lunes, 13 de abril de 2015

El que se lleva...; ruleteros y chafiretes; San Álvaro; de fallecimientos

Se levantó del  sillón donde nadie lo había invitado: –Yo soy el único intelectual del periódico, me lo dijo Rogelio.
                Decía esa frase cada vez que alguien le señalaba un error –de los muchos que comete. Por ejemplo, no tiene la menor idea de cómo se usa el dativo; no sabe contar sílabas, o sea, desconoce para qué sirven las sinalefas; le adjudica puestos a sus cuates (alguna vez dijo que Guillermo Samperio fue director de Bellas Artes), se adjudica conocimientos de sus colaboradores –cuando los lee.
                Esa noche no estaba convocado; ya me habían advertido amigos, conocidos y enemigos: –se  pone insoportable cuando bebe; bueno, cuando alcanza a beber, le basta con apretarse el hígado y se empareja aunque le llevemos mucha ventaja; no lo invité, como no invité más que a unos cuantos: Lupita, Carmen, Fernando, Ricardo, Malicia, José Luis; el pretexto: escuchar unos cuantos discos de música mexicana de concierto, que Lupita creía inexistentes; tenía tacos, pocos, para todos ellos, y algo de bebida: cervezas, ron, vodka, y algo más. Llegaron 20; casi todos, de la mesa de redacción; no saqué los tacos, no alcanzarían; cada uno, o casi, llevó una botella y botanas suficientes; lo que no había suficiente eran sillas; casi todo el espacio de la sala y el comedor están ocupados por libros; Diego y María José, asombrados y curiosos, se quedaron para ver qué pasaba; los gatos en cambio se escondieron. Algunos años después Ricardo Ortiz aseguró que había sido la mejor fiesta de El Financiero, que habría que repetirla.
                Al día siguiente Jorge Rodríguez, jefe de redacción, me preguntó por el recuento de daños: un sillón con una pequeña quemadura, un vaso roto, y nada más: son inteligentes, los vecinos ni cuenta se dieron de la reunión.
                (Las consecuencias fueron otras; algún redactor, insatisfecho por lo temprano que se acabó la reunión se fue a Garibaldi, se dejó entusiasmar por una damisela quien le puso algo en la bebida; se despertó hasta el sábado, sin chamarra, sin grabadora y sin la quincena que habíamos cobrado ese jueves.)
                Misántropo, esperaba que se fueran a las tres de la mañana; todos estábamos cansados, y además de los 20 iniciales, llegaron otros 20 que pensaron que era una fiesta; a las tres, en efecto, muchos se levantaron, listos para partir; casi todos tenían que presentarse a trabajar ese viernes, yo entre ellos; los otros descansaban.
                Mientras veía que unos se levantaban, se despedían, tomaban la última copa, festejaban los últimos chistes, me asomé a la ventana, y lo vi, con su peinado a la Dave Crosby, vestido siempre de negro, seguido por unos 15 o 20 más, tocando en cada casa, preguntando si allí era mi fiesta. Pensé hacerme el disimulado, pero presentí también que horas después mis vecinos, con los que no tengo trato, me reclamarían que los despertaran unos impertinentes; asumí las consecuencias, salí al balcón y lo llamé.
                –Estábamos en la cantina y alguien dijo que tenías fiesta.
                Se fue hasta las siete de la mañana. Abordaba a Malicia, quien estaba de moda en el periódico: fresca, juvenil, coqueta, a ratos cachonda, vestía sin mucho pudor: varios de los subdirectores cuando pasaban por la redacción solían tropezarse por caminar sin despegar la vista de sus piernas, que mostraba sin disimulo (Ahí viene Sánchez –o Barranco, o cualquiera otro: a que se tropieza –y se tropezaba). No la dejaba en paz, se le insinuaba, se le restregaba, trataba de manosearla sin mucho disimulo; alguno de sus compinches dijo, en voz más o menos alta: ¿ya saben de qué va a tratarse el próximo “Hormiguero”? (como le decían a su columna diaria, él que critica a los otros jefes cuando firman algo), donde contaba sus desventuras eróticas, algunas de ellas reales.
                (Reales, como las aspirantes que lo visitaban en su redacción, y se quedaban solas con él, mientras los redactores y diseñadores y correctores debían ausentarse con o sin pretexto; así, me lo confesó él mismo, obtenía lo que quería a cambio de un espacio, un crédito o una credencial, de las muchas apócrifas que se utilizaron para visitar al subcomandante más famoso de la época.)
                Todos vimos cómo Malicia lo despreció, aunque él  presumió que había sido una más de sus conquistas; el caso es que hizo una pausa en sus escarceos para exclamar, borracho sin disimulo, que cuando ingresé al periódico tuvo temor de que llegara a desplazarlo –no me conoce. Después se tranquilizó, dijo, porque vio que no me metía en su sección; uno de sus actuales colaboradores cercanos me cuenta que nunca se le quitó el temor, que siempre sospechó que andaba tras sus beneficios; se puso celoso de las columnas que hice para la sección de Deportes, y hasta reclamó que me permitieran mis reseñas de libros literarios que hablaban de deportes (Updike, Cortázar, Sillitoe, muchos más), que por qué incursionaba en lo que proclamaba sus dominios: “Yo soy el único intelectual del periódico” y hasta reclamó que mi sección la antepusieran a la de él.

Ahora se molesta porque no acepto colaborar en su nueva ventura; olvida que tampoco lo hice mucho antes, cuando emprendió Horas extras, y no creyó mis motivos: estaba encargado de la edición de unos libros que me ocupaban 15 o 16 horas diarias, que apenas tenía tiempo para leer por placer, además de que me exigía que las colaboraciones fueran sobre asuntos mexicanos, o cuando mucho, obviamente, en español, latinoamericanos, nada de otros ámbitos. Me negué, como me negué a pagar los cuatro vodkas que se bebió mientras que yo sólo tomé una cerveza.

Cuando salí del diario, luego de 16 años de ocupar cargos de responsabilidad (y de corregir en su sección varios errores, a veces en su ausencia que cubrían con tanta devoción sus colaboradores), quiso salirse y emprender otra aventura; para entonces ya aparecía mi sección en El Universal, y me pedía que la dejara; no le dije que sí, que lo platicáramos; es un secreto, no le digas a nadie, ya tengo convencida a una empresaria; no fui quien lo saló, fue uno de los que él cree incondicionales, que en todas las fiestas proclamaba: ya viene su nueva revista, ya suenan los claros clarines. El secreto fue descubierto desde el principio, y también la negativa con que se enfrentó porque no pudo convencerlos de su fianza.
                Eso ya no me lo contó, me lo dijo uno de sus amigos; quise llamarlo: no está, Lalito, me decía su corrector, su formador, alguno de sus redactores, sus leales reporteras; está en junta en la dirección; eso, a horas en que ya no había juntas; alguna reportera me advertía: déjeme ver si está, de parte de quién; la extensión que nadie más que él podía usar estaba junto a su silla, por lo que Rosy, o Carmen, o Beto, o David, o Pepe, o cualquier otro, no tenía que ver por todos lados para enterarse si estaba o no; y cuando me identificaba, decían: no está, está en junta en la dirección. A la quinta vez decidí que si alguna vez me llamaba, quien contestara mi teléfono dijera que estoy en junta en la dirección, que le hablaré el próximo sexenio. Unos días antes del concierto de Bruce Springsteen me lo topé en un Mix Up; me saludó porque no tenía espacio para escabullirse, y desde luego no respondió a mi pregunta de por qué no contestaba mis llamadas.

Una mañana me habló Náncy González: ¿ya viste lo que le pasó a tu cuate? Esta hospitalizado. Fue un susto en todo el periódico: no voy a narrar lo sucedido, él lo contó, abusando del espacio, toda una semana, con, creo recordar, un cuarto de página diario, con detalles escabrosos que alejaron al lector desde la segunda entrega; en todo ese relato no dijo que durante toda su ausencia conduje su sección con respeto a sus manías, respetando incluso las columnas no culturales, donde hablaban sus colaboradores acerca de su ombligo o de las pantaletas de sus primas; en medio día hice dos páginas para conmemorar un aniversario de un poeta, con más tino y eficacia que lo que hubiera hecho él. Ni una palabra de agradecimiento, y sí, disimulado, algún reproche.
                Salgo poco, hablo con muy poca gente; sin embargo me llegan sus resquemores, sus reproches, sus acusaciones, sus envidias; hizo otra revista, con nombre alburero, y no me invitó; Pepe Nava me trajo un ejemplar, y el alivio: no me invitaba a colaborar, invitación que no hubiera aceptado. Ahora me lo reclama, ahora que lo dejan solo quienes se burlaron de él y que corrió a los que depositaron en él su confianza, su trabajo, su futuro.

Cuento esto porque, faltando a la ética, como acostumbra, reproduce fragmentos de un intercambio de correos aunque le pedí que no lo hiciera, y que no relatara desde su muy parcial punto de vista mi no aceptación a colaborar en su revista; como siempre, como cuando Horas Extras, me acusó de traidor a la causa (la suya). No lo hago por defender mi punto de vista; sólo respondo a lo que él hizo faltando a la ética, a la ley de derecho de autor, y a su palabra, que ya veo que no tiene. Puede gritar cuantas veces quiera que es el único intelectual, sin preocuparse. No me interesa parecerme a él.

Hace muchos años de esto; queríamos cerrar rápido el número de La Onda, porque esperábamos la visita de Rotger Rosas, lleno de anécdotas y ocurrencias, o de Roberto López Moreno, lleno de poesía, de pasajes gloriosos de su adolescencia, de sus batallas con su primera esposa, más valiente que él a la hora de enfrentarse con alimañas (no los críticos literarios, sino ratas, arañas, monstruos); sus primeras chambas, su conocimiento de la música, de la bohemia, charlista admirable. Sobre todo, tenía una visión fresca del mundo político; socialista, no era dogmático pero sí fiero; y nos decía, a Manuel y a mí, de los peligros del socialismo cubano, la burocracia el mayor de ellos; en sus palabras, Fidel era buen lector, admirador de la inteligencia, de los intelectuales; por él sería posible un socialismo no al modo soviético, sino latinoamericano, respetuoso, humano  y optimista; Raúl, en cambio, era dogmático, una especie de Goebbels y, al igual que él, capaz de sacar el revólver al escuchar la palabra “cultura”; no sé qué piense Roberto ahora, cuando Raúl abre la posibilidad de acercamiento con el mundo moderno, y sobre todo con la política estadounidense; lo peor: que sea capaz de creer que Obama es un político abierto, moderno, respetuoso de los otros, una especie de paladín de la libertad.

El inmaduro Maduro proclama que no es antiestadounidense, que es antiimperialista; él admira muchos aspectos de Estados Unidos, como a Jimi Hendrix y a Eric Clapton.

–No tip?, me espetó un enorme negro, malhumorado, cuando vio que le pagué exactamente lo que marcaba el taxímetro; le di uno: que fuera cortés y bien educado.

La película es horrenda; pese a la presencia de muchas mujeres jubilosas, con gesto jarioso; de Pérez Prado haciéndola de galán, de los gestos sabidos de Amalia Aguilar, de los bailes portentosos de Harapos y de Borolas (haciendo sándwich a una mujer de nalgatorio inolvidable y de sonrisa majestuosa, con un ritmo asombroso, moviendo la cadera y los hombros mejor que lo hacen las cubanas, sin despegar los ojos del afortunado Borolas: ¿Celita, la célebre Chelo la Rue?), Adalberto Martínez Resortes está patético, y ni siquiera su baile acrobático lo salva, excepto cuando hace pareja con Joan Page quien se avienta uno de los bailes más formidables del cine mexicano, sin moverse, casi. La cinta (Al son del mambo) es tan patética que luego de media hora de música extraordinaria, el locutor nos despide diciendo que el mundo está al borde de la hecatombe (1950).
                Pero excepto una versión de “La Malagueña” peor que la entonada por Óscar Chávez, hay una sucesión de mambos con desenfreno pero con calidad; Pérez Prado hace varios elogios de sí mismo, pero Rita Montaner, Aguilar y Page hacen olvidar esos momentos; hay un duelo (¿truelo?) de pianistas: Juan Bruno Tarrazas, Pérez Prado y el Chamaco Domínguez más desatado que en las trovas que lo caracterizaron; los tres, formidables, hacen recordar el trío de John Lennon, Paul McCartney y George Martin tocando “Rocanrol music”; la cúspide, aparte de ¿Celita, La Rue?, las hermanas Gutiérrez se avientan un “Mambo del ruletero” excelente; Rosario es más bella, de rasgos más finos y gestos sensuales; Anabelle es más expresiva; se ve grandota, al revés que en sus papeles de niña maleducada pero cercana a la Lolita que estaba a punto de dar a conocer Nabokov; demasiado alta, demasiado muslona, demasiado nalgona para representar a una ninfeta, pero incitadora; bailan con ritmo, y cuidan que se le vean las dos piernas, pese a que sólo traen descubierta una; están descalzas, como las Dolly Sisters y Page, y demuestran que no son necesarios los tacones altos para presumir derrière. Como se sabe, los mambos casi no tienen letra, y si la tienen, son pujidos, más explosiones de júbilo que ganas de narrar algo; en ese mambo resaltan unas palabras, casi monosílabos: libre, chafirete, que sí, que no, el ruletero, el icuirique, el macalacachimba (según Monsiváis, “el que muerde la pipa”, juarevermindat); nunca “taxista”, siempre ruletero o chafirete.
                En otra cinta de la misma época, la inolvidable Elsa Aguirre es olvidada por Rafael Baledón, aunque él realizó el parto, después de embarazarla (digo, podía olvidar su cara, pero ¿lo demás?); antes de la seducción, más culpa de ella que de él, porque cuando el mayordomo le sirve una bebida como para embriagarla, Baledón prefiere darle un daiquirí suavecito, como para demostrar que es un  caballero (con ella, porque con otras quién sabe, si el mayordomo prepara bebidas embriagantes sin consultar al patrón); pese a todo, él no insiste y más bien insinúa que ya se vaya, y va a pedirle un libre; ella acepta que la lleve, y la lleva.
                Si en una comedia con tintes patéticos y en un melodrama muy cómico se refieren como libres o ruleteros a los automóviles que daban servicio de alquiler, ¿de dónde sacan los novelistas actuales que los ruleteros se llamaban “taxistas” y los libres “taxis”?

Claudia Hernández de Valle-Arizpe reclama, con razón, la moda de hablar y escribir eludiendo la concordancia: la primer mujer, la primer derrota; estoy de acuerdo, y acoto una variante correcta: el primer beisbolista, el primer futbolista, el primer dentista, el primer ensayista, el primer modista (lo hago, desde luego, por molestar); y salta la liebre: está permitido decir “modisto” en bien de la modernización del lenguaje; ¿en bien de esa modernización ya podemos decir dentisto, futbolisto, deportisto, novelisto?

¿Cómo dirige una estación de radio dedicada al rock un fanático de Chava Flores, tan antirroquero? Alguien que se hace pasar por conocedor de los Beatles y su máximo forofo (Yo soy el único beatlemaniaco de México, clama como aquél) cuenta que Paul llegó a casa de George o de John o de Ringo y mientras esperaba, se enteró de las giras que debían hacer; se fue al jardín, se tomó una taza de té, y compuso “Here, there and everywhere”; ¿se dice conocedor de los Beatles y desconoce qué quiere decir “take some tea?”. Antes que ellos, Agustín Lara se echaba “un tecito” y componía; y cuando mi amigo Marco Pulido le preguntó si era cierto, mostró la yerba y retó a sus críticos a que la probaran y compusieran.

A propósito de componer, rompo mi encierro y vamos Lourdes y yo a la mansión de Carlos Ramírez para conocer a Mario Carrillo, hijo de Álvaro Carrillo; gano nuestra cena al contar que Manuel Gutiérrez y Horacio Rodríguez me cayeron al Tío Pepe, les gané en el dominó, porque les importaba más llevarme al Bar de Perico; ya había tratado de ir allí, entusiasmado por conocer a Pancho huyendo de Ramona, pero me encontré con un sitio tétrico, oscurísimo; no recuerdo si me impacienté y ya no esperé a Marco Pulido, o él no llegó, pero me alejé del lugar; Manuel y Horacio me juraron que ya era otra cosa: un piano alrededor del cual había varios bancos; Manuel y Horacio tenían su lugar apartado, y me consiguieron uno, privilegiado; en el resto del local, semioscuro, parejas que cantaban en voz baja, celebrando lo que pedían los cercanos al piano. El pianista tocaba lo que pedían, y todos, menos yo, cantaban; yo, más plácido, lo disfrutaba. Horacio sonrió cómplice cuando cantaron “como aberrante viviré” (gracia de las sinalefas, que aquél no entiende), Manuel cantó en segunda voz “Nocturnal”, y alguno de los asistentes me preguntó qué canción me gustaría oír; Horacio dijo que él la invitaba; dije “cualquiera de Álvaro Carrillo”; se hizo un silencio inesperado; aunque no creí haber dicho algo inconveniente, los miré preguntando si había cometido una imprudencia: sí, me aclararon. “Aquí se dice ‘San Álvaro’”.
                Mario Carrillo cuenta una anécdota; San Álvaro y José Alfredo disputaban sobre el reino de los cielos, y convinieron en hacer, José Alfredo, un bolero, y San Álvaro una ranchera; y él comete una imprudencia: José Alfredo hacía mejores letras y mi padre mejor música; no puedo contenerme: Falso, las letras de José Alfredo están llenas de lugares comunes; tiene muchos aciertos, como la mejor definición de la desilusión amorosa (“otra vez a brindar con extraños”), pero hace muchos trucos para alargar o cortar versos, y sin la música sus letras son poca cosa; Carrillo, en cambio, logra frases que expresan una pasión sin caer en vulgaridades: “amor mío, tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor; ya me ha dicho que estoy en la gloria de tu intimidad”; muy pocas veces en la poesía popular hay una descripción tan elegante del orgasmo; no deja de cometer alguna soberbia como “tanto tiempo disfrutamos de este amor”; los invitados, grupo heterogéneo pero simpatiquísimo, cordial, amable, generoso (Luis Soto ni siquiera me reclamó tantas veces que excluí su columna por no terminarla a tiempo), escucharon con atención mi definición de las canciones de San Álvaro, y en general estuvieron de acuerdo; los excelentes guitarristas jovencísimos que acompañan a Mario Carrillo sonrieron y asintieron cuando afirmé que Bill Clinton podría haberle llevado serenata a Monica Lewinsky y cantarle “en la boca llevarás sabor a mí”; más discreto, Carlos Ramírez se abstuvo de afirmar, como lo había hecho antes, que Lewinsky podría haber contestado que “como se lleva un lunar, todas podemos una mancha en el vestido llevar”.
                Mario Carrillo relata anécdotas de cómo escribió su padre algunas de sus canciones; cobra sentido el desaire que le hizo una gringa de ojos celestiales, pero que en la fiesta a que lo había invitado ni lo pelaba; él se escabulló, sin saber qué pensaba de la canción que le había obsequiado, y mientras encontraba un libre compuso la extraordinaria “Seguiré mi viaje”; no me atreví a preguntar a qué se refería con “si mi más grande amor tan pequeño lo ves”.

De pronto, en medio de tanto desmadre y tanta vulgaridad, llega a la red, como un rumor maligno, la muerte de Isabel Fraire; lo que siento y digo de su poesía lo publiqué hace pocos años, a raíz de la edición de su obra completa. Como con mucha gente, su obra la dejo para después; recuerdo en cambio su generosidad, sus alientos, su belleza, su compañía en fiestas apocalípticas, y algunas veces, compartiendo taxi, luego de comidas en las que parecía que pasaba algo detrás de las puertas que se abrían de golpe y se cerraban (perdón por la cacofonía) con violencia. Tuvimos varias pláticas; la última la molestó, cuando dije que me informaban que Juan Vicente Melo (en cuya casa la conocí, en Mariano Escobedo casi esquina con Mazaryk) estaba muy enfermo, que lo habían encontrado sin sentido; me contradijo: está muy sano, eso es una mentira; a los pocos días Melo falleció. Pero no volví a hablar con ella. Recuerdo su elegancia y su audacia.

El mismo día me topo con la noticia de la muerte de Dallas Taylor, un baterista del que sólo se acuerdan los conocedores; talentosísimo, su carrera se vio limitada a acompañar a Crosby (el auténtico), Stills, Nash y Young y sus variantes; es el baterista de Manassas; su talento se lo comieron las drogas, la indisciplina, la dispersión; nacido en 1948, le pasó lo que a muchísimos de nuestros contemporáneos, pero me callo sus nombres. Y me topo con otro fallecimiento, el de Gunter Grass; lo leí, lo plagié (unas cuantas líneas), traté de escribir una novela según yo muy audaz, y cuando iba por el tercer capítulo me encontré que lo que intentaba él lo había logrado con su novela mejor, en mi consideración: Anestesia local. No todos sus libros me gustaron, todos me parecen una búsqueda incansable, tanto en estructura como en lenguaje; quiso deshacerse de dogmatismos y lo atacaron cuando vio que lo extremo era tan grave como lo que atacaba. Lo acusaron de nazi cuando, adolescente, cumplía con lo que le ordenaban; su pasado lo persiguió como si hubiera sido un pecado, sin considerar que fue de los pocos que lo confesó, que se arrepintió aunque no era su culpa; se arriesgó en muchos aspectos. Nunca dejé de admirarlo. Sólo notó un aspecto no admirable en su vida: ¿cuántas viudas mexicanas deja?
Termino estas líneas y una llamada me deja frío: pocas horas antes falleció Patricia Gaytán, esposa durante 50 años de mi tío Pepe. Estremece toda mi casa.