sábado, 11 de abril de 2009

¿Algo ha cambiado en tres siglos? ¿En medio siglo?

Arthur Miller escribió en los años cincuenta una pieza teatral, Las brujas de Salem, basada en hechos reales casi tres siglos antes, pero con vigencia política debido a la fiebre demencial del macartismo, por denunciar a cualquiera de comunista (un macartista tardío incluso escribió en los años setenta: “y ni siquiera eran comunistas”).
La historia de la influencia y las consecuencias de la actuación de Joseph McCarthy están narradas en un par de libros espléndidos de Román Gubern sobre la caza de brujas en Hollywood, ambos publicados por Anagrama, uno un poco más extenso, y donde se narran los procesos ridículos, pero con un efecto letal, lo que provocó denuncias reales y falsas; también está el testimonio fílmico de Martin Ritt, El prestanombres, sobre el mismo asunto, y donde el único participante que no fue juzgado por McCarthy fue Woody Allen, quien dijo que no fue sometido a juicio porque no tenía edad, pero que si sucediera en la actualidad, lo harían.
Miller escribió la obra en 1953; en su momento se trató de una denuncia de los hechos que trastornaban la vida política de Estados Unidos (y de los gobiernos adherentes que se apresuraron a perseguir comunistas en sus países; México vivió entonces uno de los periodos más represores de su historia), y que modificaron también el cine; no hay que olvidar que aunque hubo quienes por miedo físico, al desempleo, al ostracismo, se declararon “culpables” y dijeron otros nombres; también hubo quienes se opusieron, se negaron a declarar y a denunciar sin importar las consecuencias, que no fueron menores; como excepción, Peter Bogdanovich relata que en una reunión de directores, todos esperaban con ansia la postura de John Ford, quien empezó diciendo que nadie había matado a tantos indios como él, hizo otras alegorías, y apoyó sin restricciones a quienes se manifestaban por la libertad de sus ideas; eso fue suficiente para que disminuyera la presión; la portada de La caza de brujas muestra una manifestación contra McCarthy encabezada por Bogart y Bacall; no todos tuvieron el mismo peso: Estados Unidos prefirió perder el talento de Chaplin, quien terminó su carrera en Europa, que reconocer el error de esos procesos. A cambio de perder la dignidad, los estadounidenses hicieron basura como Yo fui comunista para el FBI, de Gordon Douglas, quien años después hizo no una nueva versión, sino una parodia de La diligencia, una de las muchas obras maestras de Ford.

Miller escribió Las brujas de Salem en 1953; desde luego, él fue uno de los acusados, pero también estuvo entre quienes salieron airosos, porque la obra contribuyó a mostrar la locura de acusadores y jueces, la temeridad de los procesos, y se hizo célebre una de las frases de la obra: “si no sabes cómo es una bruja, ¿cómo sabes que no eres una?”; en 1956 fue llevado a los tribunales, donde se negó a delatar a sus colaboradores; a finales de los cincuenta casó con Marilyn Monroe y escribió una obra, Después de la caída, que muchos aseguran que trata acerca de ella. (Hace unos meses incluí en este blog una fotografía de MM leyendo Ulysses, de James Joyce; corresponde a la época en que Miller y Monroe eran matrimonio.)
Las brujas de Salem, o The Crucible, contribuyó en mucho a que la gente en general comenzara a dudar de McCarthy y secuaces, y a detectar que sus denuncias y delaciones tenían propósitos diferentes a los que enunciaban: no eran otros que intereses económicos o de poder, más que de proteger a los estadounidenses (y con ello a todo el mundo) del comunismo.
Por desgracia, cuando disminuyó la locura represora (que no ha terminado del todo en muchas partes), la obra fue vista desde otro contexto, dejó de representarse y de reeditarse, y comenzó a ser citada de manera errónea. La inclusión en la Biblioteca Arthur Miller, en la colección Fábula, de Tusquets —que coincide con la difusión de la cinta con el guión basado en la obra de teatro, y protagonizada por Wynona Ryder y Daniel Ley-Lewis, dirigida por Nicholas Hynter—, permite verla con un nuevo enfoque, sin la urgencia de la denuncia presentada por Miller en 1953; sin el inocente maniqueísmo de los sesenta; sin el perverso maniqueísmo de los noventa, y en un presente que nos hace imaginarnos todos los escenarios posibles (para usar el lenguaje de los seudoanalistas políticos): el histórico y el de todas las etapas posteriores a la segunda guerra mundial.
En primer lugar, llama la atención que Miller comience la obra con un prólogo muy vigoroso que centra al lector en una época muy difícil de imaginar, con un método de vida, con unas costumbres que no tienen nada que ver con las actuales, aunque subsistan muchas de las ideas preconcebidas, sobre todo en cuestión de creencias religiosas; eso no sería lo llamativo, sino que en tres ocasiones interrumpe la narración de la obra para hacer comentarios, situar las acciones en un contexto real, y hacer algunas comparaciones con el siglo XX. Eso aumenta el dramatismo de la obra, aletarga la acción, y previene al lector sobre el desenlace, que aunque ya conocemos, no deja de impresionar, por lo que sucedió y por lo que puede suceder; para empezar, no han terminado las actitudes represivas, y lo peor es que son causadas por la ambición, tanto material como de poder, y se da en todos los niveles, desde el doméstico hasta el nacional, y desde luego el internacional; pero si asusta lo que sucede entre las naciones, aterra lo que pueda pasarle a los individuos, expuestos a acusaciones falsas, a difamaciones, a ser sometidos a rumores malignos que destruyan reputaciones y vidas; lo de menos son las acusaciones públicas, porque ésas denigran a acusadores y a delatores, sino las privadas que hacen creer a conocidos y allegados cualquier mentira, o una verdad manipulada.
Miller recalca que había más represión sexual en la Unión Soviética, supuestamente la antípoda del macartismo predominante en los años en que escribe la obra; lo que ha seguido es peor: desde la presión estadounidense para que todos sus “aliados” declararan la guerra a Irak, ahora ya comprobamos que basados en acusaciones falsas, pruebas manipuladas, hasta la no por ridícula menos peligrosa acusación de Hugo Sánchez, de que quien no lo apoyara como técnico de la selección de futbol de Coca-Cola y Televisa, era un mal mexicano.
La obra, ya despojada de los lugares comunes y establecido que todo comenzó por la sexualidad despierta de unas jóvenes reprimidas, el deseo de venganza de una de ellas (como en Sensualidad, como en Coqueta, como en las cintas precoces de Lolita Davidoch) y se desata la represión más absoluta dictada por la buena fe de unos cuantos tontos que además se creían superiores a sus coetáneos, es de una fuerza y un vigor incuestionables, y a ratos insoportable; en ese sentido tiene un parentesco con el teatro griego que sometía a sus personajes a la tiranía del destino, contra el que no podían luchar; así los protagonistas de Las brujas de Salem pueden salvarse, pero a costa de sí mismos; así, una “travesura” erótica causa la muerte de casi veinte personas y la ruina de muchas más; no importa que el tiempo y autoridades menos fanáticas hayan exonerado a las víctimas de acusaciones y castigos, aunque no hayan podido reparar su destino, y aunque el castigo a los culpables no haya reparado nada.
Lo peor es la sensación de desamparo en que nos deja la lectura de esta pieza que nos advierte de hasta dónde nos pueden llevar los caprichos personales, no importa cuál sea la causa y cuál la justificación.

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