jueves, 26 de diciembre de 2013

Librerías sin tertulias; la magia de Septién; las fiestas de la Industrial

La historia de la literatura mexicana cuenta, alrededor de ella, las tertulias que se armaban a diario en las librerías; es de suponer que en todo el país, pero especialmente en la ciudad de México; es fama que Victoriano Salado Álvarez iba a diario a alguna de las librerías alrededor del Zócalo, y se encontraba con otros escritores, lectores, libreros, editores, y se pasaba las tardes en charlas animadas.
                En los años sesenta, cuentan Leñero, Sainz, Monsiváis, Pitol, Prieto Reyes, que se encontraban en alguna de las librerías Zaplana donde empezaban en una plática que terminaba en los cafés Sorrento, Kikos, o en Sanborns, según relatan Novo o Carlos Fuentes, en crónicas y en las páginas de La región más transparente.
                En 1969 Gustavo Sainz me recomendó que fuera a Libros Escogidos, y me presentara con su dueño, Polo Duarte, al que había leído alguna página de mi primera novela; desde esa tarde, hasta algunos años después, iba casi a diario y allí conocí a Gerardo de la Torre, Juan Manuel Torres, Juan Bañuelos, Jaime Labastida; o a los pintores Adrián Brun, Armando Villagrán, Rodolfo Nieto, y a Beto Bojórquez; allí conocí a Delfina Careaga, a Otaola, Raúl Renán, Juan Jiménez Patiño, y me acompañaron muchas veces Paco Alvarado y Arturo Federico Valdés Olmedo.
                Pero no era Libros Escogidos la única librería donde iba a platicar; enfrente, cruzando la Alameda, estaba la Librería del Prado, donde don Félix, Carlos, Humberto y Álvaro tenían siempre una plática, no pocas veces alguna discusión agria por política; pese a que era pequeña, me topé varias veces con Gabriel Careaga, Miguel Ángel Flores, Miguel Flores Ramírez. Menos asiduo, pero no menos cálido, era el grupo que de pronto se formaba en la Librería Universitaria alrededor del inolvidable Raúl Guzmán, o en la Librería del Sótano (no la insípida El Sótano), donde nos juntábamos Rubén Maní, Alejandro Rosales, Arturo Luciano, Patricia Proal, y charlábamos, a veces hasta que cerraban, con Gerardo López Gallo. No pocas veces discutíamos con desconocidos, que también iban en busca de libros, y de discusiones, que se trasladaban a cafés o a cantinas. La actitud de los dueños era importantísima, pues permitían la tertulia, y la mayoría de las veces participaban en ella, olvidando a los clientes ocasionales que pedían algún libro, sobre todo si era best-seller. 

Busco un ejemplar de La mafia, la divertida, iconoclasta, experimental, desacralizadora novela de Luis Guillermo Piazza; fue publicada en 1966, antes de que se dispersaran los grupos intelectuales; debo hablar mucho de este libro, al que le debo tardes, días enteros de relecturas frenéticas, algunos descubrimientos; a veces encuentro claves, quién es el verdadero protagonista de retratos que aparentemente presentan a personajes históricos, quiénes cometieron crímenes literarios y de los otros; quiénes hablan por teléfono, y cuáles cartas son reales y cuáles inventadas.
                Entro a todas las librerías alrededor de Donceles, desde Brasil hasta Allende; muchachos atentos se acercan a preguntar qué buscamos, en esas islas amontonadas, cerros de ejemplares maltratados, con la portada sucia y el canto desigual y el lomo quebrado, en un equilibrio precario; ya no busco ejemplares de mis libros porque fui expulsado de sus plúteos cuando critiqué una publicación que les servía de órgano informativo, aunque no se habían dado cuenta de lo que publicaban; a veces encuentro algún título olvidado de Steinbeck, o de Waugh, o de Durrell; por lo regular, no los pido, los busco, aunque no siempre están en orden, y revuelven mexicanos con extranjeros, y novelas con biografías. Últimamente han contratado a jóvenes que trabajan medio tiempo, y descansan dos días a la semana, nunca en sábado o domingo, dicen las ofertas de empleo que colocan en sus anaqueles. Desconozco las condiciones de trabajo, pero sí que los contratados no son estudiantes de letras, o que los profesores de las carreras de letras son indolentes y descuidados. En todas las librerías pedí, cuando muy atentos se acercaban ofreciendo sus servicios, La mafia, de Luis Guillermo Piazza, e invariablemente iban a la sección de best-sellers, pensando que se trata de una novela de gangsters (bueno, no están muy equivocados), sicilianos que disputan mercados negros. No sólo desconocen la novela, también al autor, y lo peor, la colección Del Volador, emblema de Joaquín Mortiz. Probablemente Piazza se divertiría muchísimo, como yo, aunque luego de la tercera librería comencé a mortificarme.

El jueves 19 falleció Pedro Septién, motejado como El Mago, en honor de los trucos que hacía en sus narraciones. Aunque no perteneció a la primera generación de deportistas periodísticos, ni siquiera en el beisbol, se le considera en los medios como el más aguerrido, el más sabio, con memoria fotográfica.
                Es cierto que tenía buena memoria, como la debe tener todo el que se dedique a la crónica deportiva para saber si está viendo algo histórico, si delante suyo se establece una marca y se rompe un récord, o cuando menos se empata. Tenía una voz agradable, y era considerado el mejor en la materia. Pocos recuerdan por qué le decían El Mago. En las épocas no muy lejanas en que las transmisiones radiofónicas (mucho antes de las televisivas) eran locales, él reproducía juegos completos desde las cabinas de la radiodifusora, hasta donde llegaban los telegramas, enviados desde Tampico, con códigos indescifrables para los no conocedores: 6-3, 8↑, 5→, K, y otros, que quieren decir rola al short stop, elevado al jardín central, línea a tercera base, ponche, y otros menos difíciles, como las bases por bolas, los hits y los extrabses, las carreras empujadas.
                Con esas simples, y complejas, marcas, él recreaba el juego, y hacía que los radioescuchas se emocionaran; después, con las transmisiones a control remoto, impensables antes de mediados de los cincuenta, desde el palco de prensa del Parque Delta o del Parque del Seguro Social, se comía el micrófono relatando las jugadas emocionantísimas; sucedió que llegaron, a finales de los cincuenta o principios de los sesenta, los “su raditos” (como les llama José Agustín en De perfil), los radios de transistores, y los aficionados los llevaron al Parque; se extrañaban de que un elevado fácil a cualquier jardín, el Mago lo describía con gritos emocionados: “se va, se va, se va, atrapadón del Diablo (o de cualquier jardinero)”; las jugadas de trámite él las convertía en hazañas de fildeo, o de velocidad; pero los asistentes al parque veían desconcertados que no era lo que el Mago decía; mucho de su prestigio se perdió en aquellos años. Comenzaron a chotearlo: se va se va se va, la atrapa el short stop.
                Se dice que, en un día en que se perdió la comunicación, Septién reseñó todo un round en una pelea de boxeo, sin mayores consecuencias, y por eso se ganó el mote de Mago, pero los viejos aficionados al beisbol aseguran que fue durante un juego de Serie Mundial entre los Yanquis de Nueva York (su equipo favorito, aunque los cronistas no pueden tener equipos favoritos, y menos hacerlo evidente) y los Dodgers entonces de Brooklyn; supongo que fue en 1955, cuando el huracán Janet (entonces los huracanes tenían sólo nombres femeninos) provocó una inundación en todo el puerto, y se cortaron las comunicaciones que llegaban desde Nueva York, con los telegramas que relataban el juego; según Septién, sus Yanquis habían vencido a los Dodgers; todos los periódicos explicaron que por la falta de comunicaciones no podían dar la información, excepto un diario dirigido por Antonio Andere, que sí  le creyó a Septién; despedido de su chamba, Andere fue a buscar a Septién para reclamarle a golpes su acción. Al menos, es la historia que se escuchaba en las redacciones en los años sesenta.
                Septién, un mago de la narración, fue desplazado por cronistas cuando menos tan hábiles como él, quien nunca tuvo la chispa de Jorge Alarcón, mejor conocido como Sony, pícaro como él solo; en los años ochenta, en pleno auge de la Fernandomanía, el Mago veía desesperado cómo Alarcón y Antonio de Valdés se lo comían en los juegos de Valenzuela, que tuvieron la virtud de hacer que comenzaran a transmitirse más partidos que un resumen semanal, abreviado. De Valdés, hijo de otro excelente cronista, sabía tanto como el Mago y era menos rígido, más natural en la crónica; Septién trató entonces de desprestigiarlos: ustedes no saben nada, el beisbol de antes era mucho mejor, nada podrían hacer estos chamaquitos frente a las grandes figuras del pasado, qué no saben que antes los pitchers ponchaban a más de 500 bateadores por temporada (y De Valdés, por decencia, no lo desmentía: sí, ponchaban a muchos, pero cuando la loma estaba mucho más cerca del home, y las bases por bolas eran con siete lanzamientos malos, y los faules no se contaban como strikes y desde entonces se acabaron los bateadores de .400; Septién se refería a las Ligas Mayores del siglo XIX); se ponía a exagerar, y tuvieron que retirarlo, dejarlo exclusivamente para los juegos de postemporada o de Serie Mundial; sacaba sus enciclopedias en plena trasmisión y, mientras buscaba un dato, se le pasaban jugadas, por lo que perdía el hilo del juego.
                Cuando Pete Rose rompió el récord de más hits, superando el de Ty Cobb, de 4,191, Septién se presentó en el noticiero de Guillermo Ochoa para desmentir la noticia: ningún récord superado, y puedo demostrarlo; su argumento era patético: Rose no había pegado más hits, porque lo había hecho en muchas más veces al bat que Cobb, por lo tanto, no tenía más hits; Septién quería decir que pese a que Rose lo había superado, tenía menor porcentaje de bateo, no menos hits, como afirmaba. Y cuando en las Mayores revisaron los box-scores históricos, advirtieron que a Cobb le habían atribuido un hit más; por lo tanto, su total fue de 4,190, no 4,191; el berrinche que hizo el Mago fue histórico; se le vio enojado, desmintiendo a los compiladores de las Mayores.
                Sus forofos le atribuyen mayor corrección gramatical al narrar los partidos; sólo quiero recordar su explicación de obstrucción: cuando un jugador de cuadro “obstrucciona” a un corredor, en lugar de decir “obstruye”; no era mejor, sólo más rebuscado; era superior a otros periodistas como Tomás Morales, Agustín González Escopeta, pero no mejor que Enrique Yáñez, De Valdés (quien sigue siendo muy bueno, aunque sólo narra la mitad de los partidos, ante los reclamos de los asistentes al parque: no te vayas, no se ha terminado el juego). No fue imparcial, tampoco muy objetivo: no reconocía la calidad de muchos jugadores, y exaltaba a todo el que vistiera la camiseta de los Yanquis. Lo peor: para él, todo pasado fue mejor, y no admitía réplicas. Lo retiraron contra su voluntad, y se dijo que siguieron pagándole salario completo para evitar que se fuera a la competencia, porque era muy respetado. Es un raro caso: le sobrevive una leyenda que pocos conocen; él se derrumbó cuando llegaron los radios de transistores al parque del Seguro Social, y definitivamente con la televisión, a la que no le encontró el ritmo; se defendió repitiendo frases, muletillas; la frase que más le recuerdan sus forofos, “esto no se acaba hasta que se acaba”, no es suya, sino de Yogi Berra, cuando dirigía a los Mets de Nueva York en 1973, y los descartaban para el campeonato de la Liga Nacional, que finalmente conquistaron luego de sobreponerse a una desventaja que consideraban insuperable. Septién no se preocupó de aclarar, luego de pronunciarla, “como dijo Yogi”.
Entraron a la secundaria casi un mes después de iniciado el curso, pero no sólo por eso llamaron la atención: frescas, provocaban con sus movimientos que todos se volvieran a verlas, inclusive los maestros; Sandra y Lola pusieron de cabeza no sólo a los de primero, sino a todos, hasta a los de tercero; estaban en primero A, pero ni a los de su grupo les dirigían la palabra; no se mezclaban con las demás, y sólo admitían la compañía de Azucena y de Estela, pero por lo regular andaban solas. En el refrigerio (el descanso más prolongado), caminaban solas por el patio, y todos les abrían camino; los muy audaces trataban de acercárseles, y sólo recibían una mirada burlona; de esas pulgas no brincan en nuestro petate, dictaminó alguien. Pronto, los que acababan de egresar se enteraron de su existencia, y se aparecían al final de las clases, sin éxito; ambas vivían en la Aragón, y se iban juntas, y no se dignaban contestar a las invitaciones para acompañarlas a sus casas; se supo, quién sabe cómo, que los hermanos de Sandra eran fieros, de la pandilla de la colonia, a quienes temían los de la Estrella, así que la población masculina se conformaba con observarlas de lejos; pizpiretas, miraban a los maestros con intención, pero en cuanto alguno se acercaba a ellas, volvían a mirar con frialdad; o peor, con superioridad. Imposible recordar si eran bonitas, pero lo parecían.
                Las autoridades de la escuela tenían la mala costumbre de pegar los resultados de las pruebas semestrales en el corcho casi a la entrada del plantel; y cuando regresamos de las breves vacaciones de mediados de año, observamos quiénes habían sacado las mejores calificaciones; entre los pocos que habían obtenido algún 10 estaban Cuauhtémoc Valdés, Víctor Tovar, Eduardo Santana, Edmundo Jardón, Maximino Ortega Aguirre; el mío fue en Geografía, con el aliciente de que era la maestra más joven, más atractiva y más estricta.
                Supuse que gracias a ese 10, al segundo día del retorno a clases me interceptaron Sandra y Azucena; me preguntaron nombre, grupo en que estaba, mi edad, me dieron la mano en señal de amistad, y se despidieron, con la promesa de que me buscarían al día siguiente; aturdido, con la mirada asombrada de algunos compañeros detrás mío, fui a buscar a José Alós, mi más cercano amigo en esos días; antes de que le contara, me dijo, con la mirada perdida: se me acaban de acercar Lola y Estela; a mí Sandra y Azucena. Fuimos los más envidiados de toda la escuela a partir de entonces; hasta el maestro Ceniceros, el más alburero y quien se llevaba más pesado con las alumnas, nos vio como preguntándose por qué a nosotros.
                Nuestras pláticas eran tan insulsas que a veces nos conformábamos con pasar junto a ellas y decirles “adióoos”, ante su gesto de picardía, y de burla. Hasta que, cerca de octubre, cuando se iban acercando las pruebas finales, Sandra me interceptó; iba con varias compañeras, más o menos de su estatura; me informaron que iba a haber un the danzante para reunir fondos, el boleto costaba un peso, e iba a celebrarse el siguiente sábado, en la calle de Cruz Azul, en plena Industrial, a partir de las cinco de la tarde. Llevaba el peso porque ese día no habían llegado temprano los voceadores; camino a la escuela compraba El Nacional, que era el periódico que distribuían más temprano; a veces podía conseguir La Afición, o El Heraldo, que eran los que mejor información publicaban de deportes. A veces me conformaba con El Día; cuando me dio Sandra el boleto, me alejé, pero cometí la indiscreción de volverme a verla, y la observé pegando brincos como de celebración. No supe qué hacer. Alós no fue al the danzante, pese a que su familia era muy consentidora; era de los más adinerados de la escuela, pues su padre era dueño de un restaurante en el centro; vivía en una casa con jardín y todo en la Lindavista, y con frecuencia comía en mi casa, y alguna vez yo en la suya; muchas tardes, luego de hacer alguna tarea particularmente difícil, caminábamos hacia General Popo, aunque las hermanas Quiroz ya no le hablaban a nadie.
                En cambio, fue Modesto Nahúm Novia Serna (a quien muchos años después encontré como presidente municipal de Cocotitlán, Estado de México, pueblo que conocí cuando, en quinto año, nos llevaron de excursión, el día que descubrí  la discriminación, cuando las maestras Esther y Rosita, jóvenes y bonitas, se quejaron, sin advertir que las oía, del acoso de mi maestro Benigno Laguna, recién viudo –lloró desconsolado cuando regresó, al día siguiente del sepelio de su esposa—; dijeron de él: “indio xochimilca”); llegamos a las cinco en punto de la tarde, pero nadie había llegado, ni estaba preparado el patio, no habían puesto sillas, ni habían sacado el tocadiscos; nos salimos apresuradamente y comenzamos a caminar por las calles cercanas; se nos ocurrió comprar cigarrillos; ni él, que era de los mayores y más desenvueltos del grupo, ni yo, menos aún, sabíamos fumar; compramos Del Prado, y  a la primera fumada nos mareamos; nos recargamos en un árbol, a que se pasara el efecto.
                Cuando regresamos a la fiesta ya estaban las más achispadas alumnas de tercero: Patricia, Ernestina, Marta, Silvia, Marilú, Isabel; de segundo: Blanca Estela, Blanca (vivía a dos calles de Tenayo), Malena (conocida como La Chiva Loca); no habían llegado Sandra ni Lola, que eran las más esperadas; recargados en la pared, vimos cómo las anfitrionas se encargaban de repartir refrescos, de invitar a los asistentes a que bailaran (por esos días lo más difundido era el twist, aunque aún sonaban los primeros rocanroles de Teen Tops, Las Camisas Negras, Los Crazy Boys, Los Apson); el momento más tenso fue cuando aparecieron Sandra y Lola, quienes sin el uniforme parecían haber perdido el encanto; se veían aniñadas; las de tercero, en cambio, se veían más desenvueltas, alegres y mayores; además, iban los hermanos de Sandra, con el gesto de que nadie se les acercara, excepto Ricardo Blackmore, de segundo, al que daban permiso de pretender a Sandra.

                Ni modo de acercárseles; en cambio, Patricia, Ernestina y Marta se me acercaron: tú eres el que anda siempre con la brujita, ¿verdad?, la de primero; es una loca, no le hagas caso, te va a llevar a la perdición; muertas de la risa, me cercaron. No bailes con ella, no te conviene, sólo te busca por tus calificaciones, mejor vente a bailar con nosotras. Nadie fue más popular que yo ese mes, el último escolar.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Feminización del lenguaje; más de la Industrial; Cristina Pacheco

La Real Academia (de la Lengua) Española se braga y dice que dejará de ser sexista, que en la próxima edición de su diccionario dará más espacio a la feminización de las profesiones antes sólo adjudicadas a los hombres; es decir, que a las mujeres que se dediquen a impartir justicia en vez de “la juez” podrá decírsele “la jueza”; claro que tendrá, para este caso, modificar la acepción actual, porque jueza es “esposa del juez”, además de que ya existía desde la edición de 2001, desde entonces anacrónica.
                Pero se meterá en problemas en otros casos: por ejemplo, las que se dediquen a la albañilería podrán ser mencionadas como las “albañilas”, que era como le decía Jorge Ibargüengoita a las obreras de la construcción en la Unión Soviética; resulta que ya existe “albañila”, pero bajo la acepción de “abeja”, lo que puede prestarse a chistes suicidas. En general, habría que pedirle a los académicos que revisen bien su trabajo, porque en muchos casos, la mayoría, desde la edición actual (es un decir) con ponerle la “a” al oficio ya lo considera adjetivo o sustantivo femenino, pero desperdician espacio, porque, por ejemplo, existe la entrada “carpintera”, que remite: “véase carpintero”, pero resulta que en la entrada a la que remite dice “carpintero / ra”.
                Podría pensarse que, como dice Lucy Van Pelt cuando renuncia a un beso de Schroeder por conectar un cuadrangular, que se trata de otro triunfo del movimiento feminista; más bien habría que verlo como una debilidad de la RAE que hace creer a las mujeres que les da la razón, sin remitirlas al diccionario para que vean que no estaban tan discriminadas, y una concesión que, en todo caso, volverá caducas y anticuadas algunas obras literarias, y muchos filmes, y obsoletos demasiados discursos políticos.
                Falta ver si las mujeres admiten como triunfo esta medida, porque a la fecha se niegan a aceptar las palabras que designan la feminización de muchos oficios: no he visto que en los diarios designen a las mujeres que conducen un auto como “choferesas”, que es el término que le da el DRAE a las mujeres que, “por oficio”, conducen un automóvil, sin darse cuenta que en la acepción de “chofer” (o “chófer”) no se dice del hombre que conduce un automóvil, sino la “persona” que lo hace. Hasta donde sé, las mujeres no aceptan una palabra tan fea como choferesa, ¿pero ahora aceptarán que se les diga “chofera”? Tampoco aceptan que el término con el que se designa a la mujer que escribe poesía sea el de poetisa, y prefieren la masculinización de su oficio, que la RAE, en su afán de quedar bien, lo hace convivir con el de poeta, que ahora ya no se le adjudica al hombre, sino a la persona que la escribe (bien o mal; claro, habría que ser justos y adjudicarlo, en todo caso, al que escribe buena poesía), y se olvidan de la etimología de persona, que es “máscara de actor”, “personaje te-atral” (la RAE debería de cuidar sus ediciones y evitar esos errores, típicos de la tipografía de computadora), y sobre todo, que la segunda acepción del término es “hombre o mujer cuyo nombre se ignora o se oculta”. Con esa lógica, habría que hablar no de la alcalde o la alcaldesa, sino de la alcalda.
                Las feministas no aceptan tan fácilmente que con una simple feminización se acabe la injusticia laboral, social, judicial, política, económica; no pueden, no deben conformarse con un aparente triunfo que no oculta la verdadera discriminación, que está en el significado de algunos términos, como los casos sabidos de zorro y zorra, hombre público y mujer pública, puto y puta, y que no borrarán los académicos con una simple “o /a”; en todo caso, ¿quién será el académico que se ponga a actualizar las obras que desde hace más siete siglos han usado esos términos en miles de poemas, relatos, novelas?
                Y en todo caso, habría que exigirle a la RAE que masculinice algunos términos; ya lo hizo con “modisto”, gracias sobre todo a la cinta de René Cardona con Mauricio Garcés, Modisto de señoras; pero faltan los dentistos, los futbolistos, los beisbolistos, los novelistos, los ensayistos y, en todo caso, los poetos, porque todos estarán de acuerdo que no es lo mismo la poesía masculina que la femenina, y no hablo en términos de calidad (¿cuántos buenos poetos no quisieran tener la calidad de Kyra Galván o Malva Flores?), sino de delicadeza, pensamiento, actitud. En vez de eso, la Academia, cuando menos la mexicana, podría llamar la atención de los publicistas: se cuidan de lo políticamente correcto y menosprecian la verdad científica y el buen uso del idioma; dice la publicidad que ingerir azúcar provoca diabetes (los diabéticos no pueden consumirla, pero eso es otra cosa), que antes que refrescos debemos tomar vasos con agua; tienen la misma cultura que los meseros, que cuando uno pide un vaso de agua dicen según ellos sarcásticos: será de cristal; mejor ni regañarlos, capaz que la llevan con un escupitajo. Más digno es cancelar la orden.

Y hablando del asunto, Margarita García Flores nos contó a Manuel Gutiérrez Oropeza y a mí que, en una reunión de feministas, allá por los años setenta cuando las mexicanas quisieron secundar a las estadounidenses y formaron grupos radicales con nombres tan exóticos como “tetas al aire”, varias manifestaron su decisión de no seguir permitiendo discriminación, injusticias, iniquidades, malos tratos hacia las mujeres; estaban de acuerdo en todo, hasta en el tono; de pronto, la anfitriona, hoy una de las más famosas y reconocidas feministas, aprovechando un silencio repentino, hizo sonar una campanita para llamar a la sirvienta y le preguntó a sus invitadas: ¿más galletitas, muchachas?

En la colonia Industrial las calles tienen nombres de industrias, fábricas, marcas comerciales, así como la Irrigación, de presas nacionales; son colonias congruentes, no como Polanco y Anzures, que combinan escritores (Cervantes, Shakespeare, Ibsen) con científicos (Kepler, Herschel, Leibniz), filósofos (Platón, Plinio –no dicen si el Viejo o el Joven--, Hegel, Kant) y políticos (Thiers) sin ninguna lógica, lógica que tampoco se aplica en la Cuauhtémoc, que tiene calles con  nombres de ríos, y la imita la Anáhuac con ríos, lagos y lagunas (algunos inventados, como Gascasónica); la Roma y la Condesa tampoco son congruentes: sus calles recuerdan los nombres de ciudades de la provincia mexicana.
                Las calles de la Industrial (aunque por allí se cuelan Robles Domínguez, Roberto Gayol y Basilisio Romo Anguiano) muestran la edad de esas industrias: La Polar (¿se referirá a la grasa para zapatos? No por las birrias, desde luego), La Carolina (telas), Necaxa (¿por la compañía de luz?; no por el equipo de futbol, que sí tomó su nombre de esa compañía) Cruz Azul (por la cementera; el equipo nació muchos años después), La Corona (¿por los chocolates o el jabón?), El Tepeyac (el jabón), General Popo (las llantas) Euzkadi, Éuzkaro, Tolteca (Cemento) Buen Tono, Larín (también chocolates), La Sirena, Victoria, La Imperial, Fundidora de Monterrey, El Fénix, La Primavera, La Huasteca, Río Blanco, Ánfora, Fortaleza.
                En las vacaciones de 1960-1961, en toda la colonia Industrial más las primeras calles de la Tepeyac Insurgentes sucedieron dos cosas sorpresivas: que podían los preadolescentes peinarse para atrás, y esos mismos descubrieron a las hermanas Quiroz, rubias costarricenses que enloquecieron a los de su edad; vivían en General Popo, en la misma que Sara y Marialex; en esa calle comenzaron a celebrarse thes danzantes. General Popo se convirtió en el destino de quienes vivían en Fortaleza, Corona, Cruz Azul; tanto las Quiroz como Sara y Marialex se divirtieron provocando grietas y rupturas en el antes unido grupo de muchachos que compartían la sabiduría futbolera y la habilidad para practicar ese deporte; las costarricenses llamaron “maripepos” a los muchachos que se paraban en la esquina de Fortuna y General Popo, enfrente del edificio donde vivían; de pronto aparecía la madre, que los corría a gritos; ellos esperaban a que saliera alguna de las cuatro (Rosa, Olga, Guadalupe –rubia y se llamaba Guadalupe, “absurdo y antipatriótico”, según los Tres García– y la menor, de la que no recuerdo su nombre), por el pan, pero casi nunca salían solas.
                Las descubrieron Humberto Huerta, José Luis Desachy y Carlos Silva en una de sus excursiones en bicicleta, actividad que antes tampoco practicaban; pero un día decidieron descubrir el mundo más cercano y se toparon con las Quiroz; en la esquina de La Victoria con Huasteca encontraron una peluquería que, por una cuota extra, les hizo un corte de pelo que simulaba que se peinaban para atrás; al regresar de las vacaciones e ingresar a sexto año los vimos (también a Jorge López Sánchez, Soto, y otros) con los cabellos parados. Los imitamos, y por un buen lapso dejamos de pedir casquete corto.
                Fui de los últimos en todos esos aspectos; ya llevaban dos meses tratando a las Quiroz y a las Ferrer cuando las conocí; dos meses tratando de domesticar el cabello, y dos meses manejando bicicleta a más de diez calles de sus casas, teniendo que cruzar Misterios, Huasteca, Buen Tono y Fundidora, calles de mucho tránsito. Tuve la ventaja de que mi hermana Ana tuvo como compañera de grupo a Guadalupe Quiroz, y ella me informó del calificativo de “maripepos”, palabra que no encuentro en ningún diccionario, ni el DRAE, ni los de mexicanismos, ni el Panhispánico, ni en el de adjetivos ni en los de dudas; sospecho sin embargo que era ofensivo e insinuante de mariconería.
                En mucho menos tiempo domestiqué el cabello y desde entonces pude peinarme para atrás (bastaron litros de vaselina, y dormir con una media durante un par de semanas); me hice muy amigo de las Ferrar y sufrí la arrogancia de las Quiroz con más fortuna que mis amigos; vivo desde entonces con el infortunio de no haber aprendido a manejar bicicleta.

La colonia era tranquila para pasear; Insurgentes, uno de los límites fronterizos, como era carretera, tenía grandes terrenos a los lados, espacio donde se podía jugar futbol o futbol americano; el parque María Luisa era menos propicio para los remedos de deportes, servía para correr, lo mismo que el pequeño jardín entre Huasteca y Misterios y Eúzkaro; más se jugaba en el Parque Deportivo 18 de Marzo, con un diamante de beisbol bastante grande porque carecía de bardas, unas tribunas pequeñas, y unos dugouts inservibles por el olor a orines y absoluta falta de higiene; pegadito, un campo de tiro al blanco de arquería, que ya para entonces no tenía blancos, y estaba rodeado de árboles, por lo que servía para los primeros escarceos eróticos de los que se iban de pinta; una cancha de futbol con medidas reglamentarias, y que un tiempo sirvió de sede para los entrenamientos del Atlante, cuando era pobre pobre; una piscina olímpica donde, dicen, iba a entrenar Joaquín Capilla; dos pequeñas canchas de basquetbol, un gimnasio siempre cerrado, y un espacio con columpios y resbaladillas; alrededor de todo, pistas olímpicas que no servían porque en esa época no existía la moda de trotar para bajar de peso. Ya he contado varias veces que sirvió de escenario, por la cercanía de los estudios Tepeyac, para el juego de beisbol en la que don Gregorio pega un jonrón larguísimo en Hay lugar para… dos; en la cinta, la bola llega hasta el frontón, hasta el otro extremo del parque.
                Desde luego, cada año una de las atracciones era la carrera Panamericana, por todo Insurgentes; fuera de las fronteras de la Industrial había una abandonada estación de ferrocarriles; había estado en actividad durante la Revolución, y se dice que fue escenario de algunas escaramuzas de las que no encuentro registros en los libros sobre la Revolución, aunque fue probablemente donde López Velarde no se subió al tren en que dejaban la ciudad los carrancistas, rumbo a Tlaxcalaltongo; uno de los motivos: se despedía de María, que según el poema del mismo López Velarde y las reconstrucciones sobre todo de Gabriel Zaid, vivía cerca de la estación.
                Como en las escaramuzas hubo víctimas, seguramente, el rumbo se llenó de historias de aparecidos, de muertos sin sepultura que se aparecían en ese desolado lugar, que evitábamos de día y del que huíamos de noche, no obstante la cercanía de la papelería El Globo y de la Farmacia Briseño (debía decirle botica, porque todavía preparaban, en una hora, el jarabe de eucalipto que no curaba la tos, pero disminuía el dolor de garganta). Las dos historias más conocidas eran la del jinete sin cabeza y la del caballo sin jinete; al Bofré (beau-frère: cuñado, porque a todos le decía así) se le apareció un perro del tamaño de un caballo; era dado a las exageraciones, pero cuando llegó a la casa de Arturo Magallón a contarlo, todavía sudaba frío y traía el cabello, literalmente, de punta; también tenía los pelos parados el gato de la casa de Mario y Arturo Magallón, que salió corriendo de la recámara, huyendo sin regresar nunca, a causa de un monje que salió de un ropero, según el testimonio de Barradas, quien también estaba pálido y con el cabello de puntas. Se dice que en la Basílica, a medianoche en punto, se escuchaba un lamento angustioso; algunos explicaban que era la acumulación de rezos durante todo el día, y que escapaban de la cúpula cuando ya estaba todo en silencio.
                Por la cercanía de la Basílica se escuchaban con claridad las campanas que daban la hora; muchos de mis compañeros sabían reconocer si era el cuarto o la hora exacta, y qué hora; para mí era tan inidentificable como las marcas de autos que Jaime García Sánchez, Humberto Huerta, Jorge Sánchez López, Carlos Silva y otros podían reconocer desde lejos; los más populares de mis compañeros lo fueron sólo un año, porque Mario Cerón Buendía (Mario sacó un cero un día, mi primer juego de palabras) reprobó primero, y Renato Vaca, mi compañero en cuarto, seguía en quinto cuando yo ya estaba en secundaria.
                Viví en Tenayo desde 1955 hasta 1973; estaba a media cuadra de Fortuna, calle fronteriza entre la Tepeyac Insurgentes y la Industrial; en Fortuna, entre Tenayo y Atepoxco, ocupaban un cuarto de manzana los baños Guadalquivir, cuyos vigilantes eran los hermanos Reyes, no el conjunto musical sino Eduardo y Arturo y su hermana Araceli; su padre era el cuidador, y quien entregaba las toallas y las llaves de los casilleros en vapor general. Araceli ponía a flotar a toda la población masculina de mi edad, más o menos; asombró a todo el barrio cuando se casó con Temo, el más feroz de los pandilleros del rumbo: ¿cómo, ella tan bonita?, decían las señoras; pegada a los baños estaba la peluquería también Guadalquivir donde me trasquilaron toda mi infancia, hasta que descubrí otra en Ricarte donde me dejaban el corte regular al que los de la Guadalquivir se negaban, amigos de mi padre, ni a dejarme el cabello largo; en la esquina había una papelería; cruzando la calle, la secundaria 24, de puras mujeres; enfrente, esquina de Fortuna y Misterios, una papelería que atendían unas muchachas coquetas y risueñas; enfrente de los baños, la carnicería de don Manuel, forofo del Toluca y hermano del Cuate Arellano, suplente del Fumanchú Reynoso, el mejor medio del Necaxa (en Fortuna y Hernández, en la glorietita, vivían Araceli y Gloria Arellano, sobrinas de Jaime Arellano, el otro medio del Necaxa y al que le decían también el Cuate porque era amigo del  otro cuate); en Hernández y Atepoxco vivían los hermanos Gama, tackles de Pumas de la UNAM y grillos políticos; se dice que a media cuadra vivía Felipe de la Garma,  pero no pude comprobarlo.
                En las esquinas sur de Fortuna y Tenayo había dos tiendas: la de Don Antonio (La Guadalupana), pequeña y bien surtida, y otra, que llegó después, donde le regalaban una cerveza al que podía tomarla de un solo trago, como lo hacía El Ciego Melenas, que fue durante unas semanas miembro de las fuerzas infantiles del América; a media cuadra había una verdulería, una bolería, una paletería donde una vez al año comprábamos nieve; en Fortuna y Unión, una gran ferretería, atendida por Pepe Infante, quien vivía arriba; su esposa, la señora Yolanda, era amiga de las señoras de la colonia; su cuñado famoso andaba en su moto asediando a las señoras jóvenes y diciéndole cuñado a sus hijos pequeños. En la frontera norte había un garaje gigantesco, y pegado, y hasta Zacatenco, el cine Tepeyac, propiedad de mi tío Ramón, según los decires. Todos los días, de lunes a viernes, iba a ver los cartelones de las funciones de los siguientes días, como el niño de los sueños de Truffaut en La noche americana. En Ticomán, que no llegaba a Fortuna porque la cortaba la parte trasera del cine, vivía la hermana de Pepe Ruiz Vélez, uno de los conductores de Estrellas Infantiles Tofico; los chiclosos Tofico fueron responsables de las caries que sufrieron cuando menos tres generaciones de escritores mexicanos; su sobrina Verónica fue mi amiga durante muchos años, y mi cómplice de travesuras en la secundaria; me llevaba muy bien con sus hermanos, y nuestras madres se  juntaban con frecuencia para platicar; Fito, uno de los hermanos mayores, fue quien me protegió cuando quisieron raparme, como novatada, cuando ingresé a la secundaria 12; como insistían, Agustín Granados, quien ya estaba en la prepa 1, y sus amigos Mario Mazú, Luis Vega y Jorge Orta, amenazaron con agredir a quien se atreviera a tocarme un pelo.

Al hablar de algunas de mis amistades he sido injusto; debí de haber hablado antes de mis larguísimas charlas con Cristina Pacheco, su cpumulo de anécdotas, de impresiones; con la reciente muerte de Doris Lessing vinieron aquel intercambio de libros, sus orientaciones y su amabilidad al pedirme juicios; nos veíamos en las redacciones de periódicos, a veces de prisa, a veces con la suficiente calma como platicar durante muchos minutos, y siempre quedamos con las ganas de continuar una tertulia a veces inconclusa, siempre pendiente… Pero como con José Emilio, siempre temo quitarle el tiempo, a ella que hace tantas cosas y con una perfección envidiable en el periodismo mexicano, sin las veleidades de otros reporteros, y con la señalización de injusticias e iniquidades; cuando hablo con ella me quedo con la sensación de que soy más optimista de lo debido, y que me pierdo de aspectos en los que se demuestra que no estamos tan bien como a veces creo. Y por elogiar su periodismo nos quedamos sin disfrutar de su prosa no por exacta menos rica.
                Es gran amiga de mi hijo Diego, quien editó algunos de sus libros; su amistad no ha dependido mi amistad con José Emilio; hemos compartido tareas, y he sido beneficiario de sus muchos oficios, de los que no todos están enterados; por ejemplo, la primera colección de libros publicada por Contenido, a su cargo; de lo que hizo en Labor, donde, entre otras cosas, publicó la mejor edición en español de Frankenstein, mejor incluso que la muy buena de Alianza Editorial; con ella tuvo una de sus mejores épocas la Revista de la Universidad de México,  en la que tuvo la gentileza de invitarme, sin rechazar mis notas, excepto una, y en la que me salvó de alguna impertinencia. También olvidamos que con ella, el legendario sábado tuvo su mejor época, aunque no la más polémica.
                Alguna vez reseñé uno de sus libros, Sopita de fideo, y tuvo la amabilidad de agradecerla con unas palabras que no he olvidado, casi textuales: “es que te tenemos miedo, Lalito, te tenemos miedo”; si no señalé errores fue porque no los hallé; de ella, entre otras pocas personas, aprendí que la amistad se demuestra no con elogios sino con observaciones justas. Para Contenido preparamos la condensación de uno de sus libros de entrevistas; al seleccionar las fotografías tuvimos varias sesiones llenas de anécdotas y carcajadas, lo que no quiere decir que no sea extremadamente seria en su trabajo. Me tardé mucho en regresarle las fotografías, no por desidia, sino por recordar la explicación que me dio de cada una.
                Es y ha sido una gran amistad la suya, y sólo lamento el poco tiempo que hemos tenido; nuestra charla, a lo largo de casi 40 años, no tiene fin, aunque haya tenido muchas interrupciones. Bueno, también lamento no haber tenido la oportunidad de publicar alguno de sus libros.


En uno de los programas televisivos, CSI Miami, el principal protagonista, quien siempre anda con la cabeza ladeada, resuelve, a lo largo de dos episodios, una lucha contra la burocracia diplomática; para atrapar al malo y que reciba su merecido, no se detiene en hacerle ver al padre del malo que su mujer le fue infiel; así, cuando meten al malo a la patrulla, el héroe de la serie le hace gestos con la mano, como diciendo lero lero; en el futbol americano, el árbitro principal le tiraría el pañuelo amarillo (to flag a mistake: señalar un error) para marcar conducta antideportiva y lo castigaría con 15 yardas. Pero en la vida real tampoco lo hacen: el head coach de Pittsburgh se metió a la cancha para interrumpir un regreso de patada; la interrumpió y evitó una anotación; la multa fue de cien mil dólares, aunque debieron de haberlo expulsado (tampoco expulsaron de por vida a Javier Aguirre, cuando tacleó, como entrenador, a un jugador del equipo rival, con lo que manchó de manera irremediable su antes limpia trayectoria).