lunes, 27 de abril de 2009

Tin Tan y García Riera, dos leyendas juntas / I

Emilio García Riera es el historiador casi oficial del cine nacional; su Historia documental del cine mexicano, en sus dos ediciones, es consulta obligada para tener un panorama más o menos completo del ámbito en que se filmó y se estrenó cualquier cinta (hasta 1976), la recuperación del momento histórico (incluso aclaración de algunos chistes que ya no se entienden), y una visión crítica, si bien parcial, sobre ciertos directores.
Aunque es parcial, es importante; entre sus méritos están el reconocimiento de algunos directores no especialmente elogiados por otros comentaristas, como Fernando Méndez o Gilberto Martínez Solares; una evaluación justa de Ismael Rodríguez; la apreciación de ciertos momentos de Rogelio González; la recuperación de Fernando de Fuentes; tomar en serio a Pedro Infante, a Manolín y Schillinsky; la exaltación de la belleza femenina y sus momentos más sensuales, y una valoración de figuras que no se tomaban en cuenta, como Lilia Prado.
Si es más riguroso en la primera versión, en la segunda es más divertido y es más expresivo en su exaltación del erotismo en las actrices del cine mexicano; en cambio, es totalmente maniqueo y no oculta ni sus preferencias ni sus rechazos, que aunque los lectores compartieran, él como historiador no tenía derecho a obviar, como las cintas de Viruta y Capulina (error subsanado en la segunda versión, y se da el caso de que hasta se divierte con alguna escena, y hasta llega a ser —levemente— elogioso, aunque no deja de echar puyas a quien le hizo ese reclamo en los años setenta–yo, para más señas); en el tomo 18 de la segunda versión hay rectificaciones, complementos y añadidos, y omite, en su complemento a cierta cinta, el nombre de quien observó en una cinta el contexto histórico, que años después tuvo especial significado (yo, por más señas).

Más parciales, y más plenas son sus biografías-filmografías de ciertos cineastas (Emilio Fernández, Raúl de Anda, los hermanos Soler—a quienes ataca en la Historia documental, elogia en Del cine a la TV y vuelve a atacar en la segunda parte de la Historia documental—; es elocuente en filmografías comentadas de otros cineastas, como Howard Hawks, Max Ophs.

Fue especialmente elogioso, y hasta condescendiente, con Germán Valdés Tin Tan; le otorga una categoría de superioridad frente a actores en su época reputados, y califica —como debe ser— las cintas sin añadir epítetos de cómica o humorística, y la ve con toda la seriedad posible.
Ahora, sus herederos en la Universidad de Guadalajara, siguiendo sus instrucciones y en múltiple coedición con el Patronato del Festival Internacional de Cine en Guadalajara, la Cineteca Nacional, la Universisas Veracruzana y el Corporativo de Empresas Universitarias edita Las películas de Tin Tan (2008, 238 páginas; pero apenas se consigue, como cada año, gracias a la Feria del Libro de Minería), que es la reunión de todas las reseñas y comentarios incluidos en la segunda versión de la Historia documental del cine mexicano, con unos muy pocos añadidos, y en el caso de actuaciones especiales o en las muchas cintas donde Valdés ya no era la estrella sino que estaba a la mitad del reparto, omite el comentario de la cinta y se constriñe a la actuación de Tin Tan, con lo que el volumen, en vez de ser aumentado, es disminuido.
Lo nuevo son la presentación, la introducción y la nota biográfica, con algunas pequeñas erratas y uno que otro párrafo no muy claro; sobresale la reafirmación de García Riera de que fue él el primero en resaltar las cualidades de El rey del barrio (lo que es cierto, aunque también apareció en una época en la que ya era muy elogiado y no sólo entre los cineastas –véanse por ejemplo las declaraciones de Alberto Bohórquez en la revista Siete, en 1972, donde afirmaba que no nada más “las primeras, sino hasta El capitán Mantarraya” eran muy dignas y divertidas—, sino entre el público). Sin embargo, es de llamar la atención que aunque en la introducción García Riera afirma que El rey del barrio es la mejor película de Valdés, y lo confirma en la ficha de la cinta, dos veces se contradice cuando afirma lo mismo de Ay, amor, cómo me has puesto y de El revoltoso; lo curioso es que en los tres casos tiene razón.
Es de lamentar que García Riera ya no haya tenido fuerza o deseos de actualizar y ampliar sus comentarios, sobre todo de las películas principales, y que no haya recalcado el hecho de que Tin Tan tuvo unos inicios prometedores, una etapa culminante no tan breve, pero sí una larguísima decadencia interrumpida no tanto por alguna buena película, sino por momentos extraordinarios, pero aislados y tan espaciados que acentúan el periodo de flaquezas.
Y es de lamentar que no haya ampliado sus comentarios, porque deja pasar escenas significativas, en varios aspectos: el de “fauno besucón” que admira a las mujeres (que es de lo que más resalta García Riera), y otros en que pareciera referirse a sustancias si no prohibidas por lo menos ocultas por la sociedad antes de que muchos hicieran gala de su consumo, como ahora algunos diputados.

A riesgo de repetirme demasiado (tanto de páginas de Baúl de recuerdos como de algunos escritos en este mismo blog), hago un breve recuento de lo omitido por el crítico:
En El hijo desobediente, Cuca la Telefonista dice que se sienta “con una, porque la otra me la mordió un perro”; en Con la música por dentro, el cocinero le pregunta a Tin Tan si es “el nuevo pinche”, a lo que Tin Tan responde titubeante e inseguro: “no, no”; en otra escena, entra a la casa donde Marga López se asoma a la escalera , con la bata abierta, y muestra las piernas; Tin Tan exclama: “¡qué puerta!”; al principio de Músico, poeta y loco, Marcelo ve salir de la vidriera donde trabaja Tin Tan a Conchita Gentil Arcos, quien se ha recargado en una vitrina y se le pega en el trasero un letrero: “se vende”; Marcelo la observa, sopesa, y hace ademán de no aceptar la oferta; posteriormente, cuando Tin Tan da una clase de música, una alumna pregunta por un instrumento, y se refiere como “pitito”, a lo que Tin Tan guarda un silencio aprobatorio (por cierto, García Riera dice que el cómico estaba bien dotado en muchos aspectos —sic); en esa larga escena, las alumnas cruzan y descruzan las piernas, y una de ellas muestra las pantaletas; es de suponer que se trata de Meche Barba, quien las vuelve a mostrar al bailar un swing.
En Calabacitas tiernas (a la que no le añade el subtítulo “Ay qué bonitas piernas”) es Rosita Quintana quien las muestra al bailar un boggie boggie con Ramón y Germán Valdés; aparentemente es la única cinta donde muestra las pantaletas; Quintana también aporta dos frases: “ya ve lo que le pasa por comer tanto y tan seguido”, y al besar a Valdés, una frase que repite éste en varias cintas: “¡más mezcla, maestro, o le remojo los adobes!”; al final de la cinta, una Quintana disfrazada de bebé muestra generosamente las piernas. Pero no son los únicos que se lucen: el Che Reyes, agobiado por las deudas, se sale de la oficina a tomar aire, “una jaiba en chilpachole”; Quintana se queja de lo mandado que es Tin Tan y Reyes, tomándole la mano, le pregunta: “¿y te asustaste mucho, nena?”
Es de hacer notar que en varias ocasiones Tin Tan se dirige al público; es un truco al que recurre con frecuencia el director Gilberto Martínez Solares, como hace Fernando Soler en Mi querido Capitán.
En Soy charro de levita, cenan en una fonda Carmen Molina, Marcelo —quien se embriaga con cervezas— y Valdés, quien ordena “mas frijoles, unas cerbatanas bien elodias y unos cigarros amapolas”; posteriormente pregunta varias veces a Marcelo que de cuál fumó, o le pide que ya no fume de “eso”.
En El rey del barrio hay varias escenas “transgresoras”; en la tienda donde cambia el traje de ferrocarrilero por el de gángster elegante, ve cómo unos animales disecados se mueven, por lo que tira el cigarrillo que lleva en los labios; advierte que otro animal se mueve, y aplasta con fuerza el cigarrillo; cuando alerta a Silvia Pinal que si sigue tan orgullosa y no recibe su ayuda, se va a perder, como le pasó “a mi prima”; ella reclama que lo que quiere es que se pierda pero con él, primero protesta pero luego se le ilumina la expresión y exclama “¡qué buena idea!”; finalmente la rescata cuando ella tiene que trabajar de fichera; cuando están en una mansión para pintar y asaltar, abre una puerta, y es de sospechar que hay una mujer desnuda, porque recibe una bofetada; por un instante sopesa volver a abrir la puerta, pero se contiene; en la fiesta de cumpleaños de su supuesto hijo, le pica el ombligo a una invitada (¿Alicia Téllez Girón?), ante los celos de Pinal.
Son escenas escondidas, que no tienen que ver con la trama, pero que retan a la censura, oficial o no, y más que nada guiños al espectador. En la siguiente entrega completaremos con varias más que García Riera pasó por alto.

domingo, 19 de abril de 2009

Las amistades peligrosas (y los japoneses de moda)

Al entrar a las escasas librerías actuales, llenas de novedades fugaces y sin movimiento en los estantes de las novedades anteriores, llama la atención la cantidad de libros escritos por mujeres, que se han salido del encasillamiento en el que ellas mismas se metieron; no sabemos si a eso se debe el éxito editorial, o mercadotécnico, y desconfiamos de ese triunfo en las ventas, que casi siempre ha sido un termómetro al revés: mientras más se vende, menos calidad se tiene (con las ya sabidas excepciones: libros que se venden pese a su calidad, y que incluso se venden por factores que no tienen que ver con la calidad).
Entre los libros más promovidos en estas semanas se encuentra La elegancia del erizo, de Muriel Barbery (que uno lee a falta de la distribución de un ¿nuevo? libro de relatos de E. M. Forster, o de una nueva novela de Juan Marsé, ambos publicados por la misma Seix-Barral que edita a Barbery; no los traemos porque no hay público, aclara un vendedor de esa casa).
La elegancia del erizo tiene cualidades: una redacción tan ágil que se lee en prácticamente tres sentadas pese a su extensión mayor de 350 páginas en caja grande, tipografía de tamaño regular pero cómodo, y a la incomodidad de presentar a dos narradoras que se diferencian no por el lenguaje, el anecdotario y los puntos de vista tan diferentes como corresponde a la edad y sus actividades tan distintas e incluso contrarias, sino por una tipografía distintiva para cada una; esa agilidad no tiene que ver, sin embargo, con un estilo periodístico y sí con una profundidad de ideas que, sin embargo, no es complaciente más que con un público ya asegurado: es un libro que apapacha a los lectores, les da un lugar único en el mundo, sobresalta las cualidades de la lectura y de los lectores, recalca la nobleza que caracteriza a los lectores, y cómo se notan las lecturas en personajes tan disímbolos como una portera quincuagenaria y una adolescente precoz y singular; no hay pierde: los no-lectores no abordarán esta novela, y si lo hacen por fuerza de la publicidad, de cualquier manera se sentirán identificados; la razón es sencilla: aunque los protagonistas se sienten diferentes al resto de sus vecinos (todo sucede en una vecindad de lujo, con habitantes intelectuales que no leen, ecologistas, socialistas), tienen todas las características de los personajes lectores: soledad intrínseca, sentimientos nobles, sensación de singularidad, y llenos de tics: citas de canciones, menciones de nombres célebres, coscorrones a los políticamente incorrectos, críticas veladas de los semejantes, y un lazo invisible pero indestructible que une a los lectores que se reconocen entre sí apenas se conocen.
Es injusto, desde luego, hablar así de un libro que sucede en un ámbito diferente del nuestro: en el París en que se desarrolla La elegancia del erizo es mucho más posible que aquí la existencia de una portera fanática de Tolstoy (aquí, ha demostrado Zaid, ni los críticos leen, y ser escritor o lector tiene más importancia social que cultural); también es más verosímil que una adolescente tenga una conciencia sociológica del comportamiento de sus semejantes y de los adultos, y que a los 11 años entienda el por qué de una cultura ecléctica que admita el rap junto a conciertos de Satie y una ópera de Mozart, los comics junto a Tolstoy, y se permita lanzar dardos a los socialistas del siglo XXI, cuyo mayor desafío es estar demodé, y no representa ningún desafío ni menos significa peligro alguno que el de ser atacados por los que sí están a la moda política (a la que también lanza dardos neoliberales: no hay buenos plomeros porque no tienen una verdadera competencia, dice esta procaz protagonista).
Pa’ molarla de acabar, aparece un tercer personaje, un japonés tan a la moda (¿no deberían ser chinos para aprovechar su expansión comercial?) que ya se avizora un auge literario nipón que ojalá todo esté más o menos a la altura de Murakami, y que ya en las librerías también parece que resucitarán a Akutagawa, Kawabata y a Mishima, antes los únicos dispoibles. Este personaje, culto, sensible y además rico que utiliza su dinero para disfrutar mejor la música, el cine y la lectura, y para cortejar a sus semejantes, es capaz de reconocer a una fanática de la lectura sin haber hablado con ella, sin conocer su biblioteca, sin ninguna referencia.
En lo que sí se puede reclamar la imposibilidad es que si la portera del edificio lo ha sido durante 29 años, nadie se haya dado cuenta de su singularidad, que nadie la haya sorprendido leyendo; que haya visto Black Rain una docena de veces sin que nadie lo haya advertido; o que haya leído tanto sin que se advierta en su lenguaje, en sus movimientos, en sus comentarios; es decir, que en casi 30 años se haya cuidado tanto que nadie sospeche de su capacidad intelectual.
Tampoco parece verosímil que una adolescente pertenezca a una familia de lectores, cuya hermana se está especializando en literatura medieval, en que la madre tenga intereses psicoanalíticos y el padre sea funcionario cultural, y no adviertan que ella lea y se caracterice por la soledad típica de los lectores, ni es verosímil que el japonés sea asediado por todas las mujeres en edad de merecer, al menos las de la vecindad, y ninguna sospeche que él se sienta atraído por una mujer ajada, mal vestida, arisca y rejega.
Menos aún parece atractiva una historia en la que no sucede nada, que se cuente la vida de una mujer que no ha vivido y de otra que aún no vive. ¿Por qué entonces el éxito de una novela que en dos años ha vendido más de medio millón de ejemplares en Francia, y en España ha consumido 17 reimpresiones en menos de un año (nos llega a México apenas; ¿en verdad no creen que aquí haya lectores y por eso no traen a Forster ni a Marsé?) y se está traduciendo a 27 idiomas?
No sólo es un libro para apapachar a los lectores, como lo fue hace casi 20 años La historia interminable, en la que todos los lectores se sintieron identificados con el niño que metía una vela bajo las cobijas para seguir leyendo sin que lo regañaran y le obligaran a dormirse —sin quemar la cobija, lo que era la mayor hazaña. También porque cuenta la historia de una amistad imposible: ¿qué puede unir a una aborrecente petulante y creída, con un industrial sensibilísimo y una portera culta? No su imposibilidad, sino la defensa que hacen de sí mismos defendiendo a los otros. Y es que la amistad es algo, se dice, que nace contra la corriente, contra todo y contra todos. Si abundan los pasajes divertidos, si saltan por doquier las puyas contra el psicoanálisis, contra los presumidos, contra el esnobismo, el libro evade la cursilería, y en cambio acumula en los dos últimos capítulos toda la intensidad de la historia para recalcar que la amistad existe incluso contra la imposibilidad de la amistad; ¿cómo pueden hacerse amigos personas con costumbres diferentes, ambiciones distintas, gustos divergentes? Existen, sin embargo, amistades sólidas que sobreviven a todo. Toda la intensidad del libro se concentra en un pensamiento que salta de la mente de la portera, agonizante cuando parecía que su destino iba a cambiar (su vida ya había cambiado, se insinúa): ojalá —se refiere a quien ha sido su única amiga en los diez años anteriores a la trama— yo sea para ella lo que ha sido para mí.
Aparte de ese capítulo, estremecedor como pocos, sobresalen las burlas contra los intelectuales orgánicos, y el azoro por ese eclecticismo, incomprensible, porque sin él Muriel Barbery no tendría el éxito que ahora tiene; la pregunta implícita es si es posible que coexistan la “alta cultura” y la cultura popular; sin embargo, la autora identifica arte con cultura y le da categoría de arte a actividades artesanales; cabría preguntarse si no está justificando sus gustos personales, y ella misma califica como arte lo que es un simple pasatiempo.
La traducción de Isabel González-Gallarza es eficaz, legible y, en lo que cabe, bastante correcta; la edición también lo es: pulcra, sin erratas, bien formada; lo único reprochable es, como en casi todos los libros, el mal uso de ¡quizá” y “quizás”. ¿Será ésa una batalla perdida?

sábado, 11 de abril de 2009

¿Algo ha cambiado en tres siglos? ¿En medio siglo?

Arthur Miller escribió en los años cincuenta una pieza teatral, Las brujas de Salem, basada en hechos reales casi tres siglos antes, pero con vigencia política debido a la fiebre demencial del macartismo, por denunciar a cualquiera de comunista (un macartista tardío incluso escribió en los años setenta: “y ni siquiera eran comunistas”).
La historia de la influencia y las consecuencias de la actuación de Joseph McCarthy están narradas en un par de libros espléndidos de Román Gubern sobre la caza de brujas en Hollywood, ambos publicados por Anagrama, uno un poco más extenso, y donde se narran los procesos ridículos, pero con un efecto letal, lo que provocó denuncias reales y falsas; también está el testimonio fílmico de Martin Ritt, El prestanombres, sobre el mismo asunto, y donde el único participante que no fue juzgado por McCarthy fue Woody Allen, quien dijo que no fue sometido a juicio porque no tenía edad, pero que si sucediera en la actualidad, lo harían.
Miller escribió la obra en 1953; en su momento se trató de una denuncia de los hechos que trastornaban la vida política de Estados Unidos (y de los gobiernos adherentes que se apresuraron a perseguir comunistas en sus países; México vivió entonces uno de los periodos más represores de su historia), y que modificaron también el cine; no hay que olvidar que aunque hubo quienes por miedo físico, al desempleo, al ostracismo, se declararon “culpables” y dijeron otros nombres; también hubo quienes se opusieron, se negaron a declarar y a denunciar sin importar las consecuencias, que no fueron menores; como excepción, Peter Bogdanovich relata que en una reunión de directores, todos esperaban con ansia la postura de John Ford, quien empezó diciendo que nadie había matado a tantos indios como él, hizo otras alegorías, y apoyó sin restricciones a quienes se manifestaban por la libertad de sus ideas; eso fue suficiente para que disminuyera la presión; la portada de La caza de brujas muestra una manifestación contra McCarthy encabezada por Bogart y Bacall; no todos tuvieron el mismo peso: Estados Unidos prefirió perder el talento de Chaplin, quien terminó su carrera en Europa, que reconocer el error de esos procesos. A cambio de perder la dignidad, los estadounidenses hicieron basura como Yo fui comunista para el FBI, de Gordon Douglas, quien años después hizo no una nueva versión, sino una parodia de La diligencia, una de las muchas obras maestras de Ford.

Miller escribió Las brujas de Salem en 1953; desde luego, él fue uno de los acusados, pero también estuvo entre quienes salieron airosos, porque la obra contribuyó a mostrar la locura de acusadores y jueces, la temeridad de los procesos, y se hizo célebre una de las frases de la obra: “si no sabes cómo es una bruja, ¿cómo sabes que no eres una?”; en 1956 fue llevado a los tribunales, donde se negó a delatar a sus colaboradores; a finales de los cincuenta casó con Marilyn Monroe y escribió una obra, Después de la caída, que muchos aseguran que trata acerca de ella. (Hace unos meses incluí en este blog una fotografía de MM leyendo Ulysses, de James Joyce; corresponde a la época en que Miller y Monroe eran matrimonio.)
Las brujas de Salem, o The Crucible, contribuyó en mucho a que la gente en general comenzara a dudar de McCarthy y secuaces, y a detectar que sus denuncias y delaciones tenían propósitos diferentes a los que enunciaban: no eran otros que intereses económicos o de poder, más que de proteger a los estadounidenses (y con ello a todo el mundo) del comunismo.
Por desgracia, cuando disminuyó la locura represora (que no ha terminado del todo en muchas partes), la obra fue vista desde otro contexto, dejó de representarse y de reeditarse, y comenzó a ser citada de manera errónea. La inclusión en la Biblioteca Arthur Miller, en la colección Fábula, de Tusquets —que coincide con la difusión de la cinta con el guión basado en la obra de teatro, y protagonizada por Wynona Ryder y Daniel Ley-Lewis, dirigida por Nicholas Hynter—, permite verla con un nuevo enfoque, sin la urgencia de la denuncia presentada por Miller en 1953; sin el inocente maniqueísmo de los sesenta; sin el perverso maniqueísmo de los noventa, y en un presente que nos hace imaginarnos todos los escenarios posibles (para usar el lenguaje de los seudoanalistas políticos): el histórico y el de todas las etapas posteriores a la segunda guerra mundial.
En primer lugar, llama la atención que Miller comience la obra con un prólogo muy vigoroso que centra al lector en una época muy difícil de imaginar, con un método de vida, con unas costumbres que no tienen nada que ver con las actuales, aunque subsistan muchas de las ideas preconcebidas, sobre todo en cuestión de creencias religiosas; eso no sería lo llamativo, sino que en tres ocasiones interrumpe la narración de la obra para hacer comentarios, situar las acciones en un contexto real, y hacer algunas comparaciones con el siglo XX. Eso aumenta el dramatismo de la obra, aletarga la acción, y previene al lector sobre el desenlace, que aunque ya conocemos, no deja de impresionar, por lo que sucedió y por lo que puede suceder; para empezar, no han terminado las actitudes represivas, y lo peor es que son causadas por la ambición, tanto material como de poder, y se da en todos los niveles, desde el doméstico hasta el nacional, y desde luego el internacional; pero si asusta lo que sucede entre las naciones, aterra lo que pueda pasarle a los individuos, expuestos a acusaciones falsas, a difamaciones, a ser sometidos a rumores malignos que destruyan reputaciones y vidas; lo de menos son las acusaciones públicas, porque ésas denigran a acusadores y a delatores, sino las privadas que hacen creer a conocidos y allegados cualquier mentira, o una verdad manipulada.
Miller recalca que había más represión sexual en la Unión Soviética, supuestamente la antípoda del macartismo predominante en los años en que escribe la obra; lo que ha seguido es peor: desde la presión estadounidense para que todos sus “aliados” declararan la guerra a Irak, ahora ya comprobamos que basados en acusaciones falsas, pruebas manipuladas, hasta la no por ridícula menos peligrosa acusación de Hugo Sánchez, de que quien no lo apoyara como técnico de la selección de futbol de Coca-Cola y Televisa, era un mal mexicano.
La obra, ya despojada de los lugares comunes y establecido que todo comenzó por la sexualidad despierta de unas jóvenes reprimidas, el deseo de venganza de una de ellas (como en Sensualidad, como en Coqueta, como en las cintas precoces de Lolita Davidoch) y se desata la represión más absoluta dictada por la buena fe de unos cuantos tontos que además se creían superiores a sus coetáneos, es de una fuerza y un vigor incuestionables, y a ratos insoportable; en ese sentido tiene un parentesco con el teatro griego que sometía a sus personajes a la tiranía del destino, contra el que no podían luchar; así los protagonistas de Las brujas de Salem pueden salvarse, pero a costa de sí mismos; así, una “travesura” erótica causa la muerte de casi veinte personas y la ruina de muchas más; no importa que el tiempo y autoridades menos fanáticas hayan exonerado a las víctimas de acusaciones y castigos, aunque no hayan podido reparar su destino, y aunque el castigo a los culpables no haya reparado nada.
Lo peor es la sensación de desamparo en que nos deja la lectura de esta pieza que nos advierte de hasta dónde nos pueden llevar los caprichos personales, no importa cuál sea la causa y cuál la justificación.