viernes, 26 de febrero de 2010

De cómo escribí de beisbol

Así que comencé a escribir de beisbol; aunque admiré a muchos jugadores de la Liga Mexicana (con el mismo razonamiento que apliqué para los peloteros de las Mayores), sus hazañas estaban muy lejos de los de Estados Unidos: el club era de los cien jonrones y en las Mayores era de 300; aquí, con mil hits entraban a la llamada inmortalidad del deporte, y en las Mayores necesitaban 3000; cien victorias bastaban para pertenecer a la elite, y en las Mayores, 300; cierto que la marca de bateo era más alta en México, para una temporada, pero con muchísimos menos juegos, y con todo y eso la diferencia no es tan abismal como parece, y también para una temporada, el porcentaje de carreras limpias en México era considerablemente más bajo, pero en una temporada mucho más corta.
Pero había peloteros formidables: la elegancia de Arturo Cacheux, la enjundia de Enrique Castillo, la contundencia de Miguel Sotelo, la consistencia de Ramón Arano, la finura de Frank Barnes, en cuanto a pitcheo; la perfección de Héctor Espino (la anécdota que cuento en el libro de él y Tito Monterroso podría haberse perdido, porque Tito me habló de Espino en La Ópera, sin testigos), la consistencia de Miguel Suárez, en fin, los Camacho, los Guerrero, Santos Amaro, Mario Ariosa, Felipe Montemayor, no exagero si digo que se acercan a cien los excepcionales, y 500 los simplemente muy buenos. Tal vez la diferencia se defina en la calificación que le daban a Montemayor los expertos de las Mayores: “tiene un swing tan bueno como el de Ted Williams, pero no le da a la pelota”.
Hay muchos libros de beisbol en México; algunos los he conservado, aunque no los he releído, cuando mucho he consultado algún dato, alguna fecha, pero siempre me quedo con la sensación de que son imprecisos, exagerados, de que los autores no se guían por el gusto del deporte, y que, como casi todos los cronistas, los reporteros, los redactores de las secciones deportivas de diarios, revistas y canales deportivos, carecen de objetividad, o sufren de parcialidad; al menos, es lo que dejan ver cuando narran juegos: “le van” a un equipo; no sé si fingen, pero al menos públicamente confiesan su simpatía por alguno de los contendientes, lo que les resta objetividad; es posible que actúen, para entusiasmar a los televidentes. Pero los resultados, cuando hacen algún libro, evidencian esas carencias, la redacción suele ser floja y, repito, es dudosa la precisión de los datos.
De cualquier manera, había ya suficientes historias del beisbol en México, pero ningún libro que hablara del beisbol en la historia de México, como tan abruptamente ofrecí dar ese enfoque en un libro que fuera diferente de los demás; y me topé con que podría hablar de Fernando Remes, de Jorge Fitch, de Leo Rodríguez, de Aurelio Rodríguez, del Yaqui Ríos; incluso de Beto Ávila, a quien no vi jugar pero fue del primer pelotero de quien escuché su nombre, cuando en 1960 Humberto Huerta me dijo, con azoro, que Ávila había realizado un pisa y corre desde la segunda base.
(Antes de él, sólo había oído hablar de futbolistas, también por Humberto Huerta, y de jugadores de futbol americano, en especial de Mario Yáñez Correa, un excepcional quarter back, defensivo profundo y, cuando se necesitaba, un pateador más que regular.)
Pero cuando la huelga en 1981 me decepcioné. El hecho de que fueran los de la Anabe reconocidos como la liga legal, por las autoridades, y que las televisoras y los periódicos los ignoraran, hizo que mi atención la enfocara sólo a las Ligas Mayores, y a veces me sorprendo cuando jugadores tan poco destacados como Chili Davis haya llegado a los 300 cuadrangulares, algo que apenas pudieron hacer algunos excelentes como Chuck Klein o Rogers Hornsbey.
Me declaré incapaz de seguir hablando de la Liga Mexicana después de la huelga. Lo resolví pidiendo a Diego que se hiciera cargo de esa parte. Aceptó, porque además de que sabe todo de esa época, siempre quiso escribir de beisbol. De hecho lo hizo, en El Financiero, aunque le mochaban las notas o las cabeceaban mal; tuvo una columna en el Esto, con la complicidad de Óscar Alarcón, e hizo algunas entrevistas, pero había competencia desleal, y finalmente se dedicó a la edición de libros, con bastante éxito y eficacia.
Que sabe escribir lo demostró en cuentos, algunos recopilados en su libro Extrainning, y en Una aventura patológica; ése no era el problema, sino que es impaciente; apenas le pedí su colaboración, a partes iguales, y comenzó a presionarme para que escribiera un capítulo para emprender el suyo; me llamaba dos o tres veces al día para preguntarme si ya le pasaba material, pero yo no carburaba; aunque presiono a la gente que trabaja conmigo y soy muy exigente, cuando me presionan me detengo y hago varios intentos antes de hallarle el modo; como dice Javier Ibarrola: “no me arreen porque me echo”.

Aunque hice mía la premisa de los novelistas y los cineastas de los años sesenta, de que hay que contar una historia con principio, desarrollo y final, pero no necesariamente en ese orden, decidí empezar por el principio: la mención del beisbol en revistas culturales; por desgracia, en México no abundaron las cintas que hablaran de beisbol, aunque sí las escenas en donde el protagonista se convierte en héroe de un juego, como en el caso de David Silva que batea un jonrón imposible en el Parque 18 de Marzo, precioso diamante, aunque con tribunas cuchas y el dugout insalubre (por eso ningún equipo entraba en ellos y se exponían a los pelotazos por sentarse fuera); la escena tiene lugar en Un lugar para…dos, y no tiene más importancia que, en la comida para celebrar el triunfo que consiguió Silva con ese batazo, baile un sabrosísimo danzón con Katy Jurado, a la que va empujando con los pasos del baile, hasta llevarla a un camión abandonado; o el batazo más imposible aún que conecta Tin Tan en El mariachi desconocido, que sólo sirve para mostrarlo coqueteando con Rosita Fornés, aunque los fanáticos veamos cómo lo regaña Ramón Bragaza y lo acusa de favorecer a unos apostadores.
La lista de cintas estadounidenses en las que el tema principal, o cuando menos el pretexto, es el beisbol, es enorme, tanto como las dedicadas al boxeo; sólo que no hay cinta beisbolera que no sea conmovedora, hasta donde un niño adquiere un brazo más poderoso que los profesionales, o en las que un niño hereda a los Oseznos mal llamados Cachorros de Chicago y los lleva a la Serie Mundial (a la que no asisten desde 1945 y no ganan desde 1908); y hay algunas excelentes, como la historia de Lou Gehrigh, o la de Jimmy Piersall, o la de los nueve expulsados por la Serie Mundial de 1919. También le hemos regateado la mención en la literatura. No tenemos un equivalente a The Natural, ni en el cine mexicano hay algo parecido a Once pares de botas, ahora olvidada pero en los cincuenta, célebre cinta sobre futbol y en la que participa, que no actúa, Alfredo D’Stefano, argentino que jugaba para el Real Madrid y para la selección española (por cierto, en esa cinta hay un personaje apellidado López Salgado, como después, en los setenta, militó en el Cruz Azul un jugador con los mismos apellidos).

Lo difícil fue empezar: tenía que encontrar un tono imparcial que no delatara las debilidades propias de todo aficionado al deporte; hay quienes piensan que los fanáticos de una actividad son buenos críticos; por el contrario, cuando alguien no se deja seducir por una actividad puede ser más imparcial al juzgar; por otra parte, como afirmamos en el libro, en el beisbol existe la admiración hacia el contrincante; es probable que exista en casi todos los deportes; si no la admiración, cuando menos el respeto; no así en los fanáticos, y a veces en los comentaristas: hubo quien, sin otra explicación que su intransigencia, terminó un programa con la súplica: “ojalá pierda el América”.
Evadí mi admiración por los equipos, no así por los jugadores, pero intenté conservar el tono objetivo, y me enfoqué más a resaltar los acontecimientos no deportivos que afectaron al beisbol; mientras terminaba el primer capítulo, Diego me apresuraba, alegando que mientras más me tardara menos tiempo le dejaba a él; pero me tardé porque a cada rato él me desmentía: no había sido un jugador, que yo recordaba, sino otro el que había realizado una hazaña; no habían sido 17 sino 18 los ponches recetados en un juego; fue por el jardín izquierdo, no el derecho, el jonrón que decidió un juego.
Por ello, cada que terminaba un capítulo se lo entregaba a él, para sus observaciones y sus correcciones; no en balde jugó desde los cuatro años, no en balde lo llevaba al Parque del Seguro Social hasta que comenzó a ir solo; no en balde no podemos ver juntos un juego porque por comentarlo perdemos detalles.
Pero nadie me ha presionado tanto como él para terminar un libro.
(Los datos y hazañas de peloteros a los que no vi se los debo a Marco Pulido, a Juan José Utrilla, y a Diego.)
(

domingo, 14 de febrero de 2010

Por qué escribir de beisbol

Comencé a ver beisbol apenas en la secundaria; aunque era el deporte que le gustaba a mi padre y a mis tíos, mi pasión por él empezó por culpa de los hermanos Valdés Olmedo.
Me cuentan que una ocasión, el equipo donde jugaba mi padre se enfrentó a una novena semiprofesional y lanzaba un nudillero; la única carrera que le hicieron fue por triple de mi padre y sencillo de otro bateador; en otro juego, mi tío Raúl “quién sabe cómo me enredé y me volé la barda; el siguiente bateador era Polo –mi otro tío– y también se la voló”.
No heredé esas habilidades; mi batazo más poderoso fue un sencillo, tan largo que vació las bases, pero por poco me sacan en primera; fue en el 18 de Marzo, que no tiene barda, y se fue más lejos del parque, hasta donde estaba el tiro al blanco con flechas; "debió ser triple", me dijo Víctor Tovar; apenas contesté, jadeando, que se diera de santos que alcancé a llegar; nunca corrí, no tenía velocidad y por lo mismo mi brazo era exacto, pero flojo; nunca pude jugar tercera y en el short apenas le llegaba a primera, por lo que cada batazo que fildeaba lo hacía emocionante; cuando pitcheaba dominaba a todos los bateadores, pero no sólo ellos, también mis compañeros se quejaban de lo lento de mis lanzamientos (lo recordé con envidia cuando vi a Mark Fidrych dominar a toda la Liga Americana con bolas de 45 millas por hora, y a Randy Jones con rápidas de 40 millas, y a quien incluso Pete Rose pedía que volviera a calentar el brazo); aunque hacía buen contacto, de diestro sólo dos veces me volé la barda; de zurdo en cambio pegaba buenos batazos, pero tenían que llegar a la barda para que pudiera embasarme; también fui catcher muchas veces, con buen manejo de las pitcheadas, conduciendo con serenidad a pitchers con buena velocidad, pero no me salían los tiros a segunda. Tuve buenas jornadas, pero en una ocasión, luego de perder por una carrera contra un equipo semiprofesional, y ser felicitados por ellos, nos atrevimos a jugar contra unas abusivas de softbol que nos anotaron 14 carreras en dos entradas; me dieron base por bolas, pero no pasé de primera, y en la segunda me robaron tres bases.
Fui coach y mánager, además de asesor de reglas y anotador, cuatro años en los que Diego era integrante de equipos en la Liga Maya o en la Lindavista; en la primera gané un juego haciendo que se aplicaran las reglas, con lo que armé un escándalo; me acusaron de ser estricto y no tener un criterio flexible (lo mismo de lo que acusaban a los agentes de tránsito que insistían en poner infracciones a los conductores que infringían en reglamento de tránsito: “por favor, tenga criterio, yo tengo auto y el señor era peatón”); en la Lindavista con pura estrategia vencí al mánager más experimentado, quien me reconoció méritos; por desgracia era pretemporada y no contó en los récords, pero sí en los anales de la Liga.

A cambio de mi carencia de facultades extraordinarias, desde que Cuauhtémoc Valdés Olmedo me convenció de que “usted ha nacido para short stop” (antes de que llegaran Ripken, Jetter y otros anormales, los short stops eran chaparros a mucha honra, bateaban entre .280 y .300, no buscaban las bardas, y eran el alma del equipo; ahora por gigantes no pueden cubrir mucho terreno y tienen problemas con las rolitas, pero pegan muchos jonrones; se olvidan del dicho de Babe Ruth: “I could have hit .600, but I’m paid to hit homers”, y de que Ty Cobb opinaba que los jonrones no tienen la misma valía del sencillo), aprendí a observar el juego como profesional; desde los primeros juegos que vi en el Parque del Seguro Social pude robarme las señales, intuía las órdenes de bateo, y anticipaba qué lanzamiento venía a continuación. Sabía en qué momento iba a salir un corredor en robo, y junto con el pitcher, cómo neutralizar los toques (de bola).
Como en la literatura, admiré, y sigo admirando, a los outsiders; eso no restó mi admiración por Stan Musial, Mickey Mantle, Ernie Banks, Hank Aaron (aunque mi admiración por él es retrospectiva; admiraba más a Eddie Mathews), Willie Mays, pero más a Johnny Callison, Albie Pearson, Billy Williams, Bobby Richardson, Rubén Amaro, Jim Landis; sobre todo a este último; la lista de los jugadores a los que he admirado desde 1962 es interminable, más numerosa que la de los incluidos en el Salón de la Fama (es más, allí hay gente que no lo mereció, como Reggie Jackson, cuyo mayor mérito fueron los jonrones en Serie Mundial, pero del que decían que era el jugador más valioso, porque cuando no ayudaba a su equipo ayudaba al contrincante; o Rick Henderson, el más petulante pelotero que haya visto), y nombrarlos llenaría páginas enteras sin siquiera resaltar sus cualidades, y aun así cometería injusticias y omisiones; pero a Landis lo recuerdo con más admiración que a nadie, porque no necesitó batear para ser héroe en cada juego. Casey Stangel, cuando dirigía a los Yanquis decía que Landis, de Medias Blancas, convertía los triples en dobles y los dobles en sencillos; en el libro de las grandes novenas, al hablar de los Gigantes de San Francisco, se dice que en la alineación ideal se puede poner a Orlando Cepeda en primera y a Willie McCovey en el izquierdo, o al revés, de cualquier manera Willie Mays haría las atrapadas; eso es cierto en el caso de Landis, quien llegó a fildear elevados en las líneas de foul, aunque era center (comprendo a sus compañeros Orestes Miñoso y el Jungla Rivera: jugando right, la menos compometida de las posiciones en el beis llanero, atrapé un elevado poderoso en la mera raya, y mi center me regañó: "grita que ya la tienes para que no te estorbe"); en las épocas en que reinaba el pitcheo, Landis nunca pegó muchos jonrones, pero producía más de 60 carreras por temporada.

Ante la imposibilidad de leer buenos reportajes de beisbol en México, cuando las columnas eran publicidad no muy disimulada, busqué mejores revistas; así me hice de una buena hemeroteca y de una regular biblioteca de libros de beisbol; soy capaz de pasarme una semana leyendo enciclopedias, manuales, compendios, y ya sea con puras estadísticas o box scores, reproducir una o varias temporadas, o la carrera de algún jugador; en muchos lados me dicen que soy enciclopedia ambulante del deporte, y gracias a eso abuso de los ignorantes, aunque sean jefes de secciones; “¿sabes –le digo a uno de ellos– que Jorge Orta nunca bateó para doble play cuando bateaba sin hombres en base?” “Hay que escribir una nota sobre eso”, me respondió uno de ellos.

Hace muchos años Bernardo Giner de los Ríos, en uno de los muchos proyectos que deseó, me conminó a que escribiera un libro para explicar, sobre todo a adolescentes, cómo podía verse beisbol; no llegué a la tercera entrada, y Bernardo no me insistió; me quedé con las ganas; por eso acepté la sugerencia de Salvador González Vilchis de escribir un libro sobre beisbol, y él aceptó e hizo que aceptaran mi sugerencia de hacer una historia diferente: el beisbol en la historia de México.
Lo primero es lo primero; cuando jugaba, no importaba si al día siguiente tendríamos alguna prueba, o que pasara algo en la vida íntima o en la familiar, no dejábamos de ir al Parque del Seguro ni siquiera el día en que, en pleno descanso entre clases comenzó un sismo si no intenso, lo suficientemente fuerte como para que algunas compañeras se hincaran y rezaran a gritos una Magnífica; las Ligas Mayores no suspendieron la campaña de 1964 aunque en noviembre de 1963 hubiera sucedido el asesinato de John Kennedy, ni se suspendió en 1968 con el asesinato de Bob Kennedy; las manifestaciones de 1968 no recortaron las campañas ni en Estados Unidos ni en México, y en cambio los peloteros sucumbieron a las modas; en esos años y bien entrados los setenta abundaban los beisbolistas con melenas, peinado afro (como Dylan, Hendrix y Clapton), patillas, y a veces barba, tanto en Las Mayores como en la Mexicana; Pepe Peña y Horacio Piña fueron de los lanzadores que en ambas ligas mostraron una cabellera tan abundante como la de los roqueros, profesionales o aficionados. No hubo cambios significativos cuando el mundo se estremeció con la aparición de Elvis Presley, y en cambio algunos beisbolistas hasta llegaron a incursionar, como aficionados, en el mundo de la música; tampoco con los Beatles se interrumpió ninguna temporada, y en cambio se usaron estadios de beisbol para algunos de sus conciertos más tumultuosos; si los movimientos estudiantiles en Estados Unidos cobraron violencia gubernamental, en México fue mucho peor; sin embargo, pese a la sensación de peligro, represión y persecución, no dejó de verse la Serie Mundial, una de las mejores de todos los tiempos, con los duelos entre Denny McLaine (el último en ganar 30 juegos en una campaña, precisamente ese año) y Bob Gibson, quien terminó la temporada con 1.16 en carreras limpias, y ponchó a 17 bateadores en uno de esos juegos, exactamente el 2 de octubre. Si en la política el 68 se recuerda como un año de rebeliones que contribuyeron a los cambios (por ejemplo, en Perú y en México), parece inocuo que en el beisbol se le recuerde como el año del pitcheo; sin embargo, la abundancia de lanzadores con récords extraordinarios (siete con menos de dos carreras limpias por cada nueve entradas; 53 con menos de tres) condujo a cambios en reglas, la altura de la lomita, en bola más viva, en criterio para marcar strikes, y eso provocó, a la larga, el consumo de drogas y estimulantes, a la comercialización de casi todos los deportes.
No fue el beisbol el único en sufrir cambios; casi todos los han vivido, muchos para bien, otros definitivamente para mal.

Fue bajo esas premisas que acepté escribir un libro sobre beisbol, y me condujo a México y el beisbol, donde el beisbol es sólo un pretexto para hablar de materias y asuntos que me interesan, que vivo y sufro, pero en el que no soy un experto, al menos oficialmente. Sólo que en el momento en que me puse a trazar la estructura, a definir los tiempos y necesidades, me di cuenta que no podía escribirlo solo. Fue así como le pedí auxilio a una de las personas que saben, disfrutan y padecen el beisbol tanto como yo, Diego Mejía Eguiluz; las consecuencias, favorables y estresantes al mismo tiempo, serán el motivo de la siguiente entrega.

martes, 2 de febrero de 2010

No es por hablar bien de nosotros...

Realmente, de la que se perdieron. El viernes (29 de enero) tuvo su bautizo, confirmación y presentación en sociedad México y el beisbol, el libro que escribí con Diego Mejía Eguiluz, editado a fines de octubre y que está a la venta en la dirección de la ADABI.
Tuve que ver con la elección de los presentadores; había muchas posibilidades y opciones, de escritores y ensayistas a los que le gusta el beisbol, que podían haber escrito textos adecuados, ingeniosos, enjundiosos, entusiastas y críticos; de hecho, uno de nuestros mejores amigos no pudo aceptar la invitación porque debía someterse a una cirugía.
Los tres propuestos, y que aceptaron, fueron Marco Antonio Campos, Marco Antonio Pulido y Marisol Schulz; explicaré por qué los invitamos a ellos; en lo general, porque esperábamos textos excelentes que invitaran a los asistentes a que leyeran el libro; también, porque sabíamos que no tendrían, como no lo tuvieron, ningún reparo en señalar errores, erratas y equivocaciones; que sus textos dejarían ver el cariño y la amistad, pero que hablarían del libro, más que de sus autores.
En lo particular: Marco Antonio Campos tiene una sólida obra, tanto en la narrativa como en poesía, y últimamente ha destacado por sus investigaciones sobre la vida literaria mexicana del siglo XIX, y sus ensayos están entre los mejores de los últimos tiempos, por su claridad, su gracia y su contundencia.
Nos conocemos hace muchos años, desde que colaborábamos ambos en El Heraldo Cultural, mal valorado suplemento que dirigía Luis Spota; coincidíamos los lunes, cuando íbamos a cobrar lo publicado y a entregar la siguiente colaboración; los temas que tratábamos eran diferentes; él, con su erudición, abordaba los aspectos literarios de los escritores que le interesaban, y que ya entonces eran muchos, a los que traducía y explicaba; yo abordaba temas más populares, sin que me interesaran menos los suyos, ni sin que él leyera los míos con más interés del que creía; por ello, me invitó a varias entrevistas radiofónicas, a mesas redondas, en dos de las cuales colaboré en su elaboración: la novela policial (me encargué de invitar a los participantes), y un homenaje a Sergio Galindo, y cuyas ponencias fueron publicadas en La Palabra y el Hombre, revista de la Universidad Veracruzana; asimismo, me invitó más de una vez a que charlara con sus alumnos, y sobre todo sus alumnas, en la Universidad Iberoamericana; por la cercanía del deportivo donde hacía sus ejercicios, con mi casa, más de una vez me visitó, brevemente, pero por lo general para entregarme la más reciente de sus publicaciones; todas tienendedicatorias beisboleras. Aunque no lo ha confesado públicamente, es uno de los más grandes apasionados del beisbol y, como José Agustín y Gerardo de la Torre, lo practicó con la misma fuerza y contundencia que sus críticas literarias; además jugó la tercera base, algo que nunca pude hacer y que respeto porque para ser antesalista se necesita valor, decisión y, sobre todo, el mejor brazo del equipo.

Marco Antonio Pulido es tan tímido que ha ocultado que está incluido en El cuento mexicano del siglo XX, de Emmanuel Carballo, al lado de José Revueltas, José Emilio Pacheco, José de la Colina, Julio Torri, Juan José Arreola; tampoco relata que fue él el responsable de que se trasmitiera en México Yo, Claudio, la teleserie basada en la novela de Robert Graves, en una época en que no se permitía ni esa temática ni las escenas provocativas con que inicia el programa; fue uno de los responsables de la colección SepSetentas, y sus artículos en Contenido no sólo marcaron una época en el periodismo mexicano (entrevistó al Chamaco Sandoval, el ghost writer de Agustín Lara), sino que han representado un reto para sus sucesores; él descubrió, y reeditó, el primer cuento mexicano de ciencia ficción; pero en el último tercio del siglo XX se dedicó a editar libros; fue el encargado, entre otras muchas cosas, de la colección La Ciencia desde México, del Fondo de Cultura Económica, además de corregir cientos de libros y de traducir algunas decenas. Mi admiración por su desempeño editorial lo plasmé en una columna dedicada a los mejores editores del siglo XX, que publicaba a la semana en el viejo Uno más uno.
No sólo fue un testigo privilegiado del beisbol mexicano desde su niñez; nació en 1937, pero vio jugar a Roberto Ortiz (el cubano), a Theolic Smith, a Ramón Bragaña, a Martín Dihigo, en el viejo Parque Delta; después, a los mejores mexicanos de la Liga Mexicana de Beisbol en su sede del Parque del Seguro Social; también lo practicó hasta tiempos muy recientes, con muchísimo sentido del humor, sobre todo cuando narraba sus –escasos– ponches; pero, como lo hizo Ted Williams, conectó un cuadrangular en su último turno al bat, aunque explica que “I can’t help it”: “me lanzó una recta rápida, a la altura de la cintura, por el centro del home”. Trabajé con él en el FCE por seis años, y casi todos los días –cuando no estaba comisionado en alguna imprenta– comentábamos los resultados del día anterior, y me platicaba sus experiencias, como testigo o como actor; salí de la empresa hace 20 años, pero nos hemos seguido viendo, una vez a la semana, y en la cantina hemos visto hasta juegos de Serie Mundial, además de que sus anécdotas son muchísimas y divertidas, y de que lee cosas extrañísimas que desmenuza con acierto.

Marisol Schulz, en cambio, no ha visto un juego completo, sólo medio juego en la Liga Maya, que fue lo que duraron sus hermanos en su carrera en el beisbol; en cambio es una de los mejores elementos en la industria editorial latinoamericana; nomás pa que se den un quemón, hace no muchos años fue la única invitada en una comida entre Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y José Saramago; la habrán visto en el programa de libros Domingo Siete, y habrán oído sus comentarios llenos de erudición, pero también de sencillez.
Juntos hicimos una colección memorable coeditada por el CIESAS, donde ella estaba encargada de las publicaciones, y yo por parte del FCE; poco tiempo después entró a Alfaguara, donde ha estado desde hace casi 20 años menos un paréntesis en que dirigió Plaza & Janés; gracias a ella he participado en siete de los más recientes libros de Carlos Fuentes, más algunos otros títulos; entre ellos, Rito de iniciación y Declaración de fe, los dos libros póstumos de Rosario Castellanos; otras amistades con quienes he colaborado o trabajado no se enojarán si digo que trabajar con Marisol es un placer insuperable, porque combina rigor con diversión.

Diego ha trabajado con los tres; Marco Antonio Campos irrumpió en una comida (yo, con Marco Antonio Pulido y Miguel Capistrán; él, con Luis Chumacero y Bernardo Ruiz) para decirme que si estaba consciente de que Diego es mejor editor que yo; lo dijo después de que editaron un libro juntos; con Marco Pulido no sólo ha compartido sesiones inolvidables (lo conoce desde que Diego tenía 15 años) en la cantina, en restaurantes, sino que han trabajado en algunos libros, entre otros El juego perfecto, preciosa y emotiva remembranza de los Pequeños Gigantes de Monterrey; Marisol fue su jefa en Alfaguara, y una de sus mejores amigas.
No por ello le temíamos menos a los tres, porque anteponen el rigor a la amistad.

Nos trataron muy bien. Marco Antonio Campos agradeció los recuerdos que le trajo el libro, su pasión por los Diablos Rojos (aunque se abstuvo de confesar cómo le hizo para admirar a Beto Ávila, porque la única temporada que él lo vio Bobby jugó con los Tigres); nos elogió la objetividad y la buena escritura, gracias a las cuales no descubrió cuáles eran nuestros equipos favoritos; jugó un poco de trivia y recordó los jugadores a los que admiraba; nos reprochó que llamáramos a los pioneros del beisbol mexicano organizado como “inmortales, superhéroes y simples héroes”, pero no le revelamos que nos estábamos planchando el título de un libro estadounidense en que califican así a los beisbolistas, porque en este deporte, decimos en el libro, no hay un solo héroe, y cada jugador lo ha sido cuando menos una vez en su carrera, algo de lo que no puede mucha gente presumir en la vida real, ni siquiera por 15 minutos; le dedicó unas palabras a los cronistas (cosa que no nos atrevimos a hacer Diego y yo), con tanta ironía como homenaje, y le gustó que nos refiriéramos a los prohombres del beisbol mexicano sin exagerar sus virtudes ni ocultar sus exageraciones. Nos sentimos muy complacidos, aunque no hablemos de todo lo que dijo, porque como él mismo afirmó, no se puede poner todo.

A Marco Antonio Pulido el libro le sirvió para recordar cuando entraba pagando el precio mínimo en las gradas del jardín central y luego se pasaba, aprovechando la escasa vigilancia (¿no sería mejor decir “generosa?), atrás de home (lo hicieron también Campos y lo sigue haciendo Diego; yo lo hice sólo una vez), y recreó con palabras certeras el ambiente en el Delta, los jugadores que llegaban al parque después de pasar la noche en la delegación por haber participado en una bronca; a los pitchers que ponchaban a los bateadores con una bola que parecía iba a la cabeza y pasaba por el centro del plato; habló de los apodos de los jugadores, de los nombres que parecían apodos, del ambiente en las tribunas, y algo de su experiencia como jugador defendiendo (“es un decir”, dijo) el uniforme del Fondo de Cultura Económica hasta que se acabó el apoyo, y las autoridades del deporte capitalino desbarataron los diamantes de beisbol para crear más canchas de futbol o de futbol rápido; no es por hablar bien de nosotros ni porque hayamos estado presentes, pero también fue elogioso con nuestro trabajo y nuestra prosa.

Marisol Schulz dijo que recibió la invitación como si hubiera sido una broma, achacada a Diego, y luego su presión para hacer un texto, coacheada por Ramón Córdoba para entender algunos de los términos que usamos los beisbolistas para comparar el juego con la vida real; ella se fijó en otros detalles: la inserción del beisbol en la historia de México, cómo lo han afectado las crisis, cómo han incidido los movimientos sociales, políticos y económicos en el deporte (desde luego, ha sucedido con todas las actividades, pero nos detuvimos en el beisbol) desde mediados de los años veinte hasta la temporada del 2009, las implicaciones culturales; en fin, ver el beisbol con los mismos ojos con que vemos la literatura, el cine, la política, la vida misma; hizo una lectura diferente, así como nosotros presumimos de haber escrito un libro completamente diferente; aprobó la prosa, ella, que es una catadora exigente, y elogió que el libro se lea con interés y sin pausas, casi de una sentada; para escribirlo, Marisol utilizó una prosa bella, puntual, graciosa; tampoco dejó de reprocharnos, no la pasión, sino que en tantos años de amistad hayamos sido incapaces, creo que ya no a partir de ahora, de inculcarle la pasión por este deporte. Un texto muy hermoso.

Al hecho de que fuera en viernes, de quincena (no para todos) y principio de puente, se aunó la megamarcha que paralizó parte de la ciudad y convirtió a la otra en estacionamiento; sin embargo, nos acompañaron más de 60 asistentes; amigos, compañeros de trabajo, familiares, pero muchos otros aficionados al beisbol que se deleitaron, en la medida que se lo permitieron las circunstancias, con las tres ponencias magistrales.
Del libro, su hechura, sus tropiezos, sus circunstancias, hablaré en la siguiente entrega. Gracias a los tres.