domingo, 24 de enero de 2010

¿Quién con quién?

Hace unos días aparecieron notas anunciando la próxima publicación de una especie de autobiografía de Warren Beatty en la que confiesa haber disfrutado de la compañía íntima de unas doce mil mujeres, la mayoría dispuestas, a lo largo de su vida hasta que el cuerpo aguantó, hace unos pocos años, porque envejeció bastante mal; en una cinta en la que alterna con Diane Keaton y Goldie Hawn (dos de las doce mil) uno no cree que pueda seducirlas porque dio el viejazo y no conserva el atractivo que lo hizo uno de los más perseguidos por las liberales actrices de Hollywood, más otras de teatro, extras, maquillistas, guionistas, miembros del staff y otras del mundo no artístico. Parece que después se apagiguó y dijo que no eran tantas ni para tanto.
Esa confesión, aunque haya sido desmentida, no escandalizó a nadie, cuando mucho nos asombró, no por el hecho sino por el número; y no escandaliza porque, como ya se ha dicho bastante en este blog, ahora el sexo es público y todos andan en pos de quien los oiga y los reproduzca en las revistas de espectáculos; el peligro de esas divulgaciones es que luego hacen quedar mal a los ídolos más deseados, porque el viernes tempranito se divulgó que una locutora, curiosa o jariosa, quiso sopesar qué tanto le veían a un futbolista famoso tanto por cómo juega, cuánto gana y la mujer que comparte con él la intimidad, y luego que estiró la mano en busca de la pasión, la retiró desilusionada porque dijo que no era para tanto, porque el tamaño sí importa.
Hace no muchos años nomás se sospechaba que los famosos se aprovechaban de su fama para anotar goles; que si no fueran famosos nomás no la harían; la revista Mad, canalla como era, publicó una serie de caricaturas en las que retrataban qué sería de los famosos si no fueran famosos, y por ejemplo ponían a Paul Williams ridiculizado por su estatura, a Kojak amenazado por las mujeres de que lo acusarían con sus maridos si seguía diciéndoles “baby”, y a la señora de Greg Allman regañada por el dueño del restaurante en donde sería mesera, y reconvenida de que perdería su empleo si seguía mostrando el ombligo porque le quitaría el apetito a los comensales (la señora Allman dejó de serlo pocos días después, su matrimonio duró unas cuantas semanas, y volvió a ser Cher, a secas).
Tiempo después apareció un libro que, aunque desactualizado, y con unos cuantos datos erróneos y desmentidos, daba cuenta de quién con quién, a lo largo de unos cuantos siglos, y sigue siendo útil para escudriñar en la vida íntima de los demás.
El libro se llama Who’s had who, lo escribieron Simon Bell, Richard Curtis y Helen Fielding, y lo publicó Warner Books, una filial de la productora de cine Warner Bros. En la portada se promueve como el primer registro histórico de la sexualidad mundial, y que incluye líneas que vinculan la cama de los famosos con otros que uno ni se imaginaba; luego del prefacio y de la, perdón, introducción, se habla del roger que cambió al mundo. Una de las acepciones de roger no podía escribirse en diarios ni revistas, y en libros serios se traducía de manera incorrecta como fornicación; incorrecta porque fornicar implica a personas no atadas por lazos matrimoniales (Carlos Fuentes, siempre tan provocador, recuerda en Cambio de piel que las parejas disfrazaban sus deseos exclamando, a la hora de la hora, “no es por vicio ni por fornicio; es por hacer un angelito a tu santo servicio”; y hablando de “vicios”, una de las despechadas por Tiger Woods opina que éste no es un enfermo, sino un cerdo; olvida que en la intimidad muchas acrobacias y audacias que ayudan a hacer más placentero el roger, fuera de contexto casi siempre es catalogado como “sucio”, y a veces mientras más “sucio” sea alguien más éxito tiene, no por nada Nastassia Kinsky es conocida en su ámbito familiar como Nasty, y que una de las líneas más famosas de Mae West reza “When I’m good, I’m very good; when I’m bad, I’m better”. Tampoco confiesa si Tiger se mostró “sucio” una vez o varias, y si fue así, cómo fue que lo aguantó).
El libro tiene alrededor de 400 páginas, por lo que no abarca demasiado, pero los ejemplos son suficientes. Antes de entrar en materia, enumeran varios errores achacables a los escribas de la Biblia; errores o incestos; capítulo divertido, pero que posiblemente moleste a algunas personas; lo que no molestará es el roger que cambió al mundo: el encuentro de Enrique VIII con una sexoservidora lo contagió de sífilis, que en poco tiempo le llegó al cerebro, cambió su conducta, no sólo la íntima (cinco esposas en diez años, jubiladas prematuramente y de forma violenta), sino la política; su divorcio de Catalina de Aragón provocó el distanciamiento entre Inglaterra y la iglesia católica, lo que influyó en la distribución de las colonias en América; y de allí, todas las acciones posteriores.
Pero si esas elucubraciones están encaminadas a que el lector tome conciencia de la importancia de la actividad sexual, es más divertido, aunque enredado, el resto del libro, que comienza por el recuento de las ligas eróticas de Enrique VIII, aunque sólo se puede dar el nombre de nueve de ellas, muy lejanas de las doce mil de Beatty (el Hermoso, se autonombra), como lejanas están también las 700 esposas y 300 concubinas del rey David, hijo del no menos ansioso rey Salomón, a quien un solo pasaje lo presenta como juicioso, pero en realidad bastante inquieto.
Lo curioso es que las compañeras digámosle sentimentales de Enrique VIII tampoco tendían a la monogamia, porque Catalina Parr anduvo también con Lord Seymour, quien anduvo con Elizabeth I, quien apapachó a sir Robert Dudley, al duque de Norfolk y a sir Walter Raleigh (“he was such a stupid get”), y el duque de Norfolk anduvo con la reina María de Escocia quien anduvo con Franciso de Francia, el conde de Darnley y David Rizzio.
Así está todo el libro, que abarca diferentes épocas y distintas profesiones, sobre todo del mundo político y del espectáculo.
Por ejemplo, Luis XV estuvo ligado con Madame Pompadour, Madame du Barry, Madame de Mailly, Madame de Vintimille, Madame de la Tournelle y la reina María Leczinska, con quien finalmente casó. Du Barry tuvo a sus pies, literalmente, al príncipe de Ligne, a lord March, al duque de Queensbury, a José II de Austria, Henry Seymour y al conde Jean du Barry, pese a ser iletrada y bastante primitiva. Entre las favoritas de Napoleón estuvieron, entre otras, Carolina Colombier, Desirée Clary, Josefina Beaharnais (a quien los autores del libro apodan “Esta noche no”), Mademoiselle de Montansler, Madame Permon, Pauline Forres, Eleanore Denuelle, María Antonieta Duchatel, Marguerite Weymer, la condesa Marie Walewska y la archiduquesa María Luisa de Austria; lo destacable es que una de ellas, Marguerite Weymer fue una de las compañeras del duque de Wellington, el mayor enemigo de Napoleón, no sólo en la política (lo derrotó en Waterloo), sino también rival de amores, porque tuvo a once amantes célebres, entre la nobleza y otras mujeres notables aunque no fueran nobles.
En terrenos menos escabrosos como la política, destacan Lola Montez (apodada en el libro “Lo que Lola quiere, Lola tiene”), que entre sus amantes se cuentan Franz Liszt, Víctor Hugo y Alejandro Dumas; o la diva Sarah Bernhardt, actriz y vampiresa con tanta actividad sexual que es imposible enumerar, aunque aparezcan en la lista otras celebridades, como Gustav Doré, Emile Zola, Edmund Rostand, Alfonso XIII, el rey Humberto de Italia, el rey Cristal IX de Dinamarca, Eduardo VII, Napoleón III y el emperador Francisco José; se dice que tuvo amoríos con Oscar Wilde.
A Carolina Otero, conocida como La Bella, se le cuentan, entre otros, el rey Leopoldo II, Nicolás I de Montenegro, el príncipe Alberto de Mónaco, Nicolás de Rusia, Alfonso XIII, el conde Luis Guillermo, el Káiser Guillermo de Alemania, el Zar Nicolás II y el rey Eduardo VII, pese a su incómoda estatura de 1.78, y a que era todo menos discreta (su sostén, dicen, era 36D).
Los autores se la arreglan para hacer una liga que va de Gertrude Stein a Clint Eastwood, mediante Alice Toklas, Mercedes D’Acosta, Marlene Dietrich, Michael Wilding, Liz Taylor, Henry Wynberg y Maggie Eastwood, con la presencia, en medio de este lío, de Pablo Picasso, Fritz Lang, James Stewart, John Wayne, Yul Brynner, Douglas Fairbanks Jr., Gary Cooper, John Gilbert, Jean Gabin, Erich Marie Remarque, Joseph von Stenberg, Gretta Garbo, Burt Bacharach y Richard Burton. Se cuelan Joan Crawford, Clark Gable, Ava Gardnedr, Jean Harlow, Carole Lombard y Nancy Reagan, y de manera colateral, Frank Sinatra, Howard Hughes, Porfirio Rubirosa y Peter Lawford, y mediante éste, Marilyn Monroe, Joe DiMaggio y los hermanos Kennedy. Uff.
Rubirosa, prototipo del playboy, tiene un récord envidiable, no por el número (no enlistan a muchas seguramente anónimas), sino por los nombres de sus conquistas: Ava Gardner, Flor de Trujillo, Danielle Darleux, Doris Duke, Eva Perón, Kim Novak, Zsa Zsa Gabor, Barbara Hutton y Odile Rodin; cinco de ellas, sus esposas.
Son lo suficientemente indiscretos como para develar el rumor de que Imelda Marcos estuvo ligada con George Hamilton, quien anduvo con Sylvia Kristel, Britt Ekland, Vanessa Redgrave y Alana Stewart, quien anduvo con el roquero Rod Stewart, aficionado a las rubias (Dee Harrington, Bebe Bluebvell, Britt Ekland, Nelly Emburg, Joanna Lumley y Sabrina Guinness –el recuento termina en 1990). Ya puestos en gastos, el exgobernador de California Jerry Brown anduvo con Stevie Nicks, Arianna Stassinopoulus –¿recuerdan sus espantosos libros?—, Liv Ullman, Candice Bergen, Natalie Wood y Linda Ronstadt; ésta, con George Lucas, Peter Hamill y Mick Jagger, a quien le adjudican, además de las célebres (Bianca, Marianne Faithful, Carly Simon, Jerry Hall, Anita Pallenburg –la chava de Brian Jones y víctima de Keith Richard), mil mujeres más, lo que desmiente Billy Wyman, quien dice que Jagger y Richard estaban muy ocupados componiendo y fingiendo que ligaban, mientras él se aprovechaba de cientos de gruppies, de las que da nombres y fechas en su autobiografía, que llega apenas a 1968.
De los estrellas del libro brillan dos, con los que terminaré este larguísimo recuento: Sinatra (Angie Dickinson, Dorothy Provine, Juliet Prowse, Jill St. John, Natalie Wood, Marilyn Maxwell, Lana Turner, Judy Garland, Anita Ekberg, Donna Reed, MM, Kim Novak, Lauren Bacall, Carol White, y sus esposas Nancy, Ava Gardner, Mia Farrow y Barbara Marx) y Warren Beatty, a quien ligan con Mynah Bird, Leslie Caron, Joan Collins, Julie Christie, Britt Ekland, Goldie Hawn, Kate Jackson, Diane Keaton, Carole Moore, Michelle Phillips, Natalie Wood, Brigitte Bardot, Diana Ross, Liv Ullman, Candice Bergen y Carly Simon. Si es cierto lo que dice en su autobiografía, faltan los nombres de 11 984 más. ¿Será por eso que fue tan mal actor?

El año empezó tan mal como terminó 2009, y uno anda aturdido, enfurecido, destanteado, con bruma que no se sabe cuándo se atenuará. De cualquier manera, se sigue trabajando; el viernes 29 de enero será bautizado y confirmado México y el beisbol, que escribimos Diego Mejía Eguiluz y yo, gracias a la generosidad de Stella María González Cicero y el impulso definitivo de Salvador González Vilchis; los padrinos serán nuestros amigos, justos pero críticos, Marco Antonio Campos, Marco Antonio Pulido y Marisol Schulz. El lugar, el Aula Magna José Vasconcelos, del Centro Nacional de las Artes, Tlalpan y Churubusco, a las 19 horas. Habrá vino de honor para el desempance.

lunes, 11 de enero de 2010

Escritores y beisbol

En los años sesenta el Instituto Mexicano de la Juventud Nacional tuvo a bien publicar unos cuantos libros, que hoy son rarezas bien apreciados en el mercado de los libros raros; un largo ensayo de Rosario Castellanos sobre literatura mexicana; unos cuentos de Gerardo de la Torre, bastante intensos; la primera versión de La nueva música clásica, de José Agustín; unos relatos juveniles (en ambos sentidos) de Juan Tovar; relatos de José Joaquín Blanco; una edición más de Espejismo de Juchitán, de Agustín Yáñez (por entonces agotado); dos recopilaciones de reportajes de Vicente Leñero, y, entre otros más, un ensayo de Emmanuel Carballo, Los dueños del tiempo, sobre el futbol, o mejor dicho, sobre los aficionados al futbol, y chance de todos los deportes, sobre todo los gregarios y de ruda competencia.
El Instituto estaba dirigido por Píndaro Urióstegui, uno de los entonces raros funcionarios interesados, e inmersos, en los terrenos culturales, autor de ensayos sobre derecho, y un par de novelas, una de ellas, ¡Aquí no ha pasado nada!, cuando Grijalbo daba un giro a su línea editorial y comenzaba a publicar literatura mexicana; dije que era de los entonces raros funcionarios interesados en la cultura; ahora son no raros, sino inexistentes; el INJM, luego conocido como Injuve, era algo así como el sector juvenil del PRI, pero con actividades deportivas y, en ese sexenio, de 1964 a 1970, culturales; el presidente del Consejo Ejecutivo Editorial era René Avilés Fabila, y gracias a ellos dos se obtuvieron esos títulos; de todos, el que más he releído es el de Carballo, quien muestra un conocimiento muy exacto de la conducta del aficionado al deporte, y sus observaciones no han sido superadas por ensayistas posteriores; por desgracia, el texto, hasta donde sé, no se ha reeditado.
A lo que iba es que me asombró muchísimo encontrarme a Carballo en el Parque del Seguro Social, en los años setenta, sólo que detrás de home, pero del lado de los Diablos Rojos; había una barrera invisible, una frontera representada por una división en las tribunas; del lado izquierdo se sentaban los fanáticos del Tigres y del lado derecho los de los Diablos, sin que hubiera broncas, cuando mucho burlas cuando uno de los dos equipos iba venciendo al otro.
Carballo no fue a ver a los Diablos, que estaban de gira, sino a los Charros de Jalisco, que aunque ya habían mandado a las Mayores a Aurelio Rodríguez, a Elrod Hendricks, a Minervino Rojas, a Jorge Orta (directamente desde sus sucursales), a Winston Llenas, tenían a Roberto Méndez, Benjamín Cerda, Ted Ford, Rudy Hernández, y entre los pitchers, a Pancho Barrios (camino a los Medias Blancas), Waldo Velo, Ernesto Córdoba.
En medio de la quinta entrada fui a saludarlo; junto a él estaba Beatriz Espejo; como cuadra a personas civilizadas, nos saludamos cortésmente, sin relatar las incidencias del juego. Pero supe que le gustaba el beisbol y lo disfrutaba sin caer en los excesos que había criticado en su breve pero emotivo Los dueños del tiempo.

Siempre tuve simpatía por los escritores que hablaban de beisbol como una actividad o una afición; José Agustín, en su primera autobiografía, narra cómo se convirtió en uno de los estrellas de la Liga Maya, aunque sus hazañas fueron borradas por Alfonso Houston Jiménez, el único egresado de esa Liga que ha llegado a las Mayores; Sergio Pitol mencionó también en su autobiografía cómo tuvo que elegir entre el beisbol y la literatura, aunque su decisión no fue tan definitiva como la que tomó Salvador Novo, también entre el beisbol y la literatura; Vicente Leñero tenía un cuento, “El último out”, en su primer libro, y se veía que le gustaba el deporte (ha hecho otros, pero también una obra teatral basada en el futbol, supongo que por influencia de Peter Handke, y otra sobre boxeo); Bernard Malamud escribió una novela excelente, The Natural, que a raíz del éxito de la película de Barry Levinson, con Barbara Hershey –“¡Dios mío, qué hermosa es”, la saluda Woody Allen en Hanna y sus hermanas—, Kim Basinger y Gleen Close, fue traducida horriblemente en el Plaza & Janés de antes de la crisis; Scott Fitzgerald da referencias beisboleras para situar sucesos, actividades políticas y económicas; Gerardo de la Torre, aunque se tardó en escribir de beisbol, estaba considerado el lanzador estrella de la muy fuerte Liga Petrolera; una de sus novelas tiene título dedicado a los fanáticos del beisbol, y en esas páginas hay bastante de beis; el poeta Francisco Elorriaga jugaba en Mazatlán, y aquí se echaba unas cascaritas, pero mostrando una idea exacta de cómo jugar el jardín, y vimos juntos bastantes juegos, sobre todo de playoff y Series Mundiales; he tenido pláticas beisboleras con Federico Campbell, quien siempre me quiere poner a prueba, y vi en una cervecería un juego completo de Ligas Mayores con Juan Manuel Torres, quien en una ocasión me relató emocionado un jonrón de Celerino Sánchez –el único esa temporada– con los Yanquis: “no se enredó, fue un batazo de pura fuerza”, me dijo, e imitó el swing; con Marco Antonio Campos nos intercambiábamos libros con dedicatorias beisboleras, y le envidio que haya sido tercera base, posición que cuando la jugué, lo hice con temor y casi con los ojos cerrados. A Bernardo Giner de los Ríos le contaba cada semana lo mejor de los juegos, y me encargó un libro que no pude escribir explicando el juego a los quje lo desconocieran; él tuvo una pelota firmada por Valenzuela cuando atrapó un foul n Los Ángeles, de una manera muy curiosa y divertida. Y me faltan muchos ejemplos.
Pero el escritor más aficionado que he conocido fue Tito Monterroso: en La Ópera, donde nos reuníamos con frecuencia para, decía, “salir a media tarde a medios chiles” (nos tomábamos dos o tres cervezas), me contó que, exiliado en Chile, fue a la editorial Zig Zag (que en los años cincuenta publicó a Chejov, a Katherine Mansfield, a Conrad, entre muchos más, y sobre todo, en una edición bellísima, José y sus hermanos, de Thomas Mann, en un solo tomo) a pedir chamba; le dieron un libro, del que Tito no recordaba o no mencionó el autor, y le dijeron que tradujera un cuento, el que él quisiera; tímido e inseguro, con cierta angustia, se llevó el ejemplar, con temor de no encontrar un texto que pudiera traducir satisfactoriamente; pero encontró uno, “El brazo de cristal”; quien sepa de deportes sabrá que “cristal” significa debilidad; la quijada de cristal define al boxeador con mandíbula frágil y proclive a sufrir un nocaut aunque vaya dominando el combate, por un golpe fortuito; en el beisbol un brazo de cristal define a un pitcher que no aguanta muchas entradas, que se va cansando su brazo y, en la quinta entrada le rompen un juego perfecto con un jonrón, y ya no se repone (una maravillosa frase de José Agustín para describir una decepción o una confusión amorosa); Tito pudo traducir el relato sin tropiezos, porque entendía sin equívocos el lenguaje coloquial, que es lo más difícil de traducir (en la más reciente traducción de las novelas de Murakami se ve que Lourdes Portas, quien ha puesto en español la mayoría de los libros del japonés, aún no aprende nada de beisbol). El trabajo fue bien acogido y Tito pudo trabajar con cierta holgura, pese a la difícil situación que vive cualquier exiliado; hasta donde sé, no escribió esta anécdota, aunque sus relatos autobiográficos no han abarcado toda su vida; en otra ocasión, me confesó el dilema que vivía todos los octubres; Rubén Bonifaz Nuño, el gran amigo de Monterroso, daba sus conferencias en El Colegio Nacional a la misma hora y fechas en que se jugaba la Serie Mundial; en esos años sólo se televisaba la Serie Mundial, y comenzaba a principios de octubre, porque no había playoffs, y cuando se impusieron eran mucho más breves; Tito alguna vez solucionó la disyuntiva llevando un radio de transistores, con audífono, al Colegio Nacional, y escuchó el juego y la conferencia al mismo tiempo; o no se quedaba a compartir con su amigo al finalizar la conferencia: se subía a su auto y sintonizaba la XEX para escuchar a Pedro Septién narrar la serie que entonces tenía casi siempre a los Yanquis como representantes de la Liga Americana.
Platicábamos mucho de beisbol; en alguna ocasión comentó que no le simpatizaba Héctor Espino: lo consideraba un jugador frío, mecánico, sin emotividad, que su perfección era demasiado inhumana; le conté que le había visto hacer un gesto de disgusto en una ocasión en que, de emergente porque estaba agripado, echó a perder un juego sin hit ni carrera, en la novena entrada; lanzó el bat al suelo, molesto, y no dejó de mostrar su emoción ya embasado en primera; Tito me dijo entonces que ese gesto lo humanizaba, que lo vería de otra manera.
En sus viajes me enviaba tarjetas postales con motivos beisboleros; creo que platicamos más de beisbol que de literatura (aunque en esta materia sostuvimos no sólo pláticas, sino debates con otros parroquianos –célebres– de La Ópera, pero no es tiempo ahora de hablar de ello). Recuerdo lo de beisbol porque no dejé de pensar en él mientras escribí mi parte de México y el beisbol, hecho al alimón con Diego Mejía Eguiluz, y recién publicado por la ADABI.

domingo, 3 de enero de 2010

Cuatro cintas en dos series, de Pedro Infante

En 1951 y 1952 Pedro Infante era ya el actor mexicano más popular, aunque nunca se le hizo actuar en el extranjero, como Jorge Negrete, quien hizo alguna cinta horrenda en España (con Carmen Sevilla, que hasta hace dos años seguía muy guapa), o Arturo de Córdova, quien filmó al lado de Gary Cooper, y nada menos que un tercer crédito (Por quién doblan las campanas) y en Argentina, o Pedro Armendáriz, dirigido nada menos que por John Ford en al menos tres cintas (dos de ellas excelentes), y con créditos estelares, y también en Italia (al final de su carrera hizo una aparición en From Russia with love, y aunque es breve, minimizó la actuación de Sean Connery como el 007). Incluso Alfonso Bedoya llamó la atención de Hollywood con su magnífica aparición en El tesoro de la Sierra Madre, borrando a Bogart y al parejo que Walter Huston.
Infante, además, cada día mejoraba, sobre todo cuando comenzó a hacer buenas cintas dirigido por otro que no fuera Isamel Rodríguez, quien tendía a estereotiparlo. Algo que no era tan bueno, en cambio, es que las historias que le daban no podían narrarlas en una cinta, y tenía que hacer dos, y no como en el caso de la dupla Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, que fue necesario hacer la segunda en vista del éxito obtenido por la primera, o como en el caso de los motociclistas raritos, que son dos cintas distintas con los mismos personajes.
Finalizó 1951 con Ahí viene Martín Corona y El enamorado, dirigidas por Miguel Zacarías, quien no era un creador, pero sí un hábil artesano que hacía las cosas con corrección; está basada en una serie radiofónica con un personaje hecho por el locutor Álvaro Gálvez y Fuentes, quien llevaba a cuestas el sobrenombre de El Bachiller; hay que recordar que bachiller es uno de los título que otorga la Universidad (licenciado, maestro y doctor, los otros; también ayuda a ubicarlo un skeetch de esa época, protagonizado por Pompín Iglesias y Nacho Contla, en teatro y televisión: llegaba el joven Iglesias a entregarle el título a su supuesto padre Conta, quien emocionado exclamaba “bachillar”; “bachiller”, lo corregía Iglesias; “va a chillar tu mamá de la emoción”, remataba Contla; la proliferación de doctorados en tantas carreras a partir de entonces devaluó la importancia del bachillerato), y que con él daban a Gálvez y Fuentes una superioridad con respecto a sus compañeros de gremio, quienes por otra parte tenían el prestigio de ser los “educados”, los cultos de la radiodifusión; compañeros suyos eran Ricardo López Méndez, Pedro De Lille, Manuel Bernal y Ramiro Gamboa.
Son de las pocas cintas de Infante que fotografió Gabriel Figueroa, con los efectos acostumbrados; y son de las cintas donde se canta más: doce canciones entre ambas cintas; para estar ubicadas en el ámbito campirano, resalta el carácter urbano de las piezas: “Paloma querida”, “Carta a Eufemia”, “Amorcito de mi vida”, “Un día nublado”; además, la popularidad que en esos momentos tenía “Carta a Eufemia”, de la muy extraña dupla Rubén Fuentes-Rubén Méndez, da una curiosa sensación de fallas cronológicas, pues la canción es muy contemporánea, y los personajes se trasladan en carreta, caballo, y parecen vivir a principios del siglo XX.
Por desgracia, la compañera de reparto de Infante es Sarita Montiel, quien como dice Juan Marsé, “nunca supo actuar”; lo suplía con una belleza de alto impacto, que no fue bien aprovechada por Figueroa pues retrataba más los ángulos malos, y que resaltaban con su entonación sevillana, más discordante con el clima, la atmósfera, el ámbito rural; Zacarías la hizo acompañar de un nano también español, Florencio Castelló, y entre él y Montiel dan a la cinta la sensación extraña de que no pertenecen a la cinta, que son ajenos a ella; por ello, los momentos dramáticos resultan inverosímiles, y quedan reducidos a una versión más de las muchas que prodigó (y sigue prodigando) el cine mexicano, de una “doma de la bravía”, que le salió mejor al Indio Fernández en Enamorada.
Infante no tuvo rival con ella; resulta más natural, desenvuelto y simpático que Montiel, toda artificial, y cuyo histrionismo se reduce a prodigar mohínes no siempre graciosos. El verdadero rival de Infante fue Eulalio González Piporro, quien la hace de nano de Infante, y pese a sus excesos (que fueron característicos de su personaje a lo largo de casi toda su carrera, a partir de aquí), la mayoría de las veces es gracioso (Piporro hizo una serie de cintas, sobre todo a principios de los sesenta, que se salvan por él, por sus gestos previsibles y sin embargo visibles, y por muchas frases ingeniosas; una de las mejores, a despecho de la actual visión políticamente correcta: elogia a Elvira Quintana –gloso, no cito–: “usted es bella, inteligente, sabe de negocios; no me diga que también sabe cocinar”). Hace más mohínes que Montiel, pelea con un muy natural Castelló, y se sobreactúa, pero no molesta. Entre los muchos villanos que pueblan las cintas, sobresale Guillermo Calles, también conocido como El Indio, y que fue de los directores pioneros del cine mexicano, sobre todo del parlante, y quien se pasó muchos años sin dirigir, en papeles muy secundarios.
Los mejores momentos de las dos cintas: Infante y González están completamente briagos, con la lengua arrastrada, trastabillando, cuando de pronto Infante dice: “¿la cortamos?”; “la cortamos”, responde González, y comienzan a caminar y a hablar correctamente; en otra, Castelló viste igual a los dos hijos del matrimonio Infante-Montiel, niño y niña, y González (ni el espectador) puede diferenciar cuál es el niño. Hay que resaltar que en la vida real eran dos gemelitas, apellidadas Zacarías.

Mucho más interesantes son las cintas con las que comienza en 1952, uno de sus años más prolíficos: Un rincón cerca del cielo y Ahora soy rico, dirigidas por Rogelio González, muy dado a los excesos, y como la historia es tremebunda, cae en momentos muy patéticos; sin embargo, Infante está muy bien, contagia su angustia, y hace verosímil la pobreza que vive su personaje en la primera cinta, y su desconcierto en la segunda. Por desgracia, Marga López está tan sobreactuada como siempre, aunque tiene un par de momentos muy graciosos.
La trama, muy complicada, narra la historia de Pedro González, provinciano de 25 años (el actor ya tenía 35 pero aparentaba 36 –me fusilo una observación de Salvador Novo), que encuentra empleo en una oficina, se enamora de una secretaria (Marga López), y encarnan un matrimonio típico de la clase media, pero como ella es pretendida por su jefe, ambos son despedidos cuando ella está a punto de dar a luz, lo que no se nota; pierden su estrato socioeconómico y caen en la más profunda miseria, hasta perder, por falta de cien pesos (un dineral para la época), la vida de su hijo; trata de robar a un rico borrachín, quien lo salva de la miseria pero no de un intento de suicidio por el que queda cojo; lo hace trabajar para él, pero como en el cine mexicano está mal vista la riqueza, excepto en las comedias, comete infidelidades que están a punto de costarle el matrimonio y la amistad de su amigo protector; recupera ambos, aunque en la cárcel.
No tiene chiste que actúe mejor que López; el problema es que, en la primera de las dos cintas se enfrenta otra vez con Andrés Soler, al que sí se le daba la actuación, y con Silvia Pinal, quien está excelente también. Ellos encarnan una anécdota aparte de la trama principal, pero ayudan a crear ese ámbito de angustia que contiene la cinta; Soler es lambiscón de un gangster de segunda, y no le importa cómo lo maltrate, lo humille y lo pisotee, pero reacciona de manera brutal cuando involucran a su hija ambiciosa, proclive a la prostitución, pero dan una lección de dignidad que nunca alcanza el personaje de Infante, quien llega al extremo de actuar como perro en un espectáculo callejero, lleno de patetismo; como en Ustedes los ricos, se le muere su hijo de una neumonía, y se tira al paso del ferrocarril, lanzándose desde el puente de Nonoalco, que en esos momentos representa la frontera entre la pobreza y la riqueza, según el cine mexicano (Vagabunda, sobre todo) y la literatura (La región más transparente, José Trigo); salvado por el rico Antonio Aguilar, vuelve a vivir en un departamento y no en un cuarto de azotea –más cerca del cielo–, pero se involucra con la muy joven hija de un portero; como es cojo por el intento de suicidio, no puede bailar con una piruja que lo invita; una banda de asaltantes lo chantajea acusándolo de homicidio, y por ello se ve obligado a robar droga del laboratorio donde trabaja, y se calla cuando por ello Aguilar va a dar a la cárcel, pero un mudo le dice que es inocente, salva a Aguilar de la cárcel, deja a la amante adolescente, y López le dona un hueso para que deje de cojear.
Pese a lo dramático, las cintas se dejan ver con agrado, por el buen oficio de Rogelio González, aunque haya vulgaridad y patetismo: Infante se niega a recoger un billete de una escupidera, pero Soler no; Soler deja de ser borracho para irse a las Islas Marías, junto a la redimida Pinal; Aguilar explica su estado civil por haberse casado con una rubia extranjera, sin principios, que no supo perdonar (lo malo es que no explica qué tenía que perdonar; eso hubiera sido mucho más interesante); aunque es la sexta película donde actúa con Dorantes, apenas en ésta tienen un auténtico romance clandestino; en una escena que da pena ajena, López carga una bacinica y los de la mudanza le piden una propina, “pa’ las aguas”, y ella mira la bacinica y dice que sí, que para eso es; atormentado por un crimen que no cometió, pero no lo sabe porque estaba briago, se la pasa cantando, pero arruina todas las canciones, en especial “La que se fue”, en una versión muy inferior a la de Negrete; es ridícula la escena en que el mudo le revela que el crimen del que se siente culpable y por el que anda huyendo lo cometió un pandillero; López dona un hueso para que él camine bien, pero ella nunca camina mal, ni siquiera en la playa, donde se ve muy bien en traje de baño; al final, cuando ingresa, otra vez, a la peni, López dice algo así como que espera que salga pronto; Aguilar la abraza y exclama “de eso me encargo yo”, y uno no sabe si “eso” es una aún guapa López, o de que Infante salga de la cárcel; uno puede suponer que lo primero, porque ya antes le había echado los perros, porque está divorciado y porque tiene derecho a vengarse; en cambio, que lo saque de la cárcel está más difícil, porque el cargo es tráfico de drogas; aunque hubiera aguantado ver en la pantalla si para sacarlo corrompía a jueces, autoridades carcelarias o qué.
Es de hacer notar que Infante se la pasa más tiempo fodongo que modosito, siempre con la corbata chueca y despeinado, lo mismo que Soler; en cambio, Aguilar está siempre atildado, aunque uno simpatiza más con Infante que con él, excepto en la escena final.
Hizo todavía una cinta en la que no es el estelar, Por ellas aunque mal paguen, pésimo remake de Al son de la marimba, y donde lanza como estrella al ya veterano Ángel Infante; sus apariciones son incidentales y se deben, como dice Emilio García Riera, a sus acostumbrados accidentes aéreos. Y sí, son muy notorias sus entradas, debidas a la placa de platino a la que hacen alusión unas cantantes que rodean a Germán Valdés Tin Tan en El bizconde de Montecristo.

Agregado deportivo: en los años sesenta, en una competencia internacional, un juez determinó que un tiro de Rafael Osuna había caído en terreno bueno, aunque su rival, Osuna y el público tenían otro punto de vista; el juez no cambió la decisión; y cuando el rival hizo su saque, Osuna golpeó la pelota hacia afuera, deliberadamente; esa honestidad cada vez es menos frecuente en la mayoría de los deportes; los competidores quieren ganar sin importar si hacen trampa; en días pasados trasmitieron un juego de volibol femenil, entre equipos universitarios, que buscaban el campeonato nacional estadounidense; eran los últimos momentos del quinto set, cuando un juez dio la ventaja a uno de los equipos, aunque una de sus jugadoras había tocado la red; pese a las protestas, no cambió la decisión; el equipo beneficiado sólo requería, con eso, un solo punto, pero la jugadora que sirvió el saque deliberadamente lanzó el saque hacia afuera; el juego fue bueno, disputado, entretenido, vistoso; sobre todo, memorable por la honradez de las jugadoras. Cómo me gustaría ver esa actitud en un juego de soccer.