martes, 25 de octubre de 2016

Del América, de minifaldas repremidas, de plagios

Hace algunos meses sostuve un breve intercambio de experiencias con mi amigo Enrique Krauze, un autor al que admiro aunque muchas veces difiero de él, en conceptos o en minucias, sobre el deporte mexicano. Me forzó a escribir con mucho cuidado y a reforzar la memoria.
                Ahora vuelvo a escribir sobre el futbol soccer, que cada vez me gusta menos por muchas razones. Otra vez por causa suya.

De las muchas influencias que he recibido, entre las primeras, además de las familiares, en especial de mis tíos Enrique (por él entendí el  futbol americano, por él me aficioné a los cómics y a las fotografías de las vedettes que adornaban la primera página de Cine Mundial), Pepe (cuando me río descubro que lo hago igual que él, que miro a las mujeres como él lo hacía, y en los últimos años vi con azoro que su sentido del humor me lo legó sin darse cuenta), hubo dos compañeros que fueron determinantes para mis aficiones durante la mayor parte de mi vida: Humberto Huerta, quien entró a la escuela primaria M-521 (tan pobre que ni nombre tenía, sino a partir de ese 1960, el del director Teodoro Montiel López)  cuando pasamos a quinto año. Humberto me mostró los secretos que no develaban los cronistas que menciona Krauze en el prólogo del libro conmemorativo  por los cien años del equipo América.
                Por Humberto me aprendí  las alineaciones de casi todos los equipos de aquellos años, y también fui seguidor del Club América; también, como Krauze, tuve el escudo y un banderín, comprados con rebaja en una tienda de deportes que ya no existe en Ayuntamiento, frente a la W. Por Humberto fui fanático, en el peor sentido de la palabra; es decir, no me detuve a admirar a los jugadores de los otros equipos, sino hasta muchos años después, en retrospectiva: los necaxistas Jorge Morelos, Tomás Reinoso, Jaime Salazar, el Cuate Benjamín Fall, Domingo de la Mora, el Charro Carlos Lara (argentino, delantero antes de Zacatepec),el Diablo Benhumea, Pedro Dellacha, el Chato (o el Zurdo) Ortiz, Alberto Evaristo; los guadalajareños Jaime Gómez, Jaime Chaires, Jaime Sepúlveda, Jaimaicón –sobrenombre ahora incorrecto— Villegas, Pancho Flores, Jasso, Díaz, Reyes, Mellone Gutiérrez, Héctor, Sabás Ponce, la Pina Arellano; los del Zacatepec, Coruco Díaz, Nene Piña, Raúl Cárdenas (los tres, americanistas honorarios, refuerzos en partidos de los pentagonales y los hexagonales, no citados en el volumen; el último, pareja de Pedro Nájera en la Selección Mexicana); o a algunos jugadores de otros equipos, como el Manco Villalón y el portero Manuel Tello del Morelia, el Churumbel  Mario Rey del Irapuato; Roberto Rolando del Tampico; Magdaleno Mercado (nuestro primer Pata Bendita) del Monterrey.
                No justifico, explico mi fanatismo por mi edad; Humberto, seguidor también del América, me ilustraba camino a casa, cuando nos deteníamos en las malteadas de la Calzada de Guadalupe, cuyo dueño español era seguidor del Guadalajara, pero nos prestó su directorio telefónico para buscar el número de Walter Ormeño, sin encontrarlo (años después, Carlos Monsiváis me dijo que buscara su número: sólo somos cuatro Monsiváis). Humberto vivía en la calle de Fortaleza, y la mitad de las tardes de ese 1960 hice la tarea en su casa, en los intermedios de nuestra práctica de penalties, en los que siempre me vencía. Pero me contagió de su admiración por Nájera, el Güero Jasso, el Gato Lemus.
                Desde 1959 hasta 1965 fui seguidor fanático del América; como buen borgeano, dejó de ser mi favorito cuando ganó el campeonato de la Liga Mexicana de Futbol; admiré al Cruz Azul por Marín, Sánchez Galindo, Victorino, Quintano, Bustos (¿en qué se parecía ese equipo a Fanny Cano? En que sin Bustos no hacía nada); o al Atlante del hermano de mi compañero Desachy, también vecino de Fortaleza.
                De cualquier manera en 1962 conocí a otra influencia temprana: Cuauhtémoc Valdés Olmedo, quien me contagió su entusiasmo por el beisbol, que hasta hace tres o cuatro años era mi deporte favorito: aficionado de Diablos Rojos, combatía mi afición por Tigres, afición que se cayó por culpa del despotismo de Alejo Peralta: no sé qué piense al respecto mi amigo Krauze, pero creo que el deporte debe ser visto, además de la perspectiva de competencia, bajo la óptica de la política, la sociología, la economía y la historia, por supuesto. Por ejemplo, la Serie Mundial de este año verá rota una de dos maldiciones: la de la cabra (demoníaca) o la de Rocky Colavito, que no la dijo él sino los forofos del jonronero. Por culpa de Alejo dejé de seguir el beisbol mexicano, aunque Diego tomó la estafeta.
                Enrique Krauze, en un cálido prólogo, cuenta que le va al América desde que era niño; pero mientras sus ligas han sido con Cañedo, los Azcárraga, los directivos, yo tuve amistad con el Tigre Gómez, platiqué tres o cuatro horas, al compás del coñac, con Mario Pavés, gracias al editor argentino Justo Molachino; tuve cercanía con los tíos de Miguel Barberena, breve amistad con Borbolla, una velada larguísima en El Horreo con uno de los porteros emblemáticos del equipo, y entrevisté, con Refugio Melchor, al brasileño Arlindo, en un desayuno que duró seis horas, y a quien hicimos emocionarse y conmoverse; a él le di la noticia de la muerte del Tigre Gómez. De lejos, comimos en el mismo restaurante argentino al mismo tiempo que Walter Ormeño, quien saludaba a los comensales con una leve inclinación de cabeza, y fui vecino de Rosa y Guillermina Salazar, sobrinas o primas de Jaime Salazar. 

Vi con entusiasmo el libro conmemorativo de los primeros cien años del América; aunque repito que ya no me gusta este deporte, recordé a Humberto Huerta, a Desachy, a mis compañeros de quinto y sexto año; muchos juegos que oí por la 590 los domingos, y que me aficioné a los periódicos por seguir los resultados de las jornadas semanales (La Afición era un estupendo periódico, entonces). Recordé cuando comenzaron las transmisiones televisivas, y el Jarrito de Oro que casi siempre ganaba América; los jugadores de los que fui testigo de su debut, y de gran parte de mi vida.
                El libro me desilusionó (sólo tengo el primer tomo; el segundo, si sigue el orden cronológico, no me interesa); luego del prólogo de Krauze no se mantiene el lenguaje épico, la recreación histórica es paupérrima, no hay anécdotas trágicas (como las bellas hermanas porristas que sufrieron quemaduras en cuerpo y rostro cuando estallaron unos globos de gas en una ceremonia antes de un partido), políticas (se habla de la inauguración del Estadio Azteca, sin mencionar que ese día el presidente Díaz Ordaz se llevó una mentada de madre de parte de los 110,000 espectadores, porque llegó con casi dos horas de retraso, según un relato muy sabroso de Ricardo Garibay, quien aseguraba que a consecuencia de eso cayó, poco días después, el regente de Hierro Ernesto P. Uruchurtu), cómicas (como el día en que Javier Fragoso, en su primer partido contra su América, le anotó tres goles y después del tercero le hizo, frente a las cámaras televisivas, la roqueseñal a Nájera, Gril, Roca y Hernández, años antes de que la patentara Roque Villanueva; o cuando uno de los entrenadores del América escuchó atento la detección de las fallas de su equipo, aceptó nuestra asesoría, y sufrió la goleada más grave en 15 años; o cuando debutó Alfredo del Águila, precisamente contra su exToluca, con un autogol, que celebró Sergio Corona cantando “Crema batida” –canción entonces de moda— y  afirmando que Del Águila no había cambiado de equipo; los apodos aplastantes, como “El Gusano” a Cuauhtémoc Blanco, “Lulú” a Lalo Pálmer, de quien decían que le faltaban riñones –véase el Diccionario secreto de Camilo José Cela) o frívolas (los romances de Carlos Reynoso con Verónica Castro y de Hugo Enrique Kiesse con Estrellita).
                Por desgracia, si estas narraciones no mantienen un tono épico se vuelven aburridas; e ingratas: no hay menciones a puntales del equipo, sin los cuales no hubiera habido bases, como Carlos Calderón de la Barca, el Tigre Gómez, Mario Ayala (después, estrella en León), Ángel Shandley, apenas mencionado en un pie de foto, pero que fue uno de los jugadores más finos de nuestro futbol; apenas una mención al Pájaro Enrique Huerta (a quien también entrevistamos Refugio y yo para El Financiero), tan chaparro como Toño Mota pero igualmente confiable; era el suplente de Ormeño cuando el peruano golpeó a un árbitro, Felipe o Fernando Buergos (no Ledesma, como dice el libro), a consecuencia de lo cual fue suspendido un año, lo mismo que el entrenador Fernando Marcos; tampoco se dice que fue entonces cuando regresó al equipo Manuel Camacho, uno de los tres mejores porteros mexicanos de la antigüedad, y quien estorbaba en el Toluca, que estaba por recibir a Florentino López, seguramente el mejor portero que ha jugado en México y al que equiparaban con Yashin); tampoco se menciona al Curro Buendía, y de Roland Martell, que su paso vertiginoso fue efímero; tampoco se menciona al Tico Soto; ni a Javan, que sólo jugó unos cuantos partidos antes de emigrar al Atlas, a los que decían (ahora lo aprobaría la Gay Friend Citty) las Margaritas (y no por malinchistas).
                Además de la tibieza y cierta densidad de los redactores, hay errores graves: a Lalo Pálmer se le adjudican tres nombres: ése, Eduardo González Pálmer y Eduardo Gutiérrez Pálmer; de Jorge Iniestra se dice que fue al mismo tiempo portero y centro delantero; varias veces escriben Pavez en vez de Pavés; dicen que algunos jugadores eran medios, cuando en esa época, del 3-2-5 eran interiores; a los extremos se les decía alas, como lo fue Pepín González, no centro delantero como se dice en el pie de foto respectivo; dicen que Moacyr fue medio defensivo, cuando era interior derecho, es decir, delantero; de Juan Bosco se dice que era defensa central, puesto que ocupaba el Pescado Portugal; y por cierto, se abstienen de decir los apellidos de Juan Bosco, llamado así por San Juan Bosco (Martínez: el defensa, no el santo), y no dicen que sus saques de banda eran más peligrosos que los corners del Coco Gómez; hablan bastante de Vavá, pero no que era conocido como “el compadre de Pelé”; una mención al paso, de parte de Krauze, de Ángel Fernández, no es completada en la narración de que era el “Angelgrito” el locutor oficial de Televicentro en los juegos del América, junto al exmedio, exentrenador del América y de la Selección Nacional y exárbitro Fernando Marcos (antecesor en ambos puestos de Ignacio Trelles), quien nunca perdonó que lo señalaran como el árbitro culpable de la lesión a Horacio Casarín (se pasó la vida desmintiendo que a consecuencia de la falta y de la omisión al castigo se haya provocado el incendio del parque Asturias); no se dice ni se explica, y sería bueno que se hiciera, que el equipo favorito de Marcos fuera el Toluca y de Fernández el Necaxa; peor, que el deporte favorito de Fernández (quien me distinguió con su amistad y con su admiración  [lo puso por escrito] por mi trabajo) era el beisbol, de donde lo relegaron.
                Tres apuntes más: el libro está lleno de fotografías, casi todas malas, porque es un deporte que no se presta a la expresión gráfica (que ahora la prefieren los nuevos editores, muy por encima de la precisión del texto), a menos que sean fotografías de los “vuelos” de los porteros, cada vez menos frecuentes; el exceso de fotografías oculta pero no borra las erratas, los errores y la redacción gris; grandes fotografías actuales de los exjugadores, varios de ellos menores que yo por diez o 15 años, muestran que el deporte envejece prematuramente a sus héroes (aunque si nos atenemos a la acepción original de héroe, es decir, el que hace trabajos majestuosos y sacrifica su vida por una causa, el último héroe auténtico del futbol mexicano fue Ataulfo Sánchez, quien liquidó su carrera por darle el campeonato al América en 1965, junto al solitario Zague, quien anotaba sin ayuda de sus compañeros, ni siquiera del Coco Gómez).
                El último apunte: Krauze dice que “le va al América”; desde hace años, cuando prohibí que al menos en horas de trabajo los reporteros de deportes de El Financiero “le fueran” a algún equipo, comencé a preguntar qué quiere decir “irle”, “le voy a”, en vez de “tener un favorito”; luego de pensar mucho, descubrí que “le iba” al América contra don Manuel Arellano, hermano del Cuate Arellano, eterno suplente de El Fumanchú Reynoso en el Necaxa, gran amigo del Cuate Benjamín Fall, y a quien solo alineaban cuando Reynoso estaba lesionado, es decir, casi nunca; don Manuel, el carnicero de mi rumbo de la infancia, me contaba cómo los coequiperos de su hermano lo boicoteaban, no le daban pases, o dejaban pasar los suyos; allí comenzó mi desconfianza en ese deporte; don Manuel era forofo del Toluca, y me apostaba un peso en los juegos de su favorito contra el mío; casi siempre me ganaba; pero esa apuesta era eso: le iba con un peso (una fortuna para un  niño, para esa época, y más en situación de precariedad) a que ganaba el América; cuando entendí que no estaba en mí que ganara mi equipo, dejé de irle; ahora no entiendo esa expresión, a menos que describa una apuesta.

¿Quién entiende a las mujeres? Don Juan Ruiz de Alarcón se pregunta en alguna parte (lo sé, y me sé la obra de memoria) que “qué es lo que más condenamos en la mujer. ¿El ser de inconstante parecer? Nosotros las enseñamos que el hombre que llega a estar del ciego dios más herido no deja de estar perdido por el troppo varïar; ¿tener al dinero amor? Es cosa de muy buen gusto, o tire una piedra el justo que no caiga en este error; ¿ser duras? ¿Qué nos quejamos, si todos somos extremos? ¿Difícil? Lo aborrecemos y fácil no lo estimamos…”; claro, antes dice que “el primero padre quiso más perder el paraíso que enojar a una mujer. Y era su mujer, ¿Qué hiciera si no lo fuese? Y no había más hombre que él, qué sería si con otro irse pudiera; porque con la competencia cobra gran fuerza Cupido…"
                Una de las grandes científicas mexicanas, Mayra de la Torre, suele o solía presentarse con minifalda en el laboratorio, aunque tenía que subir a grandes alturas; la directora María Novaro, en una filmación, ordenó que actrices, técnicas, maquillistas, se presentaran de minifalda, para que los hombres de la película no desviaran la mirada lúbrica hacia las piernas de una sola, y las miraran con naturalidad. En oficinas gubernamentales de Guanajuato o de Puebla o de ambas lograron quitar las órdenes de que se presentaran las empleadas de faldas largas y blusas cerradas, y en muchas escuelas de todo el mundo se consiguió que dejaran de expulsar a las alumnas minifalderas; desde hace mucho en las iglesias dejaron de prohibir la entrada a mujeres vestidas con pantalones o con faldas arriba de la rodilla (y sin velo, antes pecado venial, pero pecado); y ora resulta que una senadora perredista (el real socialismo es el más represor de los socialismos, y de otras doctrinas político-religiosas) pide que se expida una ley que ordene a las agencias que proporcionan azafatas y azafatos, que ya no les den uniformes atrevidos, faldas cortas y sobre todo escotes (¿y a los azafatos pantalones ceñidos?) que distraen  a los legisladores que están despiertos.
                Don Anastasio de Ochoa decía que una mujer puede toser en un templo, pero queda la duda de si tose por llamar la atención. No es el caso de las minifaldas, prenda que más que mostrar, proporcionaba libertad; si no de acción, de pensamiento. Fue conquista de una generación que peleaba más que los hombres, porque además debían combatir lo oportunista de sus compañeros, que con el pretexto de la liberación sexual pretendían coleccionar conquistas, ligues, fajes, acostones, como hacían los de las generaciones anteriores, que presumían: ¿cuántos hijos tienes? ¿En qué colonia? Las minifaldas de Jane Fonda, Twiggy, Elizabeth Montgomery, Carol Lynley, Pili y Mili, Macaria, Leticia Robles, Lucha Villa, Ali McGraw, Angélica María, Alma Muriel representaban una generación aguerrida, libérrima, exigente de una igualdad social, sexual, laboral, intelectual. Y una senadora de un partido que se cree de izquierda pide que retrocedan y se vuelvan sumisas, que no enseñen porque, ella cree, enseñan para vender. Que mejor se regresen a su casa, con sus hijos, como dice Héctor Suárez en Mecánica nacional, para que no las denigren: mejor la esclavitud a la libertad.
                Y para que más duela, comienzan algunos comerciales a decir que hay desodorantes para que los hombres vuelvan a ser hombres. Como si un olor lo definiera.

Un detractor me acusa de plagiar, nada menos que a don Eduardo Mejía; es como acusar a Vivaldi de, como dice Carpentier que dijo Stravinsky, escribir 400 veces el mismo concierto; a García Ponce de poner las mismas escenas con diferentes personajes; a Graham Greene de usar siempre la misma trama del acusado en falso, o a Agatha Christie de poner siempre al mayordomo como culpable de todos los crímenes, o a don Fernando Soler que haya hecho varias veces el papel de Cruz Treviño Martínez de la Garza. Y no, no cobro nada en este blog, ni siquiera tengo patrocinadores. Antes al contrario, dos célebres escritoras me han plagiado; la primera, el primer cuento que publiqué y, años más tarde, cuando lo reescribí modernizándolo, con más armas, mejor escrito y más pícaro, me acusó (en privado) de plagiarla; la otra hasta honores ganó.