lunes, 23 de marzo de 2015

El que se ríe se lleva; EU vs CDMX

Dice un has been que prefiere no leer aunque tenga que hacer reseñas, antes que leer libros de vampiros, zombis, consejos para mejorar (debería leer los que ayudan a redactar mejor) y best-sellers; muestra menosprecio por otros escritores; creyéndose joven, adopta una actitud insolente por quienes se ganan la vida escribiendo libros que entretienen a los lectores menos exigentes, sin darse cuenta que la mayoría ejercen su oficio con eficacia; ya quisiera tener (lo tuvo) un poder narrativo de autores como Stephen King, Jeffery Deaver, Michael Connelly, John Connolly, John Katzenback, Henning Mankell, John Green, y en otras épocas Ian Flemming, Irving Wallace, Mario Puzo, Morris West, que tenían, y tienen, a sus lectores pegados a los libros, divertidos, emocionados, en suspenso; y de sus novelas han derivado excelentes filmes como la saga de El padrino, Carrie, The Thing (nuestro personaje seguro lo traduce como La tinga), El coleccionista de huesos, El informe pelícano, La firma, El cliente, Cementerio de mascotas, series televisivas encabezadas incluso por el shakespereano Kenneth Branagh, todas las de James Bond.
                En México, gente con renombre o con nombre como Homero Aridjis, José Luis Trueba, y hasta el mismo Carlos Fuentes, han incursionado en alguno de esos géneros, sin merma de su calidad literaria; devalúan su calidad, si la tienen, los que escriben a destajo, sin cuidar ya no digamos la buena prosa, sino los detalles que hacen verosímiles los libros. Y se dicen escritores sólo porque ganan premios.
                Ejemplos, aunque repita algunos que ya he señalado: son muchos autores los que hacen que sus personajes aborden taxis en la ciudad de México, antes de que les pusieran taxímetro a sus unidades; antes de que Ernesto P. Uruchurtu ordenara que se uniformaran los autos que prestaban servicios de alquiler, que andaban como ruleta en busca de pasaje (por ello le decían “ruleteros”, óigase a Pérez Prado), cobraban por tarifa convencional (¿cuánto al pueblo de Tacuba?, ¿cuánto a México? –se referían a lo que se conoce ahora como Centro Histórico—, ¿cuánto a la Villita?) y cualquiera se prestaba a llevar a los necesitados de transportarse con más premura que en los camiones, tranvías, trolebuses (alguno de esos que se creen escritores sólo porque publican asegura que había tranvías que transitaban por el Paseo de la Reforma); hay quien afirma que los taxis conocidos como cocodrilos tuvieron su apogeo a mediados de los cincuenta, cuando fue a finales (aún puede verse uno en Cinco de chocolate y uno de fresa, de 1967). Otra autora, aunque dice que estudió la época en que sucede su novela (principios de los cincuenta) habla de guaruras, término que comenzó a usarse durante la campaña electoral de Luis Echeverría, cuando un jerarca de los tarahumaras le dijo al candidato priista que era bienvenido junto con sus guaruras, y se propagó (LE hizo su campaña en 1970); hablan de escuelas que no conocen, y hacen contemporáneos a gente que vivió en la misma ciudad pero en otros tiempos, como Frida Kahlo con José Luis Cuevas; esa autora habla de las meseras de La Luz, la cantina que estaba en Venustiano Carranza esquina con Gante; al contrario de La Ópera, a dos o tres cuadras, que tenía un apartado, como las pulquerías, en donde admitían mujeres como clientas, en La Luz no había ni siquiera cocineras; también dice que en La Luz (llamada así porque enfrente estaba la Compañía de Luz y Fuerza –luego estuvo un banco—; por ello, sus clientes eran jugadores del Necaxa, aunque también iban con frecuencia beisbolistas como Rubén Esquivias) se jugaba dominó y cubilete, y daban botanas; nada de eso pasaba; La Luz se enorgullecía de ser la única cantina donde no necesitaban dar botana, y por lo reducido del espacio y lo pequeño de las mesas, no se jugaba ni cartas ni dominó ni cubilete. Meseras había en El Negresco, y admitieron clientas hasta finales de los ochenta.
                Un narrador que no carece de cierto buen estilo, pone a su personaje palabras irresponsables: como estoy bien del corazón puedo tomarme dos viagras diario y así darte pa’ tus tunas muchas veces; ignora el personaje, y desde luego el autor, que los investigadores descubrieron las ventajas del Viagra por serendipia, es decir, buscando otra cosa, en especial, un medicamento para combatir la hipertensión; si alguien con presión arterial normal toma Viagra, tendrá una baja en ella, que puede recuperar  en algunas horas, ayudado por el acelerón en el pulso a la hora de la relación sexual; pero si toma dos diarias tendrá una braquicardia bárbara, y si sobrevive, probablemente priapismo. Una audaz narradora anuncia que su protagonista hará un largo viaje a la playa, y enumera su vestuario, compuesto por varias blusas, faldas, pantalones, pero ninguna pantaleta; hubiera sido mejor que prolongara sus aventuras, producidas por la ausencia de esa prenda antiestética, seguramente incómoda, pero que proporciona higiene.
                Carlos Fuentes fustigó las novelas de adormideras, que sólo entretenían sin otras propuestas, y mencionó las obras de Wallace y de Jacqueline Susan (en ¿Quién se comió mis enchiladas? mejor conocida como Alguien nos quiere matar, José Agustín castiga a una computadora con la lectura de algunos párrafos de El valle de las muñecas); no le tocó en esa época un fenómeno mayor: los “profesionales” que escriben a destajo, publican dos, tres, hasta cuatro libros al año, con los descuidos subsecuentes: ponen a boxear a un peso gallo con uno medio, lo que ningún promotor haría: la desventaja del primero sería peligrosa, y hasta mortal. Le otorgan “humanidad” a los animales, al ignorar que “humano” viene de “hombre”; los visten con prendas que no existían en las épocas en que se desarrollan sus anécdotas (la marquesa –en el virreinato— mostró las pantaletas al bajar de la carreta), comían hamburguesas de una marca que no se había inventado, sino que aún no llegaba ese platillo a la ciudad de México (aparecieron hasta finales de los cuarenta), compran dulces que no se producían (chocolates, de una fábrica que sólo vendía leche en polvo o condensada y comida para lactantes) o los ponen en situaciones imposibles.
                Esa falta de respeto para con sus colegas no se justificaría ni siquiera si fuera superior a ellos, pero no es el caso; hay libros de autoayuda que ayudan sólo a quienes sufren de inseguridad, que carecen de estímulos, que no pueden ligar, que se angustian en la chamba, que creen que con una vestimenta específica ascenderán más rápido, ganarán mejor, aunque su trabajo no sea tan eficiente; pero hay algunos libros de este género que son muy divertidos, que entretienen aunque no ayuden, e incluso dan ideas, involuntariamente; algunos, por tontos; otros, en cambio, por el sentido del humor de sus autores. Pero no son más aburridos que los libros de estos escritores profesionales.
Ni modo: mejor que los que se creen jóvenes (de casi 50 años) escritores, escriben los que escriben para entretener.

Una semana en Estados Unidos me hizo ver lo inocuo de la vida de sus ciudadanos comunes; comida horrible, insípida, llena de grasas; a cambio, muy abundante; los taxistas regulares, ignorantes de su ciudad, sólo conocen los atractivos turísticos; tienen una tarifa más o menos razonable: 60 centavos por cada cuarto de milla; en espera, por embotellamientos o semáforos en rojo muy prolongados, 60 centavos cada 80 segundos; pero hay tolerados que se parecen a los protegidos por el GDF de la CDMX (siglas cursis): en embotellamientos, cada 20 segundos aumentan 120 centavos; los choferes de éstos son majaderos, arrogantes, violan (los únicos en la ciudad) los límites de velocidad, se le meten a otros automovilistas, y exigen, con gestos amenazantes, una propina casi igual a lo que marca su taxímetro pirata.
                En cambio, los automovilistas no taxistas son muy correctos, ceden el paso a los peatones, contestan los agradecimientos con otro gesto de cortesía y muchas veces con sonrisas; respetan las señales de tránsito y ni por equivocación invaden espacios peatonales; los transeúntes tienen un minuto exacto para cruzar las calles, y si no les alcanza el tiempo, no tienen que andar toreando, porque nadie arranca; los motociclistas, pese a lo ruidoso, no avientan sus vehículos a los peatones, y nunca invaden las banquetas; hay espacios específicos para ciclistas, y éstos no se le adelantan a los automóviles, no se pasan los altos, no se suben a las banquetas ni andan en sentido contrario. El jefe de Gobierno debería de darse una vueltecita.
                También los del PVEM, aunque sólo harían berrinche: hay un espectáculo, de casi media hora, en que los protagonistas son unos cuantos humanos (dos o tres), seis perros, tres gatos gandallas, varios patos, un halcón, un cerdito (como de dos años, pero no pueden cargarlo) que se contonea al caminar, gallinas, palomas, cacatúas, guacamayas y otros animales muy disciplinados; el número es muy divertido, tiene una escena muy pícara que hará enojar a las diputadas y asambleístas que lo vean; si nuestros ignorantes legisladores ecologistas leyeran a Gerald Durrell, entenderían que esa vida (de esos animales) es la mejor que pueden tener; pero no vaya siendo que lleguen a clausurarlo, y mandar a una vida indigna y cruel al remitirlos a albergues donde encontrarán una muerte infeliz, sino es que más rápida.
                Otra desventaja: en esa ciudad no hay buenas librerías, incluso dos de una misma cadena no tienen los mismos títulos, y en cambio hay disparidad de precios; no hay más que amontonadero de CD y DVD, aunque su catálogo en línea hace creer que tienen muchos títulos; igualmente, pudimos conseguir el  volumen 11 de NCIS a 25 dólares, aunque en dos librerías estaba a 51 y a 61 dólares; como dice Nahúm, deberían tener el mismo precio en todas las tiendas, ya sea en discos, películas, series y Legos. Y desde luego, los taxistas ignoran la dirección de esas librerías, lo mismo que los guías de turistas.

¿A quién creerle? Billy Wyman dice en su autobiografía (Stone Alone) que Jagger y Richards no cogían porque se la pasaban componiendo; Richards es más discreto aunque no deja de presumir que Anita pasó por casi todos los miembros, literalmente, de los Stones, especialmente por el suyo; el biógrafo profesional, Philip Norman, aquel que develó el nombre de la rubia con la que cogía Lennon a espaldas del marido de ella y de Cynthia y que inspiró “Noregian Wood”, dice que Jagger se echaba a quien se le acercara, a veces sin importar si no se trataba de hembras; indiscreto, da los nombres de las que fornicaron con él varias veces, y de una que otra anónima que no deja de serlo aunque digan su nombre; lo más curioso es que completa la anécdota narrada en el libro autocompasivo de Eric Clapton: una mujer de la que estaba enamorado le pidió que la llevara al vestidor de los Stones, al final de un concierto, y que por más que le rogó “a ésta no, Mick, por favor, a ésta sí la quiero”, Jagger no le hizo caso y se la bajó; Norman revela el nombre de esa grupi: Carla Bruni.

En una ocasión, un hombre aspiraba a ser secretario de redacción en El Financiero; no le fue mal en  la primera prueba, aunque se tardó más de lo normal en realizarla (no supe que algunos, gentiles, le habían echado la mano); se le dio un contrato por 30 días, el primero de tres, pasados los cuales podría obtener la plaza; pero a los diez días lo cancelé: se tardaba en una página mientras los demás hacían cuatro o cinco, y eso que seguían echándole la mano. Me demandó ante la Secretaría del Trabajo y Previsión Social: quería los 80 restantes, y de ser posible, la planta laboral; se demostró que había mentido al afirmar que conocía el programa que usábamos, y había inventado un currículo. No duró más que una audiencia.
                Otros se buscaron el despido, que me pedía Rogelio Cárdenas que ejecutara, o directamente lo hacía Reclusos Humanos.
                Pero hubo otros dos casos, que recuerdo ahora en que se habla de ética periodística; el primero fue un corresponsal en el sureste, simpático y relajiento y no mal reportero; un día me llamó un empresario de esa región, y me contó que nuestro corresponsal lo había amenazado con un juicio y con hacer público el conflicto que tenían, y lo había hecho en papel membretado de El Financiero; no duró un día más; el periódico no podía tolerar que usaran el nombre de la empresa para arreglar asuntos particulares, y menos un documento que, al ser membretado, involucraba al diario; en otro caso, el subdirector del periódico me advirtió que un editor se quejaba de que, al entrar a junta, se le desaparecían los adelantos (el resumen de las notas que cada sección anunciaba para la edición del día siguiente); se sospechaba que alguien los utilizaba para beneficio de otro diario; recorrí todos los departamentos donde había fax, vigilé a qué hora se usaba, y advertí a los responsables que se me avisaran en caso de que alguien enviara documentos, a excepción del jefe de esas secciones, claramente conscientes de su trabajo; en menos de una semana sorprendimos a un corrector que los mandaba a otro diario; avisé al subdirector, al sujeto se le echó de las instalaciones, y se le dijo que se presentara al día siguiente muy temprano; se le entabló un juicio; estábamos dos personas de Reclusos Humanos, el subdirector y yo, además del juzgado; admitió que de otro diario le pagaban para que les enviara los adelantos; en el contrato se esclarecía que el material era exclusivo de la empresa hasta que apareciera la edición impresa; pasarla a otros medios constituía un delito; no se le despidió: se la rescindió el contrato; se negó a firmar los papeles y amenazó con juicio para que se le pagaran antigüedad, vacaciones, indemnización por despido injustificado y quién sabe cuántas cosas más. Desde luego, nada prosperó.
                Entre periódicos es común que se echen la mano: cuando al mismo tiempo se transmiten una pelea de boxeo y un juego de futbol, un reportero ve el juego y le pasa los datos al reportero de otro periódico, quien a su vez le da los detalles de la pelea; como en El Financiero no teníamos televisión, y en la que había sólo recibía la señal de las telenovelas, uno de mis reporteros se iba a la redacción de Ovaciones, donde Óscar Alarcón nos permitía ver la pelea, y que desde sus teléfonos nos mandara los datos para hacer la reseña; en muchas ocasiones, reporteros con agenda apretada faltan a la conferencia de prensa de un funcionario o una empresa, y le piden a un colega que le ayude con lo más importante; nadie, desde luego, le pasa la entrevista que, en exclusiva, le dio el conferenciante, eso sólo le pertenece al periódico que le paga su sueldo; nadie falta a esa ética periodística. Lo que hizo nuestro corrector faltaba a esa ética. Los contratos también piden que, al firmarlos, se entienda que ése es su trabajo primario, que no se debe de trabajar en otra empresa similar, y que la mayor parte de su tiempo laboral le pertenece al diario; eso no sucede con los colaboradores, que pueden publicar en varios diarios y revistas, pero no debe publicar lo mismo en otras. Eso, a la luz de lo que ahora sucede, parece que a nadie le importa esa ética.

En un juego de pretemporada, Cleton Kershaw, pitcher estrella de los Dodgers y de todas las Ligas Mayores, recibió un batazo en pleno rostro; no lo lesionó, pues la línea era débil, pero por la mente de todos (el beisbol es un deporte de conocedores) pasaron algunos episodios: Alfredo Ortiz, Winston Brown, pero sobre todo Herb Score, quien en los inicios de su tercera temporada (en las dos primeras había impresionado a todos con su velocidad, control, lanzamientos poderosos), recibió un lineazo de Gil McDougald, short stop de Yanquis, poco abajo del ojo, y que hizo que todos temieran por su vida; tardó en recuperarse, pero no en su mentalidad; regresó, pero no fue el mismo aunque no perdió velocidad ni control; simplemente, le dio miedo; nadie podía culparlo: cualquier batazo lo llenaba de terror; duró muy poco su carrera; luego de un 38-19 antes del batazo, sus números cayeron a un 17-27 en los siguientes cinco años.
                ¿Kershaw podrá superar el miedo en los siguientes juegos? No se trata de valentía, sólo de instinto de supervivencia. Un jugador defensivo, líder de tacleadas en su equipo, apenas en su segunda temporada anuncia su retiro, por miedo a las lesiones. El deporte cada vez es más peligroso, y bien visto, exige un esfuerzo sobrehumano, que en cada juego pone en peligro la vida, a veces por lesiones (acaba de morir un luchador, víctima de golpes ilegales que se propinan en cada enfrentamiento y nadie hace algo por evitarlas), a veces porque el cuerpo no soporta esas exigencias.

Andre Agassi cuenta cómo arreglaba, con la alcahuetería de su entrenador y del de Graff, que coincidieran sus sesiones de entrenamiento con los de ella; trataba de hacerle plática, pese a la evidente timidez de ella; cómo se esforzó por ganar un torneo sólo para bailar juntos en la fiesta posterior; cómo la perseguía pidiéndole una cena compartida, una cita inocente sólo para platicar, cómo le telefoneaba aunque sabía que ella estaba con su novio, cómo le mandaba flores que Graff rechazaba, hasta que logró que terminara con el novio, aceptara citas, y luego, que entablaran relaciones; en aquellos años, principios del siglo XXI, muchas mujeres elogiarían esas insistencias, aceptarían los actos cursis (hacer “suya” una canción, ofrecerle un anillo de compromiso mientras se hincaba y tarareaba, no se sabe si bien o mal, “su” canción) y dirían que qué lindo; ahora eso se calificaría de acoso.

Por cierto, en un torneo en la ciudad de México, se discutía cuál de las invitadas tenía piernas más bellas (y lo demás); un editor negaba que tales características fueran las de Graff, porque su nariz era muy pronunciada: se trata de piernas y nalgas, no de nariz, le aclaró otro. Y en efecto, pocas tenistas tienen piernas feas, y todas las presumen con vestimenta cada vez menos tenística. Pero Graff supera a casi todas las demás.

En mi anterior blog, hace más de dos meses, dije que los que escriben en las redes sociales no saben leer; Francisco Elorriaga lo reprodujo en su página de facebook, y alguien contestó, dándome la razón aunque creía que me refutaba, que no hace falta ser un prodigio de escritor para escribir en esa red; lo dicho: dije que no saben leer, y él leyó que no saben escribir.