martes, 23 de noviembre de 2010

Estrella del deporte

Desde que estaba en la primaria era bueno para el futbol; no para jugarlo, porque los eternos capitanes de los equipos me escogían sólo por amistad, porque era más un estorbo que una ayuda; por eso recuerdo incluso la fecha en que logré despejar un balón que casualmente iba por donde yo estaba, y se descontrolaron todos; los de mi equipo, quiero decir, y dejaron que se fuera por la línea de meta sin que aprovecharan ese centro tan certero. Era bueno en la trivia, porque me sabía las alineaciones de todos los equipos, desde el Guadalajara, que entonces ganaba todos los campeonatos, hasta el Celaya y el Irapuato, que cada año amenazaban con irse a la segunda división, e incluso, con Humberto Huerta logré memorizar la alineación de la selección de la segunda división, aunque ahora sólo recuerde al Cri-Cri Fernández, que decían los maledicentes se negaba a jugar en la primera división, lo que hacía que sospecháramos que algo turbio había en el deporte; asediaba a Rosa y Guillermina, que vivían en la esquina, porque eran sobrinas de Jaime Salazar, medio del Necaxa junto al Fumanchú Reynoso, y el carnicero de la calle de Fortuna, Manuel Arellano, tenía un hermano que era extremo izquierdo, también del Necaxa, al que le decían El Cuate Arellano, porque era muy amigo del Cuate Fall, uno de los estrellas del equipo, pero al que no dejaban jugar por la envidia que le tenían, sobre todo el Pato Baeza, al que casi suspenden un año por darle un balonazo al árbitro en un juego contra Guadalajara; admirábamos a todos los porteros, titulares y suplentes, sobre todo a éstos, a los que no dejaban jugar los titulares; por ejemplo, sabíamos que el Chilaquil López era tan bueno como el Tubo Gómez, pero nunca pudo ser titular porque cuando Gómez se fue al Monterrey llegó Nacho Calderón, mejor conocido como Coladerón; pero el Chilaquil logró una hazaña inconmensurable: detuvo un penalti a Pepe, el cañonero del Santos y gran amigo de Pelé, pero con el estómago, y quedó inconsciente unos minutos.
En eso era bueno, en la trivia. Jugué, ya lo he contado muchas veces, bastante beisbol y siempre con buen nivel; aunque de manera informal empaté una marca de Ligas Mayores, de cinco ponches en un juego; algo muy curioso es que desde la primera vez que fui por mi cuenta al parque del Seguro Social, a ver el Juego de Estrellas de la Liga Mexicana en 1963, le robé las señales al catcher; no directamente, porque estaba en las butacas detrás de home, pero luego de que el pitcher aceptaba la señal, el segunda o el short se tocaban la gorra, dependiendo si el lanzamiento iba a ser curva o recta, y dependiendo también si el bateador era diestro o zurdo. Como estratega fui mejor que como jugador, pese a que conecté buenos batazos e hice buenas atrapadas, aunque no buenos tiros porque nunca tuve brazo (ya conté que uno de mis batazos más largos, que vació la casa, fue sencillo, y eso que llegué jadeando a la primera; de haber tenido velocidad hubiera sido mucho mejor bateador); pero muy temprano sabía qué le hacía daño a los bateadores, y podía pronosticar qué iban a batear, porque conocí las características de todos los bateadores de la Liga Mexicana; el problema es que nadie me descubrió ni siquiera como bat boy, mucho menos como coach, y aunque los seleccionados de la Secundaria 12 abogaron porque fuera a los intersecundarios como coach, el manager se negó a aceptarme; ahi se los hubo, porque perdieron todos los juegos.
Lo curioso es que lo que más jugué, casi tanto como el beisbol, fue el futbol americano, y mucho antes de que los Vaqueros de Dallas se hicieran populares en México, es decir, antes de que comenzaran a televisar los juegos de la NFL, uno por semana, los domingos a mediodía.
Antes antes antes mi tío Enrique me explicó los pormenores del juego; en la colonia Industrial había una especie de club que tenía tres equipos de americano: los Caras, los Caritas y los Jets, o sea la división menor; la sede extraoficial estaba en la calle de Ticomán, e incluía a vecinos de Atepoxco, Tenayo y sobre todo Zacatenco. Mi tío era de Escuela Industrial, pero recorría todas esas calles con sus amigos Jaime y Lalo los Alemanes, Toy, El Banano y su gran amiga la Piri, casi siempre en patines; entrenaban en el Parque 18 de Marzo, y quienes los coacheaban eran los hermanos Gama, uno de ellos Cornelio; famosos por ser gards de los Pumas de Liga Mayor, tenían un físico semejante tanto en corpulencia como en agilidad y rudeza al del Refrigerador Perry, famoso muchos años después aunque sólo tuvo un par de buenas temporadas.
Los Gamas era fornidos y corrían a una velocidad asombrosa de cien metros en tres minutos; pero como dice Rully Rendo, si pa’ correr no los querían; sacaba el balón el centro, y ellos se detenían un paso adelante, con los brazos extendidos, y no había manera de moverlos, por lo que la Araña González no era molestado, y Felipe de la Garma encontraba siempre un hueco que le permitía grandes avances cada jugada.
Uno de ellos, abogado con bufete en Isabel la Católica, entrenaba a los Caras; Cornelio, también abogado con bufete en Allende, entrenaba a los Caritas, donde jugaba Enrique, veloz y poderoso aunque de baja estatura; correoso y furtivo, driblaba como diablo, y corría como carterista, por miedo a que lo taclearan, según me confesó; en una ocasión atrapó un pase y corrió diez yardas para anotar, y veinte más para eludir al que lo perseguía, porque en esa época se acostumbraba que la jugada no terminaba con la tacleada sino con el remache; esa costumbre terminó con la carrera deportiva de Jorge Farías Negrete, quien ya tacleado recibió tres remaches en una rodilla, lo que lo obligó a retirarse.
Los remaches pueden verse en las películas donde Freddy Fernández, ñango él, era estrella de los Burros Blancos, al lado de jugadores como El Chivo Mercado o el Pibe Vallari, mucho más corpulentos; pero bueno, Manuel Seyde, el mejor editorialista de deportes en la historia del periodismo mexicano, definió el americano como el deporte de brutos que los brutos no pueden jugar. Al terminar cada jugada los jugadores que andan cerca se lanzan sobre el corredor tacleado, para evitar se levantara y siguiera corriendo; no importaba que los árbitros, si había, habían tocado el silbato para indicar que se había terminado la jugada.
Uno de los que jugaba con los Caritas nos entrenaba a los del equipo de menores, los Jets de Zacatenco; todos tenían como favorito al equipo del IPN, que por esas temporadas se dividió en dos, el Poli Guinda y el Poli Blanco; antes que se dividieran tenían a un jugador superestrella, Mario Yáñez Correa, quarter back, o core o mariscal de campo; también pateaba para los puntos extra o para los humillantes goles de campo que significaban una ofensiva fracasada. Y a la defensiva era safety; porque en esas épocas no había especialistas, y jugaban a la ofensiva y a la defensiva. Los equipos politécnicos eran nuestros favoritos, y más el Poli Guinda, que considerábamos el heredero del Poli porque estaba integrado por jugadores que estudiaban en el IPN original, y el Poli Blanco por jugadores de Zacatenco, y aunque Zacatenco estaba cerca de Zacatenco, preferíamos a los de Santo Tomás.
No me acuerdo quién me invitó; no teníamos, desde luego, ni equipo ni menos uniforme; pedían que las madres agarraran un pantalón viejo, lo recortaran a la altura de las rodillas, y con el resto hicieran una rodillera que debían coser al pantalón; ésa era la única protección.
Con ese equipo sólo participé en un juego, y no entré porque aún me dolían los muslos de los rudos entrenamientos a los que me habían sometido toda la semana; consideré además que no había demostrado aún velocidad para correr, fuerza para bloquear aunque me aprendí bien la maña, ni habilidad para driblar, lo que sabía hacer, pero en cámara lenta. Nunca jugué, pero sí entrené varias semanas; aprendí a eludir, a taclear, a agarrar pases de más de 15 yardas sin soltar el balón aunque me dolieran las manos; sobre todo, aprendí a intuir los movimientos del contrario; por eso en la escuela podía jugar tochito con cierta habilidad, tomando pases rápidos, lanzar pases cortos inesperados, y a eludir a los defensivos.
Sobre todo, aprendí a ver el juego, a apreciar la labor de los hombres de línea, que es lo que no se alcanza a ver en la televisión ni mucho menos en el estadio; los huecos que se abren durante dos segundos permiten avances de cuatro o cinco yardas; sobre todo, aprecio loa labor de los gards, y por eso, aunque admiré a muchos jugadores que luego fueron reconocidos por el Salón de la Fama, mi jugador preferido en todo el tiempo que llevo viendo futbol americano, luego de Mario Yáñez Correa, es Conrad Dobler.
Lo más probable es que pocos lo recuerden; fue considerado el jugador más sucio del americano, y alguna vez le reclamaron que lo hubieran castigado tres o cuatro veces en un partido: “es porque los árbitros son ineptos: cometí infracción en todas las jugadas”; menos alto y mucho menos corpulento que la mayoría de los jugadores de su posición, impedía que sus corebacks fueran presionados, mucho menos golpeados; no hace mucho le preguntaron, ya retirado, si era cierto que en una ocasión mordió la mano de un contrincante: “sí, pero no lo hubiera hecho si él no la hubiera metido en el casco”; con Cardenales fue invitado a casi todos los juegos de estrellas mientras estuvo en el equipo, y aun lo fue con Nueva Orleans, una vez en los tres años que estuvo con ellos, cuando fueron contendientes.
Muchos aseguran que el futbol americano es el deporte más rudo; falso, lo es mucho menos que el hockey y que el basquetbol; ¿cómo detener a un hombre que pesa 120 kilos? No con fuerza, sino con maña, con habilidad, con inteligencia. Dobler no era gordo ni demasiado alto y es considerado, repito, el más sucio del deporte, al retirarse fundó una galería, y después un hospital, donde ninguno de los pacientes se ha quejado de rudeza innecesaria ni mucho menos de clipping.
Y para corroborar que es un deporte donde hace más falta la sutileza que la fuerza bruta, hay que recordar que el centro de Vaqueros de Dallas en la época en que el equipo se hizo el más popular de México, John Fitzgerald, era dentista.

Esos recuerdos me vienen al ver los partidos que en esta temporada han asombrado a los verdaderos fanáticos; excepto el último, en que parece que perdieron para ver si así por fin despedían a su entrenador, Minnesota ha jugado muy bien, aunque tenga marca negativa; es el deporte de mayor equilibrio, y la diferencia entre los líderes y los sotaneros es mínima; en la jornada más reciente hubo tres o cuatro palizas, pero mucho más de la mitad de los juegos, en lo que va de la campaña, se han definido por menos de siete puntos; el domingo por la tarde hubo un juego en que había anotación en cada ofensiva, y se definió por ventaja de cuatro puntos de Nueva Inglaterra sobre Indianápolis, y eso porque a Payton Manning lo interceptaron tres veces; pero fue tan emocionante como aquel Dallas-Washington de 1975 que terminó 5-3, pero que todos los televidentes lo vieron de pie (como se leen las novelas electrizantes). Claro, este deporte se diferencia del beisbol, porque en cada jugada pasa algo; el beisbol, dice Mario Lavista, es mejor mientras menos cosas pasen; el americano es mejor mientras menos superioridad haya entre los equipos participantes; es, además, el único que impide que haya equipos que se eternicen como campeones: los sotaneros en dos o tres años pasan de ser los peores a ser los mejores. Ésa es lo que lo diferencia de otros deportes.

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