martes, 25 de junio de 2013

Isabel del Puerto y Marilyn Monroe, una rivalidad

Un amigo de la preparatoria hasta hace poco guardaba las invitaciones a bodas hasta que pasaban nueve meses de la ceremonia, algo que a últimas fechas ha perdido chiste, porque es cada vez menor la edad en que los adolescentes comienzan a tener relaciones sexuales, y a hacer ostentación de ello. Es más, ni siquiera ocultan sus relaciones premaritales y hacen gala de un buen número de parejas antes de, como se decía, llegar al altar (en Los tres huastecos, cuando el teniente Víctor Andrade promete “llevarte al altar” a Toñita, y luego le aclara que a trapear, ¿está insinuando una prueba o ensayo, como también se le decía a la fornicación, o sea sexo extramarital?). El número de madres solteras va en aumento, y son protegidas por las leyes para que no las despidan de sus trabajos.
Una de las consecuencias de esto es que las cintas de Fernando de Fuentes ya sólo deben verse por sus méritos cinematográficos y no por las tramas, que parecen inocentes a los ojos de los espectadores actuales. Que Cruz salga tarde de la casa del patrón tal vez indigne a José Francisco, pero no sería objeto de chismorreo de todo Rancho Grande; la vecindad entera no tendría que atosigar a don Nicanor para que Clara y Julieta sean aceptadas de regreso, casadas por todas las leyes; doña Teresita no tiene que aconsejar a Esther para no dar disgustos a su mamá, ni Doña Bárbara estaría tan amargada; María Morales no estaría interesada en que sus hijos Pepe y Luis no se vean deshonrados por no aprovecharse de Gloria y María. (Si a alguien le molesta el “hubiera”, el “estaría”, pueden sustituirlos por “hubiese” o “tuviese”.)
                Tampoco verán con los mismos ojos las tragedias de Alejandro Galindo, que no tendría por qué regañar a las adolescentes en peligro de perder la virtud, o a los jóvenes que se aprovechan del candor de sus enamoradas. En una de las cintas más emblemáticas de Galindo, Una familia de tantas, Maru sale del hogar paterno sola, porque se casará contra la voluntad de don Rodrigo, pero antes Estela, la mayor, abandona el hogar, y quién sabe cómo le vaya, porque don Rodrigo la sorprendió besándose con el novio (esa escena la recrea con igual dramatismo José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto, sólo que es Héctor, el hermano mayor de Carlitos, quien sorprende a Isabel fajando con el novio).
                Estela es interpretada, con convicción, por Isabel del Puerto; si hacemos caso de las filmografías oficiales, fue la primera de las trece cintas en que apareció. No tuvo papeles estelares, y más bien le tocó hacer de amante gozosa, de novia despechada o de infractora de la ley gracias a su belleza, que en su caso no aparentaba inocencia o inexperiencia; un tercer o cuarto o quinto crédito fue lo más que consiguió en 12 cintas de 1949 a 1950; algunas son notables: Una familia de tantas, Hay lugar para…dos, Confidencias de un ruletero, Matrimonio y mortaja, Rosauro Castro. La última que filmó en México fue El gendarme de la esquina, obra muy menor de Joaquín Pardavé, antes de participar en una cinta de Hollywood filmada aquí, Captain Scarlett (El capitán Escarlata), de Thomas Carr, y en la que alternó, en un quinto crédito,  con Leonora Amar, Manolo Fábregas, Eduardo Noriega, Carlos Múzquiz y Jorge Treviño. Amar es la heroína del protagonista Richard Greene; a la cinta Leonald Maltin le da una estrella y media, aunque la califica de entretenida.
                Una página de internet le atribuye a Del Puerto otras cuatro cintas, Mi madre querida, de René Cardona, y Nunca besaré tu boca; en la primera no le dieron crédito ni Emilio García Riera ni la base de datos del cine en internet; la segunda ni siquiera existe, al menos con ese nombre. Muchos años después de su retiro participó en dos cintas, en papeles pequeñísimos: Querida, encogí a los chicos (que no es de Woody Allen) y Gringo viejo.
                Austriaca, de un belleza nada gélida aunque su voz se nota siempre artificial, no daba el tipo de mexicana excepto en esos papeles: hija rebelde en Una familia de tantas; mujer que va a romper con el amante cuando David Silva choca por ir fajando con Katy Jurado en Hay lugar para…dos; gansteresa (el vocablo es de Quino) en Confidencias de un ruletero; amante de Rosauro Castro quien prefiere a otra; gansteresa que enreda al hijo de Joaquín Pardavé en El gendarme de la esquina.
                En especial llaman la atención dos breves escenas que conmocionaron a los cronistas de cine de aquellos finales de los años cuarenta: es la novia de Rafael Baledón en Matrimonio y mortaja, de Fernando Méndez; vive en Mazatlán, a donde pretenden ir Baledón y Fernando Soto para llevarle serenata, pero en la borrachera se equivocan, van a un pueblito distinto con nombre parecido, y por uno de los enredos típicos del cine mexicano, Baledón debe casarse con la modesta pero bonita Carmelita González; Domingo Soler le telefonea a Del Puerto, y ella, como está en Mazatlán y es frívola y ambiciosa (al menos lo es su madre, a quien le urge agenciarse los millones que heredará Baledón), aparece en traje de baño mostrando unos muslos tersos, duros y muy bien formados; en Entre abogados te veas, donde personifica a la amante del abogánster (así le dicen en los créditos a Armando Calvo), es cantante de cabaret, y se despoja de la bata en su camerino para entrar a la regadera, insinuando un desnudo nada procaz pero sí provocativo, y otro menos fugaz a través de la cortina del baño. En la primera pierde ante González, quien vence los resquemores de Baledón y conquista a un muy simpático Soler; en la segunda ella deja a Calvo con gran desenfado, sin preocuparse del qué dirán.
                Es convincente y conmovedora cuando, hospitalizada por el accidente del Zócalo-Xochicalco y Anexas, las autoridades encuentran en su bolso la carta al amante, y con ello se descubre su infidelidad; oculta su identidad hasta que sabe que llevarán a don Gregorio para que se caree con los lesionados en el percance, y decide “disponer de su vida”, como le explica el médico al marido desolado y a los pequeños hijos cuando esperan, atónitos, visitar a su madre en la Cruz Roja, entonces en la colonia Roma (ni eso perturba tanto a David Silva como el niño que desea ser chofer pero está en peligro de perder los brazos); se le cree la desesperación de que se enteren de su condición de amante de un hombre malo.
                Hizo pocos papeles, y luego desapareció, aunque sólo de las pantallas; como Jane Seymour, como Merle Oberon, tuvo otras actividades en las que destacó; según sus escuetos datos biográficos se dedicó a los bienes raíces, a la gastronomía (tuvo un restaurante de cierta fama en los años de esplendor de la Zona Rosa), publicó un libro de cuentos infantiles, otro de trama policial y una especie de autobiografía, ninguno de los cuales apareció en español y no se encuentran entre los ofrecimientos de Amazon, ni en la página que aglutina a las mejores librerías de lance del mundo. Otra de sus actividades fue el reportaje gráfico, con muchas colaboraciones para Time Life, además de trabajos publicitarios en Estados Unidos. Su nombre real es Elisabeth van Hortenau, nació en Viena en 1921, y era descendiente de la realeza austriaca; estudió actuación en Roma, emigró a Estados Unidos, donde tuvo algunas actuaciones en Broadway antes de llegar a México.

Más o menos por los mismos años comenzaba a figurar, en pequeños papeles no siempre lucidores, Norma Jean Baker, nombre ahora tan famoso como el que escogió para su carrera cinematográfica; Marilyn Monroe nació en 1926, pero muy joven realizó algunas cintas, la mayoría sin créditos, hasta que se dio a notar en La jungla de asfalto y All About Eve, y en 1952 apantalló en Monkey Business (Vitaminas para el amor, en México, Me siento rejuvenecer, en España), de Howard Hawks (quien la dirigiría en otras cintas notables: Historias de O’Henry, Los caballeros las prefieren rubias), con Cary Grant y Ginger Rogers. Ahora es considerada un icono de la actuación aunque no ganó Oscares pero sí Globos de Oro; es el mejor símbolo de la mujer inteligente que debe fingirse tonta o aturdida o distraída para que la tomen en cuenta.

¿Cuál es el paralelo entre estas dos bellas mujeres? Una, con una carrera trunca; la otra, con una vida trunca. El nexo no es cinematográfico.

Cuando ganó la presidencia de los Estados Unidos, John F. Kennedy tenía el prestigio de héroe de la Segunda Guerra Mundial; fue senador por su estado natal, Massachusetts, pero fue presidente por un azar del destino: su hermano mayor, Joseph, falleció en una acción de guerra, favorito de su padre, también en la política pero más en los negocios y en su gusto por las mujeres. Jack, hipocorístico familiar y entre cuates, fue dado de baja con honores de la marina estadounidense, y comenzó con cierta rapidez su carrera política, en remplazo de su hermano.
                La familia Kennedy era rica y numerosa, y contaba con dos jefes: el patriarca Joseph, y su esposa Rose; el primer Kennedy, Patrick,  había hecho su fortuna al amparo de los negocios en bienes raíces, terreno en que incursionó Joseph, pero éste la agrandó con importación de whiskey, algunos insinúan que clandestina; intentó triunfos en la política, pero sus simpatías hacia el nazismo lo excluyeron de la diplomacia, aunque batalló para llegar al poder mediante su hijo Joseph; al fallecimiento de éste, se enfocó en el carismático Jack.
                Éste tuvo la simpatía de la juventud estadounidense, de los católicos, de los disidentes que le creyeron que buscaba un cambio (algunos rocanroleros pensaron que con su muerte se acababan las esperanzas), de las mujeres, quienes lo prefirieron por sobre el menos simpático Richard Nixon, vicepresidente en el último periodo de Dwigth Eisenhower. Lo ayudó la discreción, elegancia y belleza de Jacqueline, su no menos carismática esposa. Pero una de las hermanas de John, Patricia (la más bella de las hijas Kennedy) estaba casada con un actor secundario, Peter Lawford, cuyos mejores filmes son Easter Parade, Bodas reales, La rubia fenómeno, Éxodo. Pero como dicen todas sus biografías, fue más célebre por su amistad con El Clan que por sus actuaciones; el Clan, o Mafia, estaba integrado por, sobre todo, Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis y Joey Bishop; en Robin y sus siete Hoods (Gordon Douglas) aparecen casi todos, menos Lawford; hay muchas leyendas alrededor del grupo, que se dedicaban más a la pachanga que al arte, que probaban sustancias prohibidas o no recomendadas, que usaban su influencia para conseguirle trabajo a las actrices noveles, a cambio de algo así como el derecho de pernada; en algunas páginas de internet se dice que el presidente Kennedy salió beneficiado de la amistad de su cuñado con El Clan tanto en experiencias psicodélicas como en otras más carnales. Ahora ha salido a la luz que sufría una enfermedad que lo hacía tener excitaciones eróticas a cada rato, y en situaciones incómodas (para los demás), y que incluso don Joseph llegó a decir que lo mejor hubiera sido castrarlo de chiquillo, para evitar tantos problemas. Se dice en muchos lados que tuvo acercamientos del tercer tipo con Kim Novak, Angie Dickinson, Jayne Mansfield y desde luego con Marilyn Monroe (“creo que le mejoré la espalda”, dijo ella después de uno de sus encuentros; la lesión en la espalda la sufrió en la guerra); todas ellas, más otras becarias, se las presentó Sinatra. Sus biógrafos mencionan unos cuantos nombres: Judith Campbell, y Mary Meyer, quien lo inició, se dice, en el gusto por la canabis, cuando se encontraban en la Casa Blanca, y jugaban con la posibilidad de estar en onda cuando debiera decidir si apretar el botón que desatara la Tercera Guerra Mundial.

La más duradera de esas relaciones fue con Marilyn; sus admiradores no sabemos qué hacer cuando recrean aquella versión cachonda de “Happy Birthday, Mr. President”, vestida de manera poco adecuada para la Casa Blanca, y derritiéndose mientras la desentonaba (le puso más calidez que a “I wanna be love by you”, lo que ya es decir). Pero se dice que fue más obstinada que Monica Lewinsky con Clinton; que John, que sabía que le provocaría problemas, le pidió a su hermano Robert le hiciera el quite, y que éste le entró con ganas, perdonando la expresión. Y que después tampoco sabía cómo quitársela de encima, o de abajo, perdonando la expresión. Ya Norman Mailer, en Marilyn, habla del famoso helicóptero que aterrizó y horas después despegó del jardín de MM, horas antes de que la descubrieran muerta, según algunos por propia mano, y otros que con ayuda externa. La Casa Blanca, que protege el prestigio de sus ocupantes y ex ocupantes, no ha podido desmentir categóricamente esos rumores ni menos las afirmaciones (como tampoco los que se refieren a la salud de Nixon o de Reagan). Fontanarrosa, en uno de sus cartones sobre Boogie el Aceitoso, alguna vez insinuó que el asunto no terminó con la muerte de MM, sino con la de Lee Harvey Oswald y la de Jack Ruby, delante de las cámaras de televisión. La cuestión es que dicen que MM ya había perdido las proporciones y la mesura.
                John F. Kennedy tuvo ejemplos a seguir, aunque fueran malos: su padre se encaprichó con una de las actrices más bellas, populares y adineradas de su época, Gloria Swanson, a la que engatusó ofreciéndole su asociación para producir películas, y aunque su romance fue intenso y productivo para ambos, al terminar ella había perdido cerca de un millón de dólares de la época, aunque tuvo regalos que con el tiempo llegaron a compensarla de su descalabro económico, y del moral, porque al marido, para que no estorbara, lo mandaron a dirigir empresas no muy productivas pero que lo mantenían entretenido, y luego se lo regresaron. Tales excesos los toleró Rose Kennedy porque dicen que el clan es firme, no llora ni hace dramas, aunque se sabe que una vez Jackie le dijo a Jack, un día que se encontró unas tarzaneras en la recámara presidencial: “Tú sabrás de quién son. No son de mi talla”.

En una de las mejores biografía del clan Kennedy (Los Kennedy, Peter Collier y David Horowitz, Tusquets, 1985) no se mencionan las andanzas de Jack antes de que fuera famoso, pero Elisabeth van Hortenau hace unos pocos años dijo que sí, que le constaban. En la página que la Wikipedia dedica a Isabel del Puerto, y donde está su filmografía dudosa, habla de tres matrimonios y tres hijos; el primero de sus matrimonios fue con un puertorriqueño que le dio su nombre artístico, y con quien vivió de 1940 a 1947; el segundo con Héctor Mendoza Orozco, su esposo de 1950 a 1956, y de quien se divorció, igual que del primero, y el tercero, Joe Oldhman Lanett, quien falleció luego de tres años de matrimonio. Esa página menciona dos hijos, Joe Charles y Katherina. Se habla de otro hijo, nacido en 1945, Antonio Miguel Bohler; el Bolher es de parte de la abuela materna, que fue quien lo crió.
                Al parecer, John F. Kennedy e Isabel del Puerto (conocida ahora como Lisa Lanett en las páginas de internet donde se menciona el idilio) se encontraron varias veces, y pasaron algunos fines de semana, a ratos en Monterrey, a ratos en Cuba; fruto de esos pasajes nació Antonio; después de muchos años ella afirma que cuando le informó a Kennedy del embarazo él le ofreció matrimonio; no se efectuó, y el niño no llevó nunca su apellido, pero Kennedy cumplió pagando sus estudios y sus gustos.
                “El hijo oculto de Kennedy”, le llaman en algunas páginas francesas de internet; en algunas páginas estadounidenses insisten en el origen de Antonio Miguel, ahora de 64 años, retirado de los negocios, padre de dos hijas. En los árboles genealógicos es notorio el parecido de Antonio Miguel con sus dos medio hermanos, aunque sus rasgos sea más finos. Su tío Ted guarda un silencio culpable.
                En meses recientes se ha hablado de un posible embarazo de Marilyn, y que sindudamente fue causa de discusiones y desavenencias, y de lo mal que se llevaron al final. Si eso es cierto, habría que decir que el romance con Marilyn duró más tiempo, pero que Isabel del Puerto sí tuvo al hijo de Kennedy. ¿Lo supo la familia de él, intentaron que no lo tuviera, la convencieron de que guardara silencio? ¿Lo supieron sus compañeros en el cine mexicano?

¿Cómo pude confundir a Karen Black con Karen Allen? Ni de espaldas se parecen.

domingo, 9 de junio de 2013

Prisionero del ritmo del mar

Manuel Michel dice que Marilyn Monroe demostró que se podía desmentir el mito de que una actriz no debe dar la espalda a la cámara; no fue MM la primera en desafiar esa regla no escrita, aunque es de las más célebres. En algunas obras de teatro, o zarzuelas, o comedias ligeras, varias actrices bien dotadas hicieron números que, sin ser acrobáticos ni talentosos, hacían vibrar al auditorio: consistían en (La corte del faraón) empujar, de espaldas al público, una carriola; otro número célebre presentaba a una mujer que no hacía otra cosa que, de rodillas, trapear el piso. Uno puede entender el estremecimiento de Ignacio Manuel Altamirano, no tan seriecito, cuando contemplaba el entonces novedoso acto del más famoso fragmento de Orfeo en los infiernos, en que un grupo de bailarinas, simulando un incendio, levantan las piernas de manera acrobática, o mejor, cuando simulando una carrera, levantaban, dando la espalda al público, sus faldas de amplio vuelo y mostraban unos inusuales pantaloncitos con encajes y holanes. “Pantorrilludas”, las llamaba, sin que el adjetivo fuera despectivo.
                El refrán de que hay mayor impulso en los pechos que fuerza en la tracción de una carreta tirada por bueyes es más certero en el caso de España y desde luego en Estados Unidos, porque en México sentimos más atracción por la zona del aguayón, característica destacada por Carlos Fuentes en La región más transparente, y en otras de sus obras. Es memorable también aquel cuento de Cristina Pacheco que relata cómo una mujer recupera la pasión perdida de su matrimonio gracias a unas pantaletas que resaltan, y crean ilusión, de unos glúteos redondos y firmes, y hasta presta la prenda para beneficiar a una amiga. Pero no abundan escenas semejantes en nuestra literatura, parece que los escritores son más timoratos, o incapaces de describir esa porción femenina sin caer en  descripciones vulgares, ni tampoco hay originalidad. Vargas Llosa es inofensivo o simplemente descriptivo, y observa más esa parte en las adolescentes que en las maduras; Julio Cortázar prefiere la sutileza de las piernas; en una ocasión resalta el trasero de una tía del narrador de uno de sus relatos brevísimos, pero desdeña o ridiculiza los adjetivos y las metáforas, y prefiere apodar a ese personaje como “la culona”. García Márquez es más gracioso, pero se frena antes de que lo acusen de pervertido.
Nuestro cine ha sido más imaginativo y audaz: a sus cualidades histriónicas y su gracia para lo popular, hay que añadir que las escenas más llamativas que protagonizó María Victoria fueron en Los paquetes (las petacas) de Paquita, cuando conducía una bicicleta, y enloquecía tanto a los proletarios (un tendero, un lechero, un policía, un chofer, un mecánico) como a los ricos (su patrón, el socio cubano de éste) de la película, y desde luego al público masculino que acudía al Margo a verla más que a escucharla.
                Aunque ya lo he señalado, no está por demás recordar que en Los hijos de María Morales, cuando el personaje de Infante conoce al que encarna Irma Dorantes, le mira el trasero para dar su visto bueno, y con doble sentido dice que la comida y ella, están buenas. El más elitista Jorge Negrete también da su aprobación, con un gesto afirmativo, al admirar el trasero de una extra, a la que intenta embriagar en Dos tipos de cuidado; cuando Carmelita González le cae de sorpresa en la kermesse Negrete le encarga a Infante que le cuide a la extra; infante acepta después de observarla con deleite, aunque otra lo está esperando; Negrete le advierte: mucho cuidado, porque capta la intención de “Pedro Malo”.
                En Dos crímenes, José Carlos Ruiz pone en alerta a Damián Alcázar sobre la conducta de su sobrina Dolores Heredia: te está pasando las nalgas por las narices; en efecto, cada vez que está cerca se empina para que las admire, sin que él pueda hacer nada, pues siempre están acompañados. Sólo lo provoca.
                Germán Valdés se detiene, sin importar la situación en la que se encuentre su personaje, a admirar el trasero de prácticamente todas sus alternantes, sean coestrellas, bailarinas o extras; repito el gesto que hace, con la expresión y con las manos, cuando habla de la inmensidad del ancho mar, mirando el trasero de una de las bailarinas en El mariachi desconocido, y está a punto de estropear el asalto a una casa, en silencio que parodia la muy larga escena de Rififí, por admirar el trasero de Sonia Furió que baja por la cuerda, vistiendo falda corta, en Rififí entre las mujeres.
                Lilia Prado, de la que se dijo que tenía las mismas medidas que una miss Universo, pero con 20 centímetros menos de estatura, no disimuló el atractivo de sus caderas; ni el sutil Buñuel, que afirmaba que el erotismo estaba en la ropa y no sin ella, pudo resistir la tentación de mostrar muslos y caderas de Prado en dos cintas excitantes por ella, Subida al cielo, y más aún en La ilusión viaja en tranvía, donde hasta su hermano Fernando Soto se queda extasiado al ver su trasero en una falda entalladísima. Pero más admirables son las caderas de Prado en la escena inicial de Isla de lobos, donde el por lo regular ecuánime Roberto Gavaldón la pone, sollozando boca abajo, sobre una cama amplia; los sollozos provocan que el trasero se mueva con un ritmo que resta importancia al resto de la trama; también hay que recordar que esas caderas están a punto de romper la amistad entre Infante y Antonio Badú, cuando el primero la admira bailando rumba en un cabaret, donde se mueve con tanta enjundia que recibe el sobrenombre de “La Gela” (la gelatina, apodo que también recibió María Antonieta Pons, aunque más por lo poco firme que por lo rítmico de sus bailes).
                Con la misma incitación al incesto, Isaura Espinoza aparece muy desnuda, mostrando glúteos muy firmes, y deja inmóvil y boquiaberto, paralizado (literalmente), al novio Eulalio González; lo pecaminoso es que su propio padre Eleazar García está a punto de caer en tentación y acariciar, o estrujar, o vapulear esas nalgas en una escena larguísima y con muchas tomas y muy variadas. Es tan larga la escena como la de Buscando a Mr. Goldbarg, en donde Diane Keaton está desnuda, en la cama, recostada de lado, y Richard Gere pone sus mejillas encima de sus nalgas: mira, cachete con cachete, dice; muchos insinúan que se tratan de las de una doble.
                El trasero desnudo de Ofelia Medina hace que el espectador se desentienda del drama que vive su personaje, de prostituta barata pero ética, y al final, sus nalgas vestidas se mueven con ritmo para hacer olvidar el drama del novio muerto por la descomprensión en el fondo del mar, en Paraíso.
Esa escena de Medina subiendo unas largas escaleras moviendo las nalgas la recordé (aunque no la tenía muy olvidada) con el nuevo comercial de un perfume en el que Julia Roberts está vestida de blanco mientras todas las demás mujeres que aparecen andan de negro; para llamar la atención de los hombres se limita a subir unas escaleras; su vestido, muy entallado, se concentra en sus caderas, muy célebres; no hay hombre que deje de mirarla, aunque uno no se explica por qué ese bamboleo promueve un perfume.
                En Bones, un programa donde las protagonistas son bellas, pero sobre todo inteligentes, recurren, aunque con más elegancia, a mostrar que lo cortés no quita lo caliente (frase usada por Juan Marsé), y ponen, sin que venga al caso, a la muy guapa Tamara Taylor a ver, de pie, de espaldas a la cámara, la pantalla gigantesca de una computadora; flexionada la pierna derecha, el contorno de los glúteos hace recordar que no por ser inteligente el personaje, es menos femenina y reclama su derecho a ser admirada.
                Hay otro comercial que, si uno lo piensa, tiene mucho de perverso, no porque sea malo, digamos, admirar el trasero de Ana Serradilla, bastante reproducido en páginas de internet; es perverso porque Serradilla interpretó, en una cinta dizque de denuncia de la explotación sexual en la televisión, a un personaje, "Dianita la de las vueltecitas", cuya fama (en la cinta) se debe a que da vueltas para que los espectadores se deleiten al observar sus caderas; y en el comercial se da esas mismas vueltecitas; no se sabe si es un cereal, o qué, lo que promueve.
                Salma Hayek ha tratado de probar que es actriz, pero aun en sus mejores películas llaman más la atención sus dotes naturales que las de actriz (hasta Penélope Cruz ha caído en la tentación de probar que la carne es más dura que débil, igual que Chelelo con Isaura Espinoza y, como un arzobispo mexicano célebre por varios  motivos, entre ellos su humor, y la fotografía indiscreta que lo mostraba en un acto que afirma que no hay quien se libre del pecado de la carne). En Wild Wild West Kelvin Kline y Will Smith se solazan observando que su camisa desabrochada por detrás deja a la vista el “butt ckack”, o sea la rayita, y el prinjcipio de unos glúteos harto duros, durante varios segundos, haciéndose la inocente. Esa misma parte de Lori Singer la observa, pasmado, Tom Hanks en El hombre del zapato rojo. Singer, que se hizo famosa en Fama, aparece desnuda en casi todas las cintas que ha filmado, incluidos  varios desnudos frontales, pero ninguno es tan excitante como esa pequeña rayita aquí, y que no pierde el glamur ni siquiera en las situaciones más cómicas.

Hay diferencias entre Singer y Hayek; la mexicana mide 1.57 y Singer 1.79 (¿para qué?). Dos de las actrices más famosas por su trasero descomunal son Eva Mendez y Jennifer Lopez, apenas más altas que Salma, lo cual favorece el volumen de su nalgatorio, además de que, como no son muy competentes en lo histriónico, recurren a mostrarse generosas con su exhibición, para que no nos fijemos en sus defectos; en una de sus últimas cintas, Parker, Lopez debe desnudarse para que vean que no trae armas; la cámara se detiene en sus nalgas, donde no podría esconder nada, aunque si lo ocultara, no lo advertirían. En días pasados públicos timoratos reclaman a Lopez que use un vestuario que resalta forma y volumen de sus nalgas; pero si no lo usa, se darán cuenta de lo mal que canta.
                Mendez, en otra cinta de la que nunca me enteré de su título, es llevada dentro de la cajuela de un auto, y cuando lo abren, lo primero que se ve es su amplio trasero, que parece demasiado grande pero no deforme.
                Pudiera parecer que, en el cine, la exhibición de traseros es similar a la muestra de pantaletas; hay sus diferencias, cada una con sus atractivos especiales; en Los cazadores del arca perdida Karen Black enseña calzones blancos, fugazmente, en dos escenas: cuando recoge, en cuclillas, unas armas para Indiana Jones; la otra es cuando la descuelgan al foso donde Jones está atrapado, asustado por las serpientes; tanto, que no se fija en Black, aunque sí lo disfruta el público; Black muestra el trasero desnudo, en movimiento, varios segundos, en Animal House, más para deleite del espectador que de los demás protagonistas.
                Otras diferencias: en Jasón y los argonautas, también durante pocos segundos, se ven fugazmente las entonces inexistentes pantaletas de Jane Seymour; siempre se muestra elegante y refinada, incluso reputada como pintora; aun así, ha sido víctima de las cacerías de los paparazzi, y la han sorprendido al bajar de un automóvil (que es a lo que se dedican, profanando el honor de la realeza, pues la nueva princesa inglesa –así como su hermana pizpireta– son tan descuidadas como las actrices de Hollywood, aunque no tanto como las de Bollywood, que no sólo son más bellas, también más atrevidas pues no gustan de hacer publicidad a marcas de tarzaneras. Pero regresando a Seymour, gran parte de Lassiter la pasa en cama, y en una de esas escenas está boca abajo, desnuda, mostrando el trasero; en tanto, Tom Selleck, más en el papel de Magnum que en el de Pete Malloy, debe aplicarle un masaje en la espalda, pero no resiste la tentación de hacerlo más abajo, y hasta simula que le da un beso atrevido.
                En una cinta divertida y semisubversiva (El primer robo a un tren), Leslie-Ann Down se queda en pantaletas y muestra un trasero amplio y atractivo, de espaldas al público aunque con un anacrnismo casi inadvertido; la trama sucede en 1885, cuando no existían esas prendas.
También hubo diferencias entre las muchas escenas en que Brigitte Bardot aparecía en bikini, para darle popularidad a esa prenda, que en El amor es mi oficio, donde aparece tapada con una sábana, pero atrás de ella se refleja en un espejo su trasero, en todo su esplendor.
El cine italiano también se detuvo en los glúteos de algunas actrices; en Matrimonio a la italiana, Marcello Mastroiani descubre a la antes tímida y ahora desenvuelta Sophia Loren, en un autobús; la convence de que se quede, y se baja del camión por la ventanilla, armando un  alboroto por lo prominente de su trasero, y en Un día especial debe cambiarse de ropa constantemente, y en una de ésas muestra las pantaletas muy bien llenas.
En las nuevas series policiales de la televisión estadounidense ya es común ver más la espalda de las actrices que observarlas de frente, y hacen caso omiso de las recomendaciones de tratar a las mujeres más por su talento que por su físico, y que tantas actrices y modelos se presten a ello, con un muy evidente orgullo por la admiración que provocan. Pero hay que tener cuidado: la misma Lopez, la misma Mendez, así como las hermanas Kardasian (que no ocultan su oficio, más bien lo muestran en público) usan prendas que, si se les observa, son antiestéticas: unas fajas que detienen lo que la edad tiende a expandir.
                Aunque desde diferentes perspectivas, los críticos del cine mexicano valoraban algunas de las cintas de Carlos Enrique Taboada, por su buen manejo del misterio y lo sobrenatural; en Hasta el viento tiene miedo, y en Más negro que la noche, descuidando la trama, tiene escenas en las que enfoca la cámara más hacia los traseros de sus actrices (bien dotadas: buen gusto sí que tenía) que en los detalles terroríficos.

Y a propósito del respeto con que hay que tratar a quienes disienten de las mayorías, ¿serán castigados los que califiquen de manera explícitamente peyorativa a los nacidos en México, de sexo evidentemente masculino, y les espeten “macho mexicano”, más con enojo que con descripción?
                Y hablando de quienes nos quieren gobernar, y les seguimos, les seguimos la corriente, ¿van a obligar a los restauranteros a que quiten las azucareras de sus mesas, porque el azúcar engorda y produce malos hábitos además de caries? Capaces son de decir que producen diabetes.

Al terminar la temporada 2012, el short stop de los Dodgers, Hanley Ramírez, sufrió una lesión que lo mantuvo inactivo la pretemporada, y regresó apenas hace poco al line-up, pero en su cuarto partido tuvo una nueva lesión que lo mandó a la lista de lesionados por 15 días; lo asombroso es que los cronistas, que repitieron la jugada en que se lastimó el tendón de la corva, no se fijaran que Ramírez, al dar la vuelta al cuadro, pisó la segunda base con el pie derecho; cualquiera que juegue o haya jugado beisbol sabe que al caer en ese error, se va a lesionar; o cuando menos se va a caer antes de llegar a la siguiente base.
                Pero son demasiados los que se lesionan; tienen cerca de 15 centímetros más de estatura que sus antecesores en las Ligas Mayores, pero los cuidan como a nenitas (frase de “el doctor”); apenas pasan de los 100 o 110 lanzamientos, y los mandan a descansar. Cuando no ganaban tan bien, cuando tenían que agarrar chamba después de la serie mundial (vendiendo seguros, casi todos), aguantaban partidos de 15 entradas, o lanzaban dos juegos completos en un solo día, o relevaban tres días seguidos. En una temporada reciente algunos jugadores fueron colocados en las listas de lesionados por estornudar tan fuerte que se lesionaron la espalda, porque se pegaron con la puerta del autobús, o cargando un bebé.

En el blog anterior dediqué muchas flores a Carlos Fuentes: ahora vienen las macetas: desconocía el paisaje mexicano, nunca suceden sus tramas en el Metro o en sus alrededores, y a veces se le pierde algún personaje; algunos de sus cuentos están colocados en un sitio y una fecha tan determinada que el lector no puede colocarlos en otra época. Su peor defecto: como lector de literatura mexicana fue poco riguroso: fuera de su esplendorosa interpretación de la poesía de Octavio Paz, de su examen minucioso de la poesía mexicana hasta los años ochenta, y de su aguda percepción de la literatura juvenil de los años sesenta y setenta, parece haber leído sólo fragmentos, y en ellos había más buena fe que crítica. Si quienes recibieron sus elogios se dieran cuenta de lo mala, de lo superficial de su lectura, se pondrían a llorar, pero no de la emoción, sino del desengaño.

En 1883 los fanáticos de las Ligas Mayores recibían el apodo de “kranks”; el más famoso de ellos, un hombre llamado Arthur Dixley, era apodado “Hi Hi Dixley” porque cuando bateaban los de su equipo favorito, los animaba gritándole “Hi, Hi”. El dueño de los Cafés de San Luis (por causalidad tengo su nombre: Chris Von Der Ahe), llamó “fanáticos” a los seguidores de su equipo; pero fanático tiene una connotación peyorativa; en el DRAE lo menos fuerte que se les dice es que alguien está entusiasmado ciegamente por algo, y sus opiniones están sustentadas por la pasión y no por el raciocinio. El manager Ted Sullivan de los Cafés acuñó uno menos agresivo: fan; pero los fans nada tienen de pacíficos, aunque sea menor su furia que la del fanático. Por ello prefiero “forofo” (al margen, una historia conocida: el partidario más entusiasta de un equipo argentino tomo su nombre de Wikipedia; Manuel Reyes era quien inflaba los balones en el estadio donde jugaba el Boca Juniors, y se desbocaba con gritos entusiastas animando a su equipo; el público lo llamaba “el hincha”; cuando el entusiasmo se desbordaba, las tribunas, o quienes las ocupaban, fueron bautizadas con el nombre generalizado de “hinchas”, al principio sólo del Boca Junior; después, de cualquiera. Una deformación similar a la del señor Patiño que servía de comparsa al payaso estrella del circo de los Hermanos Bells; el nombre se generalizó para Marcelo Chávez, Viruta, Schillinsky, Susana Cabrera, Nacho Contla, “patiños” de Germán Valdés, Gaspar Henaine, y de Pompín Iglesias los dos últimos). Prefiero forofo, aunque ya fui amenazado si sigo usando el término.

El recuerdo de una anécdota contada por varios asistentes: cuando la Secretaría del Trabajo reconoció al Sindicato de Actores Independientes, el líder de la asociación, y quien había peleado como pocos por la dignidad de los actores, pidió silencio a la asamblea, jubilosa por el triunfo (que finalmente se perdió, aunque hayan ganado), que festejaba con grandes vivas: Silencio, decía en voz alta; silencio, gritaba; sólo se hizo el silencio cuando exclamó: lo he dicho en todos los tonos posibles: pero al silencio siguió una carcajada general y más estruendosa.


Intuyo que en Mil estudiantes y una muchacha (1941), como Marina Tamayo vive en una casa enfrente de la Universidad (bueno, de la Escuela de Derecho), cantan “Ana”, una canción de Alberto Domínguez que no está ni en Wikipedia ni en el exhaustivo cancionero que preparó Ramón Córdoba, pero que la escuché muchas veces en mi infancia. Encontré el DVD y, en efecto, la cantan estudiantes tan inverosímiles como Emilio Tuero, Julián Soler, Enrique Herrera y Manolo Fábregas, en una versión sin la picardía de la pieza original, en que un sacerdote le recrimina a Ana que pase toda la facultad por su ventana, y Ana contesta que no tiene la culpa de que la ventana esté tan baja: “pase usted y lo verá”. Lo importante es que, de manera imprevista, se exclama la frase: “Ahora lo comprendo todo”; esa misma frase la pronuncia, muy encanijado, David Silva en Campeón sin corona; más asombroso aún: la dice Darya Aleksandrovna en Anna Karenina (pág. 386, Alianza Editorial, traducción de Juan López- Morillas). ¿Quién será el forofo del cine mexicano: Tolstoi o López Morillas?

(La fotografía de Loren, y su comentario gráfico, están tomados de Vampiresas, Paul Flora, Hispano American Book Store, 1960, obsequio de mi muy recordado Edmundo Gabilondo; los fanáticos del cine mexicano, si lo son, saben quién fue.)