lunes, 25 de mayo de 2009

Biografía del Ateneo de la Juventud

Aunque el Ateneo de la Juventud no es el único grupo mexicano que aglutinó a escritores y pensadores más o menos afines, es desde luego el referente por el número de sus miembros
–desigual, exagerado, inexacto— y su importancia. Sólo de pensar en Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, Julio Torri, ya es para apantallar a cualquiera. La lista mencionada en Conferencias del Ateneo de la Juventud (UNAM, col. Nueva Biblioteca Mexicana, 1962, con reimpresión en 1985) por Juan Hernández Luna, aplasta, porque incluye a nuestro mayor hombre de letras, nuestro mejor novelista, los educadores por excelencia, nuestros renovadores literarios y cien más.
De los muchos estudios, sobresale el reciente Nosotros (Tusquets, 2008), que Susana Quintanilla (quien comete la indiscreción de revelar su edad) hace en un supuesto eje formado, según uno de los subtítulos, por Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán.
No cometeremos la descortesía de hurtar sus páginas para reconstruir una historia muy sabida, tanto que ya hay muchas distorsiones; sólo hay que decir que abarca un periodo bastante extenso, con todos los avatares que suceden en la vida de un grupo heterogéneo que hizo varios esfuerzos por consolidarse, y cuando ya lo estaban haciendo estalló la Revolución, lo que los llevó al desconcierto, y se hubieran desintegrado como tal de no haber ocurrido el golpe de Victoriano Huerta, que finalmente fue lo que ocasionó la fragmentación y la imposible reunificación.
Es una lástima que Quintanilla detuviera su investigación antes del golpe de la Ciudadela, pero lo que hace tiene mucho mérito. En primer lugar, se aleja de los lugares comunes, de las historias hechas, y reconstruye un retrato de la generación, y varios retratos de los personajes más importantes de los ateneístas: nos da un Alfonso Reyes inseguro, dubitativo, indeciso entre el deber familiar y el anhelo de independencia, además de sus ideas sobre la situación política que se vivía en esos momentos, que como se sabe, tiene como uno de sus principales protagonistas al general Bernardo Reyes, el candidato más popular para suceder a Porfirio Díaz, y que cuando sus partidarios esperaban todo de él, se sometió, aceptó alejarse del país, y perdió la oportunidad de abanderar un movimiento decisivo.
El otro gran protagonista es Pedro Henríquez Ureña; Quintanilla desmiente y borra el retrato que nos han dejado historiadores e investigadores, y lo presenta como un hombre levemente intolerante (¿se puede ser sólo levemente intolerante?), molesto con quienes no seguían sus indicaciones que en realidad eran órdenes; incapaz de ver las necesidades de sus compañeros (y de verlos como compañeros) y los impulsaba a que enfocaran su trabajo a lo que él consideraba más importante; tratando de retener para sí el liderazgo, y desde luego la orientación de los diferentes grupos, aunque en esos momentos (1906-1911) lo que predominaba era la situación política. Ese Henríquez Ureña no es el que aparecen en todas las historias de la literatura mexicana de principios de siglo XX, donde es visto como el educador por antonomasia de varias generaciones, y de los escritores más importantes, incluidos los de una generación después de los ateneístas, los Siete Sabios y sus aledaños, y los Contemporáneos, pero sí es verosímil que le reproche a Reyes que no dedique más tiempo a la lectura por pasarlo con Manuela Mota, su novia.
(Hay un disidente que no cita Quintanilla en la muy impresionante bibliografía –que sí, le creemos, abarcan 25 años de lecturas muy atentas—, que es el relato que hace Novo cuando viaja a Suramérica –Continente vacío y otras páginas contemporáneas— y encuentra a Henríquez Ureña, y después, a la noticia de su muerte y los recuerdos que se desatan; otro, la descripción iconoclasta del mismo Novo en La estatua de sal, aunque los motivos de su encono son diferentes, el resultado es el mismo: el rechazo y la intolerancia.)
Hay también contradicciones en Vasconcelos, e incluso Quintanilla es más despiadada al poner en su descripción las debilidades que todos le conocemos pero que no calificamos como tales; y cuando describe sus fallas gramaticales y sus faltas de ortografía no podemos si no recordar cuando José Emilio Pacheco describió el azoro del público asistente a la Sala Ponce y que escuchó la confesión del propio Vasconcelos acerca de su ignorancia del idioma francés.
El retrato de ellos tres los muestra humanos, con las inseguridades de gente tan joven como ellos (Reyes apenas cumple la mayoría de edad por esas fechas), pero que las circunstancias los ponen en situaciones extremas y cuyas respuestas tendrán repercusión nacional y a lo largo de muchos años.
Menos humano es el retrato de Martín Luis Guzmán, de quien nos hace sentir que fueron hechos fortuitos los que le colocaron como una figura importante dentro de la Revolución; otro hubiera sido sin el resultado de una batalla donde una bala perdida causó la muerte de su padre, y Guzmán no sería el gran novelista, y sí en cambio el funcionario que comienza su carrera con un discurso favorable a Díaz, y la termina con otro favorable a Díaz Ordaz, no el que en novelas magistrales describe a Villa, a Obregón, a Elías Calles mancillando el poder y la vida de otros. No sería el renovador de la prosa y la novelística mexicana.
Quintanilla tiene la virtud de encontrarle la distancia a estos gigantes, y de darle un aspecto que, maniqueístas, no podemos encontrarle a personajes como Manuel Caballero, o las tres partes del “cuadrángulo”, José María Lozano, un Nemesio García Naranjo completamente desconocido, a un Querido Moheno a quien le dedica una sola mención, pero contundente. Por eso se insiste en que Quintanilla debería proseguir su trabajo, porque cuesta trabajo entender que ellos tres, con Olaguíbel, Enrique González Martínez, José López Portillo, Toribio Esquivel Obregón, Rodolfo Reyes, Jorge Vera Estañol, hayan sido colaboradores de Huerta; se entiende que lo fueran Aureliano Blanquet, Alberto García Granados, Manuel Mondragón; para comprenderlo, se necesita una disección como la que hace del país y el ámbito cultural en el lapso que estudia en Nosotros.
No son los jóvenes ateneístas los únicos radiografiados, pues las páginas en que aparece Luis G. Urbina nos hacen ver a uno muy distinto al que nos imaginamos, más contemplativo, menos dinámico, más entusiasta que como figura en este libro.
Es obvio que el peso de unos personajes sea mayor que el de otros, por lo que hicieron en ese tiempo y sobre todo después; con todo y eso, el libro resulta sumamente interesante, e indispensable a partir de ahora.
Tiene, sin embargo, algunos errores muy típicos de los investigadores; por ejemplo, el descuido en la redacción, que suele caer en la costumbre de terminar con verbo muchos párrafos, lo que obliga a releerlos por resultar confusos; además, confunde “electo” con “elegido”, usa demasiadas veces “evento” como sinónimo de acto, suceso, fiesta, discurso, mitin, protesta, y usa dos veces “festinar” como sinónimo de festejar; podría pensarse que son errores mínimos frente al esfuerzo monumental de su investigación y el resultado de pintarnos a héroes literarios con sus flaquezas y defectos humanos, pero precisamente por hablar de maestros del idioma, debió ser más cuidadosa; su esfuerzo sí es recompensado por la editorial, que publicó el libro con muy pocas erratas, lo que es de agradecerse.

lunes, 18 de mayo de 2009

El mito de Pedro Infante / I

Al reseñar una de las cintas más divertidas y poco valoradas en las que el estrella es Pedro Infante, También de dolor se canta, Emilio García Riera en sus dos ediciones de la Historia documental del cine mexicano se lamenta que se desperdicie el único momento en que se unen en una escena dos de las figuras con mayor presencia en nuestras pantallas, Infante y Germán Valdés.
Con el adjetivo se desvirtuó la calificación, y desde entonces se valora a Infante como el mejor actor mexicano, y se apoyan en esta calificación por el premio que se le otorgó en el festival de Berlín, el Oso (el trofeo), aunque no aprecian como se debe el Ariel por La vida no vale nada.
Infante pasó del menosprecio (léanse declaraciones de Novo en La vida en México en el periodo presidencial…; de los personajes de Las batallas en el desierto; véase la prensa en su tiempo) probablemente por su popularidad entre el público menos exigente, a un reconocimiento entre un público menos complaciente, a una sobrevaloración de los intelectuales y de los críticos de cine a una aceptación entre los elitistas, y después al hartazgo de los ciclos repetitivos y de los DVD que se han eternizado en los estantes de Mix Up y en los puestos de periódicos.
En todos los casos se ha sido injusto con Infante, pero también se le ha adjudicado una calidad histriónica que no siempre es cierta. Si vemos caso por caso, a lo largo de varias revisiones no siempre semanales, podremos apreciar cuáles son sus buenas cintas y en cuáles le damos una calificación exagerada.
Es injusto tomar en cuenta sus primeras películas, a las que llegó por la popularidad que había adquirido en la XEB. En La feria de las flores, de José Benavides, tiene el séptimo crédito, no sólo detrás de los dos estrellas, Antonio Badú y Fernando Fernández, sino también de Luis G. Barreiro (menospreciado siempre) y de Víctor Junco, ambos en papeles secundarios; a Infante le doblaron la voz y su función es de acompañante de los más experimentados Badú y Fernández.
En Jesusita en Chihuahua le dieron el segundo crédito, después de Susana Guízar, y por arriba de René Cardona, director, y de una ruda Susana Cora; envarado, tieso, poco natural; también le doblaron la voz.
La razón de la culpa fue un drama, no una comedia como las anteriores; la dirigió Juan J. Ortega, y en ella Infante alterna con Blanca de Castejón, Andrés Soler y María Elena Marqués; también aparecen Mimí Derba, Ricardo Montalbán en una aparición muy breve, y los Hermanos Kenny, conjunto musical al que pertenecía el Tío Herminio. Otra vez le doblan la voz, y además aparece como español, y como objeto del deseo de madre (Castejón) e hija (Marqués); no sólo aparece tieso, fuera de ritmo y de sitio, sino que compite con una sobreactuada Castejón que roba cámara (sobre todo en la última escena –“no me dejes pensar, no me dejes pensar”, le dice a Soler cuando éste le confiesa que sabe que está enamorada del yerno), y con el extraordinario Soler, que está sobrio en el papel de cornudo (poco antes había realizado una de sus mejores actuaciones en Lo que sólo el hombre puede sufrir). Soler se lleva la película y hace olvidable la aparición de Infante, quien vuelve a obtener un papel tan pequeño en su siguiente cinta, Arriba las mujeres, que queda reducido al sexto crédito, por debajo de Carlos Orellana, también director; de la excelente Consuelo Guerrero de Luna, Manuel Noriega, Virginia Zurí y Amparo Morillo, y por encima de Antonio Badú, aunque éste tiene más presencia en la trama, que es un choteo a un feminismo grotesco y justamente dominado por los hombres al principio sumisos, pero después triunfantes a base de gritos y nalgadas; como en las cintas anteriores, Infante se muestra inseguro y tieso.
Cuando habla el corazón es tan mala, tan previsible y maniquea que fue justamente olvidada durante muchos años, y desconocida hasta por los más fanáticos fanáticos de Infante; es su primer estelar, y comparte créditos con la muy popular María Luisa Zea y con Víctor Manuel Mendoza; está llena de canciones, pero ni son las más conocidas ni las mejor interpretadas por Infante. Durante mucho tiempo fue considerada una curiosidad, y ahora se puede conseguir en DVD, pero no vale la pena; el director fue Juan José Segura.
Esta primera etapa de Infante como actor no es de destacar, aunque vale la pena mencionar que en esas cintas aparecen actores que después serían sus compañeros en mejores obras: Badú en Los hijos de María Morales y El gavilán pollero; Carlos Orellana en Dos tipos de cuidado –sobre todo como argumentista—; Blanca de Castejón en Escuela de vagabundos; René Cardona en Si me han de matar mañana, Cartas marcadas, La barca de oro y Soy charro de Rancho Grande; Víctor Manuel Mendoza, en Cuando lloran los valientes y en las dos de los tres García. También hay que apuntar que todas éstas las filmó en menos de dos años, 1942 y 1943; en el 43 también filmó varias cintas, sino mejores, cuando menos más interesantes.

La primera de este segundo ciclo, El ametralladora, de Aurelio Robles Castillo, es tan mala como las anteriores, pero le da a Infante un primer crédito, y sobre todo la oportunidad de apuntarse como seguidor de Jorge Negrete, quien tuvo su primer triunfo y la cumbre de su popularidad con el papel de Salvador Pérez Gómez en ¡Ay, Jalisco, no te rajes! Negrete está mejor que Infante en el papel, y su dama, Gloria Marín, mucho mejor que la acompañante de Infante, Margarita Mora; lo acompañan Ángel Garasa (quien muere en la cinta de Negrete, pero como al filmar la secuela quien había fallecido era el otro escudero, Carlos López, El Chaflán, revivieron a Garasa), Víctor Manuel Mendoza (también villano en la primera cinta), Arturo Soto Rangel y Antonio Bravo, en los mismos papeles que en la original. En la comparación, Infante sale perdiendo, aunque ya sea su voz la que se oiga; siendo justos, ningún actor sale bien parado en esta secuela torpe y muy mal dirigida.
En cambio aparece mucho mejor como héroe de la batalla de Puebla en Mexicanos al grito de guerra, dirigida por Álvaro Gálvez y Fuentes, pero en realidad por el codirector, Ismael Rodríguez; si bien los mejores actores son Miguel Inclán (el villano de Nosotros los pobres, aquí en el papel de Benito Juárez) y Armando Soto la Marina, El Chicote, Infante sale mejor librado, aunque no en las escenas de guerra, sino en un juego de salón, donde enamora a Lina Montes en la única vez que aparecieron juntos. Los mejores momentos de la cinta son un encuentro entre Inclán y El Chicote, una doble exposición con los argumentos de Juárez y de los invasores, y la mejor de Infante es cuando le canta a Montes “me he de comer un durazno desde la raiz hasta el hueso, no le hace que sea güerita, será mi gusto y por eso”, en franca alusión sexual.
¡Viva mi desgracia! es una comedia simpática, dirigida por Roberto Rodríguez en su primer encuentro con Infante; la trama es inverosímil (basada en Popeye, que se transforma cuando come espinacas), y más su coestrella, María Antonieta Pons, mucho mejor rumbera que campirana; entre las curiosidades, hay que anotar una breve aparición de Emilia Guiú, con quien Infante compartirá créditos posteriormente:; el escudero es Alfredo Varela, y el título hace referencia a un vals que sería uno de los grandes éxitos discográficos de Infante; la misma incongruencia de que en una comedia ranchera se cante un vals, es la que predomina en el argumento y las actuaciones, pero Infante se ve más natural y simpático que en cualquiera de sus cintas anteriores.
En Escándalo de estrellas vuelven a juntarse Ismael Rodríguez e Infante, éste de nuevo en papel estelar, compartiendo créditos con la vedette Blanquita Amaro; en papeles menores aparecen Arturo Manrique, mejor conocido como Panzón Panseco (posiblemente la máxima estrella de radio en cualquier época) y Fanny Schiller, quien aparecería luego en un papel breve en Pablo y Carolina.
Aunque la cinta es divertida, no deja de ser una comedia exagerada e inverosímil, con todo y moraleja, que permite el lucimiento de Infante cantando, y con una actuación fresca y natural.

A partir de la siguiente cinta comienza una etapa mucho más digna y lucidora de Infante, quien ganó popularidad, pero no aún prestigio de buen histrión.

lunes, 11 de mayo de 2009

Para entender a Vargas Llosa, a Cortázar, a Cayuela y a Nettle

Una de las editoriales que retoman la tradición del libro mexicano sobrio, elegante, bien hecho, cuidado con pasión y esmero, tiene una colección pequeña de textos pequeños en que lectores escrupulosos intentan descifrar la obra de autores complejos, entre ellos a casi todo el Boom. Uno está escrito por Ricardo Cayuela Gally.
Desde luego, es meritorio que se aborde la obra de Mario Vargas Llosa; lo difícil es que se consiga un resultado completo y satisfactorio en tan sólo 64 páginas foliadas, y que de ellas casi la cuarta parte sea una explicación de por qué Vargas Llosa y por qué la necesidad de estudiarlo.
Cayuela demuestra su pasión por la lectura, aunque comete el atrevimiento de criticar al peruano al juzgarlo desde una perspectiva muy personal, le da demasiada importancia a su actitud, militancia y actuación políticas (la tiene, pero en Vargas Llosa predomina la actitud literaria y sobre todo la ética), y deja de lado aspectos imprescindibles en la obra literaria que ha dado prestigio al autor de Conversación en la Catedral.
Aunque se tengan muchas discrepancias con Cayuela, sería erróneo juzgar su pensamiento y objetar las observaciones que le hace a Vargas Llosa; en todo caso, es más meritorio su entusiasmo por su obra; lo que habría que reprocharle es lo que dejó fuera, lo que no anotó o lo que vio de una manera incompleta; claro, a veces el tiempo y la época no son cómplices ni de los autores estudiados ni de quienes los estudian; por ejemplo, es demasiado benévolo con la posición del peruano en cuanto a cuestiones políticas y económicas (los expertos opinan que la más reciente crisis económica no sería mundial si no fuera por la globalización, que naciones inocentes están pagando los errores y los excesos del llamado “liberalismo”, y que la gripe “humana” no sería global si no fuera por la globalización); en cambio, omite otros aspectos muy encomiables: Vargas Llosa, quien es un polemista feroz, jamás ha faltado el respeto a sus contrincantes, aunque sea implacable combatiendo posturas y opiniones; Vargas Llosa es anticomunista radical, pero Cayuela se olvida que cuando vino el peruano a promover El pez en el agua, una de las quejas más fuertes que presentó fue por la persecución que había desatado Fujimori contra socialistas y comunistas en Perú, y dejó al último, casi sin mencionar, los ataques que le dirigían sus adversarios.
Cayuela también omite una frase, al decir que Vargas Llosa tenía sólo simpatía por el marxismo y que era compañero de viaje (esta calificación la usa sin la fuerza que esta postura tuvo en los años cincuenta), pero no una militancia: la carta con la que presenta su renuncia a la Casa de las Américas es, sin embargo, muy diferente a lo que dice Cayuela: “ése no es el socialismo que quiero para mi país”; también tendría Cayuela que matizar lo que él llama “ruptura” de los intelectuales con el régimen cubano (un régimen mucho más complejo que como se plantea en este libro): hay que recordar los puyazos de Guillermo Cabrera Infante contra Sontag y Sastre en la entrevista con Rita Guibert; y no puede equipararse más que de manera maniquea las posturas de Carlos Fuentes y de Cortázar en el caso Padilla, aunque ambas hayan sido críticas. Y aunque hayan tenido la misma intensidad, la actitud de Vargas Llosa es muy diferente de la de Cabrera Infante.

Ricardo Cayuela da más importancia a la actuación política que a la actividad literaria de Vargas Llosa; toda actitud es sexual y política, dicen los clásicos modernos; aun en las obras en que el peruano no habla de política, tiene una actitud política, como por ejemplo Los cachorros; pero si fuera así, ¿cómo clasificar la actitud política del autor de La fiesta del Chivo? No es la de un partidario del libre comercio ni la de un anticomunista radical, ni tiene la neutralidad de quien se opone “a todo totalitarismo, del signo que sea”, ni la de quien disminuye los crímenes de Pinochet elogiando su invento o puesta en práctica de las Afore, que ya hemos visto el daño que han hecho para la jubilación de los trabajadores. Vargas Llosa es mucho más complejo, porque en la mayoría de sus novelas contradice sus palabras como crítico político.
Pero Cayuela no se detiene en las novelas, las ve por encima: no encuentra los lazos que unen La ciudad y los perros con Los cachorros, ni a ésta con Conversación en la Catedral (por poner sólo un ejemplo, Pichula Cuéllar es primo de Santiago Zavala), ni observa cómo se tuerce el destino de Anita y Santiago Zavala en Kathie y el hipopótamo; ni ve el capítulo de La Chunga desprendido de La Casa Verde; apenas ve al mismo personaje en La Casa Verde con Lituma en los Andes, y no todas las coincidencias ni los paralelismos; para él, no hay diferencias de calidad entre sus novelas, todas tienen el mismo peso, cuando son evidentes las que hay entre algunas de sus novelas magistrales y otras como Las travesuras de la niña mala, o El paraíso en la otra esquina, fallidas, o cuando menos no redondas; no entra en las estructuras, casi todas complejas, ni en la búsqueda del lenguaje; se detiene más en la encrucijada de si son reales o no, cuando lo que importa es que la mayoría son verosímiles. Podría también ayudarnos a entender el cambio radical en la redacción, que provoca tropezones en la lectura (por ejemplo, una puntuación errática, ajena a la fluidez del español, y sobre todo del español de Vargas Llosa).
Algunos otros apuntes: de Elogio de la madrastra y de Los cuadernos de don Rigoberto, Cayuela dice que son divertimentos; ¿habrá querido decir que son divertimientos? ¿O son divertimentos a la manera de las novelas “policiales” de Graham Greene? Se detiene muy poco en las influencias en Vargas Llosa, y en los lazos que lo unen con otros escritores, como García Márquez, Cortázar y Carlos Fuentes, que van más allá de los amistosos.
En cuanto a la edición, es notorio el esfuerzo por el cuidado editorial, pero por eso mismo sobresalen las erratas que se colaron: por ejemplo, La Casa Verde siempre es citada así, con mayúsculas, pero en la página 52 se fue La casa verde; el título original de Los cachorros incluía el subtítulo (“Pichula” Cuellar); y en la bibliografía faltan Literatura en la revolución y revolución en la literatura; García Márquez: la problemática de la novela, y Literatura y política (los dos primeros, en coautoría con Óscar Collazos y Julio Cortázar —“nada”, diría Enrique Guzmán—, y el segundo con Ángel Rama); y los libros de entrevistas Entre el buitre y el Ave Fénix y …Sobre la vida y la política; otras discrepancias: el título es Conversación en la Catedral, aunque Cayuela tenga razón en poner La Catedral; y aparte de algunas erratas menores, es imperdonable el “periodo de tiempo” que se cuela por allí.

Otro de los títulos de la colección se refiere a Julio Cortázar, y está preparado por Guadalupe Nettel; aunque es menos comprometido que el de Cayuela, tiene algunas características, que no por necesidad son defectos, ni mis objeciones tienen que ser reparos al libro, que tiene muchas virtudes, entre ellas la claridad y, como Cayuela, la pasión.
Mi objeción consiste en que entre los narradores latinoamericanos, Cortázar fue quien llevó más lejos la experimentación en estructura, lenguaje, concepto; pero al margen de eso, lo mejor de su obra, que son los cuentos, marcan una manera de narrar, prácticamente fijan las reglas de la narrativa contemporánea breve, y muestran una imaginación como casi ninguno otro; y aunque se salgan de una realidad tangible, siempre fueron una opinión sobre la cotidianidad tanto en lo que se refiere a la vida bonaerense como, en general, a todo el mundo de habla hispana; su lenguaje fue otra excursión inédita, aunque nunca dejó de reconocer su deuda con Borges, Macedonio, Artl, Arreola; pero también deja ver su deuda con la música (algo insinúa Nettel, pero lo circunscribe al plano anecdótico) y a la pintura. Y el ensayo, que no es un intento para explicar y hacernos entender a Cortázar, es lineal, plano, no corresponde ni a la vitalidad ni al humor, el más corrosivo de la literatura del Boom –crítica de por sí.
Nettel hizo un ensayo, bastante legible, que deja ver a una buena lectora, pero no cumple con la promesa implícita en el título.
Otra objeción tiene que ver con la actitud política de Cortázar, tan radical que algunos (Vargas Llosa, por ejemplo) la han calificado de ingenua, cuando menos; no nació con la Revolución Cubana ni terminó con su desacuerdo con la política de Castro respecto de los intelectuales que le impugnaron su intolerancia con los críticos; si hubo ruptura fue unilateral, Cortázar nunca dejó de amar a Cuba ni de exaltar los logros de ls Revolución. Nettel no vio, no pudo ver por su edad, la actitud de Cortázar cuando vino a México presidiendo un tribunal que condenaba los crímenes de Pinochet: no era la de un “neutral” que por una moda se haya sentido socialista. Tendría que leer Literatura en la Revolución y revolución en la literatura para entender las ideas políticas de Cortázar, y la entrevista que contestó a Rita Guibert. (Dos de esos tres textos están en el nuevo libro de Cortázar, Papeles inesperados.)
Otras objeciones se refieren a la bibliografía: aparentemente está completa, pero hay segundas ediciones que en realidad vienen a ser primeras; hay segundas ediciones que suplieron a primeras que eran de tirajes muy menores y que fueron las que conocimos los lectores, y por desgracia, además de que no incluye las excelentes traducciones (Poe, El país de las sombras largas), tan creativas como su literatura, no separa sus libros publicados en vida y los póstumos, harto diferentes.
Al contrario del libro de Cayuela, éste tiene abundantes erratas y errores que a ratos molestan al lector.

Lo que más llama la atención es el título: Para entender se refiere a la colección, pero uno lee, en la portada, el lomo, la página legal, la portada interior, Para leer Vargas Llosa (o Julio Cortázar), y la contraportada es casi ilegible por la letra tan delgada en un fondo que opaca todo, sobre todo en el libro dedicado a Vargas Llosa.

lunes, 4 de mayo de 2009

Tin Tan y García Riera, dos leyendas juntas / II

Se ha llegado a afirmar que Tin Tan representa un movimiento antigubernamental, o por lo menos es precursor de ciertas tendencias actuales que, aunque se pretendan minoritarias, ya no lo son.
Germán Valdés es desde luego atípico: no rehúye los chistes, y en muchas de sus cintas hay muchas menciones a cuestiones que estaban de moda en el momento de la filmación, lo que provoca que algunas de las situaciones se vuelvan incomprensibles (como las menciones a canciones de moda; un ejemplo concreto: “Pobre gente de París”, popular en la época en que se filma Los tres mosqueteros y medio; a medio siglo de distancia muy difícilmente se escucha esa pieza en ninguna estación de radio); se afirma que era más atrevido que otros cómicos de esos años: aun los peores basaban su éxito en frases o situaciones de doble sentido, que pocas veces pasaban a la pantalla, pero que en los teatros de revista se hacían famosos: incluso los inocuos Campos y Henaine tenían una rutina en la que afirmaban que los bisquets se hacían poniendo la masa en el ombligo, y luego Henaine preguntaba que entonces cómo se hacían las donas; en la televisión se presentaban como los campeones del humorismo blanco.
Una de las leyendas afirma que Valdés besaba en verdad a sus compañeras de reparto; puede ser cierto, y lo afirmaba Meche Barba; sin embargo, esos besos “de lengüita” no llegaron a la pantalla.
Sin embargo, son muchas las frases y las situaciones que ciertamente se escaparon a la censura. Y a Emilio García Riera, en Tin Tan (2007, coedición de varias instituciones, sobre todo CNCA y la Universidad de Guadalajara). Veamos algunas:
En El revoltoso, la portera de la vecindad, Lupe Inclán, está tratando de arreglar la luz, y Tin Tan se ofrece a hacerlo: “deje que el toque me lo dé yo”; en la plaza María Luisa de la colonia Industrial ofrece a un anciano bolearle los zapatos: “grasa, joven”, a lo que el hombre responde “gracias, joven”, sin que nadie se inmute; al observar un choque, da un discurso improvisado contra los ricos hambreadores, que aplaude hasta el mismo Wolf Ruvinskys, el aludido; en la vecindad hace que pelee un matrimonio, y se da a entender que la mujer es adúltera; finalmente, ella golpea al marido y persigue a Tin Tan. Lupita (Perla Aguiar) acepta ir al cine con él, y le pregunta si La marca del Zorrillo es de ese que dicen que se parece a él, y Valdés responde que el “actor” está muy hocicón. No es la única mención que hace de sí mismo.
En El Ceniciento, en la escena en la que pide una fichita como la que le dan a las ficheras, Tin Tan le pregunta a “mi hado padrino” (“no me digas así que se oye muy feo”) si esas muchachas son decentes: “son las hermanas Dávalos, de la mejor sociedad de la colonia Juan Polainas”, contesta Andrés Soler, en una de las líneas más albureras del cine mexicano antes del cine de ficheras de los setenta y ochenta, y mucho más fina. En una tienda sorprende a una ladrona y salva a Alicia Caro, acusada del robo, pero aclara que le estaba viendo el refajo. Otro dato que omite García Riera es que la canción sobre el conejo, el perro y el cazador que canta Valdés es de Francisco Gabilondo Soler, que nunca grabó Cri Cri. Con la misma música pero letra diferente, la canta en Chucho el Remendado (ambas están recogidas en Cri Cri, canciones completas, editado por Gabriel Zaid). También, al principio, luego de negarle la entrada a la casa, Marcelo, al creer que Tin Tan tiene propiedades, lo invita a que entre: “pasa, güero”, le dice; era la invitación de las prostitutas al ofrecer sus servicios en la zona roja; al final de la cinta hay una curiosa alusión: al escapar de la policía Tin Tan se mete a una patrulla pretendiendo que era un ruletero (aún no los uniformaban ni les colocaban taxímetro): “¿Cuánto a Perú 25?”, pregunta; era la dirección de un centro nocturno predominantemente de homosexuales.
En El bello durmiente, en la prehistoria, Ruvinskys le reclama que no vaya a la cacería de dinosaurios grandes: “acá está la caza grande”, a lo que Tin Tan responde: “yo prefiero casa chica”, lo que repite poco más tarde.
En Me traes de un ala, en la mansión misteriosa, de pronto aparece un vendedor como los de los cines de antes, ofreciendo, entre otras cosas, “paletas al tiempo”.
En El mariachi desconocido, después de caer borracho en un cabaret, despierta en un hotel lujoso; observa la piyama a rayas y exclama: “otra vez en la Peni”; mientras, Alta Mae Stone, cuando su marido le pregunta si ya está lista, responde con tono “pachuco”: “ya mero”, lo que da gran ambigüedad a la escena; en el cabaret Tropicana de La Habana, Tin Tan canta rodeado de bailarinas exuberantes “Piel canela”, y cuando pasa a su lado la de caderas más amplias y rotundas, coincide con el verso “y que pierda el ancho mar su inmensidad”, y al exclamar “inmensidad” hace un ademán con las manos extendidas hacia el frente, y mira las caderas “inmensas”, lo que recalca con el gesto aprobatorio. En la escena final baila con una mujer muy alta una especie de danzón muy sensual; hay que agregar una buena línea de Marcelo, cuando le dice a Rosa de Castilla que su tía le mandó unos tamales, pero “en el camino me los comí, fíjese qué mala suerte”. Entre algunos versos que declama cuando está anunciando el espectáculo de la carpa, sobresale uno: “el amor de las mujeres es como el del alacrán; nomás ven un hombre pobre, paran la cola y se van”, y al pronunciarlo, tira un caderazo.
El hombre inquieto da más oportunidad a Joaquín Pardavé de quebrar las buenas costumbres: cuando arropa a Tin Tan, creyéndolo su hijo, le saca las manos de la cobija: “las manitas afuera”, le ordena (dato aportado por Juan José Utrilla); Pardavé y Sara García hablan en un supuesto lenguaje árabe, y ella dice que está “encarajinada”; Valdés pregunta “¿de coraje?”.
En El vizconde de Montecristo Ana Bertha Lepe, preparándole una trampa, le pregunta si no le gustaría labrarse su destino, y Valdés, con gesto compungido, responde: “no sé labrar”; ella hace que repita frases sobre la noche, la luna, “no sé”, y de pronto él se detiene: “perdóneme las cosas que le digo”; posteriormente ella va a verlo a la cárcel, y los presos le preguntan quién es: “pásala”, le dicen; “ni que fuera bacha”; antes, en un cabaret de tercera, baila con Lepe mientras Borolas y Vitola lo hacen cerca de ellos; luego de cantar algo no muy relevante, Tin Tan le dice: “vámonos, aquí huele a petate”. En otra escena, varias mujeres muy bellas cantan “somos las manicuristas”, y uno de los versos dicen que quisieran limpiar la placa de platino de Pedro Infante. Esas cantantes no figuran en los créditos: Héctor de Mauleón afirma que eran conquistas de Valdés a las que prometía que trabajarían en el cine; no se sabe que ninguna de ellas haya vuelto a actuar.
El sultán descalzo tiene a unos intérpretes que se roban la película, además de la escena en que Valdés le soba las piernas a Yolanda Varela: Liliana Durán, la coquetísima esposa de Borolas. La mejor escena es cuando Tin Tan ve a Varela por la cámara fotográfica y le dice: “venga a ver qué bonita se ve”, y Varela hace un ademán de acercarse a la cámara. García Riera sí apunta que Valdés le soba las piernas a Varela, lastimada en un accidente que provoca Tin Tan. Pancho Conde, quien discrepa que Marcelo menosprecie el letrero de “Se vende” en el trasero de Cochita Gentil Arcos –más bien, dice, hace gesto de que no le alcanza el dinero—, me señala que en ésta, Liliana Durán le insinúa a Valdés: “tú dirás qué hacemos, porque dinero no tengo”, y que cuando Tin Tan le soba la pierna lastimada a Varela, exclama: “estás muy rodilloncita”.
Lo más sobresaliente de Lo que le pasó a Sansón son unos chachachás muy sensuales bailados con mucho sabor por Elvira Quintana, Ana Bertha Lepe y una muy pícara y bella Yolanda Varela; es en esta escena donde mejor se aprovecha su típico gesto de desdén (mucho mejor que el de llanto que tanto prodigó en otras cintas), y una invitación a la fiesta que convoca Andrés Soler, fechada en 1955 “antes de Jesucristo”.
Las aventuras de Pito Pérez contiene una frase procaz: al leer los méritos de Marcelo, Tin Tan lee: exdiputado, exsenador, extúpido. Son muy cachondas sus escenas con Maribel Gutiérrez.
Los tres mosqueteros y medio termina con un beso de Valdés y Rosita Arenas, pero tras ellos, Marcelo, Luis Aldás y Wolf Ruvinskys se besan en las mejillas; en otra escena, el funcionario que otorga los salvoconductos abre el cajón del escritorio para que le pongan allí la mordida. En un baile con coristas muy bellas, en vez de "Bodeguero, paga lo que debes", cantan Mosquetero; culmina con una especie de can-can muy sensual. Tampoco se sabe que hayan actuado en otras cintas.
(Muchas de estas estas escenas me las hizo notar Marco Antonio Pulido, quien me informa que cuando se filmaba Ay amor, cómo me has puesto, pensaban titularla Ay amor, cómo me has ponido, pero que la censura lo impidió.)