lunes, 26 de julio de 2010

Combate a las bibliotecas

Todos los lunes, al salir de Bellas Artes, pasábamos a la Porrúa de Avenida Juárez para ver las novedades de la semana; en el aparador exhibían los libros que acababan de surtir las editoriales el fin de semana; aunque nos interesaban sobre todo los de literatura, había otras materias que ofrecían títulos más que interesantes, sobre todo de historia y de política; cada semana aparecía un nuevo número de las Selecciones del Séptimo Círculo, y corríamos a la Del Prado a comprarlo, pero ya sabíamos qué queríamos.
También era el día que íbamos a Joaquín Mortiz, y aunque don Joaquín era siempre amable y amigable, a quien le quitábamos más el tiempo era a Bernardo Giner de los Ríos; y a la salida nos entregaban el paquete de las novedades, que comentaba en los espacios que tenía en dos diarios.
Pero nuestras visitas a las librerías no se limitaban a los lunes; con frecuencia le quitábamos el tiempo a Roberto, el encargado, el segundo de a bordo de la Librería del Sótano (no El Sótano, como ahora), a menos que estuviera muy ocupado, pero también hablábamos con Irma, la cajera, o con Gerardo López Gallo; o en la Del Prado, con mi generosísimo amigo Carlos, o con Humberto o un poco menos con el tímido Álvaro (ahora desatado), y muchas veces con don Félix; o en la Hamburgo con Toño Navarrete, otro amigo de gran generosidad, y quien me hizo el primer encargo de un libro para una de sus muy exclusivas ediciones.
En todas las librerías nos topábamos con los agentes de las editoriales: de Alianza, Barral, Avándaro, Era, Siglo XXI, Seix-Barral, el Fondo de Cultura Económica, y nos enterábamos no sólo de las novedades, sino de los títulos que volvían a promover; “ya nada más tienes un ejemplar de éste, ¿te mando diez?”, y comenzaba el regateo: cinco; ocho, lo van a buscar, no se ha movido. También nos hicimos buenos cuates de esos vendedores, y aún nos los topamos en ferias de libros.
Eran épocas en que a cada rato descubríamos autores o títulos que ignorábamos, y acudíamos a las librerías de costumbre a conseguirlos; o a algunas que no frecuentábamos mucho, como las que estaban en Insurgentes, cerca de la entonces casi nueva glorieta del Metro; o a la Universitaria de Insurgentes 300, o a la menos de moda Zaplana de San Juan de Letrán, o a la agonizante De Cristal de las Pérgolas de la Alameda, asesinada por la construcción de la línea 2 del Metro; o a las otras Zaplana de Insurgentes o de Tacubaya, o a la Madero, o a la que estaba detrás de la Hamburgo y donde conseguí un chorro de primeras ediciones de Juan Goytisolo.
No siempre encontrábamos lo que buscábamos, aunque me hice de la fama de conocer las librerías mejor que sus dueños, lo que me hizo acreedor a una invitación al encuentro de libreros y editores en La Paz, en 1980.* Pero si no lo encontrábamos, lo pedíamos y en dos días cuando mucho nos lo tenían, en cualquiera de las librerías donde pasábamos el tiempo en que no trabajábamos o no leíamos.
Algunas veces se nos pasaba de noche alguna novedad, pero no pasaba mucho tiempo sin que alguien, como Roberto Fernández Iglesias, o Francisco Elorriaga, o Jesús Márquez Narváez, nos hablaban de ella, y nos lanzábamos a conseguirla; o alguien lo recomendaba o lo castigaba en alguno de los suplementos o revistas que puntualmente reseñaban libros; a veces, en las propias redacciones nos entregaban un ejemplar para que lo comentáramos.
Los viernes, cuando no iba a hablar de libros en el programa de Sergio Romano en canal 11, me iba a las librerías de viejo de avenida Hidalgo; un día se me desapareció una, en la que encontré muchas maravillas a precios bajísimos, y además muy bien cuidados; uno de mis sueños recurrentes es que, repentinamente, la encuentro entre Viana y Lerdo Chiquito; me despierto angustiado porque sé que ya no existe. Regresaba a la casa cargado de maravillas que alguna vez despertaron la codicia de Bernardo Giner, cuando confesó que le daba envidia alguno de los títulos que estaban en el librero del comedor; puestos a comparar, entre algunos amigos hemos visto con amargura títulos que siempre anhelamos, en los libreros de amigos que en ese momento se convierten en enemigos; hay algunos generosos que de pronto se encuentran dos o más ejemplares salidos de bodegas recónditas, y adquieren varios para los amigos.
La primera vez que fui a casa de Emmanuel Carballo no fue para entregarle ningún manuscrito, sino para espiar sus libros; la primera vez que entré a casa de Gustavo Sainz expurgué varios de sus libreros para ver cuáles había leído; cuando fuimos vecinos de Francisco Elorriaga, revisábamos con lupa sus libreros mientras él revisaba los nuestros, y mucho del respeto que le tenemos a algunos conocidos es por saber que tiene una biblioteca bien surtida, y sobre todo leída;** así, nos llenamos de vanidad cuando algunos de nuestros cuates no muy cercanos expresan su azoro al saber la cantidad de libros que atesoramos, pese a que no guardamos todo lo que adquirimos o leemos, por imposibilidad de espacio; “¿tantos?, ¿dónde los guardas?”, preguntan sin saber los trucos a los que recurrimos, todos los sitios que aprovechamos para guardar, y lo más ordenadamente que se puede, aunque de sobra se sabe que una biblioteca viva nunca está quieta, y que los libros se esconden cuando queremos presumirlos, o se entremezclan con otros de un género distinto: ¿qué tiene que estar haciendo una filmografía de John Ford con los ensayos sobre la Revolución Mexicana?; ¿qué las novelas de Álvaro Uribe con los de la Revolución Francesa?, ¿o los de Felipe Garrido entre los de sociología?, ¿o algunos de poesía entre los de beisbol? A veces saltan las sorpresas: entre libros que se han ido quedando rezagados encuentro la primera novela de una autora que ahora es célebre y que no habla con orgullo de ese primer libro, y no sé si chantajearla o compadecerme de ella; de pronto, una primera edición que no recordábamos que la tuviéramos. Imposible domesticar una biblioteca, que a veces hace jugadas terribles; un matrimonio de escritores, amigos nuestros, llegó a un acuerdo amistoso para hacer una separación civilizada; al repartirse la biblioteca comenzaron a discutir por algunos títulos (él quería quedarse con unos que ella consideraba suyos, o ella quería deshacerse de otros, que él rechazaba); el acuerdo se rompió y la separación fue más amarga por esas discusiones que por los motivos por los que habían decidido separarse; otra pareja, por la misma época; decidieron seguir juntos pese a las diferencias irreconciliables con tal de no desbaratar su biblioteca.

Aunque en las Gandhi presumen de que pusieron la primera librería sin mostradores en la ciudad de México, desde los años cincuenta entraba a la Zaplana de San Juan de Letrán, que no tenía mostradores, y hurgábamos entre los estantes para encontrar algunas rarezas;*** la del Sótano nunca estuvo cerrada, ni siquiera cuando aún no tenía ese nombre y estaba en la glorieta de Juárez y Reforma y se llamaba El Caballito (junto a un Kikos que ofrecía unas hamburguesas deliciosas); y así eran la Universitaria y la Hamburgo, y ya sabíamos el orden en que guardaban los ejemplares, y dónde teníamos que buscar, por autores, por géneros o por editoriales. Ahora los encontramos por casualidad.
En el más reciente (¿en serio, no acaba de salir uno nuevo?) de los libros de Pedro Ángel Palou, afirma que encontró un libro rarísimo en la Madero, que se distingue por tener un montón de libros rarísimos, además de quienes la atienden; pero hablaba de Enrique Casillas, el propietario; de don Tomás Espresate a Enrique Fuentes pudo haber alguno que yo desconociera, pero no, es una confusión de Palou; pero ni Fuentes ni Álvaro pudieron comprobarlo porque la editorial no se los mandó, aunque la librería está especializada en historia, porque las nuevas editoriales exigen una cuota de libros vendidos, y si no la cumplen, dejan de surtirles; no es la ley del precio único, sino ese criterio de las editoriales, lo que va a acabar con las librerías en México; ya hay pocas librerías que uno puede recorrer buscando nuevos títulos o, mejor, algunos que se nos haya pasado de la mesa de novedades, pero resulta que ya no resurten; si un libro de entrada no tiene buena recepción, en poco tiempo lo consideran desechable, y uno tiene que esperar a la feria de clavos que cada año se pone en el Auditorio; ellos dicen que de libros que se deben salvar de la guillotina; en realidad expían sus culpas por su pésima distribución, por su negligencia al vender, por la falta de interés en el lector.
A la muerte de Carlos Monsiváis alguno de los expositores de la última feria en el Auditorio recordó que algún año Carlos acudió con ¡mil pesos!, pero no se fijan que Vicente Leñero se gasta como cinco mil pesos, por encontrar títulos que no llegaron a las librerías, o que no lo resurtieron ni una sola vez; en la última, en un solo día, en un solo puesto, me gasté lo que Monsiváis en toda la feria (según ese mal memorioso; seguro que no se dio cuenta de cuántas veces se gastó eso y más en un solo estante). Al parecer, los editores están seguros que los lectores no compran libros; hace unas semanas vi, sin poder comprarla, una biografía de Sylvia Beach; la busqué en varias librerías, y lo más alentador que encontré fue en un Péndulo: sí lo tuvimos, pero ya no lo tenemos; y no dejé de pasar más de dos semanas en tratar de conseguirlo. Lo más grave es que no saben quién fue Sylvia Beach ni qué es la Librería Shakespeare; además, nos ven como si cometiéramos un crimen por buscar lo que no tienen.
Hace unos días vi un anuncio en facebook: un tomo con la poesía reunida de Kyra Galván; para quien sabe de poesía, eso es una noticia formidable: lo busqué, y encontré en una Porrúa nueva; pero me llamó la atención que el empleado primero la buscó en su computadora, comprobó que lo tenía, dio dos pasos a su izquierda, y lo encontró; es evidente que no conoce su librería como la conocía Roberto, el de la Del Sótano, o los mosqueteros de la Del Prado, o Navarrete o su sobrino Islas, y antes Navarrete en Zaplana, o Raúl Guzmán en la Universitaria, y desde luego Polo Duarte en Libros Escogidos y los del mostrador de las Porrúa, que no necesitaban de computadoras para saber en qué plúteo estaba el ejemplar pedido.
Pedir un libro que no tenga una librería no sirve, pues pocas veces lo consiguen, o por desinterés o porque las editoriales están empeñadas en sacar lo que está en camino y en promover las novedades del mes, más que en renovar lo que está en bodegas. En Libros Escogidos era un chiste cotidiano afirmar que el saludo de Polo Duarte no era un sonriente “buenos días” sino “no lo tengo”; ahora es una realidad: si no compramos un libro durante los tres primeros meses en que comenzó a circular, lo más seguro es que no lo encontremos.
La consecuencia es que las editoriales sólo se interesan en los libros que se venden de inmediato; antes les llamaban libros estufa. De ellos hablaremos en la siguiente.

*El día que murió Salvador Novo me topé en la esquina de Juárez y López a Miguel Ángel Flores; ¿no sabes dónde encuentro Toda la Prosa? En la Del Prado, le dije; vengo de allá; lo forcé a que me siguiera a esa librería (no sé si confundo el día, pero recuerdo que nos encontramos a José Emilio Pacheco y a Salomón Láiter, y platicamos unos minutos); al entrar, le reclamé a don Félix Moreno: ¿por qué no quiere venderle libros a Miguel Ángel? Porque pide lo que no tengo; busque en el rincón de arriba, en el ángulo derecho; allí estaba; algo parecido me sucedió en la Del Sótano; me gané un desayuno con Gerardo López Gallop, quien estuvo a punto, años después me confesó, de ofrecerme chamba con él; otro hubiera sido el destino...
**¿Cuántos libros tiene Gustavo Sainz?, me preguntó Carlos Monsiváis un día que sí lo encontré, en su casa; como 18 mil; ¿ordenados? sí; yo también tengo como 18 mil, pero cuando quiero releer Pedro Páramo tengo que ir a comprarlo; ya lo tengo como 15 veces.
***Como casi todos los que me interesaban de Los Presentes.

Posdata. Hoy lunes 26 de julio Matt Garza lanzó el quinto juego sin hit de la temporada, y faltan cinco días de julio, todo agosto y septiembre y otros días de octubre. ¿De veras no están tomando esteroides los pitchers?

domingo, 18 de julio de 2010

Escuela de vagabundos, una película engañadora / II

Emilio García Riera, en sus dos versiones de la Historia documental del cine mexicano, insiste en que argumento y dirección ayudan a los personajes que interpreta Pedro Infante en sus cintas, porque cuenta sobre todo con la simpatía del director, y del público; en el caso de Escuela de vagabundos esa preferencia es muy marcada, porque al primer día se gana la confianza de la familia Valverde, coquetea con todas las mujeres que habitan la casa, se faja a la que está en edad de merecer (Blanca de Castejón ya está pasadita, Dolores Camarillo es comparada con la Nana Pancha, Anabelle Gutiérrez muy menor; sólo quedan Ana María Villaseñor y Miroslava), entabla competencia desleal y ventajosa con el mayordomo Eduardo Arcaraz, se burla del novio sin derechos de Miroslava, Fernando Casanova (sólo guarda prudente distancia con Óscar Pulido) y se toma atribuciones que no le corresponden.
Pese a la advertencia que hace Pulido para que se le despida, y de que las tres mujeres oficiales de la familia sean discretas en la cena que darán a varios invitados, sobre todo al señor Vértiz y familia, lo desobedecen y hacen que Infante parezca más presentable, Arcaraz le presta uno de sus smoking (traje especialmente hecho para fumar, como su nombre lo indica), y asegura que Alberto Medina se ve bien gracias a esa prenda; ése es uno de los mayores descuidos del guión, y es extraño que no se le hayan puesto objeciones, porque Arcaraz es visiblemente más robusto, o gordo, que Infante; ¿cómo es entonces que le queda bien?, ¿le hicieron una compostura que le ocultaron al espectador? Gracias a eso, puede parecer otro de los invitados, sobre todo por la feliz intervención de Liliana Durán, hija del señor Vértiz: “soltero, y yo lo vi primero”, y lo toma del brazo, lo lleva al bar, le coquetea abiertamente, y responde como gata enfurecida cuando otras mujeres (sin crédito ni en la cinta ni en otras fuentes, pero merecerían llevarlo, por pícaras) intentan arrebatárselo; aunque Pulido le hace señas de que vaya a cumplir con sus deberes (que no se especifican), la insistencia de Durán hace que acepte que se quede; Gutiérrez chismea que canta muy bien, y Durán insiste en que lo haga; interpreta una canción de moda: “¿Quién será?”, del millonario (¿lo habrá sido? Seguramente, porque director de orquesta, no) Pablo Beltrán Ruiz, pero supongo que se le adjudica al compositor y de los buenos Medina; durante la canción, todas las mujeres se muestran arrobadas, excepto Miroslava, que hace los mohínes acostumbrados en el cine mexicano (y justificados: uno no sabe qué hacer cuando le cantan algo; las mujeres cuando menos tienen el recurso de morder el rebozo); Durán, quien se muestra complacida, y De Castejón, quien se muestra ansiosa y hace señas, en la pregunta recurrente de la canción, de que ella es (la que lo quiere a él). Asombra que ni los guionistas ni el director ni Pulido se den por enterados.
Cuando Carl-Hillos (Carlos Bravo y Fernández, reportero de espectáculos que se colaba como extra o bits o cameos en un montón de películas, 146 para ser exacto; noto con terror que he visto 135 de ellas) anuncia que la cena está servida se crea un momento de confusión cuando De Castejón designa los lugares a la mesa, y repara en Infante: “Alberto, ¿qué hace usted allí?”, para susto de la familia, pero remata: “su lugar está junto a mí”; Casanova (¿por qué está invitado?, ¿pertenece a la elite que rodea al empresario Pulido?) aprovecha para poner en aprietos a Infante: “no lo reconocí sin el uniforme”, e Infante revira: “estuvimos en el Colegio”, es de entender que militar; sin embargo, ninguno de los dos hace gala del grado cuando menos de subteniente retirado del ejército mexicano; Casanova pierde la oportunidad de preguntarle por algún maestro.
Óscar Ortiz de Pinedo, en una de sus peores actuaciones, pregunta si han oído el chisme de que una vieja loca que vive por esa zona recoge vagabundos, y remata con una risa desagradable con la que finaliza sus intervenciones; una risa muy teatral; Infante reta: un vagabundo puede pasar inadvertido en una reunión pomadosa; Ortiz de Pinedo lo pone en duda: “pongamos mi caso”, vuelve a retar Infante, y Ortiz de Pinedo insiste en que es imposible; al final se ve que tiene razón, porque el compositor y de los buenos Medina pertenece a esa elite, aunque no lo reconozcan. La reacción de De Castejón es de desconcierto y un poco de indignación, lo que contradice su atarantamiento y su necesidad de proteger vagabundos.
Durán, muy graciosa (temo no ser objetivo, pero ni modo), asedia a Infante con preguntas, y lo compromete a que se vean al día siguiente en el Country Club.
Luego de la cena, Ortiz de Pinedo pregunta a Infante si está de acuerdo con una emisión de bonos que lanzará Pulido; es otra de las escenas inverosímiles, a menos que el potentado (eso se da a entender) Ortiz de Pinedo sea de una ingenuidad maravillosa que confía en cualquier desconocido.
Al final de la fiesta De Castejón dice la más famosa de las frases de la cinta, y de la carrera de ella: “Qué bueno que vinieron, si no qué hubiera hecho con tanta comida”; la frase es sensacional, memorable, y repetida por todas las generaciones cinéfilas o no, desde el 27 de enero de 1955 en que se estrenó en el cine México, fufurufo comparado con los cines de la Merced donde se estrenaron algunas de las cintas más famosas, ahora, de Infante, como la saga de Pepe el Toro; había subido de categoría, aunque Salvador Novo, admirador de Negrete, seguía calificando de peladito a Infante.
La frase, retomo, es memorable, pero injustificada: antes de la cena vemos a De Castejón haciendo una minuciosa lista de invitados, y la comenta; incluso anticipa que una de ellas coqueteará con él, aunque todavía no sabe que va a confundirse con otro de los invitados; un descuido más grave es que no contaba con la presencia de Infante a la mesa, en la que lo incluyen por Durán, que no lo deja en paz y le hace pregunta tras pregunta. Sin embargo, la comida alcanzó (aunque no para Carl-Hillos).
Rogelio González por una vez no se engolosina, y en vez de alargar la escena en la mesa, la corta más o menos rápido; es chocante la posterior, donde Infante se despide de la melosa Durán, y Miroslava de Casanova, porque Infante es cuando más insiste en su insolencia, y después en la arrogancia. Después quién sabe de dónde consigue unos mariachis y le canta a Miroslava, quién sabe con qué pretexto, “Cucurrucucú Paloma”, por suerte de José Alfredo y no de Medina. Pero hay una escena mucho más inquietante que ha pasado inadvertida: De Castejón pregunta cómo estuvo la fiesta y le pide a Pulido que se la narre; pero lo llama “Emilio”, cuando el personaje se llama Miguel; sería curioso averiguar a quién se refiere.
A la mañana siguiente Arcaraz lleva una charola con un desayuno suculento; la familia Valverde lo ve pasar de largo y se burlan; él reclama: “ruego a los señores me avisen cuando tengan invitados”; todos suben al cuarto de invitados, y se asombran de que quien lo ocupa sea Infante; pasa también inadvertido que cuando Arcaraz informa de quién se trata, Pulido entra a reprenderlo y supuestamente echarlo; no ha pasado ni un minuto, pero Infante ya devoró el desayuno: ¿remembranza de Pedro Chávez, el motociclista de ATM? Infante reclama que ya perdió su empleo, y le chismea a Pulido que habló con Ortiz de Pinedo acerca de los bonos; Pulido cambia su actitud; una buena escena se echa a perder con el telefonema de Durán, porque Infante se sobreactúa y exagera; un descuido más: Pulido ordena que le consigan ropa adecuada a Infante, porque tiene que ir de inmediato al Country Club, pero no dice a dónde, ni quién va por ella, ni cómo la consiguen.
Anabelle Gutiérrez, al enterarse de la cita, se burla: “ya sé quién también va a ir al Country Club”, canturrea, pero al ver la mirada molesta de Miroslava, remata: “y ésa voy a ser yo”. Le sale muy natural.
Otro descuido enorme: si Infante queda de ver a Durán en el club, ¿cómo se va?, porque el auto lo llevan Miroslava y Gutiérrez. Y si tiene que verla dentro, ¿cómo hace para entrar, si se supone que es privado y exclusivo?
Liliana Durán se ve muy guapa en traje de baño, aunque no es incitadora ni inquietante la escena, porque ella es la que pone la picardía, pero guarda cierta distancia; a lo más que llega es a abrazar a Infante; él la sostiene boca abajo, pero apenas puede apreciarse la belleza de las piernas, y nada del trasero.
En cambio, Gutiérrez y Miroslava están muy guapas en traje de baño, sentadas a una mesa de jardín, Miroslava con un coctel (¡en la mañana!) y Gutiérrez con un Orange, doble, que recalca con una indicación de las manos; pero en otro descuido, Gutiérrez pregunta a Miroslava si Durán en efecto no sabe nadar; “ésa fue campeona el año pasado”: ¿cómo es que Gutiérrez lo ignora, si anda de arriba para abajo con Miroslava? Ésta alega que le duele la cabeza y ordena que se vayan: Gutiérrez echa el coctel en su Orange doble (ahora el Orange ya no sólo es de Orange, también de piña, de tutti-fruti y de otros sabores; pasa lo mismo con el Chocomilk de fresa: una total aberración). Asombra que no hayan protestado por el consumo de alcohol por una menor de edad.
Ya en la casa, Infante va quién sabe para qué, porque de inmediato se vuelve a ir con Durán, no sabemos a dónde ni qué van a hacer; sólo sirve para ver a Miroslava preparar su famoso pastel de pepinos, leche, azúcar, harina, huevos y cebolla; la excelente escena se frustra porque culmina cuando él se burla de ella (“ni lo mande Dios”, responde cuando ella pregunta si no se quiere llevar de ese pastel a Durán) y Miroslava avienta el recipiente contra la puerta.
Infante, ya de noche, encuentra cerrada la puerta (¿qué esperaba?) y va a dormir al cuarto de criados, donde se supone que está Arcaraz; éste, sin embargo, avisa a la familia que Infante no está en el cuarto de huéspedes; poco antes se ha visto a unos motociclistas ir a la casa de un amigo de Medina, dueño de la carcacha accidentada; con una incongruencia mayor, la noticia llega con gran velocidad a Excélsior, que la publica en primera página, con una fotografía de Infante en smoking, tomada seguramente de Ansiedad; cuando lo descubren comienza una serie de movimientos bruscos, precipitados, fuera de ritmo, que desbalancean todo el filme; muy pocas comedias mexicanas tienen buen final, la mayoría recurre al absurdo, a la carrera, al desorden; pocas podemos recordar que tengan un final decoroso; hay un director afamado que comete el mismo error; pocas cintas de Blake Edwards terminan sin corretizas que hacen desagradable lo que había sido divertido; echa a perder The Party y A Fine Mess, y casi echa a perder 10 y las dos primeras de la serie de La pantera rosa. Y Rogelio González, con tendencia al desorden, aquí abusa: De Castejón amenaza con desmayarse; Villaseñor y Camarillo, que ven a Infante que pide le abran la puerta, se desmayan también, sin convicción y muy sobreactuadas; su pretexto es que creen haber visto un fantasma; mientras, Miroslava se desmaya de la impresión: Pulido y Gutiérrez entran y salen de la cocina, derraman agua y sales aromáticas, se tropiezan y caen, él de manera grotesca; ella, en cambio, cae en verdad, y se le levanta el vestido: durante unos segundos expone sus pantaletas de florecitas, con toda claridad; se da cuenta y se tapa con el mismo gesto intuitivo de Debbie Reynolds al terminar “Good Morning, Good Morning”, en Singin’ in the Rain; José de la Colina ha puesto mucho énfasis en ese gesto en su excelente reseña de esa cinta, un gesto más de inocencia que de pudor; allí se hace notorio que su cuerpo no es el de una quinceañera. No fue la única vez que mostró las pantaletas, también lo hizo, con su hermana Rosario, al bailar de manera sensual pero sencilla, el “Mambo del ruletero”, en la horrenda Al son del mambo, de la que sólo se salva esa escena; los muestra con más generosidad en El diablo no es tan diablo, al bailar un swing, y muestra las piernas casi todo el tiempo en Angelitos del trapecio, desperdiciada en una de las peores cintas de Viruta y Capulina.
Infante entra y ve a Miroslava desmayada; ella despierta, pero en vez de la confusión pertinente (“¿dónde estoy?”) cierra los ojos precipitadamente cuando nota que él se va a volver a verla; él lo advierte y la lleva a la fuente, donde la deja caer; si hubiera estado desmayada se hubiera ahogado, pero reacciona besando a Infante; la familia ve con alivio que en efecto Infante está vivo, pero nadie le pregunta qué pasó, por qué la confusión. Termina con Arcaraz abandonando por fin la casa, en fachas, sucio, con la ropa deshilachada, y explica que se va porque comprende que le iría mejor como vagabundo; no sabemos cómo le hizo para ensuciarse, cambiarse, empacar tan rápido, y de dónde sacó la ropa de vagabundo.

¿Cómo han pasado 55 años y no ha habido objeciones a tanto descuido, tanta torpeza del guión, tanta precipitación en la dirección de Rogelio González, tantas contradicciones entre los personajes, tantos clavos sueltos que nunca se reparan ni se explican? ¿Cómo ha tenido tanto éxito una comedia bien llevada, pero con tantas incongruencias? No es de extrañar que el público no repare en ellas, pero cómo obtuvo tantos elogios de la crítica, no lo sabemos. ¿Es porque Infante ya es el consentido y no hay caso objetarle nada? En ciertos momentos, Pulido, Casanova, Durán, están mejor que Infante y Miroslava, que no están mal, pero son rebasados por ellos y, sobre todo por Anabelle Gutiérrez, y son devorados por Blanca de Castejón, pese a lo sobreactuado y exagerado de su personaje. Posiblemente si se explicaran bien las situaciones, si se eliminaran las incongruencias y se repararan las contradicciones; si se quitaran los excesos de Pulido y de Ortiz de Pinedo; si se sujetara a Blanca de Castejón; si el personaje de Infante no fuera tan insolente ni el de Miroslava tan absurdo, probablemente la cinta no sería tan divertida como es. Y probablemente también sería opacada por la siguiente cinta de Infante, tal vez la mejor de su carrera: La vida no vale nada. Una muestra de que las fallas técnicas, de continuidad y de guión, e incluso de dirección, no impiden que una cinta sea buenísima.

Posdata: Dos pesos dejada, que le atribuí a Adalberto Martínez Resortes, es de Joaquín Pardavé, tanto la dirección, el guión y la actuación.
Posdata II: ¿Los pitchers son ahora los que toman esteroides?, pregunta Diego. El domingo, tres blanqueadas, dos por 1-0, con lo que llegan a 28 juegos con este marcador en la temporada.
Posdata III: en Modelos (de desnudos), Valentín Trujillo se queja con su novia Mónica Prado de que su familia está “chapeada a la antigua”.

domingo, 11 de julio de 2010

Escuela de vagabundos, una película engañadora / I

Después del feliz encuentro de Pedro Infante con Joaquín Pardavé en la muy divertida El mil amores, realizó, también bajo la mano hábil de Rogelio González, la que tal vez sea su película más celebrada, Escuela de vagabundos; es cierto que las sagas de Pepe el Toro, de los motociclistas raros, de los “tres García somos muchos en el mundo”, son representativas y paradigmáticas del Infante actor; pero Escuela de vagabundos es una de las más recordadas y citada como la más graciosa, sobre todo por el excelente reparto que secundó a Infante y a Miroslava.
Hace poco, en las redes sociales bastantes personas recordaron con agrado el personaje de Blanca de Castejón, en su papel más famoso, y desde su estreno son rememoradas muchas escenas. Para mí, es el mejor ejemplo de que una cinta la hace el cuadro de actores secundarios, que en el de esta cinta es formidable, pero también de lo mal que vemos cine.
Lo mucho que se han exhibido las películas de Infante, su comercialización, su venta en puestos de periódico, las diferentes colecciones, ha permitido que las veamos varias veces, y pasado el grato recuerdo de algunas escenas, podemos mirarlas, sobre todo ésta, con otros ojos, fijándonos en los detalles, viendo errores que hemos pasado inadvertidos, y que los encargados de estudiar el cine tampoco han tomado en cuenta.

Desde siempre fue célebre que en la primera escena, vemos a un Infante con aspecto de vagabundo feliz. Montando una carcacha casi destartalada que se niega a avanzar, y que cuando Infante va por agua con una cubeta agujerada, la carcacha se va a un barranco, mientras Infante la ve no tan compungido, y le dice adiós.
Poco después sabemos que se llama Alberto Medina, y casi al final de la cinta, que es un compositor de fama nacional, no tanta porque no lo reconoce nadie de tantos que lo tratan a lo largo de la trama y que se supone son personas enteradas. Lo oímos cantar “Adiós Lucrecia”, aunque en los créditos de la cinta la canción se llama “Dumont y Lucrecia”, de Fernando Estenoz y Miguel Medina (¿por eso se llama así el personaje, por Medina?); la canción es bastante incongruente; habla de Santos Dumont (Alberto), brasileño que inventó un globo que pensaba dirigir con aire solo; en primer lugar no era con aire solo, era un dirigible, o sea que aire caliente, o helio; el padre lo conmina a que se baje de su silla porque tiene que ir a la Antequera, que queda por Málaga, pero él quiere ir a Venecia que está en Italia; está cantada en presente, pero aunque la cinta es de 1954, habla de un personaje que cometió suicidio en 1932.
Fernando Estenoz (muy amigo de mi padre) era el cantante del Trío Avileño, (Aguileño, dice García Riera en su Historia documental del cine mexicano, segunda edición) que entre otras, hizo una versión defeña de “La engañadora”, de Benny Moré que en vez de “A Prado y Neptuno” dice “A Madero y Gante” (por cierto, en Venustiano Carranza casi esquina con Gante había una tienda de discos, Adela, propiedad de Adela, la esposa de Estenoz y protagonista de “Me lo dijo Adela”, que también canta Infante, pero en Escuela de música), y otras piezas suyas son “El disco rayado” (“este disco se rayó, este disco se rayó, este disco se rayó, empújale que empújale que empújale la aguja…”), de “El chacachá del tren” y “Cuidado con la mano”; muy congruente no era.
Que la canción sea incongruente no justifica que la escena lo sea; al final sabemos que Medina, compositor y de los buenos, como dice el amigo que le prestó la carcacha, va de cacería por el rumbo del Rancho de la Palma; como eso queda por Tamaulipas, supongo que lo más probable es que sea Rancho Palma, por Huixquilucan; camina hasta la casa de los Valverde, que no se dice dónde está pero sí que lejos del centro; por algunas referencias, puede que esté por las Lomas, por Coacalco o por el propio Huixquilucan; Infante camina demasiado para pedir que le permitan hablar por teléfono.
De cualquier manera, que vaya de incógnito y de cacería, no justifica que ande en fachas, desarrapado, con sombrero deshilachado y el saco roto, por lo que fácilmente lo confunden con un vagabundo; de allí el título. ¿Así andan los cazadores, sin botas, sin rifle, en solitario?)
Antes de que toque a la puerta conocemos a la familia Valverde; Óscar Pulido es el padre, pudiente pero incapaz de gobernar a la esposa, Blanca de Castejón, ni a las hijas Miroslava y Anabelle Gutiérrez; la primera aparece en shorts muy shorts; Gutiérrez en traje de baño, secándose con una toalla, pero en ningún momento se ve la alberca, ni se le menciona; la escena sirve sobre todo para mostrar las piernas de ambas; sus muslos son rotundos, de acuerdo a la época; Miroslava hace ejercicio, con las piernas en alto, pero Gutiérrez es más atractiva, aunque las dos están muy bellas.
Así bajan a desayunar; Blanca de Castejón, optimista, saluda a los peces, las plantas; es fácilmente memorable por el tono de voz, por la exageración del personaje; Castejón fue más bien actriz de teatro, y en todas las cintas se dedicó a recordarlo: exagera, modula de más, engola la voz, se sobreactúa, y eso hace que la recordemos mal: todos recuerdan la frase “buenos días pececitos” cuando en realidad dice “buenos días pescadito” (años después de la cinta nos corregían: se dice peces, no pescados; ahora la escena es políticamente incorrecta”); sentados a la mesa, Miroslava y Gutiérrez se burlan de Castejón saludándose entre sí, a Castejón y a Pulido, al mayordomo Eduardo Arcaraz, hasta que Pulido reacciona y pide que se callen; antes, Arcaraz se queja de que el último de los vagabundos protegidos por Castejón se llevó la platería, la noche anterior, y tienen que desayunar con cucharas de palo (poco más tarde cenan con cubiertos normales pero no se hace referencia de que hayan ido a comprarlos o que una tienda los haya enviado; descuido del guión); las cocineras Dolores Camarillo y Ana María Villaseñor se burlan de Arcaraz porque siempre amenaza con renunciar y nunca lo hace; en el clóset están guardados sus palos de golf; si puede ir a jugar, o sea que tiene dinero, ¿por qué aguanta a una familia disfuncional y a un par de cocineras –no se ve que hagan otro quehacer; en realidad, ignoramos quién asea la sala y el comedor, ni quien tiende las camas; sin embargo, la casa está impecable: es posible que haya otras sirvientas en la casa, pero que no caen rendidas ante Infante– sin ninguna compensación? Descuido del guión.
Pulido amenaza: ningún vagabundo más en la casa; al poco aparece Infante y Castejón, pese a los esfuerzos de Arcaraz para evitar que lo vea, lo contrata como jardinero; sus funciones en realidad son otras: chofer, guarura, y enamora a las cinco mujeres de la casa. Cuando Miroslava lo descubre lo rechaza y luego se porta agresiva; pero la coquetería que despliega para con otros no justifica que permita al nuevo criado su insolencia y que sea tan igualado.
Hay una escena muy divertida: Miroslava da instrucciones a Infante para que vaya por Pulido a su trabajo: las instrucciones son precisas: trabaja en avenida Juárez, no usa lentes, le gustan las fresas con crema y sale a las cinco de la tarde; no obstante, da con él; en el camino de regreso Pulido le advierte que no va a permitir que robe como los otros vagabundos, que ya se llevaron todo; Infante advierte: “algo habrá, algo habrá”.
A pesar de la lejanía de la casa, que está en un lugar aislado y casi incomunicado, después de la cena, con cubiertos normales, Pulido se escapa para irse de parranda; no se lleva el auto ni llama un taxi, pero se va sin que nadie lo advierta, ¿cómo le hace? Descuido del guión; regresa casi de madrugada, hasta el cepillo, exagerando el habla y el andar; el ruletero Ramón Valdés intenta estafarlo; quiere cobrarle diez pesos, luego veinte y luego todo el rollo de billetes (no usa cartera); hay que recordar que está filmada en 1954, cuando apenas se estaba regulando el servicio de los autos de alquiler, o ruleteros, y después taxistas, por el taxímetro, que no trae todavía Valdés; la tarifa era convencional y nada diferenciaba a los taxis de los otros autos; diez pesos por una dejada es bastante caro; hay una cinta de la época, con Adalberto Martínez Resortes, Dos pesos dejada; si se considera que los diputados ganaban 33 pesos diarios, que el gerente de una gran compañía percibía mil pesos mensuales, y que 14 años después, cuando comenzaron los taxis colectivos se llamaron peseros porque cobraban un peso del Zócalo al Auditorio Nacional, y dos pesos del Auditorio a la Villa, veinte pesos era un abuso.
Infante lo evita, lo domina, le tuerce un brazo a Valdés y hace que se vaya; Valdés se aleja, enfurruñado, mentando madres con el claxon; nadie objeta (“si tiene algo que objetar, objete”, le dice Pulido a Abel Salazar en una cinta mala pero alburera: Mi mujer necesita marido) que suene el claxon aunque Valdés use las dos manos para darle vuelta al volante. Descuido de dirección y de continuidad.
Más tarde que él, regresa Miroslava, acompañada de Fernando Casanova; Infante vuelve a ser insolente con Casanova, con quien ya había tenido un incidente; y luego con Miroslava, quien permite que la faje (¿qué andaba haciendo tan tarde?). Ella le coquetea por primera vez, y él la lleva a la fuente del jardín (¿ahí es donde se refresca Gutiérrez en traje de baño?) y canta “Grito prisionero”, de Gabriel Luna de la Fuente; es de las mejores canciones interpretadas por Infante; es una lástima que no hayan sincronizado la pista con la imagen; allí la besa por primera vez.
Antes ha habido una escena en la cocina; mientras Camarillo y Villaseñor atienden melosas a Infante, Arcaraz espera inútilmente que le sirvan el desayuno; si la cinta hubiera sido filmada en los ochenta hubiera sido muy sospechosa la vestimenta de Infante; no trae camisa, y la camiseta, que no es de tirantitos, carece de mangas; esa vestimenta comenzó a usarse a finales de los ochenta y de plano en los noventa para presumir músculos y apantallar, pero no a las mujeres. Allí canta, y baila, lo más cercano que estuvo Infante de los ritmos modernos, si se exceptúa el mambo que bailan, borrachos, él y Badú en El Gavilán Pollero; “Nana Pancha”, que canta las hazañas de una mujer bravía, indómita, una especie de Pancho López al revés; si se hacen las cuentas se verá la exageración: si cumplió apenas los treinta cuando Maximiliano llegó aquí a la nación, la Nana Pancha tiene, para la época, 119 años, y por muy viva que esté, es de dudar que no haya día en que la policía, a la comisaría la quiera remitir, y quién sabe de dónde saque el dinero para pagar la doble multa, la original y la ocasionada porque no se deja y los insulta, para poder salir.
El tal Alberto Medina no es un compositor y de los buenos, a menos que se le achaquen "Grito prisionero" y las otras dos que canta en la cinta.
Una escena, sin embargo, es brutalmente buena; en medio de tanto escándalo, Anabelle Gutiérrez, en plena noche, aparece con camisón no muy provocativo; su papel es de una quinceañera, más o menos, pero en la vida real andaba por los 21 o 22 años, y su bello cuerpo la delataba; se secretea con Infante, le regala una paleta (¿Mimí, o de anís?; por la forma cualquiera de las dos; pero es una paleta al tiempo), y cada vez los susurros son más bajos pero dejan ver un deseo contenido; ella le pregunta si le gusta un poquito y él dice que un chorro, que si no estuviera tan chica sería su novia; ella grita un “¡Alberto!” muy espontáneo y sincero, además de natural, que borra todas las escenas de Miroslava, excepto la del pastel de pepinos, que para no seguir abusando del espacio, dejaré para la siguiente.

Posdata. El sábado hubo tres blanqueadas; uno de los juegos terminó 1-0 por vigésima quinta vez en lo que va del año, y fue en 11 entradas; en ese encuentro, los Filis conectaron su primer hit en la novena entrada; y pensar que nos lo hemos perdido porque las televisoras están entretenidas en un torneo de futbol donde lo más atractivo es cuantificar los errores arbitrales, las fallas de los superestrellas cansados seguramente por sus actividades múltiples fuera de la cancha, y el estrellato inesperado de un pulpo, que no tiene la culpa de nada; lo único bueno fue que Larissa Riquelme no necesitó que su equipo favorito ganara el torneo para encuerarse (que no le faltaba mucho; falta ver si pone de moda el estilacho para colgarse del escote el celular). También hay que admitir que hay menos entusiasmo desde que eliminaron al equipo mexicano.

lunes, 5 de julio de 2010

Selecciones ¿nacionales?

El Campeonato Mundial de Futbol de 1958 en que el equipo mexicano consiguió su primer punto, con gol de Jaime Belmonte, se debe haber vivido por radio, noticiarios y periódicos; Belmonte se convirtió en héroe instantáneo sin importar que su equipo, el Irapuato, disputara año con año el privilegio de quedarse en la primera división de la Liga Mexicana de Futbol AC.
El siguiente tuvo lugar en 1962, y desde entonces se ha dicho que el representante del futbol mexicano en ese certamen ha sido el mejor de todos los tiempos, aunque no haya superado la primera etapa; perdió contra la oncena brasileña, como era de esperarse, perdió con el equipo español que llevaba a los estrellas del Real Madrid, en el último minuto, sólo porque el medio de Zacatepec, Raúl Cárdenas, no cometió una falta contra Sol (¿o Gento?); en su último desafío, contra Checoslovaquia, consiguió su primer triunfo, con anotaciones de Chololo Díaz, Fello Hernández y Alfredo del Águila. Se escuchó por radio, transmitido desde Chile, que se reponía del terremoto de meses antes, que, dicen los expertos, hizo que el mundo se moviera como una campana.
Muchos años después hemos visto el video tape, como se decía entonces, de esos juegos; particularmente el sostenido contra el representante del balompié español (leo con azoro que a los académicos les choca la palabra “balompié”, y que prefieren fútbol, con pésima pronunciación a la inglesa pero que escuchamos, y choteamos, como “júrbol”); lo narró, sobre todo el final, Fernando Marcos.
Don Fernando se molestaba a finales de los sesenta y casi todos los setenta, porque los futbolistas usaban melena; “tanto pelo les impide pensar”, decía, supongo que orgulloso de su calvicie; a sus muchas cualidades de narrador, a lo mucho que sabía de ese deporte, a su mucha experiencia, hay que ponerle como objeciones que no soportaba que lo contradijeran, dictaminaba y su palabra debía de ser la definitiva; Ángel Fernández, menos denso y mucho más picaresco, le hacía segunda; sin embargo, en una entrevista que le hizo Juan Villoro años después, Fernández soltó una frase fulminante contra Marcos: “ay, chuz”.
En la narración del partido entre las selecciones mexicana y española, Marcos se asombró de que Cárdenas no zancadilleara a Sol (¿o Gento?), quien se había adelantado a interceptar un saque de banda del Gallo Jáuregui, y se fue por la banda derecha (¿o izquierda?), esquivó a Cárdenas y a toda la defensiva del equipo mexicano, y fulminó a Antonio Carbajal; ¿Antonio Mota o Jaime Gómez, los suplentes, hubieran sido más eficaces que la Tota?; ¿o hubiera sido mejor el portero de quien la Tota era suplente cuando comenzó su carrera, José Alfredo Jiménez, quien prefirió ser compositor, y de los buenos? A Mota le habían anotado ocho goles los despiadados delanteros ingleses el 10 de mayo de 1960, en aquel catastrófico 8-0 que develó la realidad del futbol mexicano y desprestigió al Piolín; Carbajal tenía el prestigio de ser el eterno guardameta del equipo mexicano, y estaba en su cuarto certamen mundialista, por lo que era difícil que lo sentaran pese a su veteranía y a que "se aventaba" con los ojos cerrados.
Marcos gritaba, desesperado, “¿por qué, por qué, por qué?”, olvidando su deber de ser un cronista objetivo e imparcial. “¿Por qué, por qué, por qué a nosotros?”, como si fuera entrenador (director técnico, se dice ahora) en vez de Nacho Tréllez, quien lo había sustituido en ese puesto tanto en el América como en la selección de futbol mexicana.
A Marcos lo habían suspendido un año, después de golpear al árbitro Felipe Buergos en una pelea campal durante un juego entre América y Toluca, en Toluca; el portero del América, Walter Ormeño, le bajó un diente a Buergos, y también lo suspendieron un año, se fue a Guatemala y luego regresó al Atlante, a tristear; Marcos se dedicó a la crónica futbolera, sin objetividad, sin imparcialidad aunque con colorido. Nunca dejó de reprocharle al excelente medio (defensivo) Raúl Cárdenas, que no hubiera tacleado a Sol (¿o Gento?); de haberlo hecho, la selección del futbol mexicano hubiera tenido un punto, más los dos por derrotar a la selección checa, le hubiera asegurado el pase por primera vez a cuartos de final (aunque la selección checoslovaca ya había calificado y jugó a medio ritmo).
Es decir, Marcos y los demás aficionados le reprocharon que haya jugado como siempre fue, caballeroso, limpio, sin recurrir a artimañas que al parecer son cotidianas en este deporte; incluso Pelé, reputado como el mejor jugador de la historia, era experto en engañar a los árbitros para conseguir que lo favorecieran con un penalti cuando no podía anotar sin trampas, y luego inventó detenerse y ver hacia dónde se lanzaba el portero, para tirar hacia otro lado (apenas para el torneo actual las autoridades anunciaron que sancionarían al jugador que recurriera a esa trampa). Cárdenas no fue acusado de traidor a la patria, pero sí de detener el avance del futbol nacional. “¿Por qué?”, le reprochaban.

Para esa Copa del Mundo de 1962 la selección del futbol mexicano promovió la nacionalización de Carlos Lara, delantero argentino del Zacatepec y del Necaxa, no recuerdo en qué orden; ese trámite lo hicieron para que asistiera con la selección del futbol mexicano a Chile; se le conoció como El Charro Lara; por el futbol español jugaron Puskas y Di Stéfano, aunque éste, por lesión, no jugó en el Mundial de Chile pero sí en las eliminatorias; en esa época no era frecuente que hubiera tanta migración hacia el deporte de otros países; entre los pocos mexicanos que habían probado jugar en Argentina o en España, en donde estaba más desarrollado el futbol, estuvieron Horacio Casarín y Luis Fuente; ambos, sin mucha suerte; en México en cambio jugaban varios extranjeros; había llegado no muchos años antes la Selección Vasca, que trajo a México mucha calidad deportiva, pero sobre todo gran dignidad personal y política; en el América jugaban el argentino Mario Pavés, el tico Soto, el peruano Ormeño, el argentino Ángel Schandley, luego los brasileños Moyasir, Java, Vavá, el uruguayo Carlos María, Palleiro, quien había estado con el Necaxa y con Toluca; en Irapuato el estrella era Carlos Miloc y estaba el español Mario Rey, a quien le decían El Churumbel por su homonimia con el vocalista de Los Churumbeles (o le decían El Churumbel nomás por eso; ahora estoy inseguro de que fuera español). De hecho, el Club Guadalajara presumía de ser el único que jugaba con sólo mexicanos, y por eso recalcaban nuestra obligación de que fuera nuestro favorito; con eso de que ganaba todos los torneos de liga, presumían de que eran mejores que los bultos extranjeros que venían a cobrar grandes salarios cuando eran ya cartuchos quemados. No importaba que el Guadalajara fuera el equipo de un club francés.
El portero del equipo era Jaime Tubo Gómez; fue el tercer guardameta de la selección mexicana; si en vez de Carbajal, Gómez y Toño Mota hubieran estado Ataulfo Sánchez o Florentino López en la portería, ¿el equipo mexicano hubiera pasado a cuartos de final?

Mi pregunta desde hace muchos años es por qué no alinean a jugadores extranjeros en la selección mexicana de futbol; ¿la selección representa a un país, o a la liga profesional?; ¿por qué España sí alineaba a Di Stéfano y a Puskas, un argentino y un húngaro? Porque jugaban en la liga profesional española, que finalmente es la invitada a participar en el campeonato mundial; Hugo Sánchez jugaba para el futbol español, y lo hacían jugar para la selección mexicana, con resultados espantosos; todos se burlaban de que fallara los penaltis, uno de ellos decisivo para evitar la eliminación del equipo mexicano a una fase más avanzada; si hubiera tenido que jugar en un supuesto partido entre las selecciones española y mexicana, ¿a cuál hubiera favorecido? No sería extraño que más que ambicionar dirigir a la selección mexicana que estuviera en la fase semifinal de un torneo mundialista, preferiría dirigir al Real Madrid en el campeonato mundial de clubes.
¿Por eso se le puede acusar de traidor a México? Sería absurdo, como absurdo es que él acuse de traidor al tramposo y marrullero Javier Aguirre; tampoco se le puede acusar de traidor a la patria porque cecee y diga “macho” y llame “anginas” a los testículos; pese a eso llama traidores a los fanáticos mexicanos que lo abuchean cuando dirige a la selección mexicana y nada más no puede ganar.

Hace unos días Diego Armando Maradona acusó de vendepatrias a Ricardo La Volpe, quien lleva décadas viviendo y jugando y dirigiendo en el futbol mexicano, porque éste dijo que le gustaría que la selección mexicana venciera a la argentina en el partido mas reciente entre ambos seleccionados. ¿El futbol representa a un país,? ¿Cuántos de los jugadores seleccionados mexicanos juegan en México y cuántos en el extranjero, y cuántos de los que juegan en México asistieron al torneo no tanto por ganar un partido sino para cotizarse mejor ante los buscadores de equipos extranjeros? ¿Cuántos con la esperanza de sustituir a su noviecita mexicana por una modelo europea? (Aunque, como en 1986, la máxima figura es una modelo, Larissa Riquelme, exuberante y exótica que había prometido desnudarse públicamente si su equipo favorito, el paraguayo, ganaba el torneo; nos frustraron los paraguayos; Mar Castro, la Chichitibum mexicana en 1986, no prometió nada en ese entonces.)
Los argentinos, más fanáticos que los fanáticos mexicanos, tienen a Maradona como uno de los símbolos más perennes de su país, pese a que todos vieron que cometió una falta que no le sancionaron, y que valió para que su equipo ganara un torneo internacional; hemos leído cómo ha sido víctima de bajas pasiones carnales y de las otras; cómo ha sido víctima de vicios castigados por la ley; cómo lloró por un partido que no pudo defender con valentía; cómo insulta a los contrincantes, cómo le falta al respeto a contrincantes, espectadores y hasta a sus propios seguidores. Y aun así le tienen idolatría, aunque ya se vio, cuando eliminaron a su equipo, que carece de entereza; y si hubiera ganado, tampoco la hubiera demostrado.
Si Raúl Cárdenas hubiera fauleado a Sol (o a Gento) y el equipo mexicano hubiera pasado a cuartos de final en Chile 1962, ¿se hubiera convertido en ídolo nacional? Y él, caballeroso y jugador tan limpio, ¿se sentiría orgulloso? Sin embargo, no se puede olvidar cómo en un partido local se le acercó a Carlos Reynoso, y le dijo que no chillara como mujer. ¿Es que el futbol, o cualquier deporte, hace que se pierdan o cuando menos se olviden momentáneamente las cualidades civiles y humanas? ¿No se puede ganar sin humillar a los contrincantes?
(Claro, no hay que olvidar que cuando Raúl Capablanca perdió un juego, en vez de reconocer la superioridad de su contrincante, aventó su rey al piso al tiempo que gritaba ¡cómo pude perder con este imbécil!)
Es lamentable que el orgullo por pertenecer a un país se base en las habilidades deportivas de alguien que pierde los estribos cuando no puede ganar limpiamente; Argentina tiene mejores motivos para sentirse orgullosa de su nacionalidad que su seleccionado de futbol, integrado por jugadores que defienden los intereses de equipos extranjeros, y desde luego hay mejores argentinos que Maradona; digamos, por ejemplo, Juan Gelman, por hablar de un poeta vivo.

Posdata; el viernes 2 de julio hubo cinco blanqueadas en las Ligas Mayores, y la sexta se perdió cuando faltaba un strike para que Angelinos venciera 1-0 a Reales, lo que hubiera sido el vigésimo segundo juego de la temporada con ese marcador; a cambio, vimos el rescate 21 de Joaquín Soria. El sábado sólo hubo una blanqueda, por 1-0; el domingo sólo hubo una blanqueada, pero no deja de haberlas. Con tantos juegos buenos, con tanto pitcheo, ¿seguimos viendo el futbol en lugar de la mejor temporada de beisbol en muchísimos años, digamos desde 1968?