sábado, 21 de septiembre de 2013

Moviientos y represiones; Cabezas trocadas; Sergio Galindo

Gustavo Sainz estaba por salir de México, becado por un año; las circunstancias las ha narrado en diferentes lugares; fui a verlo dos días antes de su viaje, y me dedicó su Autobiografía precoz, en forma espiral, como acostumbraba: “esperando que sobreviva”, puso al final. Casi no pasó; tres días después salía de la Prepa 9, Pedro de Alba, en Insurgentes Norte; iba a la mitad del anchísimo camellón cuando llegaron, con ferocidad, dos camiones, nuevos, como los que iban de la Villa a Clasa; de él bajaron unos golpeadores, se dijo que acarreados por la CTM, y comenzaron a dar de macanazos a los que encontraron a su paso; fui uno de ellos; uno me golpeó, varias veces, y cuando se fue a perseguir a alguien más, lo relevó otro; en la cara, en la cabeza, muchos en la espalda; quien los controlaba, una persona mayor que veía con placidez los golpes, ordenó: “ya dejen a ése”; alcancé a recoger un libro, Men and Mouses, de Steinbeck. Primero me fui caminando a casa de Sara y Marialex, a quienes no encontré, y luego llegué a casa de Ana Elda, donde su madre me puso hielo en la cabeza; cuando se me pasó el mareo ya me fui a la casa de Mario Magallón, y no salí de ella hasta que se me había quitado el dolor.
                Por ello, no fui a Tlatelolco; participé en muchos actos, asistí, casi siempre como testigo, a la mayoría de las manifestaciones, sobre todo a la Manifestación del Silencio; habíamos ido varios amigos a la conferencia Los Narradores Ante el Público, de José Agustín, quien se abstuvo de dictar su charla e invitó a la gente a que se sumara a la manifestación; en ella me topé con mi maestra de Literatura en la secundaria; vimos a una muchacha desmayada en brazos de algunos de los compañeros.
                He reconstruido el Movimiento gracias a varios libros, sobre todo al de Ramírez, publicado por Era, que relata día a día desde el inicio hasta que el Consejo Nacional de Huelga lo declaró concluido; vi a muchos escritores que eran miembros de la coalición de maestros e intelectuales, allí conocí a José Revueltas, y hablé muchas veces con Carlos Monsiváis. He platicado con muchos de los que participaron como organizadores, como líderes, he leído casi todo lo que se publicó; quien pueda seguir la cronología sabe que en muchos asaltos a escuelas (la Prepa de San Ildefonso, la Voca 7, Santo Tomás) hubo muertos, y muchísimos heridos; en Tlatelolco hubo muertos, lo que reconoció incluso Gustavo Díaz Ordaz, confeso de todas esas acciones; la cifra varía de un medio a otro, de los veintitantos que dijo la prensa mexicana, a los miles que dijeron algunos corresponsales, y los cientos que alcanzaron a calcular quienes se salvaron de la cárcel o del hospital; Sotero Garciarreyes me hizo una relatoría espeluznante que traté de recrear en una entrevista que no alcanzó a salir en Audacia, pero que Sainz utilizó un par de años después en Siete, y con la que terminamos Sainz y yo nuestra autobiografía a cuatro dedos.
                Hubo héroes discretos; uno de ellos: en las conferencias de Los Narradores Ante el Público casi todos manifestaban su apoyo al Movimiento; y cuando los granaderos correteaban a los manifestantes, o a cualquiera que trajera largo el cabello (era un delito no declarado pero perseguido), muchos entraron al Palacio de Bellas Artes, con la anuencia de los vigilantes, que en cambio impedían el paso a los gendarmes; en el INBA trabajaban muchos intelectuales, quienes sin miedo alguno (y hay relatos de que amenazaban en las oficinas públicas si no hacían patente su apoyo al gobierno –que era sinónimo de intransigencia–, cuando menos con despedirlo) firmaron un pliego de apoyo a los estudiantes, sin que hubiera ninguna medida de represión, ni siquiera una llamada de atención. Quienes vivieron eso saben que las amenazas eran reales, y que esas actitudes eran un reto que de seguro vieron mal en el gobierno, aunque no de parte del secretario de Educación, Agustín Yáñez. Él y José Luis Martínez, más los firmantes, dieron una muestra de valentía poco usual entre empleados gubernamentales.
                Hay bastantes libros sobre el Movimiento, muchos buenos, otros no tanto, todos emotivos; algunos exageran, todos hablan desde su perspectiva, y varían poco o mucho. Lo único que sé de cierto es que ni el recién fallecido Tomás Cabeza de Vaca, ni mi admirado Luis González de Alba, ni Marcelino Perelló, ninguno de los líderes; ni los ya fallecidos Eli de Gortari, Heberto Castillo, ni los que firmaron manifiestos; ni los que fueron perseguidos; mucho menos los heridos, las familias, las centenares o miles de familias que perdieron un hijo durante esos meses de julio a diciembre de 1968, de haber estado en sus manos, hubieran preferido que las cosas fueran como fueron. Todos hubieran deseado que no hubiera habido el movimiento; es decir, que la policía no golpeara a los estudiantes de las Vocas 2 y 5, que no entraran los granaderos a la Preparatoria, que no vejaran a alumnos y maestros, que no hubiera habido necesidad de la Manifestación del Rector, ni la del Silencio, que no hubiera habido represión. No dudo que algún loco viera la oportunidad de colocarse en algún partido político, o algunos que se sintieron héroes de historieta o de película mala, o los que iban a las Manifestaciones a echar relajo. Todos hubiéramos deseado que los cambios consecuencia del Movimiento se dieran sin necesidad de víctimas, de muertos, de presos, de heridos, de perseguidos.
                No entiendo a los que claman que hay represión cuando impiden que unos cuantos violentos (a lo mejor son miles, pero son minoría) secuestren calles, bloqueen territorios públicos, destruyan propiedades ajenas; ¿se quieren sentir héroes, víctimas, perseguidos, cuando toleran la violencia, las amenazas de sus miembros, cuando humillan a la ciudadanía, cuando quieren poner de rodillas (y con algunos lo hacen) a las autoridades, cuando no hay ni una mínima parte de los golpeados como hace 45 años; se sienten ofendidos cuando se les refuta sus argumentos, que plantean sin coherencia, sin congruencia, cuando son incapaces de desmentir a quienes los acusan de vender, heredar, legar plazas (conozco a gente que tiene cuatro plazas, lo que es absolutamente imposible de cumplir), de negarse a evaluaciones, cuando todos somos evaluados a diario en nuestro trabajo, cuando no se nos tolera, en términos burocráticos, más de tres errores de consideración, y sólo uno grave? Se llaman lesionados cuando se les advierte que en sus escritos hay solecismos, faltas de ortografía, de sintaxis; cuando desconocen el valor de la historia; cuando violan leyes y reglamentos y amenazan con amenazarnos por protestar contra sus actos. No entiendo a los que se enojan porque refutamos sus acciones, ni menos a los que quieren ser mártires, pero no están dispuestos a sufrir las agresiones a quienes las vivieron (los golpes que me dieron fueron dolorosos, pero nada comparable a lo que sufrieron otros, los torturados, los que vivieron simulacros de fusilamiento, las compañeras que fueron violadas, los que padecieron prisión) en 1929, en 1952, en 1958-59, en 1965, en 1968, en 1971, y cuando escuchan a los granaderos golpear sus escudos, se aterran y se dicen mártires.

He visto no sé cuántas veces The Man Who Shot Liberty Valance; es una de mis cintas favoritas de uno de mis directores favoritos, pero no la entendí cabalmente hasta la penúltima vez, en que Lourdes me hizo ver la similitud con una de nuestras novelas favoritas de uno de nuestros autores favoritos: Las cabezas trocadas, de Thomas Mann. En la novela el conflicto se desata cuando una mujer, profundamente enamorada de su esposo, conoce al mejor amigo de éste; en uno admira la inteligencia, la prudencia, la sensatez, el amor que le da; en otro, la belleza física, la fortaleza, la lealtad, la capacidad de admirar; el amigo se enamora de la esposa de su mejor amigo, y ella de él; no deja de amar a su esposo, pero los deseos son los deseos, aunque la fidelidad es la fidelidad; el esposo, como es obvio, se da cuenta del deseo que surge entre los dos seres que más ama, y en un viaje, al encontrar una especie de capilla en una ermita, pide a sus acompañantes que le permitan entrar a rezar a la deidad femenina que la preside (los personajes son hindúes); solo, se siente mal por estorbar el amor que, de manera tan impetuosa pero tan pura, ha surgido entre su esposa y su mejor amigo; no le queda más remedio que quitarse de en medio, y se decapita; al ver su tardanza, su amigo entra a buscarlo, y al encontrarse ante un cadáver, admite su culpa, el amor que no le estaba permitido, se siente traidor e infiel, y culpable de la muerte del amigo al que ama, y decide decapitarse; la mujer se desespera y entra a ver la causa de la tardanza de los hombres, y al verlos decapitados, decide hacer lo mismo que ellos, sólo que la diosa, harta de tanto suicidio, se le aparece, la regaña, le advierte que no tolerará un suicidio más, y le permite enmendar los hechos; puede pegar las cabezas en sus respectivos cuerpos, y la diosa se encargará de regresarle la vida; sólo le aconseja que no vaya, en su precipitación, a pegar las cabezas al revés, viendo a sus espaldas; y por cuidarse de eso, lo hace mal: la cabeza del intelectual esposo en el cuerpo atlético del amigo, y la cabeza bella del amigo, en el cuerpo delicado del esposo.
                A Vera Miles no se le da la facultad de intercambiar cuerpos y dejar al inteligente, tímido, delicado James Stewart en el cuerpo del intrépido, vital, vigoroso y hábil John Wayne, y al revés; en uno ama la decisión, la voluntad, la idea del progreso y de combatir el mal por medio de la inteligencia, la legalidad; en otro, la valentía, la puntería perfecta, la capacidad de combatir la brutalidad por medio de la brutalidad. ¿A quién escoge? Cualquier decisión es buena, y mala al mismo tiempo. James Stewart, representante del progreso, años después rinde homenaje al espíritu indomable de John Wayne, que hizo posible que llegara una civilización que respetaba pero no entendía; Stewart sabe, también, los sentimientos encontrados y confusos de Vera Miles, y la deja sufrir a solas, respetando ese dolor por lo que pudo haber sido y no fue.

Los siguientes en la lista de Los Narradores Ante el Público fueron Rosario Castellanos y Sergio Galindo; a ella la traté muy poco, un par de veces, y me obsequió un relato para publicarlo en la revista Creación, que intentaba hacer con Jaime Gallegos, Javier Guzmán y César Jurado Lima, y que no apareció hasta que me quité de en medio, aunque colaboré en creo que todos sus números; ninguno de ellos creyó que en realidad fuera de ella el relato que entregué, y con todo y que eran más organizados que yo, lo extraviaron. Castellanos me compensó, muchos años después, al permitirme encontrar el manuscrito de su Rito de iniciación y de algunos ensayos. Por ellos, soy más conocido en el extranjero que aquí.

A Sergio Galindo lo conocí por Gustavo Sainz, en las oficinas de Nazas, y cuando le llevaba portadas de SepSetenta para su aprobación, me incitaba a charlar, a hablar de literatura, me obsequió sus libros, analizó varias de sus novelas favoritas y me explicó por qué lo eran, me hizo analizar otras; me invita a visitarlo y charlábamos y charlábamos; cuando Gustavo dio por finalizada la aventura de Equipo Creativo, Sergio, subdirector de Bellas Artes, me invitó a trabajar en el Instituto y me hizo responsable del área de las publicaciones del Departamento de Difusión; allí conocí a Jesús Luis Benítez, Aurelio González, Alejandro Ariceaga, Efrén Gutiérrez, Salvador Camelo, Roberto Fernández Iglesias.
                Allí nos conocimos Lourdes y yo.
                Después de Bellas Artes le seguía telefoneando, fui de los amigos que no dejó de serlo cuando él dejó de ser director del INBA, y con mucha frecuencia lo veíamos en su casa (cuando le llevamos la invitación a la boda nos dio un ejemplar de La comparsa, que acababa de reeditarse; Lourdes lo guardó en el abrigo, que fue la última vez que usó, y estuvo guardado en esa bolsa un par de años); lo visitábamos cuando sus enfermedades, y cuando lo nombraron de nuevo director de la Editorial de la Universidad Veracruzana me llamó para que me encargara de la edición y supervisión de sus ediciones, nuevas y reimpresiones. Al margen del trabajo, cada mes comíamos con Felipe Garrido y nos leíamos lo que habíamos en el lapso transcurrido; allí Sergio ensayaba relatos y novelas que quedaron truncas, y Felipe nos leyó todo su La urna y otras historias de amor, a la fecha su libro que prefiero.
                En la oficina en Las Lomas, donde trabajé al lado de su hija Ana Mónica, Arturo Serrano y Javier Parlange hicimos cerca de 40 libros (entre ellos reeditamos Polvos de arroz, El Norte, los cuentos de José de la Colina), pero sobre todo, en los ratos libres, compartimos lecturas; gracias a él leímos a E.M. Forster, Evelyn Waugh, Émile Zola, Umberto Eco, y por nosotros leyó a Doris Lessing, Peter Handke, Henrich Böll, y unas novelas de Forster que él desconocía; compartimos decenas de novelas policiales (presumía de su mala memoria, por lo que podía releer varias de ellas sin recordar quién era el asesino), y le conseguí un ejemplar de la que se convirtió en su policial favorita, Cara descubierta, de Joe Gores. Leí antes que nadie sus últimas novelas, y me publicó una noveleta, Una ola que se estrella contra las rocas.
                Antes de trabajar con él, apadrinó a mi hija María José, y me hizo conocer a varios escritores que admiré antes de tratarlos: Emilio Carballido, entre otros. Nos hizo sus invitados especiales en sus fiestas de Navidad y Año Nuevo, y comíamos en su casa con bastante frecuencia. Me reveló indiscreciones y entretelones del mundo intelectual. Entre las muchas aventuras literarias, destaco una: cuando los organizadores impugnaron nuestra preferencia por El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata, nos empecinamos en que se le declarara triunfadora del Premio Grijalbo-El Heraldo; si yo renunciaba como jurado, hubiera habido un escándalo que en poco tiempo se olvidaría; su renuncia, que anunció, hubiera sido catastrófica: “si me escogieron por decente, están equivocados”, y se moría de la risa porque lo consideraban decente, sólo porque se vestía con elegancia y sobriedad.
                Una anécdota: me contó que su padre lo sorprendió leyendo una novela pornográfica, y lo reprendió: “no por leerla, sino por pendejo: me dio a leer a los clásicos, mucho más pornográficos pero bien escritos”. Me alegra, me enorgullece, haber estado junto a él en momentos muy difíciles, en varios aspectos, haberle sido útil, tanto en su vida privada como en la literaria. Fui confidente único de dos o tres secretos suyos. Mi estancia en la editorial se cuenta entre mis momentos más felices de mi vida laboral.

La enfermedad de Sergio lo alejó de la ciudad, y no volví a verlo; tardísimo me enteré de su partida, que aún me duele. Le debo muchas cosas que no podré pagarle, más que reconociéndolo.

Me llega un libro para completar El Librero, y luego de ojearlo lo dejé en la mesa donde están los pendientes; cuando fui a buscarlo para leerlo y hacer la nota, no lo encontré; revolvimos las recámaras, la habitación, todos los libreros, todos los sitios a donde pudo haber caminado; recordé el ensayo de Juan García Ponce sobre los libros prestados; luego de tres días desesperantes me convencí de que lo había puesto en un paquete de libros que regresaría al periódico, y fui a comprarlo a la Rosario Castellanos, pero el viernes 5 cerraron a mediodía; el sábado 6 no lo encontraron aunque su página de internet asegura que sí lo tenían; le escribí al editor, quien con amabilidad me ofreció un ejemplar; tres días después de que entregué la nota encontramos el libro escondido en una chamarra que no me había puesto en más de un mes. Fuimos de librerías y nos topamos, jubilosos, con el primer libro de Kazantzakis, y un tomo de cuentos de Robert Graves. Sin pensarlo, los compramos, sobre todo porque estaban muy baratos. Si lo hubiéramos pensado nos hubiéramos abstenido; ambos los teníamos; como consuelo, el de Graves tiene otro título, pero recordamos que ya habíamos leído los cuentos. Help!


Pese a la muerte de Johnny Laboriel, continúa la caravana que presenta a los que en los años sesenta hicieron furor con sus versiones en español de los éxitos de grupos, conjuntos y cantantes estadounidenses. En esta semana comienza algo parecido en Inglaterra, una gira que concluirá en enero, sólo que los integrantes de esa caravana son Gerry and the Pacemaker, The Searchers, Brian Poole and the Hawkes (Brian Poole era el cantante y líder de The Tremelous, el conjunto que se quedó con el contrato de Decca, venciendo a otros candidatos, como The Beatles), The Zombies, The Animals, The Yardbirds, Maggie Bell y Spencer Davis (sin Steve Winwood); no todos traen a los integrantes originales, pero un alto porcentaje es de quienes formaron esos grupos. Y por otro lado, también por esas fechas, Eric Clapton, que inició su carrera muy poco después que Angélica María, sigue presentándose con éxito, sólo que no por lana, sino por mantenerse en forma.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Crujir los esqueletos en pareja; amistades literarias

En su ensayo “El poema como caminata”, Hugo J. Verani cita a Octavio Paz, hablando de Ramón López Velarde: “se ve a sí mismo caminando por una calleja y hablando a solas”. Me temo que Paz y López Velarde no se refieren a lo mismo; Xavier Villaurrutia habla de la poesía en términos más cercanos a lo que se refiere Paz: “eres la compañía con quien a solas, de pronto, hablo”, y Paz tiene muchos versos sobre la pertinencia de la primera persona como objeto de un poema, pero pocas veces en términos autobiográficos (aunque cuando los son, nadie más intenso que él).
                López Velarde, en cambio, habla de sí mismo, aunque no relata su vida, pero sí sus pensamientos y sus sensaciones. En uno de sus más conocidos poemas, “Mi prima Águeda”, habla de su prima con unas palabras inequívocas: “a ella la debo la costumbre heroicamente insana de hablar solo”. Águeda le causaba escalofríos ignotos. Claro, era un párvulo que conocía la O por lo redondo, y carecía de Baudelaire, de rima y de olfato; Paz recordaba que Villaurrutia se mostraba molesto, y Paz se solidariza con él, cuando Ortiz de Montellano insinuó que “olfato” correspondía a malicia. Pero no estaba tan errado; López Velarde no sólo es un poeta tocado profundamente por el erotismo; Paz, en su ensayo “El camino de la pasión” (en Cuadrivio) acepta el erotismo y la muerte como los extremos de la poesía de RLV, aunque discrepa del absolutismo de esos conceptos; otros, el mismo Villaurrutia, ven otras características: el pecado, más que el erotismo, y la contención, el sentimiento de culpa, aunque termina siendo derrotado por lo pecaminoso.
                Para afirmar esto tengo en la mente muchas imágenes de López Velarde; en “El retorno maléfico” encuentro algunas muy bellas: cuando abre el portón de la casa, “los dos púdicos medallones de yeso” remiten a los pechos femeninos, a los que se refiere con más claridad en un verso que eluden quienes abordan La Suave Patria: “quieren morir tu ánima y tu estilo, / cual muriéndose van las cantadoras / que en las ferias, con el bravío pecho / empitonando la camisa,  han hecho, /  la lujuria y el ritmo de las horas.” Ni modo de disfrazar que se refiere a los pezones mostrados con la arrogancia de esa lujuria, no con el erotismo sutil que se esconde detrás de la blusa corrida hasta la oreja (no me imagino, en cambio, qué quiere decir “corrida”: ¿cerrada, subida, apretada?); en “Ser una casta pequeñez” es también muy elocuente: “Yo, sintiéndome bien en la aromática / vecindad de tus hombros y en la limpia / fragancia de tus brazos / te diría quererte más allá / de las torres gemelas” y luego se queja de haber crecido y no recibir más besos cándidos que ahora son inaccesibles “a mi experiencia licenciosa y fúnebre”.
                Cuando se refieren al amor que sentía por Fuensanta, parienta política mayor que él, y de la que se enamoró de una manera dizque platónica, se olvidan de cuando menos un poema: en “Cuaresmal” le afirma: “Fuensanta: al amor aventurero / de cálidas mujeres, azafatas / súbditas de la carne, te prefiero / por la frescura de tus manos gratas.” No hay metáforas al hablar de las súbditas de la carne, como sí las hay en “Nuestras vidas son péndulos”: “E ignoraba la niña / que al quejarse de tedio / conmigo, se quejaba / con un péndulo.” Metáfora, pero elocuente, como elocuente es la excitación de quien confiesa que no sabe si está presa su devoción en la alta locura del primer teólogo que soñó con la primera infanta “o si, atávicamente, soy un árabe sin cuitas / que siempre está de vuelta de la cruel continencia / del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes, / las halla a todas bellas y a todas favoritas.”
                (A propósito, Manuel Maples Arce contaba que se reunía los domingos con López Velarde para ir a la iglesia de La Sagrada Familia, para trabar contacto con las humildes azafatas que salían de misa para llevarlas al parque cercano… hasta allí llega la confesión de Maples Arce.)
                También es directo cuando se queja de un amor fallido: “Y pensar que pudimos, / en una onda secreta / de embriaguez, deslizarnos, / valsando un vals in fin, por el planeta…” (bella metáfora de un acto sexual), y directo cuando se queja: “Prolóngase tu doncellez / como una vacua intriga de ajedrez. // Torneada como una reina / de cedro, ningún jaque te despeina. // Mis peones tantálicos / al rondarte a deshora, / fracasad en sus ímpetus vandálicos. // La lámpara sonroja tu balcón; / despilfarras el tiempo y la emoción. // […] Las monedas excomulgadas / de nuestro adulto corazón / caen al vacío, con / lúgubre opacidad, cual si cayera / una irreparable sordera…”
                Otra escena de autoerotismo está en La Suave Patria de manera directa: “¿Quién, en la noche que asusta a la rana / no miró, antes de saber del vicio / del brazo de su novia / la galana pólvora de los fuegos de artificio?”. (No hablo de la “exquisita partitura del íntimo decoro” porque ya Huberto Batis lo explicitó con su picardía característica. Tampoco insisto en que “el amor amoroso de las parejas pares” no es un juego de palabras.) La queja más directa es la que comparte con Cuauhtémoc, pues al recuento de sus tragedias (“la piragua prisionera, el azoro de tus crías, la Malinche, los ídolos a nado, el sollozar de tus mitologías”) que resumen la caída de Tenochtitlan (en su Antología del Modernismo, las notas de Pacheco a este fragmento son de una belleza y una contundencia insuperables), pone la que a López Velarde le parece la mayor: “y por encima, haberte desatado del pecho de la emperatriz”, de cuyo nombre la historia se ha olvidado, pero que don Ramón cree que era la gran pasión del Águila que Embiste en Picada.

Es de suponer que los escritores tienen mayor información que el resto de la gente por el hecho de que leen, si no más, cuando menos con atención superior; hay ejemplos de que hablamos sin saber: un autor, reputado como uno de los mejores conocedores del erotismo, dice, en boca del protagonista de su más reciente novela: estoy bien del corazón, por lo que puedo tomar dos viagras al día (gloso, no cito), en un intento de advertirle que tendrán muchos actos sexuales en cada sesión.
                El autor desconoce que este medicamento y otros similares fueron desarrollados por lo que en ciencia se llama Serendipia, o sea que buscando un objetivo se encuentra otro; así, quienes pretendían encontrar un medicamento vasodilatador que ayudara a quienes sufren de hipertensión, descubrieron que estos pacientes de pronto tenían un inesperado estímulo sexual que, pese a su enfermedad, y muchos a su mayor edad, tenían un vigor como en su juventud. El desarrollo de esta llamada milagrosa pastilla azul renovó la actividad sexual de muchos, quienes sin la orientación médica han acudido a ella para satisfacción propia y de sus parejas, estables o de un instante; no se alarmaron cuando aparecieron noticias de que, como el personaje de una serie televisiva, algunos habían fallecido en plena actividad sexual, lo que calificaron como la más placentera de las muertes.
                El personaje de esta novela cree que si no está enfermo del corazón puede consumirla, y desconoce que no sólo se padece de hipertensión (cierto, es lo más común, por aquello del sedentarismo, el tabaquismo, la falta de ejercicio, el consumo de sal más allá de los siete gramos necesarios para no decaer); igual de grave es la hipotensión, o sea la presión baja constante (o repentina, pero ésta se combate en cuanto pasa el susto), lo que antes se remediaba con Coramina (según el cine mexicano; ya no está de moda en México, pero es muy utilizada para combatir la fatiga, o el decaimiento por el mal de altura o los viajes en avión en personas muy sensibles, muy popular en Suramérica), o más actualmente por el AS Cor. Quien está normal del corazón, es decir, sin arterías o venas tapadas, con la presión entre 110/70 o 120/80, sufrirá una baja de presión con las medicinas contra la falta de erección; si se toma dos al día sufrirá una baja muy sensible de la presión, lo que combinada con el ajetreo, las contorsiones, los peligrosos malabares, puede resultar si no fatal, cuando menos peligroso. Si no, es potencial víctima de priapismo, incómodo, además de riesgoso. Sindudamente, el personaje no consultó a una cardióloga rigurosa.

La primera serie de Los Narradores Ante el Público tuvo 20 participantes; conocí o conozco a la mayoría, aunque no con todos he tenido la misma amistad; haré el recuento de mis agradecimientos según el orden en que dictaron su conferencia, el mismo en que están en el volumen publicado en el libro de Joaquín Mortiz; nunca vi, aunque leí todas las semanas, a Rafael Solana; a Juan Rulfo lo saludamos Paco Alvarado y yo, en una exposición en Bellas Artes, el mismo día en que le entregaron el Premio Nacional de Ciencias y Artes (ese mismo día conocimos a Juan García Ponce). Nos atrevimos a acercarnos y, muy amablemente, nos dio su número telefónico, y charló un poco; nunca nos atrevimos a llamarle. A Juan José Arreola lo conocí en la preparatoria 9, en 1968, en una serie de conferencias; emocionó a quienes lo escuchamos; me firmó la edición conjunta de Confabulario y Varia Invención, y el fragmento correspondiente a su conferencia en Los Narradores; a Ricardo Garibay lo conocí en el Canal 11, un día que irrumpió en el programa de Sergio Romano, diciendo que lo amenazaba de muerte el gobernador de Guerrero por Acapulco, que estaba por aparecer; luego se sumó a la plática; por esas fechas llevaba a En mangas de camisa alguna edición rara; ese día llevaba un cuento infantil de Faulkner, editado por Lumen: “no lea a autores extranjeros”, me dijo, tajante, casi a gritos; el programa estaba por terminar, y Sergio nos conminó a que la siguiente semana debatiéramos sobre literatura colonizada, y lecturas extranjeras; el debate fue amistoso, pese al tono agresivo de Garibay, a sus frases fulminantes; me atreví a decirle que, en su conferencia de Los Narradores, había hablado de la influencia de Proust, Joyce, Faulkner en su obra, y me dio la razón cuando terminé diciendo que era más colonizante leer a Corín Tellado que a Faulkner; me agradeció mi nota sobre su reciente Verde Mayra, aunque no había sido elogiosa, y al terminar el programa me ofreció amistoso su mano, y me dijo que el tono agresivo era sólo una pose ante las cámaras. Pero no tuve oportunidad de tratarlo posteriormente. Rogelio Carvajal me pidió que prologara el volumen de sus crónicas en la edición de las obras completas; allí expresé mi admiración no incondicional por su obra literaria.
                El siguiente conferencista fue Luis Spota; amigo de mi tío Ramón Berumen, lo conocí gracias a mi muy recordado amigo Sotero Garciarreyes, en sus oficinas en El Heraldo de México; desde luego, lo había leído, en especial Casi el paraíso, que sigo estimando una de las novelas más legibles y mejor narradas de la literatura mexicana; sus otras obras las había leído con prejuicios y sin atención, pero me puse a leerlo, pude ver dos cintas que había dirigido, y me concedió una entrevista que ocupó varias páginas en la revista Él, que dirigía James R. Fortson, otro amigo entrañable que no me corría cuando iba a sus oficinas en la colonia Cuauhtémoc, a quitarle el tiempo a Alfonso Rodríguez, a Jaime Reyes, a Javier Rábago Palafox y Abel Ramos.
                Spota me preguntó si escribía; le llevé dos cuentos, “Croniquita” y “And Then I’ll Go Spoil it All by Say Something Stupid Like I Love You” (José Emilio Pacheco me corrigió: es saying, gerundio; si alguna vez lo reedito lo corregiré); los publicó el 9 y el 23 de enero de 1972 en El Heraldo Cultural, suplemento que dirigía, y donde publicaban Pacheco, José de la Colina, Huberto Batis, Juan Miguel de Mora, José Antonio Alcaraz, y después coincidí en sus páginas con Marco Antonio Campos, quien desde entonces deslumbraba con su cultura, y desde entonces me reprochaba mi afición por la televisión y por el mal cine, gustos que ahora compartimos, y llevamos más de cuarenta años de lecturas críticas, y a quien le debo haber participado en tantas mesas redondas, y haber coordinado una serie de conferencias y mesas redondas sobre literatura policial, y un homenaje a Sergio Galindo.
                Pero ése no fue el único privilegio, sino que por varios años Spota me ofreció sus páginas para escribir de libros, cine, acontecimientos culturales; me pidió que mandara dos notas semanales, me inventó varios seudónimos, como Agustín González (en homenaje a un cronista deportivo, me dijo Spota, refiriéndose a González Escopeta), Diego Eguiluz, y otros menos rastreables; aunque no pagaban mucho, esos honorarios me ayudaron cada semana a acabalar los ingresos; también en esas páginas conocí a Óscar Wong, a Rafael Ramírez Heredia, quien me concedió su amistad duradera hasta su partida; conocí a Fernando del Moral, a Lucy Macías; gracias a ese suplemento conocí a Ricardo Anguia, un excelente pintor; Jorge Mejía Prieto, quien me hizo la primera entrevista, y Elda Peralta, con su seudónimo de Ellú Martí, hizo la primera reseña de mi primera novela, Háganme lugar. Por algunas notas publicadas en el suplemento recibí llamadas de Jaime Labastida, Carlos Monsiváis, Juan Bañuelos, Manuel Gutiérrez Oropeza, Lourdes Guerrero, Guillermo Ochoa, y me incluyeron varias editoriales en sus envíos de libros para reseñar.
                Por El Heraldo Cultural conocí a Edmundo Gabilondo, primo de Cri-Cri y coleccionista de cine, quien me honró con su amistad varios años, y quien me mostró una cantidad impresionante de cine mexicano mudo, y documental; vi escenas de La Decena Trágica, y la primera película a colores, de 1908, y me obsequió una buena cantidad de libros y revistas de cine, como la colección casi completa de las ediciones de cine de la UNAM, entre ellas el segundo libro de Salvador Elizondo, sobre Luchino Visconti.
                Sobre todo, las muchas horas que me dedicó Spota para hablar de libros, de sus novelas, y su amistad, que conservo aunque falleció muy joven hace muchos años. Muchas anécdotas divertidas, y otras no tanto, que muestran la hipocresía e ingratitud que le tuvieron muchos de sus colaboradores. Le tengo un agradecimiento que, como siempre pasa, no le externé de manera personal, sino hasta la última vez que nos vimos, y cuando me dijo que cada semana me seguía leyendo, aunque ya no existía su suplemento. Tengo todos sus libros (menos su obra de teatro y su biografía de Miguel Alemán) dedicados, y me aguantó críticas que le hice, siempre de buena voluntad, aunque no siempre elogiosas. Al releerlo, reconozco que tres de sus novelas deberán ser incluidas entre las mejores que se hayan escrito en México: Casi el paraíso, Lo de antes y Palabras mayores.


¿Por qué uno es forofo de Tsvetlana Pironkova, si pierde en la primera ronda del Abierto estadounidense?