domingo, 29 de julio de 2007

Nueva historia documental del cine mexicano

En 1970 comenzó a publicarse la Historia documental del cine mexicano, de Emilio García Riera, en Ediciones Era, por aquel entonces la única preocupada, en México, por publicar libros de cine; tenía una colección, Cine-Club Era, con guiones de Bergman, de Buñuel, y estudios del cine italiano, de Hitchtcock, de Visconti, y hasta un guión publicado con gran formato; en España, Alianza Editorial también publicaba algunos guiones, sobre todo de Fellini y Antonioni, y la historia ilustrada del cine, además de la colección de guiones publicada por Aymá (que incluía algunos de Buñuel), más la Historia, de George Sadoul publicada por Siglo XXI. Años antes, en la UNAM, animados por Manuel González Casanova, hubo una colección de ensayos sobre cine, donde estaban algunos títulos ahora inencontrables (y no incluidos en sus obras completas), un ensayo de Salvador Elizondo sobre Visconti, de José de la Colina sobre el Cine italiano; de Eduardo Lizalde sobre Luis Buñuel; de Juan Manuel Torres sobre Las divas del cine mudo; de García Riera sobre El cine checoslovaco; de Manuel Michel sobre El cine francés; el excelente Francisco Pina sobre El cine japonés; de Manuel Durán sobre Marylin Monroe, y el libro teórico de José Revueltas sobre El conocimiento cinematográfico y sus problemas; la Universidad Veracruzana, en su serie Ficción, publicó guiones de Juan Antonio Bárdem, el de Madre Juana de los Ángeles, y un libro muy elegante de Manuel Michel, y algunas novelas que en México se conocían en sus versiones cinematográficas; aparte, Grijalbo publicó uno que otro guión, como El último tango en París, comentado por Norman Mailer, y algunos otros de Bertolucci, más las biografías de directores como Hitchcock, Billy Wilder, Orson Wells, o de estrellas como Greta Garbo o Marlon Brando; en Diana apareció el guión de Taxi Driver; no mucho, como se ve.
En Era había aparecido La aventura del cine mexicano, de Jorge Ayala Blanco; en la reseña aparecida en La Cultura en México, suplemento de Siempre!, García Riera había externado su admiración, y proclamado que, por pura envidia, escribiría su propia historia del cine mexicano; así, año tras año aparecía un tomo, que abarcaba, primero un sexenio, y después dos o tres años, de revisión de lo filmado en el país (o por mexicanos en el extranjero, fueran directores o actores), hasta llegar a nueve tomos que abarcaban desde los primeros filmes sonoros hasta lo realizado en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz.
Encuadernados, bien escritos, bien corregidos, muy bien editados, presentaban ficha técnica, argumento y comentario prácticamente de cada filme mexicano; ese lujo costaba tanto, que llegaban a las librerías hacia finales de año, que era cuando salían los libros de lujo, como para regalo.
García Riera fue a vivir a Guadalajara, en donde se estableció en la Universidad de Guadalajara, implantó una carrera y prosiguió su investigación del cine mexicano, al grado de reescribir los nueve tomos editados por Era, y los reeditó en 18 tomos en coedición de la UdeG con el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes; los primeros 17 abarcaban la revisión de cada filme, incluidos algunos que se le pasaron en la primera edición, hasta 1976, y el último, un índice general, más añadidos, correcciones y reparos, donde vuelve a cometer injusticias por arreglar otras.
Esta edición no es tan elegante ni está tan bien editada como la de Era: columnas disparejas, callejones, erratas por todos lados, sílabas mal divididas; no hay portafolios de fotografías, y cuando incluye fotos no pone todos los créditos; a cambio, hay más sentido del humor y más soltura en los comentarios, además de una declarada pasión por la belleza femenina, aunque menos rigor crítico.
García Riera comenzó a tener problemas de salud, y externó su preocupación por que se continuara su obra, y hasta llegó a nombrar a sus posibles discípulos; finalmente se editó, aunque no circula en librerías y sólo lo conseguí en una feria, el primer tomo de la Historia de la producción cinematográfica mexicana, editada, como la anterior, por la Universidad de Guadalajara, en combinación con el Instituto Mexicano de Cinematografía y el gobierno del estado de Jalisco a través de su Secretaría de Cultura. Es una continuación, y así se declara, de la Historia documental del cine mexicano, y abarca dos años de producción, justo donde la había dejado García Riera; ésta lo hace con lo filmado en 1977 y 1978. Los créditos principales son para Eduardo de la Vega Alfaro, y para la supervisión de Emilio García Riera, y se incluyen comentarios de los propios García Riera y De la Vega Alfaro, de Marina Díaz López, Leonardo García Tsao, Juan Carlos Vargas, Ulises Iñiguez Mendoza y Moisés Viñas. Tiene fecha de publicación de noviembre de 2005, y se le acredita la producción al Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades y el cuidado de la edición a Edmundo Camacho y a De la Vega Alfaro; la diagramación, que no el diseño, a Gilberto Aguilar.
Es impropio comparar el diseño de Vicente Rojo (“como Dios manda”, decía García Riera) con los que tiñeron las ediciones posteriores, pero es evidente que un esfuerzo de crítica mostrado por este equipo no sea coronado con un diseño adecuado, sobrio, y no tan disparatado, con columnas incómodas y que no se prestan a una lectura ágil y descansada; la tipografía tampoco es adecuada y dificulta la lectura, y prácticamente no hubo corrección, ni menos corrección de estilo, por lo que se cuelan varias erratas y errores gramaticales a veces divertidos pero siempre preocupantes.
Uno de los mejores aspectos de la primera edición de la Historia documental era el acopio de documentos; así, al comentario de García Riera se complementaban (a veces lo suplían) o lo contradecían las críticas de otros estudiosos o comentaristas, así tuvieran una visión o perspectiva diferente de la de García Riera; en la segunda desapareció, pero no del todo; en ésta no hay rastros de documentación, no se dice quién más comentó los filmes, en dónde, qué impacto produjeron, cuál es su posición en el panorama general, y sobre todo dentro de un contexto histórico indispensable para que el lector tenga una visión de las circunstancias que rodearon producción y la exhibición de las cintas.
En esta edición los comentaristas se asumen como los únicos calificados para comentar los filmes incluidos, desaparecen rastros de lo que dijeron otros, y entre ellos mismos se excluyen unos a otros, con el agravante de que hay comentarios mucho mejores que los seleccionados para incluirlos en estas páginas. Y los comentaristas se muestran desdeñosos con algunas películas (asombra el menosprecio con el que tratan Cadena perpetua, obra maestra de Arturo Ripstein, así calificada por el propio García Riera, o la mojigatería con la que vieron El vuelo de la cigüeña, a la que revisan bajo un criterio moral y no estético, y en cambio son complacientes con Bandera rota, si bien irreprochable desde una visión política, como cinta es sobreactuada y dispareja; pero al equipo le preocupa más parecer correctos); sus comentarios son muy breves en cintas que, buenas o malas, merecen más (y mejor)atención; pareciera que se sienten superiores a las obras comentadas, pero cuando se enfrentan con una más digna de atención, se quedan cortos e incapaces de comentarla con rigor, pero también con distancia, sin involucrar ideas políticas ni simpatías personales.
Pero lo que más llama la atención es el esfuerzo por parecerse a García Riera; todos quieren imitar su estilo desenfadado, gracioso, audaz y parcial, que no siempre le salía bien, pero sí natural; a sus seguidores en cambio no les queda, o pocas veces; a la audacia de García Riera quieren imponer una adjetivación muchas veces injusta por tratar de ser graciosa; los adjetivos no suplen a la crítica, y mucho menos a la imparcialidad.
Los mismos comentarios de García Riera, no siempre con las películas adecuadas, parecen editados, de tan breves, y sin contundencia.
Así, al faltar documentos, y al fallar el aparato crítico, esta continuación de la obra de García Riera queda inconclusa, fragmentada, y resulta insípida; no hay que dejar de ver, sin embargo, que así lo supervisó García Riera, y deja comentarios que no vienen al caso (simpatías y sobre todo antipatías personales) y que restan seriedad al trabajo.
Hay un aspecto que no deja de llamar la atención: en la primera versión de la Historia documental omitía todo comentario sobre las cintas “actuadas” por Viruta y Capulina; Alguien reclamó que no las comentara, porque con todo y lo malo que fueran, formaban parte de la historia del cine mexicano (y ahora puede decirse que hay peores que ésas); García Riera se congratuló de la separación del dúo; dolido por el comentario, se portó irónico en la segunda versión, y dijo que ya que se le criticaba por esa omisión la repararía, y poco a poco fue disminuyendo su rencor, e incluso llega a elogiar momentos, o el guión de alguna cinta; y aun teniendo ayudantes, se encargó, en este nuevo tomo, de reseñar las cintas de Capulina. Quién lo dijera.

jueves, 12 de julio de 2007

Sargento Pimienta


Cuarenta años de un clásico


El primero de junio de 1967 apareció en las disquerías de Inglaterra el nuevo disco de The Beatles, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band; un día después ya estaba a la venta en Estados Unidos; en México se tardó algunas semanas más en aparecer, y no fue digerido de inmediato.
(En la discografía de Beatles, fue el primero que apareció exactamente igual en todo el mundo; los anteriores tenían leves o graves diferencias, a veces hasta en el nombre, el número de piezas, su orden.)
En la mayoría de las encuestas realizadas por estaciones de radio y por revistas especializadas se le considera el mejor álbum de la música popular de la historia; algunas publicaciones iconoclastas se burlan y encumbran otros discos que, invariablemente, son influidos por éste.
La transformación del grupo, a partir de su cuarto disco (oficial, porque aparecieron variaciones, entrevistas, reediciones de uno en que acompañaron a Tony Sheridan e interpretaron solos dos piezas, o ya circulaba en versiones pirata la sesión de Decca en la que fueron si no rechazados por lo menos no aceptados), se había hecho más que evidente en su álbum anterior, Revolver, donde habían llevado al extremo los experimentos: piezas con sólo piano y batería, intercambio de instrumentos, duelo y conversaciones con pianos eléctrico y acústico, grabaciones al revés, y alusiones directas a las drogas (“She said, she said”, donde relatan una experiencia con LSD, pero no de ellos, sino de Peter Fonda). Revolver, después de 40 años, está considerado a la altura de Sargento Pimienta, pero es aún una colección de canciones, mientras que el que ahora cumple cuatro décadas de su aparición era un concepto unitario, y que significó un paso adelante en la música popular, que muchos han dejado de dudar que se haya tratado de una simple moda. Ya por entonces gente como Leonard Bernstein advertían que no se trataba de canciones tontas de amor, y llamaban la atención sobre la calidad de muchos conjuntos, Beatles en especial.
Jeff Russel, uno de quienes más ha estudiado al grupo, afirma que la grabación del álbum duró cerca de cuatro meses y el estudio invirtió 50 mil libras esterlinas en su producción; originalmente, además de las 13 pistas había dos más, “Penny Lane” y “Strawberry Fields Forever”, que fueron incluidas en el siguiente disco, Magical Mistery Tours, en la versión estadounidense (hay que recordar que la grabación original inglesa constaba de dos discos extender play; el álbum estadounidense fue un LP cuyo lado 2 consistía en “otras canciones”); además, una pista con “nonsense”, “absurdos” al estilo Lewis Carroll con risas, frases sin sentido –aunque parecen afirmar “nunca me verás en ropa interior”— y Paul McCartney añadió ocho segundos dedicados a su perra Martha, un sonido tan alto que sólo lo captan los perros. En México sólo conocimos esto en un álbum de rarezas, y hasta la llegada del disco compacto.
Varios acontecimientos contemporáneos al disco ayudaron a su mitificación y a su pronta consagración; las externas: movimientos estudiantiles en California, preámbulos a los movimientos alemán, francés, uruguayo, mexicano; el asesinato del Che Guevara; la proliferación de movimientos revolucionarios, que se haya leído la obra del filósofo marxista (aunque muy crítico) Herbert Marcase, la publicación de Cien años de soledad –Beatles es el conjunto favorito de García Márquez, y es notorio—, de Cortázar, una atmósfera de cambio en todo el mundo.
Las internas: Paul McCartney se cayó de un árbol y se partió el labio superior; la marca duraría meses, y para disimular, para las sesiones fotográficas se dejaron crecer bigotes al estilo de finales del siglo XIX; con eso, y los cabellos largos, cambiaron la imagen, una imagen que fue copiada por millones de sus contemporáneos en todo el mundo, y que además identificó a los progresistas; aún ahora es simbólica y significativa; en México, los miembros de la llamada Mafia adoptaron los bigotes –Carlos Monsiváis incluso los calificó “de Javier Solís”—, y fue icono entre quienes manifestaban su inconformidad con un mundo en guerra, con Estados Unidos invadiendo un país lejano que no lo había agredido, con el capitalismo salvaje dominando las finanzas internacionales, con gobiernos intolerantes en todo el orbe.
Otras circunstancias: Linda Eastman (fotógrafa, pero sin parentesco con los propietarios de la Kodak), groupy profesional, andaba tras John Lennon; Yoko Ono, “artista conceptual”, pretendía invitar a Paul McCartney a su exposición; Linda se topó con Paul, y la invitación de Yoko le llegó, equivocadamente, a Lennon; esos encuentros inesperados transformaron la música de ambos, lo que es notorio en este disco, aunque no tanto como en los siguientes. Y otra: la aglomeración de figuras para la portada excluyó de última hora la de Hitler; de haberse incluido ¿se hubiera desvirtuado la imagen de Lennon, quien la había pedido?; el resto de su vida fue acusado de comunista (aunque en “Revolution” y “Revolution 1” se queja de los revolucionarios y de quienes portaban insignias de Mao –icono de la izquierda— y hasta fue perseguido por los paranoicos estadounidenses); de haberse incluido, los jóvenes de entonces ¿hubieran perdonado a Hitler, hubieran revalorado su figura, como se idolatró a casi todos los incluidos?
En cuanto al disco en sí, continúa sorprendiendo si se le escucha con atención: olvidémonos por ahora de las letras, que ya han sido muy analizadas, y concretémonos a la música, o mejor, a la grabación; comienza con un experimento del entonces no muy avanzado sonido estereofónico: en “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” Lennon y Harrison tocan requintos, Paul el bajo, Starr la batería, George Martin órgano (al final), más cuatro cornos; con claridad se oyen las voces en canales diferentes, y las guitarras pasan de uno a otro. Se distingue la guitarra ruda de Lennon de la de Harrison, más suave. La pieza es de McCartney
Casi sin pausa la segunda canción, “With a little help from my friends”, presenta a Paul en el bajo y al piano, a Harrison con pandereta, y a Ringo en la batería y con la voz solista; Lennon hace coros con Paul; ahora se sabe que grabaron la instrumentación y los coros, y dejaron a Ringo al final, cantando solo; han revelado que por entonces Ringo quería dejar el conjunto porque se sentía menospreciado. La composición es de McCartney.
“Lucy in the Sky with Diamonds”, una de las mejores piezas de Lennon, aparte de que las siglas sean significativas, lo presenta a él al requinto, en diálogo con la cítara de Harrison, un bajo magistral de Paul, quien añade un poco de piano; aparte de los versos que han sido calificados de surrealistas, vale la pena escuchar la guitarra dramática de Lennon, un órgano (Paul) que simula un instrumento de cuerda, y un manejo magistral de las voces, con Lennon llevando la principal, pero en los coros hace una tercera extraordinaria (no fueron los primeros: ese truco lo hacían en México los Tres Ases, con Marco Antonio Muñiz como solista, pero era la tercera voz cuando cantaban los tres).
La siguiente pieza, “Getting Better” es un juego, de McCartney, pero fue citada varias veces por Lennon (sobre todo en Mind Games); de nuevo hay dos requintos, de Lennon y Harrison , que se intercalan y dialogan mientras Paul puntea un bajo muy rudo y sobresaliente, y Ringo completa el sonido con bongós, y Harrison añade una tamboura, instrumento hindú que aunque parece guitarra, su sonido recuerda más a las percusiones; la voz de Paul, tanto solista como en los coros (con Lennon y Harrison) es muy alta, como en sus mejores rocks. Casi al final hay un piano, pero informa Russell que lo toca Martin, aunque no las teclas, sino las cuerdas.
“Fixing a Hole”, más enigmática que las anteriores, también es de McCartney, quien toca bajo, clavicordio, requinto y lleva la voz principal, acompañado por el requinto de Harrison (en el intermedio), y por percusiones de Ringo y de Lennon. Es una de las mejor cantadas por Paul, y en los coros los tres se notan relajados y divertidos.
“She’s Leaving Home”, otra pieza de Paul, es tocada por músicos de estudio, con arpas y cuerdas, y Paul narra con voz trágica cómo una joven abandona el hogar paterno; Lennon, en los coros, añade ironía que desdramatiza la pieza; en esa época se dijo que esta melodía estaba hecha a la manera de Schumman y Schubert; en realidad tiene más de Beethoven, a quien ya habían citado, sin que muchos se fijaran, en “And I love her”, donde el requinto acústico de Harrison toca notas de la sonata 14 para piano del alemán; ya habían tocado “Roll Over Beethoven”, de Chuck Berry, basado en la Quinta Sinfonía, y después cantarían “Because”, también una sonata de Beethoven pero tocada al revés, y como mostró Ernesto Acher, la Novena Sinfonía de Beethoven es la fuente secreta de “Let it Be”; ya habían utilizado la estructura del concierto número 1 para piano y orquesta, de Tchaikovsky, para el inicio de uno de sus rocks más densos, “I Feel Fine”.
El lado uno terminaba con “Being for the Benefit of Mr. Kite”, una pieza que simula el sonido de un circo, con una instrumentación singular: bajo y requinto de Paul, órganos de Lennon (Hammond, como el que toca Steve Winwood, y Wurlitzer, de George Martin –¿hay que añadir que es el productor del disco?— quien añade piano), y Harrison, Ringo, Mal Evans y Neil Espinal (ambos, asistentes) tocan armónicas, cada una de diferente tono. La voz solista es del compositor, Lennon, que añade ironía y ambigüedad en la letra.
El lado dos iniciaba (el disco compacto ha quitado el encanto del intermedio) con la única composición de Harrison en el álbum (aunque aportó mucho, como ya se ha notado), “Within and without you”, tocada por músicos hindúes, con Harrison y Neil Espinal con tambouras, más ocho violines y tres chelos. Ringo, Paul y Lennon aparecen sólo al final de la canción –muy hermosa pero muy larga y con una musicalización difícil entonces, pero muy compleja con solos muy intensos— con unas risas, no se sabe si contra Harrison o para relajar el ambiente, como dijeron.
“When Im’ Sixtie-Four” fue escrita por Paul para su padre, y presenta a Lennon en el requinto, a Paul al bajo y al piano, a Ringo en la batería, más tres clarinetes, de diferentes tonos; la canta Paul, con coros de Harrison, y uno muy divertido e inesperado de Lennon, en un tono muy bajo, raro en él. La canción es muy alegre, con remembranzas de piezas de los años veinte, aunque Paul golpea las teclas, no las acaricia, y hay un eco para la voz solista que crea una atmósfera diferente de las otras canciones.
Ese mismo sonido melancólico lo utiliza de nuevo Paul en otra pieza suya, “Lovely Rita”, que pese a todo tiene una instrumentación básica: guitarras acústicas de Lennon y Harrison, bajo de Paul, más dos pianos, de George Martin y Paul, más una batería muy discreta y casi inadvertida de Ringo; hay un sonido raro, que parecen coros graves, pero en realidad son los cuatro frotando en peines cubiertos con papel, algo que hacíamos antes, cuando se usaba el cabello largo y traíamos peine. Hay otros sonidos, que simulan una relación sexual, algo que está insinuado en la letra, donde también hay una provocación: el narrador dice que Rita lo invita a tomar té, que en inglés es una alusión a la mariguana.
Otra vez casi sin pausa entra “Good Morning, good morning”, de Lennon; una pieza que parece detenerse y recomenzar en cada estrofa; a los dos requintos, de Paul y Harrison, se añaden la batería de Ringo (en una de sus mejores piezas, casi tan buena como la de “In my life”), tres saxofones, dos trombones, un corno inglés, y sonidos sin sentido, con insinuaciones sexuales, más otros de animales, que dan paso al “reprise” de “Sgt. Pepper”; apenas comienza la canción cuando se escucha a Paul contando del uno al cuatro; entre el dos y el tres se escucha un “bye”, de Lennon, quien además toca el requinto principal y maracas; Harrison toca un requinto muy grave, Paul el bajo, y los tres cantan, en primera, al mismo tiempo, la muy breve pieza; que no haya segunda o tercera da un toque muy vital y fuerte a la pieza, que enlaza la batería de Ringo a la guitarra acústica con la que Lennon comienza la última canción del disco, acompañado segundos después por el piano de Paul, “A day in the life”, una de las mejores del rock, del conjunto y del siglo.
La instrumentación, aunque parece básica, la hacen muy compleja: hay bajo y batería, bongós de Harrison, maracas de Ringo, piano de Paul, más una orquesta dirigida por Paul, con 41 miembros (entre ellos Tristan Fry, después percusionista de Sky; Alan Civil, quien ya había tocado con Beatles, y recibido crédito, por los cornos en “For no one”, de Revolver, y David Mason –no Dave, el de Traffic—, a cargo de las trompetas en “Penny Lane”); Paul quería que fueran 90 músicos, pero con los 41 lograron que sonaran como si fueran muchos más.
Al final de la pieza interviene Mal Evans, haciendo sonar un reloj (no para despertar conciencias), y se une a los cuatro beatles, que tocan cada uno un piano, y George Martin un armonio, para tocar una sola nota (cada uno una diferente) durante 40 segundos.
Si la pieza suena caótica, la grabación también lo fue, y es notorio porque parecen varios principios y varios finales; en el intermedio irrumpe una pieza de Paul; no era la primera vez, ni sería la última, que juntaran dos canciones inconclusas para hacer una, pero ésta es la más notoria en las diferencias, y marca un contraste que hace más evidente el dramatismo de la pieza principal; la letra también parece comenzar varias veces, y así esconde alusiones contra la guerra y contra el totalitarismo, y algunas más que las autoridades de radiodifusoras entendieron que se referían a las drogas o al sexo, y la prohibieron; las alusiones no sólo están en las letras, sino también en la música.
Decía Cortázar que nada hay más temible que algún militar inteligente; las muy reaccionarias autoridades inglesas entendieron de qué se trataba, y no permitieron que se transmitiera, mutilando así el disco. Después se ha tocado tanto que ya no se entiende y se diluye la provocación política y social; a eso contribuyó el hecho de que muchas actitudes “rebeldes” se pusieron de moda (políticos o empresarios de melena o patillas; muchos conservadores a los que empezó a gustar el rock; pensar que el marxismo era una moda y no una filosofía; el envejecimiento de los jóvenes) disminuyó la carga erótica y política de la canción, y del disco, que fue cruelmente atacado por los punks de apenas unos cuantos años después, como fueron ridiculizados todos los músicos de los años sesenta y principios de los setenta, aunque evidentemente eran descendientes de ellos, y los imitaban, sólo que en rudo. Quién lo dijera, ahora los punks conmemoran solemnemente sus 30 años de haber aparecido, y hasta se autohomenajean, algo que no hubiéramos esperado por ejemplo de Pattie Smith.
Pero el disco sigue tan fresco como hace 40 años, y si se le escucha bien, es tan provocador como entonces, tal vez porque las circunstancias políticas parecen las de 1967: una economía engañosa y en vísperas de crisis; Estados Unidos en una guerra que no les concierne y que, como la de Vietnam, tiene más motivos económicos que políticos; una atmósfera sólo respirable en la cercanía del arte.
En 1967 todos los discos que aparecieron (al menos en el rock) son no sólo rescatables, sino excelentes (como dice Marcelo Uribe, y como apuntó Óscar Enrique Ornelas, aunque le faltaron nombres en su recuento): Doors, Traffic, The Mamas and the Papas, Aretha Franklin, Cream, Beach Boys, Jefferson Airplain, Lovin’ Spoonful, Rolling Stones, Simon & Garfunkel, Bob Dylan (y hasta los Monkees) editaron algunos de sus mejores discos –si no los mejores— de su carrera; un año antes de Sargento Pimienta Beatles mismo había editado Revolver.
Con cierta arrogancia –justificada, como casi siempre lo es la arrogancia—, Harrison dijo que “teníamos 25 años cuando cambiamos el mundo”. Es cierto, este disco modificó la manera de pensar no sólo de los músicos, sino de los escuchas, que comenzaron a seguirlos –los Beatles lograron influir hasta en Dylan—, y los malos a imitarlos: hay hasta un disco de salseros que degrada a los homenajeados, y uno excelente de Big Daddy que nos revela algunas de las fuentes secretas de The Beatles, como “A day in the life” cantado a la manera de Buddy Holly.
Pasaron ya 40 años; tal vez sea tiempo de escuchar el disco atentamente, y encontrar en él lo que entonces nos deslumbró, sin entenderlo.

Referencias a Villaurrutia

El 21 de febrero de 1938 apareció en la benemérita Sur, Nostalgia de la muerte, el libro central de Xavier Villaurrutia; en él prevalece la visión nocturna de la vida: el misterio, la otredad, la sexualidad como experiencia extrema parecida –y similar— a la muerte.
No se debe olvidar que en los momentos en que Villaurrutia escribe y publica su libro, la filosofía predominante, o por lo menos de moda, es el existencialismo e ideas aledañas, como la fenomenología, que tanto se arraigó en México; en ellas, el objeto central es el hombre, el ser, mucho más que en otras tendencias. Y en Nostalgia de la muerte –y su parte central, los “nocturnos”—, no hay historia ni mucho menos anécdota, sólo las sensaciones más elementales, pero más intensas.
Uno de los poemas centrales es “Nocturno amor”: “el que nada se oye en esta alberca de sombra”, uno de los más enigmáticos, y deliciosos: “No ser sino la estatua que despierta / en la alcoba de un mundo en el que todo ha muerto”.
De este poema, que está por cumplir 70 años de haber aparecido en libro, se desprenden dos poemarios recientes, a la luz de dos visiones diferentes, tanto en enfoque como en intensión e intensidad: Cabaret Provenza, de Luis Felipe Fabre (Fondo de Cultura Económica, col. Centzontle, 2007), y El que nada, de Myriam Moscona (Ediciones Era-Conaculta, 2006).
Fabre ve la vida como una narración paralela, divergente, con hechos simultáneos pero separados, y desde una posición omnipresente y omnisapiente, aunque logra observar con objetividad a sus personajes, que no son sino uno solo, con historias que pueden tener diferentes finales, opcionales.
Si bien tiende a la utilización de versículos, a la manera no de Walt Whitman sino de Pablo Neruda tamizado por Bob Dylan, no por eso deja de ser concentrado, preparando al lector para que, al final, se encuentre con una verdad incontrovertible.
Para él, el mundo no es agregación sino disgregación, se trata de recomponer el orden, e incluso alterarlo, y buscar una verdad que parezca imposible, porque los hechos suceden, pero no quiere decir que sean realidad; más que sucesos, sus personajes viven los pensamientos.
El libro de Myriam Moscona está formado por puras referencias, descompone el nocturno verso a verso para volver a componerlo, obliga a una relectura del poema, y remite a los demás nocturnos (de los que hay una hermosa edición facsimilar que, como todas las ediciones del Estado, sólo se consigue en ferias, porque ni siquiera en la librería de Bellas Artes).
Concentrada, los poemas son breves, a veces de dos o tres versos, a veces un poco más extensos, pero todos de gran intensidad, y logra capturar la esencia de lo nocturno, a pesar de que no haga referencias de ello, ni descripciones de oscuridad ni de sueños, simplemente de esa otra parte de la vida, oscura, en la que no se penetra más que con la poesía y sus aliadas, que son las ramas literarias y filosóficas.
Sin que hable de la soledad, Moscona muestra al ser como tal, aislado de las circunstancias sociales, políticas y económicas, laborales y sentimentales, de urgencias sexuales; sin nada que haga saber que el ser tiene miedo, celos, envidia; sólo nos conduce a un ser con sensaciones, y con pensamientos imposibles de traducir; sin acotaciones autobiográficas, sin narraciones ni anécdotas claras o en clave, oscuras o diáfanas, el nocturno, lo oscuro, se refiere a esa otra parte de las llaves de la poesía, que es lo marino (no marítimo), ese ritmo irregular, a esa imposibilidad de asirse, de sostenerse, y donde hay que flotar, en primera para sobrevivir, pero también para disfrutar; los versos de El que nada, además de a Villaurrutia, conducen a la sensación más placentera, que es dejar que todo transcurra según su propio ritmo, y que el que nada, sea llevado a un destino del que no se tiene control, pero sí dominio.
Si Villaurrutia en sus nocturnos nos remite a sueños “Nocturno de la estatua”, “Nocturno en el que habla la muerte”, “Nocturno”, Fabre utiliza el lenguaje como salvación, para llenar al mundo con palabras, historias, anécdotas, para no caer en el vacío, y Moscona (con uno de sus mejores libros de su no muy abundante producción) recupera el vacío y lo despoja de palabras, para dejarlo sólo en sensaciones, que es lo que pretenden los personajes de La náusea, de Sartre, y Sartre mismo en sus impenetrables ensayos sobre el ser; impenetrables pero vitales, e imprescindibles en estos momentos del mundo, tan parecidos a otros de crisis y de carencia de identidad.