lunes, 24 de octubre de 2011

Era: 50 años de dignidad editorial

En una entrevista pública que le hicieron a Emilio García Riera, aparecida en la Revista de la Universidad de México (en la que confesó sus bajas pasiones por Paulette Goddard y Leticia Palma –que estaban bien buenas, aseguró), habló de su Historia documental del cine mexicano, y acotó que estaba diseñada por Vicente Rojo, “como Dios manda”; el tiempo le dio la razón; no hay manera de comparar la segunda edición con ésta, elegante, sobria, maravillosamente ilustrada, equilibrada, fácil de leer pese a su gran formato y al número de páginas de cada tomo.

Aunque comencé a leer antes, no fue sino en 1966 en que pude comprar los libros que quería; era inevitable: Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, José Agustín, José Emilio Pacheco. Mi padre se había hecho amigo de Antonio Navarrete, entonces encargado de la Zaplana de San Juan de Letrán, y le daba descuento; podría decir cuáles fueron, y en qué orden; me basta ahora con apuntar que entre ellos estuvieron La noche, de Juan García Ponce; Narda o el verano, de Elizondo; Aura, de Fuentes, y El viento distante, de José Emilio Pacheco.
No fueron los primeros libros de Era que leí; nombro esos cuatro porque, si bien mi Aura es de 1970, hace poco conseguí una primera edición que, salvo que tiene desprendida la cubierta, está intacta; y El viento distante era la segunda edición, pero en 1976 conseguí la primera; las otras son puras primeras ediciones, y excepto Aura, están dedicadas por los autores.
Para no abundar en apuntes autobiográficos, sólo mencionaré algunos de sus libros que, para no usar una frase de moda (“me cambiaron la vida”), diré exclusivamente algunos de los que transformaron mi modo de ver el país, la realidad, la política, la literatura: Marxismo y filosofía, de Karl Korsch; Bajo el volcán, de Malcolm Lowry (la mejor novela mexicana); El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez; El oficio de escritor, excelentes entrevistas con escritores (y muy superior a los tomos sucesivos, por otras editoriales); Los convidados de agosto, de Rosario Castellanos; Didascalias, de Juan Manuel Torres; El otoño recorre las islas, de José Carlos Becerra; Las flores azules, de Queneau; la Fenomenología del relajo, de Jorge Portilla; y no sabría si pudiera deshacerme de casi ninguno de la colección Alacena, de la que tengo casi tres cuartas partes de los títulos publicados, y de ninguno de Cine-Club Era (que tengo creo que todos); no puedo olvidarme que, en esencia, es la editorial de José Emilio Pacheco, y que uno de sus títulos centrales, Las batallas en el desierto, está dedicado para mí. ¿Es necesario recordar que ante lo disperso que fueron las ediciones de José Revueltas, Era tuvo el acierto de publicarlas en una colección muy hermosa? ¿Y que casi la totalidad de la obra de Carlos Monsiváis está en Era, y cuando no, lo pagó muy caro?

Dije que la colección de las obras de Revueltas es muy hermosa; no es pleonasmo, es redundancia; son muchas las cualidades de la editorial; comparte la elegancia del diseño con ciertas etapas de otras editoriales, que vivieron una época de camaradería y leal competencia, prestándose autores, diseñadores, editores y correctores; no es de extrañar que mucha de la elegancia de libros del Fondo de Cultura Económica, de Joaquín Mortiz y de Era tuvieran como coincidencia el equilibro, la bella tipografía, la caja cómoda y legible, y no pocas veces, la audacia; Era sigue conservando esa caja cómoda, el empeño, casi siempre conseguido, por presentar textos pulcros, con tipos que pueden leerse a pesar de su audacia; una tipografía única, diseñada exclusivamente para sus colecciones, que sólo ojos entrenados podían descubrir sus diferencias y sus afinidades, pero todos perciben su belleza.
Así como puede recordarse con admiración la Serie del Volador de Joaquín Mortiz, o su Novelistas Contemporáneos, más delicada y bella que su modelo de Seix-Barral, colección Fomentor, así hay que reconocer la audacia editorial de la colección Alacena, innovadora en tamaño, proporciones, medianiles (esos espacios entre la mancha tipográfica y el corte del papel), la disposición juguetona de los espacios, de las ilustraciones, cuando las había), de las capitulares, de las versalitas al inicio de los textos; y los títulos, audaces también, y ahora asombrosos: la Oración del 9 de febrero y el Anecdotario de Alfonso Reyes; la Breve historia de Coyoacán, de Salvador Novo; los Cuentos y el Teatro pánicos, de un Jodorowsky que al mismo tiempo azoraba y seducía a un público hipnotizado; poesía renovadora, como la de José Carlos Becerra, Isabel Fraire, y Luis Rius; no hay que resaltar que los títulos que enuncié entre los primeros que adquirí pertenecen a esta colección.
Pero no debo olvidar la colección Problemas de México; varios están enfocados a estudiar muchos de los conflictos que se vivieron en el país, y más concretamente en nuestra ciudad, antes de 1968, como las huelgas magisterial y de ferrocarrileros, los políticos; los análisis minuciosos del cardenismo o la historia definitiva del régimen de Miguel Alemán, además de otra que debían releer estudiosos e historiadores, la del minimato, de Medin. Y que la cronología exacta y puntual del Movimiento Estudiantil de 1968 fue la que abrió esta colección, indispensable para entendernos.
Dentro de los estudios mexicanos, no podemos olvidar ni a Fernando Benítez ni a David Brading ni mucho menos a Friedrich Katz, tres autores monumentales de obras indispensables.
¿Cómo no presumir la posesión de libros tan preciados como los Discos visuales, los Topoemas y el libro maleta Octavio Paz / Marcel Duschamp? O el increíble diseño de La palabra mágica, de Augusto Monterroso, en el que cada texto está en diferente papel, sea en textura o en color, logrando un equilibrio perfecto, pero del que todavía no entiendo cómo lo hicieron.

No he hablado de las portadas; son sencillas pero inmejorables; a veces lo consiguen con el puro juego tipográfico; a veces, con un elemento gráfico, resaltado por un color que parece pleno pero que tiene matices; con letras que se desvanecen de manera apenas perceptible; con la repetición de una ilustración; a veces, una ilustración sola, que abarca gran proporción del tamaño, pero con algo que llama la atención, y que no es el tamaño, sino algo inconcluso, o que se sale de la proporción, o que no combina con los demás elementos; y el sello de la casa, presente pero que no distrae, aunque no podemos dejar de observar; o las pantallas que oscurecen a los personajes de una escena cinematográfica, pero que son fácilmente identificables. Ninguna otra editorial de habla hispana intentó siquiera copiar a Era.

Hablemos de las ediciones; dije que El oficio de escritor, de Era, resulta muy superior a otras ediciones o continuaciones; es por la traducción fina y exacta de José Luis González, un escritor mexicano nacido en Puerto Rico (también editado en Era), excelente como él solo; pero además, las fichas de los entrevistados son claras, justas y puntuales, características de las que carecen las ediciones argentinas; y qué decir de las traducciones de Lowry, por Salvador Elizondo y por mi amigo Raúl Ortiz y Ortiz (alguna vez Huberto Batis le reclamó en público a Raúl que hubiera permitido que otros traductores rebajaran los libros de Lowry con traducciones ilegibles, y se llevó un aplauso por su audacia, pero también por lo exacto de su reclamo); y la traducción de Las flores azules, de Jorge Aguilar Mora, muy superior a cualquiera otra versión de Queneau al español, y que hace ver un libro francés, con un lenguaje muy específico y difícil, totalmente natural, rico y experimental.

La novela renovadora, la poesía juguetona, los experimentos de estructura e idomáticos encontraron en Era un espacio similar al de Joaquín Mortiz; la literatura prohibida en la España oscurantista de los sesenta encontró en Era un refugio salvador; porque Era publicó, y publica, libros de marxismo, de socialismo, de comunismo, que no es el del oportunismo, ni de socialistas que se avergonzaron de serlo, pero que fueron clave en el combate al burocratismo, el totalitarismo, y el capitalismo disfrazado de socialismo; y en Era, aunque no únicamente allí, se salvaguardó la dignidad de la España vencida pero no derrotada, y se expuso la crítica a las dictaduras, y se habló de los socialistas que combatían, en dos frentes, dos tiranías sólo diferenciadas por el nombre y por sus dirigentes.
Muchos otros títulos nos dieron la posibilidad de leer literatura cubana, polaca, y de muchas otras partes; y no puedo olvidar libros más tradicionales, igualmente importantes.

Era es sinónimo de etapa, y de una etapa que lleva 50 años enriqueciendo a México, pese a que el mercado editorial ya no es el de la competencia leal; que ha sobrevivido a crisis sociales, económicas, políticas que han hecho dudar a muchos de la sobrevivencia de la sociedad mexicana (y la editorial editó las crónicas en que el país renació gracias a la sociedad civil, un término que prácticamente nació en sus páginas); pero Era son las siglas de sus iniciadores, Espresate, Rojo, Azorín el Terrible (el adjetivo es de Vicente Rojo), y que tienen significados específicos: elegancia, rigor, nivel de exigencia que aterraba a los colaboradores, pero que acogió a los mejores editores, diseñadores, formadores, linotipistas, correctores, ilustradores y autores disponibles; la nómina en todo es gigantesca; es sinónimo de editorial progresista pero no dogmática; política, pero no vocera de resentidos; mexicana pero no patriotera; rigurosa, pero abierta a la crítica. Pertenece a la estirpe de las editoriales que surgieron del Fondo de Cultura Económica, como Mortiz y Siglo XXI, y desde el principio la igualó, si no en número de títulos, sí en calidad y en riqueza.

Termino con otra confesión, que supongo ninguno de los directivos de Era conoce; acababa de cerrar Equipo Creativo, la empresa de Gustavo Sainz donde hacíamos revistas, diseñábamos y corregíamos libros y calendarios cívicos ahora muy apreciados; en Libros Escogidos, de Polo Duarte, un célebre corrector del que nadie me dijo su nombre pero que era conocido como El Mago, me invitó a hacer una prueba de corrector en Era (o en Imprenta Madero, el Mr. Hyde de Era); me dieron a corregir un ensayo de Carlos Monsiváis sobre la novela policial, y la entrevista pública a García Riera, para la Revista de la UNAM; pese a dos o tres descuidos, aprobé el examen, y me conminaron a que me presentara una semana después a trabajar; en el ínter, Sergio Galindo me ofreció lo mismo, pero para Bellas Artes. Nunca llegué a Era, sino años después, a revisar alguna publicación de otra editorial, y me sentí orgulloso porque, al entrar, me saludó efusivo Bernardo Recamier, a quien admiraba pero no conocía; el reconocimiento de alguien de Era me hizo sentir alguien importante del mundo editorial.
Y terminó, ahora sí, con un agradecimiento porque a Era le debo mucho: placer, satisfacción, plenitud, orgullo; muchos de mis mejores días han sido leyendo alguno de sus libros, o mejor, releyéndolos, apreciándolos en todos sus aspectos. Pero por mucho que agradezca, no es suficiente: nos ha dado demasiado.

(Era me invitó a participar en una mesa redonda por sus 50 años de existencia; este texto es el resultado de esa invitación; físicamente no podía asistir; ni mis problemas de salud ni un compromiso no sólo ineludible sino muy satisfactorio, me lo permitían, pero Elena Enríquez prometió leerlo. Ya más en la intimidad, me he enterado después de mucha gente que colaboró en la editorial y por ello me explico mucho de su calidad; no seré más indiscreto que ellos.)

Qué agradable sorpresa la de Jorge Cantú; si como infielder es indeciso, con un rango de alcance menor al promedio y un brazo no siempre seguro; si estuvo en las Mayores, y puede que regrese, nomás que recupere el ritmo que perdió al cambiar de equipo, sólo por su bateo, ha demostrado una inteligencia, una sangre ligera y una facilidad para explicar el juego que ya quisieran para ellos los cronistas televisivos; hace que el espectador entienda mejor el juego, y además sabe anécdotas, historias, y muchas otras cosas que lo hacen divertido, y tan eficaz como lo ha sido en tres o cuatro temporadas con el bat; pero además conoce de otros deportes tanto como de beisbol, y no sólo de deportes; una auténtica revelación.

De carcajada la manera de Tony LaRussa de dirigir un equipo de beisbol; comienzan los rumores, luego de que él perdió el segundo y el cuarto juego: ¿será intencional? Sus explicaciones son inaceptables: que dio la orden correcta y el coach confundió nombres totalmente diferentes; ¿habrá quien no se haya dado cuenta que toda su carrera de manager se ha dedicado a deshacer equipos? Y qué pena lo de Pedro Septién; pero quien piense que es por la edad, también se equivoca: siempre fue así, sólo que antes sabía narrar.

El medio cultural está satisfecho porque por fin quitaron de la presidencia de la Comisión de Cultura de la Asamblea Legislativa a una legisladora que al felicitar a José Emilio Pacheco por uno de los premios con que se honran al otorgárselo, le atribuyó Un tranvía llamado Deseo, que en realidad es de Tennessee Williams; en la página 295 de La hoguera y el viento. José Emilio Pacheco ante la crítica (Difusión Cultural de la UNAM-Era, 1993), de Hugo J. Verani, se lee, en el apartado de Traducciones y adaptaciones, el duodécimo lugar: Williams Tennessee. Un tranvía llamado deseo [A Streetcar Named Desire]. Culiacán: Universidad Autónoma de Sinaloa, [julio], 1983; 2ª ed., [agosto] 1983. Traducción de JEP. Puedo agregar que en la portada está Deseo, no deseo, y que en la página legal se añade que la colección que lo incluye, Lectura para todos, era dirigida por Pacheco y por Carlos Monsiváis, que la versión mexicana está dedicada a Margarita y a Sergio, y que la traducción estuvo a cargo de José Emilio Pacheco. La edición tiene 224 páginas, y otros títulos de la colección fueron Viajes de Gulliver, de Swift; Edipo rey, de Sófocles; Mario y el hipnotizador, de Thomas Mann; Septiembre ardiente y otros cuentos, de Faulkner; Historia del abecenrraje y la hermosa jirafa, de Antonio Villegas; Madre Coraje (Ana “La Valor”), de Bertold Brecht, y El Doble, de Dostoievsky. Posteriormente se añadieron Lluvia, de Somerset Maugham; Don Juan o el convidado de piedra. Mozart y Salieri, de Pushkin; todos llevaban prólogo de Pacheco, algunos en coautoría con Monsiváis; además de a Williams, tradujo a Pushkin y a Maughan, éste bajo el seudónimo de Ricardo Ledezma.
La versión de Puskin está en verso, no recogido aún en las compilaciones de la poesía de Pacheco. También está en verso, adaptado y actualizado, El cerco de Numancia, sólo que editado por Siglo XXI. A nadie se le ocurre atribuírselos a Pacheco, pero no debe ignorarse su labor como traductor.

martes, 18 de octubre de 2011

Second verse, same as the first

Me escribe Humberto Musacchio: en las redacciones de los periódicos que cerraban la edición alrededor de las diez de la noche, ahora se pasan con mucho de la medianoche; las computadoras (u ordenadores) no han ayudado ni a la rapidez, pero tampoco, mucho menos, a la precisión, la pulcritud, la exactitud en el idioma; cada vez hay más erratas, aparte de los dislates, solecismos, barbarismos y neologismos absurdos (parte de este comentario es de mi cosecha). Lamenta parecer reaccionario, pero considera que todo tiempo pasado fue mejor.
Los correctores de los diarios enmendaban planas enteras a escritores prestigiados, que luego presumían de lo bien que redactaban (en un filme reciente, Sarah Michelle Gellar, interpretando a una editora, se queja de que no haya agradecimientos de parte del autor de un libro en el que ella trabajó corrigiendo, enmendando, suprimiendo, aumentando; escena falsa: el trabajo de corrección es anónimo –y debe seguir siendo así–, además de que pocos autores se dan cuenta dónde y qué les corrigieron); los procesadores de palabras, que muchos creen que son programas de edición, tienen un corrector automático que señala de alguna manera cuándo se escribe mal una palabra; aun así, esos correctores automáticos no distinguen cuándo se acentúa aún y cuándo no; cuándo se escribe éste y cuándo este (en la página La Palabra del Día se quejan de que en México no hayamos adoptado, salvo uno que otro despistado, las nuevas reglas ortográficas, para berrinche de unos cuantos académicos hispanizantes); sobre todo, los tecleadores (término muy común en las redacciones de los diarios –y no generalizo “en los diarios” porque en los departamentos administrativos, comerciales, reclusos humanos, y muchas veces en las mismas direcciones, no tienen idea de la redacción) son indiferentes a la lógica del idioma: ¿de dónde y con qué autoridad apareció “localía”, para referirse a la supuesta ventaja de un equipo deportivo al jugar en su ciudad?, ¿a quién se le ocurrió hablar de “precuelas” cuando se refieren a las primeras obras de una saga?, ¿quién dice que los inválidos nos ofendemos cuando hablan de inválidos y preferimos el inválido “discapacitado” que en realidad quiere decir que se es incapaz, y no que necesita algún aparato para valernos por nosotros mismos, como plantillas, anteojos, muletas, aparatos ortopédicos, sillas de ruedas, aparatos para la sordera, o respaldo psicológico para combatir los males somáticos? ¿Qué valida hablar de los adultos mayores, si por necesidad todos los adultos son mayores? Nadie habla de los adultos menores, pero sí de las personas con capacidades diferentes, lo que es también redundante porque todos somos diferentes, aun los imitadores como Dèjá Lu, que es diferente de los modelos a los que copia (¡qué bueno, nos asustaríamos!)
Algunos términos pasan de moda: Abel Quesada se quejó durante años de los “planeadores” y los dibujaba planeando sobre los edificios donde cobraban sin hacer nada; los gobiernos de técnicos pusieron de moda un incómodo “presupuestar”, y lo usaron con tanta seguridad que se coló a las páginas de los diccionarios de la Real Academia de la Lengua Española, en los momentos en que dejaban de usarlo los tecnócratas. Y los que hacían emberrinchar a los buenos correctores con el “enfatizar” ganaron la batalla para entrar al DRAE, precisamente cuando abandonó el lenguaje cotidiano y hasta desapareció de los diarios. En algunos círculos sigue usándose “audicionar”, pero sólo en el medio artístico, que es como abrevian que van a presentar una audición para alguna obra, aunque se lo he oído a varios académicos; y no es que sean términos demasiado feos, pero sí inútiles.
¿Cuándo se puso de moda la “previa cita”? Que usen el término los agentes inmobiliarios es comprensible, pero cuánto y cuánto escritor supuestamente cuidadoso escribe “llegó sin previa cita”, como si no fuera redundante. Más antiguo es “tomó parte activa”, que no es tan ruinosa como la más reciente y más tonta “participa activamente”; es de suponer entonces que hay una contraparte que es participar pasivamente. Y ni qué hablar de “los niños y las niñas” (excepto los que tienen un talento precoz), hasta llegar al increíble “cetáceos y cetáceas”. Sé que desde hace más de 15 años comenzó una moda incomprensible: al hablar de la calidad de invicto de un equipo deportivo, los infalibles y comiquísimos cronistas hablan no de “lo invicto”, de que perdieron “lo invicto”; dicen que perdieron “el invicto”, como si nos importara su intimidad; ¿pero a poco no son disfrutables los cronistas de los Juegos Panamericanos, que sólo saben hablar de futbol, y mal, que cuando reseñan handball o futbol femenil, no pueden evitar hablar de “los jugadores”, del “portero”, pese a que sean muy femeninas las jugadoras; salvajes, rudas y tramposas, pero femeninas.

Los diarios y revistas tienen una excusa inverosímil, pero muy utilizada: el poco tiempo que se tiene para elaborarlos; apenas unas cuantas horas, o unos cuantos días; es más explicable lo descuidado; que ahora abunden esas expresiones es porque ya no existen los correctores de originales, de galeras, los atendedores (los que rememora Musacchio) que aunque leían tres o cuatro veces cada nota, reportaje, entrevista, artículo, terminaban mucho antes que ahora, que se escribe directamente en la computadora, o se envía por correo electrónico, o lo llevan en disco o en USB, y sólo se lee una vez, y eso buscando dedazos. Claro, los periódicos se evitan las reclamaciones de escritores enfurecidos porque le corrigieron una palabra que a él le gusta escribir o separar a la mala; lo malo es que se contagia: no es que esté mal escrito, pero por qué tienen que decir “te vas derecho y al llegar a lo que es la esquina te das vuelta, y llegas a lo que es Reforma”. Abundan las llamadas telefónicas para ofrecer lo que es un nuevo servicio de lo que es una institución bancaria en la que ni siquiera tenemos lo que es una cuenta.

Las transmisiones televisivas de los Juegos Panamericanos revelan terquedad de los espectadores; hace poco David Huerta se quejó de que un cronista menos plano y menos ignorante que otros debió tragarse un regaño de alguien que reclamaba que se refiriera a la gente de color, y de que los meseros se burlan de quien pide un vaso de agua: ¡aguantarse pese a tener la razón es causa suficiente para una leve, fugaz e inservible taquicardia! Alguien reclamó que pronunciaran “hanball” (janbol”) y exigen que se diga “jambal”; los locutores (porque no son cronistas) aguantan el regaño y pronuncian la a, que no utilizan cuando dicen futbol o beisbol o basquetbol; algunos se lo merecen, por ignorantes, parciales y limitados. Y malhablados, con lo que violan la ley.

Dice Musacchio que todo tiempo pasado fue mejor; a Jorge Manrique sólo le parecía que lo había sido; Leonard Maltin no duda que lo fue; ha sacado de sus libros anuales muchas de las películas viejas y sólo conserva las muy obvias como clásicas, y hasta eso, algunas extraordinarias, pero que no se proyectan más que en cineclubes, y que no están en los catálogos de los vendedores de videos sea en VHS, DVD o Blue-Ray, también fueron extirpadas de esas listas, porque el sentido de esa publicación anual es que el espectador por televisión tenga una referencia inmediata del año en que fue filmada, el director, principales actores, unas cuantas líneas para hablar del argumento sin contar la trama, y un comentario por lo regular contundente, y a veces llama la atención por la aparición fugaz de actores novatos, o los llamados bits o cameos, como Ann Sheridan en El tesoro de la Sierra Madre; Danny Glover en Maverick haciendo un chiste sobre Arma mortal; Noel Nelli y Kirk Alyn en la versión de 1978 de Supermán; Mal Evans en Help!; Kevin Kostner en Night Shift; o llama la atención sobre alguna escena particularmente inusual.
Antes era fácil conseguir la guía de Maltin, en Sanborns o en Libros, Libros, Libros, pero en alguna de las crisis descontinuaron su comercialización en México, y ahora sólo cuando viajan algunas amistades a Estados Unidos, me la consiguen; tampoco es necesario comprarla año tras año porque aunque hay muchos añadidos, no tantos como para que el lector se entere de ellos a menos que revise minuciosamente cada página, y las confronte con los del volumen anterior. Pero es notorio que algunas películas que vimos en matinés, o en los miércoles de tres cintas por un boleto, desaparecen como si no hubieran existido. Pero he ahí mi error: Maltin hizo un tomo voluminoso con todos los filmes clásicos, con fechas muy precisas: desde el cine mudo hasta 1965: Classic Movie Guide.
Es un libro muy disfrutable; aunque no deja de hacer algún comentario cáustico, ni deja de verter veneno, los títulos incluidos pueden ser considerados de culto; destaca la música, bailes, los estereotipos o cuando los actores se salen del estereotipo; señala las muchas cintas feministas antes de que el feminismo fuera excluyente; resalta escenas memorables, aunque cuando tengan la desventaja de que sea con la que abre la película; quien conozca estas guías sabe que la primera recomendación la da con las estrellas que otorga a cada obra, desde el terrible BOMB hasta las cuatro estrellas; uno puede objetarle su juicio de algunas de las cintas; por ejemplo, que a Hatari le dé tres estrellas y media, o que no le dé cuatro estrellas a cada obra de Truffaut, pero son pocas a las que no les reconozca su verdadero valor; en este tomo dedicado a los clásicos califica con gusto más que con juicio, pero no es más generoso de lo que debe; y no se tienta el corazón para descalificar a alguna, pero el lector debe compartir con él el placer de alguna película sólo por las memorias (como dijo G. Caín de Casablanca: “¿Por qué las cuatro estrellas? Por el recuerdo”. ¿Qué se puede objetar de El pistolero más rápido del Oeste? Es una cinta sin acción, pero tensa a más no poder; pacifista si podía alguien ser pacifista en los años cincuenta del cine estadounidense. Pocos cinéfilos la menosprecian, pero no la hemos visto desde hace más de 40 años, a menos que la pesquemos a media tarde en el 619, con el riesgo de atrasarnos en la chamba; Maltin se da el lujo de incluir La momia azteca (en Estados Unidos, Robot vs the Azteca Mummy), y aunque argumenta todas sus fallas y le pone el BOMB como calificación, se le nota el cariño, no por lo camp, sino por su inocencia, su ingenuidad, y seguramente por la belleza de Rosita Arenas, espantosamente convertida en momia; tiene el buen gusto de anunciar sus secuelas, aunque no las incluya. En el directorio final no viene Jacques Tati, pero rescata a Frank Tashlin, injustamente olvidado ("injustamente algo olvidado", escribe uno de nuestros clásicos, y uno no sabe si se refiere a que algo debía estar completamente olvidado; los errores no son exclusividad de los periodistas).
Como todas las guías, no es un libro para leer, sino para consultar; pero como da la casualidad de que uno no encuentra con facilidad los títulos incluidos, dan ganas de echarse unas 40 o 50 páginas diarias, sólo por el placer de recordar las matinés dominicales, y rememorar a aquel personaje de Truffaut que va a robarse los carteles de los cines. Hasta dan ganas de poner varios soundtrack a la hora en que estamos hojeando el libro, sólo para acompañar la lectura. Y pa' molarla de acabar, anuncian otra guía de Maltin: Of Mice and Magic, una historia de los dibujos animados en el cine estadounidense. Y por cierto, una trivia que revela que pese a sus intentos de rigor, Maltin ha sido parcial al menos una vez: da mejor calificación a Gremlins 2 que a Gremlins, sólo porque aparece en la segunda, aunque sea vituperado por los gremlins.

Dicen los enterados (¿cómo se enteró Francisco Elorriaga antes de que lo dieran a conocer los diarios?) que Medias Rojas perdió el pase a los playoffs porque varios lanzadores agarraron la jarra desde tres semanas antes de que terminara el campeonato; aseguran que bebían cerveza, comían fried chicken (qué pésimo gusto) y veían videos cuando sus compañeros estaban siendo aplastados en los diamantes; que el manager Terry Francona fue incapaz de contenerlos y disciplinarlos, y que no fueron sólo tres pitchers, sino muchos otros jugadores; que Ellsbury, candidato a ser nombrado El Regreso del Año, jugaba para él mismo; que David Ortiz se la pasó criticando a sus compañeros mientras participaba de la debacle (récord de 7-20 en los últimos 27y juegos), y que Adrián González, conformista, culpó al calendario de juegos, a que televisaron muchos de sus partidos, y a Dios, quien dispuso que éste no fuera un año bueno para el equipo de Boston; de los pocos que se salvaron fue Alfredo Aceves, a quien desperdiciaron en relevos a medio juego, cuando pudo hacer mucho más como abridor. Lástima que González no haya mostrado la dignidad de Aurelio Rodríguez, de Jorge Orta, de Teodoro Higuera, de Beto Ávila, ni el coraje de Fernando Valenzuela, Benjamín Gil, y se conforme con seguir los pasos de Erubiel Durazo, Jorge Cantú y otros por el estilo. Por cierto, Terry Francona, ya muy veterano y retirado hace varias temporadas, es hijo de Tony Francona, a quien vi jugar como infielder de Cleveland en los años sesenta. Eso hace sentirse viejo a cualquiera, más que cuando se retiró Steve Garvey, unos días menor que uno. Tito Francona, leo en Internet, en 1959 bateó más que nadie en las Ligas Mayores, ocho décimas más que los campeones de bateo Harvey Kuenn y Hank Aaron, dos inmortales del beisbol. Ese año nació Terry.

domingo, 9 de octubre de 2011

De siglos y siglas

Gustavo Sainz y Felipe Garrido fueron quienes me enseñaron los primeros elementos de la edición de libros y revistas, pero no los culpen de mis fallas ni de mis erratas; ellos tienen las suyas y yo las mías. Sainz me demostró el uso del dele y las culebras; Felipe, la utilización de las versalitas, y sobre todo, que los números no tienen minúsculas. Eso parece obvio, y hasta cómico cuando se enuncia, pero sólo hay que fijarse con atención en decenas de páginas de editoriales incluso respetables, que manejan los números en minúsculas.
No fueron ésas sus únicas enseñanzas, ni fueron mis únicos mentores, ni de quienes aprendí más, pero sin ellos nada hubiera aprendido; por mi cuenta también he hecho cosas aceptables, y he aprendido otras que nadie me dijo, y que nadie había hecho. Manuel Gutiérrez Oropeza y yo empezamos a poner en minúsculas (en bajas, en el argot editorial) palabras que antes se escribían con mayúsculas, porque el periodismo mexicano imitó hasta la ridiculez y la desvergüenza al periodismo de Estados Unidos (y en muchos casos lo sigue haciendo); también comenzamos a acentuar las mayúsculas que debían llevar tilde. Lo hicimos en La Onda, aunque nos acarreó el reproche hasta de una revista universitaria, no sólo coincidente con nuestros propósitos sino hasta con intercambio de colaboradores, porque nos señalaron que el diario que nos publicaba La Onda no acentuaba México (ellos tampoco).
(Poco después comencé a hacerlo en el Diario de la Tarde, a principios de los ochenta; no causó ningún escándalo, nadie lo observó; los únicos reproches fueron de mis propios compañeros, a quienes convencí de que eso nos daría una característica de la que carecían los demás; y los convencí en el Tampico, el restaurante que inventó la carne a la tampiqueña, en donde Fernando Casas Alemán se enteró de que no era el candidato del PRI a la presidencia de la República, y donde se arreglaron muchos negocios importantes de los que no tengo la referencia exacta; el Diario de la Tarde lo elaborábamos a partir de las siete de la mañana, y lo cerrábamos a las nueve; un día a la semana hacía guardia, con Raúl Rodríguez, Fernando González Mora y Rafael Arenas; a mediodía, cuando íbamos a ese restaurante, ya estábamos cansados y más susceptibles a críticas y elogios [por eso, don Raúl Puga, un subdirector de ese diario, tenía la consigna: chingue a su madre el que crea cualquier cosa después del tercer trago]. El experimento fue agobiante: convencer a todos los jefes de sección de que cabecearan con minúsculas [excepto la letra inicial y los nombres propios, como parecía obvio aunque no lo fuera], y que acentuaran las mayúsculas; y en el taller donde se maqueteaban las páginas, revisar cada cabeza, cada balazo, cada secundaria. El impacto fue tan contundente que ningún otro periódico siguió nuestro ejemplo. Conseguí lo mismo en El Financiero, ¡a mediados de los noventa! También costó trabajo, pero el cambio fue evidente, porque coincidió con el cambio de diseño, lo aprovechamos y fue fundamental para dar una imagen más moderna del diario. Hay periódicos que siguen poniendo altas todas las letras iniciales de todas las palabras de más de tres letras, o incluso éstas si son verbos, al estilo americano.)

Regreso a las deles y las versalitas; la dele es la marca con la que se señala la letra que, en las pruebas, debe cambiarse cuando es errónea, para señalar, al margen, la letra correcta, o colocarle o suprimirle el acento. Todo el que se haya dedicado a la corrección ha puesto miles de deles, algunos sin saber que se llaman deles. Pilar Tapia escribió un cuento delicioso sobre las obsesiones de los editores por las deles, que hasta las ponen en los menús de los restaurantes para señalar los errores (ahora las computadoras ponen nuevas trampas: como mucha tipografía es escaneada, nos engañan convirtiendo la “rn” en “m” o al revés; si es terrible en los libros –y muy difícil de detectar hasta que aparecen impresas–, es fatal en el menú de Los Panchos, donde ofrecen tacos de camitas).
Las versalitas son otra cosa: Versal, dicen los manuales y los diccionarios, es la letra con que comenzaban los versos, cuando cada verso comenzaba con mayúscula. Las versalitas son mayúsculas en tamaño de minúsculas. Tienen un uso específico: para reducir el tamaño de las letras cuando ocupan mucho espacio y resaltan y afean la tipografía; se usan para bajar el tamaño de las siglas, que regularmente ocupan mucho espacio, y para señalar los siglos. Se usan, por ejemplo, para que las mayúsculas que estorbarían la lectura, tengan más elegancia; para señalar, en ese caso, que alguien lee un letrero que indica “FARMACIA BRISEÑO” y no se vea burdo.
La muy añorada Serie del Volador, de Joaquín Mortiz, iniciaba cada novela, o cada relato, con la primera línea toda en versalitas; no siempre: Morirás lejos y El principio del placer, de José Emilio Pacheco, se salen de la norma; también Cumpleaños, de Carlos Fuentes, aunque Cantar de ciegos sí la sigue. El Fondo de Cultura Económica comenzaba con la primera frase en versalitas; no importaba el número de palabras, sino la frase, que pudiera ser una, dos o más; si era un nombre, iba completo en versales y versalitas. También las usaba para las cornisas, sólo en versalitas, esas líneas que indican en una página el nombre del autor y en otra el nombre del libro, o del capítulo. También sirven para las dedicatorias, o para el nombre del capítulo. Con diferencias; las dedicatorias iban todas en versalitas, mientras que los capítulos, en versales y versalitas. Había casos incómodos, como en La región más transparente, que los capítulos van en cursivas, pero la primera frase en versalitas, porque pocas variantes tipográficas son más feas que las versalitas cursivas, aunque son inevitables cuando el título del libro incluye algún siglo (La pintura erótica en el siglo XXI, por ejemplo).
Algunos libros de Era usaban también la primera línea de cuento o de capítulo en versales y versalitas, como Aura (pero no El viento distante ni Una familia lejana); Siglo XXI también los usaba, pero no en todos los casos. (Siglo XXI es nombre, pero otras editoriales, al citar uno de sus libros, ponen el XXI en versalitas.)
Pero todos los editores son maniáticos; hay editoriales con tres criterios diferentes, según el encargado de cada colección.

Alfonso Reyes dedica “esta primera serie de Simpatías y diferencias a los tipógrafos y correctores de El Sol, de Madrid, que tantas veces, y con esa serenidad que es la más alta condición de su oficio, tuvieron que tolerar –al componer estos artículos– mi impaciencia o mi tardanza, mis fidelidades a la regla, o mis personales manías ortográficas”; Gabriel García Márquez reniega (y hasta negó una edición) y agradece, por igual, la intervención de los correctores, lo mismo para ajustar una novela a las reglas de la Academia, que por corregir sus incongruencias ortográficas; ahora no hay quien se le ponga enfrente, pero alguna vez, un quisquilloso le telefoneó para advertirle de una incorrección y, molesto, preguntó qué opinaba Álex Grijelmo (ese afamado corrector de El País, tan divertido, tan riguroso pero a ratos tan disparejo); cuando le dijeron que opinaba que había un error en cómo lo escribía García Márquez, ordenó que lo corrigieran la primera vez, pero no las subsiguientes, para que el lector viera (si es que lo advertía), que él lo escribe como se le da la gana. Haría falta que alguien se le pusiera al brinco a Vargas Llosa, porque últimamente usa una puntuación alejada del español.
Pero eso era antes, como dice la famosa frase en las redacciones. Una de las consecuencias más graves del uso de las computadoras (u ordenadores: ambos son incorrectos) en tipografía es la desaparición del oficio de tipógrafo; el linotipo requería de varias maestrías: la mecanografía veloz y correcta, el conocimiento de la ortografía y la gramática, conocimiento de historia, ciencias y otras materias, y la habilidad para formar las líneas, cambiar las fuentes cuando era necesario (no era sólo dar un comando al teclado de la computadora [u ordenador, etcétera] para cambiar tamaños, cursivas, negritas [pocas veces en los libros, muchas en diarios y revistas], y además soportar necedades de los autores, editores, que no siempre recibían con agrado las correcciones y observaciones); pocos reconocen sus errores; el oficio casi ha desaparecido, como el de sastre, que ahora o son remendones o son para elitistas (curioso: uno de los oficios que no ha desaparecido es el de afilador de cuchillos; no es tan visible, pero aparecen dos veces por semana por los buenos restaurantes, pero pasa inadvertido). Muchos consideraron que la facilidad que ofrece la computadora (u ordenador, etcétera) hacía innecesarias esas maestrías y eran fácilmente sustituibles por mecanógrafos; Felipe Garrido opinaba que las computadoras (u ordenadores, etcétera) ayudarían más a los tipógrafos; ignoro qué sucedió, si ellos se sintieron ofendidos y mejor se jubilaron (porque era un oficio no tanto de jóvenes), o los editores consideraron que eran muy caros y mejor los sustituyeron.

Las consecuencias han sido fatales. Me han llegado, o he comprado, libros en que usan versalitas para todo, menos para lo que fueron inventadas; las usan para nombres propios, como Carlos I, o Pío XII; es decir, creen que son para números romanos; o usan versales y versalitas para cornisas (que además, cuando son muy largas no las abrevian, sino que les ponen puntos suspensivos); usan versales y versalotas; es decir, de tamaño de mayúsculas, con lo que no ahorran espacio sino que lo desperdician; ignoran, y a lo mejor porque la orden para las versalitas en las computadoras (versales, dice la fuente) las pone un poco más grandes que las minúsculas, que en la lógica de los números tipográficos, las minúsculas son tres puntos más chicas que las mayúsculas (“haga la prueba”, diría un clásico a quien cito descaradamente: ni aún ahora niego la cruz de mi parroquia); no debería asombrarme; el director de la institución que publica uno de esos libros cree que un incunable es un libro del que se imprimió un solo ejemplar.
Hay otras consecuencias; el espacio tipográfico del ancho de las letras no es el mismo en computadoras (u ordenadores) que en linotipo; eso ha provocado que en muchos libros haya líneas muy apretadas, y otras en que el espacio entre palabra y palabra es exagerado.
No estoy en contra de las innovaciones; uno de mis libros tiene las cornisas debajo de la caja tipográfica; otro, a los lados. (Fui incluso autor de una audacia; en un epistolario me atreví a numerar las citas y referencias carta por carta, no de corrido; me reprochó uno que fungía como jefe: eso nunca se ha hecho; como lo respetaba –como persona– no le dije que sí, que en la correspondencia de Faulkner con sus editores ya se había hecho, pero temí que me preguntara quién era Faulkner; tampoco le dije que así me evitaría un buen número de errores, como sucede en casi todas las ediciones con cientos de notas, en que falta o sobra una, o más.)
Pero las audacias no siempre son aconsejables; no en la ingeniería, aunque sí en la arquitectura; no en la cirugía aunque sí en la investigación médica; no en la aviación comercial aunque sí en la acrobacia; las versalotas distraen, ensucian, estorban; las versalitas (mi amiga Blanca Luz Pulido dice que son mayúsculas avergonzadas) adornan, simplifican, engalanan, embellecen. Nunca hay que abusar: un texto en puras versalitas sería ilegible, y no sólo por el texto, sino por la tipografía.

(Fragmento de un primer capítulo de memorias como editor y corrector; espero competir con las de Marco Antonio Pulido, aunque sospecho que las de él serán más divertidas. Y mucho menos si Juan José Utrilla se lanza escribir las suyas.)

Justicia beisbolera: Tampa Bay y Yanquis de Nueva York fueron eliminados en las series divisionales: eso no quiere decir que Medias Rojas debiera estar en ellas, jugaron mal y no merecían pasar, pero no debieron ser eliminados con trampas más dignas de otros deportes que del
beisbol.

¿Dèjá Lu tendrá mala memoria o sólo es descarado?

Ayer el portal de El Universal subió El Librero muy tarde, pero está ya a disposición de quienes quieran leerlo. Sólo hay que ver Hemeroteca, pulsar 9 de ectubre, Columnas, y la columna.

domingo, 2 de octubre de 2011

Leñero, Sainz, José Agustín, literatos revolucionarios

Podría presumir de las dedicatorias en los libros de ambos; que los conozco desde hace más de 40 años y siempre me trataron con deferencia; que ambos han sido mis invitados: Vicente Leñero al curso de lectura de su narrativa, y José Agustín al Taller de Lectura de El Financiero, y luego a unas carnitas, donde completó otras dedicatorias de libros suyos que tenía sin firmar; que de ambos tengo toda su obra en primera edición, incluidos La polvareda y el casi inencontrable Cajón de sastre, de Leñero (por supuesto, Los albañiles), y La tumba, en la edición de Arreola, y la primera de Novaro.
Mejor hablo de mi lectura de su obra, con algunos antecedentes que creo debemos tomar en cuenta al examinar sus libros; en sus autobiografías precoces, incluida la de Gustavo Sainz, se hace mención del intercambio de ideas, consejos, lecturas, entre los tres, cuando compartían chamba en la revista Claudia, entonces nuevecita, dirigida por Ernesto Spota, y que se editaba en Novedades Editores , a cargo de Mex-Abril; en la redacción de Claudia estaba también Gabriel Parra, de quien pocos recuerdan que fue becario del Centro Mexicano de Escritores, que fue reportero de política muchos años, y que ahora, creo, es notario público. Junto a ellos, en el departamento de diseño, estaban Nemorio Mendoza y Alfonso Rodríguez Tovar; los dos continuaron mucho tiempo trabajando para Sainz en Equipo Creativo, y Alfonso fue el primer encargado de diseño de Proceso. Refiere Sainz que, entre reportaje y reportaje, entrevista y entrevista, traducción y corrección, intercambiaban manuscritos, se leían mutuamente, se aconsejaban; Sainz esperaba la publicación de Gazapo y comenzaba Obsesivos días circulares; por unas semanas, se adelantó la aparición de Estudio Q; Agustín avanzaba a gran velocidad con De perfil; los tres escribieron su autobiografía precoz para Empresas Editoriales y, al relatar una de sus travesuras, Agustín la somete a la corrección de Leñero.
Era 1966; era una de las mejores épocas de la narrativa, o más preciso, de la literatura mexicana; era también una época de experimentación literaria; los sesenta son años fructíferos: Carlos Fuentes publica La muerte de Artemio Cruz, Zona sagrada, Cambio de piel; Pacheco, Morirás lejos; Sergio Fernández, Los peces; Salvador Elizondo, Farabeuf; llegan los libros de Claude Simon, Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Michael Butor, Carlo Emilio Gadda, Edoardo Sanguinetti, Joao Guimaraes Rosa, Gunter Grass; es la era de la poesía más audaz de Octavio Paz (Blanco, Ladera este), de Marco Antonio Montes de Oca, y otros cuyos experimentos no son tan visibles pero no por eso menos radicales.
Por desgracia, un libro inoportuno hizo que se dividiera a los narradores mexicanos en dos categorías; no entre experimentadores y lineales, lo que sería injusto pero más cercano al espíritu de esa época, sino entre onderos y fresas: “Onda y escritura en México”, y los dividía entre los que escribían con leperadas y tenían personajes adolescentes o muy jóvenes y que narraban sus escarceos sexuales, o los que escribían con propiedad. La división fue mucho más injusta.
En primer lugar, situaban a los jóvenes a los que en 1971 tenían entre 20 y 33 año, o sea nacidos sólo después de 1938; por poquito dejaban fuera a Gustavo Sainz; de cualquier manera, a Leñero nunca lo pusieron entre los onderos, aunque tenía todos los atributos: su excelente dominio del lenguaje hacía verosímiles sus diálogos, fuera entre actores, albañiles, beisbolistas, campesinos fanáticos, sacerdotes, psicoanalistas, literatos, policías; y si tenían que hablar con peladeces, lo hacían con toda naturalidad; el comienzo de Los albañiles está lleno de las llamadas malas palabras; las relaciones sexuales no están ausentes de sus páginas, y además con mucha malicia, picardía, y a veces muy exhaustivamente narradas; varias páginas de Estudio Q, o de A fuerza de palabras, o de El garabato, o de Los albañiles, son muestras de ello; incluso el cine, al tratar de imitarlas, las ha utilizado con desparpajo y no siempre con buen gusto (López Tarso en Los albañiles, Leticia Perdigón en Misterio; y otras de las que Leñero ha sido el guionista o argumentista –las mejores, protagonizadas por Angélica Chaín y Ana Martin en Cadena perpetua); y en cuanto el afán de experimentar, ninguno con más entusiasmo y búsqueda; José Revueltas, quien no le sacaba a la experimentación, se quejaba de que en Los albañiles algunas preguntas hechas en la página 50 (es un decir) se continuaban o contestaban en la 200 (nadie se quejó de que eso mismo, y por las mismas épocas, lo hiciera Vargas Llosa, por ejemplo); y su experimentación no sólo estaba en la estructura, en la construcción, sino en la misma propuesta de los libros: La voz adolorida mezclaba confesión religiosa con la confesión íntima, en un alarde de audacia que pocos años después le costó un castigo a Lemercier, y de paso a Sergio Méndez Arceo, por su experimento en un seminario en Cuernavaca; en Los albañiles asocia el crimen del portero de un edificio en construcción con el pecado del que redime la religión mediante el sacrificio, siempre renovado, del redentor, y asociaba al perverso, mitómano, megalómano, vicioso y pederasta don Jesús con el Jesús símbolo de la religión católica; en Estudio Q los actores (o sea la gente) quiere revelarse, insumisa, contra el director de una telenovela (¿Dios?), pero éste se anticipa, y en el guión, que modifica a diario, está descrita esa insurrección: es inútil rebelarse contra Dios porque ya todo está escrito; el director cuenta con la colaboración forzada de una guionista, quien finalmente sólo obedece; el cruce de caminos entre los protagonistas de Redil de ovejas, todos con los mismos nombres, es la encrucijada en la que se encuentra el mundo religioso, incapaz de entender, y menos de comprender, a su grey, sólo que no cuenta con la rebeldía personal.
El cambio de actividad de Leñero, y su acercamiento al teatro (donde también experimentó, pero mi incapacidad para apreciar el teatro me impide descubrir en dónde están sus experimentos, y sólo podría repetir los que él mismo señala), lo alejó de la narrativa; tengo la impresión de que en el teatro refleja más sus preocupaciones sociales que las literarias; es uno de los dramaturgos que más ha insistido en publicar sus dramas, lo que ayuda a apreciar muchas de sus cualidades, principalmente el excelente manejo de los diálogos.
Leñero estaba mucho más cerca de los experimentos de sus compañeros de Claudia que otros muchos autores que se movían alrededor del mundo de José Agustín y Gustavo Sainz; no estaba cerca del rock, y su relación con las artes plásticas no era tan profunda como la de sus amigos; sin embargo, compartió con ellos algunas tareas editoriales, que fueron parte importante de la obra de Sainz; Leñero fue jefe de redacción de la revista del Colegio de México, Diálogos, y dirigió Revista de Revistas, que en muchos sentidos era un periodismo diferente, como el que intentaba hacer Sainz.

A Gustavo Sainz también se le encasilló, sin advertir que era uno de los más interesados en la renovación de la estructura de la novela; la facilidad con que se lee Gazapo impidió, y sigue impidiendo, ver el excelente trabajo que hizo con sus primeros libros; los posteriores, además de que insisten en buscar nuevas formas, son más atrevidas en el lenguaje y en la concreción de los personajes, pero eso no quita lo que buscó en Gazapo, Obsesivos días circulares y La princesa del Palacio de Hierro, por limitarme a la época de la que comencé a hablar.
Cuenta Sainz que Leñero trabajaba, mientras él pulía Gazapo, en Punto de vista, que no es otra que Estudio Q; en ambas novelas se juega con el personaje como objeto; mientras Leñero recurre a la astrología, la quiromancia, las pruebas psicométricas, la fisiología e incluso las palabras de otros para definir al protagonista de Estudio Q, Sainz hace leer varias veces una misma anécdota, narrada por diferentes personajes: los protagonistas, los testigos, los que oyeron el suceso a trasmano, los que lo interpretan, y lo hace por medio de diálogos, descripciones, transcripciones, telefonemas, diarios íntimos, confesiones en medio de actos eróticos, o gracias a una grabadora; incluso, deja saber que algunas de esas versiones son falsas, o están tergiversadas; y al final propone finales (¿finales?, ¿en serio?) alternos, más los que el lector imagine.
Se comete un error si quiere verse o leerse Gazapo como un testimonio de época; si bien es cierto que influyó a muchísimos escritores menores que él, en realidad narra una época muy anterior, antes de que proliferaran las prepas (¿a quién me estoy fusilando?), antes de que, como ambicionaba Arreola, pudieran ir de la mano dos jóvenes enamorados sin que los reprendieran (nos reprendieran) los vetarros que calificaban al rock como música infernal; sí, puede tomarse como un retrato de la clase media de la Colonia del Valle, y sobre todo de la parte más árida de esa colonia; y de una clase media a punto de convertirse en clase baja, ilustrada por cómics, por la peor televisión, por ambiciones de ascenso social, a costa de lo que fuera. Pero Gazapo es mucho más que eso. Por desgracia, si en su momento tuvo lectores entusiastas pero sólo de la parte más superficial de la novela, ahora ya ni siquiera son capaces de entender que si algo hacen los nuevos escritores, se lo deben a Sainz, aunque no le hayan entendido.
Obsesivos días circulares es más extrema aún; narrada en primera persona, en la voz de un jovial portero de una escuela para adolescentes, en realidad esconde una trama que si le entendiera la iglesia ortodoxa rusa se alarmaría mucho más que como lo hace con García Márquez y con Nabokov (¿y dónde dejan a los hermanos Grimm, y a Vargas Llosa, y a Hans Christian Anderson, y a la Biblia?): el portero, con nombre latino, es sólo un instrumento para que hombres elegantes y depravados paguen una cantidad alta por espiar a las adolescentes cachondas cuando se desnudan para ir a la clase de deportes; además, se narran sus aventuras eróticas con la esposa, con la esposa del gánster que procura a esa clientela y que en realidad es un matón al servicio de políticos corruptos, y con otra mujer misteriosa, de apariciones fugaces pero perturbadoras; y hay otras historias, sórdidas, depravadas, pero sólo se conocen a trasmano; Sainz hizo una versión menos compleja para Grijalbo (la primera edición, de Joaquin Mortiz, es un monumento tipográfico, como pocos en la historia del libro en México), pero le quitó el encanto; las nuevas ediciones recogen la primera, no la segunda edición.
Más incomprendida fue La princesa del Palacio de Hierro; un solo adjetivo (el Guapo Guapo) sirve para enmascarar a un actor famoso por sus conquistas, todas ficticias; un baladista de moda famoso por sus conquistas entre grupies; un político de fama mundial que no pudo llegar a ser presidente, como ambicionaba, y a otros personajes menos famosos pero no menos procaces; otras protagonistas encarnan a dos hermanas que fungían como actrices y que en realidad encarnaban el desmadre del cine mexicano. Pero lo anecdótico, de nuevo, es lo menos relevante de una historia que comienza por el final y va retrocediendo hasta llegar, no al principio, sino al final, y que se narra desde un momento determinado; si Gazapo narra las aventuras de unos adolescentes a lo largo de una semana, de sábado a sábado, pero desde el miércoles, La princesa del Palacio de Hierro cuenta todo desde el final para tratar de entender el principio, y hace que la historia arranque, se detenga, vuelva a calentar motores, y luego se atore en un juego de adjetivos estrafalarios que distraen la atención del lector y de la protagonista; es además una inmersión en el lenguaje coloquial como pocas veces se ha hecho en nuestras letras; no hay oportunidad de salir a la superficie, hay que nadar en el fondo, y además a contracorriente. La gracia de la protagonista y la habilidad narrativa hizo que se le leyera, otra vez, sólo superficialmente.

José Agustín debutó de manera precoz con una novela que alguien calificó de “bomba”; en esa época no adivinarían que ahora es la que leen con más gozo los adolescentes, los alumnos de las preparatorias, ante el azoro de maestros que quisieran que leyeran mejor De perfil; tanto La tumba como De perfil son catalogados como libros en que se explora con detenimiento el mundo del adolescente; es cierto que los protagonistas de ambos libros apenas rondan los 18 o 16 años, y que quieren vivir como adultos; pero eso también es sólo una parte de los libros; el excelente narrador que es José Agustín ha hecho que perdamos de vista al escritor; también es cierto que el mismo Agustín ha propiciado esto, y que mucha de su popularidad se debió, desde el principio, a que tomó el rock en serio, y no sólo como materia intelectual, sino como método de vida: desmenuza las canciones, analiza la música, encuentra el sentido de las letras, halla conexiones con la mal llamada música clásica, trata a cantantes de otros géneros como si fueran rocanroleros; para él, tiene el mismo estrato Pedro Infante que Elvis Presley, y como ellos, casi como hermano mayor, Beethoven; le gusta la música con riesgos, de avanzada (aunque esa vanguardia ahora sea vista como algo pasajero, sin entender todo lo que significó en el devenir de la música), que requieren de oídos atentos y de una estética diferente.
Con esa misma actitud narra la vida, o unos cuantos momentos, de esos adolescentes: un Gabriel Guía cuyo interés erótico se ve recompensado con la entrega de la tía sensual, libérrima, propiciadora de escándalos familiares; pero esa entrega consiste en la indiferencia sentimental, a la que responde con actitudes provocadoras, agresivas, iconoclastas.
Los tres días en que sucede De perfil resumen cerca de 50 años de la historia de México: la lucha por el poder, la pérdida de la libertad, la proliferación de actividades que hacen pensar en más oportunidades, aunque en realidad sólo signifiquen dispersión de intereses; por un personaje al que sólo imaginamos, vemos cómo un grillo estudiantil se convierte en un hombre poderoso que está al servicio del poder, y para el que nada cambia, ni él mismo; los padres y el hermano del narrador no encarnan estereotipos, ni representan al mundo de esa época, pero los conflictos que viven (desaliento, desilusión, desamor, decepciones, ausencia de perspectivas) contrastan con el descubrimiento del mundo externo, del erotismo, de la libertad ganada a chingadazos, y como ironía, mediante el acercamiento de personajes frustrados (Ricardo), fracasados (Octavio), fulgurantes (Queta), ilusos (los grillos que lo salvan de los porros), perdidos (Rogelio, el Suetercito) mediante fiestas fracasadas, visita a burdeles (en una escena que parece salida de La región más transparente), ligues interrumpidos, pérdida de la virginidad (pero no sabe quién era virgen, si él narrador o Queta), de mundos ficticios (la política estudiantil, las mafias literarias), o de la intromisión de los adultos que no quieren ser desbancados por esos adolescentes.
Se sabe la época en que transcurre la anécdota, por la proliferación de las prepas, por el precio de los cigarros, las tarifas de los taxis y del pasaje (y ruta) de los camiones, un DF antes del Metro; y por el lenguaje de los adultos, pero el del narrador, su primo, sus amigos, no sólo se sigue entendiendo, no sólo no ha perdido frescura, sino que se ha establecido más allá de una moda: la sabiduría filológica de José Agustín es asombrosa; y su manejo de la estructura, más parecida a la de John Updike de lo que parece, pero también endeudada con toda la narrativa estadounidense de vanguardia, y no sólo en lo literario: Agustín es el escritor que más ha asimilado el cine, la música, las artes plásticas, y la política, y las ha convertido en narrativa. Ni el lector más plano puede asegurar que estas dos novelas sean lineales, aunque se lean como si comenzaran por el principio y terminaran por el final.

Onda y escritura en México fue un libro inoportuno y lleno de estereotipos, sino injusto: no incluyó a Leñero, tal vez el narrador más innovador de la novela mexicana, y encasilló a Sainz y a José Agustín como onderos, cuando sus ambiciones, y sus logros, rebasaban cualquier etiqueta.

Prometo seguir hablando de los libros de ellos tres; Leñero y José Agustín han sido reconocidos con la medalla de Bellas Artes, por un régimen que ni antes ni ahora los ha entendido, y que en algún momento los combatió, pero sobre todo los ignoró, pero que ahora se honra con ese reconocimiento.

¿Alguien cree que Girardi actuó de buena fe cuando Yanquis perdió una ventaja de siete carreras, y que pensaba en darle un descanso al incansable Mariano Rivera, cuando no lo mandó a conservar una ventaja de una sola carrera en la novena entrada, y con eso perjudicaba a los Medias Rojas? ¿Y la ética?

Yo tengo la culpa: los creé. Y ellos se juntan.