobre el lenguaje marítimo, el que emplean los argentinos que desean ser vistos como cultos, el que se refiere a los nombres de los genitales (y tan variados que abarca tres tomos de buen tamaño), los que intentan descifrar el lenguaje del hampa, o el de los jóvenes, o el de los marginados, o el del mexicano más corriente que común, sobre lo ofensivo de los adjetivos, sobre los anglicismos y galicismos que empobrecen o enriquecen el español; diccionarios gastronómicos, deportivos, biográficos (de revolucionarios, de políticos, de funcionarios de antes y de después); algunos que intentan ser humorísticos; geográficos, y algunos que sólo le funcionan a especialistas, como los de mexicanismos, los americanismos, y otros que son de consulta restringida, pero harto divertidos, como el Covarrubias o el de Autoridades. O los etimológicos, que por lo visto no le sirven a los escritores; o los de Corripio; no hay que asustarse: son los de incorrecciones, de sinónimos y antónimos, el ideológico (tampoco hay que asustarse, no es de política), el de dudas, que sí resuelve dudas, no como los de Seco y el Pahispánico, y el etimológico casi tan bueno aunque más breve que el de Corominas. Por desgracia, descontinuados. (Guido Gómez de Silva ha hecho varios diccionarios, todos, menos el de mexicanismos, excelentes y obligatorios, además de ágiles y divertidos, como no suelen ser los diccionarios, a menos que uno los lea para pescarles errores y erratas.)
Hay incluso antidiccionarios, como los de Raúl Prieto, como Madre Academia, en que se dedica a desautorizar al de la Academia, por lo regular con buenas razones, pero caótico y de difícil lectura, aunque siempre regocijante. Hay un diccionario de Flaubert, que se ha llamado de diferentes maneras (lugares comunes, ideas hechas, tópicos, de la estupidez) y publicado muchas veces, acompañando algún libro o en edición independiente. O el de Ambroce Bierce afamado aunque difícil de conseguir. Hay diccionarios de escritores que por desgracia siempre están tan desactualizados que para consultarlos hay que considerar que sólo están completas sus fichas si el autor ya falleció; o incluso así, no siempre incluyen todas las ediciones pertinentes de sus obras (por ejemplo, hay uno en que nos dedican el mismo espacio a Rosa Montero y a mí, aunque después de eso su producción se multiplicó, se enriqueció y además se hizo famosa); hay cinco diccionarios de escritores mexicanos; el primero, cuya vigencia es actual, sólo incluía a los famosos del siglo XIX y a los muy célebres del XX (fue fustigado por Gabriel Zaid porque la autora del ensayo que lo corona tiene más espacio que el consagrado a Sor Juana, Paz, Reyes o a Rulfo); otro, más o menos completo, de escritores del siglo XX, en nueve tomos, pero cuando salió el último habían pasado cerca de 20 años de que apareció el primero, además de que incluye autores apócrifos o inéditos, y excluye a otros tan importantes como Efrén Rebolledo y Miguel Capistrán; otro, de escritores sólo del siglo XIX, y otros dos, que más bien son ficheros, el primero muy bueno, y el segundo, de la misma autora, malísimo. Y por no hablar de los diccionarios que trasladan de un idioma a otro cualquier palabra, útiles para los estudiantes de prepa y para los traductores, aunque no sólo para ellos, además de que muchos traductores ni siquiera los consultan.

Se dice que toda familia debe tener un diccionario en el hogar; diccionario lexicográfico, se entiende; son útiles para las tareas escolares, aunque en ninguno encontramos hace días la vida promedio de los colibríes ni de los ahuehuetes; son útiles para no atorarse en la lectura de alguna novela, sobre todo traducida por Anagrama; es decir, para aclarar el significado de una palabra (en “Si conociera a María, amaría a María”, Les Luthier acuden a un diccionario para ver si pueden hablar de la “dicotomía” de la mujer a la que dedican unos piropos; en What’s new, Pussycat?, Peter Seller exige que no le espeten ningún calificativo hasta no ver, en un diccionario, qué significa; y ya en plan de confesión, fui atacado por una vecina cuando le dije que ella pecaba de puntillosa; una semana se tardó en ver en un diccionario que no la estaba atacando). La cantidad de diccionarios de esta naturaleza es incontrolable, sobre todo porque la mayoría de las familias lo compra hasta que al hijo mayor se lo piden en la escuela, para quinto o sexto de primaria, y no vuelven a utilizarlo; entre otras cosas, ignora la gente que los diccionarios deben actualizarse; así, las grandes enciclopedias para evitar que cada cinco, o diez, o quince años, los clientes tengan que cambiar toda la edición, cada año sacan un volumen con actualizaciones (hechos significativos, inventos importantes, cambio de estado civil de los personajes importantes –uno de los mejores diccionarios biográficos de México no incluye personajes vivos, aunque ya han incluido a alguno que erróneamente seguía vivo).
El diccionario de los hogares mexicanos no es mexicano, pero lo tratamos con familiaridad, y no lo sustituimos; algunos, los maniáticos, simplemente lo renovamos. (En esto de los diccionarios las anécdotas son inevitables; en El Financiero doné un Pequeño Larousse; fue de mucha utilidad, pero al parecer las únicas dudas surgían con palabras que iniciaran con la A, y eso hasta ACT, porque lo fueron deshojando al grado de que en pocos meses estaba desencuadernado, y le faltaban las páginas que incluían hasta la sílaba ACT al inicio de palabra; como hacían falta diccionarios en el periódico, Luis Acevedo pidió que todas las secciones entregaran sus diccionarios, en general en mal estado, para que se los renovaran; como se tardaron, preguntamos qué pasaba: es que ya no hay esa edición, y los estamos buscando en librerías de viejo, nos contestaron.) Se trata del Pequeño Ilustrado Larousse, francés hecho en España, y que ha llegado a México desde hace un siglo. Lo están conmemorando poniendo en circulación la Edición Conmemorativa Bi-Centenario. Se trata, todos lo saben, de un diccionario enciclopédico.

Larousse tiene muchos diccionarios: de vinos, de cocina (los gastronómicos son inútiles excepto en su país de origen; uno necesita otro diccionario, al lado de ésos, para saber cómo se llaman en México las judías o los guisantes, o qué usar cuando piden que se agregue crema, o qué va a resultar de la receta, si cajeta o macarrones, cuando intentamos hacer un dulce de leche; la mayoría de los cocineros a la mitad de la receta comienza a improvisar porque no entiende ni los ingredientes ni las cantidades ni los procedimientos; si no me creen, intenten hacer una sola receta de las Cien recetas de arroz, de Alianza Editorial; hay otro riesgo: que mientras se consultan, se queme el guisado), uno hermosísimo de imágenes, el Visual Multilingüe, que me ayudó entre otras cosas a no imaginarme de más cuando en los libros españoles aparece una protagonista en combinación, aunque no me ayudó a explicarme por qué ellas usan bragas si no tienen qué bragarse (en cambio los mexicanos, dicen Manuel Esperón y Ernesto Cortázar, somos bien bragados –los hombres, quieren decir); en diferentes idiomas con un complicado CD-ROM que supuestamente ahorra tiempo en la consulta si se carga bien en la computadora, aunque no toman en cuenta que hay que cerrar, o minimizar el texto que se lee o se escribe, buscar en el directorio de programas el referente, abrirlo, hacer la búsqueda y leer el significado o el equivalente; cerrar el programa, y abrir el que se estaba usando, y verificar que no lo hayamos perdido (ay, si yo les contara, como decía Piazza…; pero cometería una indiscreción con varias glorias literarias mexicanas); y éstos son tan buenos y prácticos cuando menos como los mejores, como el Cuyás; y hay en ediciones breves, para novatos, o extensas, para los más puntillosos.
Tienen una Enciclopedia que compite, si no en extensión sí en utilidad con el Espasa Calpe, porque éste es más bien para hipocondríacos (para éstos, entre los que me incluyo, hay uno más accesible: el Diccionario de Especialidades Farmacéuticas, con el inconveniente de que no tiene arreglo con todos los laboratorios y por lo tanto no están incluidos todos los medicamentos), con el problema de que casi no hay casa que tenga espacio para esa edición y sus libros anuales, como tampoco hay muchos que tengan espacio para la Espasa Calpe ni para la Británica, que es la más citada aunque de las menos consultadas, y cuya edición en español es muy deficiente.

Volvamos al Pequeño Larousse Ilustrado: casi siento pudor al describirlo porque todos lo conocen; cometí el error de no renovarlo hasta que conseguí el Diccionario Enciclopédico de Selecciones, en 12 tomos muy manejables, y excelente; superior, creí, al Larousse porque incluía más personajes, y las definiciones eran más extensas; grave error: salieron dos ediciones, la roja y la azul, y hace más de 20 años que dejaron de hacerlo, nunca se renovó, y sus acepciones eran las mismas del Larousse, con menos ilustraciones ni tan detalladas, y no incluía a todos, sólo los muy célebres; como cedí mi Larousse a El Financiero, me quedé sin él durante un par de años, hasta que apareció el Conmemorativo de 2004, que festejaba los cien años del diccionario, aunque no en español, que empezó a salir en 1912; salió uno un poco más barato, en rústica, que era lo mismo; por muchas razones decidí que debía de tener ambas, y pensé que hasta 2014 tendría que cambiarlos, pero apareció este conmemorativo, también en pasta dura, con dos agregados: los 200 años de la Independencia de México, y los 100 de la Revolución; aunque muy resumidos estos episodios, no son maniqueos como los elaborados en otras ediciones mucho más oportunistas; las biografías son muy breves, pero no escuetas, con datos que han omitido los libros celebratorios; los agregados se deben sobre todo a Rafael Muñoz Saldaña, quien como editor de Océano hizo una edición muy bella de mi Baúl de recuerdos, al que le quitó alguna imprecisión. No son extensas, insisto, pero sí útiles, y muy bien ilustradas, y son objetivas, pero carecen del tono supuestamente imparcial pero lejano y poco patriótico; no sirve sólo para resolver dudas sino para enterarse, no tan a profundidad como en libros históricos, pero mejor que en otros diccionarios biográficos; dan por terminada la Revolución en 1929, mucho después que la mayoría de los historiadores, pero antes de lo que afirman John Dulles y Fernando Benítez.

Lo demás, ya se sabe: exactitud pero no exhaustividad; menos egocentrismos que el de la Real Academia, y más rigor científico (es que a los científicos los llama la Real Academia para que aporten sus conocimientos, pero ellos creen que por sus méritos literarios; hubo un director de la RAE que se admiraba [sic] del tono paisajístico [resic]; pero bueno, no era escritor). Sus biografías son escuetas pero no se dan oportunidad de hacer demasiadas interpretaciones de los hechos históricos; todos los lectores de diccionarios saben cuánto se tarda uno en revisar sus famosos mapas, y cuánto nos detenemos en las láminas; por ejemplo, en la de las aves y los insectos, para muchos, el máximo acercamiento al mundo animal; y todo cabe en apenas mil 800 páginas.
Lo primero que hace el niño que se acerca a un diccionario es buscar las malas palabras; ahora parecerán insulsas, sobre todo porque hablan con puros improperios; en los Larousse de los cincuenta eran más enigmáticos: uno no entendía por qué era un insulto el oficio de ayudar a los cocineros (ahora no entendemos por qué un oficio más pinche que el de pinche, el pícaro, tiene más prestigio literario); o por qué el macho de la cabra ofendía a tantos, o en qué consistía en que se toleraran ciertas actitudes de ciertas esposas; o qué tenían que ver los pelos del empeine con los amores de lejos, o por qué era más enigmática la sola palabra que definía a las putas (en este aspecto, el mejor es Corripio, que aglutina 29 sinónimos del oficio); pero si uno lo consulta no para resolver una duda ortográfica o por buscar un significado que aclare un texto, sino en plan admirativo, advierte que se ha renovado mucho más que el de la RAE, que ya no llama Méjico a México, y que no se avergüenza, antes al contrario, de incluir americanismos y arabismos en general, con la misma importancia que los vocablos meramente hispanos (que no son “inmensa mayoría”). Aunque sea menos contundente la sección rosa, sigue siendo atractiva y permite un descanso. A pesar de que muchos diccionarios de su tipo, como el de Océano, han copiado su formato y su estilo, el Pequeño Larousse Ilustrado se ha modernizado mucho, es más ágil, menos confuso y menos arrogante que otros. Y sí, ahora tengo tres, porque además, es sorprendentemente barato. (Con saludos a Pablo Arriero, Perla Oropeza y José Antonio Gurría, víctimas y cómplices en El Financiero de mi delirio por los diccionarios.)

Mi rival en ignorancias me saca ventaja: en su entrevista a José Agustín, ignora que Margarita Dalton escribió una novela clave en la onda a la que él pertenece.

(¿Qué director de periódico, que pasó de panzazo en ortografía, está feliz con la jubilación de la ortografía? ¿Y qué escritor y académico respeta tanto los diccionarios que avala cualquier palabra, por disparatada que sea, si se incluye en cualquier diccionario, por pobre que sea?)

domingo, 7 de noviembre de 2010

Jubilar a la RAE

En su especie de autobiografía, Vivir para contarla, Gabriel García Márquez cuenta algo que sus editores y sus amistades ya sabían: que para él la ortografía es un misterio irresoluble, y que en su muy extensa correspondencia con su Mama Grande, ella, al tiempo que le contestaba sus cartas, le regresaba las suyas corregidas, porque él nunca se ha preocupado por entender las reglas de la escritura correcta.
En un discurso pronunciado ante académicos en abril de 1997, en Zacatecas, pidió, más o menos en broma, la jubilación de la ortografía con el argumento de que nadie confunde revólver con revolver ni una lágrima con una lagrima, y supone que tampoco cima con sima. Confunde la función de la h, a la que llama rupestre sin querer aceptar que al contrario, suplió a muchas efes rupestres.
Cierto, la ortografía es complicada después de las primeras reglas; muchos autores no comprenden por qué "línea" es esdrújula si no suena como tal, y que "alinea" es grave y pronuncian "alínea" (sobre todos los cronistas deportivos); cierto que pocos pueden explicar qué es un hiato y casi nadie qué es una sinalefa. Incluso editores afamados dudan a la hora de acentuar o desacentuar "aun"; otros aducen que sólo hay tres “por qué”: “por qué”, “porqué” y “porque”, y no atinan a escribir “por que”, sobre todo en los diarios, que además no se tientan el corazón para escribir “inequidad” e “inequitativo”; Vargas Llosa usa correctamente iniquidad en su nueva novela, El sueño del celta, pero agrede a las academias española y peruana (de ambas es miembro) al pergeñar “desapercibido”, que es correcto siempre que no quiera decir con eso “inadvertido”.

Muchos han pedido la jubilación de la ortografía; han pedido, y hasta hay lingüistas que la piden en serio, una ortografía onomatopéyica, y que se simplifique de tal manera que la c dura se escriba con k, que se acabe la ll, que sólo haya una b (que de hecho ya es así, porque las nuevas gramáticas condenan la pronunciación correcta de la v, excepto algunos exagerados que pronuncian “fino” por “vino”; pero los exagerados abogan por que en la escritura quiten una de las dos, así como una más comprensiva utilización de las s, c y z (eso me hubiera evitado el justo regaño de José de la Colina cuando hablé de la “zaga” de los agentes de tránsito raritos encarnados por Luis Aguilar y Pedro Infante).

¿La solución es jubilar la ortografía? ¿No es mejor enseñarla bien, empezando con los profesores que mandan recados en que suprimen la h de hacer (“el niño no a echo la tarea”)? La Real Academia de la Lengua, al parecer, se ha decidido por la jubilación, sin hacer caso de las etimologías, que de esa manera parece ir también a la jubilación pero sin recibir pensión. Con argumentos tontos han decidido suprimir la ch y la ll, suprimir la tilde de algunas palabras, y obligan a nombrar algunas letras con apelativos humillantes cuando los que tienen hasta ahora son elegantes y cultos.
Claro que hablo sin saber, sólo hago caso de los cables (sueltos, o “despachos”como le dicen ellos) contradictorios que anuncian la publicación de la nueva ortografía aprobada por la Real Academia Española y sus 22 cómplices, para antes “de Navidades” (¿cuántas?); desde allí se ve la trampa: tenemos que escribir como quieren los diez millones de pen-insulares (así decía Antonio Alatorre), por encima de cerca de 300 millones de hispanoparlantes que habitamos América.
Ya en su edición anterior de las reglas ortográficas aliviaban el pesar de quienes no saben distinguir “solamente” de la “soledad”, y las diferencias entre los pronombres demostrativos y los artículos, y de quienes no saben la diferencia entre el 1 y el 2; así, se admitía desacentuar “ésa, de rojo” y “solo” aunque se tratara de “sólo digo que así se escribe”. Según los adelantos de las agencias, ahora es obligatorio confundir al lector, y prohíben estas autoridades tildar la palabra cuando el autor quiere indicar que solamente una vez se ama en la vida, con la dulce y total pronunciación. Si la función de la modernización de la ortografía es simplificarla, ¿por qué se pronuncian por complicarla? ¿Por complacer a autores que dudan si debe o no acentuarse? En un nuevo cable se dice que ya no necesario acentuar, por ejemplo "llego esta tarde", lo que es un alivio, porque en el ejemplo, "esta" nunca se ha acentuado, aunque no falta quien lo haga y hasta acentúan "éste último". Pero si en "éste llegó" quitan la tilde no sólo es confusa la frase, sino tonta.

En sus Minucias del Lenguaje, José Guadalupe Moreno de Alba dice que no sabe si el solecismo “voy a por” ha llegado al lenguaje literario, con la esperanza de que no sea así; posiblemente no ha llegado al lenguaje literario, pero sí al editorial: ya no sólo Anagrama encarga unas traducciones infames, llenas de solecismos y además de estupideces; un ejemplo basta: en la autobiografía de la hija menor (supone ella que menor) de John Huston, en Circe, habla de un paisaje lleno de “completez”; ¿al ignorante que la tradujo no se le ocurrió buscar una mejor traducción, “plenitud”, por ejemplo?) Digo esto porque hace poco la Revista de la Universidad de México publicó una anécdota de Vicente Leñero, quien al toparse con Jorge Herralde lo increpó acerca de las traducciones de Anagrama, y la altanera respuesta del editor fue que no podían pensar en lectores fuera de su ámbito local, y se negó a contestar otra cosa más que admitir que él y sus traductores ignoran todo lo que hay que saber de beisbol (pronuncian “béisbol”, imitando el habla anglosajona). ¿Quiere decir que Anagrama manda al diablo a todos los lectores de América Latina? Porque el “voy a por”, que ya también está en Seix-Barral, Alianza Editorial y otras que antes eran menos localistas, sólo lo dicen en algunas regiones de España, y no precisamente entre los escritores. Por otro lado, Leñero es injusto porque en bien de la corrección nos privarían de párrafos divertidísimos; por ejemplo, en vez de "pegó un jonrón por el jardín central" ponen "disparó un golpe por el centro del campo".

No es muy explícito el cable; por fortuna agrega que la Academia no piensa castigar más que con el látigo del desprecio a quienes nos rebelemos y sigamos tildando “sólo”, sobre todo cuando hablemos de “solamente”; pero hay cosas más graves; uno de los cables dice que quieren obligarnos a decir “b alta” en vez de “be labial”, y “v corta” en vez de “ve labiodental”; ¿será el primer paso para suprimir una de ellas?, ¿y cuál: la que se use menos, ya que el criterio es de preferir la ignorancia e incapacidad de diez millones frente a los 300 del otro lado del mundo? ¿Con qué derecho? Pero otro cable dice que ya no se debe decir así; pero ningún diccionario ni ninguna gramática les llama "b alta" o "v baja"; ¿a quiénes se referirán? Porque una cosa es que normen el lenguaje y otra que amenacen con vigilar a quienes, en broma o en serio, quieran llamarlas con esos apelativos.
También suprimen la tilde de guión y de truhán con el criterio de que diez millones las pronuncian como si fueran monosílabos, frente a los 300 que las pronunciamos como disílabos; admito que muchos piensen que “guión” es monosílabo aunque pronuncien gui-ón; allá ellos; ¿pero truhán, de dónde? ¿Quién la pronuncia como monosílabo?
Más alarmante es la noticia que, sin más, agrega el cable: en bien de la unificación de la internacionalización, se suprimen la ch y la ll; que como vocablos lo hayan hecho, parece más sensato, aunque somos mayoría los que las aprendimos como letras al memorizar el alfabeto; ¿pero cómo suprimir el sonido? Tiene razón Hugo Martínez Téllez cuando propone que mandemos “a ingar” a su madre a la Academia; ¿en beneficio de quién inventarán algo para suprimir esos sonidos, tan hispanos? Ya antes quisieron suprimir la “ñ” sólo para complacer a los fabricantes de los teclados de las computadoras (ordenadores, ordenan ellos), que para hacer caso a los 395 millones de hispanoparlantes usamos la letra, tienen que hacer teclados especiales, así como los fabricantes de máquinas de escribir. Cuando menos despierta la curiosidad ver su propuesta. Y hablando de máquinas de escribir, por fin los académicos se asomaron a verlas y se dieron cuenta de que desde los años setenta acentúan las mayúsculas, y más importante, desde los años sesenta incluyeron el 1 y el 0, con lo que quienes manuscribían dejaron de usar la ele como uno, y la o como el cero; y ya por fin aceptan que no se acentúe la o entre cifras porque desde hace mucho no se corre el riesgo de que el cero se confunda con la o. Harían bien en usar máquinas y teclados de vez en cuando.

Más curioso resulta que la RAE salga muy oronda a obligar, cuando en las últimas ediciones de su diccionario ha sido tan permisiva y manga ancha aceptando necedades como “presupuestar”, que ya nadie usa, ni siquiera entre los economistas políticos; o elevando la categoría de “vestuario”, antes en novena acepción y ahora en segunda, como lugar en los campos deportivos para cambiar el vestuario; ahora habla, según el cable, no de normar sino de obligar. Espero equivocarme y que sean exageraciones de los cablones (los que redactan los cables, según la jerga en las redacciones de los periódicos), o malas interpretaciones, y éstas sean recomendaciones y no imposiciones, porque dicen que van a tolerar y no a perseguir a quienes los desobedezcamos, faltaba más.
Además, ordenan que escribamos con “c” palabras que etimológicamente deben ser con “q”; con ello, dejan inútil la nueva edición del Pequeño Larousse Ilustrado, especial del bicentenario, y aparecido hace apenas unas semanas, y que incluye “quórum”; allí sí son específicos: quienes nos rehusemos debemos poner cursivas (“bastardillas”, dicen los muy) y quitar el acento que tanto trabajo costó que se pusiera.
Con esto, ni esperanzas de que se empeñen en corregir el mal uso del dativo, por ejemplo, y que urge más que quitar el acento de truhán. O en corregir acepciones: Nikito Nipongo, que casi siempre tenía razón, se burlaba del espíritu medieval y antecapricorniano de los académicos cuando alegaban que día era el tiempo en que el Sol tardaba en dar una vuelta a la Tierra; después dijeron que era el “tiempo que aparentemente tardaba” en dar la vuelta a la Tierra; ahora la primera acepción es correcta aunque simple; pero la segunda dice que es el tiempo en que el Sol está sobre el horizonte; ¿o sea que el Sol es el que se mueve? ¿Prohibirán el uso de la t seguida de la l, porque no la pueden pronunciar, y dicen Alético en vez de Atlético?

En los libros de historia dan como una de las razones para las guerras de independencia, que en toda América Latina tantos trabajaran para que otros pocos holgazanearan; que los americanos tuvieran que mantener a unos cuantos que se creían designados por una divinidad para imponer su voluntad en sus dominios, que conquistaron con violencia y esclavizando (aunque estaba prohibido) a los nativos; y que en las colonias fueran las minorías las que gobernaran, a su entender, a las mayorías.
Parece que ahora intentan lo mismo: imponer el criterio de unos cuantos por sobre el uso racional de la mayoría (iba a poner, contagiado, inmensa mayoría, rebuznancia tan grande como “previa cita” que abunda en anuncios publicitarios, pero también en el lenguaje cotidiano y hasta académico, pero no por ello correcto); porque los que hablan como quiere la RAE que escribamos es el 0.12 por ciento de quienes hablamos, mal que bien, el idioma español, 46 millones contra 394 millones, sin contar a todos los que lo hablan en Estados Unidos, y en otras partes del mundo.
Crímenes son del tiempo y no de España, adujeron quienes se avergonzaron de las atrocidades cometidas en América por los conquistadores, en nombre de la civilización, el progreso y la religión (con leer unas cuantas páginas de la nueva novela de Vargas Llosa basta para imaginárselo y volver a sentir repudio por eso); estos nuevos atentados no son de España, sino de quienes no están al tanto del idioma que se habla en donde se habla español, y de la cantidad de lectores que tienen, o tenían, los libros en este idioma (digo tenían, porque el nuevo criterio de las editoriales parece ser sólo el de las ventas inmediatas).
Lo que van a conseguir es que sean dos idiomas distintos los que se hablen en América.
Contra las atrocidades, las iniquidades y las injusticias, hace 200 años hubo un levantamiento generalizado por alcanzar la independencia; se le llamó “revoluciones”; pocos años después los patriotas adujeron que si hubiera sido una revolución, sería como aceptar que las colonias, no las naciones, se rebelaran contra la metrópoli; le llamaron, con más justicia, guerras de independencia. La reacción que han desatado estas normas académicas es de rebelión, y que será muy difícil de sofocar.

¿Quién es el Premio Nacional de Periodismo que estará feliz por la jubilación de la ortografía? ¿Y su jefe, igualmente contento?

(En el portal de El Universal, en Edición Impresa, aparece de domingo a domingo El Librero; ahora me hicieron el favor de poner una ilustración más atractiva, pero a Katia no le debe haber hecho ninguna gracia. Saludos a Katia)