domingo, 29 de marzo de 2009

¿Infieles o traicioneros?

En los años ochenta Brianda Domecq preparó una excelente antología de literatura mexicana, sólo que el tema estaba equivocado: se llama Acechando al unicornio (Fondo de Cultura Económica), cuando en realidad debería haberse llamado Escondiéndose o Evadiendo (o Acariciando) al unicornio, porque sólo uno de los relatos incluidos hablaba de la virginidad, y todos los demás de la pérdida de la virginidad.
Lo mismo puede pensar el lector de un libro de reciente aparición, Infidelidades.con, supuestamente una antología temática en la que varios autores, compilados por Mariví Cerisola, hablan de la infidelidad. La edición, de una belleza discreta pero engañosa, es de Terracota, y la colección es “La Escritura Invisible” (pésimo nombre) y está dirigida por un descortés Alberto Vital, quien comete la poco caballerosa actitud no sólo de incluirse, sino de cerrar el tomo con un relato suyo.
Los cuentos no hablan más que tangencialmente de infidelidad; hablan de adulterio, de machismo, de traición, de deseos reprimidos o mal contenidos, pero no de infidelidad; es más, la sensación que se tiene al terminar el pequeño volumen, que no llega a 150 páginas, es la de que los autores no tienen bien definida la infidelidad; ¿es un romance extramarital, como dice Alberto Orlandini en El enamoramiento y el mal de amores (Fondo de Cultura Económica, que tuvo el acierto de incluirlo en La ciencia para todos, bajo la acertada dirección de Marco Antonio Pulido y María del Carmen Farías); entonces pocos relatos caben en esa definición, porque no todas las relaciones son romances. Más bien se tratan de historias de otra naturaleza; están alejados de aquel relato extraordinario de Benedetti, el de las tazas de color.
En casi todos los relatos se repiten anécdotas que han abundado en filmes, en telenovelas, en series televisivas, en que si bien hay un trasfondo de infidelidad, más bien se trata de venganzas, de tentaciones, de la comezón del séptimo año, o de trucos fallidos que se descubren por recados en correos electrónicos o mensajes por teléfonos celulares; de escapadas que difícilmente pueden ser calificados como romances. O lo peor, hablan de frigidez, de impotencia, de hartazgo, de ausencia de deseo, pero atiborrados de lugares comunes, totalmente previsibles, lo que habla muy mal de los personajes y de los autores.
De lo que sí hablan los cuentos es de la humillación que sienten los protagonistas al enterarse de las actividades de los cónyuges, pero la infidelidad está detrás de la trama, no es el punto central de las anécdotas.
Hay cuestiones curiosas: un relato habla de una melómana, hija de un melómano, que lleva por nombre Elisa en honor a una pieza de Beethoven, que un verdadero melómano no tiene por lo mejor del músico; da la impresión que la autora (porque hasta eso, apenas hay tres hombres y bastantes mujeres) no sabe lo suficiente de música como para encontrar un nombre más adecuado, como por ejemplo Clara o Tosca (perdón por los malos chistes).
Otro relato habla más de una violación por un travesti, y sólo al final se insinúa que hubo infidelidad, pero de la esposa del protagonista, cuando revela que está infectada de sida, pero no se deja saber si la adquirió por andar de coscolina o por una inyección, lo que habla también de prejuicios.
Los que no abundan, en cambio, son los relatos inquietantes, excepto uno en que se describe muy bien un faje en un avión, pero un faje tampoco es una infidelidad, excepto por una cuestión: ¿la infidelidad se comete o sólo se antoja? ¿Tiene el mismo peso la omisión que la comisión? Las mujeres que coquetean pero que a la mera hora se rajan, ¿son infieles? Los que admiran fugazmente a una transeúnte, ¿son infieles o sólo son mirones? ¿Es lo mismo el acoso que el cortejo? Eso originaría otro tema: la religión, o la moral, en la que son expertas las autoridades mexicanas, según las últimas reglas (acaban de aprobar un bando en Culiacán que castiga el piropo, aunque aclaran que sólo el piropo obsceno; pero eso también es subjetivo; a las autoridades habría que reclamarles que no publiquen en el bando un catálogo de piropos permitidos, porque lo que a algunas personas una flor les parece adecuada a otras les parece grosera, y depende de quién se los diga —cabría recordar aquel cartón de Quino, en que una mujer gruesa, poco atractiva, le advierte al marido que ay de él si no la considera un objeto sexual).
Llama la atención otro relato en que una mujer reclama al marido, con palabras altisonantes, que si toda su vida ha sido educada con ignorancia de sexo, al casarse tenga que actuar como prostituta (o sea que el sexo sólo lo practican las prostitutas); además del anacronismo de la falta de educación sexual (cierto, dice una pésima película mexicana, “ya nadie dice gracias”), la acción parece situada en una hacienda de finales del siglo XIX, aunque es completamente contemporánea. Eso también está presente en otros muchos relatos: un anacronismo que llega a irritar, como también otro elemento común en casi todos los cuentos: una ausencia de humor, lo que hace pensar que toda infidelidad acarrea la tristeza, además del castigo. Más todavía: en la mayoría de las narraciones los personajes pertenecen a estratos socioeconómicos favorecidos, lo que lleva a pensar que no es lo mismo una tragedia doméstica en la que no hay trasfondo económico, que los que se aguantan porque es más apremiante pagar la renta y los abonos del auto; no es lo mismo escaparse a Acapulco con un ligue de ocasión que andar buscando hoteles o calles oscuras; no es lo mismo mantener un hogar además de una amiguita a la que hay que complacer, que cuando se está desempleado (“cuando el hambre toca la puerta el amor escapa por la ventana”, dice una canción famosa).
Sin embargo, hay dos aciertos notables: un relato de Germán Solana y Rodríguez gracioso, lleno de referencias cinematográficas, que aunque bien escogidas también parecen más complacientes con lectores ocasionales; pero está bien resuelto, muy bien escrito, y sólo tiene una falla: se dice que el protagonista nació infiel, lo que es imposible, porque sólo puede ser infiel quien tiene una relación, estable o no, pero al nacer no se puede serle infiel a nadie.
El otro acierto es la inclusión de dos cuentos de Yudi Krazov, que aunque no son precisamente de infidelidad, están excelentemente escritos, son inquietantes, ingeniosos y originales, además de que tiene el punto de vista femenino, no el masculino a través de la palabra femenina; es sólo una cuestión de sensibilidad, pero muy importante.
La mayoría de los demás relatos están narrados de una manera plana, convencional, confesional, sin mucho oficio literario, lo que no quiere decir carente de talento, pero sí de habilidad.
Finalmente, retomo ideas expresadas en otra parte: cuando alguien tiene una relación extramarital, ¿a quién le es infiel: a la esposa —novia, amante— o a la otra persona cuando se hace el amor con la esposa —o novia? Lo que puede inferirse de estos relatos es que es más riesgosa la infidelidad femenina, porque mujer pierde más al ser descubierta, lo que confirma que este libro no habla de infidelidades, sino de lo que hay antes, durante y después de una infidelidad: “¡el desierto, el desierto… y el desierto!”, dice Manuel José Othón; y para redondear, termina el mismo Othón: “¡qué sombra y qué pavor en la conciencia / y qué horrible disgusto de mí mismo!” Por desgracia, ningún relato de Infidelidades.con refleja el sentimiento expresado en “Idilio salvaje”, pero tampoco muestra satisfacción ni plenitud. Los autores tendrían que releer a Scott Fitzgerald para entrever el trasfondo de la infidelidad.

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