jueves, 30 de diciembre de 2010

Diccionario de ¿mexicanismos?

El 9 de enero de 2009 comenté, en este blog, la edición conmemorativa de La región más transparente, de Carlos Fuentes, hecha por la Real Academia Española, donde dije que ésta “añade un glosario inexacto para los mexicanos, y engañoso para los extranjeros, que si le hacen caso tendrán una imagen nuestra como la que divulgó el cine estadounidense, la del indio flojo recostado en una pared, o la divulgada por el cine mexicano, la del charro arrogante y sentimental, pero noble; según ellos […]rebozo es un ‘chal, mantilla o pañoleta que la mujer de clase media y pobre (sic) suele llevar echada sobre los hombros o cubriéndole la cabeza’; el suéter ‘un jersey (sic), prenda de vestir cerrada y con mangas que cubre el tronco’, y un ‘hijo de su pelona’ es un eufemismo por ‘hijo de la gran chingada’ Más ejemplos importantes de errores de interpretación: aguayón en México es nalga, no pechos; más guango que el aire a Juárez no es ‘venir muy grande’, sino algo inofensivo; apurarse es darse prisa, no estar preocupado; atarantado es atontado, no ‘impulsivo’ […]; una bodorria no es un matrimonio desigual, es una expresión de los barrios populares; un café de chinos, nos dice, es un lugar modesto en que se sirve café, alimentos y otras bebidas (¿o sea que los alimentos son bebidas?); los calzones no son sólo prendas interior femenina (tendrían que recordar que el calzón sobre todo es prenda masculina, la calza corta); cantón no es vecindario ni barrio, en la literatura árabe es un palacio lujoso que por choteo se le llama así a los hogares humildes; chinaco es ranchero, y eran los guerrilleros contra los invasores franceses, no persona de bajo estrato social y cultural; ‘ah qué la chingada’ (en el libro, que sin acento) no es exclamación enfática de afirmación, antes al contrario; chingón es el que alcanza sus metas o se impone, pero no necesariamente utilizando métodos poco ortodoxos, más bien es alguien superior a sus oponentes; codear, aparte de la acepción, es tratarse como igual con los ‘grandes’; a todo dar no es ‘al máximo posible’, más bien expresa que algo o alguien está muy bien; dejado no es abandonado, sino que lo mangonean; desbandar no es abandonar, sino correr en desbandada, sin unión; fajar es un acto propiciatorio para una relación sexual, no siempre consumada; gacho no es decaído, sino feo, lo contrario de ‘chicho’; gaucho veloz no es una persona muy rápida, lista y hábil, sino el protagonista de un chiste popular en esos años, de contenido sexual, y que es utilizado también por Ismael Rodríguez en voz de Amelia Wihelmi al referirse al marido chambista de la portera del edificio donde viven Pedro Chávez y Luis Macías en ¿Qué te ha dado esa mujer?; […] hacerse tarugo no es volverse tonto sino hacerse el disimulado, el que dice desconocer una situación peliaguda.”
Tal glosario fue dirigido y elaborado por la académica mexicana Concepción Company Company, con la colaboración de Georgina Barraza Carbajal, y participó un equipo del Instituto de Lexicografía de la Real Academia Española, coordinado por Carlos Domínguez, y del que formaban parte Abraham Madroñal, Laura Fernández-Salinero, Ángel Jiménez y José Vicente Salcido. Company Company y Barraza Carbajal son, respectivamente, la directora y la coordinadora técnica del muy codiciado Diccionario de Mexicanismos, de la Academia Mexicana de la Lengua, y publicado por Siglo XXI Editores, bajo el cuidado de Gabriela Parada Valdés; según las fuentes, estuvieron trabajando en él hasta julio del año que termina, y se imprimió con tanta velocidad que se agotaron los ejemplares que llegaron a la Feria de Guadalajara, menos de 600, que fueron los que oficialmente se vendieron de Puedo explicarlo todo, de Xavier Velasco; el chiste es que para mediados de la FIL ya estaban agotados aunque su costo era de 600 pesos; no se encontraba en librerías todavía a mediados de diciembre, aunque había 101 ejemplares en la librería Mauricio Achar, y ninguno en las demás sucursales de la Gandhi (que por cierto no se ha enterado de la Ley del Precio Único; de los 600 pesos los rebajan a 450; no es que me queje del descuento, pero ¿le darán el mismo trato a otras librerías?). Los pocos dueños de librerías que sí leen pedían aunque fuera un ejemplar, no para los clientes impacientes, si no para ellos mismos.
Hay muchas cosas que comentar del Diccionario; comencemos por las notas que resalté del Glosario de La región más transparente; el rebozo ya no es para las clases media y pobre, ni es un chal; ahora es una prenda de vestir, sigue cubriendo la espalda, además del pecho y la cabeza, y sirve para cargar a un niño pequeño; cubrirá la cabeza de María Candelaria, o de las adelitas que van tras de su Juan, pero no necesariamente en todas las de la clase media, y no todas cargan niños; también lo usan las de los ballets folclóricos; aguayón ya no es pecho, sino el “conjunto de los dos glúteos”, o sea lo que en el Diccionario de la Real Academia se define como nalgatorio; atarantado ya no es impulsivo sino mareado; bodorrio ya no es discriminatorio; un café de chinos ya no sirve otros alimentos sino que se le califica de modesto (aunque no dice que es de chinos, que lo atienden chinos, y que preparan unos bizcochos –no, mejor una repostería, vaya siendo-- chinos); el suéter cubre más, pero sigue siendo un jersey (sic); los calzones ya no son prendas sólo femeninas, pero el ejemplo que ponen se refiere a las mujeres (“siéntate bien, niña”); cantón ya no es barrio o vecindario, sino casa, barrio o región “donde alguien vive”; chinaco sigue siendo un conjunto de pobres (“pelados”, o sea “persona de bajo estrato social”; hasta la cuarta acepción aciertan: “grosero, descortés o falto de educación”), pero también una persona que tiene un trato propio de los liberales del siglo XIX (eso merecería una explicación más amplia, y no dudo que divertida además de anacrónica); chingón ya no es un transa; codear ya no es un gesto de complicidad, pero tampoco es tratar como iguales a los chingones, que es como se usa en México; dejado ya es mangoneado, pero no ha dejado de ser un abandonado (por ser muy probe, y por tener la desgracia de ser casado); (no registran “desbandada”); fajar ya es clinch, caldo, como acto propiciatorio; ninguna de las acepciones de gaucho veloz corresponde al chiste que fue famoso casi dos décadas hace casi cuatro décadas; hacerse tarugo ya es sinónimo de hacerse pendejo, o sea disimular.
Hay que reconocer que quienes elaboraron el Diccionario corrigieron muchas de sus fallas (no como otros que conocí y que sigo conociendo), pero contiene muchas definiciones inexactas; por ejemplo, aguayón sí es nalgatorio, pero no como lo usan en el DM (como ellos mismos se nombran); en las referencias citan La familia Burrón, muy posiblemente las recopilaciones caóticas y desordenadas que ha publicado Porrúa, y no la historieta original; allí se hubieran enterado de que la expresión común es “la zona del aguayón” (o las tepacuanas —que sí incluyen—, las tambochas —que ignoraron— o la zona de las inyecciones”) las frases que ponen son p. u. (poco usadas); creo que una de las grandes fallas del DM es que carece de fuentes confiables; si algo, además de la investigación exhaustiva del Diccionario Secreto de Camilo José Cela, es que cada frase que utiliza para ejemplificar los muchos nombres que reciben en español los genitales, sale de libros bien citados, o de un refranero conocido, algo que no viene en ninguna palabra incluida en este DM; no todas las referencias son inventadas, puede que ninguna lo sea, pero muchísimas son tan desconocidas que parecen inventadas para justificar; pero con tan mala puntería que caen incluso en incorrecciones; por ejemplo, en torta y en tepacuana (palabra que escuché por última vez en voz de Alejandra Guzmán, hará unos diez años), las definiciones conducen al menos incómodo “glúteo”, pero los ejemplos que ponen vienen en femenino, y glúteo es masculino; en tortear el ejemplo es equívoco: “Me choca subirme al metrobús porque ahí siempre te tortean”; ¿no habrá querido decirlo en primera persona, “me tortean”?, ¿se queja de que a la amiga la tortean y a ella no?; hay muchos ejemplos de una pudibundez que se justifica en cualquier persona honorable, pero no en quien se dedica a la filología o a la literatura; por ejemplo, ninguna de las acepciones de tortilla, tortillería ni sobre todo tortillera hace alusión a la homosexualidad femenina; puede parecer demasiado vulgar, pero tiene el concepto la categoría literaria que le dio Salvador Novo (“Termino pues por mi mal, / veremos a ver si puedes; / la marquesa de Paredes / quiere echarse un nixtamal”: “Redondillas a Ermilo Abreu Gómez”, Sátira, edit. Diana; Antología personal, Lecturas Mexicanas, Tercera Serie, núm. 37). No se trata de no quebrantar la actitud políticamente correcta de no referirse de manera burlona a las preferencias sexuales, porque la definición de perra es “Mujer atractiva y promiscua” (¿no es discriminación a las sosas?), pero no hay cabida a perrito, que en el lenguaje pop/obsc. se refiere a las mujeres que aprietan y distienden el sexo durante el coito, para mayor placer de su compañero; lo dice Alberto Rojas El Caballo en El Garañón 2 (“¿puedo pasar, tienes perrito?”), pero también lo usó Rocío Barrionuevo nada menos que en Sábado, suplemento de unomásuno, en su columna sobre sexo, al explicar la popularidad de una excompañera suya en la Facultad de Filosofía y Letras.
Una falla constante es que en algunas ocasiones aportan la definición normal de una alocución, seguida del uso pop., pero en muchas otras sólo se refieren al uso pop.: perjudicial, por ejemplo, no es algo que perjudica, sólo es “agente de policía del ramo penal que acata las órdenes del juez respectivo”, sin añadir que su comportamiento es de ojete (que no es traidor, sólo alguien que actúa de mala fe). Muchas de las acepciones carecen de explicación; por ejemplo, piocha, en su segunda acepción es pop/coloq, “bueno, bonito, de excelente calidad”, y complementan con la frase “esa fiesta está bien piocha”; piocha, expresión común en los años treinta a cincuenta, se refería más bien a una persona que a una fiesta, y se completaba con un ademán, que consistía en el puño cerrado bajo el mentón, con una leve agitación, como sobándose la piocha; tampoco dicen que es p. u.: “Yo recuerdo por ejemplo palabras del argot citadino de hace 20 años que ya no tienen ningún sentido. Y para precisar esto diría por ejemplo ‘piocha’, que quería decir ‘muy suave’, ‘muy bueno’ y que ahora no quiere decir nada” (entrevista con José Revueltas, Gustavo Sainz, revista Eclipse, enero de 1972). Y a propósito de suave, todas las acepciones incluidas en su entrada omiten la principal, y sólo quedan las coloq.; la siguiente entrada es suavena, pero omiten el complemento: suavena con su arroz.
Suave fue un término que popularizó en cine y radio Manolín, Manuel Palacios, cómico y cantante muy elogiado, con razón, por Emilio García Riera: fíjate qué suave era su muletilla, que se convirtió en título de una película, no incluida en la muy raquítica sección de Fuentes Filmográficas, una de ellas con Mario Moreno Cantinflas, que merecería más puesto que merece cinco entradas en el DM, aunque dos menos que en el DRAE; por desgracia, la cinta citada no es de las más representativas en cuanto al manejo del vocabulario, ni ha trascendido en el lenguaje popular como Ahí está el detalle, o el Chato, que prodigan él y Gloria Marín en El gendarme desconocido. Tampoco las otras cintas, una de la India María, dos de Mauricio Garcés, una de ellas sin incidencia en el uso de mexicanismos, y Nosotros los pobres, que se distingue por un lenguaje poco real, artificial; increíble que no citen Los Caifanes (que traslada al cine el lenguaje de La región más transparente y de otras narraciones de Carlos Fuentes), nada de Germán Valdés, elogiado por un más incluyente académico, Salvador Novo; nada de Rubén Olivares, buen boxeador, mal actor pero que maneja muy bien el lenguaje popular; nada de Gaspar Henaine, que popularizó una frase más allá de su vigencia como figura pública: me es inclusive, por me es igual, y que se sigue usando en mucho lados, y debería de estar puesto que aparecen catafixia y catafixiar, aportaciones de Javier López Chabelo, a quien no le dan el crédito por una palabra que le debe todo y que todos usan. No hay ni una cinta de Alejandro Galindo, con o sin David Silva, nada de Rogelio González, de Gilberto Martínez Solares, ni de Héctor Suárez que impuso el “no hay no hay”, que duró bastante, inclusive hoy, aunque menguado.
Es también increíble que en las Fuentes Bibliográficas haya sólo cinco novelas; la narrativa aporta mucho más que cualquier diccionario, y aquí no hay ejemplos de casi nada; está Gazapo, de Sainz, pero no La tumba ni De perfil, de José Agustín; está José Trigo de Fernando del Paso, pero nada de José Revueltas ni Vicente Leñero ni Parménides García Saldaña ni, increíble, Armando Ramírez ni muchos más que han contribuido a la fortaleza del español, se hable sólo en México o en cualquiera otra parte (Arreola y Rulfo, por ejemplo). No están Martín Luis Guzmán ni José Vasconcelos, ni Daniel Cosío Villegas, quien usaba el idioma popular con gran propiedad, agilidad y sentido del humor; no hay ningún historiador, ni ningún músico, por lo que en el cuerpo del DM no se incluye una palabra con mucha mayor vigencia que piocha: cuícuiri (pero sí pitufo y pitufa, que pertenecen más al caló de la delincuencia que al mexicanismo), pero sí pirrurris, que luego de la ausencia de Luis de Alba ya sólo la dice Andrés Manuel López Obrador. Bueno, ni siquiera citan a Chava Flores.
El DM recoge muchas expresiones de sabor popular, pero con una distancia nada saludable, lo que lleva a acometer varias situaciones curiosas; por ejemplo, pipí y pirinola, que en su expresión coloq/obsc/euf se refieren al pene, en especial al de los niños, y cabría recordar que las niñas no lo tienen (¿y para qué hablar de Freud, verdad?), y no están atentos a lo que se dice y escucha en la calle; por ejemplo, incluyen la expresión dos que tres, que ya en 1973 se había convertido en dos tres, pero que ahora se dice, con igual sabor, dos dos. A ese distanciamiento se deben algunas confusiones o definiciones erróneas; por ejemplo, canchanchán tiene una acepción mucho más difundida que la incluida: es un trabajador con más categoría que hueso o chícharo y que si tuviera un rango en la burocracia sería el de asistente (algo así como el IBM que sí incluyen), mucho más que una amante a la que no se le pone casa, aunque se le da cierta exclusividad (por cierto, tampoco incluyen tiquis miquis). También a ese elitismo se debe que rayársela esté sólo con la acepción de “mandarse”, y no con la más usual de mentarle la madre a alguien, en tono más agresivo que el cariñoso que creen los autores que se usa en México.
Algo de lo más grave es el concepto de popular que tienen los autores: “Significa una voz empleada por clases de escasa instrucción escolar”. Botellita de jerez y Botellita de vinagre (expresiones que, desde luego, no incluyen, pero igualmente se las recetamos). ¿De veras creen que Carlos Fuentes, Rubén Bonifaz Nuño, Andrés Henestrosa, Alí Chumacero, Gabriel Zaid, Gonzalo Celorio, Elías Trabulse –académicos mexicanos incluidos en la vigésima segunda edición del DRAE–, son unos mecapaleros de escasa instrucción escolar? No, desde luego, y manejan con mucho sabor el lenguaje popular; lo mismo nuevos miembros, como Felipe Garrido y Adolfo Castañón, y algunos que ya no están con nosotros pero sí sus libros, como Salvador Novo, Julio Torri, Agustín Yáñez, Antonio Acevedo Escobedo, Alfonso Reyes, también académicos. Los ejemplos de profesores, maestros, doctos, escritores buenos y regulares, políticos, investigadores, tienen como una de sus cualidades el manejo del español coloquial y popular, y no precisamente por su escasa instrucción escolar. Los autores de este DM han hecho, más que un diccionario de mexicanismos, uno de uso del español en México, pero sin acercarse ni a buenas fuentes bibliográficas, musicales, literarias, cinematográficas, televisivas, radiofónicas, periodísticas (¿cómo cabe en su definición de ojete, “traidor”, el definitivo que le dio Porfirio Remigio a sus contrincantes en un certamen de ciclismo: “Pa’ mí, Paquito [Malgesto, quien lo entrevistaba], que todos son ojetes”?); un filólogo no debe, no puede, trabajar en un cubículo (perdonando la expresión) sino en la calle; debe leer, que es lo que hizo Cela, y también Molinares y Seco, lo que hace confiables sus diccionarios.
Pero todavía no termino, me falta bastante más.

Huy, ¿cómo le harán los académicos para convencerse de que huí es monosílabo, y que al quitarle el acento no suene como huy? Un mundo sin acentos: Pablo Zulaica ha sido arrestado por poner acentos en palabras no acentuadas, en letreros de las calles del DF; pregunta sin malicia que, sin los acentos, qué quieren decir los letreros en los autos: ¿bebés a bordo o bebes a bordo? O ¿futuras mamás o futuras mamas?

¿Quién es el escritor que comenzó a leer cuando los otros escritores le preguntaron qué opinaba de sus libros?

martes, 21 de diciembre de 2010

Asombrosas coincidencias

Dicen los comentaristas deportivos, los columnistas políticos y los pronosticadores a posteriori que “el hubiera no existe”; el Diccionario de la Real Academia sitúa el “hubiera” como el copretérito del verbo haber, en el modo subjuntivo. Quién sabe de dónde habrán sacado que no existe.


En “La máscara y la transparencia”, prólogo de Octavio Paz a Cuerpos y ofrendas, antología de relatos y fragmentos de novelas de Carlos Fuentes (Alianza Editorial, 1972), se aborda uno de los puntos centrales de la obra de Fuentes: el cuerpo: “El frío, el calor, la urgencia sexual, la fatiga, las sensaciones más inmediatas y directas; y las más refinadas y complejas; las combinaciones del deseo y la imaginación, los desvaríos y alucinaciones de los sentidos, sus errores y adivinaciones. La pasión erótica es cardinal y, por lo tanto, lo es también la imaginación, su doble implacable […] Los cuerpos son jeroglíficos sensibles. Cada cuerpo es una metáfora erótica y el significado de todas estas metáforas es siempre el mismo: la muerte.” En una lectura inteligente de la obra, múltiple y variada y variable, de Carlos Fuentes, Paz (excelente lector de poesía) descubre los mundos paralelos que conviven en los diferentes planos: lo urgente de la actualidad y lo imperativo del mundo que hay detrás de los espejos, y sobre todo la compasión por los monstruos que no tienen siquiera el consuelo de la muerte. Pero también la otra muerte, la que está a la vuelta de la esquina, y a veces tras un faje de cantina, con todo y piquete de ombligo (escenas que están en casi cada escrito de Fuentes, incluidos los guiones de Un alma pura y Los Caifanes).
En Perspectivas mexicanas desde París (Corporación Editorial, 1973), James R. Forston pregunta a Fuentes que quién es más importante que él: “Octavio Paz y Juan Rulfo, to begin with. Lo reconozco plenamente… En cuanto a Paz… ¡Por Dios! Paz es un poeta, que es el rango más alto de la escritura.” En el prólogo a Los signos en rotación, la excelente antología de la prosa de Paz (Alianza Editorial, 1971), Fuentes (un extraordinario lector de poesía) hace una brillante disección de lo que era la obra de Paz hasta ese momento, con una claridad apabullante; es imposible resumir todo lo dicho, pero no puedo evitar entresacar una frase que define la poesía de Paz: “hemos sido esperados: el mundo existe para nosotros, pero el mundo nos preexiste”.
Tal vez el mejor homenaje de Fuentes a Paz está en La región más transparente, cuando uno de los personajes enfrenta la caída del mundo conocido, con El Laberinto de la Soledad bajo el brazo; en los momentos de la acción es una novedad en las librerías (Zaplana, en San Juan de Letrán, de donde parte a un café frente a Bellas Artes), pero ya es una obra definitiva; y muchas de las páginas de la novela de Fuentes parecen responder a las ideas, si no a las tesis, del libro de Paz (“ESTE LIBRO SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EL DÍA 15 DE FEBRERO DE 1950 EN LOS TALLERES DE LA EDITORIAL CVULTURA, AV. REPÚBLICA DE GUATEMALA NÚM. 96 DE LA CIUDAD DE MÉXICO, D.F.”, perdonarán la ultraprecisión, en Cuadernos Americanos). En sus páginas encuentra la explicación de la conducta de los fufurufos y de los pelados; conducta que prosigue en la mayoría de sus libros.
La más reciente novela de Fuentes, Carolina Grau, formada por ocho relatos aparentemente distintos entre sí, tanto en las tramas como en los escenarios, pero no en el lenguaje, parece el más definitivo resumen de la visión de Paz sobre la literatura de Fuentes; éste, que hizo en La Silla del Águila una novela con las teorías de Maquiavelo; que hizo a Schopenhauer en novela en La voluntad y la fortuna, hace en ésta una novela de las ideas de Wittgenstein; una novela de palabras; pero no es una novela de puras palabras y nada de acción, como muchas de las novelas más recientes de la literatura mexicana, en que los personajes (o los autores) hacen largos viajes alrededor de su ombligo; Carolina Grau está hecha a base de palabras, pero que tienen sentido, significado, vigor y sensualidad; no importa que cambie de rostro, de edad, de profesión y hasta de ideas entre uno y otro relato; no importa que transite entre tres siglos y que sea cálida y frígida, o intensa o serena; es siempre la misma porque son las palabras las que la crean; como en pocos otros libros suyos, lo que hay tras las palabras es el mundo de la irrealidad, donde el horror consiste en no tener más miedo que a lo normal. Lo normal es lo sobrenatural, o viceversa. Tal ver sólo se manifieste con tal intensidad en Cambio de piel.
Uno de los relatos del libro se llama “Salamandra”; es un cuento, o pasaje, de amor excluyente, en el que Carolina Grau se esconde de su marido, al que transforma en ese animal que se transforma constantemente. El cuento más violento, aunque no pase nada violento, del libro, tiene el título de uno de los libros de poemas centrales de Octavio Paz.
Salamandra, el primer título de la colección Las Dos Orillas, de la editorial Joaquín Mortiz, en noviembre de 1962, tardó siete años en agotar los mil ejemplares de su primera edición; la segunda, corregida, fue ya de tres mil ejemplares. En la portada interior se apuntan los nombres de los libros que lo componen: Días hábiles, Homenaje y profanaciones, Salamandra y Solo a dos voces (que después sería título de otro libro de Paz, el de sus conversaciones con Julián Ríos, el más extremista de los experimentadores de la literatura española, casi al par con Luis Martín Santos, muerto prematuramente cuando preparaba Tiempo de destrucción, su segunda novela, por desgracia trunca y completada de cualquier manera, y una prolongación en tiempo y forma de Tiempo de silencio); se apuntan también las fechas que comprenden estos poemas: 1958-1961; es curioso: la segunda edición de Libertad bajo palabra, uno de los más buscados (y agotados) libros de Paz y que es el que compila la primera etapa de su gigantesca obra, está fechada en 1935-1958; la tercera, que excluye varios poemas de la segunda, está fechada en 1935-1957, lo mismo que la cuarta y las subsecuentes, y así está fechada en Poemas (1980, Seix-Barral), y en las Obras Completas, y en las antologías que él supervisó, en especial La Centena; su siguiente poemario, Ladera Este, de 1969, tiene las fechas clave 1962-1968.
Hay una distancia respecto a Libertad bajo palabra; hay mayor experimentación, búsqueda e innovación; no es un divorcio de su poesía anterior, pero sí un nuevo camino; el erotismo es sensorial, no ligado al romanticismo, e intenta más la explosión en vez de la pasión unida al sacrificio o al desafío; es ruptura, no culminación; es personal, no social; libera al individuo social, no al político; el libro tiende a la concentración, no a la explicación del mundo; no es mejor, ni peor, es distinto; a estas alturas parece poco apreciado en el conjunto de su obra, pues visto simplemente en el plano editorial, está en medio de dos momentos culminantes de la poesía de Paz: Piedra de sol y Blanco. Si se hace caso de las fechas (a las que no hay que hacer caso) comenzó a escribirlo al tiempo que aparecía la primera edición de La región más transparente (marzo de 1958). Y sí, hay muchas coincidencias en ambos libros; no intento compararlos, el libro de Fuentes es un mural que permite ver, de una ojeada, la sociedad mexicana a mediados de siglo; para darse una idea de su importancia hay que leer las palabras de José Emilio Pacheco en la edición de la novela preparada por la Real Academia de la Lengua, precisamente las mejores páginas de esa edición insólita. Paz no hace murales, ni siquiera cuadros de caballete: dibuja mundos etéreos, los construye con palabras, pero no torrentes como hace Fuentes, sino disparos verbales con mucha puntería.
Veamos algunos versos de Salamandra, salteados, sacados del contexto de algunos poemas, simplemente para observar las similitudes entre ambos escritores, dos de los más importantes del siglo XX mexicano (Fuentes sigue en activo, y con mucho vigor, en el XXI).

“Ciudad / Gatos en celo y pánico de monos”; “En tu cama de siglos fornican los relojes / En tu cráneo de humo pelean / las edades de humo / Memoria que se desmorona”; “La ciudad se extravía por sus callejas / Se echa a dormir en los lotes baldíos”; “Lo que dice no dice / Lo que dice: ¿cómo se dice / Lo que no dice?”; “De una palabra a la otra / Lo que digo se desvanece. / Yo sé que estoy vivo / Entre dos paréntesis.”; “En la casa de enfrente se enciende una ventana / ¡Qué extraño es saberse vivo! / Caminar entre la gente / Con el secreto a voces de estar vivo / Madrugadas sin nadie en el Zócalo / Sólo nuestro delirio / Y los tranvías / Tacuba Tacubaya Xochimilco San Ángel Coyoacán / En la plaza más grande que la noche”; “Yo no escribo para matar el tiempo / Ni para revivirlo / Escribo para que me viva”; “Hoy podríamos decirnos buenas tardes / Hasta los mexicanos somos felices / Y también los extraños”; “Hoy nadie lee los periódicos / En las oficinas con las piernas entreabiertas / Las muchachas toman café y platican […] La noche acecha tras los rascacielos / Es la hora de los abrazos caníbales / Noche de largas uñas”; “No comienza la vida sin la sangre / Sin la brasa del sacrificio / No se mueve la rueda de los días / Xólotl se niega a consumirse / Se escondió en el maíz pero lo hallaron / Se escondió en el maguey pero lo hallaron / Cayó en el agua y fue el pez axólotl / El dos-seres / Y “luego lo mataron” […] Xólotl el perro guía del infierno / El que desenterró los huesos de los padres / el que coció los huesos en la olla / el que encendió la lumbre de los años”; “En todas partes el grito que ciega / La oleada negra que cubre el pensamiento / La campana furiosa de sangre en mi pecho / La imagen que ríe en lo alto de la torre / La palabra que revienta las palabras / La imagen que incendia todos los puentes / La desaparecida en mitad del abrazo / La vagabunda que asesina a los niños / La idiota la mentirosa la incestuosa / La mendiga profética / La muchacha que en mitad de la vida / Me despierta y me dice acuérdate”; “Si estoy vivo camino todavía / Por esas mismas calles empedradas / Charcos lodos de junio a septiembre / Zaguanes tapias altas huertas dormidas”; “El entierro es barroco todavía / En México / Morir es todavía / Morirse de repente en cualquier parte […] Vivo me ves y muerto no has de verme”; “Entre la vida inmortal de la vida / Y la muerte inmortal de la historia / Hoy es cualquier día / En un cuarto cualquiera / Festín de dos cuerpos a solas”; “Los vivos están vivos / Andan vuelan maduran estallan / Los muertos están vivos / El viento los agita los dispersa”; “Yo estaba vivo y fui a buscar la muerte”
Carolina Grau es un libro que debe leerse varias veces para encontrar todo lo que se esconde en él y salta y asalta; es un libro muy divertido, pero también el que hace que sus personajes nos acechen y nos muestren los recovecos de lo sobrenatural, y nos invitan a entrar en esos pasajes, atractivos y tenebrosos. Salamandra, de Paz, es un libro que debemos releer, urgentemente, para encontrar todo lo que en su tiempo pasó inadvertido.

¿Quién es el escritor que no se ha dado cuenta de que escribió una obra maestra, e insiste en contar lo que ni a él le interesa: su ombligo?

martes, 7 de diciembre de 2010

Cursilerías de la Academia

Un cartel en el Metro pide que se reconozca a los adolescentes con problemas con la comunidad; así, hasta ganas dan de ser delincuente.
En una de sus maravillosas historias de los cronopios, Julio Cortázar habla de una tía cuyas caderas prominentes podían prestarse a que la apodaran “el ánfora” o algo parecido, pero preferían decirle con toda sencillez “la culona”; esa historia hay que recordarla cuando insisten en utilizar metáforas para hablar de las características de las personas, y del cuidado que ponen en los medios de información para referirse a ellos sin herir su sensibilidad; para evitar que nos ofendamos quienes sufrimos de alguna invalidez, prefieren decir que tenemos “discapacidad”, que significa que somos incapaces; pero lo prefieren a “inválido”, que significa, en buen español, que no nos valemos por nosotros mismos; y se le aplica a quienes necesitamos lentes para ver mejor, a quienes necesitamos plantillas para evitar malas posturas o, peor, dolor en pies, rodillas y columna vertebral a causa de los muy comunes pies planos, mal agravado cuando aumentamos de peso; hay diferentes grados de invalidez, pero en el idioma todos somos iguales, aunque en el cursi lenguaje oficial tenemos "capacidades diferentes", que es una característica de toda la gente, porque cada quien tiene una habilidad, o es mejor que otros en una actividad determinada; así, en el deporte, los jardineros (outfielders) tienen capacidades diferentes que los jugadores de cuadro (infielders), e incluso se necesitan capacidades diferentes para ser jardinero central que jardinero derecho (colocación, potencia en el brazo, velocidad), y en el cuadro no es lo mismo ser primera base que short stop (claro que jugadores como Pete Rose, Stan Musial, Mickey Mantle, Jimmie Foxx, y con más modestia pero eficacia asombrosa, Juan Gabriel Castro, han mostrado que son tan buenos en una posición como en otra; hasta en el pitcheo son diferentes los relevistas que los abridores); pero insisten en llamar “personas con capacidades diferentes” a quienes recurrimos, en menor o mayor medida, a aparatos correctivos para hacer lo que hacen los demás sin necesidad de lentes, plantillas, muletas o silla de ruedas. Y eso para no hablar de los "adultos mayores" que se les asesta a los ancianos, a los que no hay que confundir con los adultos menores.
El problema es que la Real Academia, que debería normar el idioma, acepta tanto “invalidez” como “discapacidad”, aunque es más específica la primera; pero es una actitud complaciente: en la edición de 1970 del Diccionario no existía “discapacidad”, y sólo hasta las ediciones más recientes es que la incorporaron, en beneficio de quienes se sienten ofendidos; lo grave es que la califican de “cualidad”, cuando quienes tan cursimente le dicen discapacitado a alguien que sufre de una invalidez, lo hacen pensando en que no vaya a ofenderse por un defecto; incluso, para que nos ofendamos menos, nos dicen disminuidos, o sea “minusválido”, que quiere decir que vale menos quien padece una invalidez.

Estos académicos se preocupan menos de las palabras que de lo mal que pueda sentirse alguien por el uso correcto de las palabras; en sus propuestas, que ahora han disminuido por la muina que han provocado, aducen que hay que evitar la tilde en “sólo” porque se pronuncia igual que “solo”, que significan cosas diferentes, y que se diferencian con el acento y no sólo con el contexto, y que nadie va a confundirse; hasta el 17 de diciembre, que pongan a la venta su nueva ortografía, que ya dijeron que no es definitiva porque hay quien sí se preocupa de diferenciar esas palabras (y otras), no sabremos si dejará de acentuarse “aún” cuando se use como “todavía”; se pronuncian igual que el “aun” que no significa “todavía” sino “aunque”, lo que podría ser argumento para suprimirlo y así evitarle problemas a quienes los tengan para saber si se usa o no el acento; más aún: el DRAE no registra el otro uso de “aún”, como adverbio de cantidad, como en “aún más” o "más aún". Véase la palabra en la edición de 2001, que es la actual; Manuel Seco lo usa así, pero no Moliner.
El Diccionario es confuso; en los buenos periódicos, cuando se elabora un manual de estilo, se acostumbra hacerlo de una manera difícil, pese a las protestas de quienes deben aplicarlo; piden que sea sencillo, pero un manual sencillo provoca que los lectores tengan dificultad para leerlo; un manual difícil hará que los redactores, los reporteros y los correctores (incluso los editores) piensen mucho, pero los lectores no tendrán problemas para leer de manera correcta.
Ése debería ser la norma para el Diccionario de la Academia: que se piense al escribir, para que el lector no tenga que pensar mucho cuando lea, y no se quede con dudas. Parece que pensar no es prioritario, y sí en cambio “pensar en”, lo que lleva a que quienes elaboran el DRAE piensan en que habrá quienes se ofendan cuando no encuentren lo que buscan. Así, la Academia admite que los hombres que se dedican a diseñar y elaborar ropa “de vestir” (¿para qué otra cosa es la ropa, que no sea para vestir y desvestir, según sea el caso?), se les llame “modisto”; en cambio, no dice que las personas (no los animales) que se dedican profesionalmente a cuidar la dentadura, reponer artificialmente sus faltas y curar sus enfermedades (supuestamente de los demás, porque si no, todos seríamos dentistas), si es que son hombres, se les llame dentistos, ni a quienes practican un deporte, si son hombres, se les califique de deportistos, más específicamente a los que entretienen de domingo a domingo con sus habilidades futboleras (en público; de manera privada, ahora son los que gozan los favores de las modelos y actrices que antes explotaban a los industriales y a los políticos) debería llamárseles futbolistos, si hacemos caso de esa diferenciación entre modista y modisto; la modista es una persona que se dedica al diseño, mientras que el modisto es un hombre; ¿Qué los hombres no son personas?

Parece que la Academia quiere ser complaciente: con los que nos atormentamos porque nos consideren inválidos, con los hombres a los que les choca que les llamen modista, aunque ningún beisbolista se enoja porque no le dicen beisbolisto (además de que las mujeres no juegan beisbol sino softbol, deporte que también practican algunos hombres, como lo hizo tan formidablemente mi amigo Tito Florencia; ese deporte no tiene nada de soft, excepto la pelota; y ahora que me acuerdo, una tarde luego de perder 3-2 con un equipo semiprofesional, cuyos integrantes nos felicitaron –¡bien, chavos!–, ya encarrilados aceptamos jugar contra unas mujeres, quienes se apiadaron de nosotros y detuvieron la paliza de 12-1 que nos estaban dando en la segunda entrada). Modisto, dice Luis Acevedo, sólo es admisible en la película de René Cardona Jr. con Mauricio Garcés, Modisto de señoras, y eso porque el guionista se apropia de chistes de los Hermanos Marx, cosa que los críticos de cine no advirtieron.
Desde 1984 decidieron no hacer caso a quienes protestábamos por el uso de “presupuestar” que pusieron de moda los economistas, y la Academia la aceptó muy precipitadamente; sin embargo, no en la acepción de hacer un cálculo previo, supuesto, de costos y gastos de una obra determinada, o de lo que las amas de casa consideraban debían consumir de lo que les daba el marido (“gasto”), sino como “formar el cómputo de los gastos o ingresos, o de ambas cosas que resultan de un negocio público o privado, e incluir una partida en el presupuesto del Estado o de una corporación”, que nada que ver con el cálculo previo, porque además ya estaba “presuponer”, y que además tampoco tenía nada con lo que decían los economistas; decían, porque ya sólo los emisarios del pasado dicen “presupuestar”.
Muchos escritores inteligentes han protestado contra lo que la Academia ha propuesto aunque antes había dicho que era definitivo; más que protestar, han dicho que no acatarán esas propuestas; muchos además son académicos; pocas veces la Academia ha promovido tantas posturas en su contra; en realidad, su labor debería de ser como la de los árbitros, jueces y umpires: tan discreta que apenas nos diéramos cuenta de su existencia.
Entre quienes han protestado con mayor contundencia está el excelente narrador Agustín Monsreal, con quien alguna vez compartí el privilegio de ser jurado de un concurso de cuento. Me envía el siguiente mensaje:
“Pues sí (o será si), es cierto, como diría el célebre (o celebre) testarudo, que no se puede confundir revólver con revolver, pero sí (otra vez sera si), sin ofender a dicho testarudo, la pérdida de su madre con la perdida de su etcétera, frase famosa para demostrar que con los acentos no se juega, como ocurre también con mendigo y méndigo. Y tampoco es lo mismo, por ejemplo:
sólo te mueres y ya
solo te mueres y ya;
ni tampoco:
voy a tomar sólo un vaso de vino
voy a tomar solo un vaso de vino,
ni tampoco:
sólo llegó a la casa
solo llegó a la casa;
ni tampoco:
discute sólo del acento
discute solo del acento,
¿cambia o no cambia el sentido de lo que se dice? Claro que suena igual, pero no quiere decir lo mismo, y para eso en la lengua escrita existe el acento ortográfico, lo que demuestra que el acento en solo es sólo cosa de sentido común. ¿Y qué (que) queda si le quitamos el acento a académicos?, pues acade-micos.”

¿Quién es el “escritor” que en sus dedicatorias melosas jura fidelidad a sus maestros –a quienes roba algunos de sus libros, además de las ideas– y en cuanto puede los traiciona?

lunes, 29 de noviembre de 2010

Más detalles de Tin Tan; más detalles de la Real Academia

Imposible revisar todos los detalles de una obra, a menos que uno decida pasar buena parte de la vida haciendo eso; reprochar a los críticos que no hayan advertido ciertos gestos, algunos movimientos en algunos actores, es exigirles demasiado, porque observan minuciosamente muchas cintas como para detenerse en una sola, o en la obra de un solo cineasta; lo mismo puede decirse de la literatura.
Además, uno se harta de ver la misma cinta muchas veces, y hay que dejar pasar tiempo para, en una nueva exhibición, encontrar algo que antes no habíamos advertido.
Uno de los errores de la programación televisiva es que escogen a un actor (pocas veces a un director, a menos que hagan “maratones” de Buñuel) y transmiten, semana a semana, todas sus películas; uno se cansa de ver siempre las mismas cintas con Pedro Infante, y ahora pretenden hacer lo mismo con Tin Tan; pero luego de más de un año de evitar incluso sus actuaciones más afamadas, hemos podido, haciendo caso omiso del argumento, que ya lo sabemos y que muchas veces es caótico, observar lo que habíamos obviado.
En Los tres mosqueteros y medio me sigue alarmando la última escena, cuando Tin Tan besa a Rosita Arenas mientras, detrás de ellos, Marcelo Chávez, Luis Aldás y Wolf Ruvinsky se dan de besos entre sí, aunque en la mejilla; pero hay otros asuntos: cuando Artañán pretende irse a Londres a rescatar los herretes (y cada rato algún personaje de la cinta pregunta, con mucha insistencia, qué son herretes; la misma pregunta que se hace uno al leer la novela de Dumas, en donde se relata que Lord Buckingham es obsequiado con un collar de 12 herretes, pero ante la trampa del cardenal, debe regresarlos, sólo que Milady, hciendo gala de sus habilidades amatorias, le ha robado dos al inglés; por la pronunciación, uno los asocia con aretes, y en la novela hay que hacer dos en menos de una semana, para no fallarle a la reina, y los hacen con diamantes; la definición es “cabo de alambre, hojalata u otro metal, que se pone a las agujetas, cordones, cintas, para que puedan entrar fácilmente por los ojetes; los hay de adorno y se usan en los extremos de los cordones militares, de los de librea y de algunos lazos que llevan las damas”; para que no vayan a pensar mal, como dice Andrés Soler, ojete es una abertura pequeña y redonda para meter por ella un cordón o “cualquier otra cosa que afiance”; la segunda acepción es un “agujero redondo u oval con que se adornan algunos bordados” la cuarta es persona tonta, pero la Academia no incluye la expresión mexicana, y Guido Gómez de Silva la califica de voz malsonante porque se refiere a un tonto, a alguien despreciable e infame, aunque en realidad con ella calificamos a alguien que se porta mal a propósito, al que intenta pedalear las bicicletas ajenas, a programar los IPod de otros, a quien traiciona a los amigos), llega a una aduana, y el encargado, luego de expedir un salvoconducto, abre un cajón para que los viajeros se pongan a mano con lo que sea su voluntad; mientras acepta la mordida, un bolero le da grasa a las botas; antes, Tin Tan ha hecho un agujero en el piso de su habitación, encima de la de Arenas, para observarla mientras se cambia de ropa; en las cintas de Tin Tan son muy frecuentes las escenas de voyeurismo: en El rey del barrio, en Calabacitas tiernas, El Ceniciento, El sultán descalzo, El revoltoso, son muy explícitas; los mosqueteros cambian la letra de “El bodeguero”, y arruinan ese muy sabroso chachachá, pero lo rescatan unas bailarinas que se avientan un can can tan atrevido como el de ¡Ay, qué tiempos señor don Simón!; Ramón Valdés hace un papel muy importante, pero no lo aprovecharon mejor en el cine. Rafael Banquells, o sea Lord Buckingham, antes de aceptar los herretes, dice que el anillo que le ofrece Aurora Segura, la reina, es muy poca cosa, que esperaba cuando menos acciones de la cervecería.
En El vizconde de Montecristo, además de las alusiones muy explícitas a la mariguana (¡pásala, pues si no es bacha!, dice cuando le piden otros presos que “pase” a Ana Bertha Lepe), hay otra en el cabaret donde la lleva a bailar: “vámonos, aquí huele a petate”.
En El rey del barrio hay una escena en la que se descuidaron director y el editor: cuando baila Tongolele, uno de los músicos negros que la acompañan, de pronto levanta su bongó, mostrándole al director que se le rompió; sin corte ninguno, en la misma escena, segundos después, está tocando uno nuevo, como si nada (si la revisaran los de IMDb lo catalogarían como “error de continuidad”; por desgracia, no ven muchas cintas mexicanas; se divertirían mucho); ese error me lo hizo ver Ramón Córdoba.
Pero una de las cintas con más detalles es ¡Ay, amor, cómo me has puesto!, que me informa Marco Pulido se iba a llamar ¡Ay, amor, cómo me has ponido!, frase que sí pronuncia en una escena bastante divertida. No interfieren con la trama, pero agregan picardía. Para empezar, Mimí Derba, que hizo muchos melodramas desde el cine mudo (y los vivió: fue directora a la que no dejaron hacer más cintas; su vida íntima interfirió en su carrera, y fue de las que, insinuaron, que tuvo que ver con los generales carrancistas que asolaron la ciudad a finales de los años diez del siglo XX), aquí hace un papel muy divertido: cuando Tin Tan exagera sus peripecias en una de las cruces, ella y Vitola están muertas de la risa mientras Rebeca Iturbide las escucha con gesto inalterable; en un momento que pasa casi inadvertido, Vitola, que es la sirvienta, hace un gesto “igualado”: da una palmada en el hombro de Derba, quien deja de reír y la mira con gesto adusto, como volviendo a poner las distancias que separan a señora y sirvienta; cuando Tin Tan se queja de que Arturo Soto Rangel (otro especializado en melodramas) lo trata muy mal, Vitola le aconseja: “no le hagas caso, ya ves que está loco”; Derba repite la frase cuando Soto Rangel recrimina a Iturbide que le haga confianza a Tin Tan, y exclama que a esos pelados “les da uno el pie y se toman la mano”; en una escena perturbadora, cuando Tin Tan se hace invitar a una cena, alburea a Vitola con una frase que en los años cuarenta evitaban las familias bien educadas; Vitola dice que es sopa de habas y Tin Tan completa: te las tuesto en el lomo y no te las acabas, ante la incomodidad de Derba; al partir un pan muy duro, Tin Tan golpea a Derba y a Soto Rangel; a ella le provoca hemorragia nasal y a él le parte el labio. En la cena es de destacar la presencia de Manuel Sánchez Navarro, el padre de Manolo Fábregas, en una actuación especial por la que no le dieron crédito.
Como en El mariachi desconocido, hay dos enanos en escena; en El mariachi son umpires en el juego de beisbol; Tin Tan se queja de uno de ellos, y el otro le revira: no le hagas caso, así son de maloras los chaparros; en ¡Ay, amor, cómo me has puesto! están en un baile, y cuando se desata una pelea, los lanzan a uno contra otro; a uno no le dan crédito; el otro es Tun Tun, quien lleva papel semiestelar, y que se burla mucho de Tin Tan: a ti no te gustan las mujeres, le dice a cada rato; se burla mucho de él, pero en una cantina, cuando Lucrecia Muñoz y otra actriz deciden irse porque no va a regresar Tin Tan, le espetan: y tú vete a tu casa, que hay muchos robachicos; Tun Tun se sale de la cantina corriendo, y en la carrera le soba los glúteos a una de ellas, como de pasada. Cuando Tin Tan relata sus amoríos con Rebeca Iturbide, Marcelo Chávez, jefe de la panadería para la que trabajan los dos Valdés (Ramón y Germán) y Tun Tun, hace muecas sinceras de que no le cree nada. En la cinta interviene otro Valdés, Manuel, conocido como El Loco en la televisión; está en otra mesa en la cantina La guerra de Corea, y le echa los perros a una de las muchachas que están con Marcelo y Tin Tan. Van a esa cantina cuando Tin Tan exprfesa su desilusión por la boda de Iturbide: es más, me voy a la guerra de Corea, y todos lo apoyan; en esa época Estados Unidos intervenía en zaquel país (conflicto que 60 años más tarde sigue latente) y muchos mexicanos se iban, casi como mercenarios, en el ejército estadounidense.
También es lamentable que no le den crédito a Martita, una actriz muy pizpireta y muy alta, y que saca a bailar a Soto Rangel, quien a los pocos segundos baila con ella de cachetito; en otra escena, en el campo de futbol, vuelve a coquetearle (si ya nos conocíamos, ¿verdad, Manuelito?, ante la mirada feroz de Mimí Derba: ya sé por qué no querías venir, le reclama a Soto Rangel, quien escenas antes había declarado que “nunca me han gustado las grandotas”, y ante el reclamo de Derba, aclara: Tú, nada más tú. Cuado Tin Tan despierta en el hospital por la golpiza que le dieron, exclama: no vuelvo a jugar futbol, como si se quejara de una cruda.
En ese juego de futbol, supuestamente entre Panaderos y Repartidores de carne, aparte de Tin Tan, Ramón Valdés, Tun Tun y el pésimo portero Marcelo Chávez, intervienen los integrantes del equipo Marte, uno de los puntales de la Liga Mexicana de Futbol en los años cuarenta y parte de los cincuenta, que jugaba en Morelos; ante su desaparición, su popularidad la heredó el Zacatepec. Fueron extras de lujo. Tres años después de la filmación, el Marte fue campeón en la temporada 53-54; en su alineación estaba Manuel Alonso, que había sido campeón goleador; otros: Romo, Blanco, Ochoa, el Pichojos Pérez, Turcato (luego con Necaxa) y Enrique Sesma, luego con el Atlante, donde fue conocido como “El Loco”. El equipo desapareció en 1954, con tres campeonatos en su récord.
Otro error de continuidad que sólo pueden advertir los que viven o vivieron en la Industrial o en la Lindavista, entonces de moda: Tin Tan recorre las calles de la Lindavista vendiendo pan, e incluso se observa el parque Miguel Alemán, y en pocos segundos se aparece por el lago de Chapultepec.
En otra escena, al principio de la cinta, cuando Tin Tan carga a la atropellada Rebeca Iturbide, no sed preocupa de agarrarle la falda, pero cuando toca en la puerta, la tiene cargada con la falda bien puesta. Al final de la cinta, cuando se besan Iturbide y Tin Tan, parecen darse un beso de verdad, no con los labios cerrados; corre la leyenda de que Tin Tan metía le lengua en la boca a sus coestrellas, pero en todas las cintas se observa que no abren la boca, excepto en ésta. La falta de expresividad y lo falso de algunas de sus carcajadas, Iturbide las suple con una belleza muy elegante; Tin Tan casi siempre se hizo acompañar de mujeres muy bellas.

Que siempre no son definitivos los cambios en la ortografía comandada por la Real Academia, que quiénes son ellos para no reconocer la antigüedad y legitimidad de la y griega aunque insisten en que 40 millones valen más que 400 y que lo más correcto es decirle ye; que no se van a disgustar ni hacer muecas cuando digamos be alta o be grande o ve chica o ve baja, pero levantarán la ceja porque insisten en que la v es una deformación de la u y que entonces tenemos que decirle uve, y a la w doble uve, hasta que nos vayamos acostumbrando; no dicen nada acerca de los que pronunciemos b labial y v labiodental; que tampoco sancionarán con su desprecio a quienes pongamos guión y truhán aunque insisten en que son monosílabos; me encantará escuchar cómo las pronuncian como monosílabos; que todo el relajo se armó porque dieron información anticipada e incorrecta, pero que reconocen la legitimidad de los objetores (si quiere objetar, objete, reta Óscar Pulido en Una viuda sin sostén; lástima que los académicos no le entiendan) y que entonces no son tan definitivos los cambios, que en eso consistió el error, porque estaban estudiándolos y no estaban aprobados; y que la ch y la ll ya estaban suprimidas como letras independientes, que no nos asustemos. Y que la supresión de acentos en palabras diferentes se debe a que no hay diferencia fonética en ellas; pos para eso se necesitan los acentos; o qué, ¿van a quitar el acento en qué y en qué, que se pronuncian igual que que? ¿Y van a unificar cima y cima porque se pronuncian igual, o nos van a obligar a cecear (si queremos)?

¿Quién es el alto funcionario de un periódico que está feliz ante la posible jubilación de la ortografía porque así no tendrá que poner acento en su nombre, pues nunca entendió por qué lo lleva?

Y sigue El Librero en el portal de El Universal.

martes, 23 de noviembre de 2010

Estrella del deporte

Desde que estaba en la primaria era bueno para el futbol; no para jugarlo, porque los eternos capitanes de los equipos me escogían sólo por amistad, porque era más un estorbo que una ayuda; por eso recuerdo incluso la fecha en que logré despejar un balón que casualmente iba por donde yo estaba, y se descontrolaron todos; los de mi equipo, quiero decir, y dejaron que se fuera por la línea de meta sin que aprovecharan ese centro tan certero. Era bueno en la trivia, porque me sabía las alineaciones de todos los equipos, desde el Guadalajara, que entonces ganaba todos los campeonatos, hasta el Celaya y el Irapuato, que cada año amenazaban con irse a la segunda división, e incluso, con Humberto Huerta logré memorizar la alineación de la selección de la segunda división, aunque ahora sólo recuerde al Cri-Cri Fernández, que decían los maledicentes se negaba a jugar en la primera división, lo que hacía que sospecháramos que algo turbio había en el deporte; asediaba a Rosa y Guillermina, que vivían en la esquina, porque eran sobrinas de Jaime Salazar, medio del Necaxa junto al Fumanchú Reynoso, y el carnicero de la calle de Fortuna, Manuel Arellano, tenía un hermano que era extremo izquierdo, también del Necaxa, al que le decían El Cuate Arellano, porque era muy amigo del Cuate Fall, uno de los estrellas del equipo, pero al que no dejaban jugar por la envidia que le tenían, sobre todo el Pato Baeza, al que casi suspenden un año por darle un balonazo al árbitro en un juego contra Guadalajara; admirábamos a todos los porteros, titulares y suplentes, sobre todo a éstos, a los que no dejaban jugar los titulares; por ejemplo, sabíamos que el Chilaquil López era tan bueno como el Tubo Gómez, pero nunca pudo ser titular porque cuando Gómez se fue al Monterrey llegó Nacho Calderón, mejor conocido como Coladerón; pero el Chilaquil logró una hazaña inconmensurable: detuvo un penalti a Pepe, el cañonero del Santos y gran amigo de Pelé, pero con el estómago, y quedó inconsciente unos minutos.
En eso era bueno, en la trivia. Jugué, ya lo he contado muchas veces, bastante beisbol y siempre con buen nivel; aunque de manera informal empaté una marca de Ligas Mayores, de cinco ponches en un juego; algo muy curioso es que desde la primera vez que fui por mi cuenta al parque del Seguro Social, a ver el Juego de Estrellas de la Liga Mexicana en 1963, le robé las señales al catcher; no directamente, porque estaba en las butacas detrás de home, pero luego de que el pitcher aceptaba la señal, el segunda o el short se tocaban la gorra, dependiendo si el lanzamiento iba a ser curva o recta, y dependiendo también si el bateador era diestro o zurdo. Como estratega fui mejor que como jugador, pese a que conecté buenos batazos e hice buenas atrapadas, aunque no buenos tiros porque nunca tuve brazo (ya conté que uno de mis batazos más largos, que vació la casa, fue sencillo, y eso que llegué jadeando a la primera; de haber tenido velocidad hubiera sido mucho mejor bateador); pero muy temprano sabía qué le hacía daño a los bateadores, y podía pronosticar qué iban a batear, porque conocí las características de todos los bateadores de la Liga Mexicana; el problema es que nadie me descubrió ni siquiera como bat boy, mucho menos como coach, y aunque los seleccionados de la Secundaria 12 abogaron porque fuera a los intersecundarios como coach, el manager se negó a aceptarme; ahi se los hubo, porque perdieron todos los juegos.
Lo curioso es que lo que más jugué, casi tanto como el beisbol, fue el futbol americano, y mucho antes de que los Vaqueros de Dallas se hicieran populares en México, es decir, antes de que comenzaran a televisar los juegos de la NFL, uno por semana, los domingos a mediodía.
Antes antes antes mi tío Enrique me explicó los pormenores del juego; en la colonia Industrial había una especie de club que tenía tres equipos de americano: los Caras, los Caritas y los Jets, o sea la división menor; la sede extraoficial estaba en la calle de Ticomán, e incluía a vecinos de Atepoxco, Tenayo y sobre todo Zacatenco. Mi tío era de Escuela Industrial, pero recorría todas esas calles con sus amigos Jaime y Lalo los Alemanes, Toy, El Banano y su gran amiga la Piri, casi siempre en patines; entrenaban en el Parque 18 de Marzo, y quienes los coacheaban eran los hermanos Gama, uno de ellos Cornelio; famosos por ser gards de los Pumas de Liga Mayor, tenían un físico semejante tanto en corpulencia como en agilidad y rudeza al del Refrigerador Perry, famoso muchos años después aunque sólo tuvo un par de buenas temporadas.
Los Gamas era fornidos y corrían a una velocidad asombrosa de cien metros en tres minutos; pero como dice Rully Rendo, si pa’ correr no los querían; sacaba el balón el centro, y ellos se detenían un paso adelante, con los brazos extendidos, y no había manera de moverlos, por lo que la Araña González no era molestado, y Felipe de la Garma encontraba siempre un hueco que le permitía grandes avances cada jugada.
Uno de ellos, abogado con bufete en Isabel la Católica, entrenaba a los Caras; Cornelio, también abogado con bufete en Allende, entrenaba a los Caritas, donde jugaba Enrique, veloz y poderoso aunque de baja estatura; correoso y furtivo, driblaba como diablo, y corría como carterista, por miedo a que lo taclearan, según me confesó; en una ocasión atrapó un pase y corrió diez yardas para anotar, y veinte más para eludir al que lo perseguía, porque en esa época se acostumbraba que la jugada no terminaba con la tacleada sino con el remache; esa costumbre terminó con la carrera deportiva de Jorge Farías Negrete, quien ya tacleado recibió tres remaches en una rodilla, lo que lo obligó a retirarse.
Los remaches pueden verse en las películas donde Freddy Fernández, ñango él, era estrella de los Burros Blancos, al lado de jugadores como El Chivo Mercado o el Pibe Vallari, mucho más corpulentos; pero bueno, Manuel Seyde, el mejor editorialista de deportes en la historia del periodismo mexicano, definió el americano como el deporte de brutos que los brutos no pueden jugar. Al terminar cada jugada los jugadores que andan cerca se lanzan sobre el corredor tacleado, para evitar se levantara y siguiera corriendo; no importaba que los árbitros, si había, habían tocado el silbato para indicar que se había terminado la jugada.
Uno de los que jugaba con los Caritas nos entrenaba a los del equipo de menores, los Jets de Zacatenco; todos tenían como favorito al equipo del IPN, que por esas temporadas se dividió en dos, el Poli Guinda y el Poli Blanco; antes que se dividieran tenían a un jugador superestrella, Mario Yáñez Correa, quarter back, o core o mariscal de campo; también pateaba para los puntos extra o para los humillantes goles de campo que significaban una ofensiva fracasada. Y a la defensiva era safety; porque en esas épocas no había especialistas, y jugaban a la ofensiva y a la defensiva. Los equipos politécnicos eran nuestros favoritos, y más el Poli Guinda, que considerábamos el heredero del Poli porque estaba integrado por jugadores que estudiaban en el IPN original, y el Poli Blanco por jugadores de Zacatenco, y aunque Zacatenco estaba cerca de Zacatenco, preferíamos a los de Santo Tomás.
No me acuerdo quién me invitó; no teníamos, desde luego, ni equipo ni menos uniforme; pedían que las madres agarraran un pantalón viejo, lo recortaran a la altura de las rodillas, y con el resto hicieran una rodillera que debían coser al pantalón; ésa era la única protección.
Con ese equipo sólo participé en un juego, y no entré porque aún me dolían los muslos de los rudos entrenamientos a los que me habían sometido toda la semana; consideré además que no había demostrado aún velocidad para correr, fuerza para bloquear aunque me aprendí bien la maña, ni habilidad para driblar, lo que sabía hacer, pero en cámara lenta. Nunca jugué, pero sí entrené varias semanas; aprendí a eludir, a taclear, a agarrar pases de más de 15 yardas sin soltar el balón aunque me dolieran las manos; sobre todo, aprendí a intuir los movimientos del contrario; por eso en la escuela podía jugar tochito con cierta habilidad, tomando pases rápidos, lanzar pases cortos inesperados, y a eludir a los defensivos.
Sobre todo, aprendí a ver el juego, a apreciar la labor de los hombres de línea, que es lo que no se alcanza a ver en la televisión ni mucho menos en el estadio; los huecos que se abren durante dos segundos permiten avances de cuatro o cinco yardas; sobre todo, aprecio loa labor de los gards, y por eso, aunque admiré a muchos jugadores que luego fueron reconocidos por el Salón de la Fama, mi jugador preferido en todo el tiempo que llevo viendo futbol americano, luego de Mario Yáñez Correa, es Conrad Dobler.
Lo más probable es que pocos lo recuerden; fue considerado el jugador más sucio del americano, y alguna vez le reclamaron que lo hubieran castigado tres o cuatro veces en un partido: “es porque los árbitros son ineptos: cometí infracción en todas las jugadas”; menos alto y mucho menos corpulento que la mayoría de los jugadores de su posición, impedía que sus corebacks fueran presionados, mucho menos golpeados; no hace mucho le preguntaron, ya retirado, si era cierto que en una ocasión mordió la mano de un contrincante: “sí, pero no lo hubiera hecho si él no la hubiera metido en el casco”; con Cardenales fue invitado a casi todos los juegos de estrellas mientras estuvo en el equipo, y aun lo fue con Nueva Orleans, una vez en los tres años que estuvo con ellos, cuando fueron contendientes.
Muchos aseguran que el futbol americano es el deporte más rudo; falso, lo es mucho menos que el hockey y que el basquetbol; ¿cómo detener a un hombre que pesa 120 kilos? No con fuerza, sino con maña, con habilidad, con inteligencia. Dobler no era gordo ni demasiado alto y es considerado, repito, el más sucio del deporte, al retirarse fundó una galería, y después un hospital, donde ninguno de los pacientes se ha quejado de rudeza innecesaria ni mucho menos de clipping.
Y para corroborar que es un deporte donde hace más falta la sutileza que la fuerza bruta, hay que recordar que el centro de Vaqueros de Dallas en la época en que el equipo se hizo el más popular de México, John Fitzgerald, era dentista.

Esos recuerdos me vienen al ver los partidos que en esta temporada han asombrado a los verdaderos fanáticos; excepto el último, en que parece que perdieron para ver si así por fin despedían a su entrenador, Minnesota ha jugado muy bien, aunque tenga marca negativa; es el deporte de mayor equilibrio, y la diferencia entre los líderes y los sotaneros es mínima; en la jornada más reciente hubo tres o cuatro palizas, pero mucho más de la mitad de los juegos, en lo que va de la campaña, se han definido por menos de siete puntos; el domingo por la tarde hubo un juego en que había anotación en cada ofensiva, y se definió por ventaja de cuatro puntos de Nueva Inglaterra sobre Indianápolis, y eso porque a Payton Manning lo interceptaron tres veces; pero fue tan emocionante como aquel Dallas-Washington de 1975 que terminó 5-3, pero que todos los televidentes lo vieron de pie (como se leen las novelas electrizantes). Claro, este deporte se diferencia del beisbol, porque en cada jugada pasa algo; el beisbol, dice Mario Lavista, es mejor mientras menos cosas pasen; el americano es mejor mientras menos superioridad haya entre los equipos participantes; es, además, el único que impide que haya equipos que se eternicen como campeones: los sotaneros en dos o tres años pasan de ser los peores a ser los mejores. Ésa es lo que lo diferencia de otros deportes.

domingo, 14 de noviembre de 2010

El diccionario de los mexicanos


Gabriel García Márquez se dedica a molestar a la gente, y sus efectos duran mucho tiempo; uno de los más graves fue el que produjo cuando escribió contra todos los diccionarios y sólo salvó el de María Moliner; el efecto no se concretó a que mucha gente acudiera a ese diccionario, que es de uso, y en cambió atacó al de la Real Academia; la gente lo siguió fielmente sin cuestionar sus afirmaciones, sin revisar lo que decía y cuáles eran sus razones.
Tenía (o tiene) razón, pero no nomás porque sí; el de María Moliner, que además ha cambiado y en la versión que puede conseguirse ha perdido mucho de lo que dicen los expertos caracterizó la primera edición, tiene una virtud: es bastante libre y moderno; tiene un pequeño defecto: no es tan riguroso. Es un diccionario de uso, como lo indica su nombre (contra la opinión de muchos amigos sabios, creo que los diccionarios tienen nombre, no título); como diccionario de uso, orienta acerca de cómo puede usarse el español, no cómo debe usarse. En su tipo es bastante más útil que otros que sugieren, como el de Manuel Seco, mucho más reciente pero no más moderno.
Es decir, el de Moliner ayuda a los escritores, pero no a quienes no lo son.
Para saber el significado de una palabra, y su correcta ortografía hay muchos otros diccionarios; tantos, que gente como Antonio Bolívar tiene toda una habitación de dimensiones considerables llena, de pared a pared, de diccionarios de todos los tipos y especialidades; dicen que Jaime García Terrés competía con Bolívar (entre bibliómanos siempre hay competencia) por el número y la diversidad de sus diccionarios. En cuanto a los lexicográficos, también los hay por montones, y esa variedad a veces crea confusiones: alguna vez un amigo, el autor de varios diccionarios, desesperado por las constantes e inoportunas consultas que le hacía un famoso fotógrafo, le recomendó que se comprara un diccionario; ¿cuál?, le preguntó, y el muy insensato le dijo que el de la Academia; al día siguiente el fotógrafo llegó con el Diccionario Academia en la mochila; que no es que sea malo, pero es escolar.
Hay diccionarios y enciclopedias tan extravagantes que abundan los que hacen que los no especialistas hagan gestos de extrañeza cuando ven que alguien tiene más de un diccionario, y cuando comienzan a ver que hay sobre el lenguaje marítimo, el que emplean los argentinos que desean ser vistos como cultos, el que se refiere a los nombres de los genitales (y tan variados que abarca tres tomos de buen tamaño), los que intentan descifrar el lenguaje del hampa, o el de los jóvenes, o el de los marginados, o el del mexicano más corriente que común, sobre lo ofensivo de los adjetivos, sobre los anglicismos y galicismos que empobrecen o enriquecen el español; diccionarios gastronómicos, deportivos, biográficos (de revolucionarios, de políticos, de funcionarios de antes y de después); algunos que intentan ser humorísticos; geográficos, y algunos que sólo le funcionan a especialistas, como los de mexicanismos, los americanismos, y otros que son de consulta restringida, pero harto divertidos, como el Covarrubias o el de Autoridades. O los etimológicos, que por lo visto no le sirven a los escritores; o los de Corripio; no hay que asustarse: son los de incorrecciones, de sinónimos y antónimos, el ideológico (tampoco hay que asustarse, no es de política), el de dudas, que sí resuelve dudas, no como los de Seco y el Pahispánico, y el etimológico casi tan bueno aunque más breve que el de Corominas. Por desgracia, descontinuados. (Guido Gómez de Silva ha hecho varios diccionarios, todos, menos el de mexicanismos, excelentes y obligatorios, además de ágiles y divertidos, como no suelen ser los diccionarios, a menos que uno los lea para pescarles errores y erratas.)
Hay incluso antidiccionarios, como los de Raúl Prieto, como Madre Academia, en que se dedica a desautorizar al de la Academia, por lo regular con buenas razones, pero caótico y de difícil lectura, aunque siempre regocijante. Hay un diccionario de Flaubert, que se ha llamado de diferentes maneras (lugares comunes, ideas hechas, tópicos, de la estupidez) y publicado muchas veces, acompañando algún libro o en edición independiente. O el de Ambroce Bierce afamado aunque difícil de conseguir. Hay diccionarios de escritores que por desgracia siempre están tan desactualizados que para consultarlos hay que considerar que sólo están completas sus fichas si el autor ya falleció; o incluso así, no siempre incluyen todas las ediciones pertinentes de sus obras (por ejemplo, hay uno en que nos dedican el mismo espacio a Rosa Montero y a mí, aunque después de eso su producción se multiplicó, se enriqueció y además se hizo famosa); hay cinco diccionarios de escritores mexicanos; el primero, cuya vigencia es actual, sólo incluía a los famosos del siglo XIX y a los muy célebres del XX (fue fustigado por Gabriel Zaid porque la autora del ensayo que lo corona tiene más espacio que el consagrado a Sor Juana, Paz, Reyes o a Rulfo); otro, más o menos completo, de escritores del siglo XX, en nueve tomos, pero cuando salió el último habían pasado cerca de 20 años de que apareció el primero, además de que incluye autores apócrifos o inéditos, y excluye a otros tan importantes como Efrén Rebolledo y Miguel Capistrán; otro, de escritores sólo del siglo XIX, y otros dos, que más bien son ficheros, el primero muy bueno, y el segundo, de la misma autora, malísimo. Y por no hablar de los diccionarios que trasladan de un idioma a otro cualquier palabra, útiles para los estudiantes de prepa y para los traductores, aunque no sólo para ellos, además de que muchos traductores ni siquiera los consultan.

Se dice que toda familia debe tener un diccionario en el hogar; diccionario lexicográfico, se entiende; son útiles para las tareas escolares, aunque en ninguno encontramos hace días la vida promedio de los colibríes ni de los ahuehuetes; son útiles para no atorarse en la lectura de alguna novela, sobre todo traducida por Anagrama; es decir, para aclarar el significado de una palabra (en “Si conociera a María, amaría a María”, Les Luthier acuden a un diccionario para ver si pueden hablar de la “dicotomía” de la mujer a la que dedican unos piropos; en What’s new, Pussycat?, Peter Seller exige que no le espeten ningún calificativo hasta no ver, en un diccionario, qué significa; y ya en plan de confesión, fui atacado por una vecina cuando le dije que ella pecaba de puntillosa; una semana se tardó en ver en un diccionario que no la estaba atacando). La cantidad de diccionarios de esta naturaleza es incontrolable, sobre todo porque la mayoría de las familias lo compra hasta que al hijo mayor se lo piden en la escuela, para quinto o sexto de primaria, y no vuelven a utilizarlo; entre otras cosas, ignora la gente que los diccionarios deben actualizarse; así, las grandes enciclopedias para evitar que cada cinco, o diez, o quince años, los clientes tengan que cambiar toda la edición, cada año sacan un volumen con actualizaciones (hechos significativos, inventos importantes, cambio de estado civil de los personajes importantes –uno de los mejores diccionarios biográficos de México no incluye personajes vivos, aunque ya han incluido a alguno que erróneamente seguía vivo).
El diccionario de los hogares mexicanos no es mexicano, pero lo tratamos con familiaridad, y no lo sustituimos; algunos, los maniáticos, simplemente lo renovamos. (En esto de los diccionarios las anécdotas son inevitables; en El Financiero doné un Pequeño Larousse; fue de mucha utilidad, pero al parecer las únicas dudas surgían con palabras que iniciaran con la A, y eso hasta ACT, porque lo fueron deshojando al grado de que en pocos meses estaba desencuadernado, y le faltaban las páginas que incluían hasta la sílaba ACT al inicio de palabra; como hacían falta diccionarios en el periódico, Luis Acevedo pidió que todas las secciones entregaran sus diccionarios, en general en mal estado, para que se los renovaran; como se tardaron, preguntamos qué pasaba: es que ya no hay esa edición, y los estamos buscando en librerías de viejo, nos contestaron.) Se trata del Pequeño Ilustrado Larousse, francés hecho en España, y que ha llegado a México desde hace un siglo. Lo están conmemorando poniendo en circulación la Edición Conmemorativa Bi-Centenario. Se trata, todos lo saben, de un diccionario enciclopédico.

Larousse tiene muchos diccionarios: de vinos, de cocina (los gastronómicos son inútiles excepto en su país de origen; uno necesita otro diccionario, al lado de ésos, para saber cómo se llaman en México las judías o los guisantes, o qué usar cuando piden que se agregue crema, o qué va a resultar de la receta, si cajeta o macarrones, cuando intentamos hacer un dulce de leche; la mayoría de los cocineros a la mitad de la receta comienza a improvisar porque no entiende ni los ingredientes ni las cantidades ni los procedimientos; si no me creen, intenten hacer una sola receta de las Cien recetas de arroz, de Alianza Editorial; hay otro riesgo: que mientras se consultan, se queme el guisado), uno hermosísimo de imágenes, el Visual Multilingüe, que me ayudó entre otras cosas a no imaginarme de más cuando en los libros españoles aparece una protagonista en combinación, aunque no me ayudó a explicarme por qué ellas usan bragas si no tienen qué bragarse (en cambio los mexicanos, dicen Manuel Esperón y Ernesto Cortázar, somos bien bragados –los hombres, quieren decir); en diferentes idiomas con un complicado CD-ROM que supuestamente ahorra tiempo en la consulta si se carga bien en la computadora, aunque no toman en cuenta que hay que cerrar, o minimizar el texto que se lee o se escribe, buscar en el directorio de programas el referente, abrirlo, hacer la búsqueda y leer el significado o el equivalente; cerrar el programa, y abrir el que se estaba usando, y verificar que no lo hayamos perdido (ay, si yo les contara, como decía Piazza…; pero cometería una indiscreción con varias glorias literarias mexicanas); y éstos son tan buenos y prácticos cuando menos como los mejores, como el Cuyás; y hay en ediciones breves, para novatos, o extensas, para los más puntillosos.
Tienen una Enciclopedia que compite, si no en extensión sí en utilidad con el Espasa Calpe, porque éste es más bien para hipocondríacos (para éstos, entre los que me incluyo, hay uno más accesible: el Diccionario de Especialidades Farmacéuticas, con el inconveniente de que no tiene arreglo con todos los laboratorios y por lo tanto no están incluidos todos los medicamentos), con el problema de que casi no hay casa que tenga espacio para esa edición y sus libros anuales, como tampoco hay muchos que tengan espacio para la Espasa Calpe ni para la Británica, que es la más citada aunque de las menos consultadas, y cuya edición en español es muy deficiente.

Volvamos al Pequeño Larousse Ilustrado: casi siento pudor al describirlo porque todos lo conocen; cometí el error de no renovarlo hasta que conseguí el Diccionario Enciclopédico de Selecciones, en 12 tomos muy manejables, y excelente; superior, creí, al Larousse porque incluía más personajes, y las definiciones eran más extensas; grave error: salieron dos ediciones, la roja y la azul, y hace más de 20 años que dejaron de hacerlo, nunca se renovó, y sus acepciones eran las mismas del Larousse, con menos ilustraciones ni tan detalladas, y no incluía a todos, sólo los muy célebres; como cedí mi Larousse a El Financiero, me quedé sin él durante un par de años, hasta que apareció el Conmemorativo de 2004, que festejaba los cien años del diccionario, aunque no en español, que empezó a salir en 1912; salió uno un poco más barato, en rústica, que era lo mismo; por muchas razones decidí que debía de tener ambas, y pensé que hasta 2014 tendría que cambiarlos, pero apareció este conmemorativo, también en pasta dura, con dos agregados: los 200 años de la Independencia de México, y los 100 de la Revolución; aunque muy resumidos estos episodios, no son maniqueos como los elaborados en otras ediciones mucho más oportunistas; las biografías son muy breves, pero no escuetas, con datos que han omitido los libros celebratorios; los agregados se deben sobre todo a Rafael Muñoz Saldaña, quien como editor de Océano hizo una edición muy bella de mi Baúl de recuerdos, al que le quitó alguna imprecisión. No son extensas, insisto, pero sí útiles, y muy bien ilustradas, y son objetivas, pero carecen del tono supuestamente imparcial pero lejano y poco patriótico; no sirve sólo para resolver dudas sino para enterarse, no tan a profundidad como en libros históricos, pero mejor que en otros diccionarios biográficos; dan por terminada la Revolución en 1929, mucho después que la mayoría de los historiadores, pero antes de lo que afirman John Dulles y Fernando Benítez.

Lo demás, ya se sabe: exactitud pero no exhaustividad; menos egocentrismos que el de la Real Academia, y más rigor científico (es que a los científicos los llama la Real Academia para que aporten sus conocimientos, pero ellos creen que por sus méritos literarios; hubo un director de la RAE que se admiraba [sic] del tono paisajístico [resic]; pero bueno, no era escritor). Sus biografías son escuetas pero no se dan oportunidad de hacer demasiadas interpretaciones de los hechos históricos; todos los lectores de diccionarios saben cuánto se tarda uno en revisar sus famosos mapas, y cuánto nos detenemos en las láminas; por ejemplo, en la de las aves y los insectos, para muchos, el máximo acercamiento al mundo animal; y todo cabe en apenas mil 800 páginas.
Lo primero que hace el niño que se acerca a un diccionario es buscar las malas palabras; ahora parecerán insulsas, sobre todo porque hablan con puros improperios; en los Larousse de los cincuenta eran más enigmáticos: uno no entendía por qué era un insulto el oficio de ayudar a los cocineros (ahora no entendemos por qué un oficio más pinche que el de pinche, el pícaro, tiene más prestigio literario); o por qué el macho de la cabra ofendía a tantos, o en qué consistía en que se toleraran ciertas actitudes de ciertas esposas; o qué tenían que ver los pelos del empeine con los amores de lejos, o por qué era más enigmática la sola palabra que definía a las putas (en este aspecto, el mejor es Corripio, que aglutina 29 sinónimos del oficio); pero si uno lo consulta no para resolver una duda ortográfica o por buscar un significado que aclare un texto, sino en plan admirativo, advierte que se ha renovado mucho más que el de la RAE, que ya no llama Méjico a México, y que no se avergüenza, antes al contrario, de incluir americanismos y arabismos en general, con la misma importancia que los vocablos meramente hispanos (que no son “inmensa mayoría”). Aunque sea menos contundente la sección rosa, sigue siendo atractiva y permite un descanso. A pesar de que muchos diccionarios de su tipo, como el de Océano, han copiado su formato y su estilo, el Pequeño Larousse Ilustrado se ha modernizado mucho, es más ágil, menos confuso y menos arrogante que otros. Y sí, ahora tengo tres, porque además, es sorprendentemente barato. (Con saludos a Pablo Arriero, Perla Oropeza y José Antonio Gurría, víctimas y cómplices en El Financiero de mi delirio por los diccionarios.)

Mi rival en ignorancias me saca ventaja: en su entrevista a José Agustín, ignora que Margarita Dalton escribió una novela clave en la onda a la que él pertenece.

(¿Qué director de periódico, que pasó de panzazo en ortografía, está feliz con la jubilación de la ortografía? ¿Y qué escritor y académico respeta tanto los diccionarios que avala cualquier palabra, por disparatada que sea, si se incluye en cualquier diccionario, por pobre que sea?)

domingo, 7 de noviembre de 2010

Jubilar a la RAE

En su especie de autobiografía, Vivir para contarla, Gabriel García Márquez cuenta algo que sus editores y sus amistades ya sabían: que para él la ortografía es un misterio irresoluble, y que en su muy extensa correspondencia con su Mama Grande, ella, al tiempo que le contestaba sus cartas, le regresaba las suyas corregidas, porque él nunca se ha preocupado por entender las reglas de la escritura correcta.
En un discurso pronunciado ante académicos en abril de 1997, en Zacatecas, pidió, más o menos en broma, la jubilación de la ortografía con el argumento de que nadie confunde revólver con revolver ni una lágrima con una lagrima, y supone que tampoco cima con sima. Confunde la función de la h, a la que llama rupestre sin querer aceptar que al contrario, suplió a muchas efes rupestres.
Cierto, la ortografía es complicada después de las primeras reglas; muchos autores no comprenden por qué "línea" es esdrújula si no suena como tal, y que "alinea" es grave y pronuncian "alínea" (sobre todos los cronistas deportivos); cierto que pocos pueden explicar qué es un hiato y casi nadie qué es una sinalefa. Incluso editores afamados dudan a la hora de acentuar o desacentuar "aun"; otros aducen que sólo hay tres “por qué”: “por qué”, “porqué” y “porque”, y no atinan a escribir “por que”, sobre todo en los diarios, que además no se tientan el corazón para escribir “inequidad” e “inequitativo”; Vargas Llosa usa correctamente iniquidad en su nueva novela, El sueño del celta, pero agrede a las academias española y peruana (de ambas es miembro) al pergeñar “desapercibido”, que es correcto siempre que no quiera decir con eso “inadvertido”.

Muchos han pedido la jubilación de la ortografía; han pedido, y hasta hay lingüistas que la piden en serio, una ortografía onomatopéyica, y que se simplifique de tal manera que la c dura se escriba con k, que se acabe la ll, que sólo haya una b (que de hecho ya es así, porque las nuevas gramáticas condenan la pronunciación correcta de la v, excepto algunos exagerados que pronuncian “fino” por “vino”; pero los exagerados abogan por que en la escritura quiten una de las dos, así como una más comprensiva utilización de las s, c y z (eso me hubiera evitado el justo regaño de José de la Colina cuando hablé de la “zaga” de los agentes de tránsito raritos encarnados por Luis Aguilar y Pedro Infante).

¿La solución es jubilar la ortografía? ¿No es mejor enseñarla bien, empezando con los profesores que mandan recados en que suprimen la h de hacer (“el niño no a echo la tarea”)? La Real Academia de la Lengua, al parecer, se ha decidido por la jubilación, sin hacer caso de las etimologías, que de esa manera parece ir también a la jubilación pero sin recibir pensión. Con argumentos tontos han decidido suprimir la ch y la ll, suprimir la tilde de algunas palabras, y obligan a nombrar algunas letras con apelativos humillantes cuando los que tienen hasta ahora son elegantes y cultos.
Claro que hablo sin saber, sólo hago caso de los cables (sueltos, o “despachos”como le dicen ellos) contradictorios que anuncian la publicación de la nueva ortografía aprobada por la Real Academia Española y sus 22 cómplices, para antes “de Navidades” (¿cuántas?); desde allí se ve la trampa: tenemos que escribir como quieren los diez millones de pen-insulares (así decía Antonio Alatorre), por encima de cerca de 300 millones de hispanoparlantes que habitamos América.
Ya en su edición anterior de las reglas ortográficas aliviaban el pesar de quienes no saben distinguir “solamente” de la “soledad”, y las diferencias entre los pronombres demostrativos y los artículos, y de quienes no saben la diferencia entre el 1 y el 2; así, se admitía desacentuar “ésa, de rojo” y “solo” aunque se tratara de “sólo digo que así se escribe”. Según los adelantos de las agencias, ahora es obligatorio confundir al lector, y prohíben estas autoridades tildar la palabra cuando el autor quiere indicar que solamente una vez se ama en la vida, con la dulce y total pronunciación. Si la función de la modernización de la ortografía es simplificarla, ¿por qué se pronuncian por complicarla? ¿Por complacer a autores que dudan si debe o no acentuarse? En un nuevo cable se dice que ya no necesario acentuar, por ejemplo "llego esta tarde", lo que es un alivio, porque en el ejemplo, "esta" nunca se ha acentuado, aunque no falta quien lo haga y hasta acentúan "éste último". Pero si en "éste llegó" quitan la tilde no sólo es confusa la frase, sino tonta.

En sus Minucias del Lenguaje, José Guadalupe Moreno de Alba dice que no sabe si el solecismo “voy a por” ha llegado al lenguaje literario, con la esperanza de que no sea así; posiblemente no ha llegado al lenguaje literario, pero sí al editorial: ya no sólo Anagrama encarga unas traducciones infames, llenas de solecismos y además de estupideces; un ejemplo basta: en la autobiografía de la hija menor (supone ella que menor) de John Huston, en Circe, habla de un paisaje lleno de “completez”; ¿al ignorante que la tradujo no se le ocurrió buscar una mejor traducción, “plenitud”, por ejemplo?) Digo esto porque hace poco la Revista de la Universidad de México publicó una anécdota de Vicente Leñero, quien al toparse con Jorge Herralde lo increpó acerca de las traducciones de Anagrama, y la altanera respuesta del editor fue que no podían pensar en lectores fuera de su ámbito local, y se negó a contestar otra cosa más que admitir que él y sus traductores ignoran todo lo que hay que saber de beisbol (pronuncian “béisbol”, imitando el habla anglosajona). ¿Quiere decir que Anagrama manda al diablo a todos los lectores de América Latina? Porque el “voy a por”, que ya también está en Seix-Barral, Alianza Editorial y otras que antes eran menos localistas, sólo lo dicen en algunas regiones de España, y no precisamente entre los escritores. Por otro lado, Leñero es injusto porque en bien de la corrección nos privarían de párrafos divertidísimos; por ejemplo, en vez de "pegó un jonrón por el jardín central" ponen "disparó un golpe por el centro del campo".

No es muy explícito el cable; por fortuna agrega que la Academia no piensa castigar más que con el látigo del desprecio a quienes nos rebelemos y sigamos tildando “sólo”, sobre todo cuando hablemos de “solamente”; pero hay cosas más graves; uno de los cables dice que quieren obligarnos a decir “b alta” en vez de “be labial”, y “v corta” en vez de “ve labiodental”; ¿será el primer paso para suprimir una de ellas?, ¿y cuál: la que se use menos, ya que el criterio es de preferir la ignorancia e incapacidad de diez millones frente a los 300 del otro lado del mundo? ¿Con qué derecho? Pero otro cable dice que ya no se debe decir así; pero ningún diccionario ni ninguna gramática les llama "b alta" o "v baja"; ¿a quiénes se referirán? Porque una cosa es que normen el lenguaje y otra que amenacen con vigilar a quienes, en broma o en serio, quieran llamarlas con esos apelativos.
También suprimen la tilde de guión y de truhán con el criterio de que diez millones las pronuncian como si fueran monosílabos, frente a los 300 que las pronunciamos como disílabos; admito que muchos piensen que “guión” es monosílabo aunque pronuncien gui-ón; allá ellos; ¿pero truhán, de dónde? ¿Quién la pronuncia como monosílabo?
Más alarmante es la noticia que, sin más, agrega el cable: en bien de la unificación de la internacionalización, se suprimen la ch y la ll; que como vocablos lo hayan hecho, parece más sensato, aunque somos mayoría los que las aprendimos como letras al memorizar el alfabeto; ¿pero cómo suprimir el sonido? Tiene razón Hugo Martínez Téllez cuando propone que mandemos “a ingar” a su madre a la Academia; ¿en beneficio de quién inventarán algo para suprimir esos sonidos, tan hispanos? Ya antes quisieron suprimir la “ñ” sólo para complacer a los fabricantes de los teclados de las computadoras (ordenadores, ordenan ellos), que para hacer caso a los 395 millones de hispanoparlantes usamos la letra, tienen que hacer teclados especiales, así como los fabricantes de máquinas de escribir. Cuando menos despierta la curiosidad ver su propuesta. Y hablando de máquinas de escribir, por fin los académicos se asomaron a verlas y se dieron cuenta de que desde los años setenta acentúan las mayúsculas, y más importante, desde los años sesenta incluyeron el 1 y el 0, con lo que quienes manuscribían dejaron de usar la ele como uno, y la o como el cero; y ya por fin aceptan que no se acentúe la o entre cifras porque desde hace mucho no se corre el riesgo de que el cero se confunda con la o. Harían bien en usar máquinas y teclados de vez en cuando.

Más curioso resulta que la RAE salga muy oronda a obligar, cuando en las últimas ediciones de su diccionario ha sido tan permisiva y manga ancha aceptando necedades como “presupuestar”, que ya nadie usa, ni siquiera entre los economistas políticos; o elevando la categoría de “vestuario”, antes en novena acepción y ahora en segunda, como lugar en los campos deportivos para cambiar el vestuario; ahora habla, según el cable, no de normar sino de obligar. Espero equivocarme y que sean exageraciones de los cablones (los que redactan los cables, según la jerga en las redacciones de los periódicos), o malas interpretaciones, y éstas sean recomendaciones y no imposiciones, porque dicen que van a tolerar y no a perseguir a quienes los desobedezcamos, faltaba más.
Además, ordenan que escribamos con “c” palabras que etimológicamente deben ser con “q”; con ello, dejan inútil la nueva edición del Pequeño Larousse Ilustrado, especial del bicentenario, y aparecido hace apenas unas semanas, y que incluye “quórum”; allí sí son específicos: quienes nos rehusemos debemos poner cursivas (“bastardillas”, dicen los muy) y quitar el acento que tanto trabajo costó que se pusiera.
Con esto, ni esperanzas de que se empeñen en corregir el mal uso del dativo, por ejemplo, y que urge más que quitar el acento de truhán. O en corregir acepciones: Nikito Nipongo, que casi siempre tenía razón, se burlaba del espíritu medieval y antecapricorniano de los académicos cuando alegaban que día era el tiempo en que el Sol tardaba en dar una vuelta a la Tierra; después dijeron que era el “tiempo que aparentemente tardaba” en dar la vuelta a la Tierra; ahora la primera acepción es correcta aunque simple; pero la segunda dice que es el tiempo en que el Sol está sobre el horizonte; ¿o sea que el Sol es el que se mueve? ¿Prohibirán el uso de la t seguida de la l, porque no la pueden pronunciar, y dicen Alético en vez de Atlético?

En los libros de historia dan como una de las razones para las guerras de independencia, que en toda América Latina tantos trabajaran para que otros pocos holgazanearan; que los americanos tuvieran que mantener a unos cuantos que se creían designados por una divinidad para imponer su voluntad en sus dominios, que conquistaron con violencia y esclavizando (aunque estaba prohibido) a los nativos; y que en las colonias fueran las minorías las que gobernaran, a su entender, a las mayorías.
Parece que ahora intentan lo mismo: imponer el criterio de unos cuantos por sobre el uso racional de la mayoría (iba a poner, contagiado, inmensa mayoría, rebuznancia tan grande como “previa cita” que abunda en anuncios publicitarios, pero también en el lenguaje cotidiano y hasta académico, pero no por ello correcto); porque los que hablan como quiere la RAE que escribamos es el 0.12 por ciento de quienes hablamos, mal que bien, el idioma español, 46 millones contra 394 millones, sin contar a todos los que lo hablan en Estados Unidos, y en otras partes del mundo.
Crímenes son del tiempo y no de España, adujeron quienes se avergonzaron de las atrocidades cometidas en América por los conquistadores, en nombre de la civilización, el progreso y la religión (con leer unas cuantas páginas de la nueva novela de Vargas Llosa basta para imaginárselo y volver a sentir repudio por eso); estos nuevos atentados no son de España, sino de quienes no están al tanto del idioma que se habla en donde se habla español, y de la cantidad de lectores que tienen, o tenían, los libros en este idioma (digo tenían, porque el nuevo criterio de las editoriales parece ser sólo el de las ventas inmediatas).
Lo que van a conseguir es que sean dos idiomas distintos los que se hablen en América.
Contra las atrocidades, las iniquidades y las injusticias, hace 200 años hubo un levantamiento generalizado por alcanzar la independencia; se le llamó “revoluciones”; pocos años después los patriotas adujeron que si hubiera sido una revolución, sería como aceptar que las colonias, no las naciones, se rebelaran contra la metrópoli; le llamaron, con más justicia, guerras de independencia. La reacción que han desatado estas normas académicas es de rebelión, y que será muy difícil de sofocar.

¿Quién es el Premio Nacional de Periodismo que estará feliz por la jubilación de la ortografía? ¿Y su jefe, igualmente contento?

(En el portal de El Universal, en Edición Impresa, aparece de domingo a domingo El Librero; ahora me hicieron el favor de poner una ilustración más atractiva, pero a Katia no le debe haber hecho ninguna gracia. Saludos a Katia)

domingo, 31 de octubre de 2010

Una pasión me domina (a Amado Nervo)



El peor libro de Amado Nervo es el más conocido de toda su obra poética; es endeble, sentimental, autobiográfico, a ratos cursi; la rima es fácil y hasta ripiosa; no tiene nada de la complejidad que tienen otros libros suyos; su única disculpa es que no lo escribió para publicarlo, sino para exorcizar el dolor que le causó la muerte inesperada de Ana Cecilia Dailliez, la amada inmóvil. Sólo la deslealtad de sus amigos permitió que se diera a conocer, póstumamente, este libro que muchos memorizaron; a sus páginas pertenecen poemas como “Gratia Plena”, “Unidad” (“No, madre, no te olvido;…”), “Aquel olor”; comenzó a escribirlo en febrero de 1912, menos de un mes de la muerte de Ana Cecilia, y lo continúa escribiendo hasta junio de 1913, aunque contiene versos de 1915 y uno de 1918.
En una de sus páginas confiesa su deseo de suicidarse, tan fuerte es el dolor: “pero el resabio cristiano me insinuó con voces graves / pobre necio, tú qué sabes, y paralizó mi mano” [supuestamente, con una pistola en ella]; termina aceptando “no vivir, que no es vida la presente, sino acabar lentamente… de morir”; no hay ficción, el dolor es real; Nervo, quien vive la bohemia parisiense en la que no se priva de nada, recurre a varios paliativos, pero ninguno disminuye la pena. Hasta que levanta la vista.

Cuenta la picaresca mexicana que Nervo, alejado del país mucho tiempo, en un convivio se acercó a besar la mano de una mujer; fue advertido a destiempo por el más pícaro Luis G. Urbina: “Bien se ve, querido hermano, que no conoces de juergas, pues has besado una mano…”; lo cierto es que él y su gran amigo Rubén Darío experimentaron de todo en París; fueron políticamente incorrectos, desafiaron toda buena conducta, y no por esnobismo; realmente vivían con intensidad; si vivieran en la actualidad escandalizarían incluso a quienes se proclaman defensores de todas las minorías; en pleno cambio de siglo, Nervo se enamoró de Ana Cecilia y la hizo suya más de diez años, sin la bendición eclesial (“enamorado sin correr los riesgos del matrimonio”, puntualiza Alí Chumacero), pero tampoco la civil; sólo la de sus amigos, que los tenía y por montones entre los círculos intelectuales de Francia, entonces el ideal de la cultura; aparte de Darío, entre muchos otros, es amigo íntimo de Enrique Díez Canedo y de Alfonso Reyes; que se fuera a vivir con una mujer sin casarse era lo de menos: ella tenía una hija no mayor de cinco años a la que Nervo adoptó sin posturas ni arrogancia; antes al contrario, con mucho amor. Es la época en que incluso sus críticos menos entusiastas consideran la mejor para su poesía.
Son los años de El éxodo y las flores del camino, En voz baja, Los jardines exteriores, Serenidad; con la felicidad se aleja, dicen sus mejores críticos, del artilugio y busca la sencillez, la literatura directa; gana en lectores y en popularidad, pero no en lo que lo había hecho célebre. Dice José Emilio Pacheco que muere Nervo en el momento de su mayor reputación, cuando su fama es inmensa; el fallecimiento (que Reyes retrata con angustiante desesperación, pero imitando a la perfección el tono, la métrica y la acentuación de Nervo: “te adelgazas, te desmayas, y te nos vas a morir”) llena de luto a toda la América española; muere en Montevideo, y a las honras fúnebres se une el gobierno argentino; el barco que trae a México sus restos se ve obligado a hacer escalas en todas las ciudades importantes, donde se le vuelve a rendir homenaje, y en México los funerales son multitudinarios, como pocas veces se ha vuelto a ver; el precio es caro; dice Pacheco que la crítica no perdona esa popularidad (la de ningún poeta), y al cabo de no muchos años, menos de 30, lo han colocado en los últimos lugares del escalafón poético; en la Antología de la poesía mexicana moderna, editada por Jorge Cuesta (Contemporáneos, 1928), ya lo tratan con dureza: “el progreso de su poesía se termina en la desnudez; pero así que se ha desnudado por completo, tenemos que cerrar, púdicos, los ojos […] Fue Nervo una víctima de la sinceridad […] Para quienes predican su deshumanización ‘y que rompa las amarras que a la vida lo sujetan’, el ejemplo de este artista es un argumento valioso: el hombre, allí, acabó por destruir al artista […] para elegir los poemas que debían representarlo […] tuvimos que preferir, en contra de la corriente admirativa del misticismo del poeta […] aquellos que lo representan quizá más imperfectamente; esto es: aquéllos que inspiró menos su ambición de sinceridad que su vanidad artística.”
No fue más amable el por lo general amable José Luis Martínez (Literatura mexicana, Siglo XX, 1910-1949; 1949; en la reedición de Lecturas Mexicanas, Tercera serie, Núm. 29); acusa la sinceridad como defecto, acepta que es un poeta que acompaña la adolescencia y ayuda a vivir los momentos críticos de esa etapa, pero nada más; lo coloca en uno de los primeros lugares entre los poetas “del corazoncito de los mexicanos”, al lado de Antonio Plaza y Juan de Dios Peza (Martínez pone en ese limbo también al después reivindicado Gutiérrez Nájera). Comenzó el declinar del prestigio de Nervo, aunque su popularidad siguió intacta entre los declamadores sin maestro.
Incluso en Poesía mexicana del siglo XIX (Empresas Editoriales, 1965), José Emilio Pacheco lo condenó con buenos argumentos: “Por radicar en la memoria del pueblo, Nervo ya sólo es predilecto de quienes creen que basta la sinceridad para hacer poesía. Por eso […] nos lleva a la encrucijada de la ambigüedad: si, por una parte la misión del futuro inmediato, ha de ser revalorar todo ese material que constituye nuestra negada tradición poética; por otra, Nervo y sus antecesores previos al modernismo, forman el muro que impide a los mexicanos disfrutar de la gran poesía que se ha escrito en el país durante el siglo veinte […] El mejor Nervo es el modernista que de poemas como los magníficos Rondós vagos, fue derivando hacia una confesión general que primero se desprendió de la retórica y acabó por despedirse de la poesía […] Es difícil para el gusto actual, para el ‘aquí y ahora’ a cuya inevitable luz tenemos que considerar la poesía del pretérito, reconocer como hermosos sino contados poemas de Nervo. Tal vez un día volverán a parecer bellos…”
En la Antología del Modernismo (Biblioteca del Estusiante Universitario, 1970) parece reivindicarlo; aún lo califica de cursi; sin embargo, dice, “es también íntimo, persuasivo. Una elegancia espiritual recóndita lo salva de la absoluta ramplonería. Pero disipa el esfuerzo en cientos de poemas en vez de concentrarlo en unas cuantas páginas y realizar su aspiración: ‘el libro breve y precioso que la vida no me dejó escribir’ [...] Nervo [dice antes] es el poeta central del modernismo mexicano, el punto central entre el afán renovador de Manuel Gutiérrez Nájera y la plenitud de Ramón López Velarde. Si excluimos los poemas románticos (término empleado durante el modernismo para condenar los titubeos formales y la exaltación sentimental) de Mañana del poeta y Perlas negras, entre Místicas y Los jardines interiores, se encuentra el mejor Nervo, que en su etapa ‘artística’ aparece obsesionado con el ritual católico, el asco de la vida y el temor de la muerte, decidido a hallar ritmos que se aparten de las normas académicas y expresen la nueva sensibilidad del novecientos y su propio conflicto entre el erotismo y la fe religiosa: ‘mi afán entre dos aguijones: alma y carne’.”
En 1985 (Poesía mexicana I, Promexa) es más concreto: “En mayor medida que a Peza, los críticos han castigado a Nervo por la inmensa popularidad de sus textos finales, de aspiración mística y ‘sin literatura’ […] ‘La hermana agua’ parece un preludio a Muerte sin fin.”
Menos duro es el estricto Alí Chumacero: reconoce la intimidad, la sinceridad, pero también búsquedas, hace una lectura compasiva de La amada inmóvil y entiende lo que le sucede a Nervo; si no lo disculpa, atenúa sus culpas (Los momentos críticos, Fondo de Cultura Económica, 1987).

Poco antes del Movimiento Estudiantil, durante el auge del Verano del Amor, de la Era de Acuario, cuando Pacheco predecía una revaluación de Nervo por la similitud de los temas con los movimientos juveniles, Carlos Monsiváis publicó un ensayo en La Cultura en México que desde el título sepultaba para siempre a Nervo: “Ina-ga-da da-vi-da, nada me debes, Ina-ga-da da-vi-da, estamos en paz”; “Ina-ga-da da-vi-da” era una canción de Iron Butterfly que en 1968 cobró gran popularidad, más en la versión larga (17 minutos) que en la breve (poco menos de tres minutos), pero que los fanáticos del rock consideraban cursi, sobrevaluada; muchos, dice wikipedia, la asociaron con el LSD de moda en esa época; Monsiváis se refería a uno de los más célebres poemas de Nervo, “En paz”, cuando alrededor de los 45 años de edad se decía cerca del ocaso. El escrito era lapidario; lo ilustraba con la fotografía de un Nervo calvo, pensativo, anciano.
Mucho más profundo, Alfonso Reyes, haciendo gala de la picardía que no todos le ven, afirma que Nervo, después del dolor por la pérdida de la Amada Inmóvil recobraba el amor y se mostraba dispuesto "a deshojar la margarita", y acotaba que era algo que sólo sus íntimos entenderían (“Amores de Amado Nervo”, en Tránsito de Amado Nervo). Monsiváis intentó un acercamiento a Nervo en un libro de escasa circulación, Yo te bendigo, vida (Gobierno del estado de Nayarit), pero no vio esa última etapa del poeta.

¿A qué se refiere Reyes cuando dice que Nervo está dispuesto a deshojar la margarita? En "Cartas a Margarita" abundan estas líneas: Mi pequeña Mignon; Mi pequeña Margotón; Mi pequeña y adorada Margot; Mi inolvidable Margotón; Mi pequeña y adorada Margotón; Mi bien amada Margot; Mi pequeña Margotón adorada; Mi muy querido amorcito de mi vida; Amor mío; mi amorcito. Le manda millones, mil millones de besos, recuerdos ardientes, le pide no que lo tenga presente, sino que no lo olvide; le manda monerías (“every little things”, dirían los Beatles); se alegra de que ella haya quedado triste con su partida; le hace un vivo retrato del París vencedor de la primera Guerra Mundial, y se autocalifica como “tu viejo Señorín que sólo piensa en ti”; le pide que sea feliz y que piense que “te adoro como siempre”.
Las cartas a Margarita comienzan en 1914; la última es del 3 de mayo de 1919, 21 días antes de la muerte de Nervo; a ella le deja el 80 por ciento de sus no muy abundantes posesiones (Nervo quedó desempleado al triunfo de la Revolución; no aceptó una pensión que le ofreció el gobierno de España, y sólo al triunfo de Venustiano Carranza sobre Villa recobró el empleo; era diplomático a su muerte). Comienza esa primero tímida y luego más audaz correspondencia cuando va disminuyendo el dolor por el fallecimiento de Ana Cecila (“estoy enamorado de una muerta”, confiesa a uno de sus amigos por esos días) y dura poco más de cinco años. ¿Quién es esa Margarita que ocupa el lugar de la Amada Inmóvil. Su hijastra (su hija) Margarita Dailliez.

En “Peras al olmo”, segunda parte de El estanque de los lotos, cuenta Nervo:

Ella se puso roja (¿no es esto de rigor?)
Tal una aurora súbita, se derramó el rubor
por la tranquila nieve de su rostro de estrella.
¡Ay!, y naturalmente, se volvió así más bella.

Pero después, cual sol tras esa alba indecisa,
surgió el rayito de una tenue sonrisa,
y rompiendo el encanto sin par con inarmónica
crueldad, aquella tenue sonrisilla fue irónica.
La malcriadez ingénita de la niña mimada
surgió brutal, de pronto, como una bofetada:
“¡Imposible, Miguel; ha puesto usted el colmo
a su audacia…! ¡Eso fuera pedir peras al olmo!
¿Yo con mis diez y ocho esposa de usted? ¡Ca!
¿Cómo decir: te quiero sin añadir papá?
Amigos, sólo amigos; pienso que ya es bastante.
… ¡Y, sobre todo, ni una palabra en adelante!”

Nada más…
El doctor, ante el desdén crecido,
mordió los necios labios que no habían sabido
callar, que imbécilmente le vendían al cabo,
tras su inútil silencio, para volverle esclavo.
Esclavo de la hembra instintiva, inconsciente,
incomprensiva y hosca para un amor ardiente;
siervo ya de quien, siendo la sierva milenaria,
cuando el dueño se humilla, ríe de su plegaria,
y que, sumisa sólo al amor que maltrata,
adora si le pegan, y si la adoran mata.

Después del rechazo hay titubeos; para qué doctorarse, se pregunta, si todo doctorado es vencido por esos diez y ocho años; siguen años de titubeos, hasta que ella cambia de actitud; si tan sólo no hubiera pronunciado la palabra "amor", le reprocha, y él promete no volver a decirla, no insistir; ¿de veras? Y él jura, sabiendo que no va a cumplir; cumple hasta que una voz interior le avisa: ella te quiere, es tuya, tu mutismo floreció, búscala, tómala. Él se niega, renuncia con cobardía (no la cobardía con la que deja pasar a la transeúnte que está bien buena [“¡qué formas bajo el fino tul!”]; con la cobardía que insiste en que la valentía, en ciertos casos, consiste en huir).
Eso es literatura, no tan sincera como hizo creer; palabras que desmintió con los hechos; en el epistolario no se incluyen las cartas de Margarita pero se intuyen: cariñosas, impacientes, agradecidas; no hay reproches porque le diga “amorcito” ni que la adora.
En Yo te bendigo, vida Monsiváis no pronuncia ninguna palabra sobre este amor ilícito, sobre esta pasión prohibida que es pecado que tiene castigo; es su hijastra en los hechos, no se sabe si legalmente; ella conserva el apellido de la madre y no adopta el de Nervo; no hay indicios de que hayan intimado, pero la sola pasión ya es de por sí brutal; aunque legalmente no sea el padrastro, se trata de un incesto; además, es menor de edad, y cuando menos le dobla la edad.
Monsiváis no habla de esta pasión, pero incluye más fotos de Margarita que de Ana Cecilia; el parecido es asombroso; ambas tiene rasgos finos, delicados, airosos; simulan ausencia pero revelan pasión; en la segunda fotografía Margarita está muy cerca de Nervo; no sólo físicamente; están sentados juntos, con las piernas pegadas; pareciera que está en las piernas del padrastro, y aparenta mirar las páginas de un cuaderno; no se distingue dónde está su mano derecha: ¿tomando la de Nervo, que asoma tímida? Él se muestra satisfecho, como si ostentara para sí la belleza de una joven que hace recordar a la Ana Cecilia a la que amó durante diez años de plenitud, y cuya ausencia provocó tal dolor que sólo pudo ser remediado por una belleza similar a la suya.

No hay muchos datos; sólo que Margarita, viuda sin ser esposa, pero con veneración por Nervo (pocos años después de la muerte de Nervo, ella entregó al gobierno mexicano las pertenencias que había dejado en Montevideo, donde desmayaba, se adelgazaba, se moría, ante la desesperación de sus amigos y de sus admiradores, y de Carmen, a la que coqueteaba juguetón, y a quien dirige su última carta, inconclusa). También se sabe que casó con un sobrino de Nervo, repitiendo el patrón de conducta: Nervo se enamora de la hija de su gran amor; ella se casa con el sobrino de su gran amor.
Nervo no pudo cerrar los ojos y dejarla pasar. Pero al parecer, fue bien correspondido.

(No es la primera vez que escribo de este asunto; lo hice hace más de 12 años, en la sección Cultural de El Financiero, pero estaba indocumentado, sólo sospechaba de esa pasión; tampoco soy el único que ha escrito del tema, pero creo que el primero, exceptuando las pícaras insinuaciones de Reyes. Utilizo más fuentes de las que cito, adivínelas el lector.)

Aunque la temporada de beisbol terminó cuando terminó, siguió la postemporada con un par de buenos juegos, y una Serie Mundial con unos Gigantes que han tenido en su line up a Mel Ott, Bill Terry, Christy Mathewson, Rube Marquard, Willie Mays, Juan Marichal, Carl Hubbell, Willie McCovey, Monte Irvin, Orlando Cepeda, pero también al tramposo y marrullero Barry Bonds; pero del otro lado a Rangers de Texas, de la familia Bush, olvidando a Ferguson Jenkins.

¿Quién es el escritor mexicano, académico y todo, que se niega a regresar al pasado; tanto, que si va a Ciudad Universitaria y está en Avenida Universidad y Parroquia, prefiere caminar al Metro Coyoacán, a tres largas y áridas calles, en vez de dar un paso atrás y abordar el Metro Zapata?

En el portal de El Universal, en Edición Impresa, El Librero, que ahora y toda la semana habla del nuevo libro de Gabriel García Márquez.