lunes, 25 de mayo de 2009

Biografía del Ateneo de la Juventud

Aunque el Ateneo de la Juventud no es el único grupo mexicano que aglutinó a escritores y pensadores más o menos afines, es desde luego el referente por el número de sus miembros
–desigual, exagerado, inexacto— y su importancia. Sólo de pensar en Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, Julio Torri, ya es para apantallar a cualquiera. La lista mencionada en Conferencias del Ateneo de la Juventud (UNAM, col. Nueva Biblioteca Mexicana, 1962, con reimpresión en 1985) por Juan Hernández Luna, aplasta, porque incluye a nuestro mayor hombre de letras, nuestro mejor novelista, los educadores por excelencia, nuestros renovadores literarios y cien más.
De los muchos estudios, sobresale el reciente Nosotros (Tusquets, 2008), que Susana Quintanilla (quien comete la indiscreción de revelar su edad) hace en un supuesto eje formado, según uno de los subtítulos, por Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán.
No cometeremos la descortesía de hurtar sus páginas para reconstruir una historia muy sabida, tanto que ya hay muchas distorsiones; sólo hay que decir que abarca un periodo bastante extenso, con todos los avatares que suceden en la vida de un grupo heterogéneo que hizo varios esfuerzos por consolidarse, y cuando ya lo estaban haciendo estalló la Revolución, lo que los llevó al desconcierto, y se hubieran desintegrado como tal de no haber ocurrido el golpe de Victoriano Huerta, que finalmente fue lo que ocasionó la fragmentación y la imposible reunificación.
Es una lástima que Quintanilla detuviera su investigación antes del golpe de la Ciudadela, pero lo que hace tiene mucho mérito. En primer lugar, se aleja de los lugares comunes, de las historias hechas, y reconstruye un retrato de la generación, y varios retratos de los personajes más importantes de los ateneístas: nos da un Alfonso Reyes inseguro, dubitativo, indeciso entre el deber familiar y el anhelo de independencia, además de sus ideas sobre la situación política que se vivía en esos momentos, que como se sabe, tiene como uno de sus principales protagonistas al general Bernardo Reyes, el candidato más popular para suceder a Porfirio Díaz, y que cuando sus partidarios esperaban todo de él, se sometió, aceptó alejarse del país, y perdió la oportunidad de abanderar un movimiento decisivo.
El otro gran protagonista es Pedro Henríquez Ureña; Quintanilla desmiente y borra el retrato que nos han dejado historiadores e investigadores, y lo presenta como un hombre levemente intolerante (¿se puede ser sólo levemente intolerante?), molesto con quienes no seguían sus indicaciones que en realidad eran órdenes; incapaz de ver las necesidades de sus compañeros (y de verlos como compañeros) y los impulsaba a que enfocaran su trabajo a lo que él consideraba más importante; tratando de retener para sí el liderazgo, y desde luego la orientación de los diferentes grupos, aunque en esos momentos (1906-1911) lo que predominaba era la situación política. Ese Henríquez Ureña no es el que aparecen en todas las historias de la literatura mexicana de principios de siglo XX, donde es visto como el educador por antonomasia de varias generaciones, y de los escritores más importantes, incluidos los de una generación después de los ateneístas, los Siete Sabios y sus aledaños, y los Contemporáneos, pero sí es verosímil que le reproche a Reyes que no dedique más tiempo a la lectura por pasarlo con Manuela Mota, su novia.
(Hay un disidente que no cita Quintanilla en la muy impresionante bibliografía –que sí, le creemos, abarcan 25 años de lecturas muy atentas—, que es el relato que hace Novo cuando viaja a Suramérica –Continente vacío y otras páginas contemporáneas— y encuentra a Henríquez Ureña, y después, a la noticia de su muerte y los recuerdos que se desatan; otro, la descripción iconoclasta del mismo Novo en La estatua de sal, aunque los motivos de su encono son diferentes, el resultado es el mismo: el rechazo y la intolerancia.)
Hay también contradicciones en Vasconcelos, e incluso Quintanilla es más despiadada al poner en su descripción las debilidades que todos le conocemos pero que no calificamos como tales; y cuando describe sus fallas gramaticales y sus faltas de ortografía no podemos si no recordar cuando José Emilio Pacheco describió el azoro del público asistente a la Sala Ponce y que escuchó la confesión del propio Vasconcelos acerca de su ignorancia del idioma francés.
El retrato de ellos tres los muestra humanos, con las inseguridades de gente tan joven como ellos (Reyes apenas cumple la mayoría de edad por esas fechas), pero que las circunstancias los ponen en situaciones extremas y cuyas respuestas tendrán repercusión nacional y a lo largo de muchos años.
Menos humano es el retrato de Martín Luis Guzmán, de quien nos hace sentir que fueron hechos fortuitos los que le colocaron como una figura importante dentro de la Revolución; otro hubiera sido sin el resultado de una batalla donde una bala perdida causó la muerte de su padre, y Guzmán no sería el gran novelista, y sí en cambio el funcionario que comienza su carrera con un discurso favorable a Díaz, y la termina con otro favorable a Díaz Ordaz, no el que en novelas magistrales describe a Villa, a Obregón, a Elías Calles mancillando el poder y la vida de otros. No sería el renovador de la prosa y la novelística mexicana.
Quintanilla tiene la virtud de encontrarle la distancia a estos gigantes, y de darle un aspecto que, maniqueístas, no podemos encontrarle a personajes como Manuel Caballero, o las tres partes del “cuadrángulo”, José María Lozano, un Nemesio García Naranjo completamente desconocido, a un Querido Moheno a quien le dedica una sola mención, pero contundente. Por eso se insiste en que Quintanilla debería proseguir su trabajo, porque cuesta trabajo entender que ellos tres, con Olaguíbel, Enrique González Martínez, José López Portillo, Toribio Esquivel Obregón, Rodolfo Reyes, Jorge Vera Estañol, hayan sido colaboradores de Huerta; se entiende que lo fueran Aureliano Blanquet, Alberto García Granados, Manuel Mondragón; para comprenderlo, se necesita una disección como la que hace del país y el ámbito cultural en el lapso que estudia en Nosotros.
No son los jóvenes ateneístas los únicos radiografiados, pues las páginas en que aparece Luis G. Urbina nos hacen ver a uno muy distinto al que nos imaginamos, más contemplativo, menos dinámico, más entusiasta que como figura en este libro.
Es obvio que el peso de unos personajes sea mayor que el de otros, por lo que hicieron en ese tiempo y sobre todo después; con todo y eso, el libro resulta sumamente interesante, e indispensable a partir de ahora.
Tiene, sin embargo, algunos errores muy típicos de los investigadores; por ejemplo, el descuido en la redacción, que suele caer en la costumbre de terminar con verbo muchos párrafos, lo que obliga a releerlos por resultar confusos; además, confunde “electo” con “elegido”, usa demasiadas veces “evento” como sinónimo de acto, suceso, fiesta, discurso, mitin, protesta, y usa dos veces “festinar” como sinónimo de festejar; podría pensarse que son errores mínimos frente al esfuerzo monumental de su investigación y el resultado de pintarnos a héroes literarios con sus flaquezas y defectos humanos, pero precisamente por hablar de maestros del idioma, debió ser más cuidadosa; su esfuerzo sí es recompensado por la editorial, que publicó el libro con muy pocas erratas, lo que es de agradecerse.

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