domingo, 3 de enero de 2010

Cuatro cintas en dos series, de Pedro Infante

En 1951 y 1952 Pedro Infante era ya el actor mexicano más popular, aunque nunca se le hizo actuar en el extranjero, como Jorge Negrete, quien hizo alguna cinta horrenda en España (con Carmen Sevilla, que hasta hace dos años seguía muy guapa), o Arturo de Córdova, quien filmó al lado de Gary Cooper, y nada menos que un tercer crédito (Por quién doblan las campanas) y en Argentina, o Pedro Armendáriz, dirigido nada menos que por John Ford en al menos tres cintas (dos de ellas excelentes), y con créditos estelares, y también en Italia (al final de su carrera hizo una aparición en From Russia with love, y aunque es breve, minimizó la actuación de Sean Connery como el 007). Incluso Alfonso Bedoya llamó la atención de Hollywood con su magnífica aparición en El tesoro de la Sierra Madre, borrando a Bogart y al parejo que Walter Huston.
Infante, además, cada día mejoraba, sobre todo cuando comenzó a hacer buenas cintas dirigido por otro que no fuera Isamel Rodríguez, quien tendía a estereotiparlo. Algo que no era tan bueno, en cambio, es que las historias que le daban no podían narrarlas en una cinta, y tenía que hacer dos, y no como en el caso de la dupla Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, que fue necesario hacer la segunda en vista del éxito obtenido por la primera, o como en el caso de los motociclistas raritos, que son dos cintas distintas con los mismos personajes.
Finalizó 1951 con Ahí viene Martín Corona y El enamorado, dirigidas por Miguel Zacarías, quien no era un creador, pero sí un hábil artesano que hacía las cosas con corrección; está basada en una serie radiofónica con un personaje hecho por el locutor Álvaro Gálvez y Fuentes, quien llevaba a cuestas el sobrenombre de El Bachiller; hay que recordar que bachiller es uno de los título que otorga la Universidad (licenciado, maestro y doctor, los otros; también ayuda a ubicarlo un skeetch de esa época, protagonizado por Pompín Iglesias y Nacho Contla, en teatro y televisión: llegaba el joven Iglesias a entregarle el título a su supuesto padre Conta, quien emocionado exclamaba “bachillar”; “bachiller”, lo corregía Iglesias; “va a chillar tu mamá de la emoción”, remataba Contla; la proliferación de doctorados en tantas carreras a partir de entonces devaluó la importancia del bachillerato), y que con él daban a Gálvez y Fuentes una superioridad con respecto a sus compañeros de gremio, quienes por otra parte tenían el prestigio de ser los “educados”, los cultos de la radiodifusión; compañeros suyos eran Ricardo López Méndez, Pedro De Lille, Manuel Bernal y Ramiro Gamboa.
Son de las pocas cintas de Infante que fotografió Gabriel Figueroa, con los efectos acostumbrados; y son de las cintas donde se canta más: doce canciones entre ambas cintas; para estar ubicadas en el ámbito campirano, resalta el carácter urbano de las piezas: “Paloma querida”, “Carta a Eufemia”, “Amorcito de mi vida”, “Un día nublado”; además, la popularidad que en esos momentos tenía “Carta a Eufemia”, de la muy extraña dupla Rubén Fuentes-Rubén Méndez, da una curiosa sensación de fallas cronológicas, pues la canción es muy contemporánea, y los personajes se trasladan en carreta, caballo, y parecen vivir a principios del siglo XX.
Por desgracia, la compañera de reparto de Infante es Sarita Montiel, quien como dice Juan Marsé, “nunca supo actuar”; lo suplía con una belleza de alto impacto, que no fue bien aprovechada por Figueroa pues retrataba más los ángulos malos, y que resaltaban con su entonación sevillana, más discordante con el clima, la atmósfera, el ámbito rural; Zacarías la hizo acompañar de un nano también español, Florencio Castelló, y entre él y Montiel dan a la cinta la sensación extraña de que no pertenecen a la cinta, que son ajenos a ella; por ello, los momentos dramáticos resultan inverosímiles, y quedan reducidos a una versión más de las muchas que prodigó (y sigue prodigando) el cine mexicano, de una “doma de la bravía”, que le salió mejor al Indio Fernández en Enamorada.
Infante no tuvo rival con ella; resulta más natural, desenvuelto y simpático que Montiel, toda artificial, y cuyo histrionismo se reduce a prodigar mohínes no siempre graciosos. El verdadero rival de Infante fue Eulalio González Piporro, quien la hace de nano de Infante, y pese a sus excesos (que fueron característicos de su personaje a lo largo de casi toda su carrera, a partir de aquí), la mayoría de las veces es gracioso (Piporro hizo una serie de cintas, sobre todo a principios de los sesenta, que se salvan por él, por sus gestos previsibles y sin embargo visibles, y por muchas frases ingeniosas; una de las mejores, a despecho de la actual visión políticamente correcta: elogia a Elvira Quintana –gloso, no cito–: “usted es bella, inteligente, sabe de negocios; no me diga que también sabe cocinar”). Hace más mohínes que Montiel, pelea con un muy natural Castelló, y se sobreactúa, pero no molesta. Entre los muchos villanos que pueblan las cintas, sobresale Guillermo Calles, también conocido como El Indio, y que fue de los directores pioneros del cine mexicano, sobre todo del parlante, y quien se pasó muchos años sin dirigir, en papeles muy secundarios.
Los mejores momentos de las dos cintas: Infante y González están completamente briagos, con la lengua arrastrada, trastabillando, cuando de pronto Infante dice: “¿la cortamos?”; “la cortamos”, responde González, y comienzan a caminar y a hablar correctamente; en otra, Castelló viste igual a los dos hijos del matrimonio Infante-Montiel, niño y niña, y González (ni el espectador) puede diferenciar cuál es el niño. Hay que resaltar que en la vida real eran dos gemelitas, apellidadas Zacarías.

Mucho más interesantes son las cintas con las que comienza en 1952, uno de sus años más prolíficos: Un rincón cerca del cielo y Ahora soy rico, dirigidas por Rogelio González, muy dado a los excesos, y como la historia es tremebunda, cae en momentos muy patéticos; sin embargo, Infante está muy bien, contagia su angustia, y hace verosímil la pobreza que vive su personaje en la primera cinta, y su desconcierto en la segunda. Por desgracia, Marga López está tan sobreactuada como siempre, aunque tiene un par de momentos muy graciosos.
La trama, muy complicada, narra la historia de Pedro González, provinciano de 25 años (el actor ya tenía 35 pero aparentaba 36 –me fusilo una observación de Salvador Novo), que encuentra empleo en una oficina, se enamora de una secretaria (Marga López), y encarnan un matrimonio típico de la clase media, pero como ella es pretendida por su jefe, ambos son despedidos cuando ella está a punto de dar a luz, lo que no se nota; pierden su estrato socioeconómico y caen en la más profunda miseria, hasta perder, por falta de cien pesos (un dineral para la época), la vida de su hijo; trata de robar a un rico borrachín, quien lo salva de la miseria pero no de un intento de suicidio por el que queda cojo; lo hace trabajar para él, pero como en el cine mexicano está mal vista la riqueza, excepto en las comedias, comete infidelidades que están a punto de costarle el matrimonio y la amistad de su amigo protector; recupera ambos, aunque en la cárcel.
No tiene chiste que actúe mejor que López; el problema es que, en la primera de las dos cintas se enfrenta otra vez con Andrés Soler, al que sí se le daba la actuación, y con Silvia Pinal, quien está excelente también. Ellos encarnan una anécdota aparte de la trama principal, pero ayudan a crear ese ámbito de angustia que contiene la cinta; Soler es lambiscón de un gangster de segunda, y no le importa cómo lo maltrate, lo humille y lo pisotee, pero reacciona de manera brutal cuando involucran a su hija ambiciosa, proclive a la prostitución, pero dan una lección de dignidad que nunca alcanza el personaje de Infante, quien llega al extremo de actuar como perro en un espectáculo callejero, lleno de patetismo; como en Ustedes los ricos, se le muere su hijo de una neumonía, y se tira al paso del ferrocarril, lanzándose desde el puente de Nonoalco, que en esos momentos representa la frontera entre la pobreza y la riqueza, según el cine mexicano (Vagabunda, sobre todo) y la literatura (La región más transparente, José Trigo); salvado por el rico Antonio Aguilar, vuelve a vivir en un departamento y no en un cuarto de azotea –más cerca del cielo–, pero se involucra con la muy joven hija de un portero; como es cojo por el intento de suicidio, no puede bailar con una piruja que lo invita; una banda de asaltantes lo chantajea acusándolo de homicidio, y por ello se ve obligado a robar droga del laboratorio donde trabaja, y se calla cuando por ello Aguilar va a dar a la cárcel, pero un mudo le dice que es inocente, salva a Aguilar de la cárcel, deja a la amante adolescente, y López le dona un hueso para que deje de cojear.
Pese a lo dramático, las cintas se dejan ver con agrado, por el buen oficio de Rogelio González, aunque haya vulgaridad y patetismo: Infante se niega a recoger un billete de una escupidera, pero Soler no; Soler deja de ser borracho para irse a las Islas Marías, junto a la redimida Pinal; Aguilar explica su estado civil por haberse casado con una rubia extranjera, sin principios, que no supo perdonar (lo malo es que no explica qué tenía que perdonar; eso hubiera sido mucho más interesante); aunque es la sexta película donde actúa con Dorantes, apenas en ésta tienen un auténtico romance clandestino; en una escena que da pena ajena, López carga una bacinica y los de la mudanza le piden una propina, “pa’ las aguas”, y ella mira la bacinica y dice que sí, que para eso es; atormentado por un crimen que no cometió, pero no lo sabe porque estaba briago, se la pasa cantando, pero arruina todas las canciones, en especial “La que se fue”, en una versión muy inferior a la de Negrete; es ridícula la escena en que el mudo le revela que el crimen del que se siente culpable y por el que anda huyendo lo cometió un pandillero; López dona un hueso para que él camine bien, pero ella nunca camina mal, ni siquiera en la playa, donde se ve muy bien en traje de baño; al final, cuando ingresa, otra vez, a la peni, López dice algo así como que espera que salga pronto; Aguilar la abraza y exclama “de eso me encargo yo”, y uno no sabe si “eso” es una aún guapa López, o de que Infante salga de la cárcel; uno puede suponer que lo primero, porque ya antes le había echado los perros, porque está divorciado y porque tiene derecho a vengarse; en cambio, que lo saque de la cárcel está más difícil, porque el cargo es tráfico de drogas; aunque hubiera aguantado ver en la pantalla si para sacarlo corrompía a jueces, autoridades carcelarias o qué.
Es de hacer notar que Infante se la pasa más tiempo fodongo que modosito, siempre con la corbata chueca y despeinado, lo mismo que Soler; en cambio, Aguilar está siempre atildado, aunque uno simpatiza más con Infante que con él, excepto en la escena final.
Hizo todavía una cinta en la que no es el estelar, Por ellas aunque mal paguen, pésimo remake de Al son de la marimba, y donde lanza como estrella al ya veterano Ángel Infante; sus apariciones son incidentales y se deben, como dice Emilio García Riera, a sus acostumbrados accidentes aéreos. Y sí, son muy notorias sus entradas, debidas a la placa de platino a la que hacen alusión unas cantantes que rodean a Germán Valdés Tin Tan en El bizconde de Montecristo.

Agregado deportivo: en los años sesenta, en una competencia internacional, un juez determinó que un tiro de Rafael Osuna había caído en terreno bueno, aunque su rival, Osuna y el público tenían otro punto de vista; el juez no cambió la decisión; y cuando el rival hizo su saque, Osuna golpeó la pelota hacia afuera, deliberadamente; esa honestidad cada vez es menos frecuente en la mayoría de los deportes; los competidores quieren ganar sin importar si hacen trampa; en días pasados trasmitieron un juego de volibol femenil, entre equipos universitarios, que buscaban el campeonato nacional estadounidense; eran los últimos momentos del quinto set, cuando un juez dio la ventaja a uno de los equipos, aunque una de sus jugadoras había tocado la red; pese a las protestas, no cambió la decisión; el equipo beneficiado sólo requería, con eso, un solo punto, pero la jugadora que sirvió el saque deliberadamente lanzó el saque hacia afuera; el juego fue bueno, disputado, entretenido, vistoso; sobre todo, memorable por la honradez de las jugadoras. Cómo me gustaría ver esa actitud en un juego de soccer.

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